Las llamas se elevaron, y los intensos golpes de fuego iluminaron la oscuridad. El enorme complejo de Vaclabruck estaba casi terminado, e incluía un vasto campo segado que descendía desde una colina en pendiente, donde estaban mil quinientos discípulos selectos de la Fraternidad, individuos llegados de todas partes del mundo. Esa noche no había nubes y las antorchas ocupaban el enorme escenario natural a lo largo de los límites del predio como frente al estrado, una mesa de quince metros de largo sobre la cima de la colina, donde estaban sentados los jefes. Habían depositado un micrófono sobre el pupitre del centro, y sus cables se conectaban con los altavoces de toda el área; y sobre los altos postes que se levantaban detrás de la imponente mesa, iluminadas por los focos y agitándose a causa de la brisa, estaban las banderas rojo sangre y negras del Tercer Reich, con una sorprendente diferencia. Un rayo banco atravesaba las svásticas. Era la bandera del Cuarto Reich.
Una serie de oradores, todos con los uniformes militares de la Alemania nazi, ya había hablado, y sus exhortaciones habían llevado al público a un clamoroso crescendo de fanático apoyo. Finalmente, el penúltimo orador se aproximó al centro del estrado; cerró las manos sobre los bordes del pupitre, su mirada fiera recorrió las filas apretadas, y al fin habló con serena y resonante autoridad.
—Lo han oído todo esta noche, los gritos de los individuos que en todo el mundo nos necesitan, nos reclaman, insisten en que empuñemos la espada del orden global, purificando las razas y eliminando la escoria humana e ideológica que contamina el mundo civilizado. ¡Y nosotros estamos preparados!
—El aplauso, apoyado en grandes rugidos de aprobación, conmovió el suelo, reverberando en los bosques circundantes.
El individuo uniformado levantó las manos pidiendo silencio. Fue obedecido prontamente, y continuó hablando.
—Pero necesitamos una dirección, un Zeus, un Führer más grande que el último… no por el pensamiento, pues nadie podría superar a Adolf Hitler desde el punto de vista de la teoría… sino por la fuerza y la decisión, un líder que pulverice a los tímidos y no se deje impresionar por las cautelosas estrategias de los militares de corte intelectual; ¡que destruya a los enemigos del progreso racial, y que ataque cuando sepa que ha llegado el momento! La historia ha demostrado que si el Tercer Reich hubiese invadido Inglaterra cuando Herr Hitler impartió la correspondiente orden a sus ejércitos, tendríamos un mundo diferente y mucho mejor que el actual. Lo convencieron de lo contrario los diletantes privilegiados del cuerpo de los Junker. Nuestro nuevo líder, nuestro Zeus, jamás se someterá a esa cobarde interferencia… Sin embargo, y sé que esto representará una decepción para ustedes, todavía no es el momento de revelar su identidad, ni siquiera a ustedes. En cambio, ha grabado un mensaje para todos, para cada uno de ustedes y para el conjunto.
El penúltimo orador levantó el brazo derecho en el saludo nazi. Cuando él retrocedió bruscamente, una voz llegó por todos los amplificadores. Era una voz extraña, al mismo tiempo grave y áspera, y cortante, y pronunciaba cada consonante como un hacha que caía sobre la madera dura. En ciertos aspectos evocaba el recuerdo de las diatribas de Hitler, en el sentido de que las culminaciones histéricas sobrevenían numerosas y rápidas, pero allí terminaba la semejanza. Pues este orador pertenecía más al momento actual; la impresión provocada por los alaridos finales estaba precedida por palabras frías, dichas lentamente, como expresiones heladas, seguidas por súbitos estallidos de excesos emocionales, que conferían fuerza a sus conclusiones. Sus arengas no se veían menoscabadas por los alaridos monótonos de Hitler; en cambio, se acentuaban a causa del contraste, como si él confiara en su público, que sin duda comprendía todo lo que el orador les decía, y después recompensaba su propia inteligencia con los gritos, reafirmando los juicios que ya había formulado. La Era de Acuario había pasado mucho tiempo antes; la edad de la manipulación había ocupado su lugar. En todo el mundo se tenían en cuenta las lecciones de la Avenida Madison.
—¡Estamos al comienzo, y el futuro es nuestro! Pero eso ustedes lo saben, ¿verdad? Ustedes, los que trabajan incansablemente, aquí en la Patria, y los que se esfuerzan sin descanso en los países extranjeros, ven lo que está sucediendo, ¿no es así? ¿Y acaso no es grandioso? No sólo se acepta el mensaje que traemos, sino que se lo ansía, se lo desea con el corazón y la mente de la gente de todo el mundo… ¡Y ustedes ven eso y lo oyen y lo saben!… Yo no puedo verlos, pero los escucho, y aceptó vuestra gratitud, aunque para ser francos está mal orientada. Yo no soy más que vuestra voz, la voz de los justicieros descontentos de todo el globo civilizado.
—Y ustedes comprenden eso, ¿verdad? ¡Ustedes comprenden el sufrimiento que afrontamos por doquier cuando los seres inferiores nos obligan a pagar por su inferioridad! ¡Cuando los hombres y las mujeres laboriosos se ven privados de los beneficios que tanto esfuerzo les costaron por aquéllos que rehúsan trabajar, o son incapaces de hacerlo, o han perdido de tal modo el equilibrio que ni siquiera pueden intentarlo! ¿Debemos sufrir por la pereza de esa gente, por su incompetencia, o por su desarreglo? Si así son las cosas, ¡los indolentes, los incompetentes y los desequilibrados gobernarán el mundo! Pues ellos nos despojarán de nuestro liderazgo mundial abrumándonos, agotando nuestros tesoros en nombre de la humanidad… pero no, no es la humanidad, soldados míos, ¡pues ellos son basura!… Pero no pueden hacer eso y no lo harán, ¡pues el futuro es nuestro! Por doquier nuestros enemigos están cada vez más confundidos desconcertados por lo que les sucede, pues no saben con certeza quién es y quién no es parte de nosotros, y en sus pensamientos más profundos aplauden nuestro progreso, a pesar de que niegan dichos pensamientos. Que continúe la marcha, soldados míos, ¡el futuro es nuestro!
De nuevo resonaron los aplausos, mientras los acordes del himno Horst Wessel colmaron el enorme estadio construido en el bosque. Y en una fila del fondo dos hombres, que alternativamente aplaudían y lanzaban gritos de adhesión, se volvían uno hacia el otro y hablaban en voz baja, ambos identificando las cejas parcialmente afeitadas del compañero.
—Una auténtica locura —dijo el francés en inglés.
—No muy distinta de los noticiarios que hemos visto acerca de los discursos de Hitler —agregó el holandés, miembro del Servicio Exterior de Holanda.
—Creo que usted se equivoca, Monsieur. Este Führer es mucho más verosímil. No impone sus juicios a la multitud mediante los gritos constantes. Lleva a la gente adonde quiere formulando preguntas que parecen razonables. Y de pronto estalla, y formula las respuestas que todos quieren escuchar. Comprende el sentido de la dinámica… en efecto, una actitud muy astuta.
—¿Quién cree que es?
—Podría ser cualquiera de los miembros de la extrema derecha que actúan en el Bundestag. De acuerdo con las instrucciones recibidas grabé el material, de modo que nuestro departamento pueda comparar las grabaciones de diferentes voces, si la máquina ridículamente pequeña que tengo en el bolsillo es suficiente para esa tarea.
—Hace más de un mes que no me comunico con la oficina —dijo el holandés.
—Y yo seis semanas —dijo el francés.
—Sin embargo, debemos reconocer el mérito de nuestros superiores.
Los satélites revelaron la existencia del claro en la selva, como los aviones que volaban a gran altura revelaron los misiles en Cuba hace casi treinta años. No podían aceptar la explicación de que se trataba de otro refugio religioso de una acaudalada secta de Lejano Oriente; y eso a pesar de los documentos oficiales. Y tenían razón.
—Mi gente se convenció de que había algo extraño en todo el asunto cuando reclutaron a obreros de la construcción extranjeros.
—Yo fui un sencillo carpintero, ¿y usted?
—Electricista. Mi padre era dueño de un magasin électrique en Lyon. Trabajé allí hasta que fui a la universidad.
—Ahora, tendremos que salir de aquí, y no creo que eso sea tan fácil. Este complejo de hecho se parece a los antiguos campos de concentración… empalizadas con alambre de púas, torres con ametralladoras, y todo lo demás.
—Tenga paciencia, Monsieur, ya hallaremos el modo. Nos reuniremos a la hora del desayuno en la tienda seis. Tiene que haber una manera.
Los dos hombres se separaron, y se encontraron frente a un semicírculo de individuos uniformados, las túnicas adornadas con el estandarte del Cuarto Reich, los relámpagos blancos cruzando las svásticas.
—¿Oyeron lo suficiente, mein Herr? —dijo un oficial, adelantándose a los guardias que estaban frente a los dos extranjeros. Ustedes se creen muy astutos, ¿nicht wohr? Incluso conversan en inglés.
El soldado les mostró un pequeño artefacto electrónico de escucha, usual en los ambientes policiales y de inteligencia.
—Este equipo es maravilloso —continuó diciendo el oficial—. Uno puede apuntar, por ejemplo, a dos personas que están en una multitud y escuchar todo lo que dicen, anulando los ruidos externos. Notable… Se los vigiló desde el momento en que ustedes aparecieron en medio de nuestros huéspedes privilegiados, los verdaderos invitados, afirmando entusiastamente que eran dos de ellos. ¿Creen que somos tan torpes? ¿Creían realmente que no teníamos listas suministradas por la computadora, que nos permitían controlar a todo el mundo? Como no los encontramos en ninguna de esas listas, investigamos a las fuerzas de trabajo extranjeras. ¿Y qué descubrimos? No importa, por supuesto ustedes ya saben a qué atenerse. Un tosco carpintero holandés, y un electricista francés especialmente curioso… ¡Mitkommen! ¡Zackig! Charlaremos un rato, y por desgracia los meteremos en lugares no muy cómodos, pero después hallarán la paz, y sus restos terrenales irán a parar a una zanja profunda, junto a los gusanos y las larvas.
—Su gente está muy práctica en tales ejecuciones, ¿verdad?
—Lamento decir, holandés, que yo no vivía aún, y no podía participar. Pero nuestro tiempo llegará, mi tiempo llegará.
Witkowski, Drew y Karin se sentaron alrededor de la mesa de la cocina del coronel, en el apartamento de la rúe Diane. Sobre la superficie de la mesa estaban distribuidos los artículos que Latham había extraído de los bolsillos del neo muerto.
—No está mal —dijo el veterano del G–2, recogiendo sucesivamente los objetos y estudiándolos—. Les diré lo siguiente —continuó—, ese canalla hijo de perra no esperaba tropezar con dificultades en el Bois de Boulogne.
—¿Por qué lo dice? —preguntó Latham, señalando con un gesto el vaso de whisky vacío.
—Sírvase usted mismo. —El coronel enarcó el entrecejo y señaló con un gesto de la cabeza el bar y mostrador que estaba exactamente detrás del arco que conducía a la sala de estar—. En esta casa yo sirvo el primero, el resto le toca usted. Excepto en el caso de las damas, pregunte a la dama, hombre torpe.
—Ésa es una expresión peyorativa —dijo Drew, y se puso de pie y miró a Karin, que meneó la cabeza.
—¿Qué?
—No importa, coronel, este hombre tiene un carácter infantil —interrumpió de Vries—. Pero por favor, conteste a la pregunta. No hay papeles, ni identificación; ¿por qué dice que eso «no está mal»?
—En realidad, está bastante bien. Él mismo lo diría si hubiese examinado el material en lugar de dedicarse a la bebida.
—¡Jefe, bebí una sola copa! Y agregaré que perfectamente merecida.
—Lo sé, muchacho, pero la verdad es que usted todavía no revisó estas cosas, ¿no es así?
—Sí, las miré. Mientras las depositaba sobre la mesa. Hay un librito de fósforos de un restaurante llamada Au Coin du Familfe; un recibo de una lavandería en la avenida George V a nombre de André, no tiene importancia; un pedazo de papel con un par de palabras en alemán, supongo que afectuosas, y nada más; Otro recibo correspondiente a una tarjeta de crédito, el nombre y el número evidentemente falsos, o tan deformados que se necesitarían varios días para rastrearlos y llegar a otro callejón sin salida. Los bancos pagan; es todo lo que desean los comerciantes, y en efecto se les paga… Reconozco que no examiné el resto, pero por otra parte lo que acabo de decirle fue el resultado del trabajo de unos ocho segundos. ¿Algo más, coronel?
—Ya le dije, señora de Vries, este hombre es meritorio. Dudo de que haya consagrado ni siquiera ocho segundos a este tema… más bien cinco, según mi cálculo, porque estaba muy deseoso de que le sirvieran una copa.
—Estoy impresionada —reconoció Karin—, ¿pero usted encontró otras cosas, otros artículos?
—Solo dos. Uno, otro recibo por arreglos, emitido por un taller de zapatos, también a nombre de André; y la última, un billete de entrada a un parque de diversiones en las afueras de Neuilly–sur–Seine, una entrada gratuita.
—¡Jamás vi esas cosas! —protestó Latham, mientras se servía una copa.
—¿Y qué le dicen?
—Los zapatos, sobre todo las botas, son artículos sumamente personales, señora de Vries…
—Por favor, no continúe llamándome así. Karin es suficiente.
—Está bien, Karin. Yo diría que el calzado es un artículo característico; una zapatería de medida atiende la forma específica del pie de un individuo. Si una persona acude a una tienda de ese carácter, lo hace generalmente porque ya estuvo antes en el mismo lugar, es decir, si vive en París desde hace cierto tiempo. En caso contrario, retornaría a su zapatero original, ¿no es verdad?
—En efecto. ¿Y el parque de diversiones?
—¿Por qué le entregaron una entrada gratuita? —intervino Drew, acercándose con su copa a la mesa y tomando asiento. Realmente no entiendo eso.
—Ya lo sé, y no intentaba desconcertarlo; pero allí estaban.
—De modo que mañana por la mañana encontramos un zapatero y un empleado de un parque de diversiones que distribuye entradas libres… lo cual no es precisamente una tradición francesa. Por Dios, estoy fatigado. Volvamos a casa… No, ¡espere un momento! ¿Qué hay de la trampa que preparó en el Sacré–Coeur?
—¿Qué trampa? —preguntó el asombrado Witkowski.
—¡La trampa! El correo dieciséis en la cumbre del funicular.
—Nunca oí hablar de eso. —Los dos hombres miraron a Karin de Vries—. ¿Usted?
—Lo hice muchas veces para Freddie —dijo Karin, sonriendo avergonzada. Solía decir: «¡Haz algo, cuanto más absurdo mejor, pues todos somos tontos!».
—Un momento, los dos —dijo Witkowski, meneando la cabeza, y mirando a Drew—. ¿Están seguros de que nadie pudo haberlos seguido hasta aquí?
—Ignoraré el insulto, y le ofreceré mi respuesta profesional. No, hijo de perra, porque yo sabía que no debía protagonizar tres cambios de vehículo, una maniobra que podía develarse electrónicamente, aunque usted es demasiado antediluviano. Nuestros cambios fueron bajo tierra, en el Metro, y no tres sino cinco veces. ¿Entendió?
—Oh, me agrada su irritación. Mi santa madre polaca siempre decía que en la cólera estaba la verdad. Era la única cosa en la cual uno podía confiar.
—Excelente. Ahora, ¿puedo llamar a un taxi y pedirle que los lleve a casa?
—No, eso es lo que usted no puede hacer, muchacho. Como nadie Sabe dónde están, los dos permanecerán aquí. Tengo un dormitorio de huéspedes, y allí hay un hermoso diván… Sospecho, jovencito, que usted ocupará el diván, y le ruego que no se beba todo mi whisky.
La frustrada unidad de miembros del grupo Blitzkrieg habían regresado al cuartel general desde la «trampa» en el Sacré–Coeur, y allí encontraron un ambiente de tremenda confusión. Ese estado de cosas vino a acentuar la cólera de los asesinos selectos.
—¡No hubo nadie! —exclamó el mayor París Cinco, mientras se desplomaba en un sillón, frente a la mesa de conferencias—. ¡Ni un hombre o una mujer que se pareciese siquiera a un contacto! Nos tendieron una trampa… y todo esto fue una absurda y peligrosa pérdida de tiempo.
—¿Dónde está nuestro líder tan brillante, Cero Uno? —preguntó otro miembro de la unidad, dirigiéndose a los tres restantes integrantes del grupo Blitzkrieg, que no habían sido enviados al Sacré–Coeur—. Es posible que esté al frente de las cosas entre dos cambios de pañales, pero tendrá que formular un par de explicaciones. Si se nos tendió una trampa, es indudable que hemos sido identificados.
—No está aquí —replicó otro asesino neo, el codo apoyado en la mesa, en la voz una mezcla de fatiga y hastío.
—¿De qué está hablando? —exclamó París Cinco, que se irguió bruscamente en su asiento—. El llamada de Berlín a las diez de la noche. Tenía que estar aquí para recibirlo.
—No estuvo, y no hubo ningún llamada —dijo otro.
—¿Quizá llegó por la línea privada?
—No, no pudo llegar de ese modo, y no hubo nada —contestó el fatigado miembro del grupo Blitzkrieg, cuyo número era Cero Dos París. Cuando él no apareció, me instalé en su nauseabunda oficina desde las nueve y media a las once y cuarto. Nada… Es posible que Cero Uno sea un firme favorito de nuestros superiores, pero desearía que se bañase con más frecuencia. Esa habitación es una pocilga maloliente.
—Para tomar una ducha tendría que abandonar su trono, con todos los adornos.
—Es un niño loco en una tienda de juguetes electrónicos…
—Cuidado —interrumpió otro—. Les recuerdo que nuestros superiores no miran con buenos ojos esas discrepancias.
—La crítica legítima no es discrepancia —insistió París Cinco. ¿Donde está Uno, y porque no se encuentra aquí? Entiendo que ni siquiera oyeron hablar de él.
—Entiende acertadamente, pero por otra parte todos comprendemos los roces que se suscitan entre ustedes dos.
—Un estado de cosas reconocido y que carece de importancia —dijo Cinco, poniéndose de pie, e inclinando sobre la mesa su cuerpo delgado, sostenido por las manos fuertes y abiertas—. De todos modos, su conducta actual es inaceptable, y lo diré a Bonn. Se envía a nuestro equipo en una falsa misión que implica muchos riesgos…
—Todos escuchamos la grabación de la embajada —interrumpió el fatigado París Dos—. Y convinimos en que el asunto era prioritario.
—En efecto, y yo insistí en eso más que nadie. Pero en lugar de dirigir este ataque prioritario, nuestro primer Cero eligió un lugar secundario, el Bois de Boulogne, con el pretexto de que no podía regresar del Sacré–Coeur a tiempo para atender el llamada de Bonn. No hubo ningún llamada, y él no está aquí. Es evidente que se requiere una explicación.
—Quizá no existe tal explicación —dijo otro miembro del grupo, que hasta allí había guardado silencio, y que se encontraba sobre el extremo derecho de la mesa—. Sin embargo, hubo otro llamada, proveniente de nuestro hombre en la embajada de Estados Unidos.
La unidad que había venido del Sacré–Coeur reaccionó simultáneamente como un grupo de gatos asustados. De nuevo habló Cinco.
—Está absolutamente prohibido que se comunique directamente con nosotros, y sobre todo si utiliza el teléfono.
—Él consideró que la información justificaba su desobediencia.
—¿Qué sucedió? —preguntó Tres.
—El clandestino, ese coronel Witkowski.
—El coordinador —agregó con voz neutra París Dos—. Sus notables relaciones en Washington son conocidas por nuestra… nuestra gente en esa ciudad.
—¿Qué sucedió? —insistió Cinco.
—Nuestro hombre se apostó en un automóvil frente al apartamento del coronel, en la rue Diane. Movido por el instinto, a su vez basado en las intercepciones telefónicas de las conversaciones sostenidas por la viuda de Frederik de Vries, que trabaja en Documentos e Investigación.
—¿Entonces?
—Hace más de una hora un hombre y una mujer entraron corriendo en el edificio. Estaban protegidos por las sombras, y a decir verdad él no pudo ver al hombre, pero le pareció que lo conocía. Conocía a la mujer. Era la viuda de de Vries.
—¡Ese hombre es Latham! —estalló París Cinco—. Ella está con Harry Latham no puede ser otra persona. ¡Vamos!
—¿Para hacer qué? —preguntó el escéptico miembro del grupo Blitzkrieg.
—Para completar el golpe que Uno calculó mal.
—Las circunstancias son diferentes, y en vista de los antecedentes del coronel en el área de la seguridad, el lugar es sumamente peligroso. En ausencia de Cero Uno, sugiero que obtengamos la aprobación de Bonn.
—Sugiero que no lo hagamos —intervino París Seis—. El Sacré–Coeur fue un fracaso considerable. ¿Qué necesidad tenemos de abrir una ventana, y mucho menos una puerta? Si completamos la operación, anularemos el fracaso.
—¿Y si fracasamos?
—La respuesta a esa pregunta es evidente —replicó otro miembro del Sacré–Coeur, tocando con la mano derecha el perfil de la sobaquera que tenía bajo la chaqueta; con la izquierda rozó el cuello de la camisa, donde tenía cosidas tres cápsulas de cianuro—. Es posible que tengamos nuestras diferencias, nuestras fricciones, si así lo prefieren, pero el fundamento de todo esto es nuestro compromiso con la Brüderschaft, el ascenso del Cuarto Reich. Que nadie olvide ese compromiso.
—No creo que nadie lo olvide —dijo Dos—. ¿Entonces, usted coincide con París Seis? Vamos a la rúe Diane.
—Ciertamente. Seríamos estúpidos si no lo hiciéramos.
—Presentaremos a Bonn un triple golpe, y nuestros líderes no tendrán más remedio que aplaudir —agregó el colérico y frustrado París Cinco. Sin la presencia de Cero Uno, que nos ha fastidiado bastante. Cuando regrese puede respondernos, lo mismo que a Bonn. Sospecho que en el mejor de los casos será convocado para ofrecer explicaciones.
—Usted realmente desea mandar esta unidad, ¿verdad? —preguntó Dos, mirando con expresión fatigada la figura imponente de Cinco.
—Sí —contestó el asesino más veterano, veterano porque había alcanzado la edad de treinta años—. Soy el mayor y el más experimentado. Él es un adolescente loco que actúa y adopta decisiones antes de reflexionar. Hubieran debido asignarme este cargo hace tres años, cuando nos enviaron aquí.
—¿Por qué no se lo ofrecieron? Después de todo, aquí todos estamos locos, de modo que la locura no importa, ¿verdad?
—¿Qué demonios está diciendo? —insistió otro miembro del grupo, enderezándose en su asiento y mirando con fijeza a Cero Dos.
—No me interprete mal; apruebo nuestra propia locura. Soy hijo de un diplomático y crecí en cinco países distintos. Vi de primera mano lo que ustedes saben a lo sumo de oídas. Tenemos razón, toda la razón del mundo. Los débiles, los inferiores mentales y raciales, están incorporándose a los gobiernos de todo el planeta; sólo los ciegos no lo ven. No es necesario Ser un historiador social para comprender que los niveles intelectuales están descendiendo en todo el mundo, y, no elevándose. Por eso tenemos razón… Pero mi pregunta a París Cinco comenzó esta discusión. Amigo mío, ¿por qué fue elegido Cero Uno?
—A decir verdad, no lo sé.
—Intentaré explicarlo. Cada movimiento debe tener sus fanáticos, seis tropas de choque que habitan esa zona oscura que se extiende más allá de la locura y que los obliga a arrojarse sobre las barricadas impenetrables con el fin de lograr que una declaración recorra de extremo a extremo el país. Después, desaparecen en el trasfondo, reemplazados —o por lo menos deberían ser reemplazados por personas superiores. El error más grave que el Tercer Reich cometió fue permitir que las tropas de choque, los matones, controlasen el partido y de ese modo al país.
—Usted es un pensador, ¿verdad, Dos?
—Las teorías filosóficas de Nietzche siempre me atrajeron, y eso vale especialmente para su doctrina del perfeccionamiento a través de la autoafirmación y la exaltación moral de los gobernantes supremos.
—Ustedes son excesivamente cultos para mí —dijo Cero Seis—, pero ya escuché antes esas mismas palabras.
—Por supuesto. —París Dos sonrió—. Nos han inculcado diferentes variaciones del mismo concepto.
—¡Estamos perdiendo el tiempo! —interrumpió Cinco, manteniendo el cuerpo erguido, los ojos apenas sesgados que se habían clavado en Dos. Usted es un pensador, ¿verdad? Nunca lo escuché hablar tanto, sobre todo acerca de esas cuestiones. ¿Hay otra cosa bajo sus palabras? Quizá usted cree que debe mandar la unidad de París.
—Oh, no, usted está completamente equivocado. No reúno las condiciones necesarias. Lo que puedo tener en mi cabeza falta en la esfera de mi experiencia práctica, y además hay que tener en cuenta mi juventud.
—Pero hay otra cosa…
—Ciertamente, hay algo más, Número Cinco —interrumpió Dos. Los dos hombres se miraron fijamente—. Cuando surja nuestro Reich, no tengo la más mínima intención de hundirme en un oscuro trasfondo… como tampoco la tiene usted.
—Nos entendemos… Venga, elegiré al equipo que irá a la rué Diane… seis hombres. Dos de ustedes permanecerán aquí para impulsar los procedimientos de emergencia si tal cosa fuese necesaria.
Los seis elegidos se pusieron de pie, y tres fueron a sus habitaciones para ponerse los suéteres y los pantalones negros, y los restantes miembros del grupo Blitzkrieg estudiaron un amplio mapa de las calles de París, concentrándose en la zona de la rúe Diane. Los tres asesinos adecuadamente vestidos regresaron; el equipo verificó sus armas, recogió los elementos indicados por Cero Cinco, y de pronto sonó el teléfono.
—¡La situación actual es intolerable! —gritó el doctor Gerhardt Kroeger—. ¡Los denunciaré a todos por grave incompetencia y por la negativa a mantenerse en comunicación con un miembro del más elevado nivel correspondiente a la Brüderschaft!
—En ese caso, señor, usted mismo se perjudicaría —dijo Cero Cinco con voz neutra—. Antes de que concluya la noche, habremos liquidado a la persona a quien usted desea eliminar, y también a dos blancos adicionales, Bonn sabrá complacido que usted contribuyó notablemente a la identificación de dichos individuos.
—¡Eso me dijeron hace casi cuatro años! ¿Qué sucedió? Comuníqueme con ese joven de actitud insultante que afirma ser el jefe del grupo.
—Ojalá pudiera, mein Herr —replicó Cinco, eligiendo con mucho cuidado sus palabras—. Por desgracia, Cero Uno, París, no se ha mantenido en contacto con nosotros. Decidió seguir la pista aportada por una fuente secundaria, una fuente muy dudosa, si me permite decirlo, y no a llamado para informar. En verdad, lleva un retraso de dos horas.
—¿Una fuente dudosa? Dijo que la misma implicaba el riesgo más elevado. Quizá le sucedió algo.
—¿En medio de los placeres del Bois de Boulogne, señor? Le repito que eso es muy improbable.
—Entonces, ¿qué sucedió en el primer lugar, por Dios?
—Era simplemente una trampa, mein Herr, pero mi equipo, el equipo de Cero Cinco, la evitó. Sin embargo, nos condujo a una tercera fuente, una fuente inatacable, y es la que ahora estamos profundizando. Antes de que salga el sol, usted tendrá la prueba de la muerte del blanco principal, con una forma de ejecución muy evidente. Yo, Cero Cinco, le entregaré personalmente las fotografías en su propio hotel.
—Sus palabras me alivian; por lo menos usted habla de manera más razonable que ese condenado jovencito de ojos de cobra.
—Es joven, señor, pero muy eficaz en los aspectos físicos de nuestro trabajo.
—¡Si no tiene una cabeza sobre los hombros, esa clase de talento no significa nada!
—Tiendo a coincidir con usted, pero le ruego, mein Herr que recuerde que es mi superior, de modo que nunca dije lo que acabo de decir.
—No lo dijo usted, lo dije yo. Usted simplemente aceptó una generalización… ¿Cuál era su número? ¿Cinco?
—Sí, señor.
—Tráigame las fotografías, y Bonn se enterará de lo que usted vale.
—Usted es muy amable. Ahora, debo despedirme.
Stanley Witkowski estaba sentado en la oscuridad, detrás de una ventana, espiando la calle que corría más abajo. La cara ancha, de expresión dura, tenía una apariencia inmóvil y fija, y de tanto en tanto Witkowski acercaba a los ojos un par de binoculares infrarrojos. El objeto de su concentración era un automóvil que estaba detenido en la esquina de la derecha, la más lejana de la manzana, a lo sumo a unos cuarenta metros de la entrada de su edificio de apartamentos. Lo que había atraído la atención del veterano funcionario de inteligencia era el movimiento de una cara en el asiento delantero, los rasgos acentuados por la luz que venía de un farol callejero. De tanto en tanto la cara aparecía de nuevo, y después se hundía en las sombras, como si el hombre estuviese esperando a alguien o bien observando algo del lado opuesto. La opresión sobre el pecho del coronel, una sensación que había experimentado centenares de veces en su vida anterior, era una advertencia que debía ser aceptada o rechazada a medida que pasaban los minutos o las horas. Y de pronto sucedió. La cara apareció de nuevo, pero hubo un teléfono apretado contra la oreja derecha del hombre. Parecía excitado y colérico, la cabeza apuntando hacia arriba, la mirada dirigida hacia los pisos altos del edificio de apartamentos, es decir la construcción en que vivía Witkowski. Ahora, el observador abandonó el teléfono, de nuevo impulsado por la cólera o la frustración. Fue suficiente para el coronel. Se levantó del sillón y caminó rápidamente hacia la puerta de su dormitorio y entró en la sala, cerrando tras de sí la puerta. Encontró a Drew Latham y a Karin de Vries acomodados en el diván, y lo complació ver que se sentaban en los extremos opuestos; Witkowski detestaba las relaciones personales en el trabajo.
—Hola, Stanley —dijo Drew—. ¿Está controlando el carácter de nuestra intimidad? En caso afirmativo, no tiene nada que temer. Nos hemos dedicado a comentar la situación que prevalece después de la Guerra Fría, y la dama no simpatiza con mi posición.
—No dije eso —dijo Karin, riendo por lo bajo—. Usted no ha hecho nada que me induzca a profesarle antipatía, y en realidad lo admiro.
—Traducción. Estoy liquidado, Stosh.
—Ojalá que su afirmación tenga carácter puramente figurado —dijo el coronel con voz fría, y el tono de su voz inquietó a Drew.
—¿De qué está hablando?
—Jovencito, usted dijo que no lo habían seguido.
—Y así fue. ¿Cómo pudieron seguirme?
—No estoy seguro, pero allí abajo, en la calle, hay un hombre que vigila desde un auto, y esa presencia me llama la atención. Habla por teléfono e insiste en mirar hacia aquí. —Drew se puso rápidamente de pie, y se acercó a la puerta del dormitorio de Witkowski.
—Apague la lámpara antes de entrar allí, maldito estúpido —ladró Witkowski—. Usted no puede permitir que salga luz por esa ventana.
Karin extendió la mano y apagó la lámpara del techo.
—Muy bien muchacha —continuó el oficial de inteligencia—. Los binoculares con rayos infrarrojos están en el umbral; incline el cuerpo, y apártese del vidrio. Es el sedán que está enfrente, cerca de la esquina.
—Sí. —Latham desapareció en el dormitorio, dejando a Witkowski y a de Vries solos en la relativa oscuridad; únicamente el reflejo de los faros callejeros suministraban una iluminación escasa.
—Está realmente preocupado, ¿verdad? —preguntó Karin.
—He estado en este juego bastante tiempo y por lo tanto es lógico que me sienta preocupado —replicó el coronel, que se mantenía de pie. Usted podría decir lo mismo.
—Podría tratarse de un amante celoso, o de un marido demasiado borracho, que no quiere volver a su casa.
—Y también podría ser el hada buena, que intenta decidir a quién le regalará su varita mágica.
—No quise dármelas de ingeniosa, y no creo que sea justo que usted intente lo mismo.
—Lo siento. Hablé en serio. Para repetir lo que dijo en Washington mi antiguo conocido Sorenson (hablar de amigo sería engañoso), «las cosas se están moviendo con excesiva rapidez y se complican deprisa». Y tiene razón. Creemos que estamos preparados, pero no es así. El movimiento nazi está surgiendo del polvo como una colección de gusanos bancos en un montón de residuos; muchos son alimañas reales, y muchos no lo son, se trata simplemente de múltiples colores. ¿Quién es peligroso y quién no lo es? ¿Y cómo lo determinamos sin acusar a todos, y sin obligar a los inocentes a demostrar que no son culpables?
—Y eso sería demasiado tarde una vez que se hubiesen formulado las acusaciones.
—Absolutamente cierto, joven señorita. He vivido esa experiencia. Perdimos docenas de agentes clandestinos y semiclandestinos. Nuestra propia gente destruía su cobertura, y hablaba con políticos y supuestos periodistas de investigación, ninguno de los cuales conocía la verdad.
—Seguramente fue muy difícil para usted…
—Las fórmulas usuales para renunciar al cargo incluían frases como: «No necesito esto, capitán», o mayor, o el nombre que se utilizara entonces. O «¿Quién demonios es usted para arruinar mi vida?». Y lo que era más terrible: «Usted limpia mi prontuario, hijo de perra, o denuncio toda su operación». Seguramente firmé cincuenta o sesenta «memos confidenciales» en los cuales decía que los individuos en cuestión eran operadores de extraordinaria inteligencia; muchas de esas reseñas eran bastante más halagadoras que lo que los aludidos merecían.
—Ciertamente, no tenía en cuenta lo que ellos habían hecho.
—Quizá no, pero muchos de esos individuos ahora están en el sector privado y ganan veinte veces más que yo, gracias a la mística de su empleo anterior. Varios de los menos importantes, que eran incapaces de descifrar el código de una caja de cereales, están dirigiendo la seguridad de grandes corporaciones.
—Eso suena a locura.
—Por supuesto, es locura. Todos estamos locos. No es lo que hacemos, sino lo que hicimos… En teoría, y para el caso poco importa si fueron actitudes ridículas. Querida, la extorsión es la consigna, de lo alto a lo bajo.
—Coronel, ¿por qué no renunció?
—¿Por qué? —Witkowski se sentó en, el sillón más próximo, los ojos fijos en la puerta del dormitorio—. Lo diré de este modo, por arcaico que pueda sonar. Porque soy muy bueno en lo que hago, lo cual no habla mucho en favor de mi carácter —ser sinuoso y suspicaz no revela rasgos precisamente admirables— pero si se los perfecciona y aplica al trabajo que yo ejecuto, pueden ser activos. El astro norteamericano Will Rogers dijo cierta vez: «Jamás conocí a un hombre que no me agradase». Y yo digo: en mi profesión nunca encontré un hombre de quien no sospechara. Quizá es el europeo que llevo en mí, mi herencia. Mis antepasados fueron polacos; en realidad, el polaco es mi primera lengua.
—Y Polonia que ha dado a las artes y las ciencias más que muchos otros países, ha sido traicionada en medida mayor que la mayoría de las naciones —dijo de Vries, asintiendo.
—Supongo que eso es parte del problema. Quizá uno puede decir que esa predisposición mental es un rasgo muy arraigado.
—Freddy confiaba en usted.
—Ojalá pudiera retribuir el cumplido. Yo nunca confié en su esposo. Era una mecha encendida que yo no podía controlar, ni apagar. Su muerte a manos de la Stasi fue inevitable.
—Él tenía razón —dijo Karin levantando la voz—. La Stasi y otros como ella son ahora el núcleo del nazismo.
—Sus métodos eran equivocados, y su rabia estaba mal dirigida. Ambos rasgos traicionaron su cobertura, hasta que lo mataron. No quise escucharlos, no aceptó escucharme.
—Lo sé, lo sé. Tampoco a mí me escuchaba… Pero en ese momento, en realidad nada importaba.
—No comprendo por qué dice eso.
—Freddie se convirtió en una persona violenta, no solo conmigo sino con, cualquiera que manifestase una opinión diferente de la suya. Era enormemente fuerte —entrenado por los comandos en Bélgica— y llegó a creer que era invencible. En definitiva, era tan fanático como sus enemigos.
—Entonces usted comprende por qué llegó a decir que nunca confié en su esposo.
—Naturalmente. Nuestros últimos meses en Ámsterdam no constituyen recuerdos muy gratos.
De pronto la puerta del dormitorio de Witkowski se abrió con fuerza y apareció Latham.
—¡Caramba! —gritó—. Tenía razón, Stanley. Ese canalla que está en la calle es Reynolds, Alan Reynolds, de Comunicaciones.
—¿Quién?
—Stosh, ¿cuántas veces ha descendido al área de Comunicaciones?
—No lo sé. Quizá tres o cuatro veces el último año.
—Él es el topo. Le vi la cara.
—Entonces, algo está por suceder, y propongo que adoptemos contra medidas.
—¿Qué hacemos, y por donde empezamos?
—Señora de Vries… Karin, ¿quiere acercarse a la ventana de mi dormitorio e informarlos lo que ve?
—Ya voy —dijo Karin, levantándose del diván y corriendo hacia la habitación del Coronel.
—¿Y ahora qué? —preguntó Drew.
—Lo obvio —contestó Witkowski—. Ante todo, las armas.
—Tengo una automática con un cargador completo. —Latham extrajo el arma de su cinturón.
—Le daré otra con un cargador más.
—Entonces, ¿espera lo peor?
—Llevo esperándolo casi cinco años. Y si usted no ha hecho lo mismo, no me extraña que le vuelen el apartamento.
—Bien, tengo este instrumento, que impide que alguien, abra la puerta.
—Sin comentarios. Pero si esos canallas envían a dos o tres hombres para atacarlo, seguramente me complacería enviar una pareja de regreso a Washington. Compensaría la ausencia del que perdimos ahí. —El coronel se acercó a un imponente grabado de Mondrian, colgado de la pared, y lo retiró, revelando una caja fuerte. Movió el dial hacia adelante y hacia atrás, abrió la caja, y retiró dos armas de puño y una Uzi, que enganchó en su cinturón. Entregó la automática a Drew, que la recogió, seguida por un cargador de municiones, el que Latham no alcanzó a atrapar en el aire. Cayó al piso.
—¿Por qué no me las pasó las dos al mismo tiempo? —dijo el irritado Drew, inclinándose para recuperar el cargador.
—Deseaba observar sus reacciones. No está mal. No está bien, pero tampoco mal.
—¿Acaso marco la botella?
—No fue necesario. Considerando lo que queda en su vaso, usted ha bebido quizá unos tres tragos durante la última hora. Tiene el cuerpo grande, como yo; puede soportar esa ración de licor.
—Gracias, mamá. Y ahora, ¿qué demonios hacemos?
—La mayor parte ya fue hecha. Sencillamente tengo que activar las conexiones externas. —Witkowski caminó hacia el fregadero de la cocina, desenroscó el grifo de cromo que estaba en el centro, metió un dedo en el orificio y extrajo dos cables; en cada extremo había una pequeña terminal de plástico. Rompió los sellos y unió los cables; hubo cinco llamadas sonoros, que se difundieron por las habitaciones contiguas—. Ya está —dijo el coronel, devolviendo a su lugar el grifo y retornando a la sala de estar.
—¿Dónde estamos, oh gran mago?
—Comencemos por las escaleras de incendio. En estos edificios antiguos hay dos, una en mi dormitorio, la otra en la alcoba, el lugar que absurdamente denomino mi biblioteca. Estamos en el tercer piso, y el edificio tiene siete. Al activar los elementos externos de seguridad, las escaleras de incendio entre el extremo superior del segundo piso y la base del cuarto quedan electrificados. El voltaje alcanza para provocar el desmayo, pero no la muerte.
—Supongamos que sean cuales fueren las personas malvadas, simplemente suben por la escalera o utilizan el ascensor.
—Por supuesto, uno tiene que respetar la intimidad y los derechos civiles de sus vecinos. En este pisos hay tres apartamentos más. Mi apartamento está en el cuadrante delantero izquierdo, la puerta a unos seis metros del residente más próximo a mi derecha. Ustedes probablemente no lo advirtieron, pero hay una gruesa alfombra oriental, bastante atractiva, que conduce a mi puerta.
—Y cuando usted activa los cables —lo interrumpió Latham—, sucede algo apenas los muchachos malos pisan la alfombra, ¿verdad?
—Exactamente. Se encienden focos de cuatrocientos vatios, acompañados por una sirena que puede oírse hasta la Plaza de la Concordia.
—Usted no atrapará a nadie de ese modo. Huirán como alma que lleva el diablo.
—No por la escalera contra incendio; y si usan la escalera, caerán de lleno en nuestros brazos acogedores.
—¿Qué? ¿Cómo?
—En el piso inferior vive un delincuente, un húngaro que se ocupa de… bien, digamos joyas mal habidas. Su actividad delictiva no es muy grave, y no provoca mucho perjuicio, de modo que le he concedido mi amistad. Una llamada telefónica o un golpecito a su puerta y podemos esperar en su apartamento. Quien descienda corriendo esas escaleras recibirá varios balazos en las piernas… confío en que usted tenga una puntería decente. No querría que nadie muera.
—¡Coronel! —La voz de Karin de Vries llegó enfática desde el dormitorio—. Una camioneta acaba de detenerse frente al automóvil; varios hombres están descendiendo… Cuatro, cinco, seis… seis hombres vestidos de negro.
—Parece que están muy interesados en usted, jovencito —dijo Witkowski, mientras él y Drew corrían hacia el dormitorio, y se reunían con Karin frente a la ventana.
—Un par de ellos llevan mochilas —dijo Latham.
—Uno está hablando con el chófer del automóvil —dijo de Vries. Es evidente que le dice que se retire. Y el chófer ahora retrocede en su automóvil.
—Los otros están distribuyéndose, y examinando el edificio —confirmó el coronel, tocando el brazo de Karin y obligándola a volverse—. El joven y yo nos marchamos. —Los ojos de la mujer se abrieron alarmados—. No se inquiete, estaremos abajo. Cierre la puerta del dormitorio y échele llave. Es de lámina de acero y nadie podrá forzarla si no dispone de un camión o de un ariete impulsado por un equipo de diez hombres.
—Por Dios, llame a la policía o por lo menos al personal de seguridad de la embajada —exclamó Drew.
—A menos que yo me equivoque mucho, los vecinos que son mis amigos se comunicarán con la policía, pero no antes de que usted y yo podamos atrapar a uno o dos de esos canallas.
—Y usted los perdería si nuestro personal de seguridad estuviese comprometido —intervino Karin—. Se verían obligados a cooperar con la policía, que detendría a todo el mundo para ponerlo bajo custodia.
—Cuando llega el momento de extraer conclusiones, usted es muy rápida —dijo Witkowski, asintiendo en dirección a Karin, los dos apenas iluminados por la escasa luz que venía de la calle—. Oirá una sirena muy estridente que viene del corredor, y probablemente un gran caudal de estática originada en la escalera de incendio…
—Está conectada a los cables. Usted activó la corriente.
—¿Usted estaba al tanto de todo esto? —preguntó Latham, asombrado.
—En Ámsterdam, Freddie hizo lo mismo con nuestra escalera.
—Yo le enseñé —dijo el coronel, sin acentuar demasiado la intensidad de su afirmación—. Vamos, chlopak no hay tiempo que perder.
Ochenta y cinco segundos más tarde, habían convencido al irritado húngaro de que aceptara el precio propuesto por un influyente norteamericano que había intercedido por él tiempo atrás, y podía serle útil en el futuro. Witkowski y Drew estaban de pie junto a la puerta del vecino del piso bajo, abierta y dejando un espacio de menos de tres centímetros. La espera fue interminable, y el tiempo transcurrido llegó a casi ocho minutos.
—Algo está mal —murmuró el coronel—. Esto no es razonable.
—Nadie subió por la escalera y no hay estática proveniente de ninguna de las salidas de incendio —dijo Latham—. Quizá todavía están rodeando el edificio.
—Eso tampoco tiene sentido. Estas viejas estructuras son como libros abiertos, y como los libros que están apilados en un estante… Dios mío, ahora veo… ¡Las mochilas!
—¿De qué está hablando?
—De mi propia estupidez, de eso habló. Tienen ganchos y cuerdas para escalar. Están cruzando de un edificio a otro y descendiendo por la pared lisa. ¡Fuera! Arriba, a toda la velocidad posible, y por Dios, ¡no pise la alfombra!
Karin estaba sentada en la sombra, frente a la ventana, el arma en la mano, escuchando los sonidos de la electricidad de alto voltaje que venía del exterior. Pero no oyó nada, y ya habían pasado casi diez minutos desde la partida del coronel y Latham. Comenzó a inquietarse. A juzgar por su propia declaración, Witkowski abrigaba sospechas con respecto a todos y a todo, hasta el extremo de la paranoia, y Drew estaba agotado. ¿Podía suponerse que los dos se habían equivocado? ¿El coronel había confundido a un amante celoso o un esposo asustado con algo siniestro? ¿Y quizá el fatigado Latham había visto una cara que le recordaba a Alan Reynolds, de Comunicaciones, pero que en realidad era una persona completamente distinta? ¿Los hombres de la camioneta, individuos que se movían con tal rapidez que debían ser jóvenes, eran nada más que un grupo de estudiantes universitarios que regresaban de una excursión campestre, o una salida nocturna en París? Depositó la pistola sobre la mesita que estaba al lado del sillón y se extendió, la cabeza inclinada hacia atrás, bostezando. Santo cielo, necesitaba dormir. Y entonces, como una enorme combinación de sonido y luz, una figura irrumpió a través de la ventana, destrozando el vidrio y la madera cayendo de pie y soltando una cuerda. Karin se apartó de su sillón, e instintivamente retrocedió, la mano vendada tanteándolo todo buscando algo. Y de pronto llegó otra silueta, un intruso temerario, que se deslizó sobre su cuerda hasta que aterrizó junto a la cama.
—¿Quiénes son ustedes? —gritó de Vries en alemán, tratando de ordenar sus pensamientos, y recordando que había dejado su arma sobre la mesita—. ¿Qué quieren aquí?
—Usted habla alemán —dijo el primer invasor—, ¡por lo tanto sabe lo que queremos! ¿Acaso tiene otros motivos para hablar nuestro idioma?
—Es muy parecido al mío, y pocos comprenden mi lengua nativa, el valón. —Karin describió un círculo, aproximándose a la mesa.
—¿Donde está él?, señora de Vries —preguntó el segundo hombre, que estaba junto a la cama en actitud amenazadora—. Usted no saldrá de aquí, nuestros camaradas se lo impedirán; ahora están llegando. Sólo necesitaban nuestra señal, y esa ventana la suministró.
—¡No sé de qué están hablando! Puesto que ustedes saben quién soy, ¿no los impresiona que tenga una relación amorosa con el dueño de este piso?
—La cama está vacía, y no ha sido usada…
—Tuvimos una disputa de amantes. Bebió demasiado y reñimos. —El arma estaba casi al alcance de la mano de Karin, y ninguno de los nazis se había molestado en desenfundar su pistola—. ¿Nunca tuvieron discusiones así con sus mujeres? ¡Si ésa es la situación, ustedes son verdaderos niños! —Se abalanzo sobre la pistola, la levantó y disparó contra el primer neo mientras el segundo llevaba la mano a la cartuchera—. ¡Alto, o es hombre muerto! —dijo de Vries.
Mientras hablaba, la puerta de lámina de acero del dormitorio se abrió bruscamente, golpeando contra la pared.
—¡Dios mío! —rugió Witkowski, mientras encendía la luz. Ella atrapó vivo a uno de los neos.
—Creí que se necesitaba un camión o un ariete para entrar aquí —dijo Karin, visiblemente conmovida.
—No si uno tiene nietos que lo vienen a visitar en París; los niños pueden llegar a mostrarse muy juguetones. Hay un botón disimulado en el marco.
El coronel llegó hasta allí. De pronto se oyó una sirena aguda, tan estrepitosa que en pocos segundos se encendieron las luces en los edificios vecinos.
—¡Vienen a impedir que ustedes huyan! —exclamó de Vries.
—Vamos a darles la bienvenida jovencita —dijo Witkowski. Él y Latham atravesaron a la carrera la sala, en dirección a la puerta principal. El coronel la abrió, y él y Drew se ocultaron detrás de la propia puerta. Dos hombres se abalanzaron hacia el interior, con sus armas automáticas puestas en posición de fuego rápido, y acribillaron a balazos todo lo que se les cruzó en el camino. El coronel y Drew apuntaron, y dispararon tres tiros cada uno, alcanzando los brazos y las manos de los asesinos. Los intrusos cayeron al suelo, retorciéndose y gimiendo—. ¡Cúbranlos! —gritó Witkowski, que entró a la carrera en la cocina. Unos segundos después la sirena cesó, y se apagaron las luces del corredor. El coronel regresó, impartiendo deprisa sus órdenes mientras el ruido de pasos, cada vez más débil, se escuchaba cuando descendía hacia los pisos inferiores—. Maniaten a estos hijos de perra, y enciérrenlos en el cuarto de baño, con el prisionero que está en mi dormitorio, y pondremos en manos de los gendarmes el cuerpo de ese canalla a quien Karin envió al otro mundo.
—Stan, la policía querrá saber lo que sucedió.
—Hasta mañana… hasta esta mañana… tendrán que resolver su propio problema. Yo solamente quiero manipular algunos hilos diplomáticos y embarcar a esta basura en uno de nuestros aviones supersónicos que se dirigen a Washington. Con información únicamente para Sorenson.
De pronto llegó un grito desde el dormitorio; era Karin. Drew se abalanzó a través de la puerta y la abrió, el arma al costado del cuerpo, mirando la figura inmóvil de ojos agrandados, caída sobre la cama.
—¿Qué sucedió?
—No estoy segura. Se llevó la mano al cuello y la mordió. Unos segundos después se desplomó.
—Cianuro. —Latham buscó el pulso en el cuello del joven neo.
—Deutschand über Alles —dijo en voz baja—. Me preguntó si los padres de este muchacho se sentirán orgullosos. Por Dios, supongo que no.