El senador Lawrence Roote, de Colorado, un hombre de sesenta y tres años y cabellos canos, colgó el teléfono en su despacho de Washington; se sentía turbado. Turbado, desconcertado y colérico. ¿Por qué el FBI lo sometía a una investigación de la cual él nada sabía? ¿A quién le interesaba realizar esa averiguación, y quién la había pedido? De nuevo: ¿por qué?
Sus activos, que de hecho eran considerables, habían sido puestos en un fideicomiso especial, para evitar siquiera un atisbo de compromiso legislativo; su segundo matrimonio era una unión sólida, su primera esposa había muerto trágicamente en un accidente aéreo; sus dos hijos, uno banquero y el otro decano universitario, eran ciudadanos destacados de sus respectivas comunidades, al extremo de que Roote a veces pensaba que eran individuos insoportables; el propio Roote había servido en Corea sin incidentes, pero había merecido allí una estrella de plata; y su ingestión de alcohol consistía en dos o tres Martinis antes de la cena. ¿Qué podía investigarse?
Sus posiciones conservadoras eran muy conocidas y a menudo soportaban el ataque de la prensa liberal, que siempre citaba sus palabras fuera de contexto, de modo que él parecía un furioso propagandista de la extrema derecha, algo que en realidad no era. Sus colegas de los dos grandes partidos sabían que era un hombre justo y que escuchaba sin resentimiento a la oposición. Sólo creía firmemente que cuando el gobierno hacía demasiado por el pueblo, este hacía demasiado poco por él mismo.
Además, su riqueza no era heredada; su familia había sido muy pobre. Roote había ascendido la difícil escalera que llevaba al éxito, a menudo resbalando en los peldaños, desempeñando tres cargos en una pequeña y oscura universidad y en la Escuela Wharton de Finanzas, donde varios miembros del claustro lo recomendaron a los buscadores de talentos de las empresas. Eligió una firma joven y rentable; allí había lugar y oportunidad para ascender. Pero la compañía más pequeña fue absorbida por una corporación más grande, la cual a su vez pasó a ser parte de un conglomerado, cuyo directorio percibió las cualidades y la audacia de Roote. Al llegar a los treinta y cinco años, la leyenda sobre la puerta de su escritorio anunciaba que él era el Director Ejecutivo. A los cuarenta fue declarado presidente y directivo principal. Antes de cumplir los cincuenta, sus fusiones, las compras y las acciones adquiridas lo habían convertido en multimillonario. En ese momento, fatigado de limitar su actividad en la constante ampliación del margen de ganancias e irritado por la dirección que el país estaba siguiendo, se orientó hacia la política.
Sentado frente a su escritorio, y reflexionando acerca de su propio pasado, trató de realizar un examen objetivo y frío, buscando las áreas en que sus actos permitieran alimentar dudas acerca de su ética o su moral. En los primeros tiempos, agobiado de trabajo y vulnerable, había mantenido varias relaciones, pero eran experiencias discretas y se había vinculado únicamente con mujeres que eran sus iguales, tan ansioso estaba de observar las normas de la discreción. Era un negociador duro en el mundo empresario, y siempre aprovechaba sus ventajas, investigando e incluso creando lo que sus adversarios necesitaban; pero jamás nadie había dudado de su integridad… ¿Qué demonios buscaba el FBI?
Había comenzado a pensar en el asunto pocos minutos antes, cuando su secretaria lo llamó por el teléfono interno.
—¿Sí?
—Un señor Roger Brooks, de Telluride, Colorado, está en la línea.
—¿Quién?
—Un señor Brooks. Dice que fue su condiscípulo en el colegio secundario Cedaredge.
—¡Dios mío, Brooksie! Hace años que no nos hablamos. Oí decir que tiene una pista para esquiar en algún lugar.
—Senador, en Telluride suelen esquiar.
—Eso mismo. Gracias, sabelotodo.
—¿Lo comunico?
—Por supuesto… Hola, Roger, ¿como estás?
—Muy bien, Larry, ha pasado mucho tiempo.
—Por lo menos, treinta años.
—Bien, no tanto —lo contradijo amablemente Brooks—. Encabecé aquí tu campaña hace ocho años. Pero la última elección no necesitaste mi apoyo.
—¡Dios, discúlpame! Por supuesto, ahora recuerdo. Discúlpame.
—No es necesario disculparse, Larry, eres un hombre ocupado.
—¿Cómo estás?
—Desde entonces construí cuatro pistas adicionales, de modo que podría decir que estoy arreglándome bastante bien. Y los excursionistas del verano aumentan con más rapidez que lo que podemos construir instalaciones para atenderlos. Por supuesto, la gente que viene del Este desea saber por qué no tenemos servicio de habitación en los bosques.
—¡Eso está bueno, Roger! Lo usaré la próxima vez que discuta con mis distinguidos colegas de Nueva York. Ellos quieren servicio de habitación para todos financiado por el bienestar social.
—Larry —dijo Roger Brooks, en otro tono de voz, ahora más grave.
Te llamo probablemente porque fuimos juntos al colegio, y dirigí aquí tu campaña.
—No comprendo.
—Yo tampoco, pero sé que debía llamarte a pesar de que juré que no lo haría. Francamente, ese hijo de perra no me agradó; hablaba con voz afectuosa, como si fuese mi mejor amigo y estuviese diciéndome los secretos de las tumbas de los faraones, mientras aseguraba que todo lo hacía por tu propio bien.
—¿Quién era?
—Un tipo del FBI. Tuvo que mostrarme su identificación, y era auténtica. Pensé arrojarlo a empujones de aquí, y– después me dije que era mejor enterarme de lo que lo traía, aunque fuera para informarte.
—¿Y qué era, Roger?
—Una auténtica locura. Ya sabes cómo te describen algunos periódicos… como si fueras el viejo Barry G. de Arizona. El loco de las armas nucleares que llevará a la destrucción del país, el que pisotea a los oprimidos, todas esas cosas.
—Sí, ya lo sé. Él sobrevivió con honor y yo también lo conseguiré. ¿Qué deseaba el hombre del FBI?
—Quería saber si yo alguna vez te había oído manifestar simpatía por las… escucha esto… por las «causas fascistas». Si quizá en algún momento dijiste que creías que la Alemania nazi tenía cierta justificación por lo que hicieron y que culminó en la guerra… Te digo, Larry, al llegar a ese punto me hervía la sangre, pero mantuve la calma y me limité a decirle que estaba completamente equivocado. Señalé el hecho de que te condecoraron en Corea, ¿y sabes lo que dijo ese bastardo?
—No, no lo sé, Roger. ¿Qué dijo?
—Dijo, con una especie de mueca maliciosa: «Pero eso fue contra los comunistas, ¿no es verdad?». ¡Caramba, Larry, estaba tratando de defender su posición pero sin argumentos!
—Contra los comunistas porque ellos también eran odiados en la Alemania nazi, ¿no es verdad?
—Sí, por un demonio. Y ese muchacho no tenía edad suficiente para saber dónde está Corea, pero hablaba con mucha suavidad… Por Dios, se hubiera dicho que era un ángel de la guarda, un santo que desbordaba amor. Todo inocencia y palabras dulces.
—Están usando a sus mejores hombres —dijo en voz baja Roote, la mirada fija sobre su escritorio—. ¿Cómo terminó la conversación?
—Oh, te lo diré. Él aclaró que su información confidencial sin duda estaba equivocada, muy equivocada, y afirmó que la investigación terminaría allí mismo.
—Lo cual significa que apenas empieza. —Lawrence Roote se apoderó de un lápiz y lo quebró con la mano izquierda—. Gracias, Brooksie, te agradezco infinitamente.
—¿Qué está sucediendo, Larry?
—No lo sé, de veras no lo sé. Cuando lo descubra, te llamaré. Franklin Wagner, director de programación de la NBC News, el programa noticioso más visto del país, se sentó en su camarín para reelaborar gran parte del texto que recitaría frente a las cámaras en cuarenta y cinco minutos. Oyó un llamada a la puerta, y Wagner dijo distraídamente:
—Adelante.
—Hola, señor Sincero —dijo Emmanuel Chernov, jefe de producción del noticiario de la red, mientras entraba y cerraba la puerta; se acercó a un sillón y se sentó—. ¿De nuevo tiene problemas con el texto? Lamento repetirme, pero probablemente es demasiado tarde para cambiar el material suministrado a los teleprompters.
—Y yo tendré que repetirme, y decir que esto no debería ser necesario. Nada de todo esto sería necesario si usted emplease a redactores capaces de deletrear la palabra periodismo, o que por lo menos conocieran las normas básicas.
—Ustedes, los creadores de textos, o mejor sería decir los que han sido escritores y que ahora pueden permitirse tener en los Hartons casas con piscinas de natación, siempre se quejan.
—Manny, fui una vez a los Hartons —dijo el apuesto Wagner, un hombre de cabellos plateados, mientras continuaba corrigiendo las hojas de texto—, y le digo que no volveré a ese lugar. ¿Quiere saber por qué?
—Por supuesto.
—Las playas están atestadas de personas de ambos sexos, muy delgadas o muy obesas, que se pasean sobre la arena sosteniendo galeras en las manos para demostrar que son escritores. Por las noches, se reúnen en cafés iluminados por la luz de las velas, para exaltar las virtudes de sus garabatos irreproducibles, y ejercitar sus egos a costa de los editores de aspecto poco pulcro.
—Frank, esas críticas son un poco fuertes.
—Pero son absolutamente exactas. Yo crecí en una explotación rural de Vancouver, y allí cuando los vientos del Pacífico traían arena, los cultivos no crecían.
—Una situación muy diferente, ¿no le parece?
—Quizá, pero no puedo soportar a los escritores, en televisión o en cualquier otro lugar, que permiten que la arena se acumule entre las palabras… Bien, he terminado. Si no hay noticias de último momento, tendremos una emisión relativamente ordenada.
—Nadie puede decir que usted es humilde, señor Sincero.
—No pretendo serlo. Y hablando de humildad, una virtud a la cual solo usted tiene derecho, ¿a qué vino, Manny? Creía que usted delegaba todas las críticas y las objeciones en horas de trabajo a nuestro productor ejecutivo.
—Se trata de algo diferente, Frank —dijo Chernov, los párpados entornados, con una expresión de tristeza—. Esta tarde recibí un visitante, un individuo del FBI, a quien no podría ignorar, ¿no le parece?
—Hasta aquí tiene razón. ¿Qué quería?
—Creo que su cabeza.
—¿Como dice?
—Usted es canadiense, ¿verdad?
—En efecto, y orgulloso de serlo.
—Cuando usted estaba en esa universidad, la… la…
—Universidad de la Columbia Británica.
—Sí, ésa. ¿Protestó contra la Guerra de Vietnam?
—Era una «acción» de las Naciones Unidas, y sí, me opuse a voz en cuello.
—¿Se negó a servir?
—Manny, no estábamos obligados a servir.
—Pero usted no fue a la guerra.
—No me lo pidieron, y si me lo hubiesen pedido, no habría ido.
—Usted fue miembro del movimiento por la Paz Universal, ¿no es así?
—Sí, fui miembro. Casi todos, por supuesto no todos, lo éramos.
—¿Sabía que Alemania fue uno de los patrocinadores?
—Los jóvenes de Alemania, las organizaciones estudiantiles, ciertamente no el gobierno. A Bonn se le prohíbe comprometerse en conflictos armados o incluso en las discusiones parlamentarias de esas cuestiones. La rendición determinó que se reglamentase la neutralidad. Santo Dios, a pesar de su título, ¿usted no sabe nada?
—Sé que muchos alemanes eran parte del movimiento por la Paz Universal, y que usted era uno de los miembros bastante destacados. La «Paz Universal» pudo tener otro sentido, por ejemplo la fórmula de Hitler, «la Paz a través del Poder Universal y la Fuerza Moral».
—Manny, ¿usted se ha convertido en un hebreo paranoico? En caso afirmativo, le recordaré que la madre de mi esposa era judía, lo cual al parecer es más importante que si lo hubiera sido el padre. Por lo tanto, puede afirmarse que mis hijos no son arios, ni mucho menos. Fuera de ese hecho irrefutable, que me descalifica para ser parte de la Wehrmacht, el gobierno alemán nada tuvo que ver con el Movimiento por la Paz Universal.
—De todos modos, la influencia alemana fue bastante visible.
—Sentimiento de culpa, Manny, un profundo sentimiento de culpa, ése fue el motivo. ¿Pero adónde demonios quiere llegar usted?
—Este hombre del FBI, deseaba saber si usted tenía relaciones con los nuevos movimientos políticos alemanes. Después de todo, Wagner es un apellido alemán.
—¡Esto me parece increíble!
Clarence «Clarr» Ogilvie, presidente retirado del directorio de la Global Electronics, salió con su Duesenberg restaurado de la Autopista Merritt, por el desvío de Greenwich, Connecticut, el más próximo a su domicilio, o residencia, como la prensa lo denominaba sarcásticamente. En la época más próspera de su familia, antes de la crisis de 1929, una hectárea y media de tierra con una piscina de tamaño normal y sin pista de tenis ni establo, no podría haber merecido el nombre de residencia. Pero como él provenía «del dinero», hasta cierto punto se lo hacía blanco del desprecio, como si hubiese elegido nacer rico, y sus logros por lo tanto carecieran de importancia, y fueran nada más que el producto de las relaciones públicas de alto vuelo, algo que sin duda él podía permitirse.
Se olvidaban, o para ser menos piadosos, se ignoraba intencionadamente, los años en que había pasado doce a quince horas diarias, convirtiendo una empresa de familia que sólo marginalmente era rentable, en una de las empresas electrónicas de más éxito en el país. «Clarr» Ogilvie se había graduado en el M. I. T. en los años cuarenta; había sido un defensor de las nuevas tecnologías, y cuando se incorporó al negocio de la familia había percibido de inmediato que la empresa llevaba un retraso de una década. Despidió prácticamente a toda la jerarquía ejecutiva, suministrándole pensiones que según esperaba él podría pagar, y los reemplazó con individuos como él, jóvenes dinámicos y orientados hacia la computadora; hombres y mujeres, pues él empleaba el talento, no el sexo.
Hacia mediados de los años cincuenta los progresos tecnológicos obtenidos por sus equipos de innovadores de cabellos largos, pantalones vaqueros y fumadores de marihuana había atraído la atención del Pentágono, con las correspondientes consecuencias. La paciencia de los «uniformes» pulcramente planchados se vio puesta a prueba por las «barbas» y las «minifaldas» despreciadas y desaliñadas, que como a la pasada apoyaban los pies sobre las mesas lustradas o se comían las uñas de los dedos durante las conferencias, al mismo tiempo que explicaban pacientemente la nueva tecnología. Pero los productos que ellos habían creado eran irresistibles, y el poderío armado de la nación aumentó de manera considerable; la empresa de la familia adquirió un carácter global.
Todo eso era cosa del ayer, pensó «Clarr» Ogilvie, mientras avanzaba por los caminos rurales que conducían a su casa. Hoy era un día que ni siquiera en sus pesadillas más absurdas él había creído posible. Comprendía que nunca había sido el personaje más popular en el así llamada complejo militar–industrial, pero esto sobrepasaba todos los límites.
En pocas palabras, ¡se le había asignado el rótulo de enemigo potencial de su país, un fanático de gabinete que apoyaba los objetivos de un creciente movimiento fascista nazi en Alemania!
Había ido a Nueva York para hablar con su abogado y buen amigo John Saxe, que le dijo por teléfono que se trataba de una situación urgente.
—¿Usted suministró a una firma alemana llamada Oberfeld Equipos Electrónicos que incluían las trasmisiones por satélite?
—Sí, lo hicimos. Fueron aprobados por la F. T. C., la gente del sector de exportaciones y el Departamento de Estado. No era necesario un contrato de usuario final.
—Claro, ¿usted sabía quién era Oberfeld?
—Sólo que pagaban sin demora sus facturas. Ya se lo dije, fueron aprobados.
—¿Nunca examinó su… por ejemplo, su base industrial, sus objetivos empresarios?
—Conocíamos su deseo de extenderse electrónicamente, sus especificaciones. Todo el resto correspondía a los controles de exportación de Washington.
—Por supuesto, ahí está el eje de la cuestión.
—¿De qué está hablando, John?
—Son nazis, «Clarr», la nueva generación de nazis.
—¿Cómo demonios podíamos saberlo, si Washington lo ignoraba?
—Por supuesto, ésa es nuestra defensa.
—¿Defensa frente a qué?
—Algunos pueden afirmar que tú sabías lo que Washington ignoraba. Que de buena gana, y con conocimiento de causa, suministraste a un grupo de revolucionarios nazis los más modernos equipos de comunicaciones.
—¡Eso es absurdo!
—Tal vez sea la argumentación contra la cual debamos luchar.
—Dios mío, ¿por qué?
—Porque estás en una lista, «Clarr»; eso es lo que me dijeron. Además, no todos te profesan afecto. Francamente, yo me desprendería de ese automóvil Duesenberg.
—¿Qué? ¡Si es un ejemplar clásico de la producción automovilística!
—Es un coche alemán.
—¡Al demonio con eso! ¡Los Duesenberg fueron norteamericanos, y se fabricaba la mayor parte en Virginia!
—Bien, ya sabes, el nombre…
—¡No, no sé absolutamente nada!
Clarence «Clarr» Ogilvie entró por el sendero de su casa, preguntándose qué podría decir a su esposa.
El hombre de cierta edad con la cabeza afeitada y los gruesos anteojos de montura de carey que ampliaban sus ojos estaba a unos diez metros de la línea de pasajeros que acreditaban su partida en el vuelo 7000 de Lufthansa a Stuttgart, Alemania. A medida que cada uno mostraba su pasaporte, al mismo tiempo que un billete aéreo, la única pausa en el procedimiento sobrevenía cuando los empleados comparaban los pasaportes con una lista en una pantalla de la computadora, a la izquierda del mostrador. El hombre de la cabeza afeitada había sido controlado, y tenía el permiso de embarque en el bolsillo. Observó ansiosamente cuando una mujer de cabellos canosos se acercó a un empleado y le mostró sus credenciales. Unos instantes después suspiró audiblemente, aliviado; su esposa se apartó del mostrador. Se reunieron tres minutos después frente a un puesto de periódicos, y ambos examinaron las revistas exhibidas, pero ninguno reconoció al otro, excepto mediante murmullos.
—Esto terminó —dijo el hombre en alemán—. Abordamos el avión en veinte minutos. Yo seré uno de los últimos, y tú una de las primeras.
—Rudy, ¿no te muestras demasiado prudente? Nuestros pasaportes y las fotografías muestran a dos personas completamente distintas de lo que somos realmente, en el supuesto de que alguien sienta el más mínimo interés por nosotros.
—En estas cuestiones prefiero la cautela excesiva antes que la indiferencia. Por la mañana advertirán mi ausencia en el laboratorio… es posible que el hecho ya haya llamada la atención si uno de mis colegas trató de comunicarse conmigo.
Estamos llegando al punto crítico en el perfeccionamiento de las fibras ópticas que interceptarán las trasmisiones internacionales por satélite, sean cuales fueren las frecuencias.
—Sabes que no entiendo esas palabras…
—No son palabras, querida esposa, sino el fruto de una investigación concreta y objetiva. Estamos trabajando en turnos, veinticuatro horas al día, y de un momento a otro uno de los colaboradores quizá desee controlar los progresos de la investigación en nuestras computadoras.
—Entonces, permítelo, querido esposo.
—¡Eres una tonta anticientífica! Tengo el software, y he difundido un virus por todo el sistema.
—Mira, Rudy, tu cabeza afeitada es mucho menos atractiva que las ondas de cabellos blancos. Y si yo llego a permitir tantas canas en mi cabello, te perdonaré si buscas una amante.
—Tú también eres imposible, mi adorada y joven esposa.
—Aj, ¿podrías explicarme por qué decimos tantas tonterías?
—Ya te lo dije muchas veces. ¡La Fraternidad, solamente existe la Fraternidad!
—La política me aburre.
—Volveremos a vernos en Stuttgart. A propósito, te compré el collar de diamantes que viste en Tiffany.
—¡Eres un amor! ¡Seré la envidia de todas las mujeres de Munich!
—Vaclabruck, querida. Munich sólo los fines de semana.
—¡Qué aburrido!
Arnold Argossy, empresario de radio y televisión que actuaba en el ala ultra conservadora y propensa a la histeria del pensamiento político norteamericano, movió su enorme corpulencia en la silla bastante inadecuada que ocupaba frente a la mesa del estudio. Se puso los audífonos y miró el panel de cristal esfumado, más allá del cual estaban su productor y los diferentes técnicos que conseguían que la conocida voz aguda y áspera, tan apreciada por sus admiradores, fuese escuchada en todo el país. El número de oyentes, otrora asombroso, había comenzado a disminuir, ¡quizá agraviado por los ataques singularmente perversos de Argossy contra todo y contra todos los que a su juicio eran liberales! Ataques que formulaba sin que él ofreciese alternativas coherentes a los programas criticados. La gradual disminución de su rating no había contribuido en nada a deteriorar su ego. En cambio, se aferraba al público cada vez más reducido mediante agresiones más y más virulentas contra los comunistas liberales, los fascistas femeninos, los asesinos de embriones, los vagabundos sin hogar y una serie de rótulos que con el tiempo debían alejar incluso a la gran mayoría paciente y estable, que comenzaba a cuestionar esas diatribas.
La luz roja se encendió, y se iluminó la leyenda EN EL AIRE.
—Hola, Estados Unidos, los hijos y las hijas auténticos y vigorosos de los gigantes que formaron una nación en un país de salvajes y lo convirtieron en un lugar propicio. Habla A. A., ¡y esta tarde deseo que ustedes también hablen! Los habitantes honestos y laboriosos de este gran país que se ha visto manchado y mancillado por los sicofantes obsesionados por el sexo, enemigos de la religión, destructores de la moral, los enfermos que dirigen nuestro gobierno al mismo tiempo que se alejan cada vez más después de apoderarse de nuestro dinero. ¡Oigan la última noticia, amigos míos! Se ha presentado al Congreso un proyecto que permitirá que los impuestos que pagamos se destinen a financiar la educación sexual obligatoria, orientada específicamente hacia los jóvenes de las grandes urbes. ¿Pueden creer eso? Nuestro dinero despilfarrado en un tema polémico, nuestros dólares que irán a financiar por lo menos un millón de condones diarios destinados a los jóvenes sin hogar, a esos individuos perezosos e indolentes que podrán fornicar cuando… no, no puedo decirlo, porque éste es un programa para la familia. Difundimos la moral de nuestro Dios, no nos sometemos a los secuaces bajos y salvajes de Lucifer, el arcángel del infierno… ¿Cuál es la solución para esta locura promiscua? La respuesta es tan evidente, que ya escucho el grito general. ¡La esterilización, amigos míos! Negar la posibilidad de la procreación mediante la lascivia, pues la lascivia no es el amor conyugal. La sensualidad es el apetito no selectivo de los animales, y por mucho que se quiera apelar a la educación sexual será imposible curarla, ¡a lo sumo se conseguirá que prolifere! Bien, ustedes saben y yo sé de qué estamos hablando, ¿no es así? ¡Sí! ¡Ya oigo el coro liberal que grita racismo! Pero yo les pregunto, amigos míos, ¿es racista inaugurar programas que sin la más mínima duda pueden beneficiar a las mismas personas degradadas por su promiscuidad? Creo que no. ¿Qué les parece a ustedes?
—¡Ahí está la cosa! —gritó el primero que contestó—. No tengo nada contra nadie, pero seguro que si pagamos a cada negro que depende del bienestar veinticinco mil dólares para regresar al África y fundar su propia tribu, en el acto aceptarán la idea. Lo tengo todo calculado. Y será más barato, ¿no le parece?
—Señor, no podemos aceptar la migración mediante el soborno. Es anticonstitucional. Pero en una palabra, ¡hay que considerar la idea! Por favor, el siguiente.
—Llamo desde la ciudad de Nueva York, desde el bajo West Side, y les aseguro que la cocina a base de platos cubanos se huele en toda la casa de apartamentos; y ya ni siquiera consigo leer los anuncios en las tiendas.
¿No podemos desembarazarnos de Castro, y enviar a esta gente de regreso al lugar de origen?
—Señor, tampoco podemos aceptar los insultos de carácter étnico, pero si nos apartamos del epíteto infortunado que usted asignó a una nacionalidad, tendremos que decir que hay algo de razón en su fórmula. Escriba a sus senadores y representantes en el Congreso, y pregúnteles por qué no hemos enviado un equipo de especialistas que asesine al dictador comunista. ¿Qué más queda?
—¡Todo mi apoyo, A. A.! Los senadores y los representantes tienen que escucharnos, ¿no es así?
—En efecto, amigo mío.
—¡Magnífico!… ¿Quiénes son?
—La oficina de correos tiene esa información. El siguiente llamada para el Argonauta Argossy.
—Buenas noches, mein Herr llamo desde Munich, Alemania, donde ahora es de noche. Lo escuchamos en la Emisión de la Religión del Mundo, y agradecemos a Dios que nos permita conocerlo. ¡Asimismo, le agradecemos todo lo que usted hizo por nosotros!
—¿Qué demonios es esto? —dijo Argossy, cubriendo el micrófono y volviendo la mirada hacia el panel de vidrio esfumado.
—La República Alemana es un excelente mercado, Arnie —contestó el productor por los micrófonos—. Estamos llegando a Europa en onda corta. Sea bueno y escuche a ese hombre, es su contribución, pero a la misma se agregan muchas otras contribuciones.
—¿Cómo están las cosas en Munich, mi nuevo amigo?
—Mucho mejor ahora que podemos escuchar su voz, Herr Argossy.
—Me alegra saberlo. Fui a esa hermosa ciudad hace aproximadamente un año, y allí me sirvieron la mejor salchicha y el mejor sauerkraut que he saboreado jamás. Mezclaron todo con patatas aplastadas y mostaza. Fue tremendo.
—¡Usted es tremendo, mein Herr! Usted evidentemente es uno de los nuestros, un miembro de la nueva Alemania.
—Me temo que no sé de qué está hablando…
—Munich, ¡por supuesto que sabe! Construiremos el nuevo Reich, el Cuarto Reich, y usted será nuestro ministro de Propaganda. Será mucho más que lo que fue jamás Goebbels. ¡Usted es mucho más persuasivo!
—¿Quién mierda es este tipo? —rugió Arnold Argossy.
—¡Corten los micrófonos y detengan la grabación! —gritó el productor—. Por Cristo, ¿a cuántas estaciones este programa llegó en vivo y en directo?
—A doscientas diecinueve —replicó sin interés el técnico.
—Mierda —dijo el productor, y se desplomó en una silla.
The Washington Post
ALGUNAS INVESTIGACIONES DISCRETAS ALARMAN AL GOBIERNO
Los agentes del FBI andan por ahí formulando preguntas
WASHINGTON, D. C., Viernes
El Post supo que varios agentes del FBI estuvieron viajando por todo el país, y reuniendo información acerca de destacadas figuras del Senado y la Cámara de Representantes, así como de miembros del gobierno. La naturaleza de estas indagaciones no es clara y el Departamento de Justicia no detallará o siquiera confirmará la existencia de estos interrogatorios. Sin embargo, los rumores persisten, y se vieron confirmados por un irritado senador Lawrence Roote, de Colorado, cuyo personal admitió que su jefe había reclamado un encuentro inmediato con el fiscal general. Después de su conferencia, Roote también rehusó formular comentarios, y se limitó a decir que había sobrevenido un malentendido.
Los indicios en el sentido de que hubo otros «malentendidos» que se difundieron por toda la capital del país llegaron anoche, cuando el popular y respetado director del noticioso nocturno de la NBC, Franklin Wagner, dedicó dos minutos para lo que él denominó un «ensayo personal». En su tono normalmente bien modulado, había una evidente amargura, o incluso una furia contenida. Atacó lo que él llamó «las hienas del espíritu de los vigilantes, que atacan posiciones políticas muy antiguas, pero totalmente legítimas, incluso los nombres y sus orígenes, para manchar a los destinatarios de su hostilidad». Recordó la «histeria masiva de los años de McCarthy, cuando hombres y mujeres decentes se vieron arruinados por las indirectas y los cargos infundados que se basaban en la culpabilidad por asociación», y concluyó su ensayo diciendo que era «un huésped agradecido en este grandioso país». —Wagner es canadiense— pero que embarcaría en el primer avión de regreso a Toronto si se convertía en víctimas a él mismo y a su familia.
Bombardeado después por las preguntas, también rehusó formular comentarios, y dijo únicamente que los instigadores del asunto sabían muy bien quiénes eran, y que «eso bastaba». La NBC afirmó que los conmutadores se vieron sobrecargados, y calcularon que hubo millares de llamadas, más del ochenta por ciento apoyando al señor Wagner.
La única pista que este periodista pudo determinar fue que las averiguaciones están más o menos relacionadas con los hechos recientes de Alemania, donde algunas facciones derechistas han realizado avances significativos en el gobierno de Bonn.
En el complejo médico todavía inconcluso, Gerhardt Kroeger se paseó distraídamente, con movimientos impetuosos, en presencia de su esposa Greta, sentada en un sillón del edificio levantado en la profundidad de los bosques de Vaclabruck.
—Sabemos que aún vive —dijo excitado el cirujano—. Superó la primera crisis, y eso es un signo positivo para el procedimiento, pero no saludable para la causa.
—¿Por qué, Gerhardt? —preguntó la enfermera de cirugía.
—¡Porque no podemos encontrarlo!
—¿Y qué? Morirá en poco tiempo más, ¿verdad?
—Sí, por supuesto; pero si sufre una hemorragia craneana y muere en territorio enemigo, los médicos le practicarán una autopsia. ¡Verán mi implante, y eso no podemos permitirlo!
—No puedes hacer mucho al respecto, de modo que no vale la pena que te irrites.
—Es necesario hallarlo. Yo debo encontrarlo.
—¿Como?
—En los últimos días, en las últimas horas, habrá un momento en que él se sentirá obligado a establecer contacto conmigo. Su confusión será tal que reclamará instrucciones, las exigirá.
—No respondiste a mi pregunta.
—Ya lo sé. No conozco la respuesta. —El teléfono llamó, sobre la mesa que estaba al lado del sillón de Greta. La mujer descolgó el auricular.
—¿Sí?… Sí, por supuesto, Herr Doktor —La mujer apoyó la mano sobre el teléfono—. Es Hans Traupman. Dice que se trata de una emergencia.
—Supongo que no exagera; rara vez llama. —Kroeger se apoderó del teléfono, cedido por su esposa—. Seguramente es una emergencia, doctor. No recuerdo cuándo usted me llamó por última vez.
—El general von Schnabe fue arrestado hace una hora en Munich.
—Santo cielo, ¿por qué?
—Actividades subversivas, incitación a promover disturbios, delitos contra el Estado, toda la basura legal de costumbre que nuestros antepasados perfeccionaron en un ambiente mucho más favorable.
—¿Pero cómo?
—Al parecer, este Harry Latham–Lassiter no era el único infiltrado en nuestro valle.
—¡Imposible! Todos y cada uno de nuestros seguidores fueron sometidos a los exámenes más rigurosos, incluso hasta el extremo de los exámenes electrónicos del cerebro, que permiten revelar las mentiras, las dudas, la más pequeña vacilación. Yo mismo concebí los procedimientos; son infalibles.
—Quizá uno de ellos cambió de actitud después que abandonó el valle. Sea como fuere, von Schnabe fue detenido por la policía e identificado en un reconocimiento en que no podía verse al acusador. De acuerdo con lo poco que hemos podido saber, quizá se trató de una mujer, pues parece que hubo referencias al abuso sexual. Se oyó a un oficial de policía de edad mediana que comentaba entre risas el asunto en el curso de una conversación con sus colegas en la estación de Munich.
—Advertí constantemente al general, lo previne en repetidas ocasiones acerca de sus relaciones con personal femenino. Y él me contestaba siempre: «Con todo su saber, Kroeger, usted no entiende. Un general significa poder, y el poder es la esencia del sexo. Me reclaman».
—Y ni siquiera era general —dijo Traupman al teléfono—. Y mucho menos Von.
—¿De veras?, creí que…
—Usted pensó lo que se lo indujo a pensar, Gerhardt —lo interrumpió el médico de Nuremberg—. Schnabe es un brillante estudioso de las operaciones militares, un partidario total de nuestra causa —pocos entre nosotros podrían haber hallado, creado y administrado nuestro valle ésas eran sus enormes virtudes. En realidad, dicho en términos médicos, era y es un sociópata de inteligencia superior, el tipo de persona que los movimientos como el nuestro exigen, sobre todo en las etapas iniciales. Por supuesto, después se los reemplaza. Ése fue el error del Tercer Reich; ellos creían en sus falsos títulos, los protagonizaban en la vida misma, y se impusieron a los auténticos generales, a los jóvenes que podían haber ganado la guerra con una invasión bien programada a Inglaterra. Nosotros no cometeremos esos errores.
—¿Qué haremos ahora, Herr Doktor?
—Hemos arreglado que Schnabe sea tiroteado esta noche en su celda. El asesino usará una pistola con silenciador. No es difícil; la desocupación es considerable incluso en las clases criminales. Hay que hacerlo antes de que comience el interrogatorio, y sobre todo antes de que se le administre el Amytal.
—¿Y Vaclabruck?
—Usted tendrá que ocuparse de dirigirlo. Lo que nos preocupa, lo que preocupa a nuestro líder de Bonn es el autómata computarizado de París. Por Dios ¿cuando morirá?
—En un día a lo sumo en tres días; no puede durar más.
—Magnífico.
—Discúlpeme, Herr Traupman, pero es sumamente posible que el sufra la virtual explosión de su lóbulo occipital.
—¿Donde está su implante?
—Si. —Debemos encontrarlo antes de que suceda eso. ¡Si descubren que se trata de un autómata, creerán que hay millares!
—Es lo que le dije a mi esposa.
—Se refiere a Greta. ¿Qué sugiere ella?
—Coincide conmigo —replicó Kroeger, mientras su esposa se ponía de pie y negaba violentamente con la cabeza—. Debo ir a París para reunirme con nuestra gente. Primero, con nuestro hombre de la Blitzkrieg; algo se les escapa. Después, debo hablar con nuestro infiltrado en la embajada de los Estados Unidos; debemos perfeccionar lo que sabe acerca de los Antinayous. Finalmente, con nuestro hombre en el Deuxième Bureau. Está vacilando.
—Tenga cuidado con Moreau. En el fondo de su alma ésta con nosotros, pero es francés. A decir verdad, no sabemos de que lado está.