Capítulo 9

Paciente Nº 28 Harry J. Latham, norteamericano. Agente de la CIA. Clandestino.

Nombre cifrado: Aguijón

Operación terminada: 14 de mayo, 17:30 horas. «Fuga».

Situación actual: Día 6, procedimiento ulterior.

Tiempo estimado que resta: 3 días como mínimo. 6 días como máximo.

El doctor Gerhardt Kroeger estudió la pantalla de la computadora en su nueva oficina de las afueras de Mettmach. Estaban construyendo una clínica integral en las profundidades de los bosques de Vaclabruck; hasta que se terminase el trabajo, podía continuar su investigación, pero desgraciadamente sin experimentación con seres humanos. De todos modos, había bastante que hacer desde el punto de vista de la microcirugía aún poco estudiada y realzada por las mas recientes técnicas láser; pero en este momento los progresos del Paciente Nº 28, cierto Harry Latham eran tan fundamentales como cualquier otro terna. El informe inicial de Londres era magnífico. El sujeto había respondido al interrogatorio bajo la acción de los impulsos electrónicos computados. ¡Excelente!

Harry Latham dejó el teléfono sobre el auricular en su habitación del hotel Gloucester, de Londres. Una ola cálida se difundió por su cuerpo, y evocó gratos recuerdos de escenas del pasado horas de comportamiento y placer en un mundo que había enloquecido. Era un solterón empedernido, pues comprendía era demasiado tarde para compartir sus simpatías o antipatías con otra persona, o imponerlas. Pero si existía una mujer que podía refutar esa conclusión, era Karin de Vries. Freddie de Vries había sido el mejor agente sometido a su control durante los años de la Guerra Fría, pero Harry había identificado su defecto, el defecto que lo convertía en un hombre extraordinario. Dicho con sencillez era el odio un odio sin límites, apasionado. Latham siempre había intentado imponer una actitud de fría neutralidad a las emociones de Vries, pues se repetía a cada momento que su yo interior un día estallaría, y llegaría a traicionarlo. Era un alegato inútil, pues Freddie era un romántico demoníaco, que cabalgaba enceguecido sobre la cresta blanca de la ola sin comprender cuál era el poder que había debajo, prefiriendo la reluciente armadura de Sigfrido desplazándose entre las olas a la fuerza del invisible Neptuno que estaba debajo.

Karin, la esposa de Freddie, comprendía. Cuán a menudo ella y Harry conversaban en Ámsterdam, a solas, mientras Freddie salía a representar el lamentable rol de un mercader de diamantes, engañando a los crédulos actores que representaban las artes más sombrías del espionaje, hasta que le revelaban sus secretos… provisionalmente. Esa misma imagen en definitiva lo destruyó, pues su odio lo condujo a provocar una muerte más, algo que no hubiera debido suceder.

Fue el fin de la leyenda en que se había convertido Freddie de Vries. Harry había tratado de confortar a Karin, pero ella se mostró inconsolable. Karin conocía demasiado bien lo que había llevado a la muerte de su esposo, y juró que actuaría de distinto modo.

—¡Olvídelo! —había exclamado Harry—. Usted no conseguirá cambiar nada, ¿me comprende?

—No, no puedo —había replicado Karin—. Abstenerse de hacer algo es aceptar que Freddie nada significaba. ¿Usted no puede comprender eso, mi querido Harry?

En ese momento él no supo qué responder. Su único impulso fue abrazar a esa mujer, a esa compañera intelectual que le inspiraba sentimientos más profundos, para amarla. Pero no era el momento oportuno, y quizá nunca lo sería. Ella había convivido con Freddie muerto había amado a Freddie muerto. Harry Latham había sido el superior de ese hombre, pero no era su igual.

Y ahora, casi cinco años después, ella había regresado a la vida de Harry, viniendo desde París. Lo que era incluso más notable, ¡lo hacía como guardiana de su hermano Drew, un hombre a quien pretendía ejecutar! Por Dios… no, él tenía que imponerse ese control que ya era legendario. Quizá esa jaqueca que parecía acentuarse, era el factor que permitía que su frustración se manifestara cuando normalmente no hubiera debido ser así. De todos modos, por la mañana iría a París en un jet diplomático, para aterrizar en un aeródromo privado del Aeropuerto De Gaulle, y ser llevado por Karin de Vries en un vehículo de la embajada sin señales de identificación.

Se preguntó qué le diría. Cuando la viese, ¿incurriría en el absurdo de decirle cosas impropias? No importaba mucho… El dolor de cabeza era cada vez mas intenso. Fue al cuarto de baño, abrió el grifo y tomó dos aspirinas más. Al mirarse en el espejo, volvió bruscamente los ojos y los clavó en el reflejo de su propia cara. Una especie de sarpullido pálido comenzaba a formarse bajo la sien izquierda, disimulado parcialmente por la raya del cabello. Su sistema nervioso se manifestaba con fuerza. Esos efectos desaparecerían si consumía un antibiótico suave o pasaba unos pocos días en un estado de menor tensión; quizá la visión de Karin de Vries aceleraría la desaparición del síntoma.

Hubo una llamada a la puerta de la suite, probablemente una criada o un camarero que venía a preguntarle si necesitaba algo; era temprano en la mañana, y tales eran las cortesías de los mejores hoteles londinenses. Era bastante temprano, murmuró Harry, mientras pasaba a la sala de estar. ¿Como había pasado el día? ¿Y en efecto había pasado? La palabra más adecuada era «malgastado», pues había dedicado diez horas a afrontar el interrogatorio de su tribunal. Lo habían interrogado ad nauseum, acerca de la información que él traía del valle de la Brüderschaft, en lugar de aceptarla y poner en movimiento el mecanismo. Como para agravar todavía más las cosas, el panel de tres hombres se vio ampliado por varios altos funcionarios de inteligencia del Reino Unido, Estados Unidos y Francia, todos quejosos, decididos a argumentar, y arrogantes. ¿No era concebible que le hubiesen suministrado desinformación, datos erróneos que podían rechazarse fácilmente en vista de la posibilidad de que Alexander Lassiter fuese un agente doble?: ¡Por supuesto, eso era concebible! Tal fue la contestación de Harry. Desinformación, información errónea, error humano o de la computadora, el deseo como padre del pensamiento, el fantaseo… ¡todo era posible! A Latham le correspondía confirmar o negar.

Su trabajo había terminado; había entregado el material, y esos hombres asumían la función de evaluarlo.

Harry extendió la mano hacia la puerta y habló:

—¿Quién es?

Aguijón, un nuevo viejo amigo —fue la respuesta que llegó desde el corredor.

¡El Tordo!, pensó Latham, que instantáneamente sintió que se inmovilizaba. Ese Tordo de quien nadie en la Agencia había oído hablar. Harry dio la bienvenida a ese extraño intruso; estaba muy fatigado, casi agotado como para pensar claramente la noche anterior, cuando el impostor de la CIA lo había visitado.

—Nada más que un momento —dijo al visitante en voz más alta—. Estoy todo mojado a causa de una ducha, me pondré una bata. —Latham corrió primero hacia el cuarto de baño, se arrojó agua sobre los cabellos y la cara, y después se abalanzó hacia el interior del dormitorio, para quitarse los pantalones, los zapatos, las medias y la camisa, mientras retiraba del armario la bata del hotel. Se detuvo brevemente, y volvió los ojos hacia la mesita de noche; abrió el cajón y extrajo la pequeña automática suministrada por la embajada, y la guardó en el bolsillo de la bata. Regresó a la puerta y la abrió—. Tordo, si recuerdo bien —dijo, mientras permitía la entrada al hombre pálido de cara grisácea, que usaba anteojos con marco de acero.

—Oh, eso —observo el visitante, sonriendo amablemente—. Fue un ardid inofensivo.

—¿Un ardid? ¿Qué quiere decir? ¿Para qué?

—Washington me dijo que usted probablemente estaba exhausto, más ajeno a la realidad que dominándola. De modo que decidí cubrirme en caso de que usted sintiera la necesidad de hacer llamadas telefónicos. Washington no quiere que mi participación sea conocida en este nivel. Después, por supuesto, pero ahora no.

—De modo que usted no es el Tordo

—Sabía que si usaba el nombre cifrado de Aguijón, usted me permitiría entrar —lo interrumpió el hombre—. ¿Puedo sentarme? Permaneceré aquí sólo unos minutos.

—Ciertamente —replicó el desconcertado Harry, con un gesto impreciso en dirección al diván y a varios sillones. El visitante eligió el centro del diván mientras Latham se sentaba en un sillón que estaba frente a una mesa de café—. ¿Por qué Washington no quiere que se conozca su presencia… o su participación?

—Lo veo más despierto que la primera vez —dijo el extraño, de nuevo en actitud amable—. Dios sabe que usted no se mostró hostil, pero en todo caso no era el de siempre.

—Estaba muy cansado…

—¿Cansado? —El visitante levantó la voz y enarcó el entrecejo.

—Mi querido amigo, usted casi se desmayó mientras hablábamos. En cierto momento tuve que sostenerlo del brazo para evitar que se desplomase. ¿No recuerda que le dije que volvería cuando hubiese descansado?

—Sí, lo recuerdo más o menos, pero por favor conteste a mi pregunta, y mientras estamos en eso muéstreme alguna identificación. ¿Por qué Washington quiere que usted sea un fantasma? Creo que lo contrario sería lógico.

—Sencillamente, porque no sabemos quién es realmente un individuo seguro y quién no lo es. —El hombre extrajo primero su reloj de bolsillo, depositándolo sobre la mesa, y después una tarjeta de identificación de plástico negro; la mantuvo cerrada y la entregó a Latham, pasando el brazo sobre la mesa de café—. Estoy graduando las cosas para evitar que usted se fatigue. Son las órdenes que recibí.

Cuando manipuló el objeto, Harry se vio en dificultades para abrirlo.

—¿Dónde está el cierre? —preguntó, mientras su visitante levantaba el reloj de bolsillo y apretaba la corona—. No puedo encontrar el… —Latham se interrumpió—. Se le dilataron las pupilas, parpadeó un momento, pero después repitió el gesto, se le aflojo la cara, y los músculos tensos ahora parecieron fláccidos.

—Hola, Alex —dijo bruscamente el visitante—. Es su viejo matasanos, Gerhardt. ¿Cómo está, amigo mío?

—Muy bien, doctor, me alegro de escucharlo.

—Nuestra conexión telefónica está mejor esta noche, ¿verdad?

—¿El teléfono? Supongo que sí.

—¿Todo anduvo bien en la embajada?

—¡Caramba, no! Esos idiotas insistieron en formular preguntas cuando ellos y no yo deberían encontrar las respuestas.

—Sí, comprendo. Los hombres que están en la otra profesión que usted ejerce… la que nunca mencionamos… se protegen a toda costa, ¿no es así?

—En todas las preguntas que formulan, en cada palabra que dicen. Francamente, es deplorable.

—Seguramente. Y bien, ¿cuáles son sus planes, qué le permiten hacer esos estúpidos?

—Vuelvo a París por la mañana. Iré a ver a mi hermano, y también a una persona con la cual simpatizo mucho. La viuda de un hombre con quien trabajé en Berlín Oriental. Estoy bastante entusiasmado ante la perspectiva de verla otra vez. Ella me recibirá en el aeropuerto, en el complejo diplomático, y esperará en un automóvil de la embajada.

—¿Su hermano no puede ir a recibirlo, Alex?

—No… ¡Un momento! ¿El hermano de Alex?

—No importa —se apresuró a decir el visitante de rostro grisáceo—. El hermano de quien usted habla, ¿dónde está?

—No tiene dirección conocida. Intentaron matarlo.

—¿Quiénes intentaron matarlo?

—Usted lo sabe. Ellos… nosotros lo intentamos.

—Mañana por la mañana, el complejo diplomático. En el Aeropuerto De Gaulle, ¿verdad?

—Sí. Nuestra cita es a las diez en punto.

—Excelente, Alex. Que tenga una espléndida reunión con su hermano y la mujer que a usted le parece tan atractiva.

—Oh, Gerhardt, es algo más que su apariencia física. Es muy inteligente, en realidad una erudita.

—Seguramente, pues mi amigo Lassiter es un hombre profundo de muchas facetas. Volveremos a hablar, Alex.

—¿Adónde irá, dónde está usted?

—Están llamándome para que acuda a la sala de operaciones. Tengo que realizar una intervención.

—Sí, por supuesto. ¿Volverá a llamarme?

—Desde luego. —El visitante que usaba anteojos con marco de acero se inclinó hacia adelante sobre el borde de la mesa de café; continuó mirando tranquilamente y con firmeza los ojos neutros de Latham.

—Recuerde, viejo amigo, que debe respetar los deseos de su invitado de Washington. Él cumple órdenes. Olvide su nombre, el que acaba de leer en la identificación. Es auténtico, y eso es todo lo que usted necesita saber.

—Por supuesto. Las órdenes son órdenes, aunque sean estúpidas. Incorporándose a medias, el «visitante» extendió la mano y tomó la identificación, retirándola de la mano izquierda inerte de Harry. La abrió, se acomodó mejor en el diván, y retiró el reloj de bolsillo de la mesita baja. Apretó la corona, hasta que vio que los ojos de Latham volvían a enfocarse bien, advirtió que parpadeaban, y que de pronto tenía conciencia de su entorno, y que los músculos de su cara volvían a afirmarse.

—Bien —dijo el visitante, cerrando con fuerza la identificación. De modo que ahora que usted sabe que soy auténtico, con fotografía y todo, llámeme Peter.

—Sí… auténtico. Pero todavía no entiendo… Peter. Está bien, usted es un espectro, pero ¿por qué? ¿Quién no es seguro entre los miembros del tribunal?

—No me corresponde preguntarme por qué o quién; soy nada más que una presencia invisible que habla con usted… a decir verdad, creo que esto es una suerte de verso rimado.

—Contrahecho, pero no importa. ¿Cómo podría interrogarse a cualquiera de ellos?

—Quizá no es posible hacerlo individualmente, pero otros fueron investigados, ¿comprende?

—Sí, un verdadero conjunto de payasos. No querían examinar los nombres que yo traje. Sólo deseaban exculpar a muchos de ellos antes de que se activen los microscopios… menos trabajo, y menos posibilidad de pisar los pies de algunos personajes.

—¿Qué le parecen los nombres?

—Lo que a mí me parece no importa, Peter. Por supuesto, varios me parecen absurdos, pero yo estuve en la fuente, fui un confidente de confianza hasta que escapé. Fui un colaborador importante, un creyente en su causa, de modo que, ¿acaso me suministrarían información errónea?

—Dice el rumor que los nazis, los nuevos nazis, quizá ya sabían desde el comienzo quién era usted.

—Eso no es un rumor, eso será el credo para esta gente. ¿Qué demonios haríamos, y con cuánta frecuencia lo haríamos si encontrásemos un topo o un traidor que huyó a la Madre Rusia después de saquearnos? Por supuesto, demostraríamos que somos muy astutos, que llevamos nuestra eficiencia hasta el extremo, y que la información que nos robaron era inútil… aunque eso fuese falso.

—Un verdadero enigma, ¿verdad?

—¿Qué no es un enigma en nuestra profesión? Ahora mismo, para preservar mi propio equilibrio, tengo que eliminar a Alexander Lassiter de mi psiquis. Tengo que volver a ser Harry Latham; mi trabajo ha concluido. Que otros se hagan cargo.

—Coincido con usted, Harry. Mi tiempo también ha terminado. Por favor, recuerde mis órdenes. No nos vimos esta noche… No me achaque la culpa, acháquesela a Washington.

El visitante caminó por el corredor en dirección a los ascensores. Ocupó el primero disponible y descendió un solo piso, y después caminó por el corredor en dirección a su propia suite, directamente debajo de la que ocupaba Latham. Adentro, sobre el escritorio, había una serie de equipos electrónicos. Se acercó a ellos, oprimió varios botones para rebobinar una cinta, y confirmó su exactitud. Se apoderó del teléfono, y marcó un número de Mettmach, Alemania.

—El Cubil del Lobo —dijo la voz tranquila del otro extremo de la línea.

—Habla Tordo.

—Por favor, identifíquese con su señal.

—Enseguida. —El hombre que se hacía llamar Peter extrajo delicadamente un delgado hilo de alambre de su equipo, y lo agregó a un cocodrilo afilado como una navaja, y giró este alrededor del cordón del teléfono, hasta que hubo una momentánea irrupción de estática en la línea—. El medidor indica paso libre, ¿cómo están allí?

—Bien. Adelante.

Tordo, si recuerdo bien —comenzó la grabación de la cinta. Ésta continuó hasta el final—. Estoy de acuerdo con usted, Harry… no me achaque la culpa, acháquesela a Washington.

—¿Qué le parece? —preguntó el visitante de Latham.

—Es peligroso —dijo Gerhardt Kroeger en Alemania—. Como la mayoría de los operadores muy clandestinos, está pasando subconscientemente de una identidad a otra. Lo dice con sus propias palabras: «Tengo que eliminar de mi psiquis a Alexander Lassiter». Fue Lassiter durante demasiado tiempo, y está esforzándose por retornar a su propio yo. No es una situación desusada; la persona doble empieza a convertirse en personalidad doble.

—Hizo lo que usted deseaba en un par de días. La lista misma fue suficiente para provocar un estado de shock en nuestros enemigos. No quieren creer en su información, lo dicen con mucha fuerza, pero también están tan atemorizados que no atinan a negarla. Puedo liquidarlo de un solo disparo en el corredor. ¿Lo hago?

—De ese modo la lista de nombres parecería más verosímil. Pero no, todavía no. Su hermano está siguiendo la pista de ese vagabundo senil, Jodelle, y la cosa podría ser catastrófica para nosotros. Por mucho que me inquiete la imposibilidad de seguir el progreso de mi paciente, el movimiento está primero, y debo hacer el sacrificio. Alexander Lassiter nos conducirá al otro Latham que está interfiriendo. Mátelos a los dos.

—No será difícil. Tenemos el itinerario de Lassiter.

—Sígalo, atrápelos y deje solamente los cadáveres. El hijo insurrecto de Jodelle será el siguiente, y así todas las pistas que llevan al Valle del Loira desaparecerán, como sucedió con el Hausruck.

Harry Latham y Karin de Vries se abrazaron como hacen los hermanos y las hermanas después de haber vivido separados durante muchísimo tiempo. Al principio mantuvieron una conversación entrecortada, y cada uno decía excitado al otro qué maravilloso era volver a verse. Después, Karin aferró el brazo de Harry, y volvió con él hacia el sector diplomático, donde Harry fue revisado rápidamente, para pasar más tarde al área restringida que estaba atestada de guardias uniformados, varios de ellos sosteniendo las correas de diferentes perros entrenados para descubrir artículos como los narcóticos y los artefactos explosivos. El automóvil era un Renault negro sin identificación, que no se distinguía de varios miles de vehículos semejantes que recorrían las calles de París. De Vries se instaló al volante, y Harry ocupó el asiento del copiloto.

—¿No tenemos chófer? —preguntó Latham.

—Digamos que no nos permiten tenerlo —replicó Karin—. Su hermano está bajo la protección de los Antinayous, ¿los recuerda?

—Muy claramente… para ser exactos, desde la otra noche; estaban esperándome. Fingí que no entendía una palabra de las que mi contacto dijo en el camión, porque si aceptaba la conversación eso me hubiera llevado a una explicación relacionada con Freddie, y por extensión con usted.

—No necesitaba haber temido nada. Estoy cooperando con ellos desde el último año en La Haya.

—Qué agradable verla —dijo Harry, la voz cargada de sentimiento—, y oírla.

—Siento lo mismo, viejo amigo. Desde que supe que la Brüderschaft sabía de usted, me sentí terriblemente preocupada…

—¿Sabía de mí? —la interrumpió bruscamente Latham, los ojos agrandados por el asombro—. ¿No lo dirá en serio?

—¿Nadie se lo dijo?

—¿Como podían decírmelo? No es cierto.

—Es cierto, Harry. Le expliqué a Drew cómo lo descubrí.

—¿Usted?

—Supuse que su hermano había trasmitido la información.

—¡Por Dios, no atinó a pensar! —Latham se llevó las manos a las sienes, y apretó con fuerza, los ojos fuertemente cerrados, lo cual acentuaba las pequeñas arrugas.

—¿Qué sucede, Harry?

—No lo sé. Un dolor terrible…

—Usted soportó demasiado y durante mucho tiempo. Lo llevaremos al médico.

—No. Soy Alexander Lassiter… Fui Alexander Lassiter, y eso es todo lo que fui para ellos.

—Me temo que no es así, querido amigo. —Karin miró a su antiguo amigo, de pronto alarmada. Había un círculo rojo oscuro en la sien izquierda de Harry; parecía latir—. Harry, le traje su coñac favorito, para que podamos celebrar. Está en la guantera. Ábrala y beba un trago. Lo calmará.

—No podían haber sabido —dijo casi ahogado Latham, y con dedos temblorosos abrió la guantera y extrajo la botella de coñac. Usted no sabe lo que dice.

—Quizá me equivoqué —dijo de Vries, ahora asustada—. Beba un trago y cálmese. Nos reuniremos con Drew en una antigua posada de las afueras de Villejuif. Los Antinayous no nos permitirían un encuentro en la casa de seguridad. Cálmese, Harry.

—Sí, sí, eso haré, porque… mi queridísima Karin… usted está equivocada. Mi hermano se lo dirá. Gerhardt Kroeger se lo dirá. ¡Soy Alex Lassiter, y fui Alex Lassiter!

—¿Gerhardt Kroeger? —preguntó la desconcertada De Vries—. ¿Quién es Gerhardt Kroeger?

—Un maldito nazi… y también un magnífico médico.

—Dentro de quince o veinte minutos llegaremos a la posada, donde su hermano nos espera… Hablemos de los viejos tiempos en Ámsterdam. ¿Recuerda la noche que Freddie volvió a casa un poco achispado, e insistió en jugar el juego norteamericano del Monopolio?

—Santo Dios, sí. Extrajo un puñado de diamantes, y dijo que debíamos usarlos, en lugar del papel moneda.

—¿Y la vez que usted y yo bebimos vino y escuchamos a Mozart hasta que fue el nuevo día?

—¿Cómo podría olvidarlo? —exclamó Latham, sorbiendo el coñac y riendo, aunque sus ojos no aparecían iluminados por la alegría, sino sombríos y hostiles—. Freddie salió de su dormitorio y aclaró bien que prefería a Elvis Presley. De modo que lo expulsamos a golpes de almohada.

—¿Y esa mañana en el café en el Herengracht, cuando usted y yo dijimos a Freddie que no podía saltar al Canal para demostrar su tesis acerca de la contaminación?

—Estaba dispuesto a hacerlo, querida… queridísima Karin. Juro que estaba dispuesto a hacerlo.

La broma inofensiva ocupó los minutos restantes hasta que de Vries entró en la zona de estacionamiento cubierta de grava de la deteriorada posada de Campo, que se levantaba a poca distancia de la ciudad flanqueada por campos cubiertos de maleza, una casa aislada y en realidad no muy sugestiva. La reunión entre los hermanos fue tan cálida como el reencuentro de Harry con Karin… aunque más cálida de parte del más joven de los hermanos. La diferencia estaba en el hermano mayor; había un entusiasmo aparente, pero cierto frío bajo la superficie. Algo inesperado, antinatural.

—Hola, hermano mayor, ¿cómo lo conseguiste? —exclamó Drew después que los tres se sentaron en un reservado, de Vries al lado de Harry—. ¡De modo que tengo una leyenda como hermano!

—Porque Alexander Lassiter fue una persona. Solamente así pudo hacerse.

—Bien, realmente lo lograste… por lo menos hasta cierto punto, lo necesario para llegar aquí.

—¿Estás refiriéndote a lo que Karin te dijo?

—Bien, sí…

—Falso. ¡Totalmente falso!

—Harry, ya dije que podía estar equivocada.

—Estás equivocada.

—Está bien, Harry, está bien. —Drew alzó las dos manos, las palmas hacia adelante—. Pero aunque esté equivocada, es lo que ella oyó decir.

—Fuentes perversas, ilegítimas, sin confirmación.

—Estamos de tu lado, hermano, y tú lo sabes. —El hermano menor miró a de Vries, la expresión dubitativa, perturbada.

—Alexander Lassiter fue auténtico —dijo enfáticamente Harry, y se estremeció al llevarse la mano izquierda a la sien, y frotársela describiendo círculos—. Pregúntale a Gerhardt Kroeger, él te lo dirá.

—¿Quién es…?

—No importa —interrumpió Karin a Drew, meneando la cabeza, es un excelente médico, tu hermano me lo explicó.

—¿Y por qué no me lo explicas a mí, hermano? ¿Quién es este Kroeger?

—De veras te agradaría saberlo, ¿verdad?

—¿Es un secreto, Harry?

—Lassiter puede decírtelo, no creo que yo deba hacerlo.

—¿Por Dios, de qué demonios estás hablando? Tú eres Lassiter, Harry Latham es Lassiter. Acaba con esa estupidez, Harry.

—Me duele, oh, Dios mío, me duele. Algo no funciona conmigo.

—¿Qué es, querido Harry?

—¿Querido Harry? ¿Sabes lo que eso significa para mí? ¿Sabes lo mucho que te amo, que te adoro, Karin?

—Y yo te adoro, Harry —dijo de Vries, y de pronto vio que el mayor de los Latham lloraba y caía sobre su busto—. Sabes que es así.

—Te amo tanto, realmente tanto —continuó Harry, semihistérico, farfullando, mientras Karin lo abrazaba—. Pero me duele tanto…

—Oh, Dios mío —dijo en voz baja Drew, contemplando el espectáculo sorprendente desde su lado de la mesa.

—Tenemos que llevarlo a un médico —dijo de Vries, murmurando. Esto comenzó en el automóvil.

—Tiene razón —coincidió Drew—. Un médico de enfermedades mentales. Estuvo demasiado tiempo en la clandestinidad. ¡Dios mío!

—Llame a la embajada, y consiga una ambulancia. Yo me quedaré con él.

El menor de los Latham se apartó del reservado en el instante mismo en que dos hombres armados se abalanzaron a través de la entrada, ambos con la cara cubierta por medias de seda. El objetivo y la intención eran evidentes.

—¡Agáchense! —gritó Drew, mientras extraía la pistola de la cartuchera, y disparaba antes de que los asesinos se hubiesen adaptado a la semipenumbra del local. Derribó al primer asesino y se zambulló detrás del mostrador, mientras el segundo hombre corría hacia adelante, el arma automática puesta en tiro rápido. Drew se incorporó, y apretó repetidas veces el gatillo, vaciando la carga, El segundo asesino cayó mientras los pocos clientes que había en el local corrían histéricos hacia la puerta principal. Latham abandonó el mostrador que ya no le servía. Karin de Vries estaba tendida sobre el piso, su mano izquierda todavía aferrando el brazo de Harry; había tratado de arrastrarlo con ella. Karin vivía, tenía la mano derecha ensangrentada, ¡pero vivía! En cambio Harry Latham estaba muerto. Le habían volado la cabeza, que era una horrible masa de sangre y tejido blanco, con lo que quedaba de su cerebro convertido en una serie de fragmentos, la mitad fuera del cráneo. Drew, la boca deformada en un gesto de espanto, cerró los ojos aterrorizado, y después los abrió con enorme esfuerzo mientras hundía las manos en los bolsillos de su hermano muerto, y extraía la billetera y todos los restantes papeles que podrían conducir a descubrir su identidad. ¿Por qué? No estaba seguro; solamente sabía que tenía que hacerlo.

Después, apartó del reservado a Karin, que sollozaba, y envolviéndole la mano en una servilleta, la alejó de la terrible escena. Gritó al administrador, que se había refugiado en la cocina, que llamase a la policía. Más tarde él se encargaría de las averiguaciones necesarias. No había tiempo para llorar al hermano a quien amaba, ni tampoco era posible en esas circunstancias detenerse a contemplar el cadáver. Necesitaba conseguir un médico para Karin de Vries, y después regresar al trabajo. La Fraternidad tenía que ser destruida; había que hacerlo, aunque eso le llevase el resto de la vida, o se la arrebatase. Era un compromiso que contrajo ante todos los dioses posibles.

—Usted no puede ir a su oficina, ¿no lo comprende? —dijo Karin, sentada sobre una camilla en la sala quirúrgica del médico suministrado por la embajada—. Se difundirá la noticia, y usted podrá considerarse hombre muerto.

—En ese caso, mi oficina tiene que trasladarse conmigo adonde yo esté —dijo Drew, con voz baja e insistente—. Necesito todos los recursos disponibles, en todas partes, y no aceptaré nada menos que eso. La clave es un hombre llamada Kroeger, Gerhardt Kroeger, y yo encontraré a ese hijo de perra. ¡Es necesario! ¿Quién es? ¿Dónde está?

—Es un médico, eso lo sabemos, y seguramente es alemán. De Vries observó con atención al menor de los hermanos Latham, mientras elevaba y bajaba lentamente la mano derecha vendada, de acuerdo con las instrucciones del médico. —Por Dios, Drew, cálmese.

—¿Qué? —preguntó bruscamente Latham, que estaba de pie al lado de Karin, y que ahora apartó la mirada de la mano herida.

—Usted está tratando de imaginar que eso no sucedió, y que carece de sentido. La muerte de Harry le duele tanto como a mí, sin duda más todavía, pero no lo manifiesta, y eso la está destrozando. Deje de fingir que tiene esa fría eficiencia. Harry era así; usted no.

—Cuando vi lo que le hicieron, me dije que el duelo vendría más tarde. Estoy frenando esa reacción, y es lo que continuaré haciendo.

—Comprendo.

—¿De veras?

—Creo que sí. Usted no puede contener la cólera. Quiere venganza, y eso ocupa el primer lugar.

—Antes usted usó una frase acerca de Harry, al referirse al modo en que él abordaba los problemas o las crisis. Usted lo llamó sang freud, lo que según entiendo significa una actitud serena o desapasionada.

—Así es.

—Mi francés es limitado, y esos otros me lo recuerdan con bastante frecuencia, pero hay una variación de esa frase…

—De sang freud… a sangre fría —dijo Karin, que clavó la mirada en Drew.

—Exactamente. Harry era realmente eficaz en eso. Abordaba todas las cosas de la vida, no sólo serena o fríamente, sino con la frialdad misma del hielo. Yo era la única excepción, cuando me miraba, en sus ojos había una calidez que yo en pocas ocasiones alcanzaba a ver… No, hubo otra excepción, esa prima que como le dije antes falleció de cáncer. También era especial para él, un ser muy especial. Desde el punto de vista de la relación con el sexo opuesto, podría decirse que ella fue su «Capullo de rosa», hasta que apareció usted.

—Por supuesto, usted se refiere a El ciudadano, de Welles.

—Sí, ahora eso es parte de nuestro léxico. Un símbolo del pasado que tiene con el presente más relación que lo que muchos comprenden.

—Ignoraba que él sentía eso en relación conmigo.

—Tampoco lo sabía Kane. En su mente sólo veía una cosa a la que había amado cuando era niño, y nunca había encontrado otra cosa o persona que ocupase su lugar. Por eso podía concentrar el esfuerzo solo en sus logros.

—¿Harry fue así en la infancia?

—En la infancia, en la juventud, y en la edad viril. Un alumno de calificaciones muy elevadas, con un cociente de inteligencia completamente excepcional. El nivel que alcanzó como bachiller, cuando obtuvo el título de máster, y el doctorado, todo eso antes de cumplir veintitrés años. Siempre trató de ser el mejor, y en el curso del proceso llegó a dominar cinco o incluso seis idiomas. Como dije antes, era un individuo excepcional.

—Qué vida extraordinaria.

—Demonios, imagino que los freudianos dirían que era un niño talentoso que reaccionaba ante la ausencia del padre… lejano tanto geográfica como emocionalmente; y a la presencia de una madre afectuosa, brillante en el plano intuitivo pero sin inclinaciones intelectuales, de quien podía afirmarse que estaba mal casada, y que había decidido que ser atractiva, prodigar amor y mostrarse graciosa era su papel en la vida, de modo que no valía la pena enredarse en discusiones que ella no podía ganar.

—¿Y usted?

—Sospecho que heredé de los genes de mi madre algo mas que lo que Harry recibió. Beth era una mujer alta, y una excelente deportista en su juventud. Capitaneaba el equipo atlético femenino en la universidad, y si no hubiese conocido a mi padre habría terminado compitiendo en las Olimpíadas.

—Ustedes son una familia muy interesante —dijo Karin, examinando de nuevo la cara de Drew—, y me está diciendo todo esto por una razón que no solo el deseo de satisfacer mi curiosidad, ¿no es verdad?

—Usted tiene una mente ágil, amiga… Disculpe, trataré de suprimir esa palabrita.

—No se moleste, comienzo a considerarla mas bien simpática… ¿Cual es la razón?

—Quiero que me conozca, que sepa quien soy y de donde vengo. Por lo menos parte de su curiosidad se verá satisfecha.

—En vista de su inclinación a la resistencia, es extraño que diga eso.

—Entiendo. Solo me limito a presentar algunas cosas… Allí en la posada, cuando cesó el tiroteo y ese episodio horrible concluyó, descubrí que era presa del pánico, y que estaba revisando los bolsillos de Harry, a pocos centímetros de lo que quedaba de su cráneo, de la cara destruida, mientras yo mismo me odiaba sin descanso, como si estuviese cometiendo un acto despreciable. Lo extraño del asunto es que ignoraba la causa de mi propia reacción; solamente sabía que tenía que hacerlo. Se me había ordenado hacer eso, y tenía que obedecer esa orden pese al hecho de que sabía que mi gesto no cambiaría nada, no le devolvería la vida.

—Usted estaba protegiendo a su hermano en la muerte como lo habría hecho en la vida —dijo de Vries—. Eso no tiene nada de extraño. Usted estaba protegiendo su nombre…

—Creo que yo me dije eso —la interrumpió Latham—, pero no me parece muy verosímil. Con la patología actual, su identidad saldría a la luz en cuestión de horas… A menos que secuestrasen el cuerpo.

—Después que usted consiguió el nombre del médico en la embajada…

—En realidad, me lo dio el coronel —aclaró Drew.

—Usted volvió a llamar, y pidió al médico que le suministrase un teléfono privado. Fue una conversación larga.

—De nuevo con Witkowski. El sabe con quien hablar y como hacer estas cosas.

—¿Que cosas?

—Por ejemplo retirar un cadáver y mantenerlo aislado.

—¿El de Harry?

—Si. En la escena del tiroteo nadie pudo saber quien era después que nos fuimos. Por eso concebí algunas ideas, mas o menos entre el momento en que salimos de allí y mi segundo llamada al coronel. Harry estaba impartiéndome esas órdenes, estaba diciéndome lo que debía hacer.

—Por favor, sea mas claro.

—He llegado a convertirme en él. Estoy ocupando su lugar. Yo soy Harry Latham.