Drew Latham, con el portafolios en la mano, se presentó en la recepción del Intercontinental. Depositó sobre el mostrador una orden de reserva de la Embajada de Estados Unidos, y una tarjeta militar de identificación. Fueron recogidas rápidamente y estudiadas por un empleado del hotel, que extrajo una tarjeta de su propio archivo.
—Ah, oui, coronel Webster, usted es un huésped bienvenido. La embajada solicitó una minisuite, y aunque usted no lo crea encontramos algo muy apropiado. Una pareja española se retiró temprano.
—Estoy muy agradecido.
—Además —dijo el empleado, leyendo la tarjeta—, es posible que usted reciba visitantes, y debemos avisarle antes de suministrar el número de su habitación, ¿n’est–ce pas?
—Efectivamente.
—¿Su equipaje, Monsieur?
—Lo dejé junto al escritorio del portero, y le suministré mi nombre.
—Excelente. De modo que usted es un viajero.
—El ejército me obliga a ir de un lugar a otro —dijo Drew, firmando el registro. Anthony Webster coronel del ejército de Estados Unidos. Washington, D. C., Estados Unidos.
—Ah, qué interesante. —El empleado retiró el anotador y los datos asentados en el registro del hotel.
Desvió los ojos y tocó la campanilla.
—Lleve a Monsieur le Colonel a la Suite 703, e informe al portero que suba el equipaje. El nombre es Webster.
—Oui —replicó el botones uniformado—. Sígame, Monsieur. Su equipaje llegará en pocos minutos.
—Gracias.
El traslado al séptimo piso en el ascensor fue una experiencia sin incidentes, excepto la presencia de una pareja norteamericana de mediana edad, en que los dos cónyuges discutían. La mujer, los cabellos azulados y el cuello y las muñecas cargados de joyas, criticaba ásperamente a su obeso marido que llevaba puesto un Stetson de ala ancha.
—Lucas, ¡por lo menos podrías mostrarte agradable!
—¿Mostrarme agradable por qué? No puedo conseguir una auténtica limusina, solo uno de esos vehículos minúsculos en que uno apenas puede meter el trasero, y nadie habla inglés norteamericano, hasta que les das una propina, y entonces dirías que se criaron en Texarkana.
—Eso es porque no sabes manejar el dinero.
—¿Y tú lo sabes?
—Voy de compras, ¿sabes lo que le diste al último taxista?
—Demonios, no. Sencillamente, extraje un poco de papel moneda del bolsillo.
—El viaje costaba cincuenta y cinco francos, más o menos diez dólares. Le diste cien francos, es decir casi veinte dólares.
—Que me ahorquen. Quizás por eso se quedó mirándome y parpadeando cuando tu descendiste, y dijo en perfecto inglés que estaría frente al hotel la mayor parte de la noche, y que fuese a buscarlo.
—¡De veras!
Felizmente, el ascensor llegó al sexto piso, se abrió la puerta y la pareja descendió.
—Pido disculpas por mis compatriotas —dijo Drew, que no sabía qué decir al ver el entrecejo fruncido del botones.
—No se preocupe Monsieur le Colonel. Es muy posible que bien entrada la noche ese caballero esté en la calle buscando el mismo taxi.
—Trouché.
—D’accord. Éste es el París de sus sueños, ¿n’est–ce pas?
—C’est vrai, me temo.
—Todo eso es muy inofensivo… Éste es su piso, Monsieur.
La suite era pequeña, un dormitorio y un saloncito contiguo, pero el ambiente era encantador, muy europeo, y lo que la convertía en un sitio destacado era una botella de whisky en el bar. Witkowski seguramente había sentido atisbos de culpabilidad, lo cual era muy conveniente. Latham detestaba el maldito uniforme. El pecho, la cintura y el trasero estaban enterrados en una especie de tubo de lienzo. ¿Cómo era posible que en las fuerzas armadas no se observaran renuncias en gran escala, nada más que sobre la base de las prendas de vestir?
Tan pronto se fue el botones, Drew esperó que llegase su maleta, que incluía una muda completa de prendas civiles, retiradas de su apartamento por una Karin de peluca rubia. Se quitó la sofocante túnica, se sirvió una copa, encendió el televisor, pasó los canales hasta que encontró la estación CNN, y se sentó.
En ese momento transmitían noticias deportivas, referidas principalmente al béisbol norteamericano, un tema que no le interesaba; cuando llegara la temporada de hockey, la cosa sería distinta.
Sonó la campanilla; era un joven botones con la maleta de Drew. El norteamericano agradeció y le dio una propina, y asombrado oyó que decía:
—Esto es para usted, Monsieur. —El jovencito de ojos grandes le entregó una nota—: Es… ¿como se dice? ¿Confidentiel?
—Así es, y muchas gracias.
«Llame a la habitación 330. Un amigo».
¿Karin? Ese comportamiento imprevisible era característico en ella. Ahora eran amantes… Más que amantes. Había entre ellos algo que nadie podría arrebatarles. ¡Y eso era tan típico de ella! Descolgó el teléfono, estudió las instrucciones impresas, y marcó:
—Caramba, lo conseguí —dijo, tan pronto una persona atendió la llamada.
—Hola, ¿de modo que eres tú? —dijo una voz masculina en la línea.
—¿Que? ¿Quien es usted?
—Vamos, Bronco, ¿no reconoces a tu viejo compañero de los Manitoba Stars? ¡Habla Bell Lewis! Te vi en el vestíbulo. ¡Al principio pensé que estaba viendo doble, pero comprendí que eras tú! Por supuesto, te quitaste la gorra y pensé que yo estaba loco, hasta que te vi caminar en dirección a los ascensores.
—Yo… realmente no sé de qué está hablando.
—¡Termina de una vez, Bronco! El pie derecho. ¿Recuerdas cuando un hombre de los Toronto Comets te golpeo el tobillo? Te curaste en pocas semanas, y regresaste al hielo, pero tu pie derecho siempre quedó un poco torcido, apenas un desvío leve, hacia la izquierda. Nadie que no te conozca lo notará, pero yo sé a qué atenerme. ¡Sabía que eras tú!
—Está bien, está bien, Benny, soy yo, pero no puedes decir una palabra a nadie. Ahora trabajo para el gobierno y tienes que mantener la boca cerrada.
—Comprendo, amigo. Sabes, jugué para los Rangers durante dos temporadas…
—Lo sé, Benny, lo hiciste muy bien.
—Al demonio con eso. En el tercer encuentro me eliminaron.
—A veces sucede.
—No si hubieras sido tú. Eras mejor que cualquiera de nosotros.
—Eso es historia. ¿Cómo me encontraste, Ben?
—En el escritorio del portero. Pregunté adónde dirigían la maleta.
—¿Te lo dijeron?
—¡Por supuesto, porque afirmé que esa maleta era mía!
—Caramba, me traes recuerdos. Solíamos ir a un restaurante caro en Montreal, llegaba la cuenta, y si era excesiva, tú decías que pertenecía a otra mesa, o a un cliente que estaba más lejos, hasta que te traían una factura bastante reducida, que tú podías aceptar. ¿Qué estás haciendo en París?
—Estoy en el negocio de las comidas rápidas, y represento a las principales compañías; reclutan a tipos como tú y como yo, porque tenemos buena musculatura, y gozamos de cierta reputación. ¿Me creerás si te digo que mi resumen biográfico afirma que fui una estrella con los Rangers? ¿Qué saben aquí de todo eso? Yo era un hombre de segunda fila, pero estaba bien desarrollado.
—Yo jamás pude alcanzar la preparación atlética que tú tenías.
—No, no pudiste. Eras, como decía un periódico de Toronto, «todo tendones y rapidez». Ojalá hubieran dicho lo mismo de mí.
—Repito que eso es historia, Ben, pero debo decirte una vez más que es necesario que olvides que me viste. Es muy importante que lo recuerdes.
—Por supuesto, amigo. —El hombre llamado Lewis eructó, y después hipo dos veces.
—Benny —dijo Latham con voz firme—. ¿No habrás vuelto otra vez a la bebida, verdad?
—No —contestó el vendedor internacional de comidas rápidas, combinando otro eructo y otro hipo—. Pero qué demonios, amigo, esto es París.
—Te hablaré después, muchacho —dijo Latham, y cortó la comunicación. Apenas lo hizo, el teléfono llamó de nuevo—. ¿Sí?
—Soy yo —dijo Karin de Vries—. ¿Todo salió bien?
—No, maldito sea, un antiguo amigo me identificó.
—¿Quién?
—Un antiguo jugador de hockey de Canadá.
—¿Constituye un problema?
—No lo creo, pero es alcohólico.
—Entonces, es un problema. ¿Cómo se llama?
—Ben… Benjamín Lewis. Está en la habitación trescientos treinta.
—Nos ocuparemos de eso… ¿cómo estás, querido?
—Deseando que me acompañes, así estoy.
—Lo he decidido.
—Santo Dios, ¿qué decidiste? ¿Me conviene oírlo o no?
—Espero que sí. Te amo, Drew, y como tú dijiste, y con mucha razón, la cama no es más que una pequeña parte del asunto.
—Yo te amo lo mismo, no puedo encontrar las palabras necesarias para decírtelo…
—¡Me parece increíble que haya dicho esto hace un instante! Nunca creí que podría suceder…
—Tampoco yo. Ojalá no nos equivoquemos.
—Lo que sentimos no puede estar equivocado.
En pocos días hemos afrontado más cosas que la mayoría de la gente en una vida entera. Hemos sido probados, y ninguno de los dos quedó destruido. En cambio, nos hemos encontrado uno al otro.
—La europea que hay en mí puede afirmar que eso no es concluyente, pero sé lo que sientes, porque yo también lo siento. Lo siento, y experimento un deseo doloroso de estar contigo.
—Entonces, ven al hotel, con peluca rubia y todo.
—Esta noche no, querido. El coronel nos sometería a una corte marcial. Quizás mañana.
En el lapso de una hora, cuando era apenas mediodía en Nueva York, el presidente de la Asociación Empresaria Internacional de Servicios Gastronómicos, instalada en la Sexta Avenida, recibió una llamada de Washington. Treinta minutos después, uno de sus representantes, una ex estrella de los Rangers de Nueva York, que en ese momento estaba en París, recibió la orden de trasladarse a Oslo, Noruega, para preparar el camino a la explotación de nuevas oportunidades comerciales. Había una sola dificultad de carácter secundario. El vendedor en cuestión estaba completamente borracho en su cama, y hubo que apelar a dos de los ayudantes del portero para despertarlo y conseguir que atendiese la llamada, ayudarlo a preparar el equipaje y depositarlo en un taxi que se dirigió al Aeropuerto de Orly.
Por desgracia, como todo era un tanto desordenado, Benjamín Lewis se dirigió a la línea equivocada, perdió el avión, y compró un billete para Helsinki, pues no podía recordar el nombre de Oslo; pero sabía que su empleador había mencionado una ciudad escandinava, y él nunca había estado en Helsinki. Tal es el destino de los que interfieren en las grandes operaciones de inteligencia.
En mitad del vuelo, Benny de pronto recordó a Oslo, y preguntó a la azafata si podía salir de la cabina y hacer señas a otro avión. La azafata, una espléndida rubia finlandesa, lo escuchó con simpatía, pero le explicó que no sería buena idea. De modo que Benny la invitó a una cena tardía en Helsinki. Ella rehusó cortésmente.
Wesley Sorenson abandonó las oficinas de Operaciones Consulares y fue llevado a la casa de seguridad de Fairfax, Virginia, donde retenían a los dos revolucionarios nazis. Mientras el automóvil atravesaba los portones y se internaba en un largo sendero circular que conducía a la imponente entrada principal, el director de Operaciones Consulares trató de recordar todas las maniobras que había utilizado en sus interrogatorios de campo. Por supuesto, el primero era: «Eh, amigos, prefiero verlos vivos antes que muertos, pero eso no lo decido yo, espero que ustedes lo comprendan así. Aquí no podemos jugar; hay un sótano con paredes que no dejan pasar los sonidos. Los muros están bastante marcados a causa de las ejecuciones precedentes»… etcétera, etcétera.
Naturalmente, no había esa pared, ni una habitación de esas características, y en general sólo los prisioneros más fanáticos descendían en el ascensor revestido de negro para ir al encuentro de la muerte. Los que decidían recorrer esos breves quince metros recibían una inyección de derivados de la escopolamina, y se sentían tan agradecidos cuando revivían que normalmente cooperaban sin desmayos.
El amplio calabozo para dos hombres no tenía las características de una cárcel. Medía seis metros de largo por cinco de ancho, e incluía dos camas de tamaño normal, un fregadero, un inodoro separado del resto, un pequeño refrigerador y un televisor. Se parecía más a una habitación de hotel de precio moderado que al anexo de la antigua cárcel de Alcatraz o de Attica. Lo que los prisioneros no sabían, pero probablemente sospechaban, es que en las paredes había cámaras disimuladas, y que ellas cubrían todo el espacio posible.
—¿Puedo entrar, caballeros? —dijo Sorenson, deteniéndose junto a la puerta del calabozo—. ¿O prefieren que hable alemán para entenderme mejor?
—Hablamos bien el inglés, mein Herr —replicó el más sereno, París Dos—. Fuimos capturados, y por lo tanto, ¿qué podemos decir?… ¿No, usted no debe entrar aquí?
—Entiendo que ésa es una respuesta afirmativa. Gracias.
—Que el guardia y su arma permanezcan afuera —dijo París Cinco, un hombre menos cordial.
—Yo no dicto los reglamentos. —Sorenson entró en el calabozo acompañado por el guardia, que retrocedió hasta la pared contraria, y retiró de la cartuchera su arma corta—. Creo que debemos hablar, y hablar seriamente, caballeros.
—¿De qué tenemos que hablar? —preguntó París Dos.
—De la posibilidad de que ustedes vivan o mueran. Supongo que ésa es la cuestión fundamental —replicó el director de Operaciones Consulares—. Ustedes comprenden, la decisión no es mía. Abajo, unos seis o siete metros bajo el nivel del suelo, hay una habitación… —Sorenson describió la cámara de ejecución, lo cual provocó la incomodidad de París Cinco, y una recepción más fría de Cero Dos, que continuó mirando fijamente al director, una sonrisa tensa en los labios.
—¿Usted cree que nuestra adhesión a la causa es tan firme que le ofreceremos una excusa para matarnos? —dijo—. A menos que esté predispuesto a dar ese paso.
—En este país consideramos que quitar la vida es algo muy serio. Nunca se habla de predisposición, ni se acepta a la ligera la necesidad de dar ese paso.
—¿De veras? —continuó diciendo París Dos—. Entonces, ¿por qué sucede que fuera de ciertos estados árabes, de China, y de lo que queda de Rusia, ustedes son el único país del mundo civilizado que conserva la pena de muerte?
—Se trata de la voluntad del pueblo… por supuesto, en ciertos estados. Sin embargo, la situación en que ustedes se encuentran excede la política nacional. Ustedes son asesinos internacionales, terroristas que operan en nombre de un partido político desacreditado que no se atreve a dar la cara, porque sería denunciado a través del mundo.
—¿Está tan seguro de esto? —interrumpió París Cinco.
—Yo diría que sí.
—¡En ese caso, está equivocado!
—Lo que mi camarada está diciendo —intervino Dos— es que quizá tenemos más apoyo que lo que usted cree. Considere el caso de los nacionalistas rusos extremos. ¿Son tan diferentes del Tercer Reich? Y los fanáticos derechistas en Estados Unidos, y sus hermanos, los fundamentalistas religiosos que queman libros; el programa de actividades de esa gente podría haber sido redactado por Hitler y Goebbels. No, mein Herr, nuestras metas de higienización concitan mucha más simpatía que la que usted podría imaginar.
—Ojalá que no.
—La esperanza es una cosa con plumas, como lo sugirió uno de los mejores escritores norteamericanos, ¿no es así?
—Sucede que yo no creo eso; pero usted es un joven bastante culto, ¿verdad?
—He vivido en distintos países, y espero haber asimilado parte de la cultura de cada uno.
—Usted mencionó algo acerca del nivel de adhesión —dijo Sorenson. Me preguntó si creía que ustedes profesaban una adhesión «tan firme» que yo podría utilizar ese compromiso como excusa para ejecutarlos.
—Dije «para matarnos» —corrigió Cero Dos—. La ejecución implica una justificación legal.
—Para lo cual, en este caso, hay pruebas más que sobradas. Me refiero a los intentos y al asesinato final del oficial Latham.
—¡Es la guerra! —afirmó París Cinco—. ¡En la guerra, los soldados matan a otros soldados!
—No tengo conciencia de que haya existido una declaración de hostilidades, ni una llamada nacional a las armas. Por consiguiente, es asesinato puro y simple… De todos modos, esto es puramente académico, y excede mis posibilidades de control. Yo solamente puedo transmitir información; la decisión corresponde a mis superiores.
—¿Qué clase de información? —preguntó Dos.
—¿Qué pueden ofrecernos ustedes a cambio de su vida?
—¿Por dónde quiere empezar… en el supuesto de que poseamos dicha información?
—¿Quiénes son sus colegas en Bonn?
—Puedo responder sinceramente a esa pregunta. No lo sabemos… Retrocedamos un poco, mein Herr. Somos un grupo selecto que vive una vida extraordinaria, las fantasías de todos los jóvenes que están soberbiamente entrenados para cumplir órdenes. Estas órdenes nos llegan a través de códigos, los cuales cambian constantemente. —París Dos describió las formas de vida de su grupo, como había dicho a Cero Cinco que haría en el viaje a Washington—. Somos las tropas de choque, las tropas de asalto si así lo desea, y mantenemos contacto con nuestras unidades en todos los países. Jamás se utilizan nombres el prefijo Cero es París —yo soy París, Cero Dos— Estados Unidos es el prefijo Tres, y el nombre del lugar siempre va primero.
—¿Cómo establecen contacto?
—Utilizando números telefónicos seguros indicados por Bonn. También en este caso se utilizan dígitos, no nombres.
—Con respecto a este país, ¿qué puede decirnos que me convenza de que debo recomendar compasión con respecto a las ejecuciones?
—Mein Gott, ¿por dónde quiere que empiece?
—Por donde se les antoje.
—Muy bien, comencemos con el vicepresidente de Estados Unidos.
—¿Que?
—Es uno de los nuestros, y hasta la médula. Después está el presidente de la Cámara de Representantes, por supuesto un hombre de antepasados alemanes, un anciano caballero que se declaró objetor de conciencia durante la Segunda Guerra Mundial. Por supuesto hay otros, muchos otros, pero sus nombres o cargos dependerán de lo que usted recomiende al comité de ejecución.
—Quizá ustedes mienten absolutamente.
—Si eso es lo que cree, más vale que nos fusile.
—Ustedes son basura.
—¡Como lo es usted a nuestros ojos! —gritó París Cinco—. Pero el tiempo está de nuestro lado, no del suyo. Más tarde o más temprano el mundo despertará y verá que tenemos razón. Los negros deshumanizados cometen la gran mayoría de los delitos; los árabes constituyen los grupos más nutridos de terroristas, y los judíos son los manipuladores del mundo, y estafan y corrompen todo lo que está a su alcance… ¡todo para ellos, nada para el resto!
—Pese a mi apasionado colaborador, ¿desea nuestra información o no? —preguntó Cero Dos—. Me encantaba mi vida de privilegio en París, pero si hay que suspenderla, ¿por qué no promovemos un cambio total?
—¿Puede suministrar pruebas de las absurdas acusaciones que ha formulado?
—Solo podemos decirle lo que nos dijeron. Pero le ruego recuerde que somos el núcleo selecto de la Fraternidad.
—Die Briiderschaft —dijo el director de Operaciones Consulares, y en su voz se manifestaba la repulsión.
—Exactamente. Ese nombre recorrerá el globo y será honrado.
—No será así si depende de mí.
—Pero ¿depende de usted, mein Herr? Usted no es más que un pequeño engranaje con muchas ruedas, lo mismo que yo. Francamente, todo el asunto ya me aburre. Dejemos que la historia siga su curso inevitable, que no puede cambiar por la voluntad de hombres como usted y como yo. Por otra parte, prefiero más bien vivir que morir.
—Hablaré con mis superiores —dijo fríamente Wesley Sorenson, se encaminó hacia la entrada, e hizo una señal al guardia.
Cuando los dos hombres desaparecieron, París Dos tomó un anotador y cubriendo la mano que escribía redactó en alemán: «No puede darse el lujo de ejecutarnos».
—Monsieur Ambassadeur —dijo Moreau, que estaba solo con Heinrich Kreitz en la oficina que éste ocupaba en la Embajada de Alemania—. Confío en que no se hará una grabación de nuestra conversación. A ninguno de los dos nos conviene.
—No hay grabación —replicó el anciano embajador, que con su reducida estatura, la cara pálida y arrugada y los anteojos con marco de acero parecía más bien un gnomo castigado por las inclemencias del tiempo que un gigante intelectual de Europa—. Tengo la información que usted solicitó…
—Que solicité usando una línea segura, —interrumpió el jefe del Deuxième Bureau, sentado frente al escritorio.
—Naturalmente. Le doy mi palabra en ese sentido… Los registros se remontan a los primeros datos acerca de la niñez y la familia de Gerhardt Kroeger, la formación universitaria y médica, la designación en un hospital y más tarde su retirada de Nuremberg. Es una carpeta notable, que reseña los triunfos de un hombre brillante; y con la posible excepción del momento en que renunció bruscamente a la comunidad médica, no hay nada que implique impropiedad, y mucho menos simpatía por los movimientos neonazis. Naturalmente, preparé una copia para usted.
—Kreitz se inclinó hacia adelante y depositó el sobre de papel madera cerrado frente a Moreau, que lo recogió, impresionado por el grosor y el peso.
—Ahórreme un poco de tiempo, si está a su alcance, señor.
—No hay nada más importante que nuestra investigación combinada. Adelante.
—¿Leyó detenidamente este material?
—Como si fuera una tesis doctoral que debo aceptar o rechazar. Muy detenidamente.
—¿Quiénes eran los padres?
—Sigmund y Elsi Kroeger, y usted acaba de rozar el primer dato que desacredita cualquier relación con los neonazis. Sigmund Kroeger fue mencionado oficialmente como desertor de la Luftwaffe durante los últimos meses de la guerra.
—Sucedió lo mismo con millares de hombres.
—Quizá de la Wehrmacht, no de la Luftwaffe, y el número de altos oficiales que desertaron fue aun más reducido. Kroeger padre era un mayor condecorado, y por el propio Goering. Los registros militares, los nuestros y los de los aliados, demuestran que si la guerra hubiese continuado y hubieran capturado a Kroeger, lo habrían sometido a una corte marcial y fusilado. Eso lo habría hecho el Tercer Reich.
—¿Qué le sucedió después de la guerra?
—Las complicaciones habituales. Había volado con su Messerschmitt sobre las líneas aliadas, se arrojó en paracaídas, y dejó que su avión cayese a tierra. Los soldados británicos evitaron que los aldeanos de la zona lo matasen, y se le concedió la condición de prisionero de guerra.
—Y después de la rendición, ¿lo repatriaron?
—Otros problemas… ¿qué puedo decirle? Era hijo de un industrial que empleaba a centenares de personas. Sin embargo, en último análisis era un desertor, y no un abnegado partidario, lo cual ciertamente no auguraba que su hijo llegaría a merecer esa calificación.
—Sí, comprendo. ¿Y su esposa, la madre de Gerhardt?
—Una sólida Hausfrau de la alta clase media, que probablemente detestaba la guerra. En todo caso, nunca se dijo que ella había sido miembro del Partido Nacional Socialista, y tampoco se supo nunca que hubiera asistido a alguna asamblea.
—No era precisamente una influencia pronazi.
—Eso es lo que intento decirle.
—Y la formación universitaria y médica de Kroeger, ¿había grupos estudiantiles contrarios a la democratización de Alemania, continuadores del Tercer Reich que podrían haber impresionado al joven Kroeger?
—No que yo sepa. En general, sus profesores lo consideraban un hombre de carácter reservado, un erudito nato y un médico en formación realmente destacado. Su residencia en cirugía fue tan soberbia que se le permitía operar meses antes de que esa rutina fuese un hecho aceptado.
—¿La especialización?
—El cerebro. Dicen que tenía manos de oro y dedos de mercurio; cita directa del famoso Hans Traupman, otro gigante en la especialidad.
—¿Quién?
—Traupman, Hans Traupman, jefe de cirugía de cráneo, de Nuremberg.
—¿Son amigos?
—Fuera de una asociación profesional, no hay referencia concreta a una relación amistosa.
—Sin embargo, elogió desmedidamente a un subordinado.
—Moreau, no todos los cirujanos son mezquinos.
—Imagino que tiene razón. ¿Hubo conclusiones u opiniones acerca de los motivos por los cuales Kroeger renunció a su cargo e inmigró a Suecia?
—No, fuera de su propio enunciado muy emotivo. Había estado ejecutando operaciones muy delicadas, por no decir inquietantes, durante casi veinte años. Su juicio personal era que estaba agotado, se había originado un temblor en esos dedos «de mercurio», y él no deseaba arriesgar la vida de los pacientes. Una actitud admirable.
—Y que podría confundir a cualquiera —dijo en voz baja Moreau. ¿Alguien fue a verlo donde está ahora?
—Solo se tienen informes de oídas, como usted verá en el prontuario. Algunos ex colegas que tuvieron noticias suyas, cuando mucho hace menos de cuatro años dijeron que inauguró un consultorio bajo un nombre sueco, al norte de Göteborg.
—¿Quiénes son esos «ex colegas»?
—Los nombres están en el informe. Puede buscarlos personalmente, si lo desea.
—Lo deseo.
—Bien, Monsieur Moreau —dijo el embajador alemán, y su cuerpo enjuto y de escasa estatura se acomodó mejor en el sillón—, creo que es hora de que usted se sincere conmigo. Cuando hablamos —por una línea segura, como usted reclamó— usted dio a entender que cierto Gerhardt Kroeger, cirujano, podía ser parte del movimiento nazi. Pero no aportó evidencia, y mucho menos pruebas. En cambio, en una actitud insultante, usted dijo que si mi gobierno a través de esta oficina rehusaba satisfacer su reclamación y suministrarle un informe completo acerca de Kroeger, usted se quejaría al Quai d’Orsay diciendo que podía suponerse que estábamos ocultando la identidad de un poderoso miembro del nuevo grupo nazi. Tampoco en este caso hubo evidencia o pruebas; y una vez que usted incorpore ese informe a su sistema, es muy posible que un médico inocente que vive en Suecia vea amenazada su propia vida, pues yo no dudo de que usted encontrará a ese hombre. Ahí está su información, Monsieur Moreau. Deme algo, aunque sea sólo para aliviar mi conciencia, pues como ya dije antes, estoy seguro de que usted lo encontrará.
—Lo hemos encontrado, Monsieur Ambassadeur. Está aquí, en París, a menos de veinte calles de distancia. Su misión es encontrar a Harry Latham y matarlo. Pero ¿por qué él? ¿Por qué un médico, un cirujano? Éste es el interrogante al que debemos contestar.
En la calle, Moreau se dirigió directamente al vehículo del Deuxiéme Bureau, ascendió y con un gesto indicó al chófer que pusiera en marcha el automóvil; y después se apoderó del teléfono que comunicaba con la embajada. Marcó el número de una casa estéril.
—¿Jacques?
—¿Sí, Claude?
—Realice una investigación profunda de un médico llamado Traupman, Hans Traupman, cirujano de Nuremberg.
La noche pasaba lentamente, con excesiva lentitud para el nervioso Drew Latham. La suite del hotel era su cárcel personal; incluso el aire reciclado comenzaba a parecerle opresor. Abrió una ventana, y la cerró inmediatamente; la noche Parisiense era húmeda, y prefería el aire acondicionado. Había pasado demasiado tiempo enclaustrado, como el fugitivo que supuestamente era. Necesitaba salir, como había hecho la víspera por la tarde, cuando había visitado su propio apartamento en la rue du Bac acompañado por el infante de marina. Había permanecido allí menos de una hora, y estuvo apenas unos minutos en la calle; pero esa hora, y esos minutos, fueron un breve respiro que vino a aliviar el encierro sofocante y restrictivo de la Maison Rouge de los Antinayous, el apartamento de Witkowski o incluso el de Karin, no, el de Karin no. Eso había sido una suerte de liberación que lo salvaba de otra cosa, algo de lo cual había estado huyendo durante años, y era espléndido, cálido y reconfortante.
Pero ahora, ahora necesitaba sentirse de nuevo un hombre libre, aunque fuese por un rato; tenía que caminar por las calles entre la gente, quizá era así de sencillo. Había hablado con Karin dos horas antes, cuando ella aún estaba en la embajada, y convinieron que en beneficio de una seguridad absoluta él no la llamaría a la Madeleine. Ciertamente, no; lo que menos deseaba era que ella también tuviese que huir. Sin embargo, ella le había entregado un mensaje urgente de Washington. Debía comunicarse con Wesley Sorenson por la línea muy privada, e intentar hasta que el director de Operaciones Consulares respondiese. Si hacia las seis, hora de Washington, no se habían comunicado, debía llamar a Sorenson a su domicilio, sin importar la hora.
Lo había intentado repetidas veces, consciente de que era imposible rastrear el número. Había probado hasta las once de París, las seis de Washington. Después, telefoneó al domicilio de Wes. La señora Sorenson había atendido; la esposa del jefe de espías había dicho las palabras adecuadas.
—Mi esposo espera una llamada de nuestro marchand de antigüedades en París. Si se trata de él, le diré que el señor Sorenson estará ocupado hasta alrededor de las siete, hora local. Pero si no es mucha incomodidad, le ruego que intente entonces, pues nosotros no tenemos su número en París. Está muy interesado en el tapiz que vimos el mes pasado.
—No fue vendido, señora —respondió Drew—. Lo llamaré poco después de medianoche, hora de París, las siete para ustedes. Es lo menos que puedo hacer por clientes tan buenos.
¿Qué era tan importante que parecía «urgente» a Sorenson? Sin duda, tendría que esperar una hora, y conjeturar acerca de una docena de posibilidades en los límites de la pequeña suite del hotel era más de lo que él podía tolerar. Además, estaba usando ese uniforme restrictivo que apenas le permitía respirar; tenía los cabellos teñidos de modo que mostraban a los observadores un rubio ridículo; tenía que usar los anteojos que Karin le había suministrado, y el adminículo empeoraba su visión. Sin embargo, ¿había algo más seguro que la combinación de la apariencia modificada y la oscuridad? Finalmente, tenía ese fino teléfono celular. Si Witkowski o alguien autorizado de la embajada lo necesitaba en una situación urgente, probarían ese número, en caso de que no pudiesen comunicarse con él en la habitación del hotel.
Descendió en el ascensor hasta el vestíbulo, pasó frente al escritorio del portero, sintiéndose absurdo, cuando varias manos se acercaron a las gorras y lo saludaron con frases como «¿mon Colonel?» y «señor coronel Webster», hasta que pasó por una puerta giratoria y salió a la rue de Castiglione. ¡Dios santo, qué grato era estar afuera, lejos de los muros de su prisión! Se volvió hacia la derecha, apartándose de los faroles callejeros, y descendió por el pavimento, respirando hondo el aire, el paso firme, casi militar, según advirtió con una suerte de sonrisa interior.
Y entonces sucedió. El teléfono que llevaba en el bolsillo de la túnica comenzó a sonar, con un timbrazo grave y enfático. Sobresaltó a Drew de tal modo que comenzó a manipular, olvidando los botones de la chaqueta militar, y deseando sólo que el maldito ruido cesara. Finalmente, consiguió extraer el instrumento, presionó el botón de la recepción y acercó el teléfono al oído.
—¿Sí, qué?
—Ésta es la unidad W de infantes de marina. ¿Es usted, señor? ¿Qué está haciendo fuera del hotel?
—Tomando un poco de aire. ¿Tiene inconveniente?
—Puede apostar su trasero a que tenemos inconveniente, pero es demasiado tarde. Lo están siguiendo.
—¿Qué?
—Tenemos una fotografía, pero no podemos estar seguros. De todos modos, creemos que es Reynolds, Alan Reynolds, del centro de comunicaciones. Lo tenemos en nuestros binoculares, pero la luz no es muy buena, y él está usando sombrero y se levantó las solapas.
—¿Cómo demonios pudo hallarme, estoy de uniforme y mis malditos cabellos son rubios?
—Puede alquilarse el uniforme, y los cabellos rubios no significan mucho durante la noche, y la persona en cuestión usa una gorra de oficial… Continúe caminando, y ría muchísimo cuando devuelva el teléfono al bolsillo. Después, doble a la derecha en la primera calle angosta. Hemos estudiado la zona; saldremos y caminaremos detrás de usted.
—¡Por Dios, deténganlo, aprésenlo! ¡Si me encontró, es más que probable que también sepa cuál es el domicilio de la señora de Vries!
—No sabemos quién es esa señora, pero no constituye nuestra prioridad. Usted sí lo es, señor.
—¡Ella es una gran prioridad conmigo, señor infante de marina!
—Empiece a reír con fuerza, y deje el teléfono.
—¡Por supuesto!
Drew comenzó a hacer el papel del tonto en la atestada rue de Castiglione, y rio como una hiena aullante, devolvió el teléfono celular al bolsillo y entró por la primera calle angosta que estaba a pocos metros de distancia. Pero en lugar de caminar, echó a correr, y se acercó al portal más próximo de la derecha, y viró en la esquina para quedar fuera de la vista de su perseguidor. La calle misma, apenas un callejón un poco más ancho que lo común, era una de esas áreas residenciales Parisienses donde las historias son largas y los alquileres son bajos. La única luz provenía de dos faroles callejeros, instalados en extremos opuestos de la calle; el resto estaba sumido en la oscuridad. Latham se quitó la gorra de oficial, y moviéndose centímetro tras centímetro espió alrededor de la esquina. La figura que se acercaba cautelosamente por la calle angosta, sostenía un arma en la mano, y Drew juro por lo bajo. No había contemplado la posibilidad de traer un arma, ¡y además bajo la tela ajustada del uniforme no había lugar para ocultar una pistola!
Como no vio a nadie, el hombre que sostenía el arma en la mano echó a correr hacia el farol callejero que estaba encendido sobre el extremo contrario; fue todo lo que Latham pudo observar. Cuando la figura se acercó, Drew descargó hacia adelante el pie derecho, alcanzando al hombre en la ingle; después, se abalanzó, despidiendo a Alan Reynolds a través del callejón, hacia la pared. La mano de Latham aferró el arma que colgaba flojamente por la pérdida del equilibrio del traidor.
—¡Hijo de perra! —rugió Drew, lanzando a Reynolds hacia la pared de piedra más agresivamente que lo que solía hacer cuando cortaba el paso de un antagonista sobre el hielo—. ¿De donde viene, y qué sabe? ¿En qué parte de este asunto encaja mi hermano?
—¡Usted no es él! —dijo el nazi con voz sofocada—. Ya me lo sospechaba, ¡pero no querían escucharme!
—Estoy escuchando, canalla —dijo Latham, el arma del topo presionándole la frente—. ¡Hable!
—No hay nada de qué hablar, Latham. Ellos ya tienen mi informe, acerca de usted y la mujer de Vries, y la trampa que armaron.
De pronto la mano derecha de Reynolds se elevó en la sombra y tocó su propio cuello. Apretó el lienzo y mordió la tela.
—¡Ein Volk, ein Reich, ein Führer! —gritó Alan Reynolds con su último aliento.
La unidad de infantes de marina designada con la letra W corrió por la calle estrecha y oscura, las armas desenfundadas.
—¿Está bien? —gritó el sargento a cargo del grupo.
—¡No, no estoy, bien! —contestó enfurecido Drew—. ¿Cómo llegó hasta aquí este hijo de perra? ¿Cómo esquivó a todos estos microscopios de elevada tecnología y a los psiquiatras y a los investigadores que supuestamente pueden mencionar la fecha, la hora y el minuto en que fue concebido un solicitante? ¡Es todo basura! Este hombre no era solo un neo que vino a buscar dinero o algunas medallas; era un fanático comprobado que lanzó el saludo nazi apenas tomó el cianuro. ¡Hubieran debido identificarlo hace años!
—No discutiremos eso —afirmó el sargento—. Comunicamos por radio al coronel Witkowski que lo habíamos atrapado, o creíamos haberlo hallado. Nos dijo que hiciéramos lo que había que hacer, que lo baleásemos en las piernas o en los brazos, pero lo trajésemos vivo.
—Sargento, a menos que el Cuerpo le haya conferido poderes que no creo que posea, eso será un tanto difícil.
—Debemos llevar el cuerpo a la embajada, pero ante todo usted deberá regresar al Intercontinental.
—Tendrán que rodear varias manzanas para dejarme allí. Caminando llegaré antes.
—El coronel nos freirá el trasero si le permitimos hacer eso.
—Y yo lo freiré si no lo hacen. No soy responsable ante Witkowski, pero si de ese modo ustedes se sienten más cómodos, es la primera persona con la cual me comunicaré.
De regreso en su suite del hotel, Latham se apoderó del teléfono y marcó el apartamento del coronel.
—Soy yo —dijo.
—Y la próxima vez que usted diga a mi gente que hará lo que le plazca porque no es responsable ante mí, le retiraré la protección y haré lo posible para enfrentarlo con una unidad de asesinos nazis.
—Estoy seguro de que cumplirá su palabra.
—¡Puede estar absolutamente seguro! —Confirmó el irritado Coronel.
—Tuve mis razones, Stanley.
—¿Cuales son?
—En primer lugar, Karin. Reynolds envió a los neos un informe en el que afirmaba que yo no era Harry, sino el otro Latham, y que Karin era parte de la trampa.
—Bastante exacto. ¿Dijo cuál era la trampa?
—El cianuro se lo impidió.
—Sí, me lo dijo el sargento, y también me comunicó sus opiniones bastante duras con respecto a nuestros controles de seguridad.
—Creo que dije que eran una basura, y, eso es exactamente lo que son… Stanley, retire a Karin de su apartamento. Si Reynolds me encontró, la rue Madeleine no está muy lejos. ¡Retírela de allí!
—¿Tiene alguna sugerencia?
—Aquí, el Intercontinental, con peluca rubia y, todo.
—Eso es lo más estúpido que pudo decir. Si Reynolds lo descubrió allí, ¿a quién se lo dijo, y, quién se lo comunicó a él?
—Estoy omitiendo algo.
—En efecto. Hay otro Alan Reynolds, otro topo en la embajada, y, ocupa un cargo muy, alto. Lo trasladó al Normandie, con el pretexto de que el Coronel Webster regresa a Washington con fines de evaluación.
—Una actitud un tanto negativa, ¿verdad?
—De hecho, es probable que demos a entender que usted es un tanto incompetente. A los franceses les encanta oír cosas por el estilo acerca de los norteamericanos.
—El Coronel Webster está ofendido. Por lo menos puedo lavarme esos cabellos rubios y quitarme el uniforme, ¿verdad?
—Equivocado —dijo Witkowski—. Conserve ambas cosas un rato más. Usted no puede regresar a su propio nombre, y se le entregó una tarjeta de identificación como Webster. La noticia se filtró, y al mantener las cosas en ese estado tal vez podamos hallar al topo. El círculo se está cerrando, y estamos observando a los pocos que saben, y en efecto forman un grupo muy reducido. Quizá sólo los infantes de marina, Reynolds, y ese vendedor de jugo de frutas, el hombre llamado Lewis, que probablemente está yendo de puerta en puerta en algún rincón de la tundra.
—Si Reynolds me denunció a las personas convenientes, ya pueden tomarme las medidas para fabricar el ataúd.
—No necesariamente. Usted está protegido, coronel. Y a propósito, ¿no se lo dijo Karin? Wesley Sorenson estuvo intentando comunicarse con usted. No le suministramos su cobertura, y tampoco la pidió, pero es necesario que lo llame.
—Ocupa el lugar siguiente en mi lista. Vuelva a llamarme para dirigir mi traslado al Normandie, y evite que Karin continúe en una situación peligrosa. ¿Qué le parece el Normandie?
—Por ser espía, usted no es muy sutil, Latham.
Drew cortó la comunicación y consultó su reloj. Era pasada la medianoche, más de las siete en Washington. Tomó el teléfono y marcó los números correspondientes a Estados Unidos.
—¿Sí? —dijo la voz de Sorenson.
—Es su marchand parisiense de antigüedades.
—¡Gracias a Dios! Lamento el hecho de que estuve muy, ocupado, pero ésa es otra historia, otra enorme jaqueca, por no decir una catástrofe.
—¿Puede explicarme de qué se trata?
—No por ahora.
—Entonces, ¿qué era lo urgente?
—Moreau. Está limpio.
—Me alegro de saberlo. Nuestra embajada no.
—Es lo que deduzco de los datos recibidos, pero como está en su sector a usted le toca decidir. Si está en un aprieto, y no sabe a quién dirigirse…
—Un momento, Wes, no tengo ningún problema con Witkowski —lo interrumpió Latham.
—Tampoco yo. Pero no sabemos quién lo sigue de cerca.
—De acuerdo. Alguien está haciéndolo.
—En ese caso, diríjase a Moreau. Él ignora que usted está vivo, de modo que antes de buscarlo, llámeme y yo le prepararé el terreno.
—¿Todavía está aislado?
—Uno de nuestros errores más graves.
—A propósito, Wes, ¿alguna vez oyó hablar de Adam Reynolds, del centro de comunicaciones de la embajada?
—Creo que no.
—Ojalá nadie lo conociera. Era un neo.
—¿Era?
—Ha muerto.
—Imagino que ésa es una bendición.
—No lo sé. Lo necesitábamos vivo.
—A veces las cosas salen mal. Manténgase en contacto.