Con las manos y los antebrazos vendados, los cuellos de las camisas arrancados, Cero Cinco, París, estaba sentado con París Dos en el reducido espacio del jet que volaba a través del Atlántico en dirección a Washington. Cinco pensó que era improbable que los ejecutasen; los norteamericanos exhibían cierta blandura en esa esfera, sobre todo si un prisionero parecía irracional y fingía arrepentimiento. Tocó con el codo al erudito Cero Dos, que estaba dormitando.
—Despierte —dijo en alemán.
—¿Was ist?
—¿Qué haremos al llegar allí? ¿Tiene alguna idea?
—Algunas —replicó Dos, bostezando.
—Explíquese.
—Los norteamericanos por naturaleza son propensos a la violencia, aunque sus jefes pontifican lo contrario. También está arraigada en ellos la inclinación a buscar conspiraciones, por remotas que puedan parecer.
Nuestros líderes tienen sus amantes, ¿y eso a quién le importa? Los líderes norteamericanos gozan con las prostitutas, y de pronto aparecen enredados con los grandes señores del delito. ¿Esos hombres realmente necesitan que algunos criminales les suministren mujeres? Es ridículo, pero los norteamericanos lo aceptan. Su hipócrita puritanismo rechaza el derecho natural. Una vida monógama sencillamente no corresponde a la naturaleza del macho.
—¿Qué demonios está diciendo? Eso no responde a mi pregunta.
—Ciertamente, responde. Cuando lleguemos allí tendremos en cuenta tanto su hipocresía como su necesidad de descubrir conspiraciones.
—¿Cómo?
—Creen, o seguramente deben creer a esta altura de las cosas, que somos una sección selecta de la Hermandad, y en cierto sentido eso es cierto, aunque no tal como ellos lo creen. Lo que debemos hacer es fingir que realmente somos importantes. Que tenemos vínculos con los fanáticos de Bonn, para quienes somos los auténticos miembros de las tropas de asalto, los hombres de Bonn que confían en nosotros porque nos necesitan.
—Pero no es cierto que confíen en nosotros. No tenemos nombres, solo códigos que varían dos veces por semana. Los norteamericanos nos administrarán drogas y se enterarán de todo.
—En los tiempos que corren los sueros de la verdad no son más confiables que la hipnosis en los círculos cultos; generalmente, uno puede ser programado para resistir. La inteligencia norteamericana lo sabe.
—Nosotros no hemos sido programados.
—¿Por qué deberíamos habernos preparado de ese modo? Como usted dice, no tenemos nombres, sólo códigos que nos autorizan a cumplir nuestras órdenes. Si nos someten a la acción de los productos químicos y nosotros revelamos esos códigos inútiles, lo único que conseguirán es sentirse aún más impresionados que antes.
—De todos modos, usted aún no me ha contestado. Me agradaba mucho más cuando no hablaba tanto y era menos erudito. ¿Cómo enfrentamos a los norteamericanos?
—En primer lugar, reconocemos nuestra importancia, nuestros vínculos estrechos en el liderazgo tanto en Europa como en Estados Unidos. Después, aunque con renuncia, reconocemos también que hay un grado relativo de hipocresía en nuestros actos. Nuestras formas de vida son extravagantes —residencias disimuladas y caras, fondos ilimitados, las mujeres más voluptuosas cuando las deseamos, las fantasías de todos los jóvenes son nuestra realidad, y la causa que posibilita todo esto es la razón por la cual trabajamos, y no necesariamente una causa por la cual estaríamos dispuestos a morir.
—Muy bien, Dos, muy convincente.
—Ésa es la base. A partir de ese punto apelamos al apetito de conspiración que ellos padecen. Subrayamos de nuevo nuestra importancia, nuestra influencia, el hecho de que se nos consulta constantemente y debemos estar en contacto con nuestras contrapartes de todo el mundo en estos tiempos, que son el momento de los viajes supersónicos.
—Por supuesto, sobre todo en Estados Unidos —dijo Cero Cinco, París.
—Por supuesto. Y la información que tenemos —nombres específicos, y a falta de nombres cargos en el gobierno y la industria civil— en verdad es impresionante. Hombres y mujeres de quienes ellos ni siquiera pueden imaginar absolutamente nada, simpatizan con la Fraternidad del Reloj.
—Es lo que está haciéndose ahora.
—Elevaremos el proceso a mayor altura. Después de todo, nadie lo sabe por declaraciones obtenidas «de la boca del caballo», como dicen los propios norteamericanos. Si nuestras computadoras están en lo cierto, y espero que así sea, somos los primeros miembros de la nueva minoría selecta nazi a quienes se apresa vivos. Bien podemos exigir que se nos otorguen privilegios especiales, en el supuesto de que nos mostremos vacilantes. A decir verdad, miro con cierta expectativa la cercanía de los próximos días.
Ceros Cuatro y Siete, los individuos que escaparon casi histéricos de la rúe Diane, irrumpieron en el cuartel general de la Blitzkrieg del depósito de Avignon, tratando de controlar más o menos sus sentimientos… aunque ninguno tuvo mucho éxito en el intento. Los dos camaradas restantes estaban en la sala de conferencias, uno sentado frente a la mesa, el otro sirviendo café.
—¡Estamos acabados! —exclamó el impulsivo Cero Cuatro de París, arrojándose sin aliento en un sillón—. ¡Se desató el infierno!
—¿Qué sucedió? —El neo que estaba sirviendo café soltó la taza.
—No tuvimos la culpa. —Cero Siete de París, que estaba de pie, permaneció en el mismo lugar, y habló en voz alta, con una actitud defensiva—. Fue una trampa, y Cinco y Dos se dejaron dominar por el pánico. Corrieron hacia el interior del apartamento con las armas en posición de fuego rápido…
—Después, escuchamos los estampidos de otras armas, y oímos que los dos caían —intervino Cero Cuatro, los ojos desorbitados.
—Probablemente están muertos.
—¿Qué me dicen de los otros, los dos que descendieron por el edificio hasta la ventana?
—¡Lo ignoramos; era imposible que supiéramos a qué atenernos!
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Siete—. ¿Hay noticias de Cero Uno? —Nada.
—Uno de nosotros debe reemplazarlo y comunicarse con Bonn —dijo el neo que estaba sirviendo el café.
Los tres restantes menearon enfáticamente la cabeza.
—Nos ejecutarán —dijo tranquilamente Cuatro, en un tono objetivo.
—Los líderes exigirán, y por mi parte diré que no estoy dispuesto a morir por los errores ajenos, o por el pánico que otros sintieron. Si fuera responsable, de buena gana tomaría la pastilla de cianuro; ¡pero no lo soy, y nosotros tampoco lo somos!
—Pero ¿qué podemos hacer? —repitió Siete.
Cuatro, con el cuerpo muy erguido, se paseó en actitud reflexiva alrededor de la mesa, deteniéndose frente al hombre que manipulaba la máquina de café.
—Usted administra nuestras cuentas, ¿verdad?
—Así es.
—¿Cuánto dinero tenemos?
—Varios millones de francos.
—¿Puede conseguir más con cierta rapidez?
—No se discuten nuestros pedidos de fondos. Formulamos un llamada telefónico, y nos envían un giro telegráfico. Justificamos después la asignación, y por supuesto sabemos cuáles son las consecuencias si el pedido encubre una falsedad.
—Las mismas consecuencias que afrontamos ahora, ¿verdad?
—En esencia, sí. La muerte.
—Haga su llamada, y pida el máximo posible. Tal vez convenga que de a entender la posibilidad de que atrapemos al presidente de Francia o al presidente de la cámara de Diputados.
—Eso exigiría el máximo. La transferencia será inmediata, pero los fondos no estarán disponibles antes de la apertura del Banco de Argelia… Ahora son más de las cuatro; el banco abre a las nueve.
—Menos de cinco horas —dijo Cero Siete, mirando fijamente a Cuatro—. ¿En qué está pensando?
—En algo muy evidente. Si continuamos aquí, todos afrontamos la ejecución… Lo que les diré quizás les revuelva el estómago, pero afirmo que vivos y no muertos podemos servir mejor a nuestra causa. Sobre todo cuando nuestra muerte es el resultado de la incompetencia de otros; todavía podemos ofrecer mucho… Tengo un tío anciano en las afueras de Buenos Aires, a orillas del Río de la Plata. Fue uno de los muchos que huyó del Tercer Reich cuando el enemigo estaba destruyéndolo; pero en la familia todavía creen que Alemania es sagrada. Tenemos pasaportes; podemos volar allí y la familia nos ofrecerá refugio.
—Eso es mejor que la ejecución —dijo Siete.
—Una ejecución injustificada —afirmó solemnemente uno de los miembros del grupo de la Blitzkrieg.
—Pero ¿podremos mantenernos a salvo durante cinco horas? —preguntó el gerente que administraba la contabilidad del grupo de asesinos.
—Podemos, si arrancamos los teléfonos y nos vamos —replicó Cuatro. Llevaremos lo que necesitamos, quemamos lo que haya que destruir, y salimos de aquí. Nos espera un día y una noche muy largas. ¡Deprisa! Destruyan los archivos y los restantes documentos, métanlos en los cubos metálicos, y quémenlos.
—Espero que llegue cuanto antes ese momento —dijo más aliviado Cero Siete.
Los fanáticos del grupo habían encontrado una cómoda fórmula de escape en el pacto de muerte, y cuando comenzaron a quemarse los papeles del primer cubo, el contador abrió una ventana para permitir la salida del humo.
Knox Talbot, director de la CIA, abrió la puerta principal para permitir la entrada de Wesley Sorenson. Era el final del día, y el sol de Virginia descendía sobre los campos de la propiedad de Talbot.
—Bienvenido a nuestra humilde vivienda, Wes.
—Al demonio con la humildad —dijo el jefe de Operaciones Consulares, mientras entraba en la habitación—. ¿Usted es dueño de la mitad de la propiedad?
—Solo de una parte minúscula. Dejo el resto en manos de los blancos.
—Realmente, es un lugar muy hermoso, Knox.
—No lo dudo —convino Talbot, mientras atravesaba una sala de estar amueblada con lujo considerable, y llegaba a un enorme porche de paredes de vidrio—. Si lo desea, y dispone de tiempo, le mostraré el galpón y los establos. Tengo tres hijas que se enamoraron de los caballos, hasta que descubrieron a los muchachos.
—Que me cuelguen —exclamó Sorenson, mientras se sentaba—. Tengo dos hijas que hicieron lo mismo.
—¿Usted quedó abandonado cuando encontraron marido?
—Bien, regresan de tanto en tanto.
—Pero le dejaron los caballos.
—Así es, amigo mío. Felizmente, mi esposa los adora.
—La mía no. Como ella dice a menudo, su infancia y su adolescencia en la calle 145 de Harlem no la preparó mucho para ocuparse de una propiedad dotada de establos. Permite que los conserve porque gracias a los caballos mis hijas regresan, a menudo con excesiva frecuencia… ¿Desea una copa?
—No, gracias. Mi cardiólogo permite tres tragos diarios, y ya bebí cuatro. Después, volveré a casa, y alcanzaré un total de seis en compañía de mi esposa.
—Entonces, vamos al asunto. —Talbot se inclinó sobre un revistero de mimbre, y extrajo una carpeta de tapas negras—. Primero, las computadoras AA —dijo—. No encontré nada, absolutamente nada que nos pueda servir de base. No estoy cuestionando el valor de lo que dijo Harry Latham, ni su fuente, pero si eso es cierto, está tan enterrado que se necesitaría un arqueólogo para sacarlo a luz.
—Sin embargo, Knox, están en lo cierto.
—No lo dudo, de modo que mientras continúo profundizando, reemplacé a toda la unidad, como expresión de una nueva política de rotaciones. Expliqué que estaba abriendo paso a nuevas camadas de personal superior.
—¿Cómo reaccionaron?
—No muy bien, pero sin que hubiese objeciones perceptibles, y por supuesto esto último era lo que yo estaba buscando. Naturalmente, el primer equipo está siendo sometido a un examen microscópico.
—Comprendo —dijo Sorenson—. ¿Qué sabe de este Kroeger, Gerhardt Kroeger?
—Mucho más interesante. —Talbot volvió varias páginas del contenido de la carpeta—. En primer lugar, parece que fue una especie de genio en el campo de la cirugía del cerebro, no sólo por su capacidad para eliminar tumores delicados, sino para eliminar las «presiones subcutáneas», lo cual permitió que algunos enfermos mentales recuperasen la salud.
—¿Por qué usa el pasado? —preguntó Wesley Sorenson—. ¿Qué significa eso?
—Desapareció. Renunció a su cargo como jefe asociado de cirugía del cráneo en el Hospital de Nuremberg, a la edad de cuarenta y tres años. Afirmó que estaba agotado, y que no se encontraba en condiciones psicológicas de continuar operando. Contrajo matrimonio con una hábil enfermera especializada en cirugía, una mujer llamada Greta Frisch, y lo último que se supo de él —en realidad, la última pista— fue que ambos emigraron a Suecia.
—¿Y qué dicen las autoridades suecas?
—Eso es lo más interesante del caso. Entraron en Suecia, por Göteborg, hace cuatro años, ostensiblemente en el curso de un viaje de placer. Los registros del hotel muestran que él y su esposa pasaron dos días en el establecimiento y se fueron. Allí termina el rastro.
—Ha regresado —dijo el director de Operaciones Consulares—. Supongo que en realidad nunca se alejó. Encontró otra causa mucho más interesante que devolver la salud a la gente.
—¿Y cuál podría ser, Wes?
—No lo sé. Tal vez conseguir que enferme la gente sana. Sencillamente, no lo sé.
Drew Latham abrió los ojos, irritado por los sonidos que venían de la calle, ahora más intensos a causa de la ventana abierta en el dormitorio. Witkowski, acompañado por algunos infantes de marina, había llevado al aeropuerto a los nazis capturados, y había sido necesario que alguien permaneciese en la habitación del coronel. Una ventana abierta era una tentación demasiado intensa. Drew se acercó lentamente al lado opuesto de la cama y se puso de pie, evitando cautelosamente los fragmentos de vidrio. Se apoderó de los pantalones y la camisa depositados sobre una silla, se los puso y caminó hacia la puerta. La abrió, y vio que Witkowski y de Vries estaban en la sala, frente a una mesa, bebiendo café.
—¿Cuánto tiempo hace que están aquí? —preguntó a los dos, aunque en realidad la respuesta no le interesaba mucho.
—Querido, lo dejamos dormir.
—Otra vez la palabra «querido». En realidad, creo que usted no utiliza muy sinceramente ese término.
—Es una expresión, Drew —dijo Karin—. Usted se comportó maravillosamente anoche… esta madrugada.
—Naturalmente, el coronel fue más eficaz.
—Naturalmente, jovencito, pero usted hizo lo suyo. Es un hombre sereno en presencia del enemigo.
—¿Me creerá, señor Superhombre, si le digo que ya lo hice antes? Aunque eso no significa que mi actitud me enorgullezca; es simplemente una cuestión de supervivencia.
—Venga —dijo de Vries poniéndose de pie—. Le serviré un poco de café. Aquí, siéntese —continuó, mientras se dirigía a la cocina—. Ocupe la tercera silla.
—Quisiera saber si en otras circunstancias me cedería el asiento —dijo Latham, mientras se acercaba con pasos vacilantes—. Y bien, ¿qué sucedió, Stosh? —preguntó al tiempo que se sentaba.
—Todo lo que deseábamos, joven. A las cinco de la mañana deposité a esos canallas en un jet destinado a Washington, y el único que lo sabrá es Sorenson.
—¿Por qué dice «que lo sabrá»? ¿Todavía no habló con Wes?
—Hablé con su esposa. La conocí hace tiempo, y nadie podría saber qué significa nuestra jerga medio norteamericana y medio británica. Le dije que informase al director que un paquete debía llegar a Andrews a las cuatro y diez de la mañana, hora de Washington, bajo el nombre cifrado de Peter Pan Dos. Dijo que le informaría apenas se comunicase.
—Eso es demasiado flexible, Stanley. Debió haber solicitado la reconfirmación.
Llamó el teléfono del apartamento. El coronel se puso de pie y atravesó deprisa la habitación; atendió la llamada.
—¿Sí? —Escuchó seis segundos y después cortó—. Era Sorenson —dijo—. Tienen un pelotón de infantes de marina en tierra y apostados en los techos. ¿Algo más, señor Espía?
—Sí —replicó Latham—. ¿Nos ocuparemos del zapatero y el parque de diversiones?
—Me parece que no —contestó Karin, mientras entregaba el café a Drew y volvía a sentarse—. Hay dos neos muertos, y dos que están viajando a Estados Unidos. Otros huyeron, según mi cálculo también son dos.
—En total, seis —dijo Drew—. No es un pelotón —agregó, mirando a Witkowski.
—Ni siquiera la mitad de una patrulla. ¿Cuántos más hay allí?
—Tratemos de averiguarlo. Yo me ocuparé del parque de diversiones…
—Drew —exclamó de Vries, interrumpiéndolo con voz áspera.
—Usted no se ocupará de nada —agregó el coronel—. Jovencito, usted tiene la memoria muy corta. Quieren atraparlo… o mejor sería decir quieren apoderarse de Harry… y depositarlo sobre una loza afectado por el rigor mortis. ¿Lo recuerda?
—¿Y qué debo hacer? ¿Abrir una puerta trampa y ocultarme en el sistema de cloacas de la ciudad?
—No, Se quedará aquí. Enviaré a dos infantes de marina que protejan la escalera y un hombre del equipo de mantenimientos que repare la ventana.
—¿Se opone a que yo haga algo provechoso?
—Es claro que no. Pero ésta será nuestra base provisional, y usted mantendrá el contacto.
—¿Con quién?
—Con las personas que yo le indique. Yo lo llamaré al menos una vez por hora.
—¿Y yo? —preguntó Karin con expresión aprensiva—. Puedo ser útil en la embajada.
—Así lo creo, y más concretamente en mi despacho, con una guardia en la puerta. Sorenson sabe quién es usted, y sin duda también lo sabe Knox Talbot. Si cualquiera de ellos se comunica utilizando el teléfono seguro, reciba los mensajes, incorpórelos a la máquina de mi apartamento, y yo lo sabré de ese modo. Ahora, necesito imaginar el modo de enviarla a mi oficina, en el caso de que existan fuerzas hostiles en la calle.
—Quizás pueda ayudarle a resolver ese problema. —De Vries alargó la mano hacia su bolso, que estaba junto a la silla, se puso de pie y se dirigió al dormitorio—. Requerirá sólo un momento o dos, pero es necesario ejecutar algunas maniobras.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Witkowski cuando Karin pasó por la puerta.
—Creo que lo sé, pero permitiré que ella lo sorprenda. Quizás así la ascienda al rango de ayudante.
—Yo podría hacer cosas peores. Freddie me enseñó una serie de trucos.
—Los mismos que usted le enseñó Freddie.
—Solo la escalera de incendios; el resto lo imaginó solo, y generalmente se nos adelantaba… a todos, excepto quizás a Harry.
—¿Qué sucede cuando ella abandona la embajada, Stanley?
—No lo hará. Hay una serie de habitaciones destinadas al personal. Yo expulsaré de allí a alguien por unos días, y ella puede ocupar el lugar.
—Por supuesto, con un guardia.
El coronel miró a Latham, una expresión serena en los ojos.
—Le preocupa, ¿verdad?
—Me preocupa —replicó sencillamente Drew.
—Normalmente, no aprobaría eso; pero en este caso atenuaré mis objeciones.
—No dije que eso nos llevará a ninguna parte.
—No, pero si lo hace, usted me sacará bastante ventaja. Y ella está en la misma profesión.
—No lo entiendo.
—Uno no tiene nietos porque un administrador lo ordena. Estuve casado trece años con una mujer excelente, una mujer espléndida que finalmente reconoció que no podía aceptar lo que yo hacía para ganarme la vida, así como todas las complicaciones que eso acarreaba. Por una vez en mi vida rogué, pero fue inútil… ella adivinó lo que había detrás de todos esos ruegos. Yo estaba excesivamente acostumbrado a lo que hacía, demasiado concentrado en mi tarea cotidiana. De todos modos, ella se mostró muy generosa… yo gozaba de amplios derechos de visita para ver a los niños. Pero por supuesto, yo no disponía de mucho tiempo para acercarme a ellos.
—Disculpe, Stanley, no tenía idea de lo que acaba de decirme.
—No es la clase de cosas que uno exhibe públicamente, ¿verdad?
—Supongo que no, pero es evidente que usted se lleva bien con sus hijos… me refiero a las visitas a los nietos, y todo eso.
—Demonios, sí, tienen buena opinión de mí. La madre de los chicos volvió a casarse, y lo hizo muy bien, ¿y qué demonios puedo hacer con el dinero que gano? Tengo más privilegios que los que puedo asimilar, de modo que cuando vienen a París… bien, usted ya se imagina como son las cosas.
Interrumpió la conversación la presencia de la figura en la puerta del dormitorio: una mujer muy rubia de anteojos oscuros, la falda por encima de la rodilla, la blusa desabotonada hasta la mitad del pecho. La mujer desplazó el peso de una pierna a la otra, en una actitud de fingida sensualidad.
—¿Qué dicen los muchachos que están en la habitación del fondo? —preguntó con voz grave, imitando la modulación un tanto indecente del clisé cinematográfico.
—¡Asombroso! —exclamó Witkowski.
—Y un poco más —dijo por lo bajo Drew, agregando un discreto silbido.
—¿Le parece que esto servirá, coronel?
—Seguramente, excepto que tendré que seleccionar a los guardias, y quizás encontrar alguno que sea homosexual.
—No se preocupe, estimado Brujo —dijo Latham—. Bajo la apariencia cálida, hay una voluntad de hielo.
—Por cierto, no puedo engañarlo, Monsieur —dijo riendo Karin, que soltó la falda, se abotonó la blusa y comenzó a caminar hacia la mesa, en el instante mismo en que llamó el teléfono.
—¿Atiendo la llamada? —preguntó Karin—. Puedo decir que soy la doncella… usando el francés adecuado, por supuesto.
—Con mucho gusto —contestó Witkowski—. Hoy es la mañana en que vienen a retirar la ropa; en general el encargado llama a esta hora. Dígale que suba, y pulse el botón Seis del teléfono, para abrir la puerta del vestíbulo.
—¿Allo? C’est la résidence du grand Colonel. —De Vries escuchó un momento o dos, apoyó la mano sobre el teléfono y miró al jefe de seguridad de la embajada—. Es el embajador Courtland. Dice que debe hablarle de inmediato.
Witkowski se puso rápidamente de pie y cruzó la habitación. Recibió el teléfono de manos de Karin.
—Buenos días, señor embajador.
—¡Escúcheme, coronel! No sé qué sucedió en su apartamento anoche, o en el aeródromo anexo al aeropuerto de Orly… y no sé muy bien si quiero saberlo… pero si tiene planes para esta mañana, suspéndalos, ¡y esto es una orden!
—Señor, ¿eso significa que la policía se comunicó con usted?
—Por cierto. Y lo que es más importante, me habló el embajador alemán, que está cooperando de lleno con nosotros. Kreitz recibió hace varias horas un informe de la sección alemana del Quai d’Orsay, y le dijeron que había un incendio en una serie de oficinas de los Depósitos Avignon. Entre los restos había recuerdos del Tercer Reich, así como millares de páginas quemadas, los textos irreconocibles, y destruidas después de ser arrojadas a los cubos de residuos.
—¿Los papeles provocaron un incendio en toda la casa?
—Parece que dejaron abierta una ventana, y la brisa propagó el fuego, activando las alarmas contra incendios y los rociadores. ¡Vaya inmediatamente!
—¿Dónde está el depósito, señor?
—¿Cómo demonios quiere que lo sepa? ¡Usted habla francés, pregúnteselo a alguien!
—Consultaré la guía telefónica. Otra cosa, señor embajador, preferiría no ir en mi propio automóvil, ni en un taxi. ¿Puede tener la bondad de pedir… de ordenar a su secretaria que pida… un vehículo de la Sección Transportes, con un equipo seguro que enviarán a mi departamento en la rúe Diane. Conocen la dirección?
—¿Equipo seguro? ¿Qué demonios es eso?
—Un vehículo blindado, señor, con una escolta de infantes de marina.
—Por Dios, ¡ojalá estuviese en Suecia! Pida lo que quiera, coronel. ¡Y dese prisa!
—Pídale a la gente de Transportes que se apresure, señor. —Witkowski cortó la comunicación, no sin antes hacer un gesto de burla destinado al teléfono. Se volvió hacia Latham y Karin de Vries—. Todo cambió, al menos por el momento. Quizás la suerte nos sonría y encontremos la clave del tesoro. Karin, quédese donde está. Usted, jovencito, vaya a mi armario, y vea si puede encontrar un uniforme que le siente bien. Tenemos más o menos las mismas medidas, y uno de mis uniformes seguramente le servirá.
—¿Adonde vamos? —preguntó Drew.
—A un grupo de oficinas en un depósito, los neos lo incendiaron. Una brigada nazi de demolición no funcionó como era necesario. Algún estúpido abrió una ventana.
El cuartel general neonazi era un desastre; las paredes estaban calcinadas, las pocas cortinas completamente quemadas, y por si eso fuera poco el sistema de rociadores había empapado todo. En una oficina atestada de equipos electrónicos computadorizados, sin duda usada por el jefe de la unidad, había un enorme gabinete de acero. Cuando lo abrieron, reveló un arsenal de armas, desde los rifles de alta potencia, con miras telescópicas agregadas, a las cajas de granadas de mano, lanzallamas miniaturizados, garrotes, armas de puño surtidas, y diferentes estiletes, algunos protegidos por bastones y paraguas. Todo coincidía con la descripción que había suministrado Drew Latham del grupo selecto de asesinos nazis de París. Éste era el cubil.
—Usen pinzas —ordenó el coronel Witkowski, hablando en francés y dirigiéndose a la policía, mientras mostraba las hojas de papel chamuscado sobre el piso—. Utilicen láminas de vidrio y protejan con ellas todo lo que no esté totalmente destruido. Uno nunca sabe lo que puede hallar.
—Todos los teléfonos han sido arrancados de las paredes, y destruidos los receptáculos —dijo un detective francés.
—Las líneas están intactas, ¿verdad?
—No. En poco rato más llegará un técnico de la compañía telefónica. Restablecerá las líneas, y podremos rastrear los llamadas.
—Quizás los que se originaron aquí, pero no los que se recibieron. Si conozco a estos individuos, los llamadas que hicieron desde aquí fueron imputados a una cuenta de una viejecita de Marsella, que recibe un giro y una bonificación una vez por mes.
—Como hacen los traficantes de drogas, ¿verdad?
—Sí.
—De todos modos, en algún sitio tiene que haber instrucciones, ¿no les parece?
—Sin duda, pero no podrán rastrearlas. Provienen de un banco de Suiza o de Caymán, y corresponden a cuentas secretas acerca de las cuales no se suministra información. Así se hacen ahora estas cosas.
—Monsieur, yo realizo investigaciones internas, sobre todo en París y sus alrededores, no a escala internacional.
—Entonces consígame alguien que se ocupe de eso.
—Tendrá que apelar al Quai d’Orsay, al Service d’Estranger. Esas áreas están fuera de mi dominio.
—Los encontraré.
Latham ahora uniformado y Karin de Vries, con una peluca rubia, se acercaron caminando cautelosamente, y evitando pisar las páginas chamuscadas.
—¿Aclaró algo? —preguntó Drew.
—No mucho, pero no cabe duda de que aquí estaba el centro de operaciones, sean quienes fueren los protagonistas.
—¿No parece indudable que se trató de los hombres que nos atacaron anoche? —dijo Karin.
—Acepto eso, pero ¿adónde fueron? —convino Witkowski.
—Monsieur l’americain —gritó otro policía de civil, que se acercó rápidamente viniendo de una habitación contigua—. Mire lo que encontré. Estaba bajo el almohadón de un sillón. Es una carta… el comienzo de una carta.
—Veamos. —El coronel se adueñó del pedazo de papel—. «Meine Liebste» —comenzó a leer Witkowski, entrecerrando los ojos—. «Etwas Entsetzliches ist geschehen».
—Démelo —dijo de Vries, impaciente con las vacilaciones de Witkowski. Tradujo al inglés—: «Querida, lo que sucedió esta noche es impresionante. Debemos partir inmediatamente, no sea que nuestra causa se vea perjudicada y todos afrontemos la pena de muerte a causa de los fracasos de terceros. En Bonn nadie debe saberlo, pero viajaremos en avión a América del Sur, a algún lugar donde tengamos protección hasta que podamos regresar a luchar otra vez. De veras, te adoro… Debo terminar después, alguien viene por el corredor. Enviaré esto por vía aérea…». Aquí termina la carta.
—¡El aeropuerto! —exclamó Latham—. ¿Cuáles son las líneas aéreas que vuelan a América del Sur? ¡Podemos frustrar ese viaje!
—Olvídelo —dijo el coronel—. Son las diez y cuarto de la mañana, y hay por lo menos dos docenas de líneas aéreas que parten entre las siete y las diez, y terminan en una cualquiera de las veinte o treinta ciudades de América del Sur. No podemos controlar todos esos vuelos. Sin embargo, aquí hay un dato concreto. Nuestros asesinos decidieron salir a toda prisa de París, y sus superiores de Bonn no tienen la más mínima idea de lo que hicieron. Hasta que otros ocupen su lugar, dispondremos de cierta pausa.
Gerhardt Kroeger, cirujano y transformador de mentes, estaba a un paso de perder la suya propia. Había llamada a los Depósitos Avignon una docena de veces durante las últimas seis horas, utilizando los códigos adecuados, y la única respuesta que había obtenido de un operador era que todas las líneas que conectaban con la oficina estaban «momentáneamente fuera de servicio. Nuestras computadoras demuestran que se desconectaron manualmente los teléfonos». Por mucho que él protestase, era imposible modificar la situación; eso parecía muy evidente. El grupo de la Blitzkrieg había cerrado sus puertas. ¿Por qué? ¿Qué había sucedido? Cero Cinco, de París se había mostrado tan seguro. Las fotografías de la ejecución le llegarían por la mañana. ¿Dónde estaban? ¿Dónde estaba Cinco París? No había alternativa. Necesitaba comunicarse con Hans Traupman, en Nuremberg. ¡Alguien debía tener una explicación!
—Es absurdo que usted me llame aquí —dijo Traupman—. No tengo los elementos telefónicos apropiados.
—No tuve alternativa. Usted no puede hacerme esto, ¡Bonn no puede hacerme esto! Me ordenaron encontrar a mi propia creación cualquiera fuese el costo, incluso hasta el extremo de utilizar las cualidades supuestamente incomparables de nuestros colaboradores de París…
—¿Qué más puede pedir? —interpuso con arrogancia el médico que estaba en Nuremberg.
—¡Algo, lo que fuere, que tenga sentido! Me trataron en forma abominable, me formularon una promesa tras otra y no me ofrecieron el más mínimo resultado. ¡Y ahora, en este mismo momento, ni siquiera es posible comunicarse con nuestros asociados!
—Tienen sistemas especiales, como corresponde a los asesores confidenciales.
—Los utilicé. El operador dijo que sus computadoras muestran que los teléfonos de esas oficinas fueron desconectados, y que lo hicieron manualmente. Hans, ¿qué más necesitamos? Los… nuestros colaboradores nos han aislado, ¡nos han separado por completo! ¿Donde están?
Pasaron varios segundos antes de que Traupman hablase.
—Si lo que usted dice es exacto —observó con voz pausada—, es muy inquietante. Supongo que usted se encuentra en el hotel.
—Así es.
—Continúe allí. Iré a mi casa, me comunicaré con otras personas, y lo llamaré. Eso puede llevarme más de una hora.
—No importa. Pero llámeme.
Pasaron casi dos horas antes de que sonara el teléfono del Lutetia.
—¿Sí? —preguntó Kroeger, después de abalanzarse sobre el aparato.
—Ha sucedido algo muy extraño. Lo que usted me dice es cierto… más que cierto, es catastrófico. El único hombre de París que sabe donde se encontraban nuestros colaboradores se acercó al lugar y encontró que estaba atestado de policías.
—¡Entonces han desaparecido!
—Algo peor. A las cuatro y treinta y siete de esta madrugada el «contador» de ese grupo se comunicó con nuestro departamento de finanzas, y con un pretexto plausible aunque inquietante, una historia en la cual participan mujeres y jovencitos y drogas y altos funcionarios franceses, solicitó una enorme suma de dinero… la que después se vería justificada con las correspondientes explicaciones.
—Pero no hay un después, ninguna verificación.
—Sin duda. Son cobardes y traidores. Los perseguiremos hasta el fin de la tierra.
—Esa persecución no me ayuda. Mi creación alcanzó el período crítico. ¿Qué hago? ¡Debo hallarlo!
—Hemos conversado de eso. No es el curso de acción más favorable, pero creemos que es el único que puede aplicarse. Comuníquese con Moreau, del Deuxième Bureau, él sabe todo lo que sucede en los círculos de la inteligencia francesa.
—¿Cómo lo veo?
—¿Conoce su aspecto físico?
—Sí, he visto fotografías.
—Debe hacerse con mucha prudencia, sin llamadas telefónicos ni mensajes, un sencillo encuentro en la calle, o en un café, un lugar donde nadie sospeche que se trata de una cita. Diga algo breve, a lo sumo una oración o dos, de modo tal que sólo él pueda escucharlo. Lo importante es que usted use la palabra «fraternidad».
—¿Y entonces?
—Quizás él lo rechace, pero incluso en ese caso le dirá dónde podrá verlo. Será un lugar común y corriente, probablemente atestado de público, y a una hora tardía.
—Usted me dijo antes que sospechaba de él.
—Hemos tenido en cuenta eso, pero contamos con un contraataque si no es el simpatizante que afirma ser. Hasta la fecha, hemos pagado más de veinte millones de francos, depositados en su cuenta suiza, aportes comprobados con declaraciones por escrito. Resultaría destruido, y encarcelado durante años, si esos comprobantes llegaran por vía anónima al gobierno francés, sin hablar de la prensa. No puede negarlos. Úselos si es necesario.
—Me acercaré inmediatamente al Deuxième —dijo Kroeger—. Y quizás mañana a Harry Latham.