Karin de Vries se trasladó con Drew al Hotel Normandie.
—Deseamos ahorrar dinero al Departamento de Estado, Stosh, ¡y en mi condición de contribuyente insisto en ello!
—Cuántas tonterías dice. Continúe con el uniforme y los cabellos rubios un día más; lo vigilamos como si fuese un caballo de carrera destinado a participar en el Derby. Explicaré al personal del hotel que ustedes son una pareja de maniáticos de la computadora, que no podemos soportarlos, pero nos ordenaron colaborar.
El coloquio había concluido en una atmósfera de tensión; a Stanley Witkowski no le agradaba que lo contrariasen.
Era bastante tarde, y Latham estaba sentado frente al escritorio, leyendo la transcripción del informe de su hermano en Londres, después de haber escapado del Valle de la Fraternidad. Karin había sugerido que él lo solicitara; había muchos interrogantes acerca de la lista de Harry Latham.
—Todo está aquí —dijo Drew, mientras subrayaba algunas palabras de una página—. Harry nunca afirmó que los nombres eran seguros… Escucha esto: «… Yo traje el material, a ustedes les toca evaluarlo».
—Por lo tanto, ¿él también dudaba? —preguntó Karin, sentada en el diván de la sala de estar de la suite, mientras apartaba los ojos del diario que tenía en las manos.
—En realidad, no, pero contempló cierta posibilidad en ese sentido, no una probabilidad. Cuando sugirió que podían haberlo engañado, realmente se enfureció y dijo: «… ¿Por qué habrían hecho tal cosa? Yo era un importante colaborador de su causa. ¡Creían en mí!».
—La misma clase de irritación que me mostró cuando le hablé del prontuario de su persona utilizado por la Fraternidad.
—Esa vez nos atacó a los dos. Y poco después, cuando le pregunté quién era Kroeger, pronunció las palabras que continuaré recordando por el resto de mi vida: «… No creo que pueda decirte eso. Alexander Lassiter puede contestarte». Era dos personas, en cierto momento él mismo, y al siguiente Lassiter. Una situación tremenda.
—Lo sé, querido. Pero eso ha terminado, y él descansa en paz.
—Eso espero, realmente lo deseo. A decir verdad, no soy una persona religiosa. En general, las religiones no me agradan. La violencia practicada en nombre de las distintas religiones tiene con Dios la misma relación que podemos hallar en Gengis Khan. Pero si la muerte es el proverbial Sueño Eterno, aceptaré eso, y lo mismo hará Harry.
—¿Nunca fuiste a la iglesia cuando eras niño?
—Por supuesto. Mi madre es una presbiteriana de Indiana corrompida por la Nueva Inglaterra académica, y por consiguiente consideraba que Harry y yo Debíamos asistir regularmente hasta los dieciséis años. Yo llegué hasta los doce, pero Harry desertó cuando tenía diez años.
—¿Y ella no protestó?
—Ella nunca fue buena para reñir, excepto cuando se ventilaban asuntos relacionados con la propiedad. Y en ese caso era una tigresa.
—¿Y tu padre?
—Otro ejemplar muy especial. —Drew se acomodó mejor en la silla, y sonrió—. Un domingo mamá tenía gripe y pidió a papá que nos llevase a la iglesia, olvidando que él jamás había concurrido a ese lugar. Por supuesto, se perdió, y Harry y yo no deseábamos ayudarle. Finalmente, detuvo el automóvil y dijo: «Entren allí. Es todo más o menos lo mismo, de modo que bien pueden escucharlo de labios del sacerdote que está en ese lugar». El único inconveniente era que no se trataba de nuestra iglesia.
—Bien, por lo menos era una iglesia.
—No precisamente, era una sinagoga. —Ambos rieron, y en ese momento sonó el teléfono. Latham atendió—. ¿Sí?
—Soy yo, Moreau.
—¿Alguna novedad acerca de su secretaria? ¿Tiene idea de la identidad de los asesinos?
—Absolutamente nada. Mi esposa está muy dolorida; está encargándose de los arreglos. Nunca me perdonaré mis sospechas.
—Abandone la tortura —dijo Drew—. De nada sirve.
—Ya lo sé. Felizmente, tengo que ocuparme de otras cosas. La esposa de nuestro embajador realizó el primer movimiento. Hace aproximadamente una hora entró en una lujosa tienda de artículos de cuero de los Campos Elíseos, despidió a su taxi y después desapareció.
—¿Artículos de cuero?
—Equipo de montar, sillas, botas… son bastante famosos por sus botas.
—¿Un fabricante de botas?
—En efecto.
—Ésa fue una de las cosas que encontramos en las ropas del neo que intentó volarme la cabeza —lo interrumpió Latham—. El comprobante de una reparación a nombre de André.
—¿Dónde está ese papel?
—Witkowski se lo llevó.
—Enviaré a alguien que lo reclame.
—Creí que a usted no le agradaba enviar a la embajada a hombres del Deuxième.
—Es irritante cuando empiezan a formular preguntas.
—Entonces, no se moleste. Stanley mandará un automóvil para enviar a Karin al consultorio de un médico. Le diré que entregue el recibo al infante de marina… ¡un momento! —Drew irguió la cabeza, porque de pronto concibió una idea; entrecerró los ojos como hace una persona cuando intenta desesperadamente recordar algo—. ¿Usted dijo que desapareció la esposa de Courtland…?
—Entró en la tienda y no salió. Mi gente cree que la llevaron a otro sitio; encontraron otra entrada al fondo del local, con acceso a un pequeño estacionamiento. ¿Por qué?
—Probablemente es una conjetura sin fundamento, Claude, pero en nuestro nazi del Bois de Boulogne había otra cosa. Un pase libre para un parque de diversiones en las afueras de la ciudad.
—Un elemento extraño es un hombre así…
—Es lo que pensamos —lo interrumpió Latham. Pensábamos verificar el asunto, lo mismo que el recibo del fabricante de botas, cuando estalló ese arsenal en el Depósito Avignon. El episodio nos llevó a olvidar esa pista.
—¿Cree que pueden haberla llevado allí?
—Como ya dije, es una conjetura, pero estamos de acuerdo en que resulta muy extraño que un asesino nazi conserve en su billetera un pase libre para entrar en un parque de diversiones.
—Ciertamente, vale la pena intentarlo —dijo Moreau.
—Me comunicaré con Witkowski; en un rato más él enviará el automóvil para Karin. Cuando llegue aquí, tendré el recibo y el pase libre. Entretanto, ordene que uno de sus vehículos especiales me espere frente al hotel.
—De acuerdo. ¿Tiene un arma?
—Tengo dos. Anoche no entregué al sargento de Stanley la automática de Alan Reynolds. Estaba tan irritado porque yo había salido que temí que se pusiera un par de guantes, me disparase y después dijera que lo había hecho el propio Reynolds.
—Un razonamiento sensato. Uno de mis hombres probablemente lo habría hecho. A bientot.
—Dese prisa. —Drew cortó la comunicación, y miró a Karin, que ahora estaba de pie frente al diván, en el rostro una expresión poco agradable—. Llamaré a nuestro coronel. ¿Deseas saludarlo?
—No, quiero ir contigo.
Vamos, amiga, irás a ver al médico. Crees que anoche me engañaste, pero no fue así. Abandonaste la cama y fuiste al cuarto de baño, y allí estuviste muchísimo rato. Encendí la luz y vi la sangre que manchaba tu almohada. Después, descubrí la venda en el cubo de los residuos. Te sangraba la mano.
—No fue nada…
—Que lo diga el médico. Y si es cierto, ¿por qué tienes el brazo derecho doblado en el codo, para mantener la mano cruzada sobre el pecho? ¿Estás en mitad de una bendición, o quieres evitar que el vendaje se manche de nuevo?
—Canalla, eres muy observador.
—Te duele, ¿si es verdad?
—Solo por momentos, de tanto en tanto. Probablemente eres el culpable.
—Es la cosa más agradable que haz dicho en mucho tiempo. —Latham se apartó del escritorio; los dos se abrazaron—. Dios mío; ¡cuánto me alegro de haberte conocido!
—Querido, ésa es una calle de doble sentido.
—Ojalá yo supiera hablar mejor, decir las cosas que siento. No he tenido mucha práctica, no he realizado una gran experiencia… imagino que estoy diciendo tonterías.
—De ningún modo. Eres un hombre adulto, no un monje. Bésame. —Se besaron, con una caricia prolongada y sensual, y comenzaron a sentir una calidez especial. Naturalmente, sonó el teléfono—. Atienda, señor Latham —dijo Karin, desprendiéndose con suavidad de su compañero, y mirándolo a los ojos—. Alguien intenta detenernos, y tiene razón. Hay cosas que hacer.
—¿Ese uniforme me convirtió en general? —dijo Drew, ahora vestido de civil—. Si se trata de eso, el muy hijo de perra pasará cincuenta años en la cárcel. —Se acercó al escritorio y atendió el teléfono—. ¿Sí?
—¡Si usted estuviese realmente bajo mi mando —dijo con voz dura el coronel Stanley Witkowski— pasaría el resto de su vida en Leavenworth por incumplimiento del deber!
—Exactamente lo que pensé, pero a la inversa. Sólo que perdí provisionalmente mi rango.
—Cállese. Moreau acaba de hablarme y preguntó si había hablado con usted acerca del parque de diversiones.
—Pensaba llamarlo. Sufrí un ataque de acidez…
—Muchas gracias —murmuró de Vries.
—¡Acabe de una vez! —continuó el coronel desde el extremo repuesto de la línea—. El automóvil ya salió para recoger a Karin, y el sargento tiene lo que usted necesita. Creo que debería acompañarlos, pero Sorenson quiere que permanezca cerca. Estamos tratando de imaginar el modo de facilitar el retorno de Courtland.
—¿Como recibió la noticia?
—¿Cómo reaccionaría usted si descubriese que Karin es una neo?
—No quiero pensarlo siquiera.
—Courtland se desempeñó mejor que eso. Se mostró conmovido, pero aceptó la situación. Wesley es un veterano, como yo. No emprende una acción a menos que disponga de bases suficientes para frustrar cualquier resistencia.
—Su lenguaje es extraño, pero lo entiendo.
—El resultado final es que el embajador cooperará con nosotros. Representará su papel.
—Es mejor que convoque al actor Villier. El retorno al lecho conyugal, mañana por la noche, será extraordinario.
—En eso estamos trabajando. Courtland teme la perspectiva de encontrarse a solas con ella. Estamos organizando una serie de situaciones urgentes que lo obligarán a permanecer levantado hasta bien entrada la noche.
—No está mal. Además, hay que tener en cuenta el cambio de horario y de climas originado en el viaje trasatlántico. En definitiva, tal vez sea posible alcanzar el resultado deseado.
—Hay que hacerlo. ¿Cómo está su amiga?
—Me miente constantemente. Le duele la mano, pero no lo reconoce.
—Un auténtico soldado.
—Una auténtica idiota.
—El automóvil llegará dentro de diez minutos. Espere hasta que lleguen los infantes de marina, y después sáquela del hotel.
—Eso haremos.
—Que tengan éxito.
—No fracasaremos.
Latham, vestido con pantalones grises y chaqueta, ocupó el asiento trasero del vehículo blindado del Deuxième, al lado de Moreau, a quien entregó el recibo del fabricante de botas, y el pase para ingresar en el parque de diversiones.
—Éste es mi ayudante Jacques Bergeron, puede llamarlo Jacques. —Dijo el jefe del Deuxième, indicando con un gesto al hombre que ocupaba el lugar del copiloto. Hubo un intercambio de saludos—. Y creo que usted ya conoce a nuestro chófer —agregó Moreau, cuando el agente que estaba al volante se volvió para saludar.
—Bonjour, Monsieur. —Era el hombre que le había salvado la vida en la avenida Gabriel, el hombre que había insistido en que ascendiera al auto apenas unos segundos antes de que cayera sobre el parabrisas una granizada de balas.
—Usted se llama Francois —dijo Drew—, y yo jamás lo olvidaré. No estaría vivo si no fuera porque…
—Sí, sí —lo interrumpió Moreau, cortando la frase de Latham. Todos leímos el informe, y Francois ha sido muy recomendado. Durante el resto del día dedicó horas a calmar sus propios nervios.
—C’est merde —dijo por lo bajo el chófer, mientras ponía en marcha el vehículo—. Se trata del parque, Monsieur —continuó cortésmente en inglés.
—Sí, pasando Issy–les–Moulíneaux. ¿Cuánto tiempo nos llevará?
—Una vez que lleguemos a la rue de Vaugirard, no mucho. Quizá unos veinte minutos. Hasta allí, todo depende del tránsito.
—Francois, no preste demasiada atención a las normas del tránsito. Sería conveniente que no atropellase a nadie ni chocase con otro vehículo, pero fuera de eso, llévenos con toda la rapidez posible.
Lo que siguió fue un episodio del más absurdo programa de televisión, esos espectáculos en que los automóviles reemplazan a los personajes y se convierten en máquinas rugientes, decididas a conseguir su propia destrucción. El vehículo del Deuxième no sólo seguía una línea peligrosa esquivando a los automóviles que estaban al frente, sino que dos veces Francois ascendió a los pavimentos relativamente vacíos para evitar congestiones menores, y en esos casos dispersó a los transeúntes que estaban allí, que corrieron para salvar la vida.
—¡Conseguirá que nos arresten! —dijo el asombrado Latham.
—Podrían intentarlo, pero no disponemos de tiempo para eso —dijo Moreau—. Nuestro automóvil está equipado con un motor superior al de cualquier vehículo policial de París. Incluso podríamos usar la sirena, pero el sonido sobresalta a la gente, y en realidad puede provocar accidentes, un lujo que no podemos darnos.
—¡Este tipo está loco!
—Entre las cualidades de Francois, se incluye una cualidad extraordinaria como conductor. Sospecho que antes de que se incorporase a la policía fue lo que los norteamericanos denominan «la rueda» en algunos robos de bancos… ese tipo de cosas.
—Lo vi hace un par de días en el Gabriel.
—Entonces, no se queje.
Treinta y dos minutos más tarde, las frentes de Drew, Jacques e incluso Moreau cubiertas de sudor a causa de la absurda carrera, llegaron al Parc de Joie, una mezquina imitación del Euro Dísney, aunque popular porque era francés y barato. De hecho, era un mediocre y lejano pariente del espectáculo de Dísney, más feria de diversiones que parque, con grandes y grotescas caricaturas a cierta altura sobre los diferentes juegos y los espectáculos; los senderos que atravesaban el parque estaban saturados de papeles. Los gritos de goce de las multitudes de niños, definían un sentido de igualdad con el grandioso competidor norteamericano.
—Monsieur director, hay dos entradas —dijo el conductor—. Una al norte y otra al sur.
—Francois, ¿usted conoce este lugar?
—Sí, señor. Varias veces traje aquí a mis dos hijas. Usé la entrada norte.
—¿Usamos el pase y vemos qué sucede? —preguntó Drew.
—No —replicó el jefe del Deuxième—. Eso podemos hacerlo más tarde, si creemos que será útil… Jacques, usted y Francois entren juntos, dos padres buscando a sus esposas y sus hijos. Monsieur Latham y yo entraremos por puertas diferentes. Francois, ¿cuál sería a su juicio el lugar más conveniente para reunirnos?
—Hay un carrousel en el centro del parque. Generalmente está atestado, y el estrépito provocado por el entusiasmo de los niños y la música determina que sea el sitio ideal.
—Ambos estudiaron la fotografía de Madame Courtland, ¿verdad?
—Ciertamente.
—Entonces, divídanse y recorran todo el lugar, buscándola. Monsieur Latham y yo haremos lo mismo, y nos reuniremos en el carrousel dentro de media hora. Si cualquiera de ustedes la ve, utilicen las radios y nos aproximaremos.
—Yo no tengo radio —se quejó Drew.
—Ahora la tiene —dijo Moreau, mientras metía la mano en el bolsillo.
Madame Courtland había sido llevada a una pequeña construcción en el extremo sur del parque que cubría unas tres hectáreas y media. La antesala era un lugar desordenado y sucio, con viejos carteles fijados a las paredes sin atender un orden especial, y sin preocupación por la simetría. Dos escritorios y una larga y deteriorada mesa de bufé aparecían cubiertos de una serie de volantes multicolores, muchos manchados por el café derramado y la ceniza de los cigarrillos, mientras tres empleados trabajaban con un mimeógrafo. Dos eran mujeres excesivamente maquilladas, con los atuendos propios de las bailarinas que ejecutaban la danza del vientre. Había cuatro ventanas en las paredes, demasiado altas, de modo que quienes estaban afuera no podían ver a través de ellas, y el repiqueteo de un viejo acondicionador de aire parecía acompañar el ritmo del mimeógrafo.
Janine Clunes Courtland se sentía desconcertada. La Silla y la Bota era un palacio comparado con ese lugar. Sin embargo, este lugar, esta oficina maloliente, sin duda tenía una jerarquía superior a la de la exquisita tienda de artículos de cuero en los Campos Elíseos. Sus dudas se vieron parcialmente acalladas cuando apareció un hombre alto de edad mediana, que pareció surgir de la nada, aunque en realidad entró por una angosta puerta que estaba en la pared izquierda. Vestía informalmente, pero los vaqueros azules y la chaqueta de cuero marrón eran las mejores prendas que podían hallarse en Saint–Honoré; el pañuelo que le protegía la garganta era la prenda más costosa que el Hermès podía ofrecer. Con un gesto indicó a la mujer que lo siguiera.
A través de la angosta puerta, pasaron a un corredor igualmente estrecho pero oscuro, hasta que llegaron a otra puerta, esta sobre la derecha. El hombre alto ataviado con las extravagantes prendas deportivas, pulsó una serie de dígitos en un panel electrónico cuadrado, y abrió la puerta. También ahora ella lo siguió, y entró en una oficina que era tan distinta de la primera como el Hotel Ritz podía serlo de un puesto destinado a distribuir víveres a los pobres.
En las paredes y los muebles se habían utilizado las maderas y el cuero más lujosos, y los cuadros eran obras auténticas de los maestros impresionistas; el bar con su mostrador tenía una colección de vasos y copas, así como botellones de cristal de Baccarat. Era el refugio de un hombre muy importante.
—Willkommen, Frau Courtland —dijo el hombre con una voz cálida y acariciadora—. Yo soy André —agregó en inglés.
—¿Sabe quién soy yo?
—Por supuesto, usted usó dos veces mi nombre, y el código del mes, Tordo. Ya hace muchas semanas que esperábamos que se pusiese en contacto con nosotros. Por favor, siéntese.
—Gracias. Janine se sentó frente al escritorio y el gerente del parque se instaló en una silla próxima a la mujer, no detrás de su propio escritorio. —Hasta aquí el momento no había sido oportuno.
—Lo supusimos. Usted es una mujer brillante, y sus mensajes cifrados a Berlín fueron recibidos con regularidad. A través de su información acerca de los altibajos financieros en París y Washington, nuestras cuentas han mejorado. Todos le estamos eternamente agradecidos.
—Herr André, siempre me pregunté, ¿por qué Berlín? ¿Por qué no Bonn?
—Bonn es una ciudad tan pequeña, ¿nich wahr? Berlín es y continuará siendo el centro de la confusión. Tantos intereses, un caos tan terrible… el derrumbe del Muro, el aflujo de inmigrantes; es mucho más fácil disimular cosas en Berlín. Después de todo, los fondos permanecen en Suiza, y cuando se los necesita en Alemania las transferencias se ajustan a sucesivos incrementos, apenas visibles en una ciudad de finanzas tan complejas que se despachan millones por computadora a toda hora del día.
—Entonces, ¿se aprecia mi trabajo? —preguntó la esposa del embajador.
—Absolutamente. ¿Acaso usted pensaba otra cosa?
—No. Solamente creo que es hora, después de todos estos años de trabajo, de que me permitan pasar a Berlín y ser reconocida. Ahora estoy en condiciones de prestar un servicio todavía más extraordinario. Soy la esposa y mantenida de uno de los embajadores más importantes en Europa. No importa lo que nuestros enemigos proyecten contra nosotros, yo lo sabré. Me agradaría oír de labios de nuestro Führer que los riesgos cotidianos que yo asumo serán recompensados. ¿Es demasiado pedir?
—No, no es demasiado, gnadige Frazt. Pero yo soy André, por supuesto no un embajador, aunque quizá la conexión más fundamental en Europa, y acepto estas cosas como acto de fe. ¿Por qué usted no puede hacer lo mismo?
—¡Porque yo jamás vi a la Patria! ¿Usted puede comprender eso? La vida entera, desde que era niña, fui entrenada y trabajé hasta el agotamiento por una sola causa. Una causa que nunca pude mencionar, en relación con la cual nunca pude confiar en nadie. Llegué a ser el exponente más eficaz en todo lo que hago, y sin embargo nunca pude explicar ni siquiera a mis amigos más íntimos cuál es la razón de mis esfuerzos. ¡Merezco cierto reconocimiento!
El hombre llamado, André examinó a la mujer que estaba enfrente.
—Sí, eso es cierto, Frau Courtland. Precisamente usted merece eso. Esta noche llamaré a Bonn… Ahora bien, volviendo a temas más mundanos, ¿cuándo regresará a París el embajador?
—Mañana.
Drew esquivó las hordas de padres e hijos, un público formado sobre todo por madres que perseguían a sus hijos, quienes a su vez perseguían a otros niños, y reían o gritaban incontrolables mientras corrían de un entretenimiento al siguiente. Continuó desplazando su atención, estudiando a todas las mujeres que parecían formar una amplia gama, desde el comienzo hasta el final de la mediana edad, de modo que el conjunto abarcaba prácticamente a todas las mujeres que se encontraban en el parque de diversiones. De tanto en tanto alzaba la radio que llevaba en la mano, como si esperase escuchar la breve señal para lanzarse hacia adelante, una señal que le diría que alguien había visto algo, es decir, había visto a Janine Clunes Courtland. No le llegó ningún sonido; continuó caminando recorriendo y cruzando los senderos, dejando atrás las figuras grandes y deformes cuyas extrañas muecas tentaban a los espectadores de modo que pagaban su dinero e ingresaban en los diferentes recintos.
Claude Moreau eligió los lugares más tranquilos, basándose en la premisa de que la esposa del embajador evitaría instintivamente las zonas más ruidosas; esas áreas tranquilas eran también el lugar donde había más probabilidades de que se encontrase el contacto buscado por la mujer. Por consiguiente, merodeó alrededor de las jaulas de los animales y los puestos de los adivinadores de la suerte y los vendedores de recuerdos, los lugares en que se ofrecían remeras y gorras con insignias, elementos que formaban altas pilas bajo los toldos. El jefe del Deuxième continuaba espiando más allá de las mercaderías, tratando de descubrir qué había en los interiores semioscuros, abrigando la esperanza de ver a un hombre o una mujer que no debían estar allá. Pasaron dieciocho minutos, con resultados negativos.
Jacques Bergeron, el subordinado de más confianza de Moreau, se vio atrapado por una avalancha de personas que corrió hacia una montaña rusa recién reabierta; el artefacto había sufrido un corte de corriente, de modo que una serie de personas había quedado suspendida a unos quince metros de altura. En consecuencia, la gente agrupada en la entrada incluía a los padres que estaban convencidos de que habían sacrificado a sus hijos a la avaricia de los propietarios del parque, individuos tan mezquinos que no se decidían a pagar la cuenta de electricidad. En cierto punto Jacques chocó con un niño pequeño, y recibió en la cara un golpe asestado por la madre con su bolsa; cayó al suelo y varios lo pisotearon. Permaneció allí, los brazos cubriendo la cabeza hasta que la avalancha, mezcla de entusiasmo e histerismo, pasó sobre él y se alejó. Tampoco él había visto a nadie que se pareciese a Madame Courtland.
Francois, el chófer, caminó entre las deterioradas estructuras de la entrada meridional, donde los anuncios estaban escritos con letra pequeña y un tanto descolorida, y revelaban la presencia de la sala de primeros auxilios, la sección destinada a escuchar las quejas de los clientes, los objetos perdidos y encontrados, la administración (un letrero apenas legible), y un gran cartel que señalaba la oficina de atención al público. De pronto Francois oyó las voces; hablaba una mujer obesa, que se dirigía a su acompañante, una dama delgada de cara congestionada.
—¿Para qué demonios una persona como esa viene aquí? ¡Con lo que vale ese vestido rosado podría alimentar a mi familia un año entero! —dijo la mujer obesa.
—Charlotte, esa gente es así. Creen que son mejores que nosotros, y tienen que demostrarlo.
—Basura, eso es lo que son. ¿Viste esos zapatos blancos? ¡Seguramente costaron cinco mil francos, o incluso más!
Francois no dudó de la identidad de la persona a la cual se referían. La unidad apostada en las Campos Elíseos había comunicado que la esposa del embajador usaba un vestido de verano, rosa pálido y blanco; sin duda, adquirido en una de las tiendas más elegantes. El chófer observó a las dos mujeres, y con aire distraído se les acercó, mientras ellas descendían por el camino ancho y polvoriento.
—Te diré lo que creo —dijo la mujer delgada con el gesto perpetuo de descontento en los labios—. Apuesto al inútil de mi marido a que ella es uno de los propietarios de este parque maloliente. Mira, los ricos proceden de este modo. Compran lugares así porque administrarlos es barato, y la caja registradora funciona el día entero.
—Probablemente estás en lo cierto. Después de todo, ella entró en la oficina del gerente. ¡Malditos sean los ricos!
Francois se rezagó, y después se volvió y caminó de regreso hacia la hilera de cabañas que cumplían la función de oficinas. Vio el cartel que decía Administración; la construcción tendría unos seis metros de ancho, y estaba separada de las casas laterales por estrechos senderos que parecían más bien zanjas. Las ventanas del frente eran muy altas, y abajo había una puerta que parecía encontrarse fuera de lugar. Al parecer, la puerta misma era mucho más gruesa o más pesada que la madera que la rodeaba. Francois extrajo el intercomunicador portátil que llevaba en el bolsillo de la chaqueta, pulsó el botón de «Transmitir» y acercó el instrumento al oído.
Entonces bruscamente, sin previo aviso, escuchó dos voces conocidas, muy conocidas, y después una tercera, la misma que había estado escuchando durante años.
—¡Papá, papá!
—¡Notre père! ¡C’est lui!
—Francois, ¿qué estás haciendo acá?
La imagen de su esposa y sus dos hijas impresionó profundamente al chófer. Recuperó la voz mientras abrazaba desconcertado a las dos niñas, y dijo:
—¡Dios mío, Yvonne! ¿Y tu qué haces aquí?
—Llamaste diciendo que llegarías tarde y probablemente no vendrías a cenar a casa, de modo que decidí visitar el parque para distraer a nuestras hijas.
—Papá, ¿puedes venir con nosotras al carrusel? Por favor, papá.
—Queridas, papá está trabajando…
—¿Trabajando? —exclamó la esposa—. ¿Qué tiene que hacer el Deuxième aquí?
—¡Calla! —El perplejo Francois desvió la cara un instante y habló deprisa por el intercomunicador—. El sujeto está aquí, cerca de la entrada sur. Reúnanse conmigo allí. Tengo complicaciones, como quizá ustedes ya lo advirtieron… Vamos Yvonne; ustedes también, niñas, ¡fuera de aquí!
—Santo Dios, no estabas bromeando —dijo la esposa mientras la familia se alejaba rápidamente por el camino de tierra en dirección a la entrada sur.
—No, querida, no estaba bromeando. Ahora, por lo que más quieras, subir al automóvil y volver a casa. Después te explicaré todo.
—¡Non Papa! ¡Acabamos de llegar!
—¡Obedece mis órdenes, o la próxima vez que vengáis aquí os llevaré a la Sorbona!
Lo que Francois no había advertido era un joven vestido con calzas anaranjadas y una blusa azul deshilachada; sólo la barba descuidada mostraba que era un hombre. Estaba de pie a la izquierda de la pesada puerta, fumando un cigarrillo, su atención atraída por el ruido y la reunión de familia sin duda inesperada. Era especialmente visible el intercomunicador manual utilizado por el hombre, y más notable aún la pregunta formulada por la mujer: «¿Qué tiene que hacer aquí el Deuxième?». ¿El Deuxième?
El joven aplastó con el zapato la colilla del cigarrillo y corrió hacia el interior.
El elegante propietario, que utilizaba el nombre de André, interrumpió su conversación con Frau Courtland y se disculpó cortésmente mientras abandonaba su silla y se acercaba al teléfono depositado sobre el escritorio.
—¿Sí? —y después escuchó en silencio a lo sumo durante diez segundos—. ¡Preparen el automóvil! —ordenó, devolviendo el teléfono a la horquilla y regresando adonde estaba la esposa del embajador—. ¿Vino con escolta, Madame?
—Sí, me trajeron desde La Silla y la Bota.
—Quiero decir, ¿se encuentra bajo la protección de funcionarios franceses o norteamericanos? ¿La siguen?
—¡Santo cielo, no! La embajada no sabe donde estoy.
—Alguien sabe. Debe partir enseguida. Venga conmigo. Hay un túnel subterráneo que comunica esta oficina con el estacionamiento; descienda por esta escalera. ¡Deprisa!
Diez minutos después, André estaba de regreso en su oficina lujosamente amueblada; se sentó detrás del escritorio y aflojó los músculos, suspirando fuerte. El teléfono llamó de nuevo; lo atendió.
—¿Sí?
—Aplique la mezcladora —ordenó la voz que venía de Alemania—. ¡De inmediato!
—Muy bien —dijo preocupado André, que abrió un cajón y accionó una llave que se encontraba en su interior—. Adelante.
—¡Usted tiene una organización muy ineficiente!
—No pensamos lo mismo. ¿Qué es lo que lo inquieta?
—¡Necesité casi una hora para descubrir el modo de comunicarme con usted, y lo logré sólo después de amenazar a la mitad de nuestras unidades de inteligencia!
—Yo diría que eso está muy bien. Sugiero que usted rectifique lo que acaba de decir.
—¡Estúpido!
—Ahora, eso me parece muy ofensivo.
—Se sentirá mucho menos ofendido cuando le explique la razón de mi actitud.
—Acláreme lo que pasa, por favor.
—La esposa del embajador Daniel Courtland se dirige allí para hablar con usted…
—Vino y ya se fue, mein Herr —interrumpió André muy satisfecho de sí mismo, y de ese modo esquivó a los que venían siguiéndola.
—¿La seguían?
—Cabe suponer que así era.
—¿Como?
—No tengo idea, pero atrajeron la atención de nuestro personal, hasta el extremo de utilizar el nombre del Deuxième de un modo bastante extraño. Naturalmente, conseguí que saliera de aquí sin ser vista y durante la próxima hora estará a salvo en la embajada de Estados Unidos.
—¡Idiota! —gritó el hombre que estaba en Alemania—. No debía regresar a la embajada. ¡Había que matarla!