Capítulo 13

Basil Marchand, miembro de la Cámara de los Lores, descargó el pisapapeles de bronce sobre su escritorio con una fuerza tal que la cubierta de vidrio se quebró, enviando fragmentos a los costados de la habitación. El hombre que estaba frente a él retrocedió un paso, al mismo tiempo que desviaba un momento la cara.

—¿Cómo se atreve? —gritó el anciano caballero, las manos temblando de cólera—. Los hombres de esta familia se remontan a Crimea y a todas las guerras que siguieron, inclusive la de los Boers, donde un periodista llamado Churchill elogió su bravura bajo el fuego. ¿Cómo se atreve a sugerirme algo por el estilo?

—Perdóneme, lord Marchand —dijo tranquilamente el agente del MI–6—, su familia ha recibido un reconocimiento merecido por sus contribuciones militares durante este siglo, pero hubo una excepción, ¿no es verdad? Por supuesto, me refiero a su hermano mayor, que fue uno de los fundadores del grupo de Cliveden, el mismo que tenía tan elevada opinión de Adolf Hitler.

—¡Fue expulsado de la familia! —exclamó Marchand, dominado por la cólera, mientras abría bruscamente un cajón y extraía un pergamino sostenido por un marco de plata—, ¡aquí tiene, individuo insolente! Ésta es una mención del propio rey por el desempeño de mi embarcación en Dunkerke. Yo era un muchacho de dieciséis años, y rescaté a treinta y ocho hombres que habrían sido masacrados o capturados. ¡Y eso fue antes de que me concedieran la Cruz Militar por mis servicios en la Marina Real!

—Conocemos su destacado heroísmo, lord Marchand…

—De modo que no me atribuya las fantasías torcidas de un hermano mayor a quien apenas conocí… y de quien nunca me agradó lo que llegué a conocer —continuó el ofendido miembro de la Cámara de los Lores—. Si usted realizó la debida investigación, debe saber que él salió de Inglaterra en 1940 y nunca regresó; seguramente murió destruido por la bebida en una de esas islas del Pacífico Sur.

—Me temo que eso no es muy exacto —dijo el visitante del MI–6—. Su hermano terminó en Berlín con otro nombre, y trabajó durante la guerra en el Ministerio de Información del Reich. Se casó con una alemana, y como usted tuvo tres hijos varones.

—¿Qué…? —El anciano volvió lentamente a su silla, la boca entreabierta, respirando apenas—. Jamás nos dijeron nada —agregó en voz tan baja que apenas pudo oírsele.

—No tenía sentido, señor. Después de la guerra desapareció con toda su familia, y puede presumirse que viajó a América del Sur, a uno de esos enclaves alemanes de Brasil o Argentina. Como no se lo incluyó oficialmente en la lista de criminales de guerra, no hubo ninguna búsqueda, y en vista de las pérdidas sufridas por los Marchand…

—Sí —lo interrumpió suavemente lord Marchand—, otros dos hermanos y una hermana… dos pilotos y una enfermera.

—Exactamente. Nuestras oficinas decidieron enterrar todo el asunto.

—Fue amable de parte de ustedes, muy amable. Lamento haberlo tratado tan mal.

—No se preocupe. Como usted dijo no podía saber lo que nunca le informaron.

—Sí, sí, por supuesto… Pero aquí, ahora, esta tarde, usted casi me acusó —y por extensión, acusó a la familia— de ser parte de un movimiento fascista en Alemania. ¿Por qué?

—Es una técnica un tanto torpe que no agrada a nadie pero es eficaz. Señor, no lo acusé concretamente; si usted recuerda, formulé mi alusión por referencia al hecho de que la Corona se sentiría muy ofendida al saber que la respuesta inmediata es siempre el sentimiento de ofensa, pero existe la falsa ofensa y la auténtica. No es difícil discernir cual es cuál, sobre todo si uno tiene cierta experiencia, como a mí me sucede.

—¿Cuál fue mi acierto?

—Creo que si usted hubiera sido más joven, me habría atacado físicamente, arrojándome a puntapiés de su casa.

—Muy cierto, lo habría hecho.

—Una reacción auténtica de su parte, en absoluto falsa.

—De nuevo preguntó, ¿por qué?

—Los nombres de dos de sus hijos están en una lista, una lista muy confidencial de personas que discretamente apoyan a los revolucionarios neonazis de Alemania.

—Santo Dios, ¿cómo es posible eso?

Marchands Limited es un complejo textil, ¿no es así?

—Sí, por supuesto, todos lo saben. Si se tienen en cuenta nuestras fábricas en Escocia, somos la segunda empresa por orden de importancia en el Reino Unido. Dos de mis hijos administran la empresa desde que yo me retiré; el tercero, que Dios se apiade de su alma, es músico. En fin, ¿qué hicieron para justificar esa acusación?

—Negociaron con una firma llamada Oberfeld, embarcaron millares y millares de cortes de lienzo para fabricar camisas, blusas, pantalones y chaquetas idénticos a los depósitos de Mannheim.

—Sí, examiné las cuentas, pues yo insisto en mantener un control cuidadoso. Oberfeld paga sus cuentas en fecha, y es un cliente espléndido. ¿Entonces?

Oberfeld no existe, es una pantalla del movimiento neonazi. Y ya hace siete días que el nombre y el depósito de Mannheim se han esfumado, han desaparecido, del mismo modo que su hermano desapareció hace cincuenta años.

—¿Qué sugiere usted?

—Lo diré con la mayor suavidad posible, lord Marchand. ¿Es concebible que los hijos de su hermano hayan regresado, y en una manifestación de terrible ironía hayan comprometido a los hijos que usted puso enfrente de las empresas en una conspiración para acelerar el resurgimiento nazi, mediante la provisión de uniformes?

—¿Uniformes?

—Es el paso siguiente, lord Marchand. Históricamente, es una especie de norma. A Knox Talbot le desagradaba representar el papel de Dios, pues un número excesivo de personas había asumido ese papel con su propia raza durante demasiado tiempo. Se sentía incómodo asumiendo esa posición, sintiéndose bastante hipócrita; pero no tenía alternativa. Las computadoras todopoderosas y muy secretas de la Agencia se habían visto afectadas; el software que contenía los secretos del globo habían sido violados, y eso incluía las operaciones más delicadas que la CIA había organizado en todo el mundo, entre ellas la complicada odisea de Harry Latham, que había durado tres años. Harry Latham–Alexander Lassiter… nombre cifrado, Aguijón. Con el pretexto de la rotación de funciones, Knox Talbot había solicitado más de tres docenas de prontuarios personales, aunque sólo le interesaban ocho. Los hombres y las mujeres responsables de las computadoras AA–Zero, pues sólo ellos tenían las claves, los códigos que les permitían conocer los secretos gracias a los cuales era posible acabar con la vida de los agentes y los informantes, o inversamente paralizar las operaciones. Alguien lo había hecho, no, no sólo alguien, sino dos, pues los discos necesitaban que dos personas presionaran diferentes códigos, liberando el software y permitiendo la trasmisión en pantalla. Pero ¿quiénes eran esos dos, y qué habían logrado realmente?

Harry Latham se había salvado, al precio terrible de la vida de su hermano, pero en todo caso estaba vivo y se ocultaba en París. No sólo vivía, sino que había presentado una lista incriminatoria de nombres que ya estaba alarmando a la nación, o por lo menos a los medios, los cuales hacían todo lo que estaba a su alcance para atemorizar al país siempre que eso era posible. De acuerdo con Drew Latham, que había sido asesinado, los nazis conocían la existencia de Aguijón, pero ¿cuándo se habían enterado? ¿Antes o después que Harry había revelado los nombres? Si había sido antes, toda la lista era sospechosa, pero incluso esa conclusión no concordaba con la desaparición de Rudolph Metz, un auténtico fanático neo. Los laboratorios Rockland habían demostrado que Metz utilizó con arrogancia sus propias claves para extraer y anular un año entero de investigación, y el FBI había rastreado la fuga de Metz y su esposa a Stuttgart, utilizando falsos pasaportes; habían salido del Aeropuerto Internacional de Dulles, en el vuelo 7000 de Lufthansa. ¿Cuántos Metz existían? O para invertir la pregunta, ¿cuántos inocentes como el senador Roote estaban incluidos en la lista? Todo se descontrolaba, o pronto estaría en esa situación, a medida que continuasen las investigaciones.

Dos de las ocho personas completamente «seguras», los especialistas aprobados del todo en la más exigente de las operaciones con la computadora, eran topos. ¿Cómo era posible tal cosa? ¿En efecto, se trataba de eso? En los antecedentes de esas personas no había el más mínimo indicio… De pronto, Talbot recordó algunos pasajes de las declaraciones de Harry Latham en Londres. Abrió un cajón y encontró la transcripción. Encontró la página.

PREGUNTA (MI–5): El rumor afirmó que los nazis, los nuevos nazis, tal vez sabían desde un principio quién era usted.

HL: Eso no es un rumor eso será su credo. ¿Cuántas veces hicimos lo mismo cuando descubrimos a un topo que había huido a la Madre Rusia después de saquearnos? Por supuesto, afirmamos que éramos muy inteligentes, y que la información que nos había robado era inútil… a pesar de la falsedad de la excusa.

PREGUNTA (DEUXIÉME): ¿No es concebible que le hayan suministrado desinformación?

HL: Yo fui un confidente de confianza basta que escapé, un importante contribuyente y un creyente en la causa que esa gente abrazaba. ¿Por qué me iban a suministrar información falsa? Pero la respuesta a su pregunta es afirmativa, por supuesto es concebible. Desinformación, información errónea, error humano o de la computadora, el pensamiento como padre del deseo, fantaseo, todo es posible. A ustedes les corresponde confirmar o negar les traje el material, ahora tienen que evaluarlo.

Knox Talbot estudió las declaraciones del agente. Podía argüirse que el propio Harry Latham había dejado completamente abierta la puerta. Todo era absurdo, absurdo con confirmaciones probables y contradicciones posibles, excepto la existencia de un virus nazi que estaba difundiéndose en Alemania. El director de la CIA apartó la transcripción y miró los ocho prontuarios diferentes que formaban un arco sobre su escritorio. Releyó las palabras, pero no encontró indicios, nada importante. Los tomaría uno por uno y trataría de concentrar todos sus esfuerzos para leer entre líneas, hasta que se le irritaran los ojos. Y entonces, se sintió agradecido al oír la campanilla del teléfono. Oprimió el botón de la consola, y habló su secretaria.

—El señor Sorenson en la línea tres.

—¿Quiénes están en las líneas uno y dos?

—Dos productores de la televisión. Desean que usted aparezca en programas que analizan los interrogatorios internos del FBI.

—He salido a almorzar y tardaré un mes en regresar.

—Es lo que suponía, señor. La línea tres, salvo que usted quiera que al señor Sorenson le diga lo mismo.

—No, atenderé el llamada… Hola, Wes, por favor, no empeore mis problemas.

—Almorcemos —dijo Wesley Sorenson—. Tenemos que hablar. A solas.

—Soy un poco llamativo, muchacho, por si no lo advirtió. A menos que usted quiera ir a un restaurante en la zona más oscura de la ciudad, donde usted será más evidente que yo hasta diez metros de distancia.

—Entonces eliminemos las distancias. El zoológico de Rock Creek Park. En la jaula de los pájaros hay un puesto que vende salchichas calientes… me lo enseñaron mis nietos. No está mal; sirven las salchichas con chili.

—¿Cuándo?

—Este asunto tiene prioridad. ¿Puede llegar en veinte minutos?

—Supongo que será necesario. Oliver Mosedale, un erudito cincuentón agregado al Foreign Office, y destacado consejero del secretario de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña, se sirvió un coñac, mientras su joven ama de llaves le preparaba la pipa, la asentaba y se la llevaba.

—Gracias, muchacha —dijo, y se acercó a un amplio sillón de cuero que estaba frente a un televisor. Con la pipa en la boca, se sentó con un suspiro, depositó la bebida sobre una mesa lateral, metió la mano en el bolsillo y encendió la pipa con un encendedor de oro Dunhill—. La velada fue agotadora —continuó Mosedale—. El chef sin duda estaba borracho… Estoy seguro de que el canard l’orange estaba empapado en alcohol… y esos idiotas del tesoro quieren recortar nuestro presupuesto hasta el extremo en que no podremos representar a Liechtenstein, y mucho menos a lo que resta del Imperio Británico. Realmente es todo muy absurdo, además de irritante.

—Pobres muchachos —dijo el ama de llaves, una joven de poco más de veinte años y abundante busto, en la voz el acento muy notorio que trasuntaba su origen cockney—. Tú trabajas mucho, eso es lo que sucede.

—Querida, no me menciones el trabajo.

—Lo siento… Bien, te masajearé el cuello; eso siempre te relaja. La joven se instaló detrás del sillón y se inclinó sobre su patrón, y sus pechos generosos, evidentes a causa del escote, rozaron la cabeza del hombre, mientras las manos de la mujer se movían sobre el cuello y los hombros.

—Maravilloso —gimió el funcionario del servicio exterior, arrastrando la palabra mientras extendía la mano hacia el coñac, para beber unos cuantos sorbos alternados con las chupadas a la pipa—. Lo haces tan bien… por otra parte, todo lo haces bien, ¿verdad?

—Lo intento, querido Ollie. Como seguramente ya lo mencioné, me educaron de modo que respetase a los hombres de categoría, e hiciera lo que me pedían por pura admiración. No soy una de esas fregonas que siempre están gritando acerca de las clases privilegiadas. De ningún modo. Mi mamá siempre decía: «Si el buen señor hubiese querido que vivieses en un castillo, allí habrías nacido». Y mi mamá es un pajarraco astuto. Ella dice también que deberíamos sentir verdadero orgullo cristiano por servir a los que son mejores que nosotros, porque en algún lugar de la Biblia dice que es mejor dar que recibir, o algo por el estilo. Por supuesto, mi papá trabaja en los muelles, y no tiene el refinamiento de mi mamá…

—A decir verdad, no es necesario que hables, mi querida niña —la interrumpió Mosedale, las cejas arqueadas en un gesto de controlada frustración—. Y a propósito, es hora de ver el noticiario de la BBC, ¿verdad? —volvió los ojos hacia su reloj—. En efecto, es la hora. Querida, creo que ya me masajeaste bastante. ¿Por qué no enciendes la tele, y después vas a bañarte? Me reuniré contigo en un rato, de modo que espérame, ángel mío.

—Por supuesto, Ollie. Y me pondré ese camisón que tanto te agrada. Dios sabe que es fácil ponérselo, porque se trata de una prenda muy sintética.

El ama de llaves–concubina se acercó al televisor, lo encendió y esperó que el canal buscado aclarase la imagen. Envió un beso a Mosedale y caminó provocativamente pasando bajo el arco, en dirección a la escalera.

El locutor de la BBC, con la voz y la expresión neutra, comenzó con los hechos recientes de los Balcanes, pasó a las noticias de África del Sur, rezó el informe de la Real Academia de Ciencias, y después hizo una pausa y continuó con palabras que indujeron a Oliver Mosedale a enderezarse bruscamente en su asiento y mirar fijo la figura de la pantalla. «Los informes provenientes de Whitehall señalan que una serie de miembros del Parlamento y otros funcionarios del gobierno están en una situación difícil a causa de las investigaciones de la inteligencia británica en relación con la vida privada de estos personajes». Jeffrey Billows, miembro del Parlamento por Manchester usó de la palabra para denunciar lo que denominó las tácticas del Estado policial, y afirmó que sus vecinos habían sido interrogados acerca de su persona; también habían ido a ver a su vicario. Otro miembro del Parlamento, Angus Ferguson, explicó que no solo habían interrogado a los vecinos, sino que le habían revisado el cubo de los residuos, y que habían preguntado qué libros adquiere a la librería que él frecuenta. Al parecer incluso el Foreign Office no se salvó de la investigación, pues varios altos funcionarios declararon que renunciarán antes de someterse a esa «absoluta estupidez» como dijo uno de ellos. Se reserva los nombres a pedido del secretario del Foreign Office. «Estos hechos parecerían reflejar las noticias que vienen de Estados Unidos, donde destacadas figuras, algunas miembros del gobierno y otras ajenas al mismo, están soportando la misma intromisión en su intimidad». Un artículo del Chicago Tribune subrayó la cuestión: ¿La caza persigue a los comunistas incorregibles o a los fascistas reorganizados? Aquí, desde la BBC, los mantendremos informados a medida que se desarrolle la historia. «Ahora nos ocuparemos de las piruetas demasiado conocidas de la familia real…».

Mosedale abandonó su sillón, apagó el televisor y extendió la mano hacia el teléfono depositado sobre una mesa estilo Reina Ana puesta contra la pared. Marcó frenéticamente un número.

—¿Qué demonios sucede? —gritó el consejero dirigiéndose a la secretaria del Foreign Office.

—Todavía tiene tiempo, Rute —dijo la voz femenina en la línea. Estábamos por llamarlo en la mañana, para sugerirle que no fuese a Whitehall. Todavía no llegaron a su sección, pero están cerca. Tiene una reserva en la compañía aérea británica mañana con destino a Munich, a mediodía; el billete está a su nombre. Todo está aprobado.

—Eso no es suficiente. Quiero irme esta noche.

—Por favor, un momento. Verificaré las computadoras. —El silencio que siguió representó una tortura para Mosedale. Finalmente, la voz reapareció—. Hay un vuelo de Lufthansa a Berlín, a las once y veinte. ¿Puede alcanzarlo?

—Tenga la certeza de que podré hacerlo. —Oliver Mosedale cortó la comunicación, salió al vestíbulo y gritó desde el comienzo de la escalera—: ¡Ángel, empiece a prepararme una maleta! Nada más que una muda de ropa, como ya hizo otras veces. ¡Deprisa! «Ángel», que estaba desnuda, apareció al final de la escalera.

—¿Adónde vas, amor? Ya estaba poniéndome el camisón que a ti tanto te agrada quitarme. Y después el paraíso, ¿verdad, Ollie?

—¡Calla, y haz lo que te mando! ¡Tengo que hacer otro llamada, y cuando haya concluido espero que mi maleta esté aquí abajo! —Mosedale corrió de regreso a la mesa Reina Ana, descolgó el teléfono y de nuevo marcó furiosamente—. Me marcho —dijo a la voz que apenas contestó con un gruñido.

—Mi indicador telefónico me dice que éste es el número de Rute. ¿Es usted, código Switch?

—Usted sabe muy bien que soy yo. Cuide mis cosas aquí en Londres.

—Ya lo hice, Switch. La casa ha sido ofrecida en venta, y el producto será enviado a Berna, cuando la propiedad se venda.

—Usted probablemente se embolsará la mitad…

—Por lo menos, Herr Rute —lo interrumpió la voz en la línea telefónica—. Me parece bastante justo. ¿Cuántos millares transferí a Zurich a mi propio riesgo?

—¡Pero usted es uno de los nuestros!

—No, no, usted se equivoca. Soy nada más que un procurador que atiende a hombres perversos que pueden o no ser traidores a la Corona. ¿Cómo puedo saberlo?

—¡Usted no es más que un tramposo cambista de dinero!

—También en eso se equivoca, Switch. Soy un promotor, y para el caso poco importa mi propia angustia. Y para decirle la verdad, usted podrá considerarse afortunado si recibe diez libras por su casa. A decir verdad, usted no me agrada.

—¡Usted trabajó para mí… para nosotros… durante años! ¿Cómo puede decir eso?

—Con la mayor facilidad del mundo. Adiós, código Switch, y para su dominio, lo único que se mantiene constante entre nosotros es la confidencialidad de la relación entre el cliente y el procurador. Como usted comprenderá, ésa es mi fuerza. El letrado inglés cortó la comunicación, y Mosedale paseó la mirada por la enorme sala, asustado ante la perspectiva de no ver nunca más tantos recuerdos de su vida. Después, enderezó el cuerpo, adoptó una postura rígida, y recordó las palabras que su padre había gritado desde el final de la escalera, cuando estalló la guerra: «Lucharemos por Inglaterra, ¡pero rescataremos a Herr Hitler! ¡Tiene muchos más aciertos que errores! Las razas inferiores están corrompiendo a nuestras naciones. ¡Triunfaremos en ese conflicto temporario, estableceremos una Europa unificada, y él será el canciller del facto del Continente!».

La joven llamada Ángel descendió la escalera con una maleta, adecuadamente —o impropiamente, como uno lo desease— cubierta con su camisón sintético.

—Vamos, amor, dime qué sucede aquí.

—Tal vez pueda llamarte después, pero por ahora debo marcharme.

—¿Después? ¿De qué estás hablando, Ollie?

—No hay tiempo para explicaciones. Debo alcanzar un avión.

—¿Y yo? ¿Cuándo regresarás?

—Me ausentaré un tiempo.

—Bien, ¡qué belleza! ¿Y yo qué debo hacer?

—Quédate aquí, hasta que alguien te expulse de la casa.

—¿Me expulse?

—Ya me escuchaste. —Mosedale alzó la maleta, se abalanzó sobre la puerta principal, y la abrió; lo que vio lo dejó desconcertado. La bruma londinense se había convertido en un aguacero, y dos hombres protegidos por impermeables estaban de pie sobre los peldaños que conducían a la puerta principal. Más lejos, en la calle, una camioneta negra con una antena lateral en el techo.

—Al amparo de la autoridad legal, se intervino su teléfono, señor —dijo el primer hombre—. Creo que es mejor que nos acompañe.

—Ollie —gritó la mujer apenas vestida que estaba ahora en el vestíbulo—. ¿No me presentarás a tus amigos? Los gritos de los niños reunidos en grupos por los padres y los entrenadores se mezclaban con los llamadas de incontables pájaros que estaban detrás de los alambrados, en la enorme pajarera del zoológico de Rock Creek Park. Los visitantes estivales formaban un público ruidoso, y la excepción estaba representada por los habitantes de Washington que habían llegado al parque para dar un paseo tranquilo, lejos del ritmo acelerado de la capital de la Nación. Cuando se enfrentaban con las hordas de turistas, estos nativos generalmente suspendían la conversación, y preferían el silencio de los monumentos. Un cóndor especialmente antipático, las alas abiertas con un alcance de por lo menos dos metros y medio, de pronto descendió desde una alta percha, y emitió un alarido cuando sus garras aferraron el tejido de alambre de la enorme jaula. Tanto los niños como los adultos retrocedieron instantáneamente; los ojos brillantes del ave gigante expresaron su satisfacción hostil.

—Ése es la madre de los depredadores, ¿verdad? —dijo Knox Talbot, de pie detrás de Wesley Sorenson.

—Nunca entendí el empleo de la palabra «madre» para describir las cosas enormes —replicó el director de Operaciones Consulares, mirando al frente.

—Es una alusión a la tenacidad. La agresividad implacable de la hembra cuando protegía a sus crías fue el factor que nos permitió sobrevivir a la Edad de Hielo.

—¿Qué hacían los hombres?

—Más o menos lo mismo que ahora. Salían a cazar, mientras las mujeres protegían las cavernas de bestias mucho más peligrosas que nuestras presas.

—Usted tiene una actitud bastante tendenciosa.

—Estoy muy bien casado, y mi esposa llegó a esa conclusión. Puesto que llevamos unidos sólo treinta y seis años, ¿por qué debemos reñir en un período tan temprano del matrimonio?

—Pidamos una salchicha caliente. El puesto está a unos quince metros a la izquierda, y podemos sentarnos en un banco. Generalmente hay mucha gente, de modo que dudo de que alguien nos vea.

—El chili me provoca gases.

—Pruebe el sauerkraut.

—Peor.

—Entonces la mostaza.

—Wes, ¿alguna vez vio cómo fabrican las salchichas?

—¿Y usted?

—Creo que soy dueño de una empresa que las produce. Siete minutos después Sorenson y Talbot estaban sentados uno al lado del otro, como dos abuelos que se toman un descanso muy necesario, lejos de sus bulliciosos nietos.

—Knox, hay algo que no puedo decirle —comenzó el director de Operaciones Consulares—, y usted se irritará más tarde, cuando lo sepa.

—¿Por ejemplo eliminar el nombre de Moreau de la lista de Harry Latham, la que le enviamos?

—Algo muy parecido a eso.

—En ese caso, estamos a mano. ¿Qué puede decirme?

—En primer lugar, puedo decirle francamente que el pedido viene de un ex especialista del G–2 que operó en los sectores berlineses en los tiempos difíciles. Se llama Witkowski, coronel Stanley Witkowski…

—Actual jefe de seguridad de la embajada en París —lo interrumpió Talbot.

—¿Usted lo conoce?

—Sólo de nombre. Es un hombre tan inteligente que podría haber competido con usted por mi puesto si le hubiesen otorgado el reconocimiento que merece. Pero no pudo; él trabajaba en la zona silenciosa.

—En este momento parece que está cumpliendo la función de canal de comunicación de Harry Latham, que no quiere arriesgarse a una conexión directa con Langley.

—¿A causa de las computadoras AA–Zero?

—Parece que sí… Latham quería un vínculo clandestino con usted, pero no lo conoce. Recuerde que usted ocupó su cargo cuando ascendió el nuevo gobierno, casi dos años después de que Harry pasó a la clandestinidad. Como conocía a Witkowski de los viejos tiempos, decidió aprovecharlo; y puesto que yo conocía al coronel también desde esa época, decidió utilizarme como intermediario especial.

—Lógico —dijo Talbot, asintiendo.

—Quizás lógico, Knox, pero después, cuando yo aclare el asunto, usted verá que es una situación tan irónica que quizás incluso me perdone.

—¿A qué viene la necesidad del secreto?

—Hay un hombre, un médico alemán, que tal vez ejerce enorme influencia en el movimiento nazi, o inversamente quizás se trata de un hombre con conciencia, que se volvió contra ellos. Tenemos que saber todo lo posible acerca de él, y ustedes son los especialistas en ese tema.

—Así me dicen —coincidió Knox—. ¿Cómo se llama?

—Kroeger, Gerhardt Kroeger. Pero hay un problema, y es grave.

—Dígame.

—Usted tiene que ocultar cuidadosamente el asunto, y dije cuidadosamente. No es posible difundir su nombre por los canales de la Agencia.

—¿Otra vez las computadoras AA–Zero?

—La respuesta directa a eso es un sí, pero también es posible que haya otras cuestiones, además de las computadoras. ¿Puede aceptarlo?

—Supongo que sí. Cuando acepté este cargo, el mismo que usted debería haber ocupado, insistí en traer conmigo a mi secretaria de veinte años. Es ágil e inteligente, al extremo de que no necesito completar las oraciones. También es británica, lo cual al parecer le confiere cierta autoridad sobre nosotros, los coloniales… Kroeger, Gerhardt, médico, antecedentes. Ella misma descenderá al subsuelo y traerá todo lo que haya.

—Gracias.

—De nada. Lo llamaré cuando tenga los papeles. Y beberemos algunas cervezas.

—Bien, lo tendré en cuenta.

—Wes, hay otra cosa que ninguno de nosotros ha dicho, ¿verdad?

—Naturalmente, la cacería de brujas. La lista de Harry está descontrolándose.

—Me dije exactamente lo mismo hace apenas unos instantes, antes de que usted llamase. ¿Recibió las últimas noticias del Reino Unido? —Sí, el escándalo en el Parlamento. Incluso las insidiosas comparaciones con lo que está sucediendo aquí. Imagino que eso era inevitable. Sua culpa, para el secretario Bollinger, y ojalá que él lo comprenda así.

—Entonces no está enterado de todo. Imagino que nos informaron antes que a ustedes.

—¿De qué habla?

—Un hombre llamada Mosedale, que ocupa un cargo muy alto en el Foreign Office.

—¿Qué hay con él?

—Cuando se le propusieron distintas alternativas, confesó. Estuvo trabajando para la Fraternidad los últimos cinco años. Estaba en la lista de Harry, y afirma que hay centenares y quizás miles como él en todas partes.

—Dios mío. Un tanque de nafta arrojado al fuego. En todas partes.