Gerhardt Kroeger se acercó a la plataforma del Aeropuerto de Orly con dos piezas de equipaje, una maleta con elementos médicos, y otra de nailon de tamaño mediano, ambas con ruedas. Se desvió hacia la izquierda y caminó sobre el largo sendero de hormigón hasta que el área que decía PETITE CARGAISON, es decir carga pequeña. Paseó la mirada sobre el tránsito en constante movimiento, y después concentró la atención en los pocos vehículos estacionados junto al cordón, frente a las enormes puertas corredizas de metal, a través de las cuales las cajas y los cartones de mercancías que ya habían sido inspeccionadas salían en carritos para llegar a manos de quienes los esperaban. Vio lo que había venido a buscar, una camioneta gris con letras blancas al costado, ENTREPOTS AVIGNON, (Depósitos Avignon), un gran depósito comercial donde más de un centenar de distribuidores guardaban sus artículos de consumo antes de entregarlos a las tiendas minoristas de París. Y en algún punto de ese complejo laberíntico estaban las instalaciones del grupo de la Blitzkrieg, los asesinos selectos de la Fraternidad. El médico se aproximó a un hombre de camisa roja y blanca, apoyado sobre el costado del vehículo. Exactamente como se le había ordenado que hiciera.
—Monsieur, ¿llegó el Malasol? —preguntó.
—El mejor caviar de las aguas iraníes —replicó el hombre musculoso de la camisa de rugby, arrojando el cigarrillo y mirando con fijeza a Kroeger.
—¿Realmente es mejor que el ruso? —insistió Gerhardt.
—Cualquier cosa es mejor que lo ruso.
—Bien. En ese caso, usted sabe quién soy.
—No, no sé quién es, Monsieur, y no quiero saberlo. Simplemente vaya atrás, con el resto del pescado, y yo lo trasladaré adonde está otro que en efecto lo conoce.
El viaje hasta el lugar de destino fue muy desagradable para Gerhardt, tanto por el olor abrumador del pescado congelado como por el hecho de que se vio obligado a permanecer sentado en un banco duro, mientras la camioneta de resortes duros corría sobre caminos deteriorados, que podrían haber sido los restos de la línea Maginot. Finalmente, después de casi treinta minutos, se detuvieron, y una voz áspera llegó por un altavoz invisible.
—Afuera, Monsieur. Y le rogamos recordar que usted nunca nos vio y nosotros jamás lo vimos, y usted nunca viajó en nuestro vehículo.
Las puertas abiertas de la camioneta se abrieron mecánicamente. Kroeger se apoderó de su equipaje, se inclinó para evitar que su cabeza chocase contra el techo, y medio en cuclillas se acercó a la salida y al aire puro. Un hombre joven de traje oscuro, los cabellos muy cortos, lo examinó en silencio mientras la camioneta se alejaba deprisa, y los neumáticos chillaban al rozar el pavimento.
—¿Qué clase de transporte es éste? —exclamó Gerhardt—. ¿Ustedes saben quién soy?
—¿Usted sabe quiénes somos, Herr Kroeger? En caso afirmativo, su pregunta es absurda. Nuestra presencia debe ser el dato más secreto en Francia.
—Discutiremos esto cuando me encuentre con sus superiores. ¡Lléveme inmediatamente a ellos!
—Herr Doktor, no hay nadie superior a mí. Insistí en recibirlo personalmente.
—Pero usted… usted…
—¿Soy demasiado joven, señor? Sólo los jóvenes pueden hacer lo que hacemos. Nuestros reflejos están en la cumbre de su fuerza, y nuestros cuerpos se encuentran soberbiamente entrenados. Los viejos como usted se verían rechazados durante la primera hora de adoctrinamiento.
—¡Dicho y aceptado eso, usted se vería descalificado al cabo de dos horas por incumplimiento de sus órdenes!
—Nuestra unidad es la mejor. Debo recordarle que mataron a uno de los objetivos en las condiciones más hostiles…
—¡No al hombre a quien debían liquidar, imbécil!
—Encontraremos al otro. Es sólo cuestión de tiempo.
—¡No hay tiempo! Debemos analizar mejor este asunto; ustedes se equivocaron. Vayamos a su cuartel general.
—No. Hablamos aquí. Nadie va a nuestras oficinas. Le hemos reservado habitación en el Hotel Lutetia, que antes fue el cuartel general de la Gestapo. Ha cambiado, pero los recuerdos están en las paredes. Se sentirá cómodo, Herr Doktor.
—Debemos hablar ahora.
—En, ese caso hable, Herr Kroeger. Conmigo no irá más lejos.
—Usted es un insubordinado, joven. Ahora soy el comandante de Vaclabruck hasta que se designe al sustituto de von Schnabe. Usted recibe de mí las órdenes.
—No estoy de acuerdo con usted, Herr Doktor. Después de la separación del general von Schnabe, hemos recibido instrucciones en el sentido de aceptar órdenes exclusivamente de Bonn; de nuestro jefe en Bonn.
—¿Quién es?
—Si lo supiera, habría jurado guardar el secreto, pero como no lo sé, eso poco importa. Se utilizan códigos, y a través de ellos reconocemos la absoluta autoridad de esa gente. Todas nuestras misiones deben ser aprobadas por él y sólo por él.
—Este Harry Latham debe ser hallado y muerto. ¡No hay que perder un momento!
—¡Así nos dijeron! Bonn lo aclaró bien.
—Sin embargo, usted está aquí y me dice con total tranquilidad que es «solo cuestión de tiempo».
—Mein Herr, de nada serviría gritar. El tiempo se mide en segundos, minutos, horas, días, semanas y…
—¡Basta! Ésta es una crisis, y exijo que usted acepte ese hecho.
—Lo acepto… Lo aceptamos, señor.
—Entonces, ¿qué hicieron y qué están haciendo? ¿Y dónde demonios están sus dos hombres? ¿Tuvieron noticias de ellos?
El joven miembro del grupo de la Blitzkrieg, el cuerpo rígido pero los ojos parpadeando a causa del aprieto en que estaba, contestó con voz lenta y serena:
—Como se lo expliqué al Tordo, Herr Kroeger, hay varias posibilidades. Escaparon pero ambos quedaron heridos, ignoramos de qué gravedad. Si la situación de esos hombres fuese desesperada, habrían adoptado una actitud honrosa, como cada uno de nosotros ha jurado hacer, y se habrían eliminado con cianuro o apelando a los disparos.
—Usted está diciéndome que nada saben de ellos.
—Así es, señor. Pero sabemos que huyeron en el automóvil.
—¿Como lo sabe?
—Apareció en todos los diarios y el noticiario. Asimismo, hemos sabido que se montó una cacería masiva de esos hombres, una persecución con agentes de la policía, la Sûreté, incluso el Deuxième Bureau. Se han distribuido por todas partes: ciudades, aldeas, incluso las colinas y los bosques, y han interrogado a todos los médicos en un radio de dos horas de París.
—Entonces, ustedes piensan en un suicidio doble, y sin embargo dijeron que había varias posibilidades. ¿Cuáles son las restantes?
—Ésa es la más firme, señor. Pero es concebible también que hayan recuperado fuerzas, y se hayan restablecido mínimamente, pero estén lejos de un teléfono. Como usted sabe, estamos adiestrados para atender nuestras propias heridas en aislamiento, hasta que recobramos suficiente fuerza para restablecer contacto. Todos estamos educados en la prestación de primeros auxilios eficaces en los casos de heridas en el cuerpo y la atención de huesos fracturados.
—Espléndido. Me desprenderé de mi diploma y les enviaré mis pacientes.
—No es una broma, mein Herr, simplemente estamos entrenados para sobrevivir.
—¿Otras posibilidades?
—Usted quiere saber si los capturaron, ¿verdad?
—Sí.
—Lo sabríamos si hubiera sido el caso. Nuestros informantes de la embajada se habrían enterado, y por otra parte es indudable que se ha organizado una búsqueda gigantesca. El gobierno francés cuenta con más de un centenar de personas que están tratando de descubrir a nuestra unidad. Los hemos observado y escuchado.
—Usted se muestra persuasivo. ¿Y qué más? ¿Dónde están ustedes? ¡Es necesario encontrar a Harry Latham!
—Señor, creo que estamos cerrando el cerco. Latham cuenta con la protección de los Antinayous…
—¡Eso lo sabemos! —lo interrumpió irritado Kroeger—. Pero saber eso nada significa si usted ignora dónde se encuentran, o dónde lo ocultaron.
—Mein Herr, tal vez conozcamos el paradero del cuartel general de esa gente en el plazo de dos horas.
—¿Qué…? ¿Por qué no lo dijo antes?
—Porque preferiría mostrarle un hecho consumado más que una conjetura. Dije «podemos enterarnos», pero todavía no lo sabemos.
—¿Cómo?
—El jefe de seguridad de la embajada estableció contacto telefónico con los Antinayous; el teléfono de este jefe, lo mismo que el aparato del embajador está sometido a nuestra intercepción. Sin embargo, una reserva rigurosa protege los llamadas que él hace; nuestro hombre cree que puede echar una ojeada a la lista, y reproducirla con una fotocopiadora de mano. Una vez que tengamos los números, podemos sobornar fácilmente a un empleado de la compañía telefónica para desenterrar los lugares. A partir de ese momento es un proceso de eliminación.
—Parece demasiado sencillo. Entiendo que los números que no han sido publicados gozan de una gran protección. Dios sabe que es el caso con los nuestros. Dudo de que ustedes puedan entrar en la oficina de un funcionario de la compañía telefónica y simplemente depositar dinero sobre su escritorio.
—No entraremos en ninguna oficina. Usé la palabra desenterrar, y es exactamente lo que quise decir. Buscamos a un operario de las líneas troncales subterráneas, pues allí están las computadoras con los lugares reales. Es necesario, para realizar instalaciones y reparaciones.
—Usted parece conocer su trabajo, Herr… ¿cómo se llama?
—Carezco de nombre; ninguno de nosotros tiene nombre. Yo soy el número Cero Uno, de París. Venga, arreglé transporte para usted, y permaneceremos en contacto permanente, quizás nos comunicaremos a los pocos minutos de su llegada al hotel.
Sentado frente al escritorio de su habitación en la Maison Rouge de los Antinayous, Drew descolgó el teléfono y marcó el número de la embajada; cuando lo atendieron pidió al conmutador que lo comunicase con la señora de Vries, de Documentos e Investigación.
—Habla Harry Latham —dijo Drew en respuesta al saludo de Karin—. ¿Puede hablar?
—Sí, Monsieur, aquí no hay nadie, pero primero debo comunicarle algunas instrucciones. Me llamó el embajador y me pidió que se las comunicase apenas usted llamara.
—Adelante —dijo Latham, que ahora personificaba a su hermano muerto Harry; entrecerró los ojos y escuchó atentamente. Karin se disponía a enviarle un mensaje. Se apoderó del lápiz mientras ella hablaba.
—Debe verse con nuestro correo número dieciséis en la cima del funicular del Sacré–Coeur, esta noche a las nueve y media. Tiene comunicados de Washington para usted… Comprende, ¿non?
—Comprendo, sí —replicó Drew, consciente de que la palabra francesa non en lugar de una acostumbrada n’est–ce pas, significaba que él debía desechar la información. Witkowski estaba tendiendo otra trampa, basándose en el conocimiento de que el teléfono de Karin estaba intervenido—. ¿Algo más?
—Sí. Usted debía reunirse con el amigo de su hermano Drew, miembro de la oficina londinense de Operaciones Consulares junto a las fuentes del Bois de Boulogne, a las ocho y cuarenta y cinco, ¿no es así?
—Sí, es lo que se arregló.
—Monsieur, esa cita está cancelada. Interfiere con la cita en el Sacré–Coeur.
—¿Puede comunicarse con él y suspender el encuentro?
—Ya lo hicimos, oui… si, arreglaremos otro encuentro.
—Por favor. Él puede decirme las cosas que deseo saber acerca de las últimas semanas de Drew, y sobre todo los detalles del asunto de Jodelle… ¿Eso es todo?
—Por ahora, sí. ¿Usted tenía algo?
—Sí. ¿Cuándo puedo regresar a la embajada?
—Se lo diremos. Estamos convencidos de que la vigilan las veinticuatro horas.
—No me agrada esta clandestinidad. Es muy incómoda.
—Usted sabe que siempre puede regresar a Washington.
—¡No! Aquí es donde mataron a Drew, aquí es donde están sus asesinos. Y aquí me quedaré hasta que los encontremos.
—Muy bien. ¿Llamará mañana?
—Sí. Quiero más materiales de los archivos de mi hermano. Todo lo que tenga sobre ese actor.
—Au revoir Monsieur.
—Adiós. —Latham cortó la comunicación y estudió las breves notas que había recogido; breves porque Latham había entendido rápidamente el método de las instrucciones disimuladas de Karin. El Sacré–Coeur quedaba anulado, y se confirmaba la cita en las fuentes de Bois de Boulogne; el non francés eliminaba el primer encuentro, el doble oui, sí confirmaba el segundo. El resto era mero «relleno» para subrayar la insistencia de Harry Latham que afirmaba su deseo de permanecer en París. Con quien debía encontrarse en el Bois era algo que él no sabía; pero sin duda reconocería a la persona en cuestión; o si no la reconocía, alguien se le acercaría.
Al final de su turno, el informante de la Fraternidad en el área de comunicaciones de la embajada había salido a la avenida Gabriel; allí esperó, y de pronto cruzó la avenida, y casi tropezó con un motociclista. Deslizó el cartucho en la canasta del motociclista, y la motocicleta salió disparada por la calle, deslizándose a través del tránsito. Veintiséis minutos después, exactamente a las 16:37 de la tarde, la grabación fue entregada en el cuartel general clandestino de los asesinos, en los Depósitos Avignon. Teniendo delante una fotografía de 12,5 por 15 centímetros de Alexander Lassiter/Harry Latham, Cero Uno París, del grupo de la Blitzkrieg, por tercera vez escuchó la grabación en cinta de la conversación telefónica entre Latham y la mujer de Vries.
—Parecería que nuestra búsqueda ha concluido —dijo Cero Uno, inclinándose sobre la mesa y extendiendo la mano para interrumpir el funcionamiento del grabador—. ¿Quién irá al Sacré–Coeur? —preguntó, dirigiéndose a los colegas que estaban alrededor de la mesa de conferencias.
—Como una sola persona, todos levantaron la mano.
—Cuatro de ustedes serán suficientes, más podrían ser evidentes —continuó el líder—. Divídanse y lleven la fotografía, y recuerden que sin duda Latham disimulará su apariencia.
—¿Qué puede hacer? —preguntó el hombre que estaba más cerca de Cero Uno—. ¿Ponerse un bigote y usar barba? Conocemos su estatura la estructura de su cuerpo y de su cara. En definitiva, se acercará a un correo que estará esperándolo, un hombre o una mujer detenidos en la calle, a quienes sin duda identificaremos en la zona de contacto.
—No sea tan optimista, Cero Seis —dijo el joven líder—. Recuerde que Harry Latham es un agente clandestino veterano. Así como tenemos recursos, también los tiene él. Y por Dios, recuerden que deben liquidarlo con un balazo en la cabeza, un golpe de gracia que le destroce el costado izquierdo del cráneo. No me pregunten por qué. Sencillamente, no lo olviden.
—Si tiene tan graves dudas acerca de nuestra eficacia —intervino un veterano de más edad que estaba al final de la mesa, en un tono de voz que sugería hostilidad—, ¿por qué no va personalmente?
—Instrucciones de Bonn —contestó fríamente Cero Uno—. Debo permanecer aquí para recibir las órdenes que llegarán a las diez. ¿Alguno de ustedes desea ocupar mi lugar en el supuesto de que no encontremos a Harry Latham y debamos comunicar la noticia?
—Non.
—Nein.
—Es claro que no.
Tales fueron las respuestas de los que estaban alrededor de la mesa, algunos sonrientes y otros sombríos.
—De todos modos, yo cubriré el Bois de Boulogne.
—¿Por qué? —preguntó Cero Siete—. Esa cita está anulada; todos oyeron la grabación.
—De nuevo les preguntó: —¿Alguno de ustedes desea dejar sin cobertura el Boulogne, en la eventualidad de que una negación enfática fuese la señal de una afirmación, o de que los planes se cambiaran otra vez?
—Es cierto —dijo Cero Siete.
—Probablemente será un esfuerzo inútil —reconoció el juvenil líder, de todos modos, me llevará sólo quince o veinte minutos, y después regresaré y estaré aquí a eso de las diez. Si yo estuviese en el Sacré–Coeur, jamás llegaría a tiempo.
Una vez seleccionada la unidad que debía ir al Sacré–Coeur, Cero Uno París, regresó a su oficina y se sentó frente a su escritorio. Se sentía aliviado, pues las supuestas instrucciones de Bonn no habían sido cuestionadas, y tampoco nadie había insistido en que puesto que era el superior encabezara el ataque a Harry Latham, y en que otro recibiera el llamada de Bonn. En verdad, no deseaba intervenir en el ataque por la sencilla razón de que quizás no tuviese éxito. Podían sobrevenir muchas contingencias imprevistas que lo frustrasen, y Cero Uno, de París, no podía permitirse otro «fracaso» en su foja de servicios, por ejemplo el conductor que no había sabido dominar al finado Drew Latham, o la unidad enviada a liquidar a los dos norteamericanos, que había fracasado con el más importante, y después había desaparecido, o la camarada que no había sobrevivido al episodio de Montecarlo. Si Alexander Lassiter/Harry Latham caía víctima del atentado, con el cráneo destrozado a Cero Uno se le atribuiría el mérito, pues había organizado la operación.
Si la trampa fallaba, él no estaría en el lugar la culpa recaería sobre otro. Pues Cero Uno de París comprendía lo que escapaba al entendimiento de los restantes; como era el líder, él debía ejecutar las órdenes. Si un miembro del grupo de la Blitzkrieg fracasaba una vez se lo censuraba severamente; si fracasaba dos veces se lo liquidaba, y otros de los hombres que estaban siendo entrenados ocupaba su lugar. Si la operación en el Sacré–Coeur fallaba él sabía quién sería eliminado: Cero Cinco de treinta años; el resentimiento que sentía frente a su superior más joven se manifestaba con demasiada frecuencia y ese hombre se había opuesto enérgicamente a la selección de la unidad desaparecida «¡Uno es un niño a quien sencillamente le agrada matar, y el otro es un bruto; excesivo número de riesgos! ¡Permítanme manejar esto!». Ésas habían sido las palabras de Cero Cinco, dichas en presencia de Cero Seis. Ambos se encaminaban hacia el Sacre–Coeur; ambos serían ejecutados si el golpe fallaba. Cero Uno París, no podía permitir otra mancha en su foja de servicios.
Tenía que llegar al círculo interior de la Fraternidad; necesitaba conquistar el respeto de los auténticos líderes del movimiento, del nuevo Führer, y manifestar su obediencia con todo el corazón y toda el alma. Pues creía, creía de veras. Llevaría su cámara al Bois de Boulogne, y tomaría fotografías nocturnas en número suficiente para demostrar que estaba allí; la prueba provenía de la propia cámara, que marcaba la fecha y la hora de cada foto. Era simplemente una cobertura, en el caso de que la necesitara, de lo cual dudaba. Llamó el teléfono, y sobresaltó al joven jefe de los Blitzkrieg. Descolgó el auricular.
—El código es exacto —dijo la operadora— en la línea el representante del caviar Malasol.
—Herr Doktor…
—¡Usted no llamó! —exclamó Gerhardt Kroeger—. ¡Estoy aquí desde hace más de tres horas y usted no me llamó!
—Porque estamos perfeccionando la estrategia. Si mis subordinados no equivocan los cálculos, es posible que alcancemos el objetivo, mein Herr. He organizado el asunto hasta el último detalle.
—¿Sus subordinados? ¿Por qué no usted?
—Fue recibida una información contraria, la que puede ser mucho más peligrosa quizás igualmente útil. He decidido afrontar personalmente el riesgo.
—¡Usted carece de lógica!
—No puedo tenerla hablando por teléfono.
—¿Por qué no? ¡El enemigo no tiene la más mínima idea del lugar en que estoy, o siquiera de que estoy aquí, de modo que el conmutador del hotel no podría ser intervenido! ¡Exijo saber qué está sucediendo!
—Hay dos situaciones que confluyen en el lapso de una hora. Dígale a Bonn que Cero Uno, París, ha utilizado todos sus recursos para controlar ambas, pero no puede estar en dos lugares al mismo tiempo. Como no puede, eligió dirigirse al sitio de más elevado riesgo. Eso es todo lo que puedo decirle, mein Herr. Si no sobrevivo, tenga de mí un buen recuerdo.
—Sí… sí, por supuesto.
El joven revolucionario neo cortó la comunicación. No importaba lo que sucediera, estaba cubierto. Cenaría largamente con absoluta tranquilidad, en el restaurante Au Coin du Famille, y después se dirigiría a la fuente principal del Bois de Boulogne tomaría fotografías inútiles y regresaría a los Depósitos Avignon, para aceptar lo que la suerte le deparase. O el mérito del golpe, o la muerte de los dos miembros del grupo de la Blitzkrieg, ejecutados por incompetencia. Era un auténtico creyente.
Drew se desplazó alrededor de la reluciente fuente de Bois de Boulogne, iluminada por los faros que estaban bajo las aguas; se paseó entre los caminantes nocturnos, buscando una cara conocida. Había llegado al lugar de cita poco antes de las ocho y media; ahora eran casi las nueve y no, había visto a ningún conocido, ni tampoco nadie se le había aproximado. ¿Quizás había interpretado mal las instrucciones de Karin? ¿Quizás las palabras modificadas suponían el reconocimiento al revés para los que intervenían el teléfono y por, lo tanto había que interpretarlas literalmente? No, eso carecía de sentido. A pesar de los años vividos por Karin en Ámsterdam, no se conocían tan bien uno al otro como para jugar juegos de cobertura y contracobertura; no tenían antecedentes de una comunicación intuitiva en condiciones de estrés. Latham consultó su reloj. Eran las 21:03. Rodearía de nuevo el área, y después regresaría a la Maison Rouge.
—¡Américain! —Se volvió al oír la voz. Era Karin, la cara modificada por una peluca rubia, la mano derecha vendada—. Camine hacia la izquierda, deprisa, como si yo hubiese tropezado con usted. Hay un hombre tomando fotografías a la derecha. Reúnase conmigo en el sendero que corre del lado norte.
Latham obedeció, aliviado al saber que ella estaba allí, pero preocupado por lo que había dicho. Rodeó con ritmo irregular a la gente que estaba cerca de la fuente, hasta que llegó al camino de lajas que corría sobre la extrema derecha. Entró por él, caminó internándose en el túnel bordeado de árboles a lo largo de diez o quince metros, y esperó. Dos minutos después llegó Karin… Como respondiendo a una casualidad que ninguno de ellos había previsto, cayeron uno en brazo del otro, sosteniéndose, no mucho tiempo, pero sí bastante.
—Lo siento —dijo de Vries, apartándose suavemente, y acariciándose inútilmente la peluca rubia con la mano derecha vendada.
—Yo no —la interrumpió Drew sonriendo—. Creo que hace un par de días que deseo hacer esto.
—¿Hacer qué?
—Retenerla.
—Yo sencillamente estaba complacida al verlo bien.
—Estoy muy bien.
—Muy amable de su parte.
—También fue grato abrazarla —dijo Latham, riendo por lo bajo—. Vea, amiga, usted me sugirió la idea. Usted fue la que dijo que su excusa en la embajada era que me consideraba atractivo, etcétera, etcétera.
—Drew, no fue un deseo autorealizado. Fue una excusa, utilizada estratégicamente.
—Vamos, no soy Quasimodo, ¿verdad?
—No, es un hombre bastante corpulento, no del todo desagradable, que sin duda parece bastante atractivo a muchas mujeres.
—Pero no a usted.
—Mi preocupación está en otro lado.
—Eso quiere decir que no soy Freddie… «Freddie de V», el incomparable.
—Nadie, ni bueno ni feo, podría ser Freddie.
—¿Eso significa que todavía estoy en carrera?
—¿Qué carrera?
—La carrera por sus afectos, aunque se trate de sentimientos provisionales y de escasa intensidad.
—¿Se refiere a la posibilidad de acostarse conmigo?
—Demonios, eso todavía está lejos. Recuerde que soy un norteamericano de Nueva Inglaterra. Amiga, eso está muy lejos.
—Usted también es un prevaricador.
—¿Un qué?
—No diré un mentiroso, eso sería demasiado duro.
—¿Qué?
—También es un hombre brutal que golpea a otros hombres en los encuentros de hockey. Oh sí, oí hablar de eso. Harry me lo dijo.
—Sólo cuando se me cruzan en el camino. Nunca gratuitamente.
—¿Y quién adoptaba las decisiones?
—Supongo que yo.
—Eso demuestra mi tesis. Usted es un individuo belicoso.
—¿Qué tiene que ver eso con nada?
—Sólo que en este momento me siento agradecida porque usted está aquí.
—¿Qué?
—El hombre con la cámara, que está del lado opuesto de la fuente.
—¿Qué hay con él? La gente toma fotos de París durante la noche. Toulouse–Lautrec pintaba las escenas, hoy toman fotos.
—No, es un neo. Lo siento, lo sé.
—¿Cómo?
—En la postura, su actitud tan… tan agresiva.
—No es un argumento muy sólido.
—Entonces, ¿por qué está aquí? En realidad, ¿cuánta gente toma fotos de noche en el Bois de Boulogne?
—Sí, tal vez tenga algo de razón. ¿Dónde está?
—Directamente frente a nosotros… o estaba allí. Hacia el lado sur.
—Quédese aquí.
—No. Iré con usted.
—Maldita sea, haga lo que digo.
—¡Usted no puede impartirme órdenes!
—No tiene un arma, y aunque la tuviera, no puede disparar. Tiene la mano vendada.
—Tengo un arma, y si usted prestase más atención, sabría que soy zurda.
—¿Qué?
—Vamos.
Juntos corrieron entre los árboles hasta que llegaron al camino sur, que terminaba en la fuente iluminada. El hombre que tomaba fotografías aun estaba allí, el cuerpo erguido, y tomando fotografías al parecer casuales de los paseantes que caminaban alrededor de la fuente. Latham se aproximó en silencio, y su mano aferraba la automática que llevaba al cinto.
—A usted le agrada tomar fotos de personas que no saben que están siendo fotografiadas —dijo Drew, tocando al individuo en el hombro.
El neonazi se volvió al sentir el contacto, y miró con ojos desorbitados a Drew.
—¡Usted! —exclamó con voz gutural—. ¡Pero no, no es el mismo! ¿Quién es usted?
—Tengo una para usted. —Latham aferró del cuello al hombre y lo arrojó contra el troncó de un árbol—. ¡Kroeger! —gritó—. ¿Quién es Gerhardt Kroeger?
El neo reaccionó deprisa, y descargó un puntapié en la ingle de Drew; Latham retrocedió, evitando el golpe, y golpeó la cara del nazi con el cañón de su automática.
—Hijo de perra, estaba buscándome, ¿verdad?
—¡Nein! —gritó el neo, mientras la sangre le cubría la cara y lo cegaba parcialmente—. ¡Usted no es el hombre de la fotografía!
—Pero alguien como yo, ¿verdad? El mismo tipo de cara, o parecida, ¿verdad?
—¡Usted está loco! —grito el nazi, descargando un golpe letal sobre el cuello de Drew; Latham aferró la muñeca y la torció violentamente en dirección contraria a las agujas del reloj—. ¡Yo sólo estaba tomando fotografías! —gritó el hombre mientras caía entre los arbustos.
—Ahora que hemos aclarado eso —dijo sin aliento Drew, a horcajadas sobre el neo, y de pronto golpeando con la rodilla el tórax del individuo, hablemos de Kroeger.
—Latham apretó el cañón de la automática entre los ojos del nazi. —¡Hable, dígamelo, o le perforo la cabeza!
—¡Estoy dispuesto a morir!
—Excelente, porque enseguida llegará a eso. Tiene cinco segundos… Uno, dos, tres, cuatro…
—¡Nein!… Está aquí en París. ¡Tiene que encontrar a Aguijón!
—Y usted creyó que yo era el Aguijón, ¿verdad?
—¡Usted no es el mismo hombre!
—Tiene mucha razón, no lo soy. ¡Siéntese!
Drew no pudo determinar de donde había salido, pero antes de que pudiera reaccionar una enorme pistola apareció en la mano del neo. Sin que lo precediera ningún sonido, un estampido de pronto resonó tras ellos; la cabeza del nazi cayó hacia atrás, y de su cuello brotó la sangre. Karin de Vries había salvado la vida de Latham. Descendió corriendo por el sendero, en dirección al norteamericano.
—¿Está bien? —preguntó.
—¿De dónde sacó la pistola? —preguntó el desconcertado Drew.
—Del mismo lugar donde usted obtuvo la suya —contestó de Vries.
—¿Es decir?
—El cinto. Usted lo aferró y le enderezó el cuerpo para sentarlo. En ese momento lo vi deslizando la mano bajo la chaqueta.
—Gracias…
—No me agradezca, haga algo. La gente está alejándose a toda prisa de la fuente. La policía llegará muy pronto.
—¡Vamos! —ordenó Latham metiendo la automática bajo el cinturón y extrayendo el teléfono celular del bolsillo interior.
—Hacia los árboles… deprisa. —Corrieron unos veinte metros atravesando el follaje oscuro, y de pronto Drew alzó una mano.
—Suficiente —dijo, sin aliento.
—¿Donde consiguió eso? —preguntó Karin, señalando el perfil apenas visible del teléfono en las manos de Latham.
—Los Antinayous —replicó Drew entrecerrando los ojos y pulsando los botones a la tenue luz que llegaba de la fuente—. Poseen una tecnología excelente.
—No es muy eficaz cuando cualquiera puede captar la frecuencia de un teléfono móvil, aunque en situaciones urgentes imagino que…
—¿Stanley? —dijo Latham, que interrumpió lo que estaba diciendo Karin—. Demonios, sucedió de nuevo. En el Bois de Boulogne un neo estaba cubriendo el sector; lo enviaron con el fin de que me atrapase.
—¿Y?
—Está muerto. Karin le disparó cuando se disponía a volarme la cabeza… Pero Stanley, escúcheme. ¡Dijo que Kroeger estaba aquí, en París, con el propósito de encontrar al Aguijón!
—¿Cuál es su situación?
—Estamos en el bosque, al costado de un sendero, quizá a veinte o veinticinco metros del cadáver.
—Ahora, escúcheme —dijo Witkowski con voz dura—. Si pueden hacerlo sin chocar con la policía… demonios, aunque eso implique cierto peligro… revisen los bolsillos de ese canalla y salgan de allí.
—Como hice con Harry… —La voz de Drew se convirtió en un murmullo doloroso.
—Ahora hágalo por Harry. Si lo que usted dice acerca de este Kroeger no es del todo absurdo, ese cadáver es nuestro único vínculo con él.
—Por un momento el neo creyó que yo era Harry; dijo que les habían suministrado una fotografía.
—Está perdiendo el tiempo.
—¿Y si llega la policía…?
—Utilice su jerga oficial para salir del paso. Si eso no funciona, después me haré cargo, aunque preferiría no atenerme a las normas en este asunto. ¡Dese prisa!
—Lo llamaré después.
—Más bien antes que más tarde.
—Vamos —dijo Latham, aferrando la muñeca de Karin por encima del vendaje y volviendo hacia el sendero.
—¿De regreso allí? —exclamó de Vries, asombrada.
—Órdenes de nuestro coronel. Tenemos que actuar deprisa…
—¡Pero la policía!
—Lo sé, de modo que démonos más prisa. ¡Tenemos que llegar allí! Usted quédese en el sendero, y si llega la policía muéstrese asustada, lo cual no requerirá mucho talento si usted se parece en algo a mí; y dígales que su novio se internó en el bosque para atender una necesidad.
—No es imposible —reconoció Karin, avanzando y esquivando los árboles y los matorrales en compañía que Latham—. Un recurso más norteamericano que francés, pero no es imposible.
—Arrastraré a nuestro presunto asesino a la oscuridad del bosque, y le limpiaré los bolsillos. Tiene un reloj mejor que el mío; también eso me lo, llevaré.
Llegaron al sendero, y ahora la fuente estaba prácticamente desierta solo unos pocos observadores dominados por una mórbida curiosidad estaban dispersos cerca de los límites del parque. Varios miraban constantemente hacia los límites externos, sin duda esperando la llegada de la policía. Drew arrastró el cadáver hacia el matorral, y le revisó los bolsillos, retirando todo lo que había en ellos. No se molestó en buscar el arma que una fracción de segundo más tarde habría acabado con su propia vida. No les diría nada. Cuando concluyó, regresó a la carrera al sendero y a Karin, mientras a sus oídos llegaban los gritos.
—¡Les gendarmes, les gendarmes. De lautre côté!
—¿Oú?
—¿Oú donc?
—Felizmente, respondiendo a las preguntas de los dos oficiales de policía acerca del lugar exacto, los civiles que aún permanecían en el área señalaron en varias direcciones, incluso varios senderos sumidos en la oscuridad. Frustrados, los policías se dividieron y se internaron por diferentes caminos. Fue suficiente; Latham y de Vries atravesaron el sector de la fuente y se internaron por el sendero que apuntaba hacia el norte, hasta que al fin se encontraron en el espléndido panorama de los jardines de verano, alrededor de un pequeño estanque artificial en que los cisnes blancos se desplazaban majestuosamente iluminados por los grandes focos. Vieron un banco vacío, y jadeantes se sentaron, y apoyaron el cuerpo sobre las tablas del respaldo. Karin se quitó de la cabeza la peluca rubia y lo guardó en su bolso, y se sacudió los cabellos, de modo que éstos se desprendieron de los alfileres.
—Apenas pueda hablar, llamaré a Witkowski —dijo Drew, respirando hondo—. ¿Cómo está su mano? ¿Le duele?
—¿Puede pensar en mi mano en una situación como ésta?
—Bien, la aferré del brazo porque usted estaba sosteniendo todavía el arma con la izquierda, y pensé que el maldito artefacto podía dispararse si yo lo tocaba… es decir, si yo intentaba apoderarme de su mano izquierda.
—Sé lo que quiere decir. En ese momento no tuve tiempo para devolver el arma a mi bolso… Por favor, llame al coronel.
—Está bien. Latham de nuevo retiró del bolsillo el teléfono celular, y marcó y comprobó agradecido que los números eran claramente visibles a los focos del estanque. —Stanley, lo conseguimos— dijo.
—Muchacho, alguien fracasó —lo interrumpió el coronel—, e ignoramos como demonios sucedió.
—¿De qué está hablando?
—Ese neo que apresamos… lo embarqué en un jet militar con destino a Washington, a las cinco de la madrugada.
—¿Y qué sucedió?
—Llegó a la Base Andrews de la Fuerza Aérea a las tres y media de la madrugada, hora de Washington —digamos de pasada que en la más absoluta oscuridad— y lo balearon mientras estaba bajo vigilancia militar en la zona de espera.
—¿Como?
—Un maldito rifle, un arma poderosa con rayos infrarrojos, desde uno de los techos. Por supuesto, no encontraron nada.
—¿Quién estaba al tanto del envío?
—No lo sabemos. De acuerdo con lo convenido, comuniqué la información a los altos jefes de Knox Talbot que necesitaban estar al tanto del asunto… les dije que teníamos un nazi auténtico, el programa de viaje y todo el resto.
—¿Entonces?
—Alguien envió a un asesino.
—Entonces, ¿dónde estamos?
—En definitiva, enumerando objetivamente los datos, ésta es la situación. Sabemos acerca de las computadoras AA, y ahora hay cuatro o cinco subdirectores más en la lista. Así se hace, amigo; uno continúa clausurando puertas hasta que quedan sólo una o dos en una habitación.
—¿Y qué hay conmigo, y con París?
—Es el juego del gato y el ratón, ¿no es así, muchacho? Este Kroeger quiere encontrar a Harry… es decir, a usted… tanto como usted quiere encontrarlo a él mismo. ¿No es ésa la situación?
—Aparentemente sí, ¿pero por qué?
—Lo sabremos sólo cuando lo atrapemos, ¿no lo cree?
—Usted no me alienta mucho.
—Mi función no es alentarlo, entiéndalo de una vez. Quiero que usted se encuentre en estado de máxima movilización cada minuto del día y la noche.
—Muchísimas gracias, jefe.
—Tráigame lo que haya conseguido…
—Le traje lo que había —lo interrumpió furioso Latham— de modo que no diga «lo que haya». Excepto que olvidé apoderarme del maldito reloj.
—Me agrada eso —dijo el coronel—. Me agrada la cólera en situaciones como ésta. Mi casa, dentro de una hora, y cambie tres veces de vehículo.