Moreau, su ayudante principal Jacques Bergeron y Latham cayeron sobre Francois con pocos segundos de diferencia unos respecto de otros. El grupo avanzó unos cuarenta metros hacia el oeste de la entrada sur, y allí el jefe del Deuxième alzó una mano; el lugar estaba menos atestado, las sórdidas tiendas que se levantaban a la derecha servían como cuartos de vestir de los empleados y como retretes.
—Podemos hablar aquí —dijo Moreau, mirando al chófer—. Mon Dieu, amigo mío, qué mala suerte. ¡Su esposa y sus hijas!
—Tendré que inventar una explicación muy convincente.
—Francois, las niñas no le hablarán durante una semana —dijo Jacques, sonriendo con cierta timidez—. Usted sabe a qué atenerse, ¿no es verdad?
—Tenemos que hablar de otras cosas —dijo Francois en actitud defensiva—. Escuché a dos mujeres, y estaban hablando… —El chófer relató la conversación que había escuchado disimuladamente, y concluyó diciendo—: Está allí, en la administración.
—Jacques —dijo Moreau—. Explore el edificio con su mejor técnica profesional. Sugiero la representación teatral del borracho; quítese la chaqueta y la corbata, nosotros los cuidaremos.
—Volveré en tres o cuatro minutos. —El agente se quitó la chaqueta y la corbata, extrajo uno de los faldones de la camisa y lo dejó colgando sobre el cinturón; finalmente, comenzó a avanzar a tropezones hacia la entrada sur y más lejos.
—Jacques lo hace muy bien —observó Moreau, contemplando con admiración a su subordinado—. Sobre todo por tratarse de un hombre que jamás prueba el whisky y apenas puede tolerar una copa de vino.
—Quizá antes toleró demasiado de las dos cosas —dijo Drew.
—No —respondió el jefe del Deuxième Bureau—. Se trata de su estómago. Algo que tiene que ver con la acidez. Un rasgo que puede ser muy embarazoso cuando cenamos con los ministros de la Cámara de Diputados, que controlan nuestros recursos. Lo miran como si fuese un burócrata almidonado.
—¿Qué haremos si la esposa de Courtland continúa adentro? —preguntó Latham.
—No lo sé muy bien —replicó Moreau—. Por una parte, sabemos que ha venido aquí, lo cual confirma nuestra sospecha de que se trata de un contacto de la Fraternidad; pero por otra, ¿deseamos que esta gente advierta cuánto sabemos? Es mejor mostrarse pacientes, y mantener esta presunta oficina bajo vigilancia permanente, para saber quién viene y quién sale. ¿O forzamos la situación atacando de frente?
—Yo preferiría lo segundo —contestó Latham—. Si no hacemos eso, estamos perdiendo el tiempo. Retiremos de aquí a esa mujer y detengamos a sus contactos.
—Drew, ése es un atajo tentador, pero peligroso, y podemos suponer que contraproducente. Si como ahora los dos creemos que esta sórdida habitación de un parque de diversiones es un nexo con la Fraternidad, ¿lo clausuramos, dejando un desagradable vacío, o permitimos que continúe y aprendemos un poco más?
—Yo digo que lo eliminemos.
—¿Y enviamos señales de alarma a los nazis de Europa entera? Hay otros caminos, amigo mío. Podemos intervenir los teléfonos, las máquinas de fax, las transmisiones de radio en ultrafrecuencia, si tal cosa existe. Tal vez estaríamos renunciando a una jugosa recompensa y aceptando un muñeco de trapo. Podemos observar a la esposa de Courtland, y mantener una vigilancia de veinticuatro horas diarias sobre este parque. Debemos planear muy cuidadosamente nuestros actos.
—¡Su actitud es muy francesa! Habla demasiado.
—Para bien o para mal, es mi herencia, mi escepticismo galo.
—Y probablemente tiene razón. Pero ojalá que no la tuviera. Me siento impaciente.
—Drew, asesinaron brutalmente a su hermano. No es mi caso. Si estuviese en su lugar, quizá sentiría lo mismo.
—Me pregunto si Harry reaccionaría de ese modo.
—Es extraño que diga eso. —Moreau estudió la cara de Latham, y percibió la expresión lejana, un poco extraviada, en los ojos del norteamericano.
—De sang freud —dijo en voz baja Drew.
—¿Cómo dice?
—Nada, absolutamente nada. —Latham parpadeó varias veces, y la realidad del momento se impuso—. ¿Qué cree que encontrará nuestro amigo Jacques?
—A la esposa del embajador, si está a su alcance —replicó Francois, el chófer temerario—. Espero que la descubra, pues cuanto antes llegue a mi casa tanto mejor. Mis hijas lloraban a lágrima viva cuando se fueron con Yvonne… Lo siento, señor director, no es mi intención permitir que las cuestiones personales interfieran… y por supuesto, no habrá nada de eso. A decir verdad, carece de importancia.
—Francois, no necesita disculparse. Un hombre que carece de vida al margen del Deuxième es un hombre que no tiene vida, y eso es en sí mismo una condición peligrosa.
—¡Alors! —dijo el chófer, volviendo la mirada hacia el sendero de tierra.
—¿Qué sucede? —preguntó Moreau.
—¡Ese tipo vestido de un modo tan extraño, con calzas anaranjadas y camisa azul!
—¿Qué hay con él? —preguntó Drew.
—Busca a alguien. Va y viene a la carrera… se aproxima a este lugar, pasando la entrada.
—¡Sepárense! —ordenó el jefe del Deuxième.
Los tres hombres se alejaron en direcciones diferentes, mientras el joven barbudo con calzas anaranjadas pasaba corriendo, de tanto en tanto deteniéndose para mirar alrededor. Francois caminó entre dos tiendas de las que ocupaban los empleados, su espalda vuelta hacia el camino. Un minuto después una mancha anaranjada regresó febrilmente, y volvió a la derruida oficina denominada Administración. Moreau y Latham se reunieron con Francois junto al estrecho espacio que mediaba entre las tiendas.
—Sin duda, estaba buscando a alguien —dijo Drew—. ¿Se trataba de usted?
—No veo nada que lo justifique —contestó el chófer, frunciendo el entrecejo—. Pero me parece recordar la presencia de un punto o una mancha anaranjada, cuando volvía de llevar a mi esposa y las niñas y los convoqué a todos.
—Quizá era su radio —dijo Moreau—. Pero, como usted dice, nada justificaba que concentrase la atención en usted… Creo que existe una explicación bastante simple. Los lugares como estos pequeños parques de diversiones son adecuados para esquivar los impuestos. Todo se compra y se vende en efectivo, y esta gente imprime ella misma los comprobantes. Es probable que alguien supusiera que ustedes pertenecían al Departamento de Impuestos, y que venían a verificar las ventas. Lo cual no tiene nada de extraño; esos investigadores suelen ser accesibles al soborno.
—¡Mes amis! —Jacques, que ahora había abandonado su actuación como borracho, corrió hacia ellos, y recibió su chaqueta y su corbata de manos de Francois—. Si Madame Courtland entró en la oficina del administrador, todavía está allí adentro. No hay otra salida.
—Esperaremos —dijo Moreau—. Asimismo, debemos separarnos pero permaneciendo en el sector; y uno de nosotros vigilará constantemente la puerta. Rotaremos, veinte minutos cada uno. Yo seré el primero, y recuerden, mantengan los receptores de radio de tal modo que puedan escuchar la señal.
—Después, yo lo reemplazaré —dijo Drew, consultando su reloj.
—Y yo lo seguiré —agregó Jacques.
—Después será mi turno —dijo Francois.
Pasaron dos horas, y cada uno de los hombres había cumplido dos veces su turno. Ahora, el jefe del Deuxième ordenó que se reuniesen junto a las tiendas que estaban al oeste de la entrada sur.
—Jacques —dijo Moreau—, ¿estás seguro de que no había una puerta en cualquiera de los costados, o al fondo de la construcción?
—Ni siquiera una ventana, Claude. Excepto las que están al frente, no hay una sola ventana.
—Comienza a oscurecer —observó Francois—. Quizá ella esté esperando que oscurezca todavía mas, para marcharse en el momento mismo en que el resto del público vespertino regresa a sus hogares.
—Es una posibilidad, pero repito la pregunta: ¿por qué?
—Escapó de su unidad en los Campos Elíseos —dijo Latham, las cejas fruncidas en un gesto inquisitivo.
—No había modo de que ella pudiera saber que la sometíamos a vigilancia —observó Jacques.
—Tal vez alguien se lo dijo.
—Drew, eso incorpora una dimensión completamente distinta. Acerca de la cual no tenemos ningún tipo de prueba.
—Estoy buscando, eso es todo. Quizá ella es sencillamente paranoica… caramba, una persona así podría serlo… Permítanme preguntar a todos: ¿a quién vieron salir por esa puerta? Alcancé a ver a ese individuo tan original con las calzas anaranjadas, fue a reunirse con un hombre vestido de payaso, que estaba esperándolo.
—Vi a dos mujeres horriblemente maquilladas, que parecían provenir del harén de un jeque muy pobre —dijo Jacques.
—¿Cualquiera de ellas podía haber sido la esposa de Courtland? —se apresuró a preguntar Moreau.
—La respuesta es negativa. Pensé lo mismo, de modo que retorné al papel del borracho y prácticamente tropecé con ellas. Eran harpías bastante sucias, y una tenía un aliento terrible.
—Ya ve qué buen policía es —dijo a Latham el jefe del Deuxième. ¿Y usted, Francois?
—Había solamente un hombre de elevada estatura, con grandes lentes oscuros, más o menos de las proporciones de nuestro norteamericano, vestido con prendas sencillas pero caras. Sospecho que era el propietario, pues probó la puerta para ver si estaba cerrada con llave.
—Entonces, si Madame Courtland no salió, y la oficina está cerrada por el resto de la noche, eso significa que ella todavía se encuentra en ese lugar, ¿no les parece?
—Ciertamente —replicó Drew—. Podría permanecer allí por distintas razones. Incluso una llamada telefónica mientras el embajador se encuentra en Washington… ¿Quién de ustedes es el mejor violador de domicilios?
—¿Violador de domicilios? —preguntó Francois.
—Se refiere a la habilidad para abrir puertas cerradas con llave e ingresar ilegalmente en un lugar —aclaró Moreau.
—En esa especialidad, el mejor es Jaques.
—Usted es un hombre realmente talentoso —dijo Latham.
—Si Francois fue conductor de una banda de asaltantes de banco, sospecho que mi amigo Jacques fue probablemente un ladrón de joyas antes de ver la luz e incorporarse a nuestra organización —dijo Moreau.
—Monsieur, eso también es merde —dijo Jacques, sonriendo. Monsieur le Director tiene formas extrañas de elogiarnos. De todos modos, el Bureau me envió a un taller de cerrajería durante un mes. Con las herramientas apropiadas, todas las cerraduras son vulnerables, pues todos los principios son los mismos, con excepción de los mecanismos computadorizados que han sido desarrollados recientemente.
—Esa choza arruinada parece tan computarizada como un retrete al aire libre. Adelante, Jacques, lo seguiremos enseguida.
El agente del Deuxième que había recibido instrucción en cerrajería retrocedió rápidamente mientras sus compañeros lo imitaban, y permanecían al amparo de las sombras, sobre la izquierda del sendero de tierra. En pocos momentos más, se demostró que el juicio formulado por Claude Moreau estaba groseramente equivocado; surgió de pronto un clamor de campanas y sirenas, que arrancó ecos a distintos rincones del parque. Varios guardias con diferentes atuendos, algunos uniformados, otros con vestiduras ridículas: payasos, tragasables semidesnudos, enanos y africanos ataviados con pieles de tigre confluyeron sobre la estructura violada, con la agresividad de una avalancha de guerreros mongoles. Jacques huyó de la escena, y con gestos indicó a sus compañeros que evacuasen el área. Así lo hicieron, corriendo con la mayor velocidad posible.
—¿Qué sucedió? —gritó Latham cuando llegaron al vehículo del Deuxième y comenzaron a alejarse deprisa.
—Más allá de los contrapesos, a los que pude penetrar fácilmente —contestó el jadeante Jacques—, seguramente había un analizador electrónico que determinaba el peso y la densidad del instrumento que obligaba a los contrapesos a ocupar sus respectivos lugares.
—¿Qué significa eso?
—Se lo ve todos los días en los automóviles más modernos. El pequeño elemento negro en la llave del encendido; sin él, usted no puede poner en marcha el motor. En los automóviles más caros, si uno insiste, comienzan a funcionar las sirenas.
—Claude, ¿qué le parece su miserable choza?
—¿Qué puedo decir? Me equivoqué, pero la experiencia nos indicó algo, ¿no es verdad? Le Parc de Joie es en todo sentido el refugio fundamental para la Fraternidad, es decir la función que le asignábamos.
—Pero ahora ellos saben que ha sido infiltrado.
—No es así, Drew. Tenemos formas de resolver estas situaciones urgentes, cooperando con la policía y la Sûreté.
—¿Qué?
—Todas las semanas tenemos veintenas de delincuentes, muchos que son infractores de primera vez, y que caen en el delito a causa de sus circunstancias difíciles; pero que esencialmente son seres humanos decentes. El ejemplo perfecto es Jean Valjean, en Los miserables.
—Cristo, usted habla demasiado. ¿Qué intenta decir?
—Tenemos listas de estos criminales en potencia, que cumplen condenas por algún delito —por ejemplo, el intento de robar en un parque de diversiones. Se procede a reducir sus sentencias, y en algunos casos se destruyen los prontuarios.
—¿Comenzamos a trabajar con esto? —preguntó Jacques desde el asiento delantero, extendiendo la mano hacia el teléfono del vehículo.
—Por favor. —Mientras el subordinado marcaba el número y comenzaba a hablar, Moreau explicó—: En quince o veinte minutos la policía llamará al personal de seguridad del parque, para decir que vieron a un automóvil que huía, ocupado por dos hombres que son conocidos asaltantes. ¿Está clara la historia que presentaremos?
—Creo que sí. Por supuesto, preguntarán si hay un robo, y en caso afirmativo qué sustrajeron, y si hay alguien que puede identificar a los delincuentes.
—Exacto. Y por supuesto, agregarán que la policía, agradecida a los posibles testigos, de buena gana los trasladará a la estación de policía donde retienen a los detenidos.
—Una invitación rehusada prontamente —agregó Latham, inclinando la cabeza bajo la protección de las sombras que envolvían el asiento trasero.
—No siempre, mon ami —lo contradijo Moreau—, y ésa es la razón por la cual debemos atrapar a nuestros falsos delincuentes. De tanto en tanto los objetos de nuestra hostilidad son demasiado curiosos, están tan nerviosos a causa de su propia situación que aceptan la invitación. Sin embargo, invariablemente presentan el mismo pedido… en realidad, exigencia.
—Déjeme adivinar —dijo Drew—. Acuden a la exhibición de posibles culpables con la condición de que ellos puedan ver a los sospechosos, pero no los sospechosos a ellos mismos.
—Como ya lo dije, usted es muy astuto.
—Si yo pudiera imaginar esa maniobra, me habría retirado el mismo día que concluyó mi entrenamiento. Pero el concepto de… ¿cómo lo llamó?… «falsos culpables», es muy interesante. Por Dios, no permita que Washington conozca la idea, pues los Gates, se multiplicarán. El Watergate y el Irangate serán juegos de niños comparados con el CIAgate y el Departamento de Estadogate. Los grandes personajes imaginarán que pueden utilizar dobles, y eso incluirá al propio presidente.
—Francamente, allá nosotros no atinamos a comprender por qué todavía no lo hicieron.
—No difunda esa pregunta, porque ya tenemos problemas suficientes.
—Claude —interrumpió Jacques, volviéndose en el asiento—. Esto le agradará. Nuestros perpetradores son un par de tenedores de libros mal pagados que intentaron robar una cadena de carnicerías que estaba vendiendo carne en malas condiciones a precios muy baratos.
—La premisa fue válida. Hay que robar a los ladrones.
—Por desgracia, los ladrones modificaron su programa de suministros durante la noche, y nuestros tenedores de libros fueron sorprendidos y se los filmó abriendo una caja fuerte.
—No estaban bien adaptados a sus nuevas actividades.
—Los gendarmes de buena gana intervinieron. El jefe de detectives había estado comprando carne en esa cadena durante años.
—Sus papilas gustativas no eran muy sensibles. ¿Cuándo las activarán?
—Mientras hablamos.
—Bien, el señor Latham descenderá en el Normandie, y yo en la oficina. Y después, por Dios, lleve a Francois a su casa.
—No tengo ningún inconveniente en acompañarlo, señor director —dijo el chófer—. En caso de que haya una situación urgente.
—No, Francois, usted no logrará esquivar sus responsabilidades domésticas. Su hermosa mujer jamás lo perdonará.
—Señor, no es su perdón lo que me preocupa. Los niños son mucho más brutales.
—He podido sobrellevar ese tipo de situaciones, y usted también lo conseguirá. Fortalece el carácter.
—Usted es todo corazón —dijo Drew al oído de Moreau—. ¿Qué piensa hacer en la oficina?
—Profundizar lo que hicimos durante la tarde y la noche. Lo mantendré informado. Además, mon ami, usted tiene su propio problema, relativamente doméstico. La encantadora Karin fue a ver al médico. ¿Recuerda que sufrió una herida?
—¡Dios mio, lo olvidé!
—Le aconsejaría que no se lo diga.
—Se equivoca, Moreau. Ella comprenderá.
Cuando Latham abrió la puerta, Karin, que tenía puesta una bata del hotel, se paseaba ida y vuelta frente a la ancha ventana.
—¡Dios mío, desapareciste largo rato! —exclamó, corriendo hacia él para abrazarlo.
—¿Estás bien?
—Caramba, amiga, estuve en un parque de diversiones, y no en la batalla de Bastogne. Por supuesto, estoy bien; ni siquiera consideramos la posibilidad de apelar a nuestras armas.
—¿Eso les llevó casi cuatro horas? ¿Qué sucedió?
—Drew explicó lo que había pasado, y después preguntó: —¿Y tú? ¿Qué te dijo el médico?
—Lo siento, querido, ésa es la razón por la cual nunca debí enredarme contigo. Pensé que esos sentimientos habían desaparecido, pero es evidente que no se trata de eso. Cuando amo a alguien, lo amo muy profundamente.
—Eso es terrible, pero no respondiste a mi pregunta.
—¿Mira? —de Vries exhibió orgullosamente su mano derecha, el vendaje ahora tenía menos de la mitad de sus proporciones anteriores; era a lo sumo una pequeña protección—. Estudió la posibilidad de aplicarme una prótesis de unos dos centímetros de longitud. Se deslizará sobre mi dedo, con el auxilio de un clavo, y será prácticamente invisible.
—Magnífico. ¿Pero cómo te sientes? Anoche estuviste sangrando.
—El médico dijo que seguramente yo estaba muy nerviosa, y mencionó varias posibilidades. Querido, ¿tienes cardenales en la espalda?
—Tendremos que cuidarnos más. —Drew de nuevo abrazó a Karin. Los labios de los dos se unieron, y ella interrumpió lentamente la caricia.
—Quiero hablar —dijo Karin.
—¿Acerca de qué? Te dije lo que sucedió.
—Acerca de tu seguridad. Llamaron de la Maison Rouge…
—¿Sabían dónde hallarte? ¿Aquí en el Normandie?
—A menudo conocen cosas antes de que lleguen a nuestros oídos.
—En ese caso, ¡están recibiendo información que no debería llegar a sus oídos!
—Creo que tienes razón, pero por otra parte sabemos de qué lado están los Antinayous.
—No necesariamente. Sorenson cortó las comunicaciones con ellos.
—Sorenson era el espía secreto más temido durante la Guerra Fría.
Sospecha de todos.
—¿Cómo lo sabes? ¿Por qué hablas de su condición de agente secreto?
—En parte por ti, pero principalmente por Freddie.
—¿Freddie…?
—Por supuesto. Las redes secundarias se protegen ellas mismas. La información circula. ¿Con quién puedes contar, en quién puedes confiar?
La supervivencia es la respuesta definitiva, ¿no te parece?
—¿Para qué llamó la Maison Rouge?
—Sus informantes en Bonn y en Berlín dicen que dos equipos de miembros entrenados de la Blitzkrieg están siendo enviados a París para encontrar y matar al hermano Latham que sobrevivió al ataque de la posada de Villejuif. El hombre que según ellos creen es Harry Latham.
—Por Dios, eso no es nada nuevo.
—Dicen que el número de asesinos oscila entre ocho y doce. No vienen a buscarte unos pocos hombres, sino un pequeño ejército.
Silencio, y después Latham habló.
—Supongo que eso es muy impresionante, ¿verdad? Es decir, mi popularidad ha superado todo lo que había soñado antes, y ni siquiera son el tipo a quien buscan.
—Estoy de acuerdo contigo.
—¿Pero por qué? Ésa es la pregunta, ¿verdad? ¿Por qué necesitan con tanta urgencia encontrar a Harry? La lista de Harry comenzó a circular, y con la confusión y la discrepancia que está provocando, ellos tienen que saber que todo lo que sucede los beneficia. Entonces, ¿por qué tanta preocupación?
—¿Quizás eso tiene algo que ver con el doctor Kroeger?
—Ese individuo está flotando en el espacio, y no tiene máscara de oxígeno. Dice una mentira tras otra, y olvida las que dijo antes.
—No sabía eso. ¿En qué sentido?
—Dijo a Moreau, de quien cree que es uno de ellos, que tenía que encontrar a Harry para conocer la identidad de la mujer que los traicionó y que estuvo en el Valle de la Fraternidad…
—¿A qué traidora se refirió? —preguntó de Vries.
—No lo sabemos, y tampoco Harry tenía idea. Cuando estuvo en Londres y hablamos por teléfono, mencionó algo acerca de una enfermera que había avisado a los Antinayous que el propio Harry estaba próximo a salir; pero el hombre que manejó el camión y que lo recogió no aportó detalles.
—Si ésa fue la mentira de Kroeger, quizás no hubo tal mentira.
—Excepto que él dijo a Witkowski algo por completo distinto. Insistió en que tenía que encontrar a Harry antes de que se agotasen los efectos de la medicación que le habían administrado; y Harry murió. Stanley no le creyó ni un instante, y por eso quiso suturarlo de productos químicos… para ver si podía conocer la verdad.
—Pero el médico de la embajada no lo permitió —dijo en voz baja Karin—. Ahora comprendo por qué Witkowski estaba tan irritado con él. Que es también la razón por la cual ese santo de la medicina se verá desautorizado si me ven obligado a conseguir que Sorenson extorsione al presidente.
—¿De veras? ¿Es posible… extorsionarlo?
—Todos pueden ser extorsionados, y especialmente los presidentes. Se lo denomina genocidio político, según el partido al cual uno pertenezca.
—Por favor, ¿podemos retornar a otro tema?
—¿Qué tema? —Latham se acercó al escritorio y al teléfono—. Quiero destruir a un médico que prefiere prolongar la vida de un canalla en lugar de impedir la muerte de gente decente de nuestro lado.
—Que podrías ser tú mismo, Drew.
—Imagino que sí. —Latham descolgó el auricular del teléfono.
—¡Detente, y escúchame! —exclamó de Vries—. Corta la comunicación y escucha.
—Está bien, está bien. —Drew devolvió el teléfono a su lugar, y se volvió lentamente para mirar a Karin—. ¿Qué pasa?
—Seré brutalmente sincera contigo, querido… porque eres un hombre a quien amo.
—¿Por el momento? ¿O puedo contar con un mes o dos?
—Eso no sólo es gratuitamente injusto, sino también degradante.
—Discúlpame. Solo que preferiría oírte decir «él» hombre, no «un» hombre.
—Y he amado a otro hombre, por errado que fuese mi sentimiento, y no me disculparé por eso.
—Dos tantos a tu favor. Adelante, muéstrate brutalmente sincera.
—Eres un hombre inteligente, incluso brillante a tu propio modo. Lo he visto, te he observado, aplaudí tu capacidad para adoptar decisiones rápidas así como tu esfuerzo físico… lo cual ciertamente ha sido superior al de mi marido y al de Harry. Pero no eres Freddie, y no eres Harry, dos hombres que vivieron con el espectro de la muerte una mañana tras otra, al despertar, y también por la noche, cuando recorrían esas calles para acudir a peligrosas entrevistas. Drew, es un mundo que tú no conoces, un mundo horrible y sinuoso en el cual jamás te zambulliste… sufriste sus efectos, sí, pero no eres un veterano de sus pesadillas.
—Tienes que ir al punto. Necesito hacer una llamada telefónica.
—Por favor, te lo niego, suministra toda la información que tienes, todas las conclusiones elaboradas por tu imaginación, a los que estuvieron en ese mundo… Moreau, Witkowski, tu superior Sorenson. Ellos vengarán la muerte de tu hermano; poseen las cualidades necesarias para obtener dicho resultado.
—¿Y si no lo hago?
—¡Dios mío, un grupo de asesinos viene a buscarte! Personas con recursos y contactos de los cuales nada sabemos. Llegarán programados con distintos nombres, con fondos ilimitados para corromper esos nombres, y es suficiente que uno de ellos te traicione. Por eso los Antinayous me llamaron. Francamente, creen que tu situación es desesperada a menos que te ocultes.
—De modo que volvemos a la pregunta original, ¿verdad? ¿Por qué esta concentración de fuerza contra Harry Latham? ¿Por qué?
—Querido, que otros lo averigüen. Quiero que tú y yo salgamos de este horrible juego.
—¿Tú y yo…?
—¿Eso responde a tu pregunta anterior?
—Es tan tentador… Yo podría llorar como un niño, pero no funcionará. Karin, es posible que no posea la experiencia de los otros, pero tengo algo de lo cual ellos carecen. Se lo denomina cólera, y unido a las cualidades secundarias que poseo, me convierte en el jefe del grupo. Lo siento, lo siento realmente, pero así tiene que ser.
—Estoy apelando a tu sentido de la supervivencia —nuestra supervivencia y no a tu coraje, que no necesita más comprobación.
—¡El Coraje nada tiene que ver en esto! Nunca pretendí ser valeroso; no me agrada la bravura, porque consigue llevar a la muerte a los idiotas. Estoy hablando de un hombre que era mi hermano, un hombre que impidió que yo me convirtiese en desertor del colegio secundario o la universidad; de no haber sido por él, en este momento sería un animal consagrado al hockey, con la cara hinchada, las piernas fracturadas y ni un solo dólar a mi nombre. Jean–Pierre Villier me dijo que debía tanto o más que yo a un padre a quien jamás conoció. Discrepo con esa posición. Debo más a Harry, porque en efecto lo conocí.
—Comprendo. —Karin guardó silencio cuando las miradas de los dos se encontraron, cada uno apuntando al otro—. En ese caso, afrontaremos juntos la situación.
—Demonios, ¡no estoy pidiendo que hagas eso!
—No podrá ser de otro modo. Drew, solamente pido una cosa. No permitas que tu rabia te mate. No creo que pueda soportar la pérdida del segundo hombre a quien amé, del mismo modo que perdí al primero.
—Puedes estar segura de que haré lo que pides. Tengo muchas razones para vivir… y ahora, ¿puedo realizar esa llamada telefónica? Es poco más de mediodía en Washington, y me agradaría encontrar a Sorenson antes de que salga a almorzar.
—Quizás le eches a perder la comida.
—Seguramente así será. Él no aprueba lo que yo hago, pero evitó bloquearme el paso, por una razón excelente.
—¿Cuál es?
—Él haría exactamente lo mismo.
En Washington, Wesley Sorenson se sentía irritado y frustrado. El vicepresidente Howard Keller le había enviado por fax los antecedentes de ciento once senadores y representantes de ambos partidos, los mismos que reaccionarían ofendidos si se acusaba de nazi al ex colega, y que estaban perfectamente dispuestos a declarar. A estos nombres se agregaba otra lista de posibles adversarios, que incluía desde los líderes fundamentalistas rechazados pero todavía poderosos, a los miembros fanáticos del sector de lunáticos marginales, todos los cuales rechazarían el Segundo Advenimiento de Cristo como una manipulación política, si se pretendía hablarles del asunto. Al pie del fax, de puño y letra del mandatario, estaba el resumen del vicepresidente.
Estos payasos ocupan sus respectivos lugares, y están dispuestos y se muestran deseosos de destruir a todos los que aunque sea lejanamente discrepen con ellos. He ido a consultar a los abogados. ¡En unión con los hombres buenos, convertiremos en estiércol de mulas a toda la manada de imbéciles! Vayamos al Senado y denunciemos el verdadero carácter de estos falsificadores y enemigos de la gente decente.
Pero Sorenson no estaba dispuesto a incurrir en esa flagrante manifestación pública. Podía ganarse mucho, pero también cabía perder cosas importantes. Los Sonnenkind en efecto existían. Pero aún no se sabía dónde estaban y cuán alto habían llegado. Desde el punto de vista de los perseguidos, el recurso más fácil era convertirse en uno de los «tipos buenos». Llamaría a Howard Keller, y trataría de aclarar su propia posición. Y entonces llamó el teléfono, y Sorenson vio la línea roja que indicaba que la comunicación provenía directamente de su propia oficina.
—¿Sí?
—Jefe, es su agente renegado.
—Ojalá no fuese el caso… quiero decir que ojalá yo no fuese su jefe.
—Continúe conmigo, estamos progresando.
—¿Cómo?
—Bonn y Berlín envían un par de medias brigadas para encontrarme… es decir, para hallar a Harry, y eliminarme.
—¿Y eso es el progreso?
—Un paso siempre lleva al otro, ¿verdad?
—En su lugar, y hablo por experiencia, saldría cuánto antes de París.
—Wes, ¿habría hecho eso?
—Probablemente no, pero poco importa lo que yo habría hecho. Los tiempos son distintos, Latham. Los nuestros eran más fáciles. Sabíamos quiénes eran nuestros enemigos, usted lo ignora.
—Entonces, ayúdeme a descubrirlos. Diga a ese humanitario médico que está en la embajada que administre a Kroeger todos los Amytal que poseemos, de modo que podamos saber algo.
—Dijo que eso podría matarlo.
—Pues que lo mate. ¡Deme una posibilidad! ¿Por qué hacen todo lo posible para matar a Harry?
—Tenemos ciertos códigos de ética médica…
—Al demonio con ellos. ¡Yo también aprecio mi vida! No propongo la pena capital, entre otras cosas porque es imposible aplicarla con justicia… ¿cuándo fue la última vez que un tipo rico de raza blanca respaldado por un estudio jurídico muy caro fue enviado a la silla eléctrica? Pero si jamás hubo una excepción en relación con esta fórmula, corresponde al caso de Kroeger. ¡Vi a ese bastardo volar a dos inocentes empleados de hotel con balas explosivas, sencillamente porque estaban allí! Y además, nuestro benévolo médico de la embajada no dijo que las inyecciones lo matarían, solo que podían matarlo. Son chances más positivas que las que Kroeger otorgó a esos dos hombres del hotel.
—Usted está desarrollando algunas de las cualidades propias… Digamos que acuerdo con usted, y consigo que el Departamento de Estado acepte su punto de vista, ¿qué cree que podemos obtener de Kroeger?
—Por Dios, no lo sé. Pero tal vez algo que explique la obsesión de los neos por apoderarse de Harry.
—Reconozco que es un enigma.
—Es más que eso, Wes, es la clave de muchas más cosas que las que podemos entender.
—¿Quizás incluyendo la lista de Harry?
—Posiblemente. Leí la transcripción de su informe en Londres. Es indudable que creía que la lista era auténtica; pero también admitió la posibilidad de que hubiera una maniobra de desinformación… más bien en el sector de la información errónea, lo reconozco; pero en todo caso contempló esa posibilidad.
—Error humano, nombres equivocados, no falsedades —dijo Sorenson con calma—. Sí, recuerdo haber leído eso. Si la memoria no me falla, lo irritaba la sugerencia de que lo habían engañado, e insistía en que correspondía a los refinados analistas de la contrainteligencia evaluar definitivamente el material.
—No lo decía con tal precisión, pero era el sentido de sus palabras.
—¿Y usted cree que Kroeger puede llenar algunos huecos?
—Digámoslo así. En todo caso no concibo que otras personas puedan suministrar esa información. Kroeger era el médico de Harry, y por extraño que parezca (probablemente porque Kroeger lo trató con cierta decencia), ejercía influencia sobre mi hermano. Por lo menos, Harry no lo odiaba.
—Su hermano tenía una actitud demasiado profesional para permitir la manifestación del odio, y más todavía la posibilidad de que ese sentimiento interfiriese.
—Comprendo, y admito que es una línea divisoria muy delgada, pero sospecho que Harry lo respetaba (quizás respeto es la palabra equivocada) pero en todo caso había una evidente adhesión. No puedo explicar cómo era, porque yo mismo no entiendo bien el asunto.
—Quizás usted acaba de decirlo. El médico lo trató bien, de modo que el aprehensor atendía al cautivo.
—¿De nuevo el síndrome de Estocolmo? Por favor, tenga en cuenta que esa teoría tiene muchas fallas, sobre todo en relación con Harry.
—Dios sabe que usted lo conocía mejor que nadie… Muy bien, Drew, impartiré la orden, y ni siquiera molestaré a Adam Bollinger, en el Departamento de Estado. Él ya nos concedió carta blanca, aunque por motivos equivocados.
—¿Motivos? ¿No razones?
—El razonamiento es una actividad secundaria para Bollinger. Los motivos ocupan el primer lugar. Trate de pasarlo bien, conserve la vida y cuídese muchísimo.
En la enfermería de la embajada, que en realidad era una clínica moderna de seis habitaciones con la última palabra del equipo médico, Gerhardt Kroeger estaba atado a la camilla. Un solo tubo transparente combinaba los flujos de dos sacos de plástico suspendidos sobre su cabeza, y estaba inserto en el brazo izquierdo; la aguja penetraba la vena antecubital. Se le había administrado un tranquilizante antes de comenzar la intervención, y ahora era un paciente pasivo que no tenía idea de lo que le esperaba.
—Si muere —dijo el médico de la embajada, los ojos fijos en la pantalla del electrocardiograma—, ustedes, cretinos, afrontarán la responsabilidad. Estoy aquí para salvar vidas, no para liquidarlas.
—Dígaselo a las familias de los hombres a quienes mató sin saber siquiera quiénes eran —replicó Drew.
Stanley Witkowski apartó a un costado a Latham.
—Infórmeme cuando entre en coma —ordenó al médico.
Drew retrocedió un paso, y se mantuvo al lado de Karin, mientras todos observaban, fascinados y repelidos por lo que estaba sucediendo.
—Está ingresando en la zona de mínima resistencia —dijo el médico—. Ahora —agregó con gesto severo—, y órdenes o no órdenes, suspendo el paso de la droga en dos minutos. ¡Cristo, un minuto más y es hombre muerto! …No necesito este empleo. Puedo pagar los gastos oficiales en la facultad de medicina en un lapso de tres o cuatro años, pero no puedo borrar de mi memoria este episodio aunque me entreguen todo el oro del Departamento del Tesoro.
—En ese caso, apártese, y déjeme trabajar. —Witkowski se inclinó sobre el cuerpo de Kroeger, y al principio le habló suavemente al oído izquierdo, formulándole las preguntas usuales acerca de su identidad y su cargo en el movimiento neonazi. Obtuvo respuestas breves y sucintas, con voz monótona, y después el coronel elevó la voz; poco a poco adquirió un tono amenazador, hasta que comenzó a arrancar ecos a las paredes—. ¡Ahora, hemos llegado al centro, doctor! ¿Por qué quieren matar a Harry Latham?
Kroeger se retorció en la mesa, esforzándose para romper las correas mientras tosía y escupía una flema gris. El médico de la embajada aferró el brazo de Witkowski; el coronel lo apartó con un gesto brutal.
—Tiene treinta segundos —dijo el médico.
—¡Hable ahora, Hitler de pacotilla, o muera! ¡Usted no me importa, hijo de perra! Hable, o irá a reunirse con su Oberführer en el infierno. ¡Ahora o nunca! ¡La muerte, Herr Doktor!
—Basta ya —dijo el médico de la embajada, aferrando de nuevo el brazo del coronel.
—¡Apártese de mí, canalla! ¿Me oyó, Kroeger? ¡No me importa en absoluto si usted vive o muere! ¡Hable! ¿Por qué necesitaban matar a Harry Latham? ¡Hable!
—¡Su cerebro! —gritó Gerhardt Kroeger, retorciéndose sobre la mesa con tanta fuerza que rompió una de las correas de cuero—. ¡Su cerebro! —repitió el nazi, y después se sumió en la inconsciencia.
—Eso es todo lo que conseguirá, Witkowski —dijo firmemente el médico, cerrando las válvulas de la inyección intravenosa combinada—. Su corazón llegó a ciento cuarenta. Cinco puntos más, y está terminado.
—Le diré una cosa, médico —dijo el veterano coronel del G–2, ¿sabe cuál es el ritmo cardíaco de los dos empleados del hotel a quienes este hombre mató? Es cero, doctor, y no creo que eso sea muy agradable.
Los tres estaban sentados frente a una mesa en un café al aire libre de la rue de Varenne. Drew continuaba con ropas civiles, y Karin sostenía la mano de su amigo. Witkowski seguía meneando la cabeza, y su desconcierto era evidente.
—¿Qué demonios quiso decir ese hijo de perra cuando insistió en hablar de «su cerebro»?
—La primera idea que me viene a la mente —dijo de mala gana Latham—, es la del lavado de cerebro, pero me parece difícil creer tal cosa.
—Coincido —dijo de Vries—. Conocía esa faceta de Harry, su obsesión con el control, si prefieren decirlo así, y no puedo imaginar que nadie consiguiera deformarlo mentalmente. Tenía un elevado número de defensas.
—Entonces, ¿donde estamos? —preguntó el coronel.
—¿Una autopsia? —sugirió Karin.
—¿Qué podría revelarnos? ¿Que lo envenenaron? —contestó Witkowski—. Podemos suponer eso, o algo por el estilo. Además, los tribunales son los encargados de ordenar todas las autopsias, y la intervención debe anotarse en el Ministerio de Salud, con los registros médicos concomitantes. No podemos correr ese riesgo. Recuerden que Harry ahora no es Harry.
—Entonces, volvemos al comienzo —dijo Drew—. Y ni siquiera sé donde está.
En la morgue de la rue Fontenay, el ayudante cuya obligación era vigilar el estado de los cadáveres en sus tumbas provisionales refrigeradas, recorrió la línea, extrayendo cada cadáver para asegurarse de que los cuerpos exangües estaban bien identificados, y que no se los había desplazado por falta de espacio. Llegó al número ciento uno, un caso especial según lo indicaba una marca roja que prohibía el movimiento del cuerpo; y abrió el habitáculo.
Contuvo una exclamación, no muy seguro de que lo que estaba viendo tuviese el más mínimo sentido. El cráneo del cadáver casi sin cara exhibía un agujero enorme y oscuro, como si hubiese sufrido una explosión post mortem; los fragmentos de piel y tejido estaban distribuidos como en una frutilla abierta; del hueco manaba un fluido gris de aspecto maligno. El empleado se apresuró a cerrar la bóveda, evitando en lo posible aspirar el residuo gaseoso. Que otro hiciera el correspondiente descubrimiento.