El coronel Stanley Witkowski actuó deprisa, y puso al cobro antiguas deudas de los años de la Guerra Fría. Se comunicó con un subjefe de la Sûreté de París, un ex funcionario de inteligencia que había dirigido la guarnición francesa en Berlín, y con quien el frustrado Witkowski, por entonces mayor del G–2 del ejército de Estados Unidos había considerado oportuno esquivar los reglamentos e intercambiar información. («Senador, ¡creí que los dos estábamos del mismo lado!»). El resultado fue que el coronel puso bajo su control exclusivo no solo el cuerpo del asesinado Harry Latham, sino también los cadáveres de los dos asesinos. Los tres fueron guardados con nombres ficticios en la morgue de la rue Fontenay. Además, en beneficio de ambos países, hecho que fue fácilmente aceptado por el subjefe de la Sûreté, se silenció el acto terrorista mientras la investigación trataba de acumular más información.
Pues Witkowski comprendía lo que Drew Latham percibía sólo a medias. La eliminación del cadáver de su hermano provocaría más confusión, pero unido a la supresión de los datos acerca del episodio, la desaparición de los asesinos completaba el cuadro y provocaba el máximo desconcierto.
En una habitación de hotel en Orly, dispuesto a abordar el vuelo de las quince y treinta a Munich, el hombre de los anteojos con montura de acero se paseaba nerviosamente frente a una ventana, de tanto en tanto distraído por los aviones que partían del aeródromo o llegaban. El apagado retumbo de los jets a lo sumo acentuaba la ansiedad del individuo. Miraba hostil el teléfono, furioso porque no llamaba, para suministrarle la noticia que justificaría su regreso a Munich, una vez completada su misión. Que la misión pudiese fracasar era inconcebible. Él se había comunicado con la filial Parisiense de los hombres de la Blitzkrieg, los asesinos selectos de la Fraternidad, esos individuos tan bien adiestrados y entrenados, tan superiores en el arte de matar que formaban un grupo de menos de doscientos depredadores de gran movilidad que operaban en Europa, América del Sur y Estados Unidos. Tordo había sido informado oficialmente de que durante los cuatro años en que esos hombres habían actuado en sus respectivos lugares, sólo tres habían caído, y dos habían preferido la muerte antes que someterse al interrogatorio; uno había muerto en París en cumplimiento de su deber. Nunca se revelaban detalles acerca de los hombres de la Blitzkrieg; el secreto era absoluto. Incluso el Tordo había tenido que apelar al segundo líder de la Fraternidad por orden de importancia, el irritable general von Schnabe, para que se le permitiese obtener la ayuda de esos asesinos selectos.
Entonces, ¿por qué el teléfono no llamaba? ¿A qué respondía la demora? La vigilancia mortal había funcionado desde la llegada de Harry Latham a las 10:28 horas de la mañana al aeropuerto De Gaulle, y su partida en automóvil a las once. ¡Ahora era la una y media de la tarde! El Tordo no podía soportar la falta de comunicación; se acercó al teléfono que estaba al lado de la cama y marcó el número del grupo de la Blitzkrieg.
—Depósitos Avignon —dijo en francés la voz femenina que apareció en la línea—. ¿Con quién quiere hablar?
—Por favor, con la división de alimentos congelados. Monsieur Giroux.
—Su teléfono está ocupado.
—Esperaré exactamente treinta segundos, y si no me atiende cancelaré el pedido.
—Comprendo… Eso no será necesario, señor. Puedo comunicarlo ahora.
—¿Tordo? —preguntó una voz masculina.
—Por lo menos yo sé las palabras adecuadas. ¿Qué demonios sucede? ¿Por qué no me llamaron?
—Porque no hay nada que informar.
—¡Eso es ridículo! ¡Han pasado más de tres horas!
—Estamos tan preocupados como usted, de modo que no me levante la voz. Nuestro último contacto fue hace una hora y doce minutos; todo se desarrolló de acuerdo con el programa. Nuestros dos hombres siguieron a Latham, que estaba en un Renault manejado por una mujer. Las últimas palabras del equipo fueron: «Todo está bajo control. La misión será cumplida en poco rato más».
—¿Y eso fue todo? ¿Hace una hora?
—Sí.
—¿Nada más?
—No. Ésa fue la última transmisión.
—Bien, ¿dónde están?
—Ojalá lo supiéramos.
—¿Adonde se dirigían?
—Hacia el norte, fuera de París. No se mencionaron datos concretos.
—¿Por qué no?
—En vista de la frecuencia utilizada, habría sido estúpido. Además, esos dos forman una unidad de primera. Jamás fracasaron.
—¿Es posible que hoy fracasen?
—Muy improbable.
—Muy improbable no es una respuesta inequívoca. ¿Usted tiene idea del carácter fundamental de esta misión?
—Todas nuestras misiones son fundamentales, porque de lo contrario no nos llamarían. Le recuerdo que nosotros somos la solución final en cada caso.
—¿Qué puedo decirle a von Schnabe?
—Por favor, Tordo, en este momento quiero responder a otra pregunta: ¿Qué podemos decirle nosotros? —observó el jefe de la rama Parisiense de la Blitzkrieg, y cortó la comunicación.
Pasaron treinta minutos y el hombre llamada Tordo ya no pudo contenerse. Marcó un número que correspondía a un teléfono situado en la profundidad de los bosques de Vaclabruck, Alemania.
—Ésta es una información que no me agrada escuchar —dijo el general Ulrich von Schnabe, y las palabras llegaron como atravesando una masa de bruma—. Los blancos debían ser eliminados a la primera oportunidad. Aprobé las órdenes que el doctor Kroeger le impartió, y dije al médico que no habría dificultades, pues usted tenía el itinerario. Solamente sobre esa base permití que usted se relacionara con los hombres de la Blitzkrieg.
—¿Qué puedo decirle, Herr General? Sencillamente no hay palabras, ni comunicaciones. Nada.
—Verifique con nuestro hombre de la Embajada de Estados Unidos. Tal vez oyó algo.
—Ya lo hice, señor, por supuesto desde teléfonos públicos. La última intercepción sencillamente confirmó que el hermano de Latham estaba bajo la protección de los Antinayous.
—Esa chusma amante de los negros y los judíos. Por supuesto, sin ninguna localización.
—Por supuesto.
—Permanezca en París. Continúe en contacto con nuestra unidad de ejecutores. Y manténganme informado de cualquier noticia.
—¡Ahora usted enloqueció! —exclamó Karin de Vries—. ¡Lo vieron, lo conocen, y no puede ser Harry!
—Por supuesto que puedo, si no vuelven a verme, y no me verán —dijo Drew—. Trabajaré en absoluta, pasando de un lugar a otro, manteniéndome en contacto con usted y el coronel porque no me atrevo a aparecer por la embajada. En realidad, como sabemos que la embajada está infiltrada… demonios, lo sabíamos cuando el pequeño Adolf se presentó como mi chófer la otra noche… Tal vez podamos descubrir quién es, o quiénes son.
—¿De qué modo?
—Con una trampa ferroviaria.
—¿Qué?
—Como en una hilera de vagones ferroviarios cargados de pasajeros, en sólo uno hay perros salvajes.
—Por favor…
—Yo la llamaré bajo el nombre de Harry tres o cuatro veces, pidiéndole documentos del archivo de mi hermano muerto Drew, y pidiendo que uno de los correos de Witkowski se reúna conmigo en determinado lugar y a cierta hora… un sitio muy concurrido usted procesa los pedidos y yo estaré donde sea, pero no donde alguien pueda verme. Si aparece un correo auténtico (los conozco a todos) y no lo siguen, magnífico. Arrojaré al cubo de los residuos lo que usted me envíe. Después, llamaré de nuevo, con otros pedidos, diciéndole que es urgente, que estoy siguiendo una pista interesante. Cuando le diga eso usted corta la comunicación sin responder ni revelar nada.
—Y si alguien aparece, usted sabrá que es un neo, y que mi teléfono fue interceptado desde adentro —interrumpió Karin.
—Exactamente. Si las circunstancias son las apropiadas, tal vez pueda capturar al individuo y entregarlo a nuestros químicos.
—¿Imagine que es más de uno?
—No estoy dispuesto a enfrentarme a una multitud de svásticas.
—Con respecto al uso de su nueva técnica, advierto un «hueco» muy grande, como usted mismo diría. ¿Por qué Harry Latham permanecería aquí en París?
—Porque es Harry Latham. Tenaz hasta la muerte, implacable en sus investigaciones, todo lo que fue Harry con el agregado intensamente personal de que su hermano menor fue asesinado aquí en París.
—Sin duda, es un motivo convincente —convino de Vries—. En realidad, es el motivo que a usted lo anima… ¿Pero cómo revelará la noticia? ¿Todo eso no implica cierto problema?
—Es delicado —reconoció Drew, asintiendo con la cabeza y frunciendo el entrecejo—. Principalmente porque la Agencia elevará al cielo las manos y clamará ofendida. Sin embargo, será demasiado tarde si hemos avanzado en la ejecución de nuestro plan; y tengo idea de que el coronel puede llegar a descubrir algo. Me encontraré con él más tarde en un café de Montmartre.
—¿Se encontrará con él? ¿Y yo? Creo que soy un ingrediente inevitable de esta estrategia.
—Usted ha sido baleada, señora. No puedo pedirle…
—Usted no pide, Monsieur —lo interrumpió Karin—. Yo se lo digo. Iré con usted. La esposa de Frederik de Vries irá con usted. Usted perdió un hermano del modo más horrible, Drew, y yo perdí un esposo… también de manera horrible. No me excluirá.
La puerta de la sala de cirugía se abrió y entró el médico aprobado por la embajada.
—Madame, tengo noticias bastante buenas para usted —dijo el médico en francés, con una sonrisa un poco incómoda en la cara—. Estudié la radiografía tomada después de la operación, y con la terapia adecuada usted recuperará por lo menos el ochenta por ciento del uso de su mano derecha. Sin embargo, la punta del dedo medio se perderá. Por supuesto, puede agregarse una prótesis permanente.
—Gracias, doctor, será un precio pequeño a pagar, y estoy agradecida. Vendré a verlo dentro de cinco días, según usted ordenó.
—Pardon, Monsieur… ¿su nombre es Latham?
—En efecto, ése es mi nombre.
—Tiene que telefonear a Monsieur S en Washington cuando le parezca conveniente. Puede usar el teléfono que tenemos aquí. Naturalmente, todos los gastos se facturan.
—Naturalmente, pero no es oportuno ahora. Si esa persona llama de nuevo, por favor dígale que partí antes de que usted pudiese transmitirme el mensaje.
—¿Eso le parece bien, Monsieur?
—Él le agradecerá porque no agrava sus problemas.
—Comprendo —dijo el médico, con una sonrisa que ahora era apreciativa.
—Yo no —dijo Karin, y ésas fueron sus primeras palabras cuando salieron del edificio y comenzaron a caminar en dirección al estacionamiento.
—¿A qué se refiere ese «no»?
—Quiere decir que no comprendo. ¿Por qué no quiere hablar con Sorenson?: Yo pensé que usted deseaba su consejo, y que confiaba en él.
—Confío. También sé que básicamente él tiene fe en el sistema; durante décadas ha vivido con él.
—¿Y entonces?
—Entonces, tendrá dificultades con lo que yo voy a hacer. Dirá que ese sector pertenece a la Agencia, y que corresponde a la Agencia decidir lo que sucederá enseguida; no es un asunto de mi incumbencia. Y por supuesto, está en lo cierto.
—Si está en lo cierto, ¿por qué procede así?… Disculpe, no se moleste en contestar, fue una pregunta estúpida.
—Gracias. —Latham consultó su reloj—. Son casi las seis. ¿Cómo está su mano?
—No puedo afirmar que la sensación sea muy agradable. La anestesia local está desapareciendo, y gracias a Dios no puedo ver nada de mi mano por debajo del vendaje.
—Dos horas bajo el bisturí significa una operación complicada. ¿Está segura de que desea acompañarme para ver a Witkowski?
—Podría caérseme toda la mano, y eso no me detendría.
—Pero ¿por qué? Está agotada, y le duele la herida. Yo no le ocultaré nada, como usted seguramente ya sabe.
—Lo sé. —Se detuvieron junto al automóvil, mientras Drew abría la portezuela; las miradas de los dos se encontraron—. Sé que usted no me ocultará nada, y aprecio su actitud. Pero quizás yo pueda agregar algo, una vez que comprenda qué es lo que usted desea hacer realmente. ¿Por qué no me lo explica?
—Está bien, lo intentaré. —Latham cerró la portezuela, rodeó el Renault y se sentó frente al volante. Puso en marcha el motor, maniobró el vehículo para salir y continuó, consciente de que ella lo miraba fijamente—. ¿Quién es Gerhardt Kroeger, y qué dominio ejercía sobre Harry?
—¿Dominio? ¿Por qué dominio? Sin duda es un médico nazi, al parecer muy bueno, a quien su hermano conoció en el Hausruck. Probablemente trató a Harry para aliviarle un trauma severo. Uno puede apreciar incluso al enemigo si lo ayuda, y sobre todo si se trata de un médico.
—La relación con este Kroeger parece superar la gratitud normal —dijo Drew, mientras miraba los anuncios al costado de la calle, para comprobar cuál era el camino que los llevaría a Montmartre, en París—. Cuando le pregunté a Harry quién era Kroeger, me contestó con estas palabras; son textuales, y creo que jamás las olvidaré: «Lassiter puede decírtelo, yo lo creo que pueda hacerlo». Y eso me atemoriza, amiga mía.
—Sí, es lógico que así sea. Pero también esa respuesta concordaba con su conducta. La súbita manifestación de sentimientos, el llanto, el pedido de ayuda. Ése no era el Harry que ambos conocimos y que solíamos describir en nuestras conversaciones, ni es el hombre frío y analítico, el hombre desapasionado que a menudo mencionamos.
—Estoy en desacuerdo —dijo Latham—. Aísle esas palabras, repítalas, y estará escuchando al Harry a quien conocíamos, cavilando acerca de una alternativa, poco dispuesto a adoptar una decisión hasta que lo hubiese meditado bien. «Lassiter puede explicártelo, no creo que yo pueda».
—Drew se estremeció cuando llevó al Renault por la autopista principal, en dirección al centro de París. —Gerhardt Kroeger es más que un mero médico a quien él conoció en el valle de la Fraternidad. Yo dije antes que era un hijo de perra, pero quizás me equivoqué. Tal vez es el hombre que ayudó a mi hermano a escapar. Quien quiera que sea, puede decirnos lo que le sucedió a Harry cuando estuvo allí, y cómo se apoderó de esa lista de nombres.
—¿Usted sugiere que Kroeger puede ser un aliado, no un neo, y que en su confusión psicológica Harry en realidad está protegiéndolo?
—No lo sé, pero en efecto sé que es más que un médico que lo trató por un resfrío grave o la artritis de la cual Harry comenzaba a quejarse. Gerhardt Kroeger era demasiado importante para mi hermano; lo intuyo, y más todavía estoy convencido de eso. Por eso es la clave, y también por eso tengo que hallarlo.
—¿Pero como?
—Tampoco eso lo sé. Es posible que Witkowski tenga algunas ideas. Quizás podamos movilizar a los Antinayous, ellos pueden difundir la noticia de que Harry todavía vive. Sencillamente, no lo sé. Estoy volando a ciegas, pero nuestras antenas combinadas recogerán una serie de datos…
—Muy bien. ¿Cree que el coronel puede aportar algo, como usted dijo antes?
—No tengo la más mínima idea; pero si lo que sabe tiene relación con su estilo habitual, puedo garantizarle que será un material interesante.
The International Herald Tribune – Edición Parisiense
Ataque terrorista a personal de la embajada de Estados Unidos.
La embajada de Estados Unidos ha revelado que ayer varios terroristas, la cara cubierta con medias, atacaron un restaurante en el área de Villejuif, donde dos norteamericanos estaban almorzando. El señor Drew Latham, agregado de la Embajada de Estados Unidos fue muerto. Su hermano, el señor Harry Latham, enlace de la embajada, sobrevivió a la agresión, y ahora está oculto obedeciendo órdenes de su gobierno. Los asesinos escaparon y ni la identidad de los atacantes ni la causa de la agresión fueron aclarados, pues los individuos en cuestión desaparecieron. Se los describe como dos hombres de mediana estatura, vestidos con trajes oscuros. El señor Latham que sobrevivió dijo que ambos atacantes están gravemente heridos, como resultado de la reacción de su hermano.
El señor Drew Latham estaba armado y disparó repetidas veces su arma hasta que fue muerto. Las autoridades francesas, sometidas a enorme presión por la embajada de Estados Unidos, estaba estudiando el asunto. Las conjeturas apuntan sobre todo a Irak y Siria…
—Por Dios, ¿qué sucede allí? —gritó el secretario de Estado Adam Bollinger en una conversación telefónica con el embajador en Francia, Daniel Courtland.
—Si lo supiera, se lo diría. ¿Desea reemplazarme? Si ése es el caso, adelante, hágalo. Ustedes, canallas, me pusieron en un verdadero aprieto y no conozco suficiente francés como para pedir ayuda. Soy miembro del personal de carrera del Departamento de Estado, señor secretario, no uno de sus asquerosos designados políticos… y ya que estamos, ninguno de sus colaboradores habla francés, y la mayoría apenas sabe hablar inglés.
—Daniel, no es hora de mostrarse ácido.
—¡Es hora de tener una cadena de mandos, Bollinger! Drew Latham, una de unos pocos miembros del sector de inteligencia con una mente abierta sobre los hombros, muere después de cuatro intentos anteriores contra su vida, ¡y yo no tengo respuestas!
—Su hermano vive —dijo el secretario de Estado.
—¡Maravilloso! ¿Y dónde demonios está?
—Mantengo líneas de comunicación con la Agencia. Apenas lo sepa, se lo comunicaré.
—Usted es realmente un caso —dijo burlonamente Courtland, emitiendo un suspiro—. ¿Cree realmente que el personal supersecreto de la Agencia le dará la más mínima información? Usted está sentado detrás de un escritorio, pero ellos tienen que sobrevivir. Demonios, lo aprendí cuando estuve en Finlandia, y la KGB ocupaba el edificio contiguo. Adam, en situaciones como esta nuestra importancia equivale a cero. Nos dicen lo que quieren decirnos.
—Ésa no es una reflexión muy acertada. Somos la autoridad definitiva, dentro de la cadena de mandos, eso mismo que usted está reclamando.
—Dígaselo a Drew Latham, que fue liquidado porque no pudimos apoyarlo. Incluso nuestra propia embajada está infiltrada.
—Sencillamente no puedo entender el modo en que ustedes actúan.
—Será mejor que empiece a entender, señor secretario. Los nazis han regresado.
El director Wesley Sorenson, de Operaciones Consulares estaba sentado frente a su escritorio, la cabeza inclinada hacia adelante, descansando sobre las manos. Se sentía tan dolido que las lágrimas brotaban lentamente de sus ojos; la pérdida era tan trágica, tan innecesaria, que él cuestionaba la esencia de su propia vida. Drew Latham eliminado… como podía haberle sucedido a él mismo tantas veces… ¿y por qué? ¿Qué cambios podía determinar la vida de un solo hombre de la inteligencia cuando los representantes de los países celebraban sus negociaciones internacionales en los hoteles de lujo y en los banquetes, en los grandes salones con sus desfiles, en toda la parafernalia que no tenía más significado que el de una hipocresía ceremonial?
Sorenson sentía que era el fin de su propia vida. No tenía nada más que dar; había visto demasiada muerte a la sombra de esos desfiles. Si había una chispa de luz, en todo caso no estaba al alcance de su vista.
¡Y de pronto vio la luz!
—Wes, supongo que hablamos protegidos por la mezcladora —dijo la voz tan conocida que llegaba por el hilo telefónico.
—¡Drew! Dios mío, ¿es usted? —Sorenson se inclinó hacia adelante sobre el escritorio, intensamente pálido—. ¿Está vivo?
—También confía en que usted esté solo. Pregunté a su secretaria y me contestó afirmativamente.
—Sí, por supuesto… Déjeme recuperar el aliento; esto es increíble… No sé qué decir, o qué pensar. ¿Es usted?
—La última vez que me tomé el pulso, era yo.
Silencio. La calma antes de la tormenta.
—¡En ese caso, joven, creo que usted tiene que explicar algunas cosas!, maldición, incluso escribí una carta de simpatía a sus padres.
—Mi madre es una mujer fuerte, podrá afrontar la cosa; y si mi padre anda cerca, es probable que trate de aclarar cuál de los dos recibió los balazos.
—Su actitud es desagradablemente desaprensiva…
—Es mejor que adoptar la reacción contraria, señor director —lo interrumpió Latham—. Ahora no hay tiempo para eso.
—Será mejor que haya tiempo para una explicación. Entonces, Harry… ¿Él fue muerto?
—Sí. Yo ocupo su lugar.
—¿Usted hace qué?
—Acabo de decírselo.
—Por Cristo, ¿cuál es la razón? ¡Nunca aprobé nada por el estilo, y no lo haré!
—Lo sabía. Por eso seguí adelante y lo hice por mi propia cuenta. Si progresa, usted podrá acreditarse el triunfo. Si fracaso, no importará, ¿verdad?
—Al demonio con el mérito. Quiero saber qué cree que está haciendo. Esto es una intolerable falta de conducta, y usted lo sabe.
—No del todo, señor. Todos tenemos cierto margen para adoptar decisiones en el campo de batalla; usted nos concedió esa libertad.
—Sólo cuando es imposible apelar a los correspondientes canales de autoridad, en momento de crisis. Yo estoy aquí, y usted puede hablar conmigo, en la oficina, en mi casa, en una pista de golf, ¡o en un maldito prostíbulo… si yo concurriera a esa clase de lugares! ¿Por qué no se comunicó conmigo?
—Acabo de decírselo. Usted habría rechazado mi propuesta, y eso sería un error, porque usted no está aquí, y no hay modo de que yo pueda hacerle entender lo que pasa, porque yo mismo no lo entiendo; pero sé que tengo razón. Y si me lo permite, conociendo elementos de su foja de servicios, creo que usted mismo adoptó en el pasado esas medidas unilaterales.
—Acabe con esa idiotez, Latham —dijo el fatigado y frustrado Sorenson—. ¿Qué consiguió, y cómo está tratando el asunto? ¿Por qué está representando el papel de Harry?
Con voz que reflejaba su dolor, de mala gana, Drew describió los últimos minutos de la vida de su hermano, los estallidos poco característicos de emoción, las lágrimas, la aparente confusión que sufría para diferenciar entre su cobertura y su identidad real, y finalmente, su negativa a informar acerca de cierto nombre, el nombre de un médico que el propio Harry había mencionado varias veces al hablar con Karin de Vries, y después con el propio Drew.
—Lo mencionó —explicó Latham—, como si ese hombre fuese una suerte de figura secreta, que debía ser denunciada o protegida.
—¿Un pecador y un santo? —preguntó Sorenson.
—Sí, creo que podría decirse eso.
—Drew, es el síndrome de Estocolmo. El cautivo se identifica con el aprehensor. Sus sentimientos son una mezcla heterogénea de rencores, y sin embargo, todavía solicita el favor, hasta que al fin de tanto en tanto imagina que es quien ejerce el poder. Dicho sencillamente, Harry estaba quemado; había vivido demasiado tiempo en el límite.
—Entiendo todo eso, Wes, incluso la teoría demasiado conocida de Estocolmo, que a mi juicio incluye demasiadas cosas, por lo menos en su aplicación a Harry. Su conocida racionalidad fría continuaba manifestándose. Este doctor Gerhardt Kroeger, que así se llama, era un individuo importante para mi hermano, al margen de que fuese pecador o santo. Sabe lo que le sucedió a Harry, y quizás incluso conoce cómo consiguió su lista de nombres. También es posible que este Kroeger esté de nuestro lado y le haya facilitado los nombres de la lista.
—Imagino que todo es posible, y en este mismo momento esos nombres son una catástrofe nacional que está a un paso de desencadenarse. Por ahora, el FBI está organizando una docena de operaciones encubiertas para analizar microscópicamente a todos los nombres incluidos en la lista.
—¿Las cosas ya han llegado tan lejos?
—Para decirlo con las palabras de nuestro ubicuo secretario de Estado, en quien el Presidente confía, si esta administración «puede destruir la influencia nazi en el país, la nación se lo agradecerá eternamente». Algo así como «disparen los torpedos, y adelante a toda marcha».
—Dios mío, eso es terrible.
—De acuerdo, pero también comprendo por qué está sucediendo. Harry Latham era considerado el agente secreto mejor y más experimentado de la Agencia. No es fácil ignorar sus descubrimientos.
—No digamos que era —lo corrigió Drew—, es, Wes. Harry vive; y tendrá que continuar vivo hasta que yo pueda identificar a este Gerhardt Kroeger.
—¡Si está vivo, tiene que acercarse a la Agencia, condenado estúpido!
—No puede, porque sabe, como yo ya le dije, que Langley está infiltrada, incluso hasta el nivel de las computadoras AA–Zero, es decir a la altura en que se encuentran usted mismo y el director Talbot.
—Transmití esa información a Knox. No puede creerlo.
—Más vale que lo crea, porque el hecho acarreará muchas circunstancias.
—Está trabajando en el asunto, yo lo convencí —dijo Sorenson—. Pero su actuación solista no servirá, joven. Si hace eso, se convertirá en un renegado en quien nadie podrá confiar.
—Mi actuación solitaria está limitada, porque tengo una conexión con Langley.
—No soy yo. Yo no voy a comprometer a la sección de Operaciones Consulares mintiendo a la Agencia. Ya hay demasiada intriga en esta ciudad, y yo admiro y respeto a Knox Talbot. No intervendré en eso.
—Sabía que ésa sería su actitud, de modo que busqué otra persona. ¿Recuerda a Witkowski, el coronel Stanley Witkowski?
—Ciertamente. G–2 de Berlín. Nos vimos muchas veces, un hombre inteligente… y en efecto, ahora está en la embajada.
—Jefe de Seguridad. Tiene todas las credenciales necesarias para satisfacer a las autoridades superiores. Harry trabajó con Witkowski en Berlín, y es el conducto natural, porque mi hermano confiaba en él… Demonios, tenía que ser así, el coronel le suministró elementos suficientes para prolongar su actuación y probablemente salvar la vida. Stanley encontrará el modo de llegar a Talbot por un conducto reservado, para pedirle una investigación profunda acerca de este Kroeger.
—Parece lógico, y la persona de Witkowski también es lógica. ¿Qué quiere que yo haga?
—Absolutamente nada; no podemos correr el riesgo de las comprobaciones cruzadas que podrían ser detectadas por los topos neos. Sin embargo, apreciaría que usted esté cerca cuando me parezca que estoy excediendo mis posibilidades, y que me conviene recibir algunos consejos.
—No sé muy bien si seré capaz de eso. Ha pasado mucho tiempo.
—Señor director, aceptaré como la verdad revelada incluso lo que usted recuerde mal… Allá vamos. Harry Latham vivo y sano, y dispuesto a encontrar a cierto médico… santo o pecador, o las dos cosas. Me mantendré en contacto.
La línea enmudeció, y Wesley Sorenson sostuvo el teléfono en la mano, y ahora parecía que estaba aturdido. Las actitudes del más joven de los Latham eran peligrosamente heterodoxas, y era necesario frenarlas; el director de Operaciones Consulares lo sabía, y también sabía que era necesario llamar a Knox Talbot y aclarar su propia posición, por supuesto agregando todo lo que estuviera a su alcance para explicar la actitud de Drew y proteger al joven. Pero no se decidía a dar ese paso. Drew estaba en lo cierto; cuántas veces el agente Sorenson faltaba a las normas porque sabía que sus decisiones serían anuladas, y sin embargo comprendía claramente que el curso de acción que había concebido era el único válido. No solo lo sabía, sino que creía apasionadamente en la validez de su posición. Oyó su propia voz cuando era mucho más joven, mientras oía las palabras de Drew Latham. Devolvió lentamente el teléfono a la horquilla, y sus labios modularon una plegaria silenciosa. Jean–Pierre y Giselle Villier descendieron de la limusina frente al hotel L’Hermitage, de Monte Carlo; habían viajado desde París en un jet privado. La razón del viaje, según la explicación de la prensa, era ofrecer al famoso actor un poco de descanso después de seis meses de esforzado trabajo dedicados a Coriolano, que habían culminado en el episodio impresionante que lo indujo a clausurar la representación. Pero esta información fue todo lo que se comunicó a los medios, y todo lo que se les diría, pues no habría declaraciones ulteriores y ciertamente no se concederían entrevistas. Y después de unos pocos días agradables pasados en el Casino de París, se entendía que la pareja iría a una isla del Mediterráneo, cuyo nombre no se mencionaba, quizás para reunirse con los padres de Jean–Pierre.
Lo que la prensa ignoraba era que dos jets militares Mirage volaban encima y debajo del avión privado, acompañándolo desde París hasta el lugar de destino. Además, uno de los porteros uniformados, el gerente apostado en la recepción, y distintos funcionarios menores del hotel eran todos miembros del Deuxième, y todos habían sido aprobados por el Bain de Mére, la organización selecta que dirigía la actividad de Monte Carlo y era el enlace diplomático con la familia real de Mónaco. Además, siempre que Monsieur y Madame Villier salían del hotel para recorrer las tres calles que los separaban del casino, la limusina a prueba de balas se desplazaba flanqueada por hombres armados vestidos con trajes caros y bien cortados, hasta que el lujoso vehículo llegaba a la escalinata del majestuoso establecimiento de juego, donde sus colegas se hacían cargo de la vigilancia.
Al llegar, Claude Moreau, jefe del Deuxième Bureau, se reunió con la pareja en su suite.
—Como ustedes ven, amigos míos, todo está vigilado, incluso los techos de las casas, donde se encuentran apostados tiradores expertos; y debajo, en automóviles, todas las ventanas están sometidas constantemente a la vigilancia de fusiles con miras telescópicas. No hay nada que temer.
—No somos sus amigos, Monsieur —dijo fríamente Giselle Villier. Y en cuanto a estas precauciones, un solo disparo puede destruir la apariencia de seguridad.
—Madame, sólo si se permite dicho disparo, y no será el caso.
—¿Qué me dice del casino mismo? ¿Ustedes pueden controlar a la multitud que quizás me identifique? —preguntó el actor.
—En realidad, son parte de la protección, pero sólo un aspecto periférico. Sabemos cuáles son los juegos que a usted le agradan, y en cada mesa que ofrece dichos juegos tendremos hombres y mujeres que los seguirán y rodearán, de modo que con sus cuerpos podrán protegerlo. Un asesino, y menos todavía un miembro de la Blitzkrieg, no intentará disparar si no está seguro de la eficacia de su ataque. Esos asesinos no pueden darse el lujo de fracasar.
—¿Y si su asesino es uno de los que están sentados a una mesa? —interrumpió Giselle—. ¿Cómo podrán proteger a mi marido?
—Una pregunta inteligente, Madame —replicó Moreau—, y espero que mi respuesta la satisfaga. En cada mesa ustedes verán a un hombre y una mujer que describen círculos, y se detienen junto a cada jugador… espectadores curiosos que intentan decidir si desean o no incorporarse al grupo de los que juegan. En realidad, llevarán en la palma de la mano detectores de metales que denunciarán el acero macizo incluso del arma de calibre más reducido.
—Una preparación integral —admitió Giselle.
—Así es, y es lo que prometimos —dijo Moreau—. Recuerden que intentaré atrapar a uno de los miembros de la Blitzkrieg que intente atacarlo. Mi objetivo es apresarlo vivo. Si no lo conseguimos aquí, con toda la publicidad que hemos realizado, usted podrá ir a reunirse con los padres de su marido.
—¿En esa isla mítica?
—No, Monsieur, es un lugar bastante real. Están pasando unas agradables vacaciones en una propiedad de Córcega.
—Entonces, en cierto modo —dijo Jean–Pierre— abrigo la esperanza de que todo suceda aquí. Nunca aprecié qué agradable era caminar y desplazarse libremente.
Sucedió allí, pero no tal como Claude Moreau lo había previsto.
La música del salón flotaba en el aire, cada vez más débil, a medida que uno se internaba alejándose de la entrada de mármol del Casino de París para sumergirse en el interior del majestuoso establecimiento de juegos. Era fácil imaginar las gloriosas décadas iniciales del siglo, cuando los carruajes tirados por caballos, adornados lujosamente, y después los enormes automóviles se acercaban a los relucientes peldaños y dejaban allí a las figuras regias y a los ricos de Europa con todo su lujo. Los tiempos habían cambiado, la clientela rara vez era tan distinguida en este momento, pero el núcleo de opulencia persistía, señalado por una elegancia que recordaba tiempos pasados.
Jean–Pierre y Giselle caminaron entre las mesas, en dirección al exclusivo Salón de Baccarat, donde uno entraba después de pagar un depósito inicial de cincuenta mil francos, aunque en este caso esos honorarios fueron anulados instantáneamente en homenaje al famoso actor y a su esposa. Mientras avanzaban, todos volvían la cabeza, se escuchaban exclamaciones, y no pocos gritos de «¡C’est lui!» cuando varios huéspedes reconocieron a Villier. El actor sonrió y asintió varias veces, en un gesto que expresaba su apreciación; pero al mismo tiempo con una modestia lejana que sugería el deseo de gozar de su propia intimidad. Mientras estaba en eso, el séquito de personas elegantemente vestidas rodeó a Jean–Pierre y a su esposa, de modo que permitió apenas que los miembros del público entreviesen el paso de la pareja. La teoría de Moreau en el sentido de que ningún asesino se atrevería a disparar un arma frente a un blanco tan esquivo, parecía verse confirmada.
Una vez que estuvieron en el amplio salón especial, iluminado por muchos candelabros de plata unidos por gruesos cables de terciopelo rojo que rodeaban a las mesas, pidieron champaña. El séquito reía alegremente, y Jean–Pierre y, Giselle se sentaron, y pusieron frente a ellos dos altas pilas de fichas de elevada denominación, y un control presentó discretamente un recibo, que fue firmado por el actor. Prosiguió el juego, y Giselle fue mucho más afortunada que Jean–Pierre, que a pesar de la situación parecía burlarse del peligro. Los «amigos» que los acompañaban se desplazaban con movimientos sutiles y silenciosos alrededor de la mesa, todos con una mano oculta en la sombra. De nuevo Moreau; en la palma de la mano el detector de metales que descubría la presencia de armas. Era evidente que no había ninguna, y el juego continuó hasta que el actor exclamó con mucho buen humor: «¡C’est fini pour moi. Une autre table, s’il vous plaît!».
Pasaron a otra mesa, y los camareros volvieron a llenar de champaña las copas, y la distribución incluyó a los compañeros de juego de Villier en la mesa precedente; todo fue puesto en la cuenta del actor. Se dedica a jugar en otra serie de partidas, y ahora el destino pareció favorecer a, Pierre. Cuando aumentaron las risas, impulsados por el champaña helado, varios miembros del séquito ocuparon los asientos de los jugadores que se habían retirado. El actor obtuvo un double neuf, y en armonía con sus reacciones entusiastas y un tanto teatrales, lanzó un rugido de aprobación.
De pronto, en la mesa que habían abandonado, se oyó un grito prolongado, un lamento histérico de dolor. Todas las cabezas se volvieron; la habitación estalló consternada cuando los hombres de la mesa de Jean–Pierre se levantaron al unísono, concentrando la atención en el hombre que estaba cayéndose de su silla, y con el mismo movimiento rompiendo el cordón de terciopelo que corría por el suelo.
Hubo otro sonido, algo peor que un grito, mucho más estrepitoso. Fue un grito de alarma, emitido por una voz femenina, cuando una mujer vestida con mucha elegancia se abalanzó sobre la mesa apuntando a otra mujer que estaba sentada junto al actor; la agresora tenía un pico de cortar hielo y se disponía a hundirlo en el costado izquierdo del tórax de Jean–Pierre, aunque erró el golpe por pocos centímetros. La punta del pico sacó sangre a Jean–Pierre; de haberse completado el movimiento habría perforado el corazón de Villier, pero la agente de Moreau aferró la muñeca de la asesina, y se la dobló sobre la espalda. Aferrándola por el cuello, arrojó al piso a la agresora.
—¿Está bien, Monsieur? —gritó la agente del Deuxième, elevando los ojos hacia el actor mientras con el peso del cuerpo inmovilizaba a la atacante.
—Una pequeña lastimadura, mademoiselle… ¿cómo puedo agradecerle?
—Jean–Pierre…
—Cálmate, querida, estoy bien —replicó el actor, sosteniéndose el costado izquierdo y sentándose—, pero debemos mucho a esta valerosa mujer. ¡Me salvó la vida!
—¿Está herida, joven? —gritó Giselle, inclinándose sobre las piernas de su marido y aferrando el brazo de la agente de Moreau.
—Muy bien, Madame Villier. Mucho mejor porque usted me llamó joven, aunque de ningún modo merezco esa denominación.
Casi sin aliento, sonrió.
—A todos nos sucede, querida… Debo conseguir un médico para mi esposo.
—Mis colegas están ocupándose de eso, Madame, créame.
Claude Moreau, que surgió como brotado del suelo, entró en la Sala de Baccarat, y su expresión demostraba preocupación y contenida alegría.
—Lo hemos conseguido, Monsieur y Madame… ¡usted lo logró! Tenemos a un miembro del grupo de la Blitzkrieg.
—¡Mi esposo ha sido herido! —gritó Giselle Villier.
—Por lo cual, me disculpo, Madame, pero no es grave, y su contribución fue enorme.
—¡Usted prometió que estaría seguro!
—En este género de cosas, las garantías no siempre son absolutas. Pero si puedo decirlo, él ha impulsado mucho la búsqueda de su padre natural y ejecutado un acto por el cual la República de Francia le agradecerá eternamente.
—¡Ése es un absurdo gratuito!
—No, nada de eso, Madame. Que usted lo acepte o no, esos perversos nazis están saliendo de su madriguera, de la inmundicia que ellos mismos han creado. Cada piedra que removemos nos acerca más al momento en que podremos aplastar a las serpientes que están debajo. Pero el papel que ustedes representan en esto ha concluido. Que lo pasen bien durante sus vacaciones en Córcega. Después que usted vea al médico, el avión estará esperándolo en Niza, todo pagado por el Quai d’Orsay.
—Puedo prescindir de su dinero, Monsieur —dijo Jean–Pierre. Pero me agradaría reanudar la representación de Coriolano.
—Santo Dios, ¿por qué? Usted ya demostró que puede triunfar con esa obra. Usted ciertamente no necesita ese trabajo, y por lo tanto, ¿qué sentido tiene retornar a una tarea tan esforzada?
—Sucede, Moreau, que lo mismo que usted soy bastante bueno en lo que hago.
—Hablaremos del asunto, Monsieur. El éxito de una noche no significa que la batalla ha concluido.