Daniel Rutherford Courtland, embajador ante el Quai d’Orsay de París, miró en silencio las páginas de la transcripción que tenía en las manos, leyendo y releyendo el texto hasta que se le fatigaron los ojos. Finalmente, las lágrimas descendieron por sus mejillas; las enjugó con la mano, y se sentó muy erguido en la silla, frente al escritorio de Wesley Sorenson.
—Lo siento, señor embajador —dijo el director de Operaciones Consulares—. Esto me duele muchísimo, pero era necesario decírselo.
—Comprendo.
—Si usted abriga la más mínima duda, Karl Schneider está dispuesto a venir en avión y hablar a solas con usted.
—He escuchado la grabación de la entrevista, ¿qué más necesito?
—¿Puedo sugerir que hable con él por teléfono? Una declaración puede ser falsa, es posible que se utilice otra voz. Su nombre está en la guía telefónica, y usted puede pedir el número mediante un telefonista común… Por supuesto, podríamos haber arreglado ambas cosas para confirmar nuestras conclusiones, pero dudo de que ni siquiera nosotros pudiésemos modificar con tanta rapidez el sistema de información telefónica.
—Usted quiere que dé ese paso, ¿no es verdad?
—Francamente, sí. —Sorenson tomó un teléfono y lo depositó frente a Courtland—. Ésta es mi línea privada, un teléfono común, y no está conectada con mi consola. Por supuesto, tendrá que aceptar mi palabra en ese sentido. Aquí está el código correspondiente al área.
—Acepto su palabra en ese sentido. —Courtland se apoderó del teléfono, marcó el código correspondiente a Centralia, Illinois, según los datos que encontró en la nota depositada frente a él, y suministró la información al operador. Presionó el botón para desconectar, lo soltó y marcó de nuevo.
—Sí, hola —dijo la voz con acento desde Centralia.
—Mi nombre es Daniel Courtland…
—¡Ach, él me dijo que usted podía llamar! Estoy muy nervioso, ¿comprende?
—Sí, comprendo. Yo también estoy nervioso. ¿Puedo formularle una pregunta?
—Ciertamente, señor.
—¿Cuál es el color favorito de mi esposa?
—El rojo, siempre el rojo. O a veces un poco más claro… el rosa.
—¿Y cuál es su plato favorito cuando sale a cenar?
—Ese guiso de carne de ternera… un nombre italiano. Creo que es Piccata.
—Ella tiene un champú favorito; ¿puede decirme cuál es?
—Mein Gott, tuve que pedirlo en la farmacia local, y enviárselo a la universidad. Un jabón líquido con un ingrediente llamado ketoconzole.
—Gracias, señor Schneider. Esto es doloroso para ambos.
—Mucho más para mi, señor. Ella era una niña tan encantadora, y tan inteligente. Los caminos que sigue el mundo superan mi comprensión.
—También la mía, señor Schneider. Gracias, y adiós. —Courtland cortó la comunicación telefónica, y se hundió en el sillón.
—Pudo haber mentido al responder a las dos primeras preguntas, pero no a la última.
—¿Qué quiere decir?
—El champú. Puede pedírselo únicamente con receta; es un remedio para prevenir la dermatitis seborreica, una dolencia que ella padece esporádicamente. Nunca quiso que nadie lo supiera, de modo que yo tenía que comprarlo con mi propio nombre… como hacía el señor Schneider.
—¿Está convencido?
—Ojalá pudiese rechazarlo todo y volver a París con la conciencia limpia. Pero eso no es posible, ¿verdad?
—No, no es posible.
—Todo es tan absurdo. Antes de Janine, tuve un matrimonio maravilloso, o por lo menos eso creía. Una gran esposa, hijos extraordinarios, pero el Departamento de Estado me peloteaba de un lado para otro. África del Sur, Kuala Lumpur, Marruecos, Ginebra, siempre como agregado principal; después llegó Finlandia, una auténtica embajada.
—Lo pusieron a prueba. Santo Dios, hombre, lo retiraron del grupo de agregados y lo convirtieron en embajador en Francia, un cargo generalmente reservado para los grandes personajes provenientes de los apoyos políticos.
—Sólo porque yo pude aliviar ciertos rencores y enojos —dijo Courtland—. El Quai d’Orsay estaba adoptando una postura cada vez más antinorteamericana, y yo pude disimular los estereotipos antifranceses provenientes de Washington. Creo que en eso soy eficaz.
—Sin duda, así es.
—Y eso me costó mi familia.
—¿De qué modo Janine Clunes entró en su vida?
—Vea, es una pregunta muy interesante. A decir verdad, no estoy seguro. Tuve los padecimientos normales después del divorcio… vivir solo en un apartamento, no en una casa. Mi esposa y mis hijos de regreso a Iowa, y yo tenía que arreglármelas solo, buscando aquí y allá algún entretenimiento. Era una suerte de limbo. Pero el Departamento de Estado insistía en convocarme, y decía que yo debía presentarme en esta fiesta o en aquella recepción. Y de pronto una noche, en la Embajada de Gran Bretaña, esta hermosa dama, tan vivaz y tan inteligente, pareció sentirse atraída por mí. Se apoyó en mi brazo mientras pasábamos de grupo en grupo, donde decían cosas muy agradables acerca de mi persona; pero yo sabía que eran diplomáticos, de modo que no los tomaba en serio. Pero a ella sí le creí, y Janine alimentó el poco ego que aún me restaba… Estoy seguro de que usted puede imaginar el resto.
—No es difícil.
—No, no lo es. Lo difícil es la situación en este momento. ¿Qué haré? Imagino que tendré que sentirme desbordante de cólera, enfurecido por su traición, dispuesto a comportarme como un animal aullante que sale a matar, pero no siento ninguna de esas cosas. Sólo me siento vacío, quemado. Por supuesto, renunciaré, sería absurdo continuar. Si un alto funcionario del servicio exterior puede ser engañado de este modo, tiene que correr, no caminar, en dirección a la escuela de fontanería más próxima.
—Creo que usted puede beneficiarse y servir a su país más eficazmente —dijo Sorenson.
—¿Cómo? ¿Regresando para liquidar las filtraciones?
—No, pienso en que podría regresar a París y ejecutar la más difícil de todas las tareas… actuar como si jamás hubiésemos mantenido esta conversación.
Desconcertado, Courtland miró en silencio al director de Operaciones Consulares.
—Además de que eso es imposible —dijo al fin—, es inhumano. No podría hacerlo.
—Señor embajador, usted es un experto diplomático. Nunca habría llegado a París si no lo fuese.
—Pero lo que usted me pide excede los límites de la diplomacia, y va al núcleo mismo de la subjetividad, lo cual en verdad no es un buen aliado de la diplomacia. Sería imposible que yo disimulara mi desprecio. Los sentimientos que según afirmo ahora no existen en mi corazón, acudirían con violencia y se manifestarían apenas yo la viese. Lo que usted pide es sencillamente irrazonable.
—Señor embajador, permítame decirle lo que a mi juicio es irrazonable —lo interrumpió Sorenson, con una voz más dura que antes—. Es exactamente lo que usted dijo, que un hombre de su inteligencia y alta experiencia, un alto funcionario del servicio exterior, que sabe moverse en las embajadas de todo el mundo, y está siempre atento al peligro del espionaje interno y externo, pueda ser engañado y llegue a casarse con una Sonnenkind confirmada, una nazi. Y permítame decirle lo que es incluso más irrazonable. Esta gente se mantuvo oculta durante un período de treinta a cincuenta años. Ha llegado el momento para ellos, y están saliendo de las grietas en las paredes; pero ignoramos quiénes son o dónde están; solamente sabemos que están allí; han enviado una lista de centenares de hombres y mujeres que ocupan altos cargos, y que pueden ser o no ser parte del movimiento global. No necesito explicarle la atmósfera de miedo y confusión que está extendiéndose a lo largo y lo ancho de este país y los países pertenecientes a nuestros aliados más cercanos. Usted puede verlo con sus propios ojos. En muy poco tiempo más habrá reacciones histéricas… ¿Quién es y quién no es un espía?
—No discuto nada de lo que usted dice, pero ¿de qué modo mi regreso a París en el papel del marido inocente modificará las cosas?
—El conocimiento, señor embajador. Tenemos que saber de qué modo actúan estos Sonnenkind, con quién se relacionan, cómo se comunican con sus contrapartes de la nueva generación de nazis. Ya lo ve, tiene que existir una infraestructura, una cadena de mandos relacionada con una jerarquía, y la actual señora Courtland, la brillante esposa del embajador en Francia, no es una figura de menor importancia.
—¿Usted cree realmente que Janine puede ayudarlo sin querer?
—Es mi mejor oportunidad que se nos ofrece… seamos sinceros, es la única oportunidad. Incluso si encontramos otro Sonnenkind de su jerarquía, las circunstancias y el hecho de que ella está a pocos minutos de la frontera de Alemania, la convierte en una candidata principal. Si ella se relaciona con la jerarquía, o ésta con ella, puede llevarnos directamente a los líderes ocultos que están detrás del movimiento. Debemos encontrar a esos jefes, y denunciarlos. Como dijo alguien, es el único modo de extirpar el cáncer… Ayúdenos, Daniel, por favor ayúdenos.
Nuevamente Courtland guardó silencio. Desplazó su peso en la silla, y adoptando una actitud poco característica en un diplomático, pareció no saber muy bien qué hacer con las manos. Movió los dedos, los pasó sobre los cabellos canosos, y se masajeó varias veces el mentón. Finalmente habló:
—He visto lo que hacen esos canallas, y los detesto… No puedo garantizar que tendré éxito, pero lo intentaré.
Janine Clunes Courtland se acercó al exquisito muestrario de artículos de cuero de la zapatería, y pidió hablar con el gerente. Poco después apareció un hombre menudo y delgado, que usaba un costoso tupé amarillento que le cubría parte del cráneo y la nuca. Estaba vestido con un traje de montar, completo con sus espuelas y las botas.
—¿Sí, Madame? ¿En qué puedo servirla? —dijo en francés, mirando más allá de Janine a varios clientes bien vestidos, algunos de pie y otros sentados.
—Usted tiene una hermosa tienda —replicó la esposa del embajador, y sus palabras revelaron su origen nacional.
—Ah, una norteamericana —dijo el gerente.
—¿Es tan evidente?
—Oh, no, Madame, su francés es excelente.
—Mi amigo André me corrige constantemente, pero a veces pienso que André es demasiado amable. Sí, debería mostrarse más firme conmigo.
—¿André? —preguntó el hombre del traje de montar, mirando fijamente a Janine.
—Sí, dijo que quizá usted lo conozca.
—Es un nombre tan común, ¿no es verdad, Madame? Por ejemplo, un cliente llamado André dejó aquí un par de botas, y creo que anteayer ya estaban reparadas.
—Tal vez André lo mencionó.
—Por favor, venga conmigo. —El gerente caminó hacia la derecha, detrás del mostrador, apartó una cortina de terciopelo verde que cubría una angosta entrada, e hizo señas a su nueva clienta. Juntos entraron a una oficina vacía—. ¿Supongo que usted es la persona que… supongo que es?
—No nos ocupemos de mi identidad, Monsieur.
—Por supuesto, Madame.
—Un hombre de Washington me impartió instrucciones. Dijo que yo debía usar el nombre de Tordo.
—Suficiente… es una palabra de código que cambia cada pocas semanas. Sígame nuevamente. Saldremos por la entrada del fondo y usted será llevada a un lugar fuera de París, un parque de diversiones. Ingrese por la entrada sur, la segunda cabina, y proteste señalando que «André» hubiera debido dejarle una entrada de favor. ¿Comprende?
—La entrada sur, la segunda cabina, protestar en nombre de André. Sí, entiendo.
—Un momento, por favor. —El gerente se inclinó y presionó un botón en un intercomunicador—. Gustavo, tenemos una entrega para Monsieur André. Por favor, acérquese inmediatamente al vehículo.
Afuera, en un pequeño estacionamiento lateral, Janine ocupó el primer asiento trasero de una camioneta, mientras el conductor se instalaba detrás del volante y ponía en marcha el motor.
—No habrá conversaciones entre nosotros, por favor —dijo, mientras salía por el callejón a la calle.
El gerente regresó a la oficina desierta, de nuevo buscó el intercomunicador, presionó un segundo botón y dijo:
—Simone, hoy me retiraré temprano. No hay mucho trabajo y estoy agotado. Cierre a las seis, y yo la veré por la mañana. —Salió y se acercó a la motocicleta que se encontraba en el estacionamiento, detrás de la hilera de tiendas. Aplicó el pie al pedal de encendido; el motor comenzó a funcionar, y el hombre descendió por el callejón.
En la tienda, sonó el teléfono. El empleado que estaba en el mostrador atendió.
—La Selle et les Bottes —dijo.
—¡Monsieur Rambeau! —grito el hombre que llamaba. ¡Inmediatamente!
—Lo siento —contestó el empleado, ofendido por la arrogancia del interlocutor—. Monsieur Rambeau ya se a ido; volverá mañana.
—¿Donde está?
—¿Como demonios puedo saberlo? No soy su madre ni su amante.
—¡Esto es importante! —gritó el hombre del teléfono.
—No, usted no es importante, yo lo soy. Yo vendo la mercancía, usted no hace más que interrumpir, y hay clientes en la tienda. Váyase al diablo. —El empleado cortó la comunicación y sonrió a una joven que se había puesto un vestido de Givenchy, sin duda diseñado para su cuerpo femenino también sin duda muy caro. La mujer se acercó al mostrador, y habló con la voz medio murmurada de una amante bien educada.
—Tengo un mensaje para André —dijo con expresión seductora—. André querrá escucharlo.
—Lo lamento muchísimo, mademoiselle —dijo el empleado, clavando la mirada en el escote muy amplio—. Pero todos los mensajes para Monsieur André están destinados exclusivamente al gerente, y él ya se retiró del local.
—¿Qué puedo hacer, entonces? —canturreó la cortesana.
—Bien, puede darme el mensaje, mademoiselle. Soy el confidente de Monsieur Rambeau, el gerente.
—No sé si debo hacer eso. Es muy confidencial.
—Pero acabo de explicarle que soy su verdadero confidente, un colaborador confidencial de Monsieur Rambeau. Quizá usted quiera explicarme de qué se trata mientras bebemos un aperitivo en el café que está al lado.
—Oh, no, mi amigo me sigue de cerca a todas partes, y la limusina está enfrente. Sólo tiene que decirle que llame a Berlín.
—¿A Berlín?
—No sé más que eso. Y acabo de trasmitirle el mensaje. —La joven vestida en Givenchy, una mujer de caderas anchas, salió de la tienda.
—¿Berlín? —repitió el empleado. Era absurdo; Rambeau odiaba a los alemanes. Cuando entraban en la tienda los trataba despectivamente, y duplicaba los precios.
El hombre del Deuxième Bureau salió tranquilamente de la tienda, y después atravesó deprisa la calle en dirección al automóvil sin señales de identificación. Abrió la puerta, ocupó el asiento al lado del chófer, y maldijo.
—¡Caramba, no estaba!
—¿De qué está hablando? Ella no salió a la calle.
—Me lo imagino.
—Entonces, ¿dónde está?
—¿Cómo demonios puedo saberlo? Probablemente en otro distrito de la ciudad.
—Habló con alguien y salieron por otra puerta.
—¡Dios mío, qué inteligente es usted!
—¿Por qué la toma conmigo?
—Porque ambos hubiéramos debido reaccionar antes. Los lugares como este tienen puertas de acceso para los proveedores. Cuando yo entré, usted debió rodear la manzana y esperar frente a la salida.
—No somos adivinos, amigo, o por lo menos yo no lo soy.
—No, somos estúpidos. ¿Cuántas veces realizamos este tipo de maniobras? Uno de nosotros sigue al sujeto, y el otro cubre la retirada.
—Usted se muestra demasiado severo —protestó el chófer—. Estamos en los Campos Elíseos, no en Montmartre, y esa mujer es la esposa de un embajador, no un asesino a quien estamos siguiendo la pista.
—Abrigo la esperanza de que director Moreau opine lo mismo. Por razones que él no quiso explicar, parece casi obsesionado con esta mujer.
—Será mejor que lo llame.
—Por favor. Yo olvidé el número.
El hombre vestido con elegancia que estaba en el Peugeot, a cierta distancia sobre el ancho bulevar, se sentía muy impaciente; además, estaba profundamente turbado. Había pasado casi una hora y Frau Courtland no había salido de la tienda. Podía aceptar la demora; las mujeres, y especialmente las que eran personas acaudaladas, dedicaban mucho tiempo a sus compras. Lo que lo inquietaba era el hecho de que el vehículo del Deuxième se hubiese alejado rápidamente, unos treinta minutos antes, al parecer como consecuencia de la información traída por el segundo agente del Deuxième, que había corrido hacia el automóvil y conferenciado con su colega, el chófer. ¿Qué había sucedido? Sin duda, había algo, ¿pero qué? El hombre del Peugeot se había sentido indeciso entre seguir al automóvil oficial y esperar un rato más a la esposa del embajador. Al recordar sus órdenes, y la intensidad con que se las habían formulado, decidió esperar. «¡Mate a la mujer cuanto antes!». Su control en Bonn había estado a un paso de la apoplejía; había que asesinarla inmediatamente. El significado era evidente: habría desagradables consecuencias si se demoraba la ejecución.
Con sus antecedentes, no podía fallar. Después de ser el supervisor de la unidad Blitzkrieg, súbitamente lo habían enviado a la primera línea del frente. No se trataba de que no fuese un asesino bien entrenado; lo era. Había venido de la Stasi, una de las primeras organizaciones que había transferido su fidelidad del comunismo duro al fascismo integral. Los rótulos no eran más que rótulos, que carecían de significado para los hombres como él. Ansiaba tener el acceso y el poder necesarios para vivir al margen de las leyes, el goce de saber que no estaba subordinado a las órdenes de los pequeños burócratas. Los mismos que, cualesquiera fuesen sus posiciones, estaban aterrorizados cuando se hablaba de la Stasi, del mismo modo que los ministros del Tercer Reich observaban petrificados a la Gestapo. Esa conciencia, entonces como ahora, era realmente vivificante. Sin embargo, para conservar esos cargos envidiables, los hombres como él se subordinaban a las estructuras que los respaldaban.
¡Mate a la mujer tan pronto sea posible! ¡Mátela!
Una bala en la cabeza a corta distancia en los atestados Campos Elíseos era una opción atractiva. Quizá un choque, seguido por un disparo de poco calibre, fácilmente cubierto por el tránsito; sí eso era viable. Después se apoderaría del bolso de la mujer, un trofeo para enviarlo a Bonn, y desaparecería confundido con la multitud de los paseantes vespertinos. El tiempo transcurrido no sería superior a los dos o tres segundos. Eso podía funcionar; había sido eficaz cuatro años antes en Berlín occidental el día que liquidó a un hombre del MI–5 británico, que había exagerado el número de ingresos clandestinos a través del Muro.
El hombre del Peugeot abrió la guantera, retiró un revólver 22 de caño corto y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Puso en marcha el motor, y se unió al flujo del tránsito. Varios metros más lejos volvió a acercarse al cordón cuando un Ferrari azul abandonó su estacionamiento. Podía descender del automóvil y acercarse a la mujer en cuestión de segundos, apenas la viese; pero perderla de vista entre los transeúntes que se desplazaban formando una columna desordenada era un riesgo excesivo. Descendió del Peugeot, y se acercó a las recargadas vidrieras de La Silla y la Bota. Estudió los artículos extravagantes depositados detrás del vidrio, siempre atento a los que salían de la tienda por la puerta, a pocos metros de distancia.
Pasaron dieciocho minutos y la paciencia del individuo estaba agotándose. De pronto, la cara agradable de un empleado lo miró a través de la vidriera, detrás de un soporte cargado de artículos. El asesino se encogió cortésmente de hombros y sonrió. Unos segundos después el joven empleado salió por la puerta y le habló.
—Vi que usted observa nuestra mercadería desde hace un rato. ¿Puedo ayudarlo?
—A decir verdad, estoy esperando a alguien que llega tarde. Debíamos encontrarnos aquí.
—Sin duda, uno de nuestros clientes. ¿Por qué no entra, para protegerse del sol? Caramba, hace mucho calor.
—Gracias. —El ex hombre de la Stasi siguió al empleado después de entrar en la tienda—. Creo que voy a examinar estas botas— continuó diciendo en perfecto francés.
—Señor, no las hay mejores en París. Si usted necesita ayuda, por favor llámeme.
El alemán paseó la mirada por la tienda, al principio sin confiar demasiado en el testimonio de sus ojos. Después, estudió calmadamente a cada una de las mujeres; había siete, de pie y probándose las botas compradas poco antes, o sentadas en distintas sillas, mientras se probaban el calzado. ¡Pero ella no estaba allí!
¡Por eso el hombre del Deuxième había regresado corriendo al automóvil policial! Se había enterado de lo que el asesino había llegado a saber casi una hora después. La esposa del embajador había escapado a la vigilancia. ¿Adónde había ido? ¿Quién había posibilitado que ella saliera sin ser vista? Sin duda, un miembro del personal de la tienda.
—¿Monsieur? —El asesino, de pie frente a una hilera de botas lustradas, hizo señas al empleado—. Un momento, por favor.
—Sí, señor —replicó el empleado, acercándose con una sonrisa en los labios—. ¿Encontró algo que le agrade?
—No precisamente, pero debo formularle una pregunta. No fui del todo franco con usted allí afuera, y me disculpo. Vea, soy funcionario del Quai d’Orsay, y se me encomendó la misión de acompañar a una importante norteamericana, para protegerla de los peligros de París. Como ya dije, ella llegó tarde, pero no es posible que se haya retrasado tanto. La única respuesta es que entró antes de que yo llegase, y después se marchó y yo no la vi.
—¿Qué aspecto tiene?
—Mediana estatura y muy atractiva, quizá poco más de cuarenta años. Tiene cabellos castaños, ni rubios ni negros, y según me dicen tiene puesto un vestido de verano, blanco y rosado, sin duda muy caro.
—Monsieur, mire alrededor. ¡Usted podría estar describiendo a la mitad de las clientas que tenemos aquí!
—Escúcheme —dijo el asesino—, ¿es posible que haya salido por otra puerta, quizá por el fondo?
—Eso sería muy extraño. ¿Por qué motivo?
—No lo sé —contestó el asesino en ciernes, en un tono de voz que expresaba su ansiedad—. Sólo pregunté si tal cosa era posible.
—Permítame pensar —dijo el empleado, frunciendo el entrecejo y paseando la mirada de un extremo al otro de la tienda—. Había una mujer con un vestido rosado, pero después no la vi, pues yo estaba con la condesa Levoisier, una clienta hermosa pero muy exigente.
El asesino de nuevo se sintió abrumado por la situación. Su control había dicho que La Silla y la Bota era «la conexión André». Si insistía demasiado en su interrogatorio, quizá la noticia de su descuido llegase a Bonn. Por otra parte, si la esposa del embajador estaba en la trastienda, o la habían llevado a otro sitio, él debía saberlo. Frau Courtland había salido sin protección de la embajada, y no había utilizado la limusina de costumbre manejada por un guardia armado. Las circunstancias eran óptimas y quizá no se repitieran durante días enteros. ¡Días enteros! Y no podía demorarse la ejecución.
—Si me permite la pregunta —dijo al servicial empleado—, como éste es un asunto oficial y el gobierno apreciará mucho lo que usted haga, ¿puede decirme si «André» se encuentra en este local?
—¡Santo Dios, de nuevo ese nombre! «André» hoy es muy popular, pero aquí no hay, ninguna persona de ese nombre. De todos modos, cuando llegan mensajes para él se encarga de recibirlos el gerente, Monsieur Rambeau, y Rambeau ya se ha retirado de la tienda.
—¿Hoy es… «muy popular»? —repitió desconcertado el asesino.
—Francamente —dijo el empleado, moderando su voz—, creemos que el misterioso André es el amante de Rambeau.
—Dijo muy popular… hoy…
—Oh, sí. Hace apenas unos minutos una joven encantadora con un cuerpo magnífico me entregó un mensaje para André.
—¿Qué era? Recuerde que soy Funcionario del gobierno.
—Dudo de que el gobierno manifieste el más mínimo interés. Es algo en realidad inofensivo, incluso divertido, si uno empieza a buscarle explicaciones.
—¿Qué explicaciones?
—Ciudades, probablemente también los países… son verdaderos sustitutos.
—¿Sustitutos de qué?
—Probablemente de hoteles. «Llame a Londres», puede significar el Kensington o el Angleterre; «llame a Madrid» podría ser el Esmeralda; «llame a Saint–Tropez», el Saint–Pères; ¿entiende lo que quiero decir?
—No tengo la más mínima idea.
—Citas de amantes, Monsieur. Cuartos de hotel donde los extraños pueden reunirse sin alarmar a los vecinos.
—¡El mensaje, por favor!
—Éste a decir verdad es muy sencillo. El hotel Abbaye Saint–Germain.
—¿Qué…?
—La denominación inglesa de Allemagne, Germain… Germania.
—¿Qué?
—Monsieur, éste fue el mensaje para André. «Llame a Berlín».
Conmovido, el asesino miró fijamente la cara de rasgos suaves del empleado. Después, sin decir palabra, salió corriendo de la tienda.