Como Drew Latham supuestamente había abandonado este mundo, el Deuxiéme le había retirado su vehículo. En su lugar, Witkowski había ordenado que la sección Transportes de la embajada suministrara elementos de seguridad: tres miembros del personal en turnos de ocho horas, y un vehículo sin identificación que siempre estaba disponible para un oficial del ejército y su señora, los que en ese momento se encontraban en la rue Madeleine. El coronel aclaró a los infantes de marina, que se rotarían en la vigilancia, que si llegaban a identificar al hombre serían devueltos a la Isla París, para unirse a los reclutas mas bisoños, al mismo tiempo que se eliminaban de sus fojas de servicio todas las mencionadas al mérito.
—No necesita decir eso, coronel —afirmó un sargento de marina—. Si usted me perdona la observación, señor, lo que dice es muy degradante.
En ese caso, me disculpo.
—Mas vale así, señor —agregó un cabo—. Hemos estado en el servicio de las embajadas desde Beijing hasta Kuala Lumpur, y en todos esos casos la seguridad era un tema muy importante.
—¡Es muy cierto! —murmuró otro cabo, y después, en voz mas alta—: No somos el ejército… señor. Somos infantes de marina.
—Entonces, me disculpo de veras, amigos. Olviden a este viejo veterano. Soy nada más que un fósil.
—Coronel, sabemos quien es usted —dijo el sargento—. No tiene motivo para preocuparse, señor.
—Gracias.
Mientras los tres salían para dirigirse al sector de Transporte, Witkowski se sintió impresionado por el comentario de uno de los cabos: «Este hombre hubiera debido ser infante de marina. Demonios, sería capaz de seguir a ese hijo de perra hasta el fondo de un cañón».
Stanley Witkowski se dijo durante un momento que era el elogio mas elevado que había recibido en el curso de toda su carrera. Pero ahora tenía que pensar en otras cosas, y entre ellas en Drew Latham y Karin de Vries. La confluencia del tiempo transcurrido y el agotamiento imponía que Latham permaneciera en el apartamento de de Vries, en lugar de dirigirse a la casa estéril de los Antinayous, en realidad, los Antinayous insistieron en ello, ante la posibilidad de que el enemigo mantuviera el seguimiento. Después de varios días sin inconvenientes, reconsideraría la situación; pero solo la reconsideraría.
—Él se comprometió en cosas excesivamente públicas para los fines que a nosotros nos interesan —había dicho bruscamente una mujer en la Maison Rouge—. Lo admiramos, pero no podemos tolerar la mas remota posibilidad de que nos descubran.
Con respecto a la posibilidad de que Karin continuase en la embajada, sencillamente no había dificultades. Como miembro del núcleo secreto de D e I que residía fuera de la embajada, su dirección estaba anotada unicamente en el sector de Seguridad, y quien la pidiese tendría que contar con la aprobación del propio coronel. Varios agregados habían requerido esa información; les fue negada. A lo cual se agregaba el hecho de que la viuda de Vries cierta vez había suministrado un dato que alivió mucho a su jefe.
—Coronel, no soy una mujer pobre. En París tengo tres automóviles en diferentes garajes. Cambio de apariencia con cada cambio de vehículo.
—Eso me alivia mucho —dijo Witkowski—. En vista de la información que usted guarda en su cabeza, su sistema es muy inteligente.
—La idea no fue mía. El general Raichert, comandante supremo de la OTAN, lo impuso en La Haya. Allí los norteamericanos pagaban el costo, pero las circunstancias eran distintas. No espero aquí nada parecido.
—Seguramente usted no es pobre.
—Me consagro a lo que hago, coronel. El dinero no es importante.
Habían celebrado esa conversación más de cuatro meses antes, y en ese momento Witkowski no sabía hasta qué punto la recién llegada era una persona «consagrada» a su misión. Ahora no alimentaba dudas. Sonó el teléfono en su línea privada, interrumpiendo la ensoñación del coronel.
—¿Sí?
—Stanley, habla su ángel vagabundo —dijo Drew—. ¿Alguna noticia de la Casa Roja?
—No hay espacio en la pasada, o por lo menos no lo hay durante un rato. El hecho de que usted sea un hombre marcado las inquieta.
—Visto uniforme, el uniforme que usted me dio. A propósito, usted es un poco más grande que yo en la cintura y el trasero. Pero la túnica me sienta bien.
—Eso me alivia mucho; disimulará los defectos cuando los fotógrafos de las revistas de moda vayan a sacarle una instantánea… Usted podría someterse al disfraz ideado por ese actor, Villier, y de todos modos insistirían en excluirlo del reparto.
—Creo que en realidad no puedo criticarlos.
—Yo tampoco —convino el coronel—. ¿Karin podrá soportarlo otro día o un par de días, hasta que yo encuentre alojamiento apropiado?
—No lo sé, pregúntele usted mismo. —La voz de Latham se debilitó cuando apartó de la cara el teléfono—. Es Witkowski. Quiere saber si mi arriendo ha concluido.
—Hola, coronel —dijo Karin—. Entiendo que los Antinayous están retrocediendo.
—Me temo que sí.
—Es comprensible.
—Sí, lo es, pero aún no tengo una alternativa apropiada. ¿Puede soportarlo un día más, quizá dos? De ese modo podré arreglar algo.
—No es problema. Según me dijo, esta mañana hizo su propia cama.
—Demonios, sí. —La voz de Drew llegó desde el fondo de la habitación—. ¡He retornado al campamento de niños exploradores, con abundancia de duchas frías!
—No le preste atención, coronel. Creo que yo mencioné que puede ser una persona muy infantil.
—Karin, él no estuvo en el Trocadero o el Meurice, o el Bois de Boulogne. Incluso yo debo concederle eso.
—De acuerdo —dijo de Vries—, pero si usted afronta dificultades, hay una solución posible, o por lo menos fue eficaz varias veces en Ámsterdam. Freddie elegía un uniforme —norteamericano, holandés, inglés, no importaba y se registraba en el Amstel para celebrar reuniones confidenciales.
—¿Ése era uno de sus trucos muy conocidos? —preguntó el fatigado Witkowski.
—Uno de los más inocuos, coronel. Como le dijo Drew, el uniforme que usted le prestó le sienta bastante bien, y yo podría achicarle fácilmente la cintura y otros lugares…
—Tengo cabal conciencia de lo que usted podría hacer… Y en ese caso, ¿continuará siendo Latham?
—Con un leve cambio de apariencia.
—¿Qué significa eso?
—Un cambio del color de los cabellos —replicó Karin hablando con voz suave—, sobre todo alrededor de las sienes, donde es evidente bajo la gorra de oficial, y un par de anteojos de montura gruesa, por supuesto con lentes comunes, y una tarjeta falsa de identificación militar. Yo puedo peinarlo y suministrar los anteojos si usted trae la tarjeta de identificación. De ese modo, podrá registrarse en cualquier hotel de mucha clientela… algo que sin duda usted puede arreglar.
—Karin, ése no es un asunto que concierna a la embajada.
—Por lo que sé de las Operaciones Consulares, creo que corresponde a su área de operaciones.
—Creo que en eso tiene razón. En fin, por lo que veo usted realmente desea expulsarlo de su apartamento.
—Coronel, no es la persona, es el hecho de que es un hombre, a quien aquí se le atribuye la condición de un oficial militar norteamericano. Dudo de que en el edificio alguien sepa que yo trabajo para la embajada, pero si alguien lo sabe o lo sospecha, la situación compromete a Drew, me compromete a mí y pone en peligro nuestros objetivos.
—Dicho sencillamente, su residencia puede convertirse en otro blanco.
—Quizá exagero, pero no es inverosímil.
—Nada es inverosímil en esta guerra. Necesitaré una fotografía.
—Todavía tengo la cámara de Freddie. Le enviaré una docena por la mañana.
—Ojalá estuviese allí para verla cuando le tiñe el cabello. Será muy interesante.
De Vries colgó el teléfono, se acercó a un armario que estaba en el vestíbulo, lo abrió y extrajo una pequeña maleta con dos cerraduras de combinación. Latham la miró desde el sillón, con una copa en la mano.
—Confío en que en esa caja no haya un arma automática de armado rápido —dijo mientras Karin depositaba el objeto sobre la mesa de café, frente al diván, y se sentaba.
—Santo cielo, no —replicó ella, manipulando las cerraduras de combinación, y abriendo la maleta—. En verdad, abrigo la esperanza de que esto pueda ayudarle a evitar la necesidad de enfrentarse con un arma de ese tipo.
—Un momento. ¿Qué hay allí? Alcancé a oír la mayor parte de lo que dijo cuando hablaba con Stanley. ¿Qué está preparándose en esa encantadora cabeza que tiene sobre los hombros?
—Esto es lo que Freddie denominaba su equipo para los viajes urgentes.
—Con eso ya me basta para decirle que prefiero no saber nada. Freddie se mostraba violento con usted, y eso lo convierte en una figura hostil.
—Drew, también hubo otros momentos.
—Gracias por nada. ¿Qué hay allí?
—Sencillos métodos de disfraz, nada dramático ni que pueda llegar a confundirlos. Varios bigotes con pegamento, también un par de barbijos, y muchos anteojos… y algunos colorantes básicos.
Mencionó esto último en voz más baja.
—¿A qué se refiere?
—Amigo mío, no puede permanecer aquí —dijo Karin, mirándolo por encima del borde de la maleta—. Bien, no adopte una actitud defensiva ni lo considere una ofensa personal, pero sucede que las casas y los pisos en el distrito de la Madeleine se parecen a los vecindarios norteamericanos. La gente habla, y se murmura mucho en los cafés y las panaderías. Para usar su propia expresión, estos comentarios podrían llegar a oídos «hostiles».
—Acepto eso, lo comprendo, pero no es lo que le pregunté.
—Usted se anotará en el hotel con un nombre distinto, suministrado por el coronel, y con una apariencia un tanto diferente.
—¿Qué?
—Voy a teñirle los cabellos y las cejas con una solución lavable. Creo que usaré un tono rubio rojizo.
—¿De qué está hablando? ¡Yo no soy Jean–Pierre Villier!
—No necesita serlo. Es suficiente que sea usted mismo; nadie lo identificará, a menos que esté de pie a pocos metros de distancia, mirándolo en los ojos. Bueno, si tiene la bondad de ponerse los pantalones del coronel, yo le tomaré las medidas y modificaré el tamaño.
—¡Usted está absolutamente loca!
—¿Piense en una solución mejor?
—¡Maldito sea! —rugió Latham, y bebió el resto de su whisky—. No, a decir verdad, no puedo.
—Pensándolo bien, primero nos ocuparemos de los cabellos. Por favor, quítese la camisa.
—¿Qué le parece mis pantalones? Me sentiría más natural, más cómodo de esa manera.
—Drew, no está en su país.
—¡Por supuesto, amiga!
Moreau se apoderó de su teléfono portátil, presionó un botón que grabaría la conversación, y se comunicó con el conmutador del Lutetia.
—Por favor, habitación ochocientos.
—Muy bien, señor.
—¿Sí? —dijo la voz sofocada y gutural al otro extremo de la línea.
—¿Monsieur le docteur? —preguntó el jefe del Deuxième, sin saber muy bien si estaba hablando al lugar deseado—. Soy yo, el hombre del Pont Neuf. ¿Es usted?
—Por supuesto. ¿Qué me trajo?
—He calado hondo, doctor, mucho más de lo que sería saludable para mí, he provocado a la CIA norteamericana, la cual me reveló que en efecto, está ocultando a Harry Latham.
—¿Dónde?
—Quizá no aquí, en París, tal vez en Marsella.
—¿Quizá, tal vez? ¡Eso no sirve de nada! ¿No está seguro?
—No, pero quizá usted pueda.
—¿Yo?
—Usted tiene gente en Marsella, ¿verdad?
—Por supuesto. Muchas cuestiones financieras pasan por allí.
—Busque a los «Consulares»… los llaman así.
—En efecto, los conocemos —dijo Gerhardt sin aliento—. El grupo de inteligencia formado por los canallas, Operaciones Consulares. Uno puede encontrarlos por todos los rincones, y en todos los cafés.
—Aborde a uno de ellos, y vea qué puede averiguar.
—Necesito un plazo de una hora. ¿Donde puedo encontrarlo?
—Dentro de la hora yo volveré a llamarlo.
Pasó la hora, y Moreau llamó al Lutetia.
—¿Hay algo? —preguntó al sobreexcitado Gerhardt.
—¡Es absurdo! —dijo el médico—. El hombre con quien hablamos es una persona a la cual pagamos millares para que pueda recolectar millones mediante la red. Dijo que estábamos locos; ¡que Harry Latham no estaba en su lista, ni se encontraba en Marsella!
—Entonces, todavía está en París —dijo Moreau, con acento de frustración en su voz—. Volveré a mi trabajo.
—¡Cuanto antes!
—Por supuesto —dijo el jefe del Deuxième, y cortó la comunicación; en sus labios se dibujó una sonrisa enigmática. Esperó exactamente catorce minutos y después volvió a llamar al Lutetia. Era el momento de acentuar todavía más el sentimiento de ansiedad.
—¿Sí?
—Soy yo nuevamente. Acaba de suceder algo.
—Por Dios, ¿de qué se trata?
—Harry Latham.
—¿Qué?
—Llamó a uno de mis ayudantes, un hombre con quien trabajo en Berlín Oriental, y que consideró necesario informarme. Al parecer, Latham se muestra muy nervioso… como usted sabe, el aislamiento puede producir ese efecto… hasta el extremo de que él cree que su propia embajada está infiltrada…
—¡Es Latham! —interrumpió el alemán—. Los síntomas son previsibles.
—¿Qué síntomas? ¿A qué se refiere?
—Nada, nada. Como usted dijo, el aislamiento puede producir efectos extraños en la gente… ¿Qué quería?
—Quizá la protección francesa, por lo que hemos podido deducir. Mi hombre debe reunirse con él en la estación del Metro, la Jorge V, a las dos de esta tarde, hacia el extremo de la plataforma.
—¡Debo estar allí! —gritó Gerhardt.
—No es aconsejable, y tampoco es nuestra política mezclar al cazador con el perseguido, cuando ninguno de los dos es miembro de nuestra organización.
—Usted no entiende, ¡yo debo acompañarlo!
—¿Por qué? Podría ser peligroso.
—No para mí, jamás para mí.
—Ahora no lo entiendo.
—¡No es necesario que me entienda! Recuerde las normas de la Fraternidad, usted debe obedecer y yo le impartiré las órdenes.
—En ese caso, por supuesto, debo obedecer, Herr Doktor. Nos encontraremos sobre la plataforma a las dos menos diez. No antes ni después, ¿entendido?
—Comprendo.
Moreau no cortó la comunicación; en cambio, pulsó el botón para desconectar y marcó los dígitos que lo comunicaron con su hombre de mayor confianza. Se llamaba Jacques, y cuando su subordinado apareció en la línea, Moreau dijo tranquilamente:
—Tenemos un encuentro muy importante a las dos. Solamente usted y yo. Reúnase conmigo en la planta baja a la una y media, y yo le informaré. A propósito, lleve su automática, pero cargada únicamente con balas de fogueo.
—Claude, es un pedido muy extraño.
—Es una confrontación muy extraña —dijo Moreau, y cortó la comunicación.
Drew miró su imagen reflejada en el espejo, los ojos agrandados por la impresión.
—Por Dios, parezco un dibujo animado de Dísney —exclamó.
—En realidad no —dijo Karin, de pie junto a Drew, al costado del fregadero de la cocina, mientras recibía el espejo de manos del norteamericano—. Sucede únicamente que no está acostumbrado a la imagen. Eso es todo.
—¡Es absurdo! Parezco el líder de un desfile por los derechos de los gays.
—¿Eso lo molesta?
—Caramba, no, tengo muchos amigos entre esa gente, pero no soy uno de ellos.
—El color puede desaparecer por efecto del agua, de modo que basta de quejas. Ahora, póngase el uniforme y yo le tomaré algunas fotografías destinadas al coronel Witkowski. Después, arreglaré los pantalones.
—¿En qué me metió ese hijo de perra?
—En esencia, es un intento de salvarle la vida. ¿No lo acepta?
—¿Usted siempre se muestra tan lógica?
—La lógica y lo ilógicamente lógico salvaron la vida de Freddie más veces que lo que usted se imagina. Por favor, póngase el uniforme.
Latham obedeció, y regresó dos minutos después con el uniforme de coronel del ejército norteamericano.
—El uniforme le sienta —dijo de Vries, observándolo—, sobre todo cuando usted mantiene erguido el cuerpo.
—Yo no elegí esta chaqueta… discúlpeme, esta túnica. Es una prenda tan rígida, que si uno no dobla la columna vertebral siente un pinchazo en alguna parte, y no puede respirar. Sería un pésimo soldado. Insistiría en usar la ropa de fajina.
—Los reglamentos no lo permitirían.
—Otro motivo por el cual sería muy mal soldado.
—En realidad, probablemente sería un soldado bueno mientras le permitiesen representar el papel de general.
—Lo cual es poco probable.
—Sí, muy poco probable. —Karin esbozó un gesto en dirección al vestíbulo—. Pase al vestíbulo; yo estoy preparada. Aquí tiene sus lentes.
—Le entregó un par de lentes con un grueso marco de carey.
—¿Preparada? ¿Lentes? —Drew miró hacia el vestíbulo, en uno de cuyos extremos se abría la puerta principal del apartamento. Había una cámara puesta sobre un trípode, y éste apuntaba hacia una pared completamente blanca, sin cuadros—. ¿Usted también es fotógrafa?
—De ningún modo. Pero a menudo Freddie necesitaba una fotografía nueva para un pasaporte distinto. Me enseñó a usar esto, pese a que yo, no necesitaba instrucciones. Es una cámara para instantáneas, que aparecen con las proporciones típicas del pasaporte… Póngase los lentes manténgase de pie contra la pared. Quítese la gorra; quiero que se vea claramente la enorme belleza de sus cabellos rubios.
Pocos minutos más tarde de Vries tenía quince pequeñas fotografías Polaroid de un coronel de cabellos claros, con anteojos, que miraba en una actitud sombría, manifestando tanta incomodidad como suele ocurrir con las fotos de los pasaportes.
Espléndido —decretó la joven—. Ahora, volvamos al diván, donde tengo mi equipo.
—¿Equipo?
—Los pantalones, ¿no lo recuerda?
—Oh, ésta es la parte agradable. ¿Me los quito?
—No, si desea que se ajuste a sus medidas. Vamos.
Quince minutos más tarde, después de haber soportado solo dos pinchazos de un alfiler, le ordenó a Latham que regrese a la habitación de huéspedes para recuperar su apariencia normal. Ahora, de nuevo regresó y Encontró a Karin junto a la mesa de la alcoba; sobre la mesa había depositada una máquina de coser.
—Los pantalones, por favor.
—Vea, amiga, usted me desconcierta —dijo Drew, entregando a Karin la prenda militar—. ¿Es usted algún tipo de agente secreto femenino que trabaja entre bambalinas?
—Monsieur Latham, digamos que he representado ese papel.
—Si, no es la primera vez que dice esto.
—Acepte la situación, Drew. Además, no es asunto que le concierne.
—En eso tiene razón. Sucede únicamente que a medida que profundizamos nuestra relación, no sé muy bien con quien estoy hablando. Tengo que aceptar a Freddie, y a la OTAN, y a Harry, y el modo subterráneo en que llegó a París, pero ¿por qué experimento la sensación de que hay algo más que es el verdadero motivo de su acción?
—Es su imaginación, porque usted vive en un mundo formado por probables e improbables, posibles e imposibles, lo que es real y lo que no lo es. Ya le dije todo lo que tiene que saber acerca de mí… ¿no le parece suficiente?
—Por el momento tiene que serlo —dijo Latham, la mirada fija en los ojos de Karin—. Pero mi instinto dice que hay otra cosa que usted no acepta decirme… ¿Por qué no ríe más? Se la ve radiante cuando ríe.
—No ha habido muchas cosas que me provoquen risa, ¿no le parece?
—Vamos, usted sabe a qué me refiero. Un poco de risa de vez en cuando alivia la tensión. Harry me lo dijo cierta vez, y tanto usted como yo hemos creído siempre en Harry. Dentro de varios años, si llegamos a vernos, probablemente nos reiremos de lo que pasó en el Bois de Boulogne. Tuvo sus momentos divertidos.
—Drew, una vida fue destruida. Haya sido la de un hombre bueno o de uno malo, yo lo maté; destruí la vida de una persona muy joven. Nunca antes maté a nadie.
—Si usted no interviene, él me habría liquidado.
—Lo sé, y me lo repito constantemente. Pero ¿por qué la matanza tiene que continuar? Era la vida de Freddie, no la mía.
—Y no hubiera debido ser la suya. Pero para responder lógicamente a la pregunta —la lógica es parte del léxico que usted utiliza—, si no matamos cuando es necesario, si no frenamos a los neos, sufriremos diez mil veces más fuertes. Diez mil, demonios, y después pasamos a seis millones. Ayer eran los judíos y los gitanos, y otros «indeseables». Mañana podrían ser los republicanos y los demócratas los que en mi país no pudiesen soportar la situación. No se engañe, Karin, si hacen pie en Europa el resto de este mundo descontento cae como las fichas del dominó, porque ellos están apelando constantemente, de manera incesante, a todos los fanáticos que quieren retornar a «los buenos viejos tiempos». No habrá delito en las calles, porque incluso los espectadores serán baleados a primera vista las ejecuciones abarcarán la escena total, porque no hay apelaciones; no habrá «hábeas corpus» porque no es necesario; los presuntos inocentes y los culpables se agrupan, de modo que tendremos que desembarazarnos de ambos, y recordar que la cárcel siempre es más cara que las balas. Ése es el futuro contra el cual estamos luchando.
—¿Cree que no sé todo eso? —preguntó Karin—. Por supuesto, lo sé, ¡y usted es un tonto que pretende sermonearme! ¿Por qué cree que he vivido de este modo toda mi vida adulta?
—Pero pese a la existencia del encumbrado Freddie, hay algo más, ¿verdad?
—Usted no tiene derecho a indagar. ¿Podemos interrumpir esta conversación?
—Sí, por ahora. Pero creo que he aclarado los sentimientos que usted despierta en mí; haya o no reciprocidad, el tema volverá a surgir.
—¡Basta! —dijo de Vries, y las lágrimas se desprendieron lentamente de sus ojos y rodaron sobre sus mejillas—. No me haga esto. Latham corrió hacia ella, y se arrodilló frente al sillón.
—Lo siento, lo siento de verdad. No fue mi intención herirla. ¡Jamás haría semejante cosa!
—Sé que no quiere hacerlo —dijo Karin, tratando de controlarse y sosteniendo la cara de Latham con las manos—. Usted es una buena persona, Drew Latham, pero no haga más preguntas… duelen demasiado. En cambio… hágame el amor, ¡hágame el amor! Necesito tanto una persona como usted.
—Ojalá elimine el «alguien», y diga simplemente «tú».
—Entonces, lo digo. Tú, Drew Latham, hazme el amor.
Suavemente, Drew la ayudó a abandonar el sillón, después la alzó en brazos y la llevó hacia el dormitorio.
El resto de la mañana estuvo ocupada por el desenfreno sexual. Karin de Vries había estado demasiado tiempo sin un hombre; se mostró insaciable. Finalmente, apoyó el brazo derecho sobre el pecho de Latham.
—Dios mío —exclamó—, ¿esa fui yo?
—Estás riendo —dijo Latham, agotado—. ¿Sabes que maravillosa pareces cuando ríes?
—Y me parece maravilloso reír.
—Mira, no podemos retroceder —dijo Drew—. Ahora tenemos algo, ahora somos algo, que no éramos antes. Y no creo que se trate sólo de lo que hicimos en esa cama.
—Sí, querido, y por otra parte no estoy muy segura de que eso que hicimos sea sensato.
—¿Por qué no?
—Porque debo comportarme con frialdad en la embajada, y si tú estás implicado, no creo que pueda mostrarme fría.
—¿Estoy oyendo lo que quiero oír?
—Sí, así es, y te diré que eres un naif norteamericano.
—¿Qué significa eso?
—Significa, para hablar en tu propio lenguaje, que yo creo que estoy enamorada de ti.
—Bien, como dijo otrora un muchacho de Missisipi, ¡«eso es de veras fantástico»!
—¿Qué?
—Ven aquí, te lo explicaré.
A las dos menos doce minutos de la tarde Claude Moreau y Jacques Bergeron, su subordinado de más confianza, llegaron a la estación Jorge V del Metro de París. Caminaron separados hasta el fondo de la plataforma, cada uno de ellos portando un radiotransmisor manual, las frecuencias calibradas para permitir la intercomunicación.
—Es un hombre alto, bastante esbelto —dijo el jefe del Deuxième, hablando a través de su aparato—. Tiende a inclinarse hacia adelante, porque generalmente habla con personas más bajas…
—¡Lo tengo! —exclamó el agente—. Está apoyado en la pared, esperando la llegada del próximo tren.
—Cuando llegue, haga lo que le ordeno.
El tren subterráneo llegó y se detuvo; se abrieron las puertas, y descendieron varias docenas de pasajeros.
—Ahora —dijo Moreau hablando por su radio—. Fuego.
Tal como se le había ordenado, Bergeron disparó, y las balas de fogueo reverberaron a lo largo de la plataforma mientras los pasajeros del Metro corrían en masa hacia la salida. Moreau se abalanzó sobre el asustado Gerhardt Kroeger, aferrándole el brazo y gritando:
—¡Intentan matarlo! ¡Venga conmigo!
—¿Quién quiere matarme? —gritó el cirujano, corriendo con Moreau hacia una habitación abierta que había sido preparada previamente.
—Lo que queda de su estúpida Unidad K.
—¡Desaparecieron!
—Eso es lo que usted cree. Seguramente sobornaron a una doncella o un miembro del equipo de mantenimiento y pusieron un micrófono en su habitación.
—¡Imposible!
—Ya oyó los disparos. ¿Volvemos al tren, para ver de dónde vinieron las balas? Tuvo suerte de que el convoy estuviese atestado.
—¡Ach, mein Gott!
—Tenemos que hablar, Herr Doktor, o tal vez ambos caigamos abatidos por las balas de estos asesinos.
—Pero ¿qué me dice de Harry Latham? ¿Donde estaba?
—Lo vi —mintió Jacques Bergeron, caminando tras ellos, la pistola cargada con balas de fogueo en el bolsillo—. Cuando oyó el tiroteo, regresó al tren.
—Debemos conversar —dijo Moreau, mirando fijamente a Kroeger y dirigiéndose a una ancha puerta de acero parcialmente abierta—. De lo contrario, todos perderemos.
Entraron en el depósito.
El jefe del Deuxième Encontró la llave de la luz y la encendió. Estaban en un recinto de proporciones medianas, las paredes blancas; en el lugar había depositados artefactos antiguos y faros ferroviarios, así como cajas de equipo nuevo.
—Espere afuera, Jacques —dijo Moreau a su agente—. Cuando llegue la policía, lo cual seguramente hará en pocos minutos más, identifíquese y dígales que usted estaba en el tren y descendió al oír los disparos. Por favor, cierre la puerta.
A solas con el alemán, a la tenue luz de una lamparilla protegida con alambre, Moreau se sentó en una de las cajas.
—Póngase cómodo, doctor, estaremos aquí un rato, por lo menos hasta que la policía haya llegado y se haya ido.
—Pero si me encuentran aquí…
—No lo hallarán; la puerta tiene un cierre especial que funciona apenas se unen las dos hojas. Tuvimos mucha suerte porque un idiota dejó abierto este lugar. Por otra parte, ¿quién querría robar nada de aquí? ¿Quién podría llevarse algo?
—¡Lo perdimos, los perdimos! —exclamó Kroeger, descargando el puño sobre una caja, y después sentándose sobre un gran cajón de madera, mientras se frotaba la mano lastimada.
—Volverá a llamar —dijo Moreau—. Quizás no lo haga hoy, pero seguramente mañana. Recuerde, se trata de un hombre desesperado y aislado, pero debo preguntarle… ¿por qué es tan importante que usted encuentre a Latham?
—Es… peligroso.
—¿Para quién? ¿Para usted? ¿Para la Fraternidad?
—Sí… para todos.
—¿Por qué?
—¿Qué es lo que usted sabe?
—Por supuesto, todo. Yo soy el Deuxiéme Bureau.
—Quiero decir concretamente.
—Muy bien. Escapó del valle alpino, consiguió atravesar la nieve de la montaña hasta que llegó a un camino, y allí lo recogió un aldeano que manejaba un camión.
—¿Un aldeano? Herr Moreau, ahora usted hace el papel del tonto. Lo recogieron los Antinayous. Su fuga fue arreglada desde afuera, y había un traidor en el valle. ¡Debemos encontrar a ese Hochuerrater!
—Sí, un traidor, entiendo. —En el curso de los años el jefe del Deuxième había aprendido a adivinar la existencia de una mentira cuando hablaban los aficionados en estado de tensión. La vaciedad de los ojos, las palabras atropellándose unas con otras, a menudo acompañadas por la espuma que se formaba en las comisuras de los labios. Cuando examinó a Gerhardt Kroeger, vio todos los signos.
—Entonces, ¿por eso tiene que encontrarlo? ¿Para interrogarlo antes de ejecutarlo, y conocer así la identidad del traidor?
—Usted debe comprender, era una mujer, y seguramente se trata de una persona que ocupa un lugar muy alto en la organización. ¡Hay que eliminarla!
—Sí, por supuesto, comprendo. —Gotitas de transpiración comenzaron a formarse en la raya de los cabellos de Kroeger, pese a que ese recinto estaba bastante fresco—. De modo que ésa es la razón de la Unidad K, la razón por la cual un hombre tan importante como usted viene a París… para conocer la identidad de un traidor que ocupa un lugar elevado en las filas de la Fraternidad.
—Precisamente.
—Entiendo. ¿Y no hay otro motivo?
—Ninguno. —Dos hilos de transpiración descendieron por la frente del alemán, llegaron a las cejas y continuaron por las mejillas—. Hace un calor terrible aquí —dijo Kroeger, limpiándose la cara con el dorso de la mano derecha.
—No lo había advertido. En realidad, pensé que era un lugar bastante fresco, pero por lo demás, episodios como el de esta tarde no me parecen desconocidos, y no me inquietan demasiado. Con distintos intervalos, los tiroteos han sido parte de mi vida.
—Sí, sí, es su caso, no el mío. Me atrevo a decir que si yo lo llevase a una sala de operaciones durante una intervención particularmente cruenta, usted tal vez se desmayaría.
—No cabe la menor duda de que llegaríamos a ese resultado. Pero ya lo ve, doctor, si se quiere que yo sea muy eficiente, debo saberlo todo, y algo me dice que usted no me lo dijo todo.
—¿Qué más puede necesitar? —La transpiración de Kroeger ahora era más abundante.
—Quizás usted está en lo cierto, a veces me muestro excesivamente entusiasta. En fin, procederemos del siguiente modo. Cuando Harry Latham llame de nuevo, yo no le telefonearé al Lutetia, y en cambio lo llevaré personalmente. Una vez que lo atrapemos, le dispensaré un trato excelente, y pocas horas después me comunicaré con usted.
—¡Inaceptable! —exclamó el cirujano, apartándose del cajón, mientras le temblaban las manos—. ¡Debo estar allí cuando usted lo encuentre! Debo estar a solas con él antes de que se inicie cualquier interrogatorio, y necesito sentirme lejos de todos ustedes, pues estaré comentando información que ninguno de ustedes puede conocer. ¡Eso es fundamental, y ésas son las órdenes que le imparte la Fraternidad!
—¿Y si, en beneficio de mi propio bienestar, no las acato?
—La noticia de la cifra superior a veinte millones de francos depositados en Suiza llegarán al Quai d’Orsay y a la prensa francesa.
—Bien, ése es ciertamente un argumento persuasivo, ¿no le parece?
—Yo diría que sí.
—Cuando usted dice «separados de todos», ¿a qué se refiere?
—Exactamente a lo que estoy diciendo. Traigo conmigo varias jeringas y diferentes narcóticos, que obligarán a Harry Latham a revelarme lo que necesito. Natürlich, nadie más puede estar cerca.
—¿Se refiere a una habitación destinada sólo a ustedes?
—De ningún modo. Las conversaciones en una habitación pueden transmitirse, del mismo modo que usted afirma que instalaron micrófonos en mi propia habitación del hotel.
—En ese caso, ¿como podremos satisfacerlo?
—Un automóvil que yo mismo elegiré, no uno de los que ustedes tiene. Llevaré a Latham a cierto lugar, le administraré mis productos químicos, sabré lo que necesito saber y lo devolveré.
—¿No habrá ejecución?
—Solo si me siguen.
—De nuevo le diré que entiendo. Parece que no tengo alternativa.
—El tiempo, Moreau, ¡el tiempo! ¡Es muy importante. Es necesario encontrarlo dentro de las próximas treinta y seis horas!
—¿Qué? Ahora no comprendo nada de lo que usted dice. ¿Por qué treinta y seis horas? ¿Al cumplirse ese plazo, la tierra cesa de desplazarse alrededor del sol? Por favor, explíquese.
—Muy bien, es exactamente lo que usted percibió, y lo que yo todavía no le dije… Recuerde que soy médico, algunos afirman que el mejor cirujano de cerebro en Alemania, y no discutiré esa opinión. Harry Latham está loco, con un síndrome que es una combinación de esquizofrenia y manía depresiva. Le salvé la vida en nuestro valle, operándolo para aliviar la presión que era la causa de su enfermedad. Al revisar mis notas, llegué a una conclusión horrible. A menos que se le suministrase cierta medicación dentro de los seis días siguientes a su fuga, ¡él moriría! Ya ha invertido cuatro días y medio de ese total de seis. ¿Comprende ahora? Debemos interrogarlo antes de que descienda a la tumba con el nombre del traidor.
—Sí, ahora entiendo; pero, doctor, ¿se siente bien?
—¿Qué?
—Lo veo bastante pálido, y su cara está mojada de transpiración. ¿Quizás siente dolores en el pecho? Puedo conseguir una ambulancia en pocos minutos.
—No quiero una ambulancia, ¡quiero que me traigan a Harry Latham! ¡Y no tengo dolores en el pecho, ni angina, solo intolerancia para los burócratas de cerebro lento!
—¿Me creerá si le digo que también eso lo entiendo? Pues usted es un erudito, un individuo brillante, y además de mi devoción a su causa, me siento honrado de conocerlo… Venga, ahora saldremos, y movilizaré todas mis energías con el fin de que alcancemos nuestros objetivos.
En los Champs–Elysées, Moreau y su subordinado saludaron mientras Gerhardt Kroeger ascendía a un taxi; después se dirigieron al automóvil del Deuxième.
—¡Deprisa! —dijo el verano de Estambul, y más cargos que los que nadie podía recordar—. ¡Ese bastardo mentía hasta el extremo de que se le hacía agua la boca! Pero ¿acerca de qué mentía?
—¿Qué piensa hacer, Claude?
—Sentarme y pensar, y realizar varios llamadas telefónicas. Uno al eminente erudito Heinrich Kreitz, que es el embajador alemán. Ellos y su gobierno tendrán que desenterrar algunos prontuarios para mí, al margen de que les agrade o no.