¡Dios mío están en todas partes, y no podemos verlos! —rugió Drew, descargando el puño cerrado sobre el escritorio del hotel—. ¿Como me encontraron?
Claude Moreau había estado de pie, en silencio, junto a una ventana, mirando hacia afuera.
—A usted no lo encontraron, amigo —dijo con voz serena—, no encontraron al coronel Webster; a mí me descubrieron.
—¿Usted? Me pareció oírle decir que casi nadie en París lo conocía —interrumpió irritado Latham—. ¡Que era un sujeto de aspecto muy vulgar, y tenía una colección de sombreros!
—Esto no tuvo nada que ver con el hecho de que me identificasen; no, lo que sucedió es que sabían dónde estaría.
—¿Como, Claude? —preguntó de Vries, sentada en la cama de su habitación en el Hotel Bristol, adonde habían decidido refugiarse, para lo cual habían ingresado cada uno por su lado.
—Su embajada no es el único lugar que está infiltrado. —Moreau se apartó de la ventana, y su expresión era una mezcla de tristeza y cólera—. Mi propio despacho se ha visto comprometido.
—¿Quiere decir que el sacrosanto Deuxième Bureau de hecho tiene un, topo o dos?
—Por favor, Drew —dijo Karin, meneando la cabeza, para recordar al norteamericano el hecho de que Moreau estaba profundamente turbado.
—No me referí al Bureau, Monsieur. —El jefe del Deuxième clavó los ojos en Latham y habló fríamente—: Me refería a mi propia oficina.
—No entiendo. —Drew bajó la voz, y ahora en sus palabras no había sarcasmo.
—No podría entender, pues no conoce nuestro sistema. En mi condición de director, mi paradero debe ser conocido constantemente, para prevenir situaciones urgentes. Además de Jacques, que me ayuda a planear la jornada, informo a una sola persona, un subordinado que trabaja muy cerca de mí, y en quien confío por completo. Esta persona posee un teléfono y podemos comunicarnos con ella a cualquier hora del día o la noche.
—¿Quién es? —Karin se inclinó hacia adelante sobre la cama.
—No él, sino ella. Monique d’Agoste, mi secretaria desde hace seis años, aunque más que una secretaria es una ayudante de confianza. Ella fue la única que estaba enterada de nuestra reunión en el café… hasta que se lo dijo a otra persona.
—¿Usted jamás alimentó la más mínima duda acerca de esa mujer? —continuó Karin.
—¿Y tú dudaste alguna vez de Janine Clunes? —preguntó Drew.
—No, pero ella era la esposa del embajador.
—Y Monique es sin duda la amiga más íntima de mi esposa. En realidad, mi esposa la propuso. Fueron juntas a la universidad, y Monique fue entrenada en el Service d’Estranger, donde trabajó mientras duró un matrimonio desastroso. Todos esos años fueron como escolares que compartían la vida… y ahora todo parece tan claro. —Moreau se detuvo y se acercó al escritorio, frente al cual estaba sentado Latham. Se apoderó del teléfono y marcó—. Todos esos años —repitió el jefe del Deuxième—, esperando que atendiesen su llamada. Tan cordial, tan considerada… No, amigos, ustedes no eran los objetivos. Lo era yo. Adoptaron la decisión, y se me acabó el tiempo. Y me descubrieron.
—¿De qué está hablando? —dijo Latham desde su asiento.
—Lamento la imposibilidad de revelarle siquiera eso. —Moreau alzó la mano y habló en francés por el teléfono—. Vayan inmediatamente a la residencia de Madame d’Agoste, en Saint Germain, y pónganla en custodia. Lleven policía femenina, y revisen inmediatamente a la prisionera, para evitar que ella misma se envenene… ¡No contestaré a las preguntas, hagan lo que ordené! —El francés cortó la comunicación y se movió con expresión fatigada en el diván puesto contra la pared—. El dolor tan triste de todo eso —murmuró por lo bajo.
—Son dos cosas diferentes, Claude —dijo Drew—. Usted no puede irritarse y estar triste al mismo tiempo; por lo menos una de las dos reacciones tiene que superar a la otra cuando se trata de salvar la vida.
—Mon amí, usted no puede dejar en suspenso las cosas —agregó de Vries—. En vista de todo lo que hemos pasado, afirmo que merecemos una explicación, aunque sea imprecisa.
—Estoy preguntándome cuánto tiempo dedicó a planear esto, cuánto supo, cuánto reveló…
—¿A quién, por Dios? —preguntó Latham.
—A los que sirven a la Fraternidad.
—Vamos, Claude —insistió Drew—. ¡Denos algo!
—Muy bien. —Moreau se recostó en la silla, y se masajeó los ojos con los dedos de la mano izquierda—. Durante tres años jugué un juego peligroso, llenando mis bolsillos con millones de francos que serán míos solo si yo fracaso y su causa triunfa.
—¿Usted se convirtió en agente doble? —lo interrumpió de Vries, sobresaltada, y apartándose de la cama—. ¿Como Freddie?
—¿Un agente doble? —Latham abandonó su silla.
—Como Freddie —continuó el jefe del Deuxième mirando a Karin. Estaban convencidos de que yo era un informante cómodo y poderoso; pero era una táctica que no podía mencionarse, que era imposible anotar en los registros del Bureau.
—En el supuesto, por remoto que fuese, de que usted se convirtiera en un «infiltrado» —dijo enfáticamente de Vries.
—Sí. Mi principal debilidad era que yo no podía encontrar un apoyo seguro. En el París oficial no había nadie, nadie, que me inspirase confianza. Los burócratas vienen y van, y los más influyentes pasan a los negocios derivados, y a los políticos se los lleva el viento. Tenía que actuar solo, sin autorización, convertido en un «solista» muy discutible, como suele decirse en estos casos.
—¡Dios mío! —exclamó Drew—. ¿Por qué se puso en esa situación?
—Eso no puedo aclarárselo. Se remonta a mucho tiempo atrás, y debe continuar siendo un episodio olvidado… excepto para mí.
—Si es algo que está olvidado, no puede ser tan importante, mon ami.
—Lo es para mí.
—D’accord.
—Merci.
—Tratemos de aclarar esto —dijo Latham, paseándose distraídamente frente a la ventana—. Usted habló de «millones», ¿no es así?
—Sí, eso mismo.
—¿Gastó una parte de esa suma?
—Bastante, moviéndome en círculos que no están al alcance del sueldo de un directeur, siempre acercándome más, pagando a quienes podían ser comprados, enterándome de un caudal cada vez más considerable de datos.
—Una auténtica operación solista. ¿A quién benefició, y qué obtuvo usted, y quién hablará?
—Por desgracia, puedo responder a todas esas preguntas.
—De todos modos, usted nos dijo algo —lo interrumpió Karin—. Y eso debe tener cierto significado.
—Estimado amigo, usted no es francés. En cambio, es parte de los movimientos secretos, de las operaciones encubiertas que ningún país desea revelar, pero que a juicio del ciudadano medio están saturadas de corrupción.
—No creo que usted sea un hombre corrupto —afirmó enfáticamente Drew.
—Yo tampoco lo creo —convino Moreau—, pero quizá ambos estamos equivocados. Tengo esposa e hijos, y antes de que deban soportar versiones calumniosas acerca de un marido y un padre que les acarrea la vergüenza… sin hablar de un pelotón de fusilamiento oficioso o de años en la cárcel… huiré con mis millones y viviré cómodamente en cualquier lugar del mundo que se me antoje. Recuerden, soy un experimentado oficial de inteligencia con apoyos en todas partes. No, amigos míos, esto ya lo he pensado. Sobreviviré, aunque fracase. Se lo debo a mi familia.
—¿Y si no fracasa? —preguntó Karin.
—Entonces, todo el dinero sobrante será entregado al Quai d’Orsay, así como una contabilidad exacta de cada franco usado en mi operación solista.
—En ese caso, usted no fallará —dijo Latham—. Nosotros no fallaremos. Entre otras cosas, no tengo millones; tengo sólo un hermano a quien le volaron la cara, y Karin tiene un marido que fue torturado hasta la muerte. No sé cuál es su problema, Moreau, y usted no quiere revelarlo; pero debo suponer que se trata de algo tan importante para usted como lo nuestro es importante para nosotros.
—Pueden suponer eso.
—Entonces, creo que debemos empezar a trabajar.
—¿Con qué, mon ami?
—Con nuestras manos, con nuestra imaginación. Es todo lo que tenemos.
—Me agrada su fraseología —dijo el jefe del Deuxième. Ciertamente, es todo lo que tenemos.
—En la muerte, su hermano vive en él —dijo Karin, acercándose a Drew y tomándole la mano.
—Volvamos a Traupman y a Kroeger, y a la segunda señora Courtland —dijo Latham, soltando la mano de Karin y sentándose frente al escritorio, para abrir con movimientos impacientes un cajón y retirar varias páginas del papel con membrete del hotel—. Es necesario establecer cierta conexión, hay que llegar a eso. ¿Pero cómo? Podemos comenzar por su secretaria, Monique… cualquiera sea su apellido.
—Es muy posible. Podemos averiguar las llamadas telefónicas que ella inició; de ese modo sabremos con quién habló.
—Y también las llamadas locales…
—Certainement. Eso puedo lograrlo en pocos minutos.
—Reúna todo, y preséntele las pruebas. Diga que ella es una mujer prescindible… acérquele un revólver a la cabeza, si es necesario. Si Sorenson está en lo cierto, este Traupman tiene que saber lo que sucede, ¡y ella es la canalla que le informa! Y después pasaremos a ese notable erudito, Heinrich Kreitz, embajador de Alemania; y no me importa si es necesario sumergirlo en un tanque, hasta que envíe señales de alarma a Bonn.
—Usted se mueve muy deprisa, amigo mío; ignora los imperativos diplomáticos. Es un recurso atractivo, pero puede ser contraproducente.
—¡Al demonio! ¡Estoy impaciente!
Sonó el teléfono. Moreau descolgó el auricular, se identificó y escuchó. Los músculos de su cara enérgica se aflojaron; el francés palideció intensamente.
—Merci —dijo, y cortó la comunicación—. Otro fracaso —agregó, cerrando los ojos—. Monique d’Agoste fue muerta a golpes. Sin duda, de ese modo le arrancaron la información acerca de mi paradero… ¿Dónde está nuestro Dios?
El vicepresidente Howard Keller era un hombre de un metro setenta, pero suscitaba la impresión de una estatura mucho mayor. Muchos habían observado el hecho, pero pocos habían aportado una explicación satisfactoria. Quizá la persona que más se acercó a la solución fue un anciano coreógrafo neoyorquino, que había observado al vicepresidente durante una velada cultural en la Casa Blanca. Había murmurado a un bailarín: «Mírelo. Se limita a caminar hacia el micrófono para presentar a alguien, pero obsérvelo. Corta el espacio que tiene enfrente, separando el aire con el cuerpo. Truman hacía lo mismo; es un don. Como si fuera un gallo en el gallinero».
No obstante su arrogancia, Keller era un político importante, experto en los asuntos de Washington, que había sido representante durante cuatro períodos y senador por doce años; como tal, ocupó la jefatura del poderoso Comité de Finanzas. Empedernido bebedor de ponche de ginebra y sometido a sus implacables efectos, aceptó la nominación a la vicepresidencia a pesar de su edad avanzada y su distanciamiento del candidato a la presidencia designado por su partido. Lo hizo porque sabía que podía obtener, en todo caso, que los estados garantizaran la elección, un asunto que para él tenía carácter de prioridad nacional. Al margen de todo esto, simpatizaba sinceramente con el presidente, en quien admiraba el coraje tanto como la inteligencia, a pesar de que ese hombre aún tenía mucho que aprender en Washington.
Pero en ese momento tales consideraciones estaban muy alejadas de las cuestiones inmediatas. Howard Keller estaba sentado detrás de su amplio y atestado escritorio, y miraba a Wesley Sorenson, el director de Operaciones Consulares.
—He sabido de diferentes torpezas en ocasiones anteriores, pero lo que usted me dice consigue que King Kong parezca un delicado animalito doméstico —dijo con voz tranquila.
—Entiendo, señor vicepresidente…
—Termine con eso, Wes, nos conocemos hace demasiado tiempo para detenernos en esas tonterías —lo interrumpió Keller—. ¿Recuerda que yo fui quien intentó imponer su nombre para director general de Seguridad? La única persona que me frustró fue usted mismo; todo el Senado estaba dispuesto a respaldarme.
—Howard, nunca quise ocupar ese cargo.
—Y entonces aceptó otro peor. Una pequeña organización bastarda que supuestamente debe coordinar la actividad entre el Departamento de Estado, la CIA y el gobierno, sin hablar de los uniformados del Pentágono. Usted es un lunático, Wes. Y sabe muy bien que eso es una tarea imposible.
—Concedido. Pensé que el trabajo consistiría sobre todo en aconsejar Y aprobar… no, no me lo diga, ésa es la tarea del Congreso.
—Gracias por ahorrarme trabajo… Ahora bien, para agravar las locuras del manicomio en que usted se metió, dos nazis le dicen que yo coopero con ellos, y que soy parte del nuevo movimiento fascista. Esa versión sería divertida hasta la histeria, excepto que es una especie de arena movediza. Hitler fue quien dijo que si uno decía una mentira suficientemente grave durante bastante tiempo, sería creída… Wes, esto me parece realmente ofensivo.
—Por Dios, Howard, ¡jamás eché a rodar esa versión!
—Quizá ni siquiera pueda impedirlo. Más tarde o más temprano sus dos cabezas rapadas tendrán que ser interrogados por otros, entre ellos individuos que odian al gobierno y que serían capaces de aceptar un anillo como oro, aunque se tratase de bronce.
—No permitiré que la cosa llegue tan lejos. Primero mataré a esos canallas.
—Ése no es el modo norteamericano, ¿verdad? —preguntó Keller, sonriendo.
—Si no lo es, soy bastante antinorteamericano. Lo hice en ocasiones anteriores.
—Eso era en la línea del frente, y usted era mucho más joven.
—Bien, si en alguna medida lo consuela, también comprometieron al presidente de la Cámara de Representantes, y él milita en el otro partido.
—Dios mío, qué práctico. Una línea directa de sucesión para llegar a la presidencia. El propio presidente, después el vicepresidente, y el presidente de la Cámara. Es evidente que los nazis conocen nuestra Constitución.
—Reconozco que uno de ellos está bastante bien educado.
¿El presidente de la Cámara…? ¿Ese tierno y bondadoso bautista veterano cuyo único pecado real es orar mientras concierta acuerdos que no le agradan, porque es el único modo de imponer la legislación? ¿Como demonios llegaron a él?
—Dijeron que tenía antepasados alemanes, y que había reclamado la condición de objetor de conciencia durante la Segunda Guerra Mundial.
—También se presentó voluntario como auxiliar médico no combatiente, y fue gravemente herido mientras salvaba vidas de soldados. En realidad, sus nazis no son muy inteligentes. Si hubieran investigado a fondo, habrían sabido que usa un sostén en la columna vertebral desde que lo retiraron de la playa de Omaha, donde estaba rezando por los muchachos que habían quedado detrás, en el momento mis o en que casi él perdía su vida. Todo eso está incluido en el documento que acompañó al otorgamiento de la Estrella de Plata. ¡De modo que ése es un esbirro de Hitler!
—Escúcheme, Howard —dijo Sorenson, inclinándose hacia adelante. Acudí a usted porque pensé que debía saber lo que podemos hacer, no porque creyera que había ni un átomo de verdad en la acusación. Seguramente usted lo comprende así.
—Supongo que sí, y en vista de lo que está sucediendo en todo el país, cabe afirmar que la frase «hombre prevenido vale por dos» cobra nuevo sentido.
—No sólo aquí. En Londres y en París están escarbando en los sótanos y espiando bajo las camas, en busca de nazis.
—Por desgracia, encontraron unos pocos… digo por desgracia porque incluso una minoría muy reducida excita el interés de los cazadores. —Keller acercó un diario y lo depositó sobre el escritorio; estaba plegado de modo que se destacase un artículo de primera página, en la sección inferior derecha—. Vea esto —dijo el vicepresidente—. Está en el diario de Boston, la edición del día.
—¡Maldito sea! —murmuró Sorenson, apoderándose del diario y leyendo, pues el breve titular había atraído instantáneamente su atención.
¿NAZIS EN EL PERSONAL DE UN HOSPITAL? Las quejas de los pacientes mencionan un lenguaje insultante.
BOSTON, 14 de julio
Sobre la base de declaraciones escritas y orales, aunque los nombres mismos han sido mantenidos en reserva por el Consejo de Fideicomisarios, el Hospital Meridian ha iniciado una investigación relacionada con su propio elenco. Las quejas se centran en numerosas observaciones de médicos y enfermeras, que de acuerdo con los informes tienen un carácter absolutamente antisemita, además de ser insultantes para los afroamericanos y los católicos. Meridian es una institución no sectaria, pero es sabido por todos que su clientela está formada principalmente por protestantes, en su mayoría episcopales. Tampoco es un secreto que en los country clubs más distinguidos se denomina al hospital «el oasis de los blancos, anglosajones y protestantes», un juego de palabras, pues el Meridian posee un anexo activo y muy confidencial de rehabilitación de alcohólicos, instalado a unos treinta kilómetros al sur de la ciudad.
Este periódico ha recibido copias de doce cartas enviadas por ex pacientes a la administración del hospital, pero por razones de equidad, y hasta que se aclare la situación, nos abstenemos de publicar esas notas, pues deseamos proteger a las personas cuyos nombres han sido mencionados.
—Por lo menos no identificaron a nadie —dijo Sorenson, depositando el diario plegado sobre el escritorio.
—¿Cuánto tiempo cree que durará todo esto? Recuerde que estos incidentes ayudan a vender diarios.
—Es nauseabundo.
—Se está difundiendo. En Milwaukee hubo un sabotaje general contra una fábrica de cerveza hace dos días, porque los nombres de la cerveza y el propietario eran alemanes.
—Lo leí. No pude terminar el desayuno.
—¿Hasta dónde leyó?
—Más o menos lo mismo que ahora. ¿Por qué?
—El nombre era alemán, pero la familia era judía.
—Repulsivo.
—Y en San Francisco un concejal llamado Schwinn renunció a causa de las amenazas proferidas contra su familia. Motivo: Dijo en un discurso que no se oponía a los gays, muchos eran amigos suyos, pero creían que estaban absorbiendo una proporción de los fondos públicos destinados a las artes que excedían de lejos lo que les correspondía de acuerdo con su número. Su lógica podría ser discutible —sin los gays las artes se verían considerablemente perjudicadas— pero tenía una idea política, y le asistía el derecho de formularla… Se lo denominó nazi, y sus hijos, que asistían a la escuela, debieron soportar molestias.
—Por Cristo, otra vez lo mismo, ¿verdad, Howard? Es suficiente comenzar a aplicar rótulos, y los perros ya empiezan a gruñir y a ladrar, y a morder los talones… sin importarles mucho a quiénes lastiman.
—Como si no lo supiera —afirmó Keller—. Tengo muchos enemigos en esta ciudad, y no todos están en el partido contrario. Digamos que nuestros dos neos reciben una citación del Senado y afirman, con toda la autoridad de su pasado germánico, que por supuesto soy uno de ellos, y que otro tanto puede decirse del Presidente de la Cámara. ¿Cree que cualquiera de nosotros lograría sobrevivir?
—Son un par de repugnantes mentirosos; ciertamente, ustedes lo lograrían.
—Ah, pero las semillas están plantadas, Wes. Nuestro pasado será escudriñado por fanáticos hostiles, y mencionarán fuera de contexto centenares de observaciones que hemos formulado, y que en conjunto confirman la acusación… Usted acaba de mencionar el nombre de Cristo. ¿Sabía que la antigua KGB preparó un prontuario completo de Cristo, basando sus conclusiones solo en el Nuevo Testamento, y llegando a la conclusión de que él era el verdadero marxista, el auténtico comunista?
—No sólo lo sé, sino que lo leí —replicó el director de Operaciones Consulares, sonriendo—. Un documento muy convincente, excepto que yo diría que demostraba que Cristo era un reformador socialista más que un comunista. Nunca aparecía una alusión a su defensa de la autoridad política única.
—¿Y al César lo que es del César, Wes?
—Ésa es un área dudosa. Tendría que volver a leer el texto. —Los dos hombres se echaron a reír. Sorenson continuó—. Pero entiendo adónde quiere ir a parar. Como en el caso de las estadísticas, cualquier cosa puede significar lo que uno desea cuando se lo aparta selectivamente de un conjunto.
—En definitiva, ¿qué hacemos? —preguntó el vicepresidente.
—Yo mataría a esos hijos de perra. ¿Acaso existe otra posibilidad?
—No, porque otros sencillamente ocuparían su lugar. No, es mejor demostrar la estupidez de esa gente. Exija una audiencia senatorial, un circo completo e integral, y conviértalos en el hazmerreír de la nación.
—Usted bromea.
—En absoluto. Podría ser el remedio de la locura que ha infectado a este país, al Reino Unido y a Francia… y Dios sabe a cuántos países más.
—¡Howard, eso es absurdo!, ¡la presentación de esa gente en la televisión bastará para avivar el fuego!
—No si la cosa se hace bien. Si ellos tienen un plan, nosotros también lo tenemos.
—¿Qué clase de plan? Lo que usted dice me desconcierta.
—Traiga a los payasos —dijo Keller.
—¿Los payasos? ¿Qué payasos?
—Exigirá un poco de trabajo, pero usted puede movilizar el pro y el contra, testigos que apoyen las acusaciones, y los que las rechazarán de manera vehemente. Será fácil encontrar estos últimos; el Presidente de la Cámara y yo tenemos antecedentes en esencia honrosos, y aparecerán hombres y mujeres razonables que hablarán en nuestra defensa de la Casa Blanca para abajo. Pero los que apoyen las acusaciones, los payasos, serán un poco más difíciles; sin embargo, son la llave de todo el asunto.
—¿La llave de qué?
—De la puerta detrás de la cual prospera ilimitada la locura. Usted tiene que encontrar un número regular de desequilibrados que al principio parezcan perfectamente cuerdos e incluso corteses, pero en el fondo son fanáticos. Deben ser sectarios inflexibles, consagrados a su causa, pero que examinados en el curso de las repreguntas, se derrumban y revelan su verdadera naturaleza.
—Eso parece tremendamente peligroso —dijo el director de Operaciones Consulares frunciendo el entrecejo—. ¿Y si no se quiebran?
—Usted no es abogado, Wes, y yo sí, y le aseguro que es el recurso más antiguo en la práctica procesal… en manos del abogado apropiado. Santo Dios, incluso las obras teatrales y las películas han recogido el tema, porque constituye un excelente melodrama.
—Empiezo a comprender. El motín del Caine, y el capitán Queeg.
—Y mas o menos todo lo que Perry Mason demostró en diferentes obras —concluyó Keller.
—Pero Howard, ésas eran ficciones. Entretenimientos. ¡Estamos hablando de la realidad y los neos existen!
—Lo mismo podía decirse de los comunistas y los rosados y los «compañeros de ruta», y casi perdimos de vista a los discretos espías soviéticos profesionales, porque estábamos persiguiendo a los patos iluminados en un centenar de galerías, mientras Moscú se reía de nosotros.
—Coincido con usted en ese punto, pero no estoy seguro de que la analogía sea válida. La Guerra Fría fue real, y yo soy uno de sus productos. ¿Cómo pueden negar los abogados lo que está sucediendo ahora? No me refiero a los falsos patos exhibidos en una galería, como usted y el Presidente de la Cámara, sino a los buitres auténticos como ese científico Metz, o el ayudante británico del secretario del Foreign Office, el tal Mosedale… Y hay otra cuestión, pero es demasiado pronto para entrar en ese tema.
—No sugiero ni por un minuto que se paralice la caza de los auténticos buitres. Solamente deseo pinchar el globo, ésa manía según la cual todos son posibles nazis, y nadie es un falso pato. Además, creo que usted coincide conmigo.
—Si. Pero no sé cómo una audiencia senatorial puede resolver el asunto. Veo únicamente una verdadera tempestad con fuerza.
—Me explicaré sobre la base de los hechos recientes, señalando ante todo que yo serví en las fuerzas armadas. Si el abogado, ese individuo llamado Sullivan que asesoró a Oliver North, en cambio hubiera sido un letrado al servicio del Comité del Senado, el señor North ahora estaría en una cárcel militar, y no contemplando la posibilidad de presentar su candidatura a un cargo público. Para decirlo sencillamente, era un mentiroso que quebrantó su juramento de soldado, una vergüenza para su uniforme y su país, que disfrazó su comportamiento ilegal con narcóticos santurrones, excusas para servir sus intereses egoístas, un hombre que traspasó su culpa a un poder superior —es decir, Dios, que nada tenía que ver con lo que él hizo.
—¿Usted sugiere que un abogado podría haberlo atrapado?
—Sugerí un nombre, y puedo pensar por lo menos en una docena de individuos. Durante esos días mis colegas y yo nos instalábamos en uno de nuestros estudios, y bebíamos unas copas mientras presenciábamos las audiencias por la televisión. La broma usual consistía en preguntarnos cuál de nuestros colegas de la profesión jurídica lograría imponerse a ese canalla mentiroso de todos formábamos una mezcla de ambas partes. En definitiva, nos inclinamos por un áspero senador del Medio Oeste, un ex fiscal que había irritado enormemente a muchos de nosotros, pero que era un abogado de primera calidad.
—¿Usted cree que él pudo haberlo hecho?
—Sin la menor duda. Vea, también había sido infante de marina, y merecido la Medalla de Honor del Congreso. Imaginábamos la posibilidad de vestirlo con el uniforme, adornado con la cinta púrpura y la medalla de oro alrededor del cuello, y después pensábamos en la posibilidad de lanzarlo a la acción.
—¿Habría conseguido lo que buscaba?
—Recuerdo sus palabras. «No vale la pena luchar por objetivos pequeños». Por mi parte, ¡estoy batallando como un demonio para atraer industrias a mi estado! Pero sí, creo que él lo habría conseguido.
—Revisaré discretamente los archivos —dijo Sorenson, poniéndose de pie—. De todos modos, todavía tengo graves dudas. Las cajas de Pandora nunca me parecieron atractivas; es una herencia de los años que pasé en la primera línea de fuego. Y ya que hablamos del caso, me preparo para abrir una en menos de una hora.
—¿Quiere hablarme del caso?
—Ahora no, Howard, pero quizá después. Tal vez necesite que usted interceda con el Presidente, aunque sea únicamente para mantener en línea a nuestro secretario de Estado.
—Entonces, ¿el problema está en el sector diplomático?
—En la jefatura de una embajada.
—Bollinger es un sujeto molesto, pero en Europa simpatizan con él. Creen que es un intelectual. No advierten que sus pausas tan reflexivas están ocupadas por reflexiones acerca del modo de sacar ventaja de algo, y no con verdaderas soluciones.
—Coincido con lo que usted dice. Siempre consideré que carecía de compromisos profundos.
—Se equivoca, Wes. Mantiene un compromiso realmente profundo: consigo mismo. Y por suerte para nosotros, tiene otro con el presidente, lo cual desde luego revierte sobre él mismo.
—¿El presidente lo sabe?
—Por supuesto, lo sabe. Es un hombre muy lúcido, incluso brillante. Se trata de un quid pro quo. Creo que es justo afirmar que nuestro hombre de la Oficina Oval necesita el auxilio de un individuo como Bollinger de tanto en tanto.
—No lo dudo, pero como usted dice, el presidente es inteligente y está aprendiendo.
—Si yo lograse que él distribuyese algunos puntapiés en distintos rincones de esta ciudad, aprendería mas rápido. Forzando las cosas a veces todo es más fácil.
—Gracias por su tiempo, Howard… señor vicepresidente, me mantendré en contacto.
—No se mantenga muy alejado, señor director. Nosotros los dinosaurios tenemos que ayudar a las jóvenes criaturas bípedas a salir de las aguas profundas.
—Me agradaría saber si somos capaces de lograrlo.
—Si nosotros no lo hacemos, ¿quiénes podrán cumplir esa función? ¿Los Alan Bollinger de este mundo? ¿Los cazadores de brujas?
—Muy pronto me comunicaré con usted, Howard.
A cinco mil kilómetros de distancia, en París, era la media tarde; el sol era cálido y luminoso, el cielo claro, un día perfecto para pasear por los bulevares, o recorrer los Jardines de las Tullerías, o gozar de las brisas del Sena, observando cómo las embarcaciones se deslizaban sobre el agua y bajo los puentes. París en verano era una bendición sin igual.
Para Janine Clunes Courtland el día era no sólo una bendición sino un símbolo de triunfo. Durante un día o dos estaba a salvo, con la posibilidad de dar la espalda a la moral de clase media de un marido aburrido que aún sufría por la pérdida de la esposa anterior, y con frecuencia repetía su nombre en sueños. Durante un momento o dos pensó que sería muy grato, muy satisfactorio, tener una cita con alguien, un amante que pudiera satisfacerla como lo hacían los muchos estudiantes jóvenes y viriles de Chicago, individuos seleccionados cuidadosamente, y la razón por la cual ella vivía a una hora de distancia de la universidad. Había un agregado de la embajada de Alemania, un individuo atractivo al principio de la treintena, que había coqueteado con ella de manera bastante evidente; podía telefonearle, y él acudiría corriendo al lugar que Janine sugiriese; de eso estaba segura. Pero no podía ser, por grato y tentador que fuese el pensamiento; debía consagrar el tiempo libre a cuestiones más inmediatas y menos egoístas. Se había disculpado en D e I, anunciando que se ausentaría por el tiempo que su marido el embajador estuviese fuera de la embajada, pues había tareas domésticas que ella podía ejecutar más fácilmente cuando Courtland no estaba. Por supuesto, nadie discutió las afirmaciones de Janine, y también por supuesto ella sugirió al principal ayudante de Daniel que había decidido recorrer las tiendas en busca de nuevas telas para decorar sus habitaciones particulares en la embajada… No, no podía aceptar una limusina; se trataba de la manifestación de sus gustos personales, y eso no podía imputarse al Departamento de Estado.
Todo lo había dicho con mucha fluidez y soltura. ¿Por qué no? Se la había adiestrado desde los nueve años de manera que pudiese afrontar el trabajo de su vida. De todos modos, Janine permitió que el ayudante llamase un taxi.
Janine había recibido la dirección del código que debía utilizar para comunicarse con un miembro de la Fraternidad antes de que ella saliera de Washington. Era un local de zapatería en los Campos Elíseos; el nombre «André». Debía ser utilizado dos veces en una conversación breve, por ejemplo, «André dice que usted es el mejor zapatero de París, y André casi nunca se equivoca». Suministró la dirección al conductor del taxi, y se recostó en el asiento, pensando en la información que enviaría a Alemania… Por supuesto, la verdad, pero fraseada de tal modo que el liderazgo no sólo admirase los logros extraordinarios de Janine, sino que además percibiese la sensatez de llevarla a Bonn. Después de todo, la embajada ante Francia era uno de los cargos diplomáticos más importantes de Europa, y en ese momento un lugar tan delicado que el Departamento de Estado había apelado a un candidato extraído de su cuerpo de experimentados profesionales, en lugar de aceptar la designación de un político inexperto. Y ella era la esposa de ese profesional. Se le había dicho que el funcionario del servicio exterior recientemente divorciado pronto sería una de las estrellas del Departamento. El resto fue fácil; Daniel Courtland se sentía solo y deprimido, y buscaba el consuelo que ella podía suministrarle.
El taxi llegó a la tienda del zapatero, que era más que una tienda; se trataba más bien de un pequeño emporio del cuero. Botas relucientes, monturas, y distintos arreos de equitación ocupaban las principales y elegantes vidrieras. Janine Clunitz descendió y despidió el taxi.
Unos veinte metros detrás del taxi que ya se alejaba, el vehículo del Deuxième Bureau se acercó a un espacio en que estaba prohibido el estacionamiento. El conductor accionó el teléfono de ultrafrecuencia, e inmediatamente se comunicó con la oficina de Moreau.
—Sí —dijo el propio Moreau, pues aún no se había elegido secretaria para reemplazar a Monique d’Agoste, asesinada poco antes; la secretaria cuya muerte se mantenía en secreto, con el pretexto de una grave enfermedad.
—Madame Courtland acaba de entrar en la tienda de calzado de los Campos Elíseos.
—Proveedor de la gente acaudalada que practica equitación —dijo el jefe del Deuxième—. Qué extraño, en los antecedentes del embajador no había nada que sugiriese cierta afición a los caballos.
—La tienda también es famosa por sus botas, señor. Muy duraderas y cómodas, según oí decir.
—¿Courtland con botas, duraderas o no?
—Quizá la señora.
—Si prefiere ese tipo de calzado, sospecho que irá a Charles Jourdan, o a Ferragamo, en Saint–Honoré.
—Monsieur, nos limitamos a informar lo que sucede. ¿Envío a mi colega con el fin de que explore el terreno?
—Buena idea. Dígale que examine la mercadería, pregunte los precios, ese tipo de cosas. Si la señora está probándose calzado, nuestro hombre puede retirarse en el acto.
—Sí, señor.
En un Peugeot sedán que había descrito un círculo en el ancho bulevar de los Campos Elíseos y estacionado en un espacio que estaba frente a la zapatería, un hombre que vestía un traje caro y muy elegante, también utilizó el teléfono de su automóvil. Pero en lugar de marcar un número de París, usó el código correspondiente a Alemania —es decir, a Bonn—. En pocos segundos consiguió la comunicación.
—Guten Tag —dijo la voz en la línea.
—Soy yo, de nuevo desde París —dijo el hombre bien vestido que estaba en el Peugeot.
—¿Fue necesario matar anoche al infante de marina que manejaba el automóvil?
—No tuve alternativa, mein Herr. Me reconoció después de haberme visto en el cuartel general de la Blitzkrieg, en el complejo de los Depósitos de Aviñón. Como usted recordará, quiso que yo me enterase de todos los detalles de la desaparición de esos hombres, y como yo era el único que sabía donde operaban, usted mismo me ordenó que me dirigiese a ese lugar.
—Sí, sí, lo recuerdo. Pero ¿por qué mató al infante de marina?
—Él llevó al coronel y a los dos restantes, el oficial militar y la rubia, hasta el depósito. Me vio entonces allí, y de nuevo anoche. Me gritó que me detuviese, ¿qué podía hacer yo?
—Muy bien, en ese caso imagino que debo felicitarlo.
—¿Lo imagina, mein Herr? ¡Si me hubiesen capturado, me habrían llenado de drogas y se habrían enterado del motivo de mi presencia en el lugar! Hubieran sabido que yo había liquidado a la secretaria de Moreau, y que de ese modo sabía dónde se encontraba él.
—En ese caso, lo felicito sinceramente —dijo la voz de Alemania. Atraparemos a Moreau; en este momento es demasiado peligroso para nosotros. Es simplemente cuestión de tiempo hasta que usted lo consiga, ¿no es así?
—Confío en que así será, pero ésa no es la razón por la cual lo llamo.
—¿De qué se trata?
—Estuve siguiendo un automóvil sin identificación, perteneciente al Deuxième Bureau. Estuvo estacionado varias horas frente a la embajada de Estados Unidos. Supongo que usted coincidirá conmigo en que es un poco extraño.
—En efecto. ¿Y qué?
—Tienen bajo vigilancia a Frau Courtland, esposa del embajador. Ella acaba de entrar en una lujosa zapatería…
—¡Dios mío! —interrumpió el hombre de Bonn—. ¡La conexión André!
—¿Cómo dice?
—Permanezca en la línea, volveré a hablar con usted en poco rato más. —Pasaron los minutos y el hombre del Peugeot tamborileó con los dedos de la mano izquierda sobre el volante, el teléfono en el oído derecho. Finalmente, la voz de Alemania volvió a la línea—. Escúcheme con cuidado, París —dijo el hombre enfáticamente—. La descubrieron.
—¿Descubrieron a quién, mein Herr?
—No importa. Escuche bien sus órdenes, y cúmplalas… ¡Mate a la mujer apenas sea humanamente posible! ¡Mátela!