Capítulo 22

Drew estaba acostado al lado de Karin, en la cama de la habitación que ella ocupaba en el Hotel Bristol; que los dos compartieran el lugar era una concesión realizada de mala gana por Witkowski. Habían hecho el amor, y ahora experimentaban el grato y descansado goce de los amantes que saben que se pertenecen mutuamente.

—¿Donde demonios estamos? —preguntó Latham, después de encender uno de los escasos cigarrillos que fumaba a lo largo del día.

El humo se elevó sobre ellos.

—Ahora el asunto está en manos de Sorenson. Tú ya no controlas el asunto.

—Eso es lo que no me agrada. Está en Washington, y nosotros en París, y ese maldito Kroeger se encuentra en otro planeta.

—Las drogas podrían arrancarle información.

—El médico de la embajada dice que no podemos hacer nada con drogas hasta que él se estabilice de las heridas de bala. El coronel está más enojado que nunca, pero no puede desautorizar al médico. Yo tampoco me siento muy entusiasmado; cada veinticuatro horas que perdemos es más difícil encontrar a esos canallas.

—¿Estas seguro de ello? Los neos estuvieron preparándose durante más de Cincuenta años. ¿En qué cambia las cosas un solo día?

—No lo sé, quizás provoque la pérdida de otro Harry Latham. Digamos que me siento impaciente.

—Entiendo. ¿Hay alguna táctica relacionada con Janine?

—Tú sabes tanto como yo. Sorenson dijo que había que conservar la calma y guardar silencio, e informar a los Antinayous que teníamos a Kroeger. Hicimos las dos cosas, y comunicamos a la oficina de Wesley que sus instrucciones habían sido cumplidas. Firmado, París.

—¿Él cree realmente que los Antis fueron infiltrados?

—Me dijo que estaba cubriendo todos nuestros flancos; eso a nadie puede perjudicar. Tenemos a Kroeger, y nadie puede acercársele. Si alguien lo intenta, eso significará que hemos expuesto uno de los flancos.

—¿Janine podría ser una ayuda en todo eso?

—El problema corresponde a Wesley. Yo ni siquiera sabría cómo comenzar a resolverlo.

—Me preguntó si Courtland habló de Kroeger a Janine.

—Sin duda tuvo que decir algo después que lo despertamos a las tres de la madrugada.

—Pudo haber dicho cualquier cosa, no necesariamente la verdad. Todos los embajadores saben lo que pueden y lo que no pueden decir a su familia inmediata. Casi siempre para su propia protección.

—Karin, esa argumentación tiene una falla. Courtland incorporó a su propia esposa a D e I, un nido de avispas de información secreta.

—Su matrimonio es relativamente reciente, y si lo que yo creo es cierto, Janine quiso que la enviasen allí. —Para una esposa nueva no sería muy difícil persuadir a su marido. Dios sabe que ella posee las cualidades necesarias, y sin duda ella habló del asunto desde el punto de vista de la contribución patriótica.

—Cierto, o por lo menos habrá que aceptar tu palabra en ese sentido; la base de tu razonamiento es la historia de Eva y la manzana…

—Machista —lo interrumpió de Vries, riendo y pellizcándole suavemente el muslo.

—Amiga, la manzana no fue nuestra idea.

—De nuevo adoptas una actitud peyorativa.

—Quisiera saber como Wes resolverá el problema —dijo Latham, aferrando la mano de Karin, y sosteniéndola mientras apagaba su cigarrillo.

—¿Por qué no lo llamas?

—Su secretaria dijo que no retornaría esta mañana, lo cual significa que viajó a algún sitio. Mencionó que tenía otro problema, bastante grave, de modo que quizás está intentando resolverlo.

—Yo creía que Janine Courtland tendría precedencia.

—Quizás. Lo sabremos mañana… en realidad, hoy. Ya ésta amaneciendo.

—Levantémonos, querido. No se nos permite ir a la embajada, de modo, que podemos considerar que éste es nuestro día de descanso… tuyo y mío.

—Me agrada la idea —dijo Drew, volviéndose hacia ella, mientras los cuerpos se tocaban. Y entonces llamó el teléfono—. Vaya por el día de descanso —agregó Latham, extendiendo la mano hacia el teléfono que se entrometía de ese modo abusivo—. ¿Sí?

—Aquí es poco más de la una de la madrugada —dijo la voz de Wesley Sorenson—. Disculpe si lo desperté, pero Witkowski me dio su número en el hotel, y quería mantenerlo al tanto de las cosas.

—¿Qué sucedió?

—Los expertos de la computadora dieron en el blanco. Todo encaja. Janine Clunitz es una Sonnenkind.

—¿Janine qué?

—Clunitz es su verdadero nombre… Clunes es la forma inglesa. Fue criada por los Schneider en Centralia, Illinois.

—Sí, eso ya lo sabíamos. Pero ¿cómo puede estar seguro?

—Volé allí esta tarde. El viejo Schneider lo confirmó.

—¿Y qué demonios hacemos ahora?

—Nosotros nada; yo —replicó el director de Operaciones Consulares. El Departamento de Estado está convocando a Courtland por un periodo de treinta y seis horas, para celebrar una reunión urgente con otros embajadores europeos; se les revelará el tema al llegar.

—¿El Departamento de Estado aceptó esto?

—No lo saben. Es una directiva Cuatro Cero, emitida a través de esta oficina para evitar la intercepción.

—Confío en que eso tendrá lógica.

—¿A quién le importa la lógica? Lo recogeremos en el aeropuerto, y estará en mi despacho antes de que el secretario Bollinger meta las narices.

—Caramba, yo diría que estoy escuchando la voz de un viejo inquisidor.

—Podría ser.

—¿Como piensa tratar a Courtland? Confío en que él sea tan inteligente como su prontuario dice. Grabé la voz de Schneider —con su autorización— y conseguí que confirmara de viva voz una declaración muy completa. Presentaré todo eso a Courtland, y abrigo la esperanza de que él vea la luz.

—Es posible que no llegue a eso, Wes.

—Estoy preparado para afrontar eso. Schneider acepta viajar a Washington. A decir verdad, no le agrada el lugar de donde proviene… y a propósito, son sus propias palabras.

—Felicitaciones.

—Gracias, Drew, no estuve mal, aunque sea yo quien lo diga… Hay otra cosa.

—¿Qué?

—Hable con Moreau. Hablé con él hace pocos minutos, y espera que usted lo llame esta mañana… hora de París.

—Wes, no me agrada actuar a espaldas de Witkowski.

—No lo hará, él lo sabe todo. Ya me comuniqué con Witkowski. Sería estúpido excluirlo; necesitamos su experiencia y sus conocimientos.

—¿Y Moreau?

—Él y yo nos acercamos partiendo de lugares diferentes, pero terminamos con la misma información. Encontramos nuestro canal de comunicación con la Fraternidad. Es un hombre, un médico de Nuremberg, donde se celebraron los juicios.

—Qué irónico. Uno comienza a recorrer un círculo, y vuelve al punto de partida.

—Hablaremos después, una vez que usted se haya comunicado con Moreau.

Latham cortó la comunicación y se volvió hacia Karin.

—Nuestras vacaciones han sido abreviadas un tanto, pero aún disponemos de una hora, o cosa así.

Ella extendió los brazos, y la mano derecha vendada estaba a menor altura que la izquierda.

La noche era oscura y estaba silenciosa, y una por una, con diez minutos de diferencia, las lanchas rápidas se acercaron al largo muelle a orillas del río Rin. Una luz roja estaba encendida en el pilón más alto, el lugar de llegada; la luna en ese momento no servía de mucho, a causa del cielo nublado. Sin embargo, los tripulantes de esas embarcaciones rápidas estaban familiarizados con los canales y las propiedades que ellos mismos frecuentaban. Los motores fueron apagados a treinta o cuarenta metros del muelle, y la marea fluvial empujó suavemente a las embarcaciones hacia los amarraderos, donde una pareja de hombres recogió las cuerdas que les arrojaron y sin hablar llevaron a las lanchas a los lugares prefijados. Y uno por uno los hombres que concurrían a la conferencia ascendieron al muelle y comenzaron a caminar por un sendero de lajas, que conducía a la mansión levantada a poca distancia del río.

Los recién llegados se saludaron unos a otros en un enorme pórtico iluminado por las velas, donde habían servido café, bebidas y canapés. La conversación fue neutra —los tantos alcanzados en el golf y las competencias de tenis, nada importante—; pero eso cambiaría bruscamente. Una hora y veinte minutos después el grupo estaba completo; despidieron a los criados, y comenzó la reunión formal. Los nueve jefes de Die Brüderschaft der Wacht (la Hermandad de los Vigías) se sentó formando un semicírculo frente a un estrado. El doctor Hans Traupman abandonó su sillón y se acercó al estrado.

—¡Sieg Heil! —gritó, adelantando el brazo derecho en el saludo nazi.

—¡Sieg Heil! —rugieron al unísono los líderes, poniéndose de pie como un solo hombre y adelantando el brazo.

—Por favor, tomen asiento —dijo el médico de Nuremberg. Todos obedecieron, el cuerpo erguido, la concentración absoluta. Traupman continuó diciendo—: Debemos comunicarles gloriosas novedades. En todo el globo, los enemigos del Cuarto Reich se retiran desordenadamente, tiemblan dominados por el miedo y la confusión. Ha llegado el momento de iniciar otra etapa, un ataque que agrave el desconcierto y el pánico, mientras nuestros discípulos —sí, nuestros discípulos— están preparados para avanzar con cautela pero firmemente y ocupar posiciones influyentes en todas partes… Nuestra acción exigirá sacrificios de muchos combatientes, el riesgo de la cárcel, incluso de la muerte, pero nuestra decisión es firme, nuestra causa poderosa, y el futuro es nuestro. Traspasaré la dirección de esta reunión al hombre a quien hemos elegido para que sea Führer de la Fraternidad, el Zeus que guiará nuestro movimiento hacia su plena realización, pues se trata de un hombre sin compromisos y con una voluntad de acero. Es un honor pedir a Günter Jäger que les dirija la palabra.

De nuevo, como un solo hombre, el pequeño grupo se puso de pie y otra vez cada uno extendió el brazo hacia adelante.

—¡Sieg Heil! —gritaron—. ¡Sieg Heil, Günter Jäger!

Un hombre delgado y rubio de casi un metro ochenta de estatura y ataviado con un traje negro, y cuello de sacerdote muy blanco, se apartó de una silla que estaba en el centro y se aproximó al estrado. Tenía el cuerpo erguido, y caminaba con paso enérgico. Se hubiera dicho que su cabeza era la de una escultura de Marte. Pero sus ojos eran lo que reclamaba atención. Eran verdes grisáceos y de mirada penetrante, fríos pero al mismo tiempo extrañamente vivaces con chispazos cálidos cuando se clavaban en los individuos, lo que hacían cuando su dueño paseaba la mirada de una silla a otra, y cada destinatario gozaba de los beneficios de su observación.

—Yo soy el hombre que se siente honrado —comenzó con voz tranquila, al mismo tiempo que se permitía una suave sonrisa—. Como todos saben, soy un sacerdote separado de mi propia iglesia, pues esta considera que mis posiciones son poco políticas; de todos modos, he hallado un rebaño mucho mayor que cualquier otro de la Cristiandad. Ustedes representan ese rebaño, representan a los millones que creen en nuestra causa. —Jäger calló, y deslizó el índice de la mano derecha entre la camisa y el cuello, agregando con un chispazo de humor—: A menudo deseo que las autoridades de mi lamentable iglesia hubieran declarado públicamente mi expulsión, pues el signo blanco de mi condición sacerdotal es sofocante.

Por supuesto, no pueden hacer; sería una mala política. Disimulan pecados más terribles que los que aparecen enumerados en las Escrituras; ellos lo saben y yo lo sé, de modo que hemos llegado a una suerte de conciliación.

Algunas risas de complicidad partieron de los presentes. Günter Jäger continuó diciendo:

—Como lo ha dicho Herr Doktor Traupman, estamos próximos al comienzo de la fase siguiente de la desorientación de nuestros enemigos. Será muy destructiva, un ejército invisible atacando la fuente más vital de la vida sobre la tierra… el agua, caballeros.

—La reacción fue ahora de desconcierto; los miembros de la congregación hablaban entre ellos.

—¿Cómo se lo logrará, hermano que ahorcó los hábitos? —preguntó el viejo sacerdote católico, monseñor Heinrich Paltz.

—Si su iglesia supiera quién y qué es usted, padre, ahora estaríamos acorralados.

De nuevo risas.

—¡Puedo fundamentar nuestras teorías remontándome incluso hasta el libro del Génesis! —dijo el monseñor—. Caín era sin duda negro, llevaba la marca de Caín en la piel, ¡y era negro! Y en el Levítico y el Deuteronomio, saluda a las tribus inferiores que rechazaron las palabras de los profetas.

—Padre, no iniciemos un debate erudito, pues ambos podríamos perder. En general, los profetas eran judíos.

—¡Lo mismo que las tribus!

Similias similibus, amigo mío. Eso fue hace dos mil años, y ahora estamos aquí, dos mil años más tarde. Pero usted preguntó cómo podría realizarse esta operación. ¿Debo explicarlo?

—Por favor, hágalo, Herr Jäger —dijo Albert Richter, un diletante convertido en político, pero provisto de propiedades y de otro modo de vida en Mónaco.

—Caballeros, las principales reservas de agua de Londres, París y Washington. Mientras estamos reunidos aquí, otros conciben planes para introducir toneladas de productos químicos tóxicos en esos depósitos centrales, arrojándolos desde aviones durante la noche. Una vez que se hayan disuelto dichos productos, morirán millares y millares de personas. Los cadáveres se apilarán en las calles, los gobiernos de cada nación serán acusados, pues a ellos les corresponde la responsabilidad de proteger los recursos naturales. En Londres, París y Washington será nada menos que una plaga catastrófica, y la ciudadanía quedará aterrorizada y ofendida. A medida que caigan las figuras políticas, nuestra gente ocupará sus lugares, afirmando que tiene las respuestas, las soluciones. Algunas semanas, quizás meses más tarde, una vez que las crisis hayan sido atenuadas mediante antitoxinas específicas incorporadas al agua con el mismo método, habremos penetrado considerablemente en los gobiernos y en sus fuerzas armadas. Cuando se restablezca una calma relativa, se atribuirá el mérito a nuestros discípulos, pues sólo ellos conocerán y encargarán los elementos químicos o contravenenos.

—¿Cuándo sucederá eso? —preguntó Maximilian von Löwenstein, hijo del general y traidor de Wolfschanze, ejecutado por la SS, pero cuya madre leal era amante de Joseph Goebbels, una devota cortesana del Reich que detestaba a su esposo—. Mi madre hablaba siempre de las promesas extravagantes que provenían de la Cancillería, las mismas que nadie fundamentaba jamás. Decía que eran episodios muy lamentables, y que debilitaban al Führer.

—Y nuestros libros de historia exaltarán los aportes que su madre realizó al Tercer Reich; entre otras cosas, cómo denunció a su traicionero esposo. Sin embargo, en la situación actual estamos estudiando distintas tácticas, incluso el costo de eludir el radar, los aviones que se desplazan a escasa altura. Todo está en el sitio que corresponde en un radio de doscientos kilómetros de los blancos; nuestros especialistas se encuentran en los lugares apropiados. De acuerdo con las más recientes proyecciones, «Rayo en el Agua» se realizará de tres a cinco semanas a contar desde esta fecha, y cada catástrofe nacional sobrevendrá en el mismo momento, en las horas nocturnas de mayor oscuridad a ambos lados del Atlántico. Ahora se ha determinado que será a las cuatro y media de la madrugada en París, a las tres y media en Londres, y a las diez y media de la noche de la velada precedente en Washington. Son las horas más propicias a causa de la oscuridad. Es todo lo concreto que puedo ser en las circunstancias actuales.

—¡Es más que suficiente, mein Führer, nuestro Zeus! —exclamó Ansel Schmidt, el potentado multimillonario de la electrónica, que había robado a otras firmas la mayor parte de su elevada tecnología.

—Veo un problema —dijo un hombre corpulento cuyas piernas enormes empequeñecían el perfil de la silla, la cara redonda como un globo, desprovista de arrugas a pesar de la edad—. Como ustedes saben, por mi formación soy un ingeniero químico, y a eso me dedicaba antes de empezar a ramificar mis actividades. Nuestros enemigos no son tontos; constantemente se analizan las muestras de agua. Se descubrirá el sabotaje, y habrá muchos tratamientos del agua. ¿Cómo resolvemos eso?

—La inventiva alemana aporta la respuesta más sencilla —contestó Günter Jäger con una sonrisa—. Así como hace varias generaciones nuestros laboratorios crearon el Zyklon B, que eliminó a millones de judíos y a otros indeseables, nuestro pueblo ha creado otra fórmula letal que utiliza compuestos solubles de elementos al parecer incompatibles, pero que llegan a ser compatibles gracias al bombardeo isogónico previo a la mezcla. —Aquí, Jäger se detuvo y encogió de hombros, mientras continuaba sonriendo—. Soy un religioso, de nuestra religión, y no pretendo dominar el tema; pero tenemos los mejores químicos, muchos de los cuales fueron reclutados en sus propios laboratorios, Herr Wallerz.

—¿El bombardeo isogónico? —dijo el individuo obeso, y sus labios gruesos esbozaron lentamente una sonrisa que se extendió a toda la cara.

—Una sencilla variación de la fusión isométrica, destinada a unir los elementos hostiles, imponiendo la compatibilidad, como se hace para aplicar cierto revestimiento a la aspirina. Quizás se necesiten días y semanas para analizar los compuestos, y más todavía para aislarlos con el fin de encontrar contravenenos específicos…

—Absolutamente ingenioso, Herr Jäger mein Führer. Yo lo saludo, y saludo su talento para agrupar a otros talentos brillantes.

—Usted es muy amable, pero yo no sabría encontrar la salida si me abandonan en un laboratorio.

—¡Los laboratorios son para los cocineros, las visiones deben ocupar el primer lugar! La suya se refirió a la necesidad «de atacar la fuente mas vital de la vida sobre la tierra. El agua…».

—Los ricos e incluso los individuos menos pudientes comprarán sus Evian y su Pellegrino en los mercados —observó un hombre de baja estatura y corpulencia mediana, los cabellos oscuros muy cortos—. Se ordenará a las clases inferiores que hiervan el agua durante los doce minutos prescritos, para purificarla.

Herr Richter los doce minutos aceptados serán insuficientes —lo interrumpió el nuevo Führer—. Reemplace ese número por el de treinta y siete, y después dígame cuántos podrán o querrán cumplir la norma. Reconozco que los peldaños inferiores de la escala social se verán afectados más gravemente, pero por otra parte eso nos perjudica nuestros propósitos higiénicos, ¿verdad? Eliminaremos guetos enteros lo cual más tarde nos ahorrará tiempo.

—Veo una ventaja todavía mayor —dijo von Löwenstein, hijo de una cortesana del Reich—. Según cual sea el éxito del «Rayo en el Agua», esos mismos compuestos pueden ser arrojados sobre las reservas de agua seleccionados de Europa, el Mediterráneo y África.

—¡Primero Israel! —gritó el senil monseñor Paltz—. ¡Los judíos mataron a nuestro Cristo! —Varios miembros de la congregación se miraron, y después volvieron los ojos hacia Günter Jäger.

—Sin duda, hermano sacerdote —dijo el Zeus de la Fraternidad, pero nunca debemos elevar nuestras voces para evocar esas soluciones, por justificada que sea nuestra cólera, ¿no es verdad?

—Simplemente quise aclarar el carácter lógico de mi reclamación.

—Así es, padre, así es.

Esa misma noche en una pista aérea olvidada hacia mucho tiempo, a unos quince kilómetros al oeste del legendario Lakenheath, en Inglaterra un pequeño grupo de hombres y mujeres estudiaba varios planos y un mapa, a la luz de una sola lámpara. Tras ellos, a lo lejos, se encontraba un jet 727 parcialmente camuflado, fabricado a mediados de la década de los 70, estaba sobre el límite del bosque, y la funda de lienzo había sido recogida para permitir la entrada en la cabina delantera. El idioma que el grupo hablaba era el inglés; varios lo hacían con acento británico, el resto con acento alemán.

—Les digo que es imposible —afirmó un alemán—. La capacidad de carga es más que suficiente, pero la altura es inaceptable. Destruiríamos las ventanas a varios kilómetros de distancia del blanco, y seríamos descubiertos por el radar apenas ascendiéramos. Es un plan absurdo; cualquier piloto podría haberles dicho eso. Locura unida a la vocación suicida.

—En teoría, podría funcionar —dijo una inglesa—, un solo paso a baja altura como en la aproximación final al momento de aterrizar, y después la aceleración rápida para desprenderse, permaneciendo por debajo de los trescientos metros, para evitar de ese modo la detección hasta que la máquina este sobre el Canal. Pero comprendo la objeción. El riesgo es enorme, y la mas mínima disfunción, sería realmente suicida.

Y aquí los depósitos están relativamente aislados —agregó otro alemán—. Pero la región de París es traicionera.

—Entonces, ¿regresamos a los vehículos terrestres? —preguntó un anciano británico.

—Eso esta excluido —contestó el piloto—. Se necesitaría un número excesivo de vehículos grandes si uno quiere trazar un plan viable; y además se elimina el efecto de la difusión de modo que los venenos necesitarán semanas para incorporarse al flujo principal.

—Entonces, ¿dónde estamos? —intervino un joven neonazi que había estado en la periferia del grupo; ahora se adelantó, y con un gesto arrogante apartó los planos del avión—. Por lo menos para todo el que haya mantenido los ojos abiertos mientras nos entrenamos en el Hausruck.

—Ésa es una observación gratuitamente dura objetó la inglesa. —Mi capacidad de visión es espléndida, se lo aseguro.

—Entonces, ¿qué vio usted, que vieron todos ustedes, cuando ascendían y descendían a menudo en el cielo sobre el valle?

—El planeador —replicó el segundo alemán—. Un planeador mas bien pequeño.

—¿En que pensó, «mein junger» Mann? —preguntó el piloto—. ¿Un escuadrón de esos aviones digamos cincuenta o cien, chocando a cierta altura sobre las reservas de agua?

—No, Herr Flugzeugführer. ¡Se trata de reemplazarlos con aviones que ya existen! Dos planeadores de transporte, dos artefactos militares de proporciones gigantescas, cada uno capaz de transportar doble o triple tonelaje que esa reliquia excesivamente pesada que esta allí al fondo del campo.

—¿De que ésta hablando? ¿Donde se encuentran esos aviones?

—En el aeródromo de Constanza, bien protegidos, hay unas veinte máquinas de ese estilo. Y han permanecido allí desde la guerra.

—¿Desde la guerra? —exclamó el asombrado piloto alemán—. ¡Realmente no lo comprendo, junger Mann!

—Entonces, señor, sus estudios del derrumbe del Tercer Reich no fueron muy buenos. Durante los últimos años de esa guerra los alemanes —que éramos los expertos en planeadores— creamos el enorme Gigant, el Messerschmitt ME 323, desarrollado a partir del ME 321, ambos los planeadores de transporte mas grandes que hubieran surcado el aire. Inicialmente se los creó para contribuir a abastecer las líneas del frente ruso, con la esperanza de que después fuera posible usarlos en la invasión a Inglaterra, pues la construcción con madera y lienzo permite esquivar el radar.

—¿Todavía están allí? —preguntó el anciano británico.

—Tanto como los destructores de la Marina Real y la norteamericana… con naftalina, creo que ésa es la frase. He conseguido que algunos aviadores los revisen. Con algunas pequeñas modificaciones, pueden funcionar.

—¿Cómo se propone elevarlos? —dijo el segundo alemán.

—Dos transportes jets pueden elevarlos fácilmente en aeródromos cortos, con la ayuda de algunos cohetes de propulsión bajo las alas. La Luftwaffe demostró que podía hacerse. Y lo hizo.

Hubo un breve silencio, quebrado por el británico de más edad.

—La idea del joven tiene sus ventajas —dijo—. Durante la invasión de Normandía veintenas de estos planeadores, muchos de los cuales transportaban jeeps, tanques pequeños y personal, descendieron detrás de las líneas alemanas, y provocaron verdaderos desastres. Una buena demostración, amigo, una demostración realmente buena.

—Coincido —dijo en actitud pensativa el piloto alemán, que miraba de reojo—. Retiro mi sarcasmo, joven amigo.

—Más aún, si se me permite, señor —continuó muy complacido el neo más joven—, los jets encargados de elevar los planeadores desde una altura aproximada de tres mil metros sobre los depósitos, y después elevarse rápidamente a gran altura, y atravesar el Canal antes de que los operadores de radar pudiesen descubrir algo.

—¿Y qué dicen de los propios planeadores? —preguntó un neo británico de actitud escéptica—. A menos que la misión esté marcada específicamente como una operación sin retorno, tendrán que aterrizar en algún sitio… o destrozarse.

—Responderé a eso —replicó el piloto—. Los campos abiertos o los prados que están cerca de los depósitos de agua deben quedar marcados como campos de aterrizaje, y una vez en el suelo, los planeadores serán volados, mientras nuestros pilotos huyen en vehículos que estarán esperándolos.

Jawohl. —El segundo alemán alzó la mano iluminada por la luz del foco—. Esta estrategia muy bien podría cambiar muchas cosas —dijo con serena autoridad—. Hablaremos con los ingenieros aeronáuticos para considerar las modificaciones que habrá que incorporar a los planeadores. Por mi parte, regresaré a Londres y hablaré con Bonn. ¿Cuál es su nombre, joven?

—Von Löwenstein, señor. Maximilian von Löwenstein III.

—Usted, su padre y su abuela han borrado la traición que afectaba el escudo de la familia, y que era culpa de su abuelo. Muchacho, puede caminar orgulloso sobre la tierra.

—Señor, me he preparado toda la vida para afrontar este momento.

—Que así sea. Su preparación ha sido brillante.

—¡Mon Dieu! —exclamó Claude Moreau, mientras abrazaba a Latham. Estaban de pie junto a una pared de piedra, mirando el Sena, y Karin de Vries con su peluca rubia estaba varios pies a la izquierda—. Usted está vivo, y eso es lo que más importa. Pero ¿qué le hizo ese loco de Witkowski?

—En realidad, creo que la idea fue mía, Monsieur —dijo Karin, acercándose a los dos hombres.

—¿Usted es de Vries, Madame? —preguntó Moreau, mientras se quitaba una gorra con visera.

—Así es, señor.

—Las fotografías que he visto de usted dicen lo contrario. Pero por otra parte, si este monstruo de cabellos amarillos es Drew Latham, imagino que todo es posible.

Monsieur Moreau, los cabellos no son míos. Es una peluca.

Certanement. Pero, señora, debo señalar que no armoniza bien con una cara tan bella. Es… ¿cómo podría decirlo? Un tanto más llamativa.

—Ahora comprendo por qué se afirma que el jefe del Deuxième es uno de mis hombres más encantadores de París.

—Una observación muy amable, pero por favor no se lo diga a mi esposa.

—Si nadie tiene inconveniente —interrumpió Drew—, quiero recordar que yo soy la persona que al estar viva es el motivo de tanta alegría.

—Así es, amigo mío, pero me duele la pérdida de su hermano.

—A mi también, de modo que volvamos al motivo de nuestra presencia aquí. Quiero atrapar a los hijos de perra que lo mataron… entre otras cosas.

—Todos lo deseamos, entre otras cosas. Hay un café a poca distancia de aquí, en esta misma calle; generalmente está atestado y no llamaremos la atención. Conozco al dueño. ¿Por qué no nos acercamos y ocupamos una mesa alejada de la puerta? A decir verdad, ya la reservé.

—Una excelente idea, Monsieur Moreau —dijo Karin, aferrando el brazo de Latham.

—Por favor, Madame —continuó el jefe del Deuxième Bureau, y se puso la gorra mientras los tres comenzaban a caminar—. Me llamó Claude, y sospecho que estaremos juntos hasta el final, si alcanzamos a ver algo parecido. Por consiguiente, el término «Monsieur» apenas es necesario; pero por supuesto no necesita decir eso a mi adorable esposa.

—Me encantaría conocerla.

—No con esa peluca rubia, querida.

El propietario del café saludó discretamente a Moreau desde atrás de una hilera de canteros floridos, y acompañó a los tres hasta la mesa más alejada de la puerta. Lindaba con el cantero florido, y estaba más en la sombra que bajo la luz; había una sola lámpara en el centro del mantel a cuadros.

—Pensé que el coronel Witkowski nos acompañaría —dijo de Vries.

—Lo mismo yo —confirmó Latham—. ¿Cómo es posible que no haya venido? Sorenson dejó bien aclarado que necesitábamos sus conocimientos y su experiencia.

—La decisión fue suya —explicó Moreau—. Es un hombre corpulento e imponente, y en París muchos lo conocen de vista.

—En ese caso, ¿por qué no nos reunimos en otro sitio? —preguntó Drew—. Por ejemplo, ¿la habitación de un hotel?

—De nuevo, por decisión del coronel. Vean, por extensión su presencia está aquí. Estacionado junto al cordón, frente al café, hay un automóvil de la embajada norteamericana, un vehículo sin identificación. El conductor permanecerá detrás del volante, y los dos infantes de marina que lo acompañan y que están vestidos de civil, se pasean entre los transeúntes, a poca distancia del muro del jardín.

—Entonces, se trata de una prueba —dijo de Vries, formulando una afirmación, no una pregunta.

—Exactamente. Por eso nuestro común amigo aquí aparece como un soldado, lo cual implica un papel muy contradictorio. Witkowski desea asegurarse de que no hay otras filtraciones; pero si las hay su intención es tomar un prisionero y averiguar el origen de todo.

—Eso parece propio de Stanley —coincidió de nuevo Latham—. El único riesgo que corre es el que amenaza a mi vida.

—Usted está perfectamente a salvo —dijo el jefe del Deuxième—. Respeto muchísimo a sus agresivos infantes de marina… Karin —agregó mirando la mano vendada—, su mano… el coronel me dijo que estaba herida. ¡Lo siento muchísimo!

—Está curándose bien, gracias, y más tarde una pequeña prótesis completará la reparación. Mañana veré al médico, y después supongo que usaré un elegante par de guantes.

—Por supuesto, un vehículo del Deuxième estará a su disposición.

Stosh ya realizo los arreglos —dijo Drew—. Insistí en eso, porque deseo que todo quede asentado en los registros de la embajada. No permitiré que ella pague un solo centavo por sus cuentas médicas.

—Querido, en realidad no importa…

—¡A mí me importa!

—Ah, mon chou. De modo que así están las cosas. Me alegro muchísimo por ambos.

—Se nos escapó, Monsieur. Je regrette.

—Por favor, no se preocupe. A pesar de mi profesión, soy un romantique au coeur. El coronel Witkowski también mencionó del modo más confidencial una posible relación entre ustedes. Es mucho mejor no estar solo en estas circunstancias; la soledad es terriblemente perjudicial cuando uno se encuentra en situaciones de estrés.

—Bien dicho, Monsieur… mon ami, Claude.

Merci.

—Una pregunta —interrumpió Latham—. Entiendo que Stanley no haya venido, pero ¿y usted? ¿No lo conocen bastante bien en París?

—Apenas —replicó Moreau—. Mi fotografía nunca apareció en los diarios o la televisión… ésa es la política del Deuxième Bureau. Incluso la puerta de mi oficina no anuncia en el cristal la presencia del Directeur. Con eso no quiero decir que nuestros enemigos no tengan instantáneas de mi persona; sin duda las tienen, pero mi presencia no es llamativa. No soy un hombre alto, y no visto de manera extravagante. A decir verdad soy bastante vulgar. Como dicen ustedes los norteamericanos, apenas me destaco en una multitud, y poseo una nutrida colección de sombreros; vea, por ejemplo esta estúpida gorra que uso ahora. Es todo lo que necesito.

—Excepto en el caso de nuestros enemigos —dijo Drew.

—Es un riesgo que todos afrontamos. Tal vez usted lo sabe, o quizá no. El embajador Courtland viajará en el Concorde en dirección a Washington mañana por la mañana…

—Sorenson dijo que estaría allí unas treinta y seis horas —lo interrumpió Drew—, y la explicación es cierto falso asunto del Departamento de Estado, acerca del cual dicho departamento no sabe una palabra.

—Precisamente. Entretanto, la señora Courtland está sometida a nuestra vigilancia; y créame, es absoluta. Todos sus movimientos fuera de la embajada serán vigilados, e incluso en el interior de la embajada todos los números telefónicos a los cuales ella se dirija serán trasmitidos al instante a mi oficina, por cortesía del coronel…

—¿No pueden escuchar las conversaciones? —lo interrumpió Latham.

—El riesgo es excesivo; no hay tiempo para reprogramar los teléfonos. Ella sin duda conoce estos métodos, y realizará sus propias pruebas. Si confirma la intercepción, sabrá que ha sido sometida a vigilancia.

—Del mismo modo que tú confirmaste que mi propio teléfono estaba intervenido, Drew.

—Los encuentros en lugares concretos —dijo Latham con un gesto de asentimiento—. Muy bien, supongamos que la sometemos a una observación cuidadosa. Y que no suceda nada.

—Entonces, no sucede nada —dijo Moreau—. Pero eso me parecería completamente extraño. Recuerde que bajo el exterior encantador de esa mujer hay una fanática, una creyente decidida a promover su propia causa. Aquí está, a una hora de las fronteras del sagrado Reich de sus pasiones, y ha alcanzado un nivel tan alto en el curso de los trabajos de su vida, que su ego exigirá cierta satisfacción. La palabra «aclamación» sería más apropiada, pues los Sonnenkind deben tener un ego extraordinario. La tentación será también extraordinaria. A mi juicio, en vista de la ausencia del embajador, ella hará algo, y nosotros nos enteraremos de algunas cosas.

—Abrigo la esperanza de que usted esté en lo cierto. —Latham frunció el entrecejo cuando un camarero se acercó a la mesa trayendo copas y dos botellas de vino sobre una bandeja.

—El propietario de este café siempre me presenta sus nuevos vinos, para solicitar mi aprobación —dijo el jefe del Deuxième Bureau mientras el camarero descorchaba las botellas—. Pero si usted prefiere otra cosa, le ruego me lo diga.

—No, está bien. —Drew miró a Karin y ambos asintieron.

—Quiero preguntar —comenzó de Vries después que el camarero se retiró— lo que podríamos hacer en el caso de que Drew tenga razón y no suceda nada. ¿Tal vez podríamos obligar a Janine a tomar la iniciativa?

—¿De qué modo? —preguntó el francés—. A votre santé —agregó en voz baja, elevando su copa—. A nuestra salud… ¿De qué modo, mi estimada Karin?

—No lo sé muy bien. Quizá a través de los Antinayous. Los conozco y me conocen. Lo que es más importante, apreciaban mucho a mi marido.

—Adelante —dijo Latham, los ojos clavados en ella—. Pero recuerda que Sorenson no les concedió un respaldo total.

—Eso es una tontería.

—Es posible, pero el viejo Wesley tiene instintos que aparecen en pocas personas… excepto quizá Claude, y probablemente Witkowski.

—Usted es demasiado generoso en lo que a mí se refiere. Pero puedo responder por mi amigo Sorenson. La palabra brillante a lo sumo describe la mitad de sus cualidades.

—Él dice lo mismo de usted. También me dijo que usted le salvó la vida en Estambul.

—Debió agregar: mientras salvaba mi propia vida. Pero volviendo a los Antinayous, Karin. ¿Cómo los usaríamos para inducir a la esposa del embajador a ejecutar un movimiento indiscreto?

—No estoy segura, pero ellos conocen profundamente a los neos. Han desempolvado nombres, códigos, métodos de contacto; sus archivos contienen un millar de secretos que no comunican a otros. Sin embargo, ésta podría ser una excepción.

—¿Por qué? —preguntó Drew.

—Coincido con él —agregó Moreau—. A juzgar por todo lo que hemos sabido acerca de los Antinayous, en efecto no comparten nada. Son una organización de inteligencia en un todo independiente, completamente autónoma, responsable sólo ante ellos mismos. ¿Por qué ahora cambiarían las normas y abrirían sus archivos a terceros?

—No los archivos, sólo información selecta adecuada, quizá únicamente un método de contacto en que se utilizara un código de emergencia aceptado por los Sonnenkinder, si existe algo así.

—Amiga, no nos escuchas —dijo Latham, inclinándose hacia adelante y cubriendo suavemente la mano de Karin—. ¿Por qué harían tal cosa?

—Porque tenemos algo que ellos no conocen. Tenemos un Sonnenkind auténtico y muy visible aquí mismo, en París, y yo misma podría negociar.

—Uff —murmuró Drew, recostándose en el respaldo de su asiento. Eso sería una carnada poderosa.

—No es irrazonable —dijo el jefe del Deuxième Bureau, mirando a de Vries—. Pero ¿no reclamarán una prueba?

—Sí, lo harán, y creo que usted puede suministrarla.

—¿De qué modo?

—Perdoname, querido —dijo Karin, mirando a Latham—, pero los Antinayous se sienten un poco más cómodos con el Deuxième que con la CIA. Es una organización europea, y esa actitud no siempre se justifica. —Se volvió hacia Moreau—. Una breve nota en su papel de cartas… fecha, hora y categoría de secreto registrada por su grupo de seguridad… diciendo que se me permite describir una operación de vigilancia en curso relacionada con un Sonnenkind confirmado de alta categoría que está aquí en París, aunque no puedo mencionar el nombre hasta que usted me lo autorice. Eso debería bastar. Si están dispuestos a cooperar, hablaremos por una línea provista de mezclador, y yo lo llamaré por una línea privada.

—Por el momento no veo ninguna falla —dijo Moreau admiradamente.

—Yo sí —objetó Drew—. ¿Y si Sorenson tiene razón? ¿Supongamos que un neo o dos se infiltraron entre los Antinayous? Matarán a Karin, y yo no puedo permitirlo.

—Por favor —dijo de Vries— nos relacionamos al mismo tiempo con tres Antinayous, y los conozco desde que llegó a París; dos eran contactos de Freddie.

—¿Y el tercero?

—Por Dios, querido, ¡es un sacerdote! De pronto se oyeron gritos que venían de la calle, a poca distancia de la hilera de canteros. El propietario se acercó a la mesa y habló con aspereza a Moreau.

—Hay problemas —exclamó—. Ustedes deben irse. ¡De pie, y síganme! —Los tres se pusieron de pie y caminaron detrás del propietario, a lo sumo a tres metros de distancia; hasta que él oprimió un botón disimulado, y se abrió el último cantero—. Corran —gritó—, ¡hacia la calle!

—El vino era excelente —dijo el jefe del Deuxième mientras él y Latham sujetaban los brazos de Karin y pasaban deprisa por la abertura.

De pronto los tres se volvieron, atraída su atención por la multitud asustada que gritaba frente a la puerta del café. Después, entendieron. Karin contuvo la exclamación. Moreau cerró brevemente los ojos, dolorido, y Latham maldijo enfurecido. La luz de un farol callejero atravesó el parabrisas del automóvil de la embajada, iluminando al conductor que estaba detrás del volante. Estaba inclinado sobre el asiento, y un hilo de sangre recorría su cara descendiendo desde la frente.