Capítulo 20

Gerhardt Kroeger trabajó sobre el fax que había llegado de Bonn, con un libro de códigos en la mano izquierda y un lápiz en la derecha.

Con movimientos cuidados insertó las letras apropiadas sobre los términos cifrados del mensaje. Cuanto más se aproximaba a la finalización de la tarea, más se excitaba su mente; una excitación de todos modos controlada, de manera que el científico que había en él exigía una concentración total. Cuando al fin concluyó, experimentó una profunda alegría. El informante de la embajada de Estados Unidos había tenido éxito allí donde el famoso equipo de la Blitzkrieg había fallado. La información del topo tenía defectos, ¡pero había encontrado al Latham sobreviviente! Su fuente definitiva se mantenía en el anonimato, pero el individuo afirmaba que era irrefutable, una persona a quien él había cultivado en el curso de los años, una mujer a quien había prestado muchos favores, y que ahora vivía en un nivel muy superior a lo que permitían sus medios. No mentiría al topo por dos razones concretas: la primera, su actual y costoso medio de vida; la segunda, mucho más importante que la anterior, la amenaza de ser denunciada. Eran los ingredientes usuales para mantener sujeta a una fuente interior.

Donde el informante estaba equivocado era en su convicción de que el Latham que había sobrevivido al intento de asesinato no era Harry Latham, sino su hermano Drew Latham, el funcionario de Operaciones Consulares. Kroeger sabía que eso era absurdo; la evidencia se inclinaba abrumadoramente por la posición contraria. Una evidencia proveniente de tantos sectores distintos que no podía haber sido inventada. Además de los informes policiales, la prensa y la amplia red oficial tendida para atrapar a los asesinos, estaba la versión de Moreau del Deuxième y su colaborador. Este último había visto a Harry Latham cuando regresaba al tren del Metro, después del tiroteo. De todos los funcionarios de la Inteligencia francesa, Moreau era el que menos se habría atrevido a mentir a la Fraternidad. Si lo hacía, se convertiría en un paria, un hombre irremediablemente arruinado.

La veintena de transferencias financieras realizadas en beneficio de su cuenta en Berna lo garantizaban. El mensaje de Bonn concluía:

«Mi fuente interna, no dice que la sección Documentos e Investigación fraguó los papeles de cierto coronel Anthony Webster, lo mismo que una tarjeta de identificación militar y, un pedido que realizó la embajada solicitando habitaciones en el Hotel Intercontinental, en la rue de Castiglione. La misma fuente dice además que con unos instantes la tarjeta de identificación de material plástico. La fotografía inserta sin duda también era falsa, un hombre de rasgos conocidos, pero cabellos rubios mas que castaños oscuros, y vistiendo uniforme y usando anteojos de tamaño considerable. Aunque ella nunca vio una fotografía de Harry Latham, cree que el hombre de la foto es su hermano, Drew Latham, agente de Operaciones Consulares. De acuerdo con los registros de la embajada, autorizados por la Seguridad, el cuerpo de Drew Latham fue devuelto a la familia en Estados Unidos. Sin embargo, mi propia investigación, que incluye los manifiestos del avión diplomático norteamericano, demuestra que no hecho esa transferencia en la fecha mencionada. Por consiguiente, a mi juicio el Latham del Intercontinental no es Harry Latham, sino su hermano. En colaboración con el personal de seguridad de la embajada y la holandesa De Vries, ellos trazaron una estrategia enderezada a obtener el apresamiento de un miembro o varios miembros de nuestra Fraternidad. Abrigo la esperanza de conseguir esta noche información acerca del carácter de la trampa; me apostaré frente al hotel de Latham, y aunque me lleve toda la noche y todo el día me apoderaré de él y sabré a qué atenerme. O lo mataré, de acuerdo con el método recomendado».

Kroeger pensó: ¡Tonterías! Los hermanos a menudo exhiben rasgos análogos. ¿Por qué los norteamericanos debían mentir acerca de la muerte de Latham? ¡No había motivos que justificaran esa actitud, y muchas razones para rechazar dicha explicación! La lista de Harry Latham era la clave de la búsqueda global desatada en perjuicio de los nazis que reaparecían en distintos lugares. Lo necesitaban, y por eso hacían tantos esfuerzos con el propósito de mantenerlo vivo, desde el aprovechamiento de la ayuda de los belicosos Antinayous, a la emisión de tarjetas falsas de identidad militar, y el traslado de un hotel a otro. Harry Latham/Alexander Lassiter era un animal de presa en el ámbito de inteligencia; lloraba a su hermano, y deseaba venganza a toda costa. No tenía la más mínima sospecha de que en unas veintiocho horas la situación cambiaría básicamente; Harry Latham habría muerto. Pero el tema era importante para Gerhardt Kroeger. Kroeger necesitaba encontrarlo y volarle la cabeza. Ahora, él sabía a quién acudir, y al mismo tiempo alimentaba la viva esperanza de que su informante ya hubiese ejecutado a Harry… y lo hubiese hecho como era necesario.

A las dos y diez de la mañana Kroeger se puso la chaqueta y un impermeable liviano; el impermeable era necesario aunque fuera únicamente para disimular la pistola, de gran calibre, equipada con seis proyectiles Black Talon. Cada bala penetraba en el cuerpo y el impacto se distribuía como el de un proyectil letal, determinando un proceso de destrucción total.

—Lo recogerán a las tres en punto —dijo Witkowski.

—¿No antes? —preguntó Latham.

—Caramba, faltan sólo cuarenta y cinco minutos. Cuando usted descienda a la planta baja, quiero que haya una unidad en el vestíbulo y un equipo en la calle. Eso requiere un poco de organización, y hay que usar ropas civiles y otros elementos.

—De acuerdo. ¿Qué dice de Karin?

—Está a salvo, tal como usted deseaba. Con su peluca rubia, como creo que usted mismo sugirió.

—¿Donde?

—No en el lugar en que usted se encuentra.

—Stanley, usted es todo corazón.

—Y usted habla como mi madre, que en paz descanse.

—¿Por qué no puedo desear lo mismo para usted?

—Porque usted siempre quiere la satisfacción instantánea, y yo no lo permitiré… Uno de mis hombres recogerá su equipaje y su portafolios quince minutos antes de que usted descienda. Si alguien pregunta adónde va, dígale que no puede dormir. Otro de sus paseos callejeros. Más tarde nos haremos cargo del hotel.

—¿Usted cree realmente que Reynolds informó a otros neos del grupo de París?

—Francamente no, porque sobre la base de lo que hemos podido averiguar, su pelotón de asesinos desapareció… ¿A quién puede avisar? En Alemania nadie podría llegar aquí a tiempo, y este Kroeger es médico, no un asesino. Mi opinión es que vino aquí para confirmar, no para desencadenar situaciones, en el supuesto de que sepa cómo hacerlo. Reynolds actuaba por su cuenta, pues lo vieron en la calle frente a mi casa, e intentó tomar la iniciativa. Matarlo a usted le habría significado una mención meritoria en su prontuario.

—Stanley, no podemos estar seguro de que él supo que lo habíamos localizado.

—¿De veras? Entonces, ¿por qué no apareció en la embajada por la mañana? Recuerde, chlopak, que dos neos huyeron después del encuentro con mis hombres…

—La escalera de incendios y la alfombra, ¿verdad? —lo interrumpió Drew.

—Lo veo cada día más inteligente. Si A es igual a B y B es igual a C, podemos deducir que A es igual a C. Es una norma bastante útil.

—Ahora usted se parece a Harry.

—Gracias por el cumplido. Prepárese.

Latham se ocupó de alistar su propia maleta, lo cual fue fácil porque estaba casi como al llegar al hotel, ya que había retirado sólo los pantalones y la chaqueta civiles, el uniforme del agregado diplomático en ese momento. Ahora, comenzó la espera, y los minutos transcurrieron entre los muros de su prisión. De pronto llamó el teléfono; suponiendo que era Witkowski, Drew atendió en el acto.

—Sí, ¿qué pasa ahora?

—¿Como qué pasa? Querido, habla Karin.

—Dios mío, ¿donde estás?

—Juré no decírtelo…

—¡Tonterías!

—No, Drew, protección. El coronel me informa que están mudándote… por favor, no quiero saber adónde.

—Esto está convirtiéndose en algo ridículo.

—Entonces, no conoces a nuestro enemigo. Yo sólo deseo mostrarme cuidadosa, muy cuidadosa.

—¿Te enteraste cual asunto de esta noche?

—¿Reynolds? Sí, Witkowski me informó, y por eso te llamó. No puedo comunicarme con el coronel; su teléfono está ocupado, lo cual significa que él está hablando constantemente a la embajada, pero hace apenas unos instantes me sucedió algo, y no debo reservar para mí lo que sé.

—¿A qué te refieres?

—Alan Reynolds a menudo venía a Documentos e Investigación con distintos pretextos, casi siempre en relación con nuestros mapas y la información acerca del transporte.

—¿A nadie le parecía extraño? —la interrumpió Latham.

—En realidad, no. Es más fácil que llamar a las líneas aéreas o revisar los horarios de los trenes, o lo que es peor, comprar mapas viales con textos en un francés escrito con letra pequeña. Los nuestros están en un inglés legible.

—Pero a ti te pareció extraño, ¿eh?

—Solo después que el coronel me habló del asunto de esta noche, no antes. Muchos hombres de nuestro personal salen los fines de semana a recorrer Francia, Suiza, Italia y España. Especialmente aquellos cuyas excursiones por París son muy limitadas. No, Drew, fue algo diferente, y eso me pareció extraño.

—¿Qué sucedió?

—En las dos ocasiones en que regresé a la sección Transportes, vi a Reynolds saliendo del último corredor que se abre antes de la puerta de acceso a Transportes. Imagino que pensé algo así como «Oh, tiene una amiga en una de las oficinas, y está preparando un almuerzo o una cena», o cualquier cosa por el estilo.

—¿Y ahora has concebido una idea diferente?

—Sí, pero podría estar completamente equivocada. Todos los miembros de Documentos e Investigación trabajan con materiales confidenciales, gran parte de los cuales no merece que se los considere tales; pero es sabido que los que están en el último corredor, el que se encuentra más lejos de la puerta, se ocupan exclusivamente de la información de secreto máximo.

—¿Un orden jerárquico? —preguntó Latham—. ¿Del primer corredor al último se elevan los niveles de confidencialidad?

—De ningún modo —replicó Karin—. Sucede sencillamente que las oficinas son distintas. Cuando uno trabaja con material muy secreto, pasa al último corredor, donde las computadoras tienen más capacidad y es posible comunicarse en un instante con cualquier lugar del mundo. Trabajé allí tres veces desde que llegué a París.

—¿Cuántas oficinas hay en el último corredor?

—Seis a cada lado del corredor central.

—¿De qué lado estaba Reynolds?

—Del izquierdo. Inclinó la cabeza hacia la izquierda, lo recuerdo bien.

—¿Las dos veces?

—Sí.

—¿Qué días, en qué fechas lo viste?

—Santo Dios, no lo sé. Fue hace varias semanas, quizá un mes o dos.

—Trata de pensar, Karin.

—Si pudiera determinar el momento, lo haría, Drew. En esa ocasión simplemente no me pareció importante.

—Es importante. Y «él» es importante.

—¿Por qué?

—Porque tu instinto no se equivoca. Witkowski dice que hay otro Alan Reynolds en la embajada, otro topo, muy encumbrado y con un alto grado de penetración.

—Conseguiré un calendario, y haré lo posible para determinar las semanas, y después los días. Me esforzaré todo lo posible para determinar en qué estaba trabajando.

—¿Te serviría de algo estar en tu oficina de la embajada?

—Eso significaría acercarme a la supercomputadora, que esta bajo nuestro propio sótano. Allí se almacena todo durante cinco años, porque siempre destruimos nuestra propia documentación.

—Eso puede arreglarse.

—Aunque sea posible, no tengo la más imprecisa idea del modo de manejar la máquina.

—Alguien sabe.

—Querido, son las dos y media de la mañana.

—¡No me importa la hora que sea! Courtland puede ordenar que alguien maneje la máquina, y si él no puede, lo hará Wesley Sorenson, ¡y si él no puede, eso está al alcance del maldito Presidente!

—Drew, enojarse no servirá de nada.

—¿Cuántas veces debo decirte que no soy Harry?

—Yo amaba a Harry, pero él tampoco era como tu. En fin, haz lo que tengas que hacer. En tu irritación, que probablemente es el único modo de hacer algo.

Latham cortó la comunicación e inmediatamente marcó el número de la embajada, exigiendo hablar con el embajador Courtland.

—¡No me importa que hora es! —gritó cuando el operador se opuso—. Ésta es una cuestión de seguridad nacional, y actúo por orden directa de Operaciones Consulares de Washington.

—Sí, habla el embajador Courtland. ¿Que puede ser tan urgente a esta hora?

—¿Este teléfono es seguro, señor? —preguntó Latham, en voz que era un murmullo.

—Espere un momento, pasaré a otra habitación. Tiene un teléfono controlado constantemente, y además, mi esposa está durmiendo. —Veinte segundos después, Courtland continuó desde un teléfono del piso alto.

—Muy bien, ¿quién es usted y de que se trata?

—Habla Drew Latham, señor…

—¡Dios mío usted está muerto! No entiendo…

—Usted no tiene que entender, señor embajador. Solo necesito que encuentre a los especialistas en la computadora, y ordene que vayan al subsuelo, donde está la máquina.

—Eso no es tan fácil… ¡Dios mío, usted fue asesinado!

—A veces las cosas son muy complicadas, pero por favor, haga lo que le pido… además usted tiene la autoridad necesaria para interrumpir la conversación telefónica de Witkowski y ordenarle que me llame.

—¿Dónde está?

—Él sabe. Deprisa. Tengo que salir de aquí en quince minutos, pero no puedo marcharme antes de hablar con él.

—Esta bien. Como le parezca… tal vez debí mencionar que me alegro de que este vivo.

—También yo. Adelante, señor embajador.

Tres minutos después llamó el teléfono de Latham.

—¿Stanley?

—¿Qué demonios sucede?

—Consiga que Karin y yo lleguemos cuanto antes a la embajada. —Drew explicó en pocas palabras lo que Vries le había dicho acerca de Alan Reynolds.

—Joven un par de minutos no cambiarán la situación. Aténgase al programa que yo tracé, y ordenaré que lo lleven a la embajada, y allí me reuniré con los dos.

Latham esperó; el infante de marina de Witkowski, con prendas civiles, llegó y recogió la maleta y el portafolios de Drew.

—Descienda dentro de cuatro minutos, señor —dijo el hombre—. Estamos preparados.

—¿Ustedes siempre se muestran tan corteses en estas situaciones? —preguntó Latham.

—Señor de nada sirve ponerse nervioso. Perjudica la claridad mental.

—¿Por qué me parece que ya escuché antes lo mismo?

—No lo sé. Lo veré abajo.

Tres minutos después, Drew salió por la puerta y se acercó a los ascensores. A esa hora el viaje a la planta baja insumió poco tiempo, pues el vestíbulo de hecho estaba desierto, excepto unos pocos trasnochadores la mayoría japoneses y norteamericanos todos los cuales se distribuyeron entre los distintos ascensores. Latham atravesó el piso de mármol, y sus movimientos eran actitudes típicas del militar, cuando de pronto hubo una sucesión de tremendos estampidos, que arrancaron ecos a las paredes y partían del entrepiso. Drew se abalanzó sobre un espacio que descubrió entre los muebles del vestíbulo, los ojos clavados en los dos hombres que estaban detrás del escritorio del portero. Vio que el estómago y el pecho de uno de ellos estallaba literalmente, en una monstruosa detonación, que desparramó las entrañas del hombre por todo el vestíbulo; el otro alzó la mano cuando le voló la cabeza, y los pedazos de cráneo se dispersaron por doquier. ¡Una auténtica locura! Otros disparos resonaron en el espacioso vestíbulo, seguido por voces que gritaron en un inglés con acento norteamericano.

—¡Lo tenemos! —gritó un hombre, que también estaba en el entrepiso—. ¡En las piernas!

—¡Está vivo! —rugió otro—. ¡Tenemos al hijo de perra! ¡Perdió la cabeza! ¡Grita y gime en alemán!

—Llévenlo a la embajada —dijo una voz mas tranquila en el vestíbulo, volviéndose hacia los aterrorizados empleados que estaban detrás del escritorio—. Ésta es una operación antiterrorista —continuó—. Ahora ha concluido, y ustedes pueden asegurar a los propietarios que se pagarán todos los gastos en concepto de daños, y que también se suministrará una indemnización generosa a las familias del personal que perdió trágicamente la vida. Aunque ahora les parezca que eso carece de sentido, murieron como héroes, y la agradecida Europa los honrará… ¡deprisa!

Los horrorizados empleados se inmovilizaron detrás del mostrador de mármol. El hombre de la izquierda comenzó a sollozar, mientras su colega extendió las manos hacia un teléfono, con movimientos lentos, como si estuviese en trance.

Latham y de Vries se abrazaron bajo la mirada desaprobadora del coronel Stanley Witkowski y el embajador Daniel Courtland, en la oficina que éste tenía en la embajada de Estados Unidos.

—¿Podemos ocuparnos del asunto inmediato, si lo permiten? —dijo el embajador—. El doctor Gerhardt Kroeger sobrevivirá, y nuestro equipo, los dos hombres especializados en la computadora, llegarán en un rato más. A decir verdad, uno ya está aquí, y su superior ha interrumpido sus vacaciones en los Pirineos, y viaja hacia aquí en avión. Y ahora, ¿pueden decirme qué demonios sucede?

—Algunas operaciones de inteligencia escapan a su control, señor embajador —replicó Witkowski—. Para su propia protección.

—Vea, a decir verdad esa frase me parece un tanto obscena, coronel. ¿Desde cuándo la inteligencia civil o la militar, o cualquiera de los ejercicios clandestinos tienen precedencia sobre el control definitivo del Departamento de Estado?

—Por eso se creó la sección de Operaciones Consulares —contestó Drew—. El objetivo fue coordinar el Departamento de Estado, el gobierno y los servicios de inteligencia.

—En ese caso, no puedo decir que ustedes hayan considerado ese propósito, ¿no les parece?

—En situaciones de crisis, no podemos permitirnos los retrasos burocráticos —dijo Latham con firmeza—. Y me importa un cuerno si esto me cuesta el empleo. Quiero llegar a la persona, a los individuos que mataron a mi hermano. Porque son parte de una enfermedad mucho más grave, que debe ser contenida… no mediante el debate burocrático, sino a través de la decisión individual.

—Courtland se acomodó mejor en su sillón. Finalmente dijo: —¿Y usted, coronel?

—He sido soldado toda la vida, pero aquí debo rechazar la cadena de mando. No puedo esperar que un Congreso declare la guerra. Estamos en guerra.

—¿Y usted, señora de Vries?

—Les di a mi marido… ¿qué más pueden desear?

El embajador Daniel Courtland se inclinó hacia adelante en su sillón, las dos manos sobre las sienes, los dedos masajeando la piel.

—He vivido con compromisos toda mi carrera diplomática —dijo—. Quizás es hora de cambiar. —Levantó la cabeza—. Probablemente seré enviado a Tierra del Fuego, pero adelante, mis queridos renegados. Porque ustedes tienen razón, hay momentos en que no podemos esperar.

Los tres renegados fueron llevados al lugar en que estaba la supercomputadora, unos diez metros bajo el sótano. Era un máquina enorme y temible; sobre una pared de casi tres metros había una placa de vidrio grueso, con discos giratorios detrás, docenas de discos que giraban y se detenían bruscamente, recogiendo la información que se les trasmitía.

—Hola, soy Jack Rowe, uno de los genios que colaboran en el funcionamiento de este sector —dijo un hombre de cabellos rubios y aspecto agradable, que tendría menos de treinta años—. Mi colega, si ha recuperado la sobriedad, llegará en pocos minutos. Aterrizó en Orly hace media hora.

—No suponía que sería atendido por algunos borrachos —exclamó Witkowski—. ¡Éste es un asunto grave!

—Coronel, aquí todo es grave… sí, sé quién es usted, pues aquí aplicamos el procedimiento operativo normal. Y usted también, hombre de Operaciones Consulares, y la dama, que probablemente hubiera podido ocupar un alto cargo en la OTAN si fuera hombre y vistiese uniforme. Aquí no hay secretos. Todo está en los discos.

—¿Podemos llegar a ese material? —preguntó Drew.

—Sólo cuando llegue mi compañero. Vean, él tiene el otro código, pues no se me permite manipular las dos cosas.

—Para ahorrar tiempo —dijo Karin—, ¿usted puede coordinar los datos de mi oficina con determinadas fechas, a medida que los recuerde?

—No es necesario, es una y la misma cosa. Usted nos aporta los datos, y lo que se haya registrado esos días aparecerá en la pantalla. No podría cambiar ni borrar eso, aunque quisiera.

—No es mi intención hacer ninguna de las dos cosas.

—Lo cual me alivia. Cuando recibí la orden del Gran Hombre, imaginé que tal vez se trataría de uno de esos episodios acerca de los cuales leemos en los libros de historia.

—¿Los libros de historia? —Witkowski frunció el entrecejo, indignado.

—Bien, yo tenía seis o siete años cuando sucedió todo eso, coronel. Quizá la palabra historia no es la apropiada.

—Besaré el trasero de un cerdo si eso es historia.

—Una frase interesante —dijo el joven técnico de cabellos rubios—. Las raíces de las lenguas vernáculas son para mí una suerte de afición. Lo que acaba de decir corresponde al irlandés o al europeo central, probablemente una lengua eslava, en los tiempos en que sus scrofa —cerdos o cochinos— eran una propiedad valiosa. Besar el trasero de un cerdo implicaba propiedad, en realidad era un símbolo de jerarquía. Y si ustedes reemplazan la palabra «un» por la palabra «mi», y por lo tanto hablan de «mi cerdo», la frase significa que ustedes eran bastante ricos, o esperaban serlo muy pronto.

—¿Eso es lo que ustedes hacen con las computadoras? —preguntó el asombrado Latham.

—Lo sorprendería las montañas de datos casuales de inteligencia que estos Grandes Pájaros pueden acumular. Cierta vez encontré un cántico latino, un cántico religioso, que se remontaba a un culto pagano de Córcega.

—Eso es muy interesante, joven —interrumpió Witkowski—, pero aquí lo que nos interesa es la velocidad y la exactitud.

—Coronel, le daremos ambas cosas.

—Digamos de pasada —observó Witkowski—, que la frase que usé era polaca.

—No estoy segura de eso —dijo Karin—. Creo que proviene de raíces gaélicas, más concretamente irlandesas.

—¡Y a mí me importa un cuerno! —exclamó Drew—. Karin, ¿quieres tener la bondad de concentrar tus esfuerzos en los días y los momentos que todavía recuerdas?

—Ya lo hice —replicó de Vries, abriendo su bolso—. Aquí están, señor Rowe.

Entregó al experto en computadoras una hoja de anotador.

—Estos materiales están por todas partes —dijo el técnico aficionado a las raíces vernáculas.

—Las anoté en una secuencia, es lo mejor que pude hacer.

—No es un problema para el pájaro más grande de Francia.

—¿Por qué llaman «pájaro» a este artefacto? —preguntó Latham.

—Porque vuela hacia el éter de la evocación infinita.

—Lamento haberlo preguntado.

—Pero esto ayudará, señora de Vries. Yo programaré mi parte, de modo que cuando llegue Joel puede introducir lo suyo, y comenzará el espectáculo.

—¿El espectáculo?

—La pantalla, coronel, la pantalla.

Mientras Rowe insertaba los códigos y liberaba su sector de la enorme computadora, y tecleaba los datos, se abrió la puerta metálica del complejo subterráneo y apareció otro técnico, que estaría al comienzo de la treintena, o quizá tendría unos pocos años más. Lo que lo distinguía de su colega era una larga y pulcra cola de caballo, sostenida en su lugar por una cinta azul que descansaba sobre la nuca.

—Hola —dijo amablemente—. Soy Joel Greenberg, el residente general de este sitio. ¿Qué haces, Esclavo?

—Esperándote, Genio Dos.

—Eh, soy el Número Uno, ¿recuerdas?

—Acabo de reemplazarte. Llegué primero —replicó Rowe, sin interrumpir el tecleo.

—Usted debe ser el encumbrado coronel Witkowski —dijo Greenberg, mientras extendía la mano al perplejo jefe de seguridad, cuya mirada hostil no trasuntaba mucho placer ante la visión del hombre esbelto de vaqueros azules y la chaqueta de cuello abierto, sin hablar de la cola de caballo. Es un honor conocerlo, señor, y lo digo en serio.

—Por lo menos usted está sobrio —dijo nerviosamente el coronel.

—No lo estaba anoche. ¡Caramba, como bailé!… Y usted debe ser la señora de Vries. Señora, los rumores no se equivocaban. Me parece espléndida, sobresaliente.

—Señor Greenberg, también soy agregada a la embajada.

—Estoy seguro de que mi jerarquía es superior a la suya, ¿pero qué importa?… Me disculpo, señora, no fue mi intención ofenderla. Sucede únicamente que soy del tipo entusiasta. No se habrá ofendido, ¿verdad?

—En absoluto —dijo Karin, riendo por lo bajo.

—Y usted debe ser nuestro hombre en Operaciones Consulares, ¿eh? —dijo Greenberg, mientras estrechaba la mano de Drew. Y un instante después su rostro recobró la seriedad—. Lo acompaño con todo el corazón, señor. Usted perdió un pariente, y eso es un golpe inesperado, ¿no es verdad? Usted perdió un hermano… sí, el Esclavo y yo fuimos informados del episodio… Bien, lamento sobre todo cómo sucedió. No sé qué más decir.

—Lo ha dicho muy bien, y lo aprecio… ¿Aquí hay otras personas que saben lo que usted acaba de decirme?

—Nadie, solamente Rowe y yo. Tenemos dos parejas de suplentes. La última salió cuando llegó el Esclavo, pero ninguna tiene los códigos necesarios para entrar en el superpájaro. Si cualquiera de nosotros sufre un accidente o un paro cardíaco, habrá un auténtico desastre en la OTAN.

—Nunca los vi en la embajada —dijo Witkowski—. Y estoy seguro de que los recordaría si me hubiese cruzado con ustedes.

—Coronel, no nos permiten fraternizar. Usamos una entrada especial, y tenemos nuestro propio y pequeño ascensor.

—Eso me parece un tanto excesivo.

—No lo es, si tiene en cuenta lo que está depositado en este Pájaro Madre. Las únicas personas aceptadas en esta función son los especialistas en computadoras, varones y solteros. Puede ser un enfoque machista, pero así son las cosas.

—¿Están armados? —preguntó Latham—. Es sólo curiosidad.

—Dos armas. Ambas Smith y Wesson, nueve milímetros. Tenemos una en la sobaquera, y la otra asegurada a la pierna. Y a propósito, estamos adiestrados en su uso.

—¿Podemos ponernos a trabajar? —dijo con firmeza Karin—. Creo que su compañero ya incorporó la información que necesito.

—De nada servirá hasta que yo la repita —dijo Greenberg; se encaminó hacia su silla, a la izquierda del gigantesco equipo, se sentó y comenzó a incorporar su código—. Imprímelo, mi querido esclavo, ¿quieres?

—Lo transfiero en una secuencia —respondió Rowe—. Está en tu sector. Repite y libera a pedido.

—Estoy contigo. —Noel Greenberg giró en su silla y habló a los tres intrusos—. A medida que repita los datos de mi compañero, aparecerá en la impresora, bajo la pantalla central. De ese modo, ustedes no necesitarán recordar todo lo que aparece en la película.

—¿La película?

—La pantalla, coronel, la pantalla —dijo Jack Rowe.

A medida que la impresora emitía una página tras otra, una fecha tras otra, Karin arrancaba el papel y lo estudiaba. Pasaron veinte minutos. Concluida la impresión, ella repasó todo el material, dibujando círculos con un lápiz rojo. Finalmente dijo, en voz baja pero enfática:

—Lo encontré. Las dos ocasiones en que regresé al sector de Transporte. Lo recuerdo exactamente… ¿Pueden indicarme ahora los nombres del personal de Documentos e Investigación que están sobre el lado izquierdo del corredor central? —Entregó a Greenberg las impresiones con los datos rodeados por un círculo rojo.

—Por supuesto —dijo el especialista de la cola de caballo, casi al mismo tiempo que su colaborador—. ¿Estás preparado, Jack?

—Adelante, Número Dos.

—Idiota.

Los nombres aparecieron en la pantalla antes de que hubiese concluido la demora de diez segundos correspondiente a la impresora.

—Señora de Vries, esto no le agradará —dijo el experto llamado Rowe—. De los seis días que usted mencionó, usted misma estuvo aquí tres veces.

—¡Eso es absurdo… una locura!

—Imprimiré esos datos, y veremos si puede recordar qué sucedió.

La pantalla presentó la información.

—¡Sí, eso es mío! —exclamó Karin, los ojos en la línea de letras verdes cuando aparecieron por primera vez—. Pero yo no estaba allí.

—Este Gran Pájaro no miente, señora —dijo Greenberg—. No sabría hacerlo.

—Pruebe las otras impresiones, y los datos correspondientes —insistió Latham.

Las letras verdes luminosas aparecieron de nuevo en la pantalla, y cada texto correspondía a diferentes oficinas. Y de nuevo, los datos identificados por Karin correspondían a otros dos sectores.

—¿Qué más puedo decir? No pude haber estado en tres oficinas al mismo tiempo. Alguien se ha infiltrado en estas sagradas computadoras.

—Eso exigiría una colección tan compleja de códigos, incluso con agregados y supresiones, que tendría que haber intervenido alguien con más conocimiento que el que tenemos Joel y yo —dijo Jack Rowe.

Lamento decirlo, señora de Vries, pero la información que Bruselas envió acerca de usted dejó claramente establecido que era una excelente experta en este sector.

—¿Y por qué habría de implicarme yo misma? ¿Con tres inserciones?

—No puedo contestar esa pregunta.

—Repase el personal superior, y no me importa si tiene que continuar hasta la salida del sol —dijo Drew—. Quiero ver todos los resúmenes, desde el Gran Jefe hasta el último empleado.

Pasaron los minutos, y la máquina continuó ofreciendo impresiones, estudiadas por todos, hasta que transcurrió una hora, y después una hora y media.

—¡Santo Dios! —exclamó Greenberg, contemplando su pantalla. Quizá tenemos aquí un probable.

—¿Qué es? —preguntó Witkowski con voz helada.

—A ninguno de ustedes les agradará esto. En todo caso, a mí no me complace.

—¿A quién se refiere?

—Léanlo ustedes mismos —dijo Joel, inclinando la cabeza, los ojos entrecerrados en un gesto de incredulidad.

—Oh, Dios mio —dijo Karin, la mirada fija en la pantalla central. ¡Se refiere a Janine Clunes!

—La corrijo —dijo el coronel—. Janine Clunes Courtland, la esposa del embajador, para ser exactos su segunda esposa. Trabaja en D e I, con su nombre de soltera por razones obvias.

—¿Cuales son sus calificaciones? —preguntó el asombrado Latham.

—Puedo mostrarlas en un par de minutos —replicó Rowe.

—No se moleste —dijo Witkowski—. Puedo presentarles un cuadro bastante exacto; no es frecuente que se pida a la sección seguridad que apruebe a la esposa del embajador. Janine Clunes, Universidad de Chicago, del equipo de pensadores de la entidad, título de doctora, y profesorado integral en ciencias de la computadora antes de casarse con Courtland, después de que éste se divorció hace aproximadamente un año y medio.

—Es brillante —agregó Karin—. También es la mujer más dulce y bondadosa de la sección. Si se entera de que alguien tiene un problema y cree que puede ayudar, acude inmediatamente a su marido. Todos la adoran porque, entre otras cosas, nunca aprovecha su posición; por el contrario, protege a los que llegan tarde, o no atinan a completar a tiempo sus tareas. Siempre está ofreciendo su ayuda.

—Una verdadera hada buena —dijo Drew—. Por Dios, ¿Courtland está en nuestra lista, la lista de Harry?

—No puedo creerlo —contestó el coronel—. No me inspira mucha simpatía, pero no puedo creerlo. Se mostró demasiado franco con nosotros, e incluso se arriesgó un poco. Le recuerdo, y eso vale para usted y para Karin, que no estaríamos aquí si él no nos hubiese facilitado las cosas, porque no nos llamaríamos en este lugar si no contáramos con la aprobación del Departamento de Estado, la CIA, el Consejo Nacional de Seguridad, y probablemente el Estado Mayor Conjunto.

—Las únicas personas excluidas son las que cumplen funciones en la Casa Blanca —dijo el irreverente Greenberg—. Por otra parte, ¿qué saben? Están muy atareados tratando de recuperar los lugares gratuitos para estacionar.

—Recuerdo haber leído acerca del divorcio de Courtland en The Washington Post —interrumpió Drew, mirando a Stanley Witkowski. Según recuerdo, entrego todo lo que tenía a su esposa y sus hijos, pues reconoció que los constantes traslados de un funcionario del Departamento de Estado no le permitían afrontar su responsabilidad en la educación de los hijos.

—Entiendo todo eso —dijo fríamente el coronel, mirando a su vez a Latham—. Pero eso no significa necesariamente que su esposa actual sea el otro informante.

—Por supuesto —intervino Jack Rowe—. Mi camarada de la computadora se limitó a decir que tenía un candidato posible, ¿no es así, Joel?

—Creo que dijo «probable», ¿no es así, Joel? —intervino Latham.

—Muy bien, Operaciones Consulares, porque sucede que creo en lo que dije. El Gran Pájaro nos suministró muchos elementos, y debemos considerarlos. No me diga que Courtland no conoce el pasado de esta dama en la OTAN, y por favor no me diga que no hablaron acerca del asunto. Su belleza, su actitud distante, sus tareas en la OTAN —todo eso es alimento sustancioso para los rumores. Afirmo que la señora de Vries era el candidato lógico para la sospecha. Por lo menos, desvía la atención de la gente, que así no se ocupa del auténtico topo.

—¿Y los idiomas? —dijo Latham, volviéndose hacia Karin—. Tendrían que ser importantes.

—Janine habla un francés y un italiano aceptables, pero su alemán es totalmente fluido… —De Vries se interrumpió, consciente de lo que acababa de decir.

—Una candidata «probable» —murmuró Drew—. Y ahora, ¿hacia donde vamos?

—Yo ya fui —replicó Greenberg—. Acabo de enviar un pedido a Chicago, solicitando datos completos de la profesora Clunes. Ese material está acumulado en la computadora, de modo que lo tendremos en un minuto o dos.

—¿Cómo puede estar seguro? —preguntó Karin—. Allá es casi la medianoche.

—¡Silencio! —murmuró el especialista en la computadora, en una actitud de fingido secreto—. Chicago es una base de datos financiada por el gobierno, lo mismo que el equipo destinado a prever los terremotos; pero no se lo diga a nadie. Alguien siempre está de guardia, porque los que viven del dinero de los contribuyentes no desean verse en dificultades acusados de retener información solicitada por una máquina como la nuestra.

—¡Aquí vienen! —exclamó Jack Rowe, mientras la pantalla se encendía a causa de la emisión proveniente de Chicago.

La mujer llamada Janine Clunes ocupó el cargo de profesora plena de ciencias de la computadora durante un periodo de tres años, previos a su reciente matrimonio con Daniel Courtland, que entonces era embajador en Finlandia. Tanto los miembros del claustro como los estudiantes tenían elevada opinión de ella, por su capacidad para explicar con mucha claridad los problemas de la computadora. Se mostraba activa en los debates políticos del claustro; era una firme conservadora cuando no abrazaba las causas populares; pero su personalidad seductora suavizaba las reacciones negativas. Se rumoreaba que tubo varias aventuras mientras cumplía su residencia, pero nada importante o perjudicial para su prestigio. Sin embargo, se observó que, con excepción de los episodios políticos, no aparecía a menudo en las ocasiones sociales, y vivía fuera del claustro, en Evanston Illinois, a una hora de automóvil de la universidad.

Sus antecedentes son muy conformistas por referencia a la época en que vivimos. Emigró de Baviera a fines de los años cuarenta, cuando era muy pequeña, después del fallecimiento me sus padres, y la criaron sus parientes, el señor Charles Schneider y su esposa, en Centralia, del condado de Marion, Illinois. Su foja de servicios demuestra que era una alumna destacada en el colegio secundario que ganó una Beca al Mérito para asistir a la Universidad de Chicago, y que después de obtener el diploma de bachiller la licenciatura y el doctorado, se le ofreció un cargo en la facultad. Realizó frecuentes viajes como asesora política honoraria a Washington, D. C., donde conoció al embajador Courtland. Eso es mas o menos todo, París. Saludos, Chicago. —Eso no es más o menos todo— dijo tranquilamente Witkowski, mientras leía las letras verdes brillantes en la pantalla. Es una Sonnenkind.

—Stanley, ¿de qué demonios está hablando?

—Creí que la teoría de los Sonnenkind estaba desacreditada —dijo Karin en voz baja, casi audible.

—A juicio de la mayoría de la gente —replicó el coronel—, pero no a mi entender. Nunca rechacé esa posibilidad. Y veo lo que está sucediendo ahora.

—¿Qué es un Sonnen… en fin, lo que sea?

—Un concepto, Drew. La premisa era que antes y después de la guerra los fanáticos del Tercer Reich enviaron a un conjunto selecto de niños a diferentes padres en todo el mundo; su misión era educar a los kinder de modo que ocuparan cargos influyentes y poderosos, y allanasen el camino de un Cuarto Reich.

—Eso es mera fantasía sería imposible.

—Quizá no lo fue —dijo Witkowski—. ¡Por Dios, el mundo ha enloquecido! —estalló el jefe de seguridad de la embajada.

—Un momento —dijo Joel Greenberg, que estaba frente a la computadora, y que con su advertencia se impuso a la explosión de Witkowski—. Aquí viene un agregado que envía Chicago. Presten atención al espectáculo.

Todas las cabezas se volvieron hacia la pantalla y las letras intensamente verdes.

Mas información acerca de Janine Clunes. Aunque defendía las causas conservadoras, se opuso violentamente a la marcha nazi a través de Skokie, Illinois. Ocupó el estrado el día del desfile, a su propio riesgo, y afirmó que ese episodio era una manifestación de barbarie.

—¿Qué le parece, Stanley? —preguntó Drew.

—Te diré que me parece —lo interrumpió de Vries—. ¿Qué mejor modo de apoyar un plan en definitiva horrible, que precisamente negándolo? Tal vez usted tiene razón, coronel. Es posible que la operación Sonnenkind esté desarrollándose.

—En ese caso, explíquenme cómo puedo acercarme al embajador. ¿Qué demonios puedo decirle? ¿Que está viviendo y durmiendo con una hija del Tercer Reich?

—Permítame resolver esto, Stanley —dijo Latham—. Yo soy el coordinador, ¿verdad?

—¿Y qué piensa decirle jovencito?

—¿Acaso otro puede hacerlo? Quizá un hombre a quien ambos apreciamos. Wesley Sorenson.

—Que Dios se apiade de su alma.

El teléfono sonó sobre la computadora de Rowe. El especialista atendió la llamada.

—Aquí, S–Dos, ¿qué sucede?… Sí señor inmediatamente señor. —Se volvió hacia Witkowski—. Coronel, tiene que ir inmediatamente a la sección médica. Su «detenido» está despierto y habla.