En su oficina del Deuxiéme Bureau, Claude Moreau estudió el mensaje descifrado remitido por su hombre en Bonn. El contenido formulaba juicios, no se limitaba a los hechos, y no era muy claro; pero en él había una sustancia que podía ser útil.
«En la sesión de ayer, el Bundestag abordó de lleno el problema del renacimiento nazi cada vez mas difundido en Alemania, la unión de sus diferentes partes, que confluyen en una serie de denuncias. Sin embargo, mis fuentes internas, varias de las cuales cenan a menudo con los líderes de la derecha y la izquierda, informan que en ambos sectores prevalece un cinismo cada vez mas acentuado. Los liberales no confían en las denuncias conservadoras, y un reducido número de conservadores parece burlarse abrumados, pues temen que el movimiento nazi les cierre el paso a algunos mercados extranjeros; pero se resisten a apoyar a la izquierda de inclinaciones socialistas, y no saben en que confiar en la derecha. Su dinero se derrama como una mancha de tinta cada vez mas ancha que cubre Bonn, pero es un movimiento sin una dirección segura».
Moreau se recostó en su sillón, y mentalmente extrajo del texto la frase que llamó su atención. No solo llamó su atención, sino que lo excitó. «Un pequeño círculo de conservadores parece burlarse de su propia oratoria». ¿Quienes eran concretamente esos hombres? ¿Como se llamaban? ¿Y por que el hombre de Bonn no los incluía en su lista?
Alzó el teléfono de la consola, la línea que lo comunicaba con su secretaria.
—Quiero una llamada protegido por una mezcladora absoluta, sin posibilidad de interpretación.
—Activaré el procedimiento, señor, y usted se enterará por el zumbido que dura cinco segundos en la línea tres, como de costumbre —dijo la voz femenina que provenía de la oficina contigua.
—Gracias, Monique, y como mi esposa me espera a almorzar en L’Escargot dentro de pocos minutos, sin duda llamará cuando compruebe que yo no llegó. Por favor, dígale que estoy demorado, pero que estaré allí en pocos minutos más.
—Como usted diga, señor. Regine y yo somos buenas amigas.
—Ciertamente. Ambas conspiran contra mi. Por favor, deme la comunicación secreta.
El zumbido grave en la línea telefónica número tres apareció unos instantes mas tarde, y Moreau marcó el número de su hombre en Bonn.
—Hallo —dijo el hombre en Alemania.
—Ihr Mann in Frankreich.
—Adelante, hable —dijo el hombre de Bonn—. Aquí estoy tan cómodo, que he podido conectarme con la embajada de Arabia Saudita.
—¿Que?
—Utilizo las líneas de esa gente. Piense en el dinero que ahorro a Francia. Deberían darme una bonificación.
—Usted es un sinvergüenza.
—Pero, París, si no fuera así, ¿ustedes me pagarían?
—Leí el comunicado que nos envió. Omitió varias cosas.
—¿Por ejemplo?
—¿Quienes forman ese «pequeño círculo de conservadores que se burlan de su propia oratoria»? Usted no menciona nombres, ni siquiera un indicio de los sectores a los cuales están afiliados.
—Por supuesto. ¿Eso no es parte de nuestro acuerdo muy personal? ¿Usted desea realmente que todo el Deuxiéme Bureau conozca esa información? Si así fuera, su banco en Suiza estaría mostrándose excesivamente generoso con este sinvergüenza.
—¡Basta! —Exclamó Moreau—. Haga lo que hace, y yo haré lo mío. Y ninguno necesita saber en que anda el otro. ¿Entendido?
—Imagino que sí. En fin, ¿que desea saber?
—¿Quienes son las personas que encabezan o están detrás del pequeño círculo que usted menciona?
—La mayoría son nada más que oportunistas con escasa capacidad, que desean aferrarse a lo que puede devolverlos a los viejos tiempos. Otros son adeptos que marchan al compás de antiguos tambores, porque no tienen música propia…
—¿Sus líderes? —preguntó secamente Moreau—. ¿Quienes son?
—Claude eso le costará.
—Le costará a usted si no me contesta la pregunta. Monetariamente y en otros sentidos.
—Le creo. Por desgracia, mi ausencia apenas será sentida. Usted es un hombre duro, Moreau.
—Y eminentemente justo —replicó el jefe del Deuxiéme—. A usted se le paga bien, tanto en términos legales como en los ilegales, aunque lo primero es mucho más peligroso para usted. No necesito salir de esta oficina, y me bastaría impartir una sola orden: «Por favor, comuniquen la información selecta muy secreta a nuestros amigos en Bonn». Su exoneración probablemente ni siquiera llegaría a los diarios.
—¿Y si le suministro lo que usted pide?
—Entonces continuará una amistad hermosa y fecunda.
—Confío en que su observación no sea preludio de una ruptura.
—Por supuesto, no lo es. No soy tonto.
—En sus palabras hay cierta lógica. Por consiguiente, debe suministrarme esa información breve y limitada que se refiere a su pequeño círculo.
—Mis informantes me dicen que todos los martes por la noche se celebra una reunión en alguna casa a orillas del Rin, generalmente una casa amplia, una residencia. En todas hay embarcadero, y los que acuden llegan en barco, nunca en automóvil.
—La estela de una nave es menos identificable que las huellas de los neumáticos —lo interrumpió Moreau—, o que los vehículos con chapas patente.
—Por consiguiente, esas reuniones son secretas, y se oculta la identidad de los asistentes.
—Sin embargo, las casas son conocidas, ¿verdad? ¿O ese hecho no llamó la atención de sus informantes?
—Estaba acercándome a eso. Por Dios, concédame cierto mérito.
—Soy un hombre impaciente. Por favor, los nombres de los propietarios.
—Claude, son un grupo heterogéneo. Tres son altivos aristócratas cuyas familias se repusieron a Hitler y pagaron por su actitud; tres, quizá cuatro individuos son parte del grupo de nuevos ricos que defienden sus activos de nuevas confiscaciones oficiales; y dos son religiosos, uno es un antiguo sacerdote católico, el otro un ministro luterano que al parecer toma en serio sus votos de humildad. Se dice que es el inquilino de la casa mas pequeña a orillas del río.
—¡Los nombres, maldito sea!
—Tengo solamente seis.
—¿Donde están los otros?
—Los tres desconocidos también alquilan, y los agentes de bienes raíces en Suiza no revelan su identidad. Es una práctica usual en los muy ricos, que quieren evitar el pago de impuestos por las ganancias excesivas.
—En ese caso, deme el nombre de los seis.
—Maximilian von Löwenstein, es el propietario del lugar más espacioso…
—Su padre, el general, fue ejecutado por la SS en el incidente de Wolfschanze, el intento de asesinato contra Hitler. ¿Quién más? —Albert Richter, otrora playboy, ahora convertido en un político serio.
—Continúa siendo un diletante, y tiene una propiedad en Mónaco. Su familia estaba dispuesta a cortarle los fondos, a menos que cambiase de actitud. Representa una comedia. ¿Quién más?
—Günter Jäger, el ministro luterano.
—No lo conozco, o por lo menos no recuerdo nada en este momento. ¿Después? —Monseñor Heinrich Paltz, el sacerdote.
—Un antiguo católico de derecha, que encubre sus prejuicios con frases santurronas. ¿Quién más?
—Friedrich von Schell, el tercero de los ricos a quienes hemos identificado. Su propiedad tiene más de…
—Es inteligente —lo interrumpió Moreau—, y se muestra duro frente a los sindicatos. Un prusiano del siglo XIX con trajes comprados en Armani. ¿Quien más?
—Ansel Schmidt, un hombre que no vacila en manifestar sus opiniones; ingeniero electrónico que ganó millones con exportaciones de elevada tecnología y que combate costantemente al gobierno.
—Un cerdo que pasó de una empresa a otra robando tecnología, hasta que tuvo todo lo que necesitaba y entonces formó sus propias compañías.
—Eso es lo que tengo, Claude; francamente, no vale gran cosa.
—¿Cuáles son las agencias suizas de bienes raíces?
—El contacto es una firma de bienes raíces que trabaja aquí, en Bonn. Uno envía un emisario con cien mil francos alemanes como prueba de seriedad, y ellos lo presentan a un banco de Zurich, acompañándolo con un perfil del presunto locatario. Si devuelven el dinero, no hay acuerdo. Si no lo devuelven, alguien viaja a Zurich.
—¿Las facturas telefónicas y los gastos domésticos? Supongo que usted examinó ese material en el caso de los tres desconocidos.
—En cada caso se los envía a los gerentes personales, dos en Stuttgart y uno en Munich, todo cifrado, sin nombres.
—Ciertamente, el Bundestag tiene una lista de destinatarios.
—Las residencias privadas están muy vigiladas, como sucede con los gobiernos en todo el mundo. Podría intentar, pero sería peligroso si me sorprenden. Francamente, no puedo soportar el dolor, y ni siquiera la mención del mismo.
—En ese caso, ¿no tiene las direcciones en cuestión?
—Me temo que en eso le fracasé. Podría describir las casas desde cierta distancia, y desde el río, pero los números de las residencias han sido eliminados, los portones cerrados y hay patrullas con perros guardianes dentro y fuera de las casas. Por supuesto, no hay buzones para la correspondencia.
—Entonces, es uno de esos tres —dijo en voz baja Moreau.
—¿Quién es qué cosa? —preguntó el hombre de Bonn.
—El líder de «nuestro pequeño círculo»… Ordene a su gente que vigile los caminos de acceso a esas casas, y que identifique a los vehículos que entran y salen por los portones. Después compare los datos con los que provienen del Bundestag.
—Mi estimado Claude, quizá no me expresé claramente. Hay patrullas dentro y fuera de esas propiedades, y docenas de cámaras instaladas en los terrenos. Si pudiese contratar a esos hombres, lo que es improbable, y los sorprendieran, la pista llegaría hasta mí, y como ya mencioné, incluso la perspectiva del sufrimiento le parece detestable a su obediente servidor.
—A veces me pregunto como llegó al lugar en que ahora está.
—Viviendo bien, con las finanzas adecuadas para ganar el favor de los poderosos, pero lo que es más importante, evitando que me atrapasen. ¿Eso contesta a su interrogante?
—Dios lo ayude si alguna vez lo descubren.
—No, Claude, Dios lo ayude a usted.
—Yo no insistiría en eso.
—¿Mis honorarios?
—Cuando reciba los míos, usted tendrá los suyos.
—¿De qué lado está usted, mi viejo amigo?
—De ninguno y del lado de todos, pero sobre todo del mío propio. —Moreau cortó la comunicación y examinó las notas que había recogido. Dibujó círculos alrededor de tres nombres: Albert Richter, Friedrich von Schell y Ansel Schmidt. Uno era probablemente el líder a quien él buscaba, pero todos tenían la posibilidad de serlo, y los medios necesarios para organizar una base política. En todo caso, le aportaban la munición inmediata que él necesitaba. Vio que la línea azul del teléfono número tres estaba encendida. La mezcladora continuaba activada. Descolgó el receptor y marcó un número de Ginebra.
—L’Université de Genève —dijo el operador, a seiscientos cincuenta kilómetros de distancia.
—Por favor, el profesor André Benoit.
—¿Allo? —dijo la voz del más destacado erudito universitario de ciencias políticas.
—Su confidente de París. ¿Podemos hablar?
—Un momento. —El teléfono permaneció silencioso ocho segundos—. Ahora podemos —dijo el profesor Benoit, reanudando la conversación—. Sin duda usted llama por los problemas que tuvimos en París. Se lo digo ahora mismo. No sé nada. ¡Nadie sabe! ¿Puede aclararnos algo?
—Ni siquiera sé de qué me está hablando.
—¿Donde estuvo?
—En Montecarlo, con el actor y su esposa. Regresé esta mañana.
—En ese caso, ¿no se enteró de nada? —preguntó asombrado el hombre de Ginebra.
—¿Acerca de los ataques al norteamericano Latham y su asesinato ulterior en el restaurante de las afueras, sin duda un episodio promovido por la Unidad K, los psicópatas organizados aquí en la ciudad? Fue una iniciativa estúpida.
—¡No! Cero Uno, de París, ha desaparecido, y temprano esta mañana la policía mencionó un ataque a la rue Diane…
—¿En el apartamento de Witkowski? —lo interrumpió Moreau—. No leí la información.
—Ellos tampoco tienen lo que yo sé. Toda la Unidad K desapareció.
—Nunca supe dónde se encontraban instalados…
—Ninguno lo sabía, ¡pero desaparecieron!
—No sé qué decirle.
—¡No diga nada, asuma el control de las cosas y descubra lo que sucedió! —reclamó Ginebra.
—Me temo que tengo otras malas noticias para usted y para Bonn —dijo el jefe del Deuxième.
—¿Cuáles pueden ser?
—Mis agentes en Alemania me comunicaron algunos nombres. Personas que se reúnen todos los martes por la noche en casas que se levantan a orillas del Rin.
—¡Dios mío! ¿Cuáles son los nombres?
Claude Moreau los suministró, deletreando lentamente cada uno.
—Dígales que se muestren muy, pero muy cuidadosos —dijo—. Todos están sometidos al examen microscópico de los servicios de inteligencia.
—Fuera de ciertas reputaciones, no conozco a ninguno —exclamó el profesor de Ginebra—. No tenía idea…
—Usted no debía tener ideas, Herr Profesor. Usted cumple órdenes, lo mismo que yo.
—Sí, pero… pero…
—Los universitarios no son muy competentes cuando se trata de las cuestiones prácticas. Ocúpese de que nuestros asociados de Bonn reciban la información.
—Sí… sí por supuesto, París. ¡Oh, Dios mío!
Moreau cortó la comunicación y se acomodó mejor en su sillón. Las cosas —las cosas— seguían su propio rumbo. Tal vez no fuese lo mejor, pero estaban mejor que los asuntos de otra gente. Si él perdía, con su esposa siempre podía retirarse a un lugar agradable fuera de Francia. Por otra parte, también era posible que un pelotón de fusilamiento lo ejecutase. C’est la vie.
Hacia el final del día, el sol poniente entraba por las ventanas del a apartamento de Karin de Vries en la rue Madeleine.
—Esta tarde fui a mi apartamento —dijo Drew, sentándose en el sillón, y conversando con Karin, que se había acomodado en el diván—. Por supuesto, llegué acompañado por un infante de marina a cada lado… juraron secreto ante Witkowski, que podría despacharlos de regreso a Estados Unidos cuando se le antojase, y mantenían las manos sobre las cartucheras de sus armas; de todos modos, era agradable caminar por la calle. ¿Sabe lo que quiero decir?
—Sí, lo sé pero me preocupa que hayamos confiado excesivamente en algunas personas. ¿Y si hay otros de quienes nada sabemos?
—Demonios, conocemos la identidad de un hombre, Reynolds, de Comunicaciones. Me dijeron que huyó como una rata que se esconde en las cloacas, y que probablemente vive en una pensión nazi cerca del Mediterráneo, si es que no deciden resolver el problema pegándole un tiro.
—Si está en el Mediterráneo, sospecho que su cuerpo está hundido varios centenares de metros, cerca del fondo del océano.
—En realidad, es un mar.
—No creo que la definición del Mediterráneo le importe mucho.
Silencio. Finalmente, Drew habló:
—¿Donde estamos, amiga?
—¿Qué quiere decir?
—¿Qué tengo que hacer, ajustarme al reglamento?
—¿Qué reglamento?
—Por ejemplo «Uno, dos, tres, cuatro». ¿Para qué demonios hago esto? Usted estuvo ocultándome toda la noche y todo el día, pero no puedo acercarme a su persona.
—¿De qué está hablando, Drew?
—Por Dios, ni siquiera sé cómo decirlo… Nunca creí que llegaría a pensar en eso, y menos que lo diría a una persona que quizá está haciendo todo lo necesario para evitar que me maten, una subordinada que tiene un apartamento que yo jamás podría pagar.
—Por favor, hable con más claridad.
—¿Cómo podría hacerlo? Siempre pensé que bailaría al compás de la música que tocara mi hermano. Él era tan justo, tan perfecto. Después, en ese reservado, antes de que lo mataran, lo oí sollozando y diciendo cuánto la amaba, cómo la adoraba.
—Basta Drew —dijo bruscamente de Vries—. ¿Quiere decir que piensa imitar a su hermano incluso en sus engaños?
—No, nada de eso —dijo tranquilamente Latham, los ojos clavados en los de Karin—. Los engaños de Harry no son mis sentimientos, Karin. He superado ese síndrome, y de todos modos, nunca me sirvió de mucho. Usted llegó primero a su vida, y a la mía años más tarde; y la ecuación, a pesar de los puntos de semejanza, es muy diferente. Yo no soy Harry. Nunca podría ser él, pero soy yo mismo, y nunca conocí a una persona como usted. ¿Qué le parece eso como declaración?
—Muy conmovedor, querido.
—De nuevo la palabra «querido». Que no significa nada.
—No la subestime, Drew. Tengo que desembarazarme de mis fantasmas, y cuando lo consiga será grato pensar que quizá usted está allí, esperándome. Tal vez pueda unirme a usted, porque posee cualidades que no admiro mucho; pero una relación ahora me parece algo remoto y lejano. Es necesario sepultar el pasado. ¿Comprende eso?
—Lo comprendo o no, haré todo lo posible para convertirlo en realidad.
La multitud de transeúntes de la primera mitad de la tarde colmó la calle; los edificios de oficinas se vaciaron cuando las hordas de empleados llegaron caminando deprisa e ingresaron en los cafés y los restaurantes favoritos, con la intención de almorzar. El almuerzo Parisiense era más que una comida; con mucha frecuencia era un episodio de menor categoría, y Dios ayudase al empleado que esperase que su personal, y sobre todo las ejecutivas de manos manicuradas, regresarán a tiempo, muy especialmente durante las semanas del verano.
Y ésa era la razón por la cual el doctor Gerhardt Kroeger se sentía cada vez más nervioso, empujado constantemente por la multitud de transeúntes, mientras permanecía sosteniendo en la mano el periódico plegado frente a la cara, la mirada fija en el edificio del Deuxième Bureau, que estaba a la izquierda. No podía darse el lujo de ignorar la figura de Claude Moreau. El tiempo era un factor esencial, y no podía malgastar ni siquiera una hora. Su creación, Harry Latham, había iniciado la cuenta regresiva; eso significaba que disponía como máximo de dos días, cuarenta y ocho horas, e incluso eso no era muy exacto. Y lo que agravaba la tensión casi insoportable del cirujano era un detalle que no había mencionado a sus superiores de la Fraternidad. Antes de que el cerebro del sujeto rechazara definitivamente el implante, y de hecho estallase, el área alrededor de la zona quirúrgica se decoloraba horriblemente; aparecía una inflamación de la piel que tenía el tamaño de un platito de café, lo cual induciría a quien ejecutase una autopsia a investigar esa extraña manifestación. Contrariamente a la creencia general, los datos almacenados en la memoria para determinado fin y en cierto contexto, podían ser extraídos mediante un equipo ajeno a los controles originales.
En manos hostiles, la Fraternidad del Reloj podía ser destruida, revelados sus secretos, definidos claramente sus objetivos globales. «¡Mein Gott!», reflexiono Kroeger. Somos víctimas de nuestro propio progreso. Después, pensó en la proliferación de las armas nucleares y percibió la verdad de su conclusión escasamente original.
¡Ahí estaba Moreau! El jefe del Deuxième, un hombre de anchos hombros, salió por la puerta del edificio y dobló hacia su derecha, apresurando su marcha sobre el pavimento. Llevaba prisa, lo cual determinó que Kroeger prácticamente tuviese que correr para alcanzarlo, pues el francés enfilaba en dirección contraria. Separando a las personas que se le cruzaron, disculpándose medio en alemán y medio en francés, redujo la distancia entre su persona y Moreau, dejando como estela una sucesión de irritados transeúntes. Finalmente, alcanzó el brazo del hombre.
—Monsieur, Monsieur —exclamó—, ¡se le cayó algo!
—¿Perdón? —El jefe del Deuxième se detuvo y se volvió—. Usted seguramente se equivoca. No se me cayó nada.
—Estaba seguro de que era a usted —continuó en francés el cirujano. Una billetera o un anotador. ¡Un hombre lo recogió y huyó!
Moreau se palpó rápidamente los bolsillos, y su cara pasó de la inquietud al alivio.
—Se equivoca —dijo—. No me falta nada, pero de todos modos le agradezco la atención. Los carteristas abundan en París.
—Lo mismo que en Munich, Monsieur. Me disculpo, pero la fraternidad a la cual pertenezco insiste en que apliquemos los preceptos cristianos de la ayuda mutua.
—Comprendo, una fraternidad cristiana, qué admirable. —Moreau clavó los ojos en el hombre mientras los transeúntes pasaban a ambos lados—. El Pont Neuf, esta noche a las nueve —agregó, bajando la voz. La salida norte.
La bruma Parisiense difundió el reflejo de la luna en las aguas del Sena; era inminente una lluvia estival. En contraste con la mayoría de los transeúntes que cruzaban el puente, y que se apresuraban a escapar del tiempo inclemente, las dos figuras se acercaron lentamente la una a la otra por el sendero norte para transeúntes. Se encontraron en el punto medio; Moreau habló primero.
—Usted aludió a algo que puede parecerme conocido. ¿Quiere aclararlo?
—Monsieur, no hay tiempo para juegos. Ambos sabemos quiénes somos y lo que somos. Han sucedido cosas terribles.
—Eso entiendo… cosas de las cuales nada sabía hasta esta mañana. El aspecto alarmante es que mi oficina no fue mantenida al tanto de las cosas. Y debo preguntarme por qué no se nos informó. ¿Quizá uno de los correos que ustedes usan se mostró indiscreto?
—¡Le aseguro que no! Nuestra misión ahora, nuestra misión suprema, es encontrar al norteamericano Harry Latham. Es más vital de lo que usted puede imaginar. Sabemos que la embajada, con la ayuda de los Antinayous, está ocultándolo en algún lugar de París. ¡Necesitamos hallarlo! Seguramente usted recibe información de la inteligencia norteamericana. ¿Dónde está?
—Monsieur, usted se ha adelantado en varios puntos a lo que es el ámbito de mi conocimiento… ¿Como se llama? Yo no hablo con personas que carecen de identificación.
—Kroeger, doctor Gerhardt Kroeger, y una llamada a Bonn confirmará mi elevada jerarquía.
—Qué impresionante. ¿Y cuál es, doctor, su alto cargo?
—Yo fui el cirujano que… salvó la vida de Harry Latham. Y ahora debo encontrarlo.
—Sí, ya dijo eso. ¿Usted sabe seguramente que su hermano Drew fue muerto por esa estúpida Unidad K?
—Fue el hermano a quien no debían liquidar.
—Entiendo. ¿Y lo hicieron los miembros de la Unidad K, asesinos que apenas han egresado de la escuela, en el supuesto de que alguna vez hayan asistido a alguna?
—¡No toleraré sus insultos! —exclamó el frustrado Kroeger. Francamente, a usted no se lo considera del todo confiable, de modo que le aconsejo que sea sincero conmigo. Conoce las consecuencias si intenta engañar.
—Si lo que usted dice es cierto, puedo considerarme afortunado por haberlo oído de sus propios labios.
—¡Encuentre a Harry Latham!
—Ciertamente, lo intentaré…
—Permanezca despierto la noche entera, acuda a todas las fuentes posibles… francesas, norteamericanas, británicas, a todas. ¡Descubra dónde ocultaron a Harry Latham! Estoy en el Lutetia, habitación ochocientos.
—El último piso. Sin duda usted es una persona importante.
—No descansaré hasta que reciba sus noticias.
—Doctor, eso es absurdo. Como médico, usted debe saber que la falta de sueño altera la capacidad de pensamiento. Pero como usted se muestra tan persuasivo, y también son persuasivas sus amenazas, tenga la certeza de que haré lo posible para satisfacerlo.
—¡Sehr gut! —dijo Kroeger, volviendo al alemán—. Ahora, me marcho. No me decepcione; no decepcione a la Fraternidad, pues usted sabe lo que sucederá.
—Comprendo.
Kroeger se alejó deprisa, y su figura rápidamente se perdió en la bruma. Y Claude Moreau caminó lentamente para encontrar un taxi en la Margen Izquierda. Tenía que pensar un poco, y una de sus preocupaciones era verificar los equipos de comunicaciones del Deuxième Bureau. Un número excesivo de cosas tenía ahora un carácter inseguro.
Eran las 7:42 de la mañana, hora de Washington, cuando Wesley Sorenson entró en su oficina de Operaciones Consulares; la otra persona presente allí era su secretaria.
—Señor, todos los informes de la noche están sobre su escritorio —dijo la empleada.
—Gracias, Ginny. Como dije muchas veces, realmente deseo que usted presente al cobro las horas extra. Nadie viene aquí antes de las ocho y media.
—Usted es muy comprensivo cuando mis hijos están enfermos, de modo que no vale la pena exagerar, señor director. Además, de este modo trabajo con mucha comodidad; puedo resolver todo antes de que lleguen las tropas.
«Ya llegaron, y la situación es más grave que lo que usted se imagina», pensó Sorenson. Había estado en la Base Andrews de la Fuerza Aérea a las cuatro de la madrugada, y personalmente había acompañado a los dos neonazis que descendieron del jet proveniente de París, y había supervisado su viaje en una camioneta de los infantes de marina hasta una casa de seguridad en Virginia. A pesar de su agotamiento, el director de Operaciones Consulares de nuevo sería llevado allí poco después del mediodía, para interrogar personalmente a los prisioneros; era una rutina que él conocía bien.
—¿Algo urgente? —preguntó a su secretaria.
—Todo es urgente.
—Nada cambia.
Sorenson entró en su propio despacho, cruzó la habitación para acercarse a su escritorio y se sentó. Las diferentes carpetas tenían rótulos: REPÚBLICA POPULAR CHINA, TAIWÁN, FILIPINAS, MEDIO ORIENTE, GRECIA, BALCANES… Y finalmente, ALEMANIA y FRANCIA.
Apartando el resto, Sorenson abrió la carpeta correspondiente a París. Era explosiva. Sobre la base de los informes policiales, describía el ataque al apartamento del coronel Witkowski, aunque no mencionaba que el oficial había enviado dos cautivos en un jet militar con destino a Washington. Mencionaba el incendio del cuartel general de una unidad neonazi en el depósito de Avignon. Afirmábase que algunos asesinos habían desaparecido. La última noticia de París era un mensaje cifrado de Witkowski, descifrado en Operaciones Consulares. Ésa era la explosión. «Gerhardt Kroeger en París. Está buscando a Harry Latham. Se ha informado al blanco».
Gerhardt Kroeger, cirujano, hombre misterioso, y la clave de muchas cosas. Fuera de la inteligencia norteamericana nadie sabía de su existencia. En cierto modo, pensó Sorenson, eso estaba mal. Hubiera sido necesario incluir a los franceses y los británicos, pero la CIA —con la anuencia de Knox Talbot— no podía confiar en ellos.
Y de pronto, a las ocho de la mañana, llamó el teléfono.
—Comunicación de París —dijo su secretaria—. Un señor Moreau, del Deuxième Bureau.
Sorenson contuvo una exclamación y palideció súbitamente. Moreau había sido aislado. Era un sospechoso. El director de Operaciones Consulares respiró hondo, descolgó el teléfono y habló con voz mesurada.
—Hola, Claude, me alegro de tener noticias suyas, viejo amigo.
—Al parecer, Wesley, no corresponde que yo escuche su voz gracias a una llamada iniciada por usted, si se me permite hablar claro.
—No sé qué quiere decir.
—Oh, vamos, en las últimas treinta y seis horas han sucedido muchas cosas que nos conciernen a los dos, pero no se ha comunicado una sola palabra a mi oficina. ¿Qué clase de cooperación es ésa?
—Yo… no lo sé, Claude.
—Por supuesto, lo sabe. He sido excluido sistemáticamente de la operación. ¿Por qué?
—No puedo responder a esa pregunta. Usted sabe que no controlo la operación. No tenía idea de que…
—Por favor, Wesley. En el campo de batalla usted era un mentiroso consumado, pero no con alguien que mentía junto a usted. Ambos sabemos como funcionan estas cosas, ¿verdad? Alguien oyó algo de un tercero, y la ostra enferma crece, y produce una perla falsa. Pero ya aclaremos eso mas tarde. En el supuesto de que usted todavía esté en acción, tengo que darle una información fundamental.
—¿Que es?
—¿Quien es Gerhardt Kroeger?
—¿Que?
—Ya me oyó, y es evidente que antes ya le mencionaron el nombre. Es un médico.
Kroeger estaba fuera de los límites del Deuxiéme. ¿Como era posible que Moreau conociera ese nombre? ¿Estaba intentando adivinar?
—No se muy bien si lo escuché antes, Claude. Gerhardt… Kroeger, ¿no es verdad?
—Ahora, usted se muestra insultante. De nuevo lo dejaré pasar, pues mi información es tan importante. Kroeger me siguió, y me cortó el paso durante mi paseo vespertino. En pocas palabras, me dijo que o le revelaba donde estaba Harry Latham o yo era hombre muerto.
—¡Eso me parece increíble! ¿Por que acudió a usted?
—Le formulé la misma pregunta, y su respuesta fue la previsible. Tengo gente en Alemania, lo mismo que en la mayoría de los países. Hace un año negocié la vida de un hombre apresado por un grupo de cabezas rapadas en Manheim. Conseguí su libertad por unos seis mil dólares, lo cual fue un gran negocio. De todos modos, ellos estaban al tanto de la intervención del Deuxiéme, y sabían que el arreglo no podía haberse concertado sin mi aprobación.
—¿Pero usted nunca había oído hablar de Gerhardt Kroeger?
No hasta anoche. Ya se lo dije. Regresé a mi oficina y revisé los registros de los últimos cinco años. No encontré nada. A propósito, se aloja en el Hotel Lutetia, habitación ochocientos, y espera que yo lo llame.
—¡Por Dios, deténgalo!
—Oh, no se escapará, Wesley. Puedo asegurárselo. Pero ¿por que no jugamos un poco con él? Es indudable que no actúa solo, y nosotros estamos buscando peces mas gordos.
Una sensación de alivio se instaló en Sorenson. ¡Claude Moreau estaba limpio! Jamás habría ofrecido en bandeja de plata a Gerhardt Kroeger, con nombre de hotel y número de habitación incluidos, si hubiese trabajado para la Fraternidad.
—Si eso logra que usted se sienta mejor —dijo el director de Operaciones Consulares— yo mismo fui excluido un tiempo. ¿Sabe por donde?, usted consiguió salvarme el trasero.
—Usted habría hecho lo mismo por mi.
—Es lo que dije irritado a la Agencia, y lo que les diré de nuevo, con más enojo todavía.
—Un momento, Wesley —dijo Moreau con voz pausada—. Hablando de Estambul, ¿recuerda la vez que los apparatchiks de la KGB creyeron que usted era un doble, y que se trataba en realidad de un informante de sus superiores en Moscú?
—Por cierto. Vivían como potentados con las riquezas del Topkapi a sus disposición. ¡Se asustaron mortalmente!
—De modo que le hicieron confidencias, ¿verdad?
—Desde luego, no dijeron cosas… para justificar su estilo de vida. La mayor parte era basura, pero no todo.
—Pero le hicieron confidencias, ¿verdad?
—Sí.
—Entonces, por el momento, dejemos estar las cosas. Todavía estoy fuera del círculo, y no puede confiarse en mí. Quizá pueda jugar un poco con Herr Doktor y aprender algunas cosas.
—Lo cual significa que necesita primero contar con algo.
—Lo que fuera, como dijo usted mismo al recordar Estambul. No tiene que ser exacto, pero debe ser relativamente aceptable.
—¿Como qué?
—¿Dónde está Harry Latham?
No había un Harry Latham. Las dudas retornaron al ex funcionario de inteligencia.
—Ni siquiera yo sé eso —dijo Sorenson.
—No preguntó dónde está realmente —lo interrumpió Moreau—, sólo donde podría estar. Algo que ellos crean.
Las dudas retrocedieron.
—Bien, hay una organización llamada los Antinayous…
—Saben a qué atenerse con respecto a ese grupo —interrumpió Moreau—. Esa gente es imposible de encontrar. Algo distinto.
—Sin duda saben a qué atenerse con respecto a Witkowski y a la mujer de Vries…
—En efecto —dijo el jefe del Deuxième—. Deme un lugar donde con un poco de trabajo ellos podrían saber como opera su gente.
—Supongo que el lugar más conveniente sería Marsella. Llegamos a esa ciudad siguiendo la pista de los narcotraficantes; muchos de nuestros hombres fueron comprados o desaparecieron. En realidad, nuestra actuación determina que nos destaquemos bastante, si alguien está observando. Es una suerte de disuasor.
—Excelente. Lo usaré.
—Claude, seré sincero. ¡Quiero aclarar su foja de servicios aquí! Es insoportable que sospechen de usted.
—Todavía no, mi viejo amigo. Recuerde Estambul. Ya antes jugamos a estos juegos.
En París, Moreau cortó la Comunicación, y de nuevo se recostó sobre el respaldo de su sillón, los ojos clavados en el techo, sus pensamientos saltando de un fragmento de información a otro. Ahora había comenzado a recorrer el tramo final de la carrera. Los riesgos que asumía eran gigantescos, pero no podía detenerse. La venganza era todo lo que importaba.