Gerhardt Kroeger, aprisionado por una camisa de fuerza, estaba tendido en la estrecha cama, agazapado contra la pared, el cuerpo encogido y presionando contra la madera. Estaba solo en la enfermería de la embajada, las piernas heridas vendadas bajo el pijama, los ojos grandes, hostiles, moviéndose en todas direcciones, pero sin fijarse en nada.
—Men Vater war ein Verräter —murmuró con voz áspera—. ¡Mein Vater war ein Verrriter!… ¡Meirz Leben ist vorbei, alles Vernichtet!
Dos hombres lo observaban a través de un vidrio transparente, desde una oficina contigua, uno era el médico de la embajada, el otro el coronel Witkowski.
—Se lo ve muy nervioso —dijo el jefe de seguridad.
—No comprendo alemán. ¿Qué dice? —preguntó el médico.
—Algo acerca de que su padre es un canalla, un traidor, y de que su vida está concluida, todo está destruido.
—¿Qué saca en limpio de eso?
—Sólo lo que oigo. Es un caso psiquiátrico, cargado con un enorme sentimiento de culpa que lo empuja hacia una pared por la cual no puede trepar.
—En ese caso, manifiesta tendencias suicidas —dijo el médico—. Y continuará con el chaleco de fuerza.
—Usted tiene razón —convino el coronel—. Pero de todos modos entraré para interrogarlo.
—Cuidado, su presión sanguínea es muy elevada. Lo cual imagino que es natural, en vista de su identidad… o de lo que fue. Cuando los poderosos caen, el golpe es muy fuerte.
—¿Usted sabe quién es… quién era?
—Por supuesto. La mayoría de los que concurrieron a la facultad de medicina lo conocen. Sobre todo los que se especializaron en problemas psiquiátricos.
—Acláreme eso, doctor —dijo Witkowski, mirando al médico.
—Es o era un famoso cirujano alemán… ahora no se oye hablar de él desde hace varios años… pero su especialidad eran las afecciones cerebrales. Decíase por entonces que curaba a más pacientes afectados por disfunciones mentales que cualquier otro especialista. Con el bisturí, no con drogas, que siempre aparecen acompañadas por efectos colaterales.
—Entonces, ¿por qué este maldito genio fue enviado a París para matar a alguien cuando sería incapaz de dar en la pared de un establo con una escopeta?
—No lo sé, coronel, y si él dijese algo al respecto, yo no lo comprendería.
—De acuerdo, doctor, pero con eso no me alcanza. Por favor permítame entrar allí.
—Por supuesto, pero recuerde que estaré observando. Si veo que su situación se agrava —la chaqueta tiene medidores de la presión sanguínea, el ritmo cardíaco y el consumo de oxígeno— usted sale, ¿entendido?
—No recibo de buen grado órdenes como ésa cuando se trata de un asesino…
—Pues la recibirá de mí, Witkowski —interrumpió secamente el médico. Mi tarea es mantenerlo vivo, y quizá usted sea uno de los beneficiados. ¿Nos entendemos?
—No tengo alternativa, ¿verdad?
—No, no la tiene. Y le aconsejo que le hable sin levantar la voz.
—No necesito que usted me ofrezca ese consejo.
El coronel se sentó en una silla frente a la cama; permaneció inmóvil hasta que el inquieto Kroeger comprendió que estaba allí.
—Guten Abend, Herr Doktor ¿Sprechen zie Englisch, mein Herr?
—Usted sabe perfectamente que lo hablo —dijo Kroeger, debatiéndose para desprenderse de la camisa de fuerza—. ¿Por qué me aplican esta prenda indigna? Soy médico, un cirujano prestigioso, ¿por qué me tratan como un animal?
—Porque la familia de dos de sus víctimas en el Hotel Intercontinental sin duda lo consideran un animal cruel. ¿Debemos permitirles que manifiesten su cólera? Le aseguro que la muerte a manos de esa gente sería mucho más dolorosa que la ejecución a la que nosotros podríamos someterlo.
—¡Eso fue un error, una equivocación! ¡Un hecho trágico provocado por la actitud que ustedes adoptaron, al ocultar a un enemigo de la humanidad!
—¿Un enemigo de la humanidad…? Ésa es una acusación muy grave.
¿Por qué Harry Latham es un enemigo de la humanidad?
—Está loco, es un esquizofrénico violento y es necesario aliviar su tortura, o administrarle una medicación para internarlo en una institución. ¿Moreau no se lo dijo?
—¿Moreau? ¿El Deuxième Bureau?
—Por supuesto. ¡Yo se lo expliqué todo! ¿No habló con usted? Por supuesto, es francés, y esa gente suele callar las cosas, ¿verdad?
—Quizá no presté atención al informe.
—Vea —dijo Kroeger, siempre debatiéndose, pero ahora sentado en la cama—. Traté a Harry Latham en Alemania… no importa dónde… y le salvé la vida, pero debe llevarme donde está él, para inyectarle las drogas que traje entre mis ropas. ¡Es el único modo de que pueda conservar la vida y le sirva de algo!
—Una propuesta tentadora —dijo Witkowski—. Él trajo una lista de nombres, varios centenares…
—¿Quién sabe dónde la consiguió? —lo interrumpió Gerhardt Kroeger—. Se mezcló con la chusma de los drogadictos alemanes. Algunos nombres pueden ser válidos, pero muchos seguramente están equivocados. Por eso debe llevarme donde está él, a un lugar neutral, de modo que podamos conocer la verdad.
—Dios mío, usted está tan desesperado que pretende abordar todos las cuestiones, ¿verdad?
—¿Weas ist?
—Usted sabe muy bien was ist Doktor… Hablemos un minuto acerca de otra cosa, ¿quiere?
—¿Was?
—Su padre, su vater, ¿tiene inconveniente?
—Señor, nunca hablo de mi padre —dijo Kroeger, con los ojos en blanco, la mirada extraviada, en realidad sin ver nada en la pared.
—Creo que es necesario —insistió el coronel—. Vea, estuvimos revisando su historia, todo su pasado, y creemos que su padre es un héroe, un notable héroe de Alemania.
—¡Nein! ¡Ein Verraten!
—No creemos eso. Quiso salvar vidas, alemanas, inglesas y norteamericanas. Finalmente adivinó toda la basura representada por Hitler y sus matones, y decidió formular una declaración a riesgo de su propia vida, o incluso de su muerte. Doctor, fue un auténtico héroe.
—¡Nein! ¡Traicionó a la patria! —Kroeger se retorció bajo el chaleco hombre poseído por un intenso sufrimiento, las lágrimas brotando de sus ojos—. Durante el Gymnasium, y después en la universidad, mis condiscípulos se acercaban… y a menudo me castigaban. «¡Tu padre fue un traidor, todos lo sabemos!» y «¿Por qué los norteamericanos lo designaron Burgermeister, si ninguno de nosotros lo quería?». Mein Gott ¡qué tortura!
—Entonces, usted decidió hacer lo que él nunca concluyó, ¿es así, Herr Kroeger?
—¡Usted no tiene derecho a interrogarme de este modo! —gritó el cirujano, irguiendo el cuerpo, los ojos húmedos y enrojecidos—. ¡Todos los hombres, incluso los enemigos, tienen derecho a la intimidad de su propia vida!
—Y yo respeto eso —dijo Witkowski, el cuerpo también erguido en la silla—. Pero usted es una excepción, doctor, porque usted es demasiado educado para aceptar la fábula que le presentaron, y que ahora intenta difundir. Dígame, ¿usted respeta la santidad de la vida fuera de la matriz?
—Naturalmente, la vida que respira es vida.
—¿Eso incluye a los judíos, los gitanos, los impedidos y los deficientes mentales, así como a los homosexuales de cualquiera de los dos sexos?
—Ésas son decisiones políticas, más allá del dominio de la profesión médica.
—Doctor, usted es un hijo de perra. Pero le diré una cosa. Es posible que lo lleve en presencia del Latham que usted busca, aunque sólo sea para ver como él lo escucha, y después le escupe en la cara… «¿Decisiones políticas?». Usted me provoca náuseas.
Wesley Sorenson miró fijamente por la ventana de su oficina de Washington, y distraídamente percibió la congestión del tránsito matutino en la calle. La escena parecía un tanque laberíntico colmado de peces o de insectos, todos tratando de alcanzar el siguiente tubo horizontal, para encontrarse al fin en otro tubo, que a su vez conducía a un tercero, ninguno de los cuales era el final de la carrera. Todo eso constituía una metáfora visual de sus pensamientos, fue la conclusión a la cual llegó el director de Operaciones Consulares. Hizo girar su sillón, y enfrentó las diferentes pilas de notas sobre el escritorio, las mismas notas que serían despedazadas y quemadas antes de salir de la oficina, al final del día. Los jirones de información estaban llegando demasiado rápido, atestando los canales de su mente; cada revelación parecía no menos exclusiva que la precedente. Los dos alemanes custodiados en Fairfax habían comprometido al vicepresidente de Estados Unidos y al Presidente de la Cámara de Representantes, en el marco de la cacería cada vez mas amplia de neonazis, y habían prometido mas nombres; la CIA estaba comprometida en los niveles mas altos (¿cuantas agencias mas estaban afectadas del mismo modo?); un laboratorio de comunicaciones del Departamento de Defensa había sufrido la pérdida de un año entero de investigación, los datos extraídos de sus computadoras por un neo que había desaparecido en un vuelo de Lufthansa dirigido a Munich; senadores, representantes, poderosos empresarios e incluso periodistas famosos estaban manchados por la sospecha de una participación en las organizaciones nazis, sin que hubiera ningún género de prueba importante; las acusaciones habían sido rechazadas hasta que un influyente miembro del Foreign Office británico había sido detenido, y al parecer había suministrado los nombres de otras figuras influyentes de la jerarquía del gobierno británico. Finalmente, Claude Moreau había quedado limpio, pero no podía decirse lo mismo de la embajada norteamericana en París, ¡santo Dios, lejos de ello, si la información más reciente era exacta! ¿La esposa del embajador Courtland?
Era un torbellino de aclaraciones y contra acusaciones, de implicaciones insidiosas negadas con furia, un campo de batalla en que se derramaría sangre, y los inocentes sufrirían heridas mortales, mientras los culpables desaparecían de la escena. Era como si locura del periodo McCarthy se hubiese fusionado con la locura nazi de fines de los años treinta, con organizaciones que marchaban por doquier, todas marcando el paso dictado por líderes demoníacos cuyos alaridos y exhortaciones determinaban que los ignorantes se movilizaran, con sus miedos y sus odios (a menudo ambos eran lo mismo) que encontraban vías de escape volcánicas que les permitían expresar sus propios defectos. La enfermedad del fanatismo de nuevo comenzaba a extenderse por todo el mundo; ¿donde acabaría, si alguna vez esa veta se agotaba?
Pero lo que en ese momento inquietaba a Sorenson (la palabra inquietar era poco, lo impresionaba) era la información, seguida por un informe retrospectivo enviado por fax, referido a la segunda esposa de Courtland, Janine Clunes. En la superficie parecía algo inconcebibles; era lo que él había dicho a Drew Latham por unas líneas seguras, apenas unos minutos antes.
—¡No puedo creerlo!
—Eso es lo que Witkowski dijo hasta que leyó el informe de Chicago. Después dijo otra cosa, aunque se limitó a murmurarla. Fueron palabras apenas audibles, pero pude escucharlas claramente: «Ella es una Sonnenkind».
—Drew, ¿sabe lo que eso significa?
—Karin me lo explicó. Es absurdo, Wes, y es posible que jamás haya sido algo real. Niños, infantes, enviados a distintos lugares del mundo…
—Usted omitió una serie de aspectos —lo interrumpió Sorenson. Niños seleccionados, de pura sangre aria, padres con cocientes de inteligencia combinados que superaban la cifra de doscientos setenta, nada menos.
—¿Usted estaba al tanto de eso?
—Se los denominaba los productos de los Lebensborn. Los oficiales de la SS fecundado a mujeres noreuropeas de cabellos rubios y ojos azules, provenientes de las fronteras escandinavas, o sus cercanías, siempre que eso era posible.
—¡Una locura!
—Todo organizado por Heinrich Himmler. Era su concepto.
—¿Y fue un hecho real?
—No, según todas las investigaciones de los servicios de inteligencia realizadas después de la guerra. La conclusión fue que se abandonó el plan de los Lebensborn, a causa de las dificultades del transporte y el tiempo requerido por las evaluaciones médicas.
—Witkowski no cree que haya sido abandonado.
Silencio. Después, Sorenson habló.
—Yo estaba convencido de que se había renunciado a la idea —dijo. Ahora no estoy tan seguro.
—¿Qué desea que hagamos? ¿Qué quiere que yo haga?
—Que mantenga la calma y guarde silencio. Si los neos se enteran de que Kroeger está vivo, atropellarán a todo el mundo en sus esfuerzos por encontrarlo. Si usted guarda silencio, no matarán a ninguno de los nuestros.
—Wes, el suyo es un cálculo bastante frío.
—«Recuerdos de antaño», si usted perdona el bastardeo literario —dijo Sorenson—. Envíe una señal a los Antinayous. Dígales que consiguió apoderarse de la presa.
—Caramba, ¿por qué?
—Porque a esta altura de las cosas no confío en nadie, y estoy cubriendo todos nuestros flancos. Haga lo que le digo. Vuelva a llamarme dentro de una hora, o menos, de acuerdo con el desarrollo de las cosas.
Sin embargo, las cosas en efecto se habían desarrollado para el veterano funcionario de inteligencia, ahora director de Operaciones Consulares. Nadie había encontrado jamás un Sonnenkind. Incluso aquéllos de quienes antes se había sospechado, eran niños del todo inocentes, o por lo menos eso se creía, gracias a los documentos oficiales y a las parejas perfectamente americanizadas y tan afectuosas que se habían hecho cargo de los pobres huérfanos. ¡Pero ahora, pese a lo que dijeran los tribunales, había surgido un posible Sonnenkind! Una mujer adulta, otrora hija de la Alemania nazi, ahora era una académica integral y muy apreciada, que había atrapado en sus redes a un alto funcionario del Departamento de Estado. Era la expresión típica de un Sonnenkind, en el supuesto de que hubiera existido algo parecido.
Sorenson descolgó el auricular de su teléfono y marcó los números del teléfono privado del director del FBI, un hombre decente de quien Knox Talbot había dicho que «merecía confianza».
—¿Sí?
—Habla Sorenson, de Operaciones Consulares. ¿Lo molesto?
—Por esta línea, no. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Iré directamente al grano. Pienso entrometerme en su sector, pero no tengo alternativa.
—No nos sucede lo mismo a todos alguna vez. —Preguntó el director del FBI—. Nunca nos hemos visto, pero Knox Talbot dice que usted es su amigo, y eso a mis ojos es una recomendación evidente. ¿En qué consistiría la transgresión?
—En realidad, todavía nunca sobrepasé los límites, pero ahora lo necesito, y creo que debo hacerlo.
—Dijo que no tenía alternativa.
—Creo que no. Sin embargo, el asunto debe mantenerse en los límites de Operaciones Consulares.
—Entonces, ¿por qué me llama? ¿Una actuación solista no es mejor?
—En este caso no. Necesito un atajo.
—Adelante, Wes… así lo llama Knox. Yo soy Steve.
—Sí, ya lo sé. Steven Rosbician, el paradigma del respeto a la ley.
—Mis hombres llevan la búsqueda de los objetivos más allá de todos los límites. Yo fui un juez blanco de Los Ángeles que tuvo suerte, porque los negros supusieron que era un hombre justo. Su pedido, por favor.
—¿Usted tiene una unidad en el condado de Marion, Illinois?
—Seguramente. Illinois es parte de nuestra historia antigua. ¿Qué ciudad?
—Centralia.
—Bastante cerca. ¿Qué necesita?
—Todo lo que tenga acerca de un señor Charles Schneider y su esposa. Es posible que hayan fallecido, y solo tengo su dirección, pero me parece que emigraron de Alemania a principios o mediados de los años treinta.
—No es mucho para empezar.
—Así lo comprendo, pero en el contexto de nuestra investigación, y considerando el tiempo transcurrido, es posible que el FBI tenga un prontuario de esa gente.
—Si lo tenemos, usted se enterará del contenido. Y bien, ¿donde está la transgresión? No hace mucho que estoy en este cargo, pero lo la veo.
—En ese caso, permítame aclarar algo, Steve. Me meto en una investigación relacionada con cuestiones internas, el dominio en que usted se mueve, y no puedo suministrarle los antecedentes de mi investigación.
En los viejos tiempos el sabueso J. Edgar habría reclamado una aclaración o habría interrumpido la comunicación.
—Yo no soy el maldito Hoover, y el FBI ha cambiado mucho. Si no podemos cooperar unos con otros, en margen de que sepamos hasta el último detalle, ¿para qué servimos?
—Bien, eso ésta más o menos indicado en nuestras cartas fundacionales…
—Quizá usted tenga razón —lo interrumpió Rosbician—. Deme un número de fax seguro. No sé lo que tenemos, pero estamos dispuestos a comunicarlo antes de que pase una hora.
—Muchísimas gracias —dijo Sorenson— y también, como usted sugirió, lo que haga ahora a partir de este momento, lo haré por mi cuenta.
—¿Por qué todo este preámbulo?
—Espere a enfrentar una audiencia del Congreso con seis caras agrias que no simpatizan con usted. Entonces comprenderá.
—Cuando llegue ese momento, regresaré a un estudio jurídico, y viviré muchísimo mejor.
—Me agrada su perspectiva, Steve. —Sorenson comunicó al director del FBI el número de su máquina de fax segura.
Pasaron treinta y ocho minutos antes de que la llamada estridente de la máquina de Operaciones Consulares precediera a la aparición de una sola página de papel originada en el FBI. Wesley Sorenson la recuperó y leyó la información.
Karl y Johanna Schneider llegaron a Estados Unidos el 12 de enero de 1940, expatriados de Alemania, con parientes en Cicero, Illinois; estos parientes respondieron por ellos, y afirmaron que el joven Schneider poseía conocimientos que le permitirían encontrar trabajo con facilidad en el sector técnico de la optometría. Tenían respectivamente veintiún y diecinueve años. La razón que esgrimieron para salir de Alemania fue que el abuelo de Johanna Schneider era judío, de modo que el Ministerio Ario de Stuttgart la hacía víctima de una discriminación perjudicial.
En marzo de 1946 el señor Schneider que en ese momento era Charles mas que Karl, poseía un pequeño taller de optometría en Centralia, y pidió al Servicio de Inmigración que permitiese el viaje de su sobrina, Janine Clunitz, que era una infanta, pues sus padres habían muerto en un accidente automovilístico. La petición fue otorgada, y los Schneider adoptaron legalmente a la niña.
En agosto de 1991 la señora Schneider falleció como consecuencia de un ataque cardíaco. El señor Schneider de setenta y seis años, todavía vive en la calle Cyprus 121, de Centralia, Illinois. Se ha retirado, pero concurre a su empresa dos veces por semana.
El material utilizado para redactar esta historia se basa en la antigua vigilancia de los inmigrantes alemanes a comienzos de la Segunda Guerra Mundial. En nuestra opinión como funcionarios, debería cerrarse el caso.
Sorenson pensó: Gracias a Dios, no hubo nada de eso. Si Charles Karl Schneider era realmente el hombre que había recibido a un Sonnenkind, podía obtenerse de él un gran caudal de información, en el supuesto de que los Sonnenkind formaban una red. Sería absurdo suponer que no tenían nada de eso. El papeleo legal y técnico afectado por los procedimientos de inmigración a Estados Unidos era complejo, hasta el extremo de la confusión total: un sistema de apoyo era imperativo. Quizá el momento en que todo eso regía había pasado completamente, pero una grieta en el hielo ahora podía liberar las aguas estancadas que estaban debajo, y mostrar al observador el lodo relacionado con el momento actual. Sorenson, se apoderó de su teléfono y presionó el botón para comunicarse con su secretaria.
—¿Sí, señor?
—Resérveme pasaje en un avión que vaya a Centralia, Illinois, o cualquier otro lugar cercano. Naturalmente, con nombre supuesto; y confío en que me informe cuál será el nombre elegido.
—¿Para cuándo, señor director?
—Temprano esta misma tarde, si puede. Después, comuníqueme con mi esposa. No volveré a cenar a mi casa.
Claude Moreau estudió el material proveniente de Nuremberg, Alemania. Era el prontuario de cierto doctor Hans Traupman, jefe de cirugía residente en el Hospital de Nuremberg.
Hans Traupman, nació el 21 de abril de 1922 en Berlín, hijo de dos médicos, los doctores Erich y Marlene Traupman, y demostró desde temprano indicios de un elevado cociente de inteligencia, de acuerdo con su desempeño durante los primeros años escolares…
El prontuario continuaba describiendo las realizaciones académicas de Traupman, incluso un breve período en el movimiento de la Juventud Hitleriana, impuesto por decreto, y el período de servicio que cumplió en Nuremberg después de cursar la facultad de medicina, en la condición de un médico joven miembro de la Sanitätstruppe, es decir el cuerpo médico de la Wehrmacht.
Después del conflicto, Traupman regresó a Nuremberg, donde cumplió el periodo de residencia y se especializó en cirugía de cerebro. Al cabo de diez años, después de haber ejecutado veintenas de operaciones, se lo consideraba uno de los principales cirujanos de cráneo en todo el país, o incluso en el Mundo Libre. Con respecto a su vida personal se sabe poco. Estuvo casado con Elke Mueller y esa unión se disolvió a través de un divorcio después de cinco años; no hubo hijos. A partir de ese momento ha residido en un elegante apartamento del distrito más acomodado de Nuremberg. Es un hombre acaudalado, que a menudo cena en los restaurantes más caros, y de quien se sabe que distribuye propinas muy generosas. Entre sus invitados hay colegas médicos y figuras políticas de Boston, además de distintas celebridades del mundo del cine y la televisión. En resumen si tal sumario es posible, se trata de un bon vivant con los conocimientos médicos que le permiten esa vida extravagante.
Moreau se apoderó de su teléfono y pulsó el botón que lo ponía en contacto directo con el hombre de Nuremberg.
—¿Sí? —dijo la voz de Alemania.
—Soy yo.
—Le envié todo lo que sabía.
—No, no hizo tal cosa. Averigüe todo lo posible acerca de Elke Mueller.
—¿La ex esposa de Traupman? ¿Por qué? Ella es historia.
—Porque es la clave, idiota. Un divorcio después de un año o dos, es comprensible, después de veinte años perfectamente aceptable, pero no después de cinco. Allí hay algo. Haga lo que le pido, y envíeme el material con la mayor rapidez posible.
—Es una situación completamente distinta —protestó el agente que residía en Nuremberg. Ahora vive en Munich, bajo el nombre de soltera.
—Naturalmente Mueller. ¿Usted tiene la dirección?
—En efecto. —El agente del Deuxième suministró el dato.
—En ese caso, olvide mi orden anterior. Cambié de idea. Avise a Munich que viajo hacia allí en avión. Quiero hablar personalmente con esta dama.
—Lo que usted diga, pero creo que está loco.
—Todos están locos —dijo Moreau—. Son los tiempos en que vivimos.
El avión de Sorenson aterrizó en Mount Vernon, Illinois, unos cincuenta kilómetros al sur de Centralia. Utilizando la licencia de conductor y la tarjeta de crédito suministradas por Operaciones Consulares, Sorenson alquiló un vehículo, y siguiendo la ruta indicada por el empleado de la agencia se dirigió al norte, en dirección a la ciudad. Operaciones Consulares también le había suministrado un mapa de la ciudad de Centralia, con la dirección, la calle Cyprus 121, claramente marcada, y las instrucciones necesarias para pasar de los límites de la ciudad a la Autopista 51. Veinte minutos después, Sorenson recorría una tranquila calle bordeada de árboles, buscando el número 121. La calle misma era en efecto típica del centro de Estados Unidos, pero en una etapa diferente y antigua. Era una suerte de Rockwell de la alta clase media, con las casas espaciosas, los porches del frente amplios y abundancia de enrejados, e incluso de mecedoras. Uno podía imaginar fácilmente a los propietarios instalados allí, y bebiendo el té de la tarde con sus vecinos.
De pronto, vio el buzón marcado con el número 121. Sólo que esta casa era distinta, no por el estilo o las proporciones, sino por otra cosa, algo más sutil. ¿Qué era? El director de Operaciones Consulares se dijo que la clave estaba en las ventanas. Las ventanas de los pisos segundo y tercero tenían todas las persianas cerradas. Incluso en la planta baja, la amplia ventana flanqueada por dos rectángulos verticales de vidrio coloreado, estaba bloqueada por persianas de tablillas. Era como si esa residencia en particular no mirase con mucho entusiasmo a los visitantes. Wesley se preguntó si su propia persona correspondía a esa categoría, o algo peor. Estacionó adelante, descendió del vehículo y recorrió el sendero de hormigón; subió los peldaños y tocó el timbre.
Se abrió la puerta, y apareció un anciano delgado de cabellos blancos, que usaba lentes de vidrios muy gruesos.
—¿Sí, por favor? —dijo con una voz suave y vacilante, que tenía apenas el indicio de cierto acento.
—Señor Schneider, mi nombre es Wesley Sorenson, y vengo de Washington, D. C. Tenemos que hablar, aquí o en un lugar mucho menos cómodo.
Los ojos del anciano se agrandaron, y palideció intensamente. Varias veces intentó responder, pero se ahogó con las palabras. Finalmente, pudo expresarse.
—Ach, necesitaron tanto tiempo, fue hace mucho… Entre, estuve esperándolo casi cincuenta años. Venga, venga, hace demasiado calor allí afuera, y el aire acondicionado es caro… De todos modos, ahora nada importa.
—Señor Schneider, no somos muy diferentes por la edad —dijo Sorenson, mientras entraba en un amplio vestíbulo victoriano y seguía al hombre que había recibido el Sonnenkind y entraba con él en una sala penumbrosa, atestada de muebles tapizados—. Cincuenta años no es demasiado tiempo para ninguno de los dos.
—¿Puedo ofrecerle cerveza? Francamente, me vendrían bien uno o jarros, tal vez más.
—Un whisky pequeño sería suficiente, si lo tiene. Bourbón sería magnífico, pero en el fondo poco importa.
—Oh, excelente… en efecto, tengo bourbón. Mi segunda hija está casada con un hombre nativo de una de las Carolinas, y él prefiere esa bebida. Siéntese, siéntese, me retiraré un minuto o dos, y traeré nuestras bebidas.
—Gracias. —El director de Operaciones Consulares de pronto se preguntó si hubiera debido traer un arma. ¡Había estado alejado demasiado tiempo de las operaciones de la primera línea! Ese anciano hijo de perra podía estar buscando su propia arma. En cambio, Schneider regresó trayendo una bandeja de plata, vasos y dos botellas, sin que hubiera bultos bajo las ropas.
—Esto facilitará las cosas, ¿nicht wahr? —dijo.
—Me sorprende que usted esperase mi visita —observó Sorenson después que tuvieron las bebidas frente a ellos, la suya sobre una mesa de café, la del alemán sobre el brazo de un sillón—. Como usted dice, pasaron tantos años.
—Mi joven esposa y yo éramos parte de la fanática juventud alemana de aquella época. Todos esos desfiles a la luz de las antorchas, los lemas, la euforia de ser la auténtica raza de los señores del mundo. Todo era muy seductor, y nos dejamos seducir. Nos asignó nuestra misión el propio y legendario Heinrich Himmler, que pensaba «en una amplia perspectiva», como decimos ahora. Sinceramente creo que él pensó que perderíamos la guerra, pero estaba totalmente consagrado a la tesis de la superioridad aria. Después de la guerra, hicimos lo que nos ordenó la organización Odessa, e incluso entonces, continuamos creyendo.
—¿De modo que usted formuló la petición, aceptó la inmigración de cierta Janine Clunitz, más tarde Clunes, y la adoptó?
—Sí. Era una niña extraordinaria, mucho más inteligente que Johanna y yo. Todos los martes por la noche, desde que cumplió los ocho o nueve años, venían varios hombres a buscarla y la llevaban a otro lugar donde… imagino que la palabra adecuada sería que la doctrinaban.
—¿Qué lugar era ése?
—Nunca lo supimos. Al principio simplemente le servían golosinas, helados y otras cosas, y la mantenían con los ojos vendados. Después, cuando creció, simplemente, nos dijeron que estaban educándola en nuestra «gloriosa herencia». Ésas fueron las palabras que usaron, y naturalmente nosotros supimos lo que significaban.
—Señor Schneider, ¿por qué me relata ahora todo esto?
—Porque viví cincuenta y dos años en este país. No puedo decir que es perfecto; ninguna nación lo es. Pero es mejor que el lugar de donde vine. ¿Sabe quiénes viven en esta misma calle, aquí enfrente?
—¿Como podría saberlo?
—Los Goldfarb, Jake y Naomi. Son judíos. Y eran nuestros mejores amigos… y un poco más lejos, la primera pareja de negros que vino a comprar aquí una casa. Los Goldfarb y nosotros organizamos una fiesta de bienvenida, y todos acudieron. Y cuando quemaron una cruz en su jardín, todos nos reunimos, perseguimos a los matones y los obligamos a comparecer ante el juez.
—Todo eso no es ciertamente la fórmula apreciada por el Tercer Reich.
—La gente cambia, todos cambiamos. ¿Qué puedo decirle?
—¿Cuánto hace desde la última vez que estuvo en contacto con Alemania?
—Mein Gott, esos idiotas insisten en comunicarse dos y tres veces al año. Les digo que soy un anciano y que me dejen en paz, pues ya no participo de todo eso. Seguramente mi nombre está en sus computadoras, o en las nuevas máquinas técnicas que ellos utilizan. Me siguen la pista; nunca abandonan, nunca cesan de amenazarme.
—¿No dan nombres?
—Sí, uno. El último que llamó, hace un mes, estaba casi histérico, y me gritó que, cierto Herr Traupman podía ordenar mi ejecución. ¿Para qué?, pregunté. De todos modos en poco tiempo más moriré, y el secreto descenderá conmigo a la tumba.
Claude Moreau fue conducido a la Leopoldstrasse por su hombre en Munich, que se había acercado para reconocer la casa de apartamentos donde vivía Elke Mueller, la ex frau Traupman. Para ahorrar tiempo a Moreau, la oficina secreta del Deuxième en la Königinstrasse había telefoneado a Madame Mueller, para explicarle que un alto funcionario del gobierno francés deseaba abordar un asunto confidencial con ella, y que el asunto podía significarle una ventaja financiera… No, la persona que llamaba no tenía la más mínima idea acerca de la naturaleza de la cuestión confidencial, excepto que la entrevista de ningún modo perjudicaría a la eminente dama.
La casa de apartamentos era muy espaciosa, y la residencia misma aun más imponente, una lujosa mezcla de barroco y art déco. Elke Mueller armonizaba con el entorno; era una mujer alta e imperiosa en la setentena, los cabellos oscuros bien peinados con hilos grises y blancos, la cara angulosa, los rasgos aquilinos. Sin duda, no era una mujer con la cual fuese posible jugar; eso se le veía en los ojos, anchos y brillantes, y rozando la expresión hostil o suspicaz, o ambas cosas.
—Madame, mi nombre es Claude Moreau, y pertenezco al Quai d’Orsay de París —dijo el jefe del Deuxième Bureau en Alemania, después de ser llevado a una sala por la doncella uniformada.
—Monsieur, no es necesario hablar en alemán. Mi francés es fluido.
—Eso me alivia mucho —mintió Moreau—, pues mi alemán es bastante escaso.
—Sospecho que usted exagera. Siéntese frente a mí y si lo desea explique esa cuestión confidencial. No imagino por qué el gobierno de Francia demuestra el más mínimo interés en mi persona.
—Perdóneme, Madame, pero sospecho que usted imagina algo.
—Usted es un impertinente, Monsieur.
—Discúlpeme, solo deseo hablar claro y decir la verdad tal como la percibo.
—Ahora se muestra admirable. Se trata de Traupman, ¿verdad?
—Entonces, mi amable sospecha era exacta, ¿no es así?
—Por supuesto, no podía haber otra razón posible.
—Usted estuvo casada con él…
—No mucho tiempo —lo interrumpió Elke Mueller con una frase rápida y enérgica—, pero demasiado para mi gusto. De modo que sus viejos pecados ahora están saliendo a la luz, ¿verdad?… No se muestre tan sorprendido, Moreau, leo los diarios y veo televisión. Sé lo que está sucediendo.
—¿Con respecto a esos pecados? ¿Puedo preguntarle por ellos?
—¿Por qué no? Me alejé de todo eso hace más de treinta años.
—¿Sería impertinente pedirle que amplíe sus afirmaciones… por supuesto, sólo en la medida en que le parezca cómodo?
—Ahora, Monsieur, usted miente. Preferiría que me sintiese terriblemente incómoda, incluso un poco histérica, y le dijese qué hombre horrible era. Bien, puedo seguir esa línea, al margen de que esa afirmación sea cierta o no. Sin embargo, puedo decirle que cuando pienso en Traupman, cosa que hago rara vez, me siento colmada de repugnancia.
—¿De veras?
—Si, los detalles que usted deseaba. Muy bien, los tendrá… Me casé con Hans Traupman bastante tardíamente. Yo tenía treinta y un años, y él treinta y tres, y ya era un cirujano de mucho éxito. Me impresionó su capacidad como médico, y creí que bajo la superficie un tanto fría había un hombre bueno. Manifestaba relámpagos de calidez que me entusiasmaban, pero pronto comprendí que todo eso era una comedia.
—Qué era lo que le atraía en mi pronto fue evidente. Yo era una Mueller de Baden–Baden, los terratenientes más ricos de la región, y además una familia destacada en lo social; de modo que podía facilitarle el acceso a los círculos a los cuales ansiaba desesperadamente incorporarse. Vea, sus dos padres eran médicos, pero en realidad no se trataba de personas atractivas, y ciertamente no tenían mucho éxito; sus consultorios en definitiva eran clínicas formadas por miembros de las clases económicas inferiores…
—Si me permite una interrupción —dijo Moreau—, ¿él utilizó su posición en el matrimonio con usted para promover sus ambiciones sociales?
—Acabo de decírselo.
—Entonces, ¿por qué se arriesgó al divorcio?
—No pudo evitarlo. Además, en el plazo de cinco años había progresado todo lo que necesitaba, y sus conocimientos hicieron el resto. Por deferencia a la familia Mueller, acepté lo que podía denominarse un divorcio amistoso… mera incompatibilidad, sin que ninguna de las partes acusara de nada a la otra. Fue el peor error que pude cometer, y antes de morir mi padre me lo criticó sin rodeos.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Monsieur, usted no conoce a mi familia, y por otra parte Mueller es un nombre bastante usual en Alemania. Le explicaré la situación. Los Mueller de Baden–Baden se opusieron a ese delincuente de Hitler y a sus pistoleros. El Führer no se atrevió a tocarlos a causa de nuestra riqueza y de los sentimientos de lealtad con que nos honraban varios miles de empleados. Los Aliados nunca comprendieron hasta qué punto Hitler temía la oposición interna. Si lo hubiesen comprendido, podrían haber aplicado en Alemania las tácticas que hubieran abreviado la guerra. A semejanza de Traupman, el pequeño delincuente del bigote abarcó más de lo que podía apretar, y alternaba con gente a la cual había admirado desde lejos, pero que nunca lo aceptó. Mi padre siempre afirmó que las diatribas de Hitler eran los reniegos de un hombre asustado, decidido a eliminar mediante el asesinato la más mínima oposición, mientras no hubiese consecuencias. De todos modos, a través del reclutamiento Herr Hitler consiguió que mis dos hermanos fuesen enviados al frente ruso, donde murieron, probablemente más a causa de las balas alemanas que de las soviéticas.
—Por favor, ¿podemos retornar a Hans Traupman?
—Él era el nazi integral —dijo sencillamente Madame Mueller, volviendo la cara hacia la luz de la tarde que penetraba por la ventana. Era extraño, casi inhumano, pero él ansiaba el poder, sencillamente el poder, más allá de las recompensas que le aportaba su profesión. Solía recitar las desacreditadas teorías de la raza aria superior como si hubieran sido infalibles, aunque debía saber que no era el caso. Creo que se trataba del amargo resentimiento del joven rechazado que no podía tratar con la minoría selecta de Alemania, a pesar de su reputación cada vez más sólida, por la sencilla razón de que era un hombre tosco y antipático.
—Me parece que usted está apuntando a otra cosa —dijo Moreau.
—Sí, así es. Comenzó a celebrar reuniones en nuestra casa de Nuremberg, reuniones con personas que, como yo sabía, eran nacionalsocialistas incorregibles, fanáticos de Hitler. Convirtió el sótano en una especie de fortaleza, donde se reunían todos los martes… No se me permitía asistir. Bebían mucho, y desde nuestro dormitorio yo alcanzaba a oír los gritos y los Sieg Heil y la canción de Horst Wessel, que se repetía hasta el cansancio. Continuaron durante tres años, hasta el quinto año de nuestro matrimonio, cuando finalmente lo enfrenté… sencillamente lo sé por qué no lo hice antes. El afecto, aunque esté disminuyendo, nos lleva a adoptar una actitud protectora. Le gritaba, acusándolo de cosas terribles, del intento de volver a los horrores del pasado. Y cierto miércoles por la mañana, después de una de esas noches terribles, me dijo: «No importa lo que pienses, perrita adinerada, ¡teníamos razón entonces, y la tenemos ahora!». Me marché al día siguiente. Moreau, ¿le parece que le he ofrecido suficiente, número de detalles?
—Ciertamente, Madame —replicó el jefe del Deuxième—. ¿Puede recordar alguno de los hombres o las mujeres que asistieron a esas reuniones?
—Eso sucedió hace mas de treinta años. No, no puedo.
—¿Ni siquiera a uno o dos de los «nazis incorregibles»?
—Permítame pensar… Había un tal Bohr, creo que se llamaba Rudolf Bohr, y un ex coronel, un hombre muy joven, miembro de la Wehrmacht me parece que se llamaba von Schteifel. Fuera de esos dos, la memoria nada me dice. Los recuerdo solo porque a menudo venían a almorzar o a cenar, momentos en que no se discutía de política, y yo solía verlos cuando descendían de sus automóviles y me asomaba a la ventana de mi dormitorio.
—Madame, usted me ha ayudado muchísimo —dijo Moreau, poniéndose de pie—. No la molestaré más.
—Deténganlos —murmuró Elke Mueller con voz dura—. ¡Serán la muerte de Alemania!
—Recordaremos sus palabras —dijo Claude Moreau, mientras caminaba hacia el vestíbulo.
En el cuartel general del Deuxième, que estaba en la Königinstrasse, Moreau utilizó sus prerrogativas y ordenó a París que se comunicase inmediatamente con Wesley Sorenson.
Sorenson viajaban en el avión de regreso a Washington, cuando oyó la llamada del teléfono. Abandonó su asiento, se acercó al teléfono que estaba en la cabina de la primera clase, insertó su tarjeta y se comunicó con la oficina.
—Un momento, señor director —dijo el operador de Operaciones Consulares—. Llamaré a Munich y lo conectaré.
—Allô, ¿Wesley?
—Sí, ¿Claude?
—¡Es Traupman!
—¡Traupman es la clave!
Habían hablado simultáneamente.
—Llegaré a mi oficina más o menos en una hora —dijo Sorenson. Volveré a llamarlo.
—Ambos estuvimos muy atareados, mon ami.
—¡De eso puede estar absolutamente seguro!