Drew Latham, convertido ahora en su hermano Harry, esperó protegido por las sombras del Trocadero, detrás de la estatua del rey Enrique el Inocente, los ojos espiando a través de los binoculares de visión nocturna. A casi sesenta metros mas lejos, se encontraban los espacios igualmente oscuros entre las estatuas de Luis XIV y Napoleón I. Era el lugar de cita del último pedido que había formulado Karin de Vries ese día. La entrega de la selección de papeles confidenciales que él necesitaba retirar de la oficina de «su hermano fallecido». Eran casi las once, la noche Parisiense estaba iluminada por una luna estival, la luna de un cazador blanco profesional en la llanura africana; y Drew Latham se sentía reconfortado por ese echo.
Dos hombres emergieron de un sedan negro estacionado frente a la larga entrada curva que conducía a la gran fachada de los monumentos. Los dos usaban trajes de calle oscuros y ahora caminaban hacia el lugar de cita; cada uno llevaba un portafolios, que ostensiblemente contenía los papeles que él había «pedido urgentemente» que retirasen del escritorio de su «hermano». Eran neos, pues ese último pedido, de acuerdo con lo convenido, no había sido trasmitido por Karin de Vries. Era la prueba de que el teléfono estaba intervenido desde el interior mismo de la embajada.
Drew caminó hacia los grupos dispersos de paseantes, muchos de ellos Parisienses, la mayoría turistas extranjeros provistos de cámaras. Había destellos irregulares por doquier. Drew había doblado las solapas de su chaqueta, y una gorra con visera blanca le cubría parcialmente la cara mientras él se deslizaba entre la gente, permaneciendo siempre en compañía de un grupo o de otro, hasta que estuvo a unos quince metros del lugar de la cita. Examinó a los dos hombres que esperaban entre las dos estatuas impotentes; se los veía tranquilos, inmóviles como los monumentos, una inmovilidad turbada únicamente por el lento movimiento giratorio de las cabezas. Latham avanzó con uno de los grupos de turistas, pero en ese momento advirtió alarmado que eran asiáticos, y todos mucho mas bajos que el propio Latham. Otro pequeño grupo de occidentales venía en dirección contraria; se unió a ellos, y comprendió irónicamente por el idioma que hablaban que eran alemanes. Quizá se trataba de un presagio favorable; y después se convirtió en algo francamente optimista. Como un solo hombre, el grupo se concentró frente al monumento a Napoleón, conquistador de conquistadores, y por la estridencia de los comentarios, hubo cierta asociación inequívoca. «¡Sieg Nappy!», pensó Drew mientras clavaba la mirada en los dos falsos correos, que ahora estaban a menos de tres metros de distancia. Era el momento de hacer algo, pero Latham no sabía muy bien que. De pronto comprendió. Les rues de Montparnasse. ¡Los carteristas! El azote del séptimo arrondissement.
Eligió la mujer más delgada y menos imponente que tenía cerca, y de pronto le aferró el bolso que colgaba del hombro. La mujer gritó:
—¡Ein Dieb! —En la semipenumbra, Drew arrojó el bolso a un incauto que estaba más cerca del falso primer mensajero de la embajada, y empujó a una pareja hacia él, y después a otro hombre y a otro más, mientras gritaba palabras ininteligibles en un alemán de imitación. En pocos segundos, estalló un disturbio frente a la estatua de Napoleón, y los gritos alcanzaron un rápido crescendo mientras todos los miembros del grupo trataban de identificar al ladrón y a la propiedad robada en medio de la semipenumbra. El primer correo ilegítimo quedó atrapado en el desorden; se debatió torpemente para liberarse de la multitud que lo rodeaba, y de pronto Latham estuvo frente a él.
—Heil Hitler —dijo tranquilamente Drew como contrapunto a las voces histéricas circundantes mientras descargaba con toda su fuerza un puñetazo en el cuello del hombre. Cuando el neo se desplomó, Latham se lo llevó a la rastra, y se refugió en la oscuridad que cubría la hilera de estatuas frente a la Torre Eiffel, con sus majestuosas agujas inundadas de luz.
¡Tenía que sacar a ese hombre del Trocadero! Llevárselo, pero evitando al segundo correo y a la fuerza de apoyo que seguramente estaba en el sedán negro. Drew había venido preparado para esta cita como lo había hecho en otros casos, con el equipo suministrado de buena gana por los Antinayous. Un vaporizador médico con una sustancia que paralizaría las cuerdas vocales, un alambre con un garrote para inmovilizar las muñecas, y un teléfono celular con un número de imposible identificación. Utilizó los dos primeros elementos, y usó un momento para hundir de nuevo en la inconsciencia al cautivo que ahora comenzaba a despertar; después, extrajo el teléfono del bolsillo interior. Marcó el número de la cosa del coronel.
—¿Sí? —le llegó la voz suave por el teléfono.
—Witkowski, soy yo. Tengo uno.
—¿Donde está?
—Trocadero, lado norte, última estatua.
—¿La situación?
—No estoy seguro. Hay otro hombre, y un automóvil, un cuatro puertas negro estacionado a cierta distancia. No sé quién lo ocupa.
—¿Hay mucha gente en el lugar?
—Más o menos.
—¿Como atrapó a su hombre?
—¿Tenemos tiempo para eso?
—Si quiero actuar eficazmente, necesito tiempo. Responda a mi pregunta.
—Hay una cantidad de turistas bastante cerca. Robé un bolso y provoqué un disturbio.
—Excelente. Complicaremos la escena. Llamaré a la policía y diré que creemos que es posible que hayan asesinado a un norteamericano para arrebatarle el dinero.
—Eran alemanes.
—Eso no importa. Las sirenas estarán allí en pocos minutos. Acérquese al lado sur, y camine hacia la calle. Llegaré pronto.
—¡Por Dios, Stanley, este cipo es un peso muerto!
—¿Usted no se encuentra en condiciones físicas?
—Demonios, no se trata de eso, pero ¿qué digo si me detienen?
—Que es un norteamericano borracho. En París a todos les agrada oír eso. Si quiere se lo repito en francés… ella realidad no importa, usted se arreglará mejor con su propio idioma… es más verosímil. ¡En marcha!
Ratificando las palabras del coronel, noventa segundos después las ruidosas sirenas de la policía Parisiense colmaron el amplio complejo del Trocadero, cuando cinco patrulleros confluyeron sobre la entrada. La multitud corrió hacia la calle interesada en la escena, mientras Latham, sosteniendo en brazos a la figura de su prisionero, se acercaba con la mayor prisa posible al lado sur. Cuando estuvo detrás de las estatuas, cargo al neo sobre el hombro, como un bombero, y corrió por la oscuridad hacia la calle. Dejó caer el cuerpo del nazi sobre el pavimento, y se arrodilló esperando la señal de Witkowski. La obtuvo cuando un vehículo de la embajada entró por la calle, las luces que se apagaban y encendían, la señal básica que indicaba la orden de evacuación.
The New York Times
LABORATORIO OFICIAL SECRETO ROBADO
El científico Rudolph Metz desaparece. Sin más datos
BALTIMORE, Sábado
En las colinas de Rockland, un complejo científico poco conocido y muy secreto donde se realizan importantes experimentos con micro comunicaciones, esta mañana se pidió la presencia de las autoridades, al principio porque el personal no podía comunicarse con el doctor Rudolph Metz, el científico de fama internacional especializado en fibras ópticas; no respondía al teléfono ni a las llamadas del aparato celular. Las visitas a su residencia no obtuvieron respuesta. La policía, provista de una orden, irrumpió en la casa y no encontró nada irregular, excepto un mínimo caudal de prendas de vestir en los armarios de una pareja que vivía en un nivel tan acomodado como el doctor Metz y su esposa. Después, los médicos del laboratorio informaron que toda la investigación del último año había sido extraída de las computadoras, dejando en su lugar una serie de blancos afectados por un virus. El doctor Metz, un hombre de setenta y tres años, en su juventud un niño prodigio de la ciencia alemana, además de un hombre que constantemente elogiaba y «agradecía al Padre celestial» por su ciudadanía norteamericana, era una persona extraña, lo mismo que su cuarta esposa, según los vecinos de Rockland. «Siempre tenían una actitud reservada, excepto cuando la esposa de pronto ofrecía grandes fiestas, para mostrar sus joyas; pero a decir verdad nadie los conocía bien», dijo la señora Bess Thurgold, que vive en la casa contigua. «No pude trabar relación con él» —dijo Ben Marshall, un abogado que vive enfrente—. «Se cerraba apenas yo mencionaba una idea de carácter político, ya saben a qué me refiero. Aquí estamos todos, la gente que construyó este país… demonios, él no podría vivir en este lugar si no hubiésemos hecho nuestra parte… pero él nunca tenía una opinión. ¡Ni siquiera acerca de los impuestos!». Las conjeturas en este punto, se centran en una enfermedad psiquiátrica provocada por el exceso de trabajo, los problemas conyugales como resultado de la disparidad de edades entre su esposa actual y el propio Metz, e incluso el secuestro ejecutado por organizaciones terroristas que podrían aprovechar los conocimientos del doctor Metz.
Latham y Stanley Witkowski trasladaron el cuerpo inconsciente del falso correo directamente al apartamento del coronel en la rue Diane. Utilizando la entrada de servicio, subieron al neo en el montacargas, y así llegaron hasta el piso de Witkowski, y lo metieron en las habitaciones del coronel.
—De ese modo la cosa no es oficial, y eso significa que es algo bardzo dobrze —dijo Witkowski, mientras depositaban la figura del neo sobre el diván.
—¿Qué? —Eso significa que la cosa «está bien». Harry habría entendido; él hablaba polaco.
—Lo lamento.
—Está bien. Usted se comportó bien esta noche… Ahora, tenemos que despertar a este animalito, y asustarlo de tal modo que hable.
—¿Cómo lo logramos?
—¿Fuma?
—En realidad, estoy tratando de dejar el cigarrillo.
—Yo no soy su conciencia, ni un miembro de su grupo de apoyo. ¿Tiene una colilla?
—Bien, siempre llevó conmigo algunas… por una situación urgente, ya sabe.
—Encienda una y entréguemela. —El coronel comenzó a palmear las mejillas del neo; los ojos del asesino parpadearon y Witkowski recibió de Latham el cigarrillo encendido—. Allí en el bar tengo una botella de Evian. Tráigamela.
—Aquí la tiene.
—¡Eh, Junge! —gritó Witkowski, derramando el agua sobre la cara del prisionero, que abrió muy grandes los ojos—. Mantenga abiertos esos ojos tan azules, amigo, porque voy a quemarle los glóbulos oculares, ¿eh? —El coronel aplicó el cigarrillo encendido a medio centímetro del ojo izquierdo del neo.
—¡Aahh! —gritó el nazi—. ¡Por favor, nein!
—¿Quiere decir que después de todo no es tan duro? Demonios ustedes quemaban a la gente, le quemaban los ojos y todo el cuerpo. ¿Quiere decir que no puede soportar que le lastimen un ojo… y después, el otro? El cigarrillo encendido tocó la humedad exterior del ojo del neo.
—¡Aaaaaaaay! —El coronel retiró lentamente el cigarrillo—. Puede recuperar la visión de ese ojo, pero sólo con el tratamiento adecuado. Ahora bien, si ejecuto la misma operación con el otro, será distinto. Le quemaré la retina, y Dios sabe que ni siquiera yo podría soportar el dolor, sin hablar de la ceguera. —Witkowski acercó el cigarrillo al ojo derecho, y la ceniza cayó en su interior—. Aquí vamos, a ver qué siente.
—¡No… no! Pregúnteme lo que quiera, ¡pero no haga esto!
Unos momentos después, el coronel continuó, mientras el neo sostenía un pedazo de hielo sobre el ojo izquierdo.
—Ahora sabe de lo que soy capaz. Así como hicieron ustedes, canallas, hace cincuenta años, cuando perdí a un par de abuelos en Auschwitz. Por lo que a mí se refiere, le meteré encima esas almohadas, y no sólo le quemaré los ojos, sino que le cortaré las pelotas. Después lo dejaré en libertad, ¡y veré cómo camina por las calles!
—Calma, Stosh —dijo Latham, aferrando el hombro de Witkowski.
—¡No me hable de calma, jovencito! ¡Mi familia ocultó a judíos, y por eso los gasearon!
—Está bien, está bien, pero ahora necesitamos información.
—De acuerdo… de acuerdo. —El coronel respiró hondo, y después habló en voz baja—. Me dejé llevar… pero sabe cómo odio a estos bastardos.
—Tengo una idea bastante acabada, Stanley. Mataron a mi hermano. Por favor, al interrogatorio.
—De acuerdo. ¿Quién es usted, de dónde viene y a quien representa?
—Soy prisionero de guerra y no estoy obligado a…
Witkowski descargó la mano libre sobre la boca del neo, un golpe salvaje, y el anillo de oro del ejército arrancó sangre a la cara del prisionero.
—Es cierto, hay una guerra, pero no ha sido declarada, y usted no tiene derecho absolutamente a nada, excepto lo que yo decida prepararle. Y permítame asegurarle que no será agradable. —El coronel miró a Latham—. Hay una vieja bayoneta en el escritorio, allí; la uso para abrir sobres. Sea bueno y tráigamela, ¿quiere? Veremos cómo abre un cuello, pues como usted sabe fue diseñada precisamente para eso.
Drew se acercó al escritorio y regresó con el arma. Witkowski exploró la carne alrededor del cuello del aterrorizado correo falso.
—Aquí tiene, doctor.
—Qué extraño que diga eso —comentó el veterano del G–2—. Anoche estaba pensando en mi madre; ella siempre quiso que yo fuese médico, para ser exacto, cirujano. Me lo dijo muchísimas veces. Stachu, tienes manos fuertes. Tienes que ser médico y operar; ganan mucho dinero Veamos si puedo demostrar mi capacidad. —El coronel hundió el dedo en la carne suave exactamente encima del esternón del alemán—. Parece que éste es un lugar apropiado para comenzar —continuó diciendo, y aplicó la punta de la hoja—. Es un lugar con muchos vasos sanguíneos, y usted sabe cómo sangra cuando se clava el filo de la hoja. Demonios, será fácil si uno utiliza un cuchillo; y créame, éste es un auténtico cuchillo. Está bien, comencemos la primera incisión… ¿qué le parece? Una «incisión».
—¡Nein! —gritó el neo que comenzó a debatirse cuando un hilo de sangre descendió por su cuello—. ¿Qué quieren de mí? No sé nada. ¡Hago solo lo que me ordenan!
—¿Quién le imparte las órdenes?
—¡No lo sé! Recibí una llamada telefónica… un hombre, a veces una mujer… utilizan mi número de código y yo debo obedecer.
—Eso no, sirve, canalla…
—Ésta diciendo la verdad, Stosh —se apresuro a intervenir Latham, que impidió que Witkowski profundizara la herida en el cuello del prisionero—. La otra noche uno de estos neos me dijo lo mismo, prácticamente palabra por palabra.
—¿Cuáles fueron sus órdenes esta noche? —insistió el coronel mientras el nazi gritaba bajo la presión cada vez más intensa del filo. ¡Esta noche!— rugió Witkowski.
—Matarlo, matar al traidor, pero asegurarnos de llevar lejos el cadáver, y quemarlo.
—¿Quemarlo? —lo interrumpió Drew.
—Sí, y cortarle la cabeza, y también quemarla, pero en otro lugar, lejos del cuerpo.
—¿«Lejos»…? —Drew miró fijamente al neo, que temblaba horrorizado.
—¡Lo juro, es todo lo que sé!
—¡Al demonio! —gritó el coronel, y hundió un poco más el cuchillo—. He interrogado a centenares como usted, canalla, y sé a qué atenerme. Siempre tienen en los ojos el signo de que no lo dicen todo, de que reservan algo… un asesinato no es nada demasiado importante, pero el resto es un poco más difícil… quizá un poco más peligroso, trasladar a otro sitio un cadáver, cortarle la cabeza, y quemar todo. Eso es un poco extraño incluso para ustedes, que son psicópatas. ¿Qué es lo que no nos dijo? ¡Hable, o su vida termina aquí mismo!
—¡No, por favor!, ¡él morirá en poco tiempo más, pero no puede morir cuando está cerca del enemigo! ¡Debemos llegar primero!
—¿Él morirá? No es posible impedir eso. Tres días, cuatro días, es todo lo que tiene, y lo que sabemos. Debíamos apresarlo esta noche, matarlo antes de la mañana, lejos de aquí, donde no lo encontraran.
Latham se apartó del diván, desconcertado, tratando de comprender el enigma que le proponía el revolucionario nazi. Nada tenía sentido, excepto una proyección al parecer indiscutible.
—Enviaré a este canalla a la inteligencia francesa, acompañado por nuestro testimonio, por todo lo que dijo aquí, lo que hemos conseguido que revele gracias a ese pequeño artefacto que ahora está sobre mi escritorio —dijo Witkowski.
—Vea, Stosh —observó Drew, volviéndose y mirando al coronel, quizá usted debiera meterlo en un jet diplomático y enviarlo a Washington, a Langley, con un informe destinado al equipo de recepción de la CIA.
—Cristo, ¿por qué? Es un problema francés.
—Stanley, quizá es más que eso. La lista de Harry. Quizá debiéramos ver cuáles son los miembros de la Agencia que intentan proteger a este hombre, o inversamente, que tratan de matarlo.
—Usted me desconcierta, jovencito.
—Me desconcierto a mí mismo, coronel. Ahora soy Harry, y alguien supone que yo voy a morir.
Eran las tres de la madrugada en Montecarlo, y las calles estrechas y mal iluminadas que se extendían más allá del casino estaban desiertas, excepto los últimos clientes que salían de las salas de juego todavía activas del palacio; unos pocos estaban borrachos, varios se sentían muy satisfechos, y la mayoría estaba fatigados. Claude Moreau descendió por un callejón que conducía a un muro de piedra, desde el cual podía dominarse la bahía. Llegó al muro, sus ojos exploraron la escena que se extendía debajo; era un refugio para los ricos del mundo, y se destacaba todavía más gracias a las luces de los enormes yates de lujo y las lanchas crucero amarradas al muelle. Sin embargo, no sintió la más mínima envidia; él era nada más que un observador que apreciaba la belleza superficial de todo eso. Su carencia de celos, típica en un funcionario civil, era una reacción fácil, pues su tarea le imponía pasar poco tiempo entre los propietarios de esas embarcaciones opulentas, observando su forma de vida, a menudo profundizando más. Todo eso era suficiente para él. Si uno podía extraer una fórmula general, una categoría, cabía señalar que en muchos aspectos eran un grupo desesperado, que sin cesar trataba de concebir nuevos intereses, nuevas experiencias, nuevas emociones. La búsqueda constante se convertía en la realidad de la vida de esa gente, la persecución interminable, que conducía a lo sumo a otra búsqueda. Tenían sus confortamientos; los necesitaban, porque el resto era hastío, la búsqueda del estímulo siguiente que debía entretenerlos. ¿Y ahora qué? ¿Qué hay de nuevo?
—Alló Monsieur —dijo la voz que provino de la oscuridad cuando una figura se aproximó saliendo de entre las sombras—. ¿Usted es amigo de la Fraternidad?
—La causa que ustedes persiguen es fútil —dijo Moreau sin volverse—. Se lo dije a su gente cien veces, pero si ustedes continúan prestándome su valiosa ayuda, haré lo que me piden.
—Esa mujer que fue miembro de nuestro grupo de la Blitzkrieg, la que estuvo sentada a la mesa del casino. Ustedes se la llevaron. ¿Qué sucedió?
—Se suicidó, lo mismo que esos dos que murieron en la cárcel hace algunos meses. Somos franceses; después de arrestarla, no examinamos los lugares íntimos de su cuerpo. Si lo hubiésemos hecho, habríamos descubierto cápsulas de cianuro envueltas en plástico.
—Sehr gut. ¿Ella no les dijo nada?
—¿Como podría haber dicho algo? No salió viva del cuarto de baño de las mujeres.
—Entonces, todo está bien.
—Por ahora. Y espero el pago de costumbre en Zurich, en recompensa a mi considerable cooperación. Mañana.
—Así se hará.
La figura se alejó en la oscuridad mientras Moreau deslizaba la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, y apagaba su grabador. Los contratos no escritos nada significaban si no se grababan las correspondientes violaciones.