Corrieron por la avenida Gabriel hasta que llegaron a una tienda de frente amplio y profundo, una joyería, cuyas costosas joyas brillaban más intensamente en la relativa penumbra. Karin lo empujó hacia la entrada; sin aliento, los dos trataron de respirar antes de que Latham hablase.
—Maldición, amiga, ¿qué sucedió? Usted dijo que estaba llamando a un control de intercepción, ¡pero de pronto estalló el infierno! Quiero una respuesta.
—Nunca hubo tal control —replicó de Vries, todavía tratando de recuperar el aliento—. En cambio, alguien se acercó al teléfono y gritó: «Tres hombres de negro, corren por la calle de un lugar a otro. ¡Quieren encontrar a su amigo!». Antes de que yo pudiese formular preguntas, vi dos baguettes que rodaban por el piso en dirección a nuestro reservado.
—¿Baguettes? ¿Hogazas de pan?
—Pequeñas hogazas, Drew. Pan artificial. Explosivos plásticos diez veces más poderosos que las granadas.
—Dios mío…
—Hay un taxi en la próxima esquina. ¡Deprisa! —Todavía sin aliento, se acomodaron en el asiento trasero de un taxi, y Karin indicó al conductor una dirección del distrito Marais—. En una hora regresaré a la embajada.
—¿Está loca? —la interrumpió Latham, y volvió la cabeza para mirarla—. La han visto conmigo, usted misma lo dijo. ¡La matarán!
—No lo harán si regreso en un período razonable… y me comporto como si hubiese sufrido un terrible shock… bastante histérica, aunque no descontrolada.
—Palabras —dijo Drew con acento brusco y despectivo.
—No, sentido común esencial en una situación frágil que exige que yo regrese cuanto antes a mi rutina normal.
—Repito, usted está loca. ¡No sólo estuvo conmigo, sino que fue la persona que lanzó la advertencia! Usted desencadenó la estampida.
—Lo mismo habría hecho cualquiera que entrase en el Gabriel, después de ver a todos esos policías y los patrulleros, y de oír que los terroristas habían baleado un automóvil. Santo Dios, Drew, dos hogazas de pan —aunque fuesen reales— rodando hacia un reservado mientras un hombre de suéter negro y una gorra con visera salía corriendo, y chocaba con un camarero, ¡caramba!
—Usted no me habló de ningún hombre que saliese corriendo…
—Con un grueso suéter, en este tiempo primaveral, la cara oculta… casi derribo a un camarero que llevaba una bandeja.
—O a cualquier camarero.
—Le diré de pasada que ningún camarero de una cervecería Parisiense arrojaría hogazas de pan como si fuesen pelotas.
—Está bien, está bien, usted puede explicar todo eso, pero no el hecho de que estaba conmigo.
—Manejaré ese asunto de un modo que cualquier francés, terrorista o no, comprenderá. Realizaré varios llamadas telefónicos para confirmar el hecho.
—¿Qué llamadas telefónicas? ¿Acerca de qué y a quién?
—A personas de la embajada, por supuesto a la sección D e I primero, después a la mesa de entradas, y finalmente a unos pocos que son conocidos indiscretos, entre ellos el ayudante principal de Courtland y el secretario del primer agregado. Les diré que estuve con usted en el restaurante que fue víctima de un atentado, que escapamos, que usted desapareció que yo estoy frenética.
—¡Con eso sencillamente conseguirá subrayar el hecho de que estuvimos juntos!
—Por una razón muy distinta que nada tiene que ver con su trabajo, del cual nada sé, porque nuestra relación es muy reciente.
—¿Y cuál sería la razón?
—Nos conocimos el otro día, nos sentimos mutuamente atraídos, y es evidente que marchamos hacia una relación más personal.
—Es lo mejor que usted ha dicho hasta ahora.
—No lo tome literalmente, Monsieur Latham, es nada más que una cobertura. El hecho es que como podemos suponer que la embajada ha sido infiltrada, la versión circulará rápidamente.
—¿Usted cree que la rama Parisiense de los neos la aceptará?
—No tienen alternativa, y eso en dos niveles. Si es mentira, me vigilarán, porque supondrán que usted intentará comunicarse conmigo y de ese modo podrán encontrarlo; si es la verdad, bien, no se justifica que pierdan tiempo conmigo. En cualquiera de los dos casos, estoy en condiciones de ayudarlo desde mi puesto de trabajo.
—Como un homenaje a Freddie, comprendo —dijo Drew, sonriendo amablemente mientras el conductor ingresaba en el Marais—, pero todavía creo que usted está corriendo un riesgo tremendo, amiga.
—¿Puedo decirle algo acerca de su lenguaje?
—Como guste.
—Su empleo irregular pero constante de la palabra «amiga» implica una actitud evidente de superioridad.
—No es ésa la intención.
—Probablemente no. Incluso así, es una contradicción cultural inconsciente.
—¿Cómo dice?
—Al usar la palabra «amiga», le asigna un sentido peyorativo, como si dijera «muchacha», o peor aún, «mujer de la calle».
—Me disculpo —sonrió Latham, también ahora amablemente—. He utilizado esa palabra más veces que las que puedo recordar con mi madre, y le aseguro que nunca le di un sentido… ¿cómo dijo?… peyorativo.
—Una madre puede aceptarlo como una expresión de cariño en la intimidad de la familia. Yo no soy su madre.
—Caramba, no. Ella es mucho más bonita y no riñe tanto como usted.
—¿Riñe…? —de Vries examino atentamente la cara del norteamericano, y percibió el humor en sus ojos—. Se echó a reír y le tocó el brazo. —Le otorgo el punto que me concedió en la mesa de la cervecería. A veces, tomo las cosas demasiado en serio.
—No importa. Ahora comprendo por qué usted y Harry se llevan bien. Usted analiza, vuelve a evaluar las cosas, y las analiza otra vez. Todo se convierte en una colección de círculos, ¿verdad?
—No, no es así, porque en algún punto de esos círculos hay una tangente que arranca y lleva a otra cosa. Invariablemente la verdad.
—¿Me creerá si le digo que comprendo lo que acaba de decir?
—Por supuesto. Su hermano tenía razón hace años, usted es mucho mejor que lo que cree ser… Pero por otra parte, no necesita decirme estas cosas.
—No, no necesito. Ahora mismo quiero saber adónde vamos, o mejor dicho adonde voy yo.
—A lo que ustedes los norteamericanos llaman una casa franca, es decir un lugar intermedio donde se confirman sus credenciales antes de despacharlo a un refugio.
—¿Las personas a quienes usted llamó desde el restaurante, desde la cervecería?
—Sí, pero en este caso usted será enviado inmediatamente. Yo confirmaré su identidad.
—¿Quiénes son esas personas?
—Es suficiente decir que están de nuestro lado, del suyo y del mío.
—Para mí no es suficiente, amiga… disculpe, señora De Vries.
—En ese caso, puede detener el taxi, descender, arreglarse solo, y que lo cacen como un animal hasta que consigan derribarlo.
—No necesariamente. Tal vez yo no soy Harry, pero tengo ciertas cualidades que me han servido en diferentes aprietos. ¿Le digo al conductor que detenga la marcha, o usted me informará con exactitud adónde vamos y a quiénes veremos?
—Usted necesita protección en este momento, y reconoce que no sabe en quién puede confiar…
—¿Y usted afirma que yo debo confiar en personas a las cuales no conozco? —la interrumpió Latham—. Usted merece que la internen en un manicomio. —Se inclinó hacia adelante, y habló al chófer—. Monsieur, s’il vous plaît, arrêtez le taxi…
—¡Non! —fue la orden muy firme de Karin—. No es necesario —continuó diciendo en francés al conductor, que se encogió de hombros y retiró el pie del freno—. Está bien —continuó ella, mirando a Drew—, ¿qué quiere hacer? ¿Adonde desea ir? ¿O prefiere que yo descienda con el fin de que no sepa donde está? Siempre puede comunicarse conmigo en la embajada… sugeriría que use un teléfono público, pero no necesito recomendarle eso. Seguro que usted no tiene mucho dinero encima, y no debe ir a su banco, como no debe ir a la oficina, a su apartamento o al Meurice; todos esos lugares seguramente están vigilados. Le daré lo que tengo, y más tarde podemos hacer otros arreglos… Por Dios, decídase. Tengo que comenzar a ejecutar muy pronto mi propia estrategia… ¡en unos minutos más, con el fin de que me crean!
—Habla en serio, ¿verdad? Me prestaría dinero, saldría, y permitiría que yo me haga humo, sin saber dónde estoy.
—Por supuesto, hablo en serio. No es lo mejor, y creo que usted es un maldito estúpido, pero es obstinado, y no puedo hacer nada para remediarlo. Es mucho más importante que conserve la vida, vea a Harry, y continúe con el asunto que nos interesa. Cada día que pasa la nueva dirección nazi sobrevive, y sus miembros se atrincheran cada vez mejor.
—Entonces, usted no insiste en llevarme con sus viejos amigos de Ámsterdam. —Las palabras de Latham no eran una pregunta.
—¿Como podría hacerlo? Usted no quiere escucharme, de modo que yo no insisto.
—Entonces, lléveme con ellos. Usted tiene razón, realmente no sé en quién confiar.
—Usted es imposible. Supongo que por lo menos advierte eso.
—No, no soy imposible. Sólo soy muy prudente. ¿Mencioné que he sido baleado tres veces en menos de treinta y seis horas, y hace diez minutos alguien trató de enviarme al infierno con una bomba? Oh, sí, señora, soy muy prudente.
—Créame, usted adoptó la decisión apropiada.
—No tengo alternativa. Y ahora bien, ¿quiénes son estas personas?
—La mayoría alemanes. Hombres y mujeres que detestan a los neos más que cualquiera de nosotros… ven cómo su país está siendo pisoteado por los supuestos herederos del Tercer Reich.
—¿Viven aquí, en París?
—Y en el Reino Unido, en los Países Bajos, en Escandinavia y los Balcanes… en todos los lugares en que creen que la Brüderschaft opera. Cada célula tiene un número reducido de miembros, quince o veinte personas, pero actúan con la famosa eficiencia alemana, y están financiados por un grupo de líderes y empresarios industriales alemanes, que no solo desprecian a los neos sino que temen que puedan destruir la imagen de la nación, y por lo tanto su economía.
—Se diría que son el reverso de la Fraternidad.
—¿Cuál cree que es el factor que está destruyendo al país? Eso es exactamente lo que son, y lo que tienen que ser. Bonn adopta actitudes políticas; las empresas tienen un carácter práctico. El gobierno debe buscar los votos de un electorado heterogéneo; el sistema financiero por encima de todas las cosas debe evitar que lo aíslen de los mercados mundiales, a causa del espectro de un renacimiento nazi.
—Estas personas, sus amigos —estas «células»—, ¿tienen un nombre, un símbolo, algo que los identifique?
—Sí. Se autodenominan los Antinayous.
—¿Qué clase de nombre es ése?
—En realidad no lo sé, pero su hermano se echó a reír cuando Freddie se lo dijo. Afirmó que tenía que ver algo con la antigua Roma y con un historiador llamada Dión Casio. Harry dijo que el nombre se ajustaba a las circunstancias.
—Harry es un verdadero diccionario —masculló Drew—. Recuérdeme que debo reemplazar mi enciclopedia… Está bien, vamos a ver a sus amigos.
—Están a sólo dos calles de aquí.
Wesley Sorenson se había decidido. No había pasado toda su vida adulta al servicio de su patria para verse apartado de una información esencial a causa de la iniciativa de un burócrata del servicio de inteligencia, que estaba extrayendo una conclusión errónea e insultante. En resumen, Wes Sorenson era un hombre que estaba enojado, y no veía motivos para disimular esa cólera. No había aspirado al cargo de director de Operaciones Consulares; lo había convocado un Presidente lúcido, que percibía la necesidad de coordinar los servicios de inteligencia, de modo que alguna de sus ramas no frustrase los objetivos del Departamento de Estado en el período de la Posguerra Fría. Había respondido al llamada abandonando un agradable retiro, en el cual gracias a una familia adinerada, no necesitaba que se le pagase una pensión. De todos modos, habría merecido sobradamente esa pensión, de la misma manera que había conquistado el respeto y la confianza de toda la comunidad de inteligencia. Expresaría sus sentimientos en la conferencia a la cual debía asistir en un rato más.
Lo introdujeron en la enorme oficina donde el secretario de Estado Adam Bollinger estaba sentado detrás de su escritorio. Frente al secretario, en uno de los dos sillones, el cuerpo medio vuelto para saludar, había un negro alto y corpulento, de poco más de sesenta años. Era Knox Talbot, director de la CIA, ex alto oficial de inteligencia en Vietnam, y un intelecto notable que había amasado varias fortunas en los mundos traicioneros del comercio y el arbitraje. Sorenson simpatizaba con Talbot, y lo divertía siempre el modo en que disimulaba su brillo con un humor presuntamente humilde, y una demostración de inocencia muy ingenua. En cambio, el secretario Bollinger era un problema para el director de Operaciones Consulares. Sorenson reconocía la agudeza política del secretario de Estado, incluso su jerarquía internacional, pero en ese hombre había cierta superficialidad que lo inquietaba. Era como si todo lo que decía y hacía estuviese calculado, fuese artificial, y careciera de un compromiso apasionado, un hombre frío con una sonrisa luminosa que trasuntaba cierto encanto aparente, pero escasa calidez.
—Buenos días, Wes —dijo Bollinger, con una sonrisa meramente oficial, pues esa reunión era muy importante, y no había tiempo para refinamientos; él deseaba que sus subordinados lo supieran.
—Hola, espía máximo —agregó Knox Talbot, sonriendo—. Parece que nosotros los neófitos necesitamos un poco de refuerzo.
—Knox, en nuestra agenda no hay nada que ni remotamente sea divertido —observó el secretario, su mirada neutral apartándose de los papeles depositados sobre el escritorio, y clavándose en Talbot.
—Adam, tampoco ayudará adoptar una actitud rígida —replicó el director de la CIA—. Nuestros problemas pueden ser inmensos, pero varios pueden resolverse con una sonrisa.
—Considero que esa declaración es casi irresponsable.
—Considérela como le plazca, pero sugiero que mucho de lo que sabemos de la Operación Aguijón es realmente irresponsable.
—Únase a nosotros, Wesley —dijo Bollinger mientras Sorenson se acercaba al sillón que estaba a la derecha de Talbot, y se sentaba—. No negaré —continuó diciendo el secretario de Estado— que la lista de Latham es abrumadora, pero debemos considerar la fuente. Yo le pregunto, Knox, ¿en la CIA hay un agente encubierto más experimentado que Latham?
—Por lo que sé, no existe —replicó el jefe de la CIA—, pero eso no excluye que lo hayan desinformado.
—Eso supone que su cobertura fue revelada a la dirección de los neos.
—Nada sé de eso —dijo Talbot.
—Pues así fue —dijo Sorenson sin rodeos.
—¿Qué?
—¿Qué?
—Hablé con el hermano de Harry —dijo Sorenson—. Es uno de mis hombres, y lo supo por una mujer que está en París, la viuda de un agente de Latham en Berlín Oriental. Los neos estaban al tanto de todos los datos acerca de Aguijón. Nombre, objetivo, incluso la duración que se calculaba para esa misión.
—¡Eso es imposible! —exclamó Knox Talbot, y su cuerpo grueso se inclinó hacia adelante, mientras la cabeza grande se volvía hacia Sorenson, con un destello ominoso en los ojos negros—. Esa información está tan bien guardada que sería imposible revelarla.
—Pruebe sus computadoras AA–Zero.
—¡Están intactas!
—No es así, Knox. Usted tiene en el gallinero secreto una persona que en realidad es un zorro.
—No le creo.
—Acabo de darle todos los detalles del asunto, ¿qué más necesita?
—¿Quién demonios podría ser?
—¿Cuántas personas operan las computadoras AA–Zero?
—Cinco, con tres suplentes, cada uno investigado hasta el día en que nació. Todos aprobados totalmente, absolutamente blanqueados, y yo acepto ese veredicto por completo, a pesar de mi evidente rechazo de la frase. ¡Por Dios, son algunas de nuestras figuras principales en el campo de la alta tecnología!
—Knox, uno de ellos está manchado. Uno de ellos se deslizó a través de las redes impenetrables.
—Los someteré a vigilancia total.
—Usted hará algo más que eso, señor director —dijo Adam Bollinger—. Someterá a vigilancia a todos los individuos que están incluidos en la lista de Harry Latham. Dios mío, podríamos tener en las manos una conspiración global.
—Por favor, señor secretario, ni siquiera estamos aproximadamente cerca de esa situación. Todavía no. Pero debo preguntarle, Knox, ¿quién tachó el nombre de Claude Moreau de la lista que me enviaron?
Con evidente asombro, Talbot pestañeó, y después reaccionó rápidamente.
—Lo siento, Wes —dijo en voz baja—. Se hizo por indicación de una fuente fidedigna, un veterano de la inteligencia, que trabajó con los dos en Estambul. Dijo que ustedes dos mantenían una relación muy estrecha, que Moreau le salvó la vida en los Dardanelos cuando usted estaba destacado en Mármara. Nuestro hombre no estaba seguro de que usted adoptase una actitud objetiva. Eso es todo. ¿Cómo lo supo?
—Alguien aprobó una lista que fue enviada al embajador Courtland…
—Tuvimos que hacerlo —interrumpió Talbot—. Los alemanes comunicaron la lista, y Courtland se encontró en un aprieto diplomático…
¿El nombre de Moreau estaba incluido?
—Vaya por los descuidos de la Agencia.
—Un error, un error humano, ¿qué más puedo decir? Hay un número excesivo de máquinas que escupen datos con demasiada velocidad… Pero en su caso, la justificación era comprensible. Un hombre le salva la vida, y usted se apresurará a defenderlo. Quizá sin querer, una especie de tanteo impulsado por la simpatía, incluso puede darle a entender que se ha comenzado a someterlo a un examen microscópico.
—No si uno es profesional, Knox —dijo secamente el jefe de Operaciones Consulares—, y creo que yo alcancé ese nivel.
—Por Dios, de eso no cabe la más mínima duda —coincidió Talbot, asintiendo—. Usted estaría ocupando mi lugar si se mostrase dispuesto a aceptarlo.
—Nunca lo quise.
—De nuevo me disculpo. Pero ya que estamos en el tema, ¿qué opina de la inclusión de Moreau?
—Creo que es absurda.
—Lo mismo puede decirse acerca de veinte o veinticinco nombres más, y eso sólo en Estados Unidos; y cuando usted considera los colaboradores y asociados, termina con un grupo de más de doscientas personas en altos puestos. Hay setenta, poco más o menos, en el Reino Unido y en Francia, y esa cifra puede multiplicarse por diez. Entre ellos hay hombres y mujeres a quienes consideramos auténticos patriotas, y, al margen de las simpatías políticas que quizá no nos agraden, personas a quienes respetamos. ¿Puede decirse que Harry Latham, uno de los mejores y de los más inteligentes, es un emboscado, un agente encubierto que perdió la cabeza?
—Es difícil imaginarlo…
—Y ésa es la razón por la cual todos los hombres y las mujeres incluidos en esta lista deberán ser investigados a partir del momento en que pudieron caminar y hablar —anunció enfáticamente el secretario de Estado, su boca transformada en una fina línea—. Hay que buscar debajo de cada piedra, y obtener información que haga que las investigaciones del FBI parezcan un modelo de pobreza intelectual y material.
—Adam —protestó Knox Talbot—, ése es el territorio del FBI, no el nuestro. Eso está explicado claramente en la «carta de los cuarenta y siete».
—Al demonio con la carta. Si hay nazis merodeando por los corredores del gobierno y la industria, y las supuestas artes, tenemos que encontrarlos y denunciarlos.
—¿Con qué autoridad? —preguntó Sorenson, mientras estudiaba la cara del secretario de Estado.
—Con mi autoridad, si así lo desea. Yo asumo la responsabilidad.
—El Congreso puede oponerse —insistió el director de Operaciones Consulares.
—Al demonio con el Congreso, lo único que se necesita es cierta discreción. Santo Dios, por lo menos pueden hacer eso, ¿verdad? Ustedes son parte de la administración, ¿no es cierto? Caballeros, se la denomina la Rama Ejecutiva, y si el Ejecutivo, la propia presidencia, puede destruir la influencia nazi en este país, la nación se sentirá eternamente agradecida. Ahora, a trabajar, a coordinar y a traerme resultados. Nuestra conferencia ha concluido. Tengo una cita con uno de esos productores de los programas televisados de los domingos. Voy a anunciar la nueva política del Presidente acerca del Caribe.
En el corredor del Departamento de Estado, Knox Talbot se volvió hacia Wesley Sorenson.
—Fuera de comprobar que él está manipulando nuestras computadoras AA–Zero, no tengo estómago para nada de todo esto.
—Primero renunciaré —dijo el jefe de Operaciones Consulares.
—Ése no es el modo —replicó Knox Talbot—. Si renunciamos, él encontrará un par de individuos a quienes pueda controlar en serio. Sugiero que ambos permanezcamos y «coordinemos» discretamente con el FBI.
—Bollinger excluyó esa posibilidad.
—No, se opuso específicamente e invalidó el programa de los 47 puntos que prohíbe que usted y yo actuemos en el plano interno. Hemos analizado sus palabras, y llegamos a la conclusión de que en realidad él no desea que actuemos de manera inconstitucional. Es probable que después nos lo agradezca. Demonios, los acólitos que rodeaban a Reagan hacían lo mismo todo el tiempo.
—Knox, ¿Bollinger no vale la pena?
—No, él no vale la pena, pero nuestras organizaciones sí. He trabajado con el jefe del FBI. No está obsesionado con su propio dominio, no es Hoover. Es un tipo decente, un ex juez a quien se consideró un hombre de espíritu equitativo, y conoce muchas maniobras especiales. Lo convenceré de que todo lo que tiene que hacer es guardar silencio e investigar a fondo, pero formular aportes concluyentes. Y miremos de frente el asunto, es imposible ignorar a Harry Latham.
—Todavía creo que el juicio acerca de Moreau es un error, un terrible error.
—Quizá hay otros por el estilo, pero asimismo puede pensarse en la existencia de otros que no se encuentran en esa situación. Lamento decirlo, pero Bollinger en eso tiene razón. Yo me comunicaré con el FBI, y usted ocúpese de Harry Latham.
—Veo otro problema, Knox —dijo Sorenson frunciendo el entrecejo—. ¿Recuerda toda la basura de la década de los 50, la farsa de McCarthy?
—Por favor —contestó el funcionario negro—. Yo cursaba el primer año de la universidad, y mi padre era un abogado especializado en derechos civiles. Dijeron que era comunista, y tuvimos que trasladarnos a Wilmington a Chicago, de modo que mis dos hermanas y yo pudiéramos asistir al Colegio. Caramba, lo recuerdo perfectamente.
—Asegúrese de que el FBI entienda la posible semejanza. No queremos arruinar la reputación o incluso la carrera de nadie a causa de acusaciones irresponsables… o peor, de los rumores constantes. No queremos la prepotencia federal; tenemos que ser profesionales discretos.
—He convivido con los matones armados, Wes. Es prioritaria la necesidad de cortarles el paso. Rigurosamente profesionales, rigurosamente discretos, ésa es la consigna.
—Ojalá tengamos buena suerte —dijo el director de Operaciones Consulares—, pero la mitad de mi cerebro, en el supuesto de que yo posea ese órgano, me dice que estamos en aguas peligrosas.
La casa franca de los Antinayous en el distrito Parisiense de Marais estaba guarnecida por dos mujeres y un hombre instalados en un cómodo apartamento, sobre una tienda elegante en la rue Delacort. Las presentaciones fueron rápidas; Karin de Vries se encargó de la mayor parte de la conversación, y explicó las necesidades de Drew Latham y lo hizo de un modo inmediato y enfático. La mujer de cabellos grises que estaba a cargo del grupo conferenció brevemente con sus colegas.
—Lo enviaremos a la Maison Rouge Monsieur, usted tendrá todo lo que necesite. Karin y su finado esposo siempre colaboraron con nosotros. Buena suerte, señor Latham. La Brüderschaft debe ser destruida.
El viejo edificio de piedra denominado la Maison Rouge había sido inicialmente un hotelito económico, convertido después en un edificio de pequeñas oficinas económicas. De acuerdo con la lista de inquilinos, albergaba a oficinas como una agencia de colocaciones de trabajadores manuales, una firma de plomeros, un impresor, una agencia de detectives privados especializados en «procedimientos de divorcio», así como una serie de tenedores de libros, mecanógrafos, servicios de portería y oficinas en alquiler, de las cuales no había ninguna vacante. En realidad, sólo la agencia de colocaciones y el impresor eran auténticos; el resto no estaba en la guía telefónica de París, al parecer porque habían quebrado o suspendido sus actividades durante cierto período (corregido paulatinamente en los anuncios fijados sobre las puertas). En lugar de ellos había habitaciones individuales y dobles, y una serie de mini suites, todas completas, con teléfonos que no estaban en guía, máquinas de fax, máquinas de escribir, televisores y computadoras personales. Dos estrechos callejones laterales llevaban al fondo, donde había una puerta corrediza oculta, que parecía una alta sucesión de vidrios rectangulares. No debía usarse nunca ese acceso durante las horas del día.
Cada huésped de los Antinayous recibía instrucciones concisas acerca de lo que se esperaba de él o ella, incluso en relación con la ropa (si era necesario se le suministraba el correspondiente atuendo), el comportamiento (no debía reproducir los modales propios de la clase alta Parisiense), la comunicación entre los residentes (absolutamente prohibida a menos que la autorizara «la administración»), y el calendario exacto de las entradas y las salidas (también debía contar con la aprobación administrativa). El incumplimiento de las normas determinaba la expulsión inmediata, sin apelación posible. Las reglas sin duda eran duras, pero su objetivo era el beneficio general.
Se asignó a Latham una mini suite en el tercer piso; los detalles técnicos lo impresionaron tanto como lo que Karin había denominado Una perspectiva interesante, pero inconcebible… pensándolo «eficiencia alemana». Después de haber sido instruido detenidamente en el funcionamiento del equipo por un miembro de la administración, pasó al dormitorio y se acostó, echó una ojeada a su reloj, y calculó que en poco más de una hora podía llamar a Karin de Vries a la embajada. Deseaba hacerlo cuanto antes; la espera hasta comprobar si la estrategia de Karin había tenido éxito parecía profundamente desagradable, si bien la mentira que ella había ideado era original, e incluso humorística, en vista de las circunstancias. La táctica de Karin era sencilla: se hallaban juntos en la cervecería donde había estallado la bomba; él había desaparecido y ella estaba frenética, ¿por qué? Porque a Karin ese hombre le parecía encantador, y entre ellos estaba «incubándose una relación amorosa». Bien, se dijo Drew, quizá no demasiado interesante. Ella era una mujer extraña, con verdadera razón desbordante de irritación y colmada de recuerdos dolorosos, y su atracción femenina se veía amortiguada por ambas cosas. Era una hija de la angustia europea, de las conmociones nacionales y raciales que estaban envenenando a todo el continente, y Latham no estaba dispuesto a unirse a ese tipo de gente. Se sentía incómodo cuando veía cómo los rasgos definidos pero extrañamente suaves y hermosos, se convertían en una máscara glacial, y los ojos muy grandes eran dos cubos de hielo, en el momento en que el pasado la reclamaba. No, él ya tenía suficientes problemas propios.
Pero entonces, ¿por qué pensaba así acerca de ella? Por supuesto, Karin le había salvado la vida… pero por lo demás, también había salvado su propia vida. La vida de Drew… ¿cómo había dicho Karin? «Quizá todo estaba destinado a que pareciese así». ¡No! Drew estaba harto de los círculos en el interior de otros círculos, en una suerte de dibujo interminable en que no había tangentes que condujesen a una verdad irrefutable. ¿Dónde estaba la verdad? ¿La lista de Harry? ¿La preocupación de Karin? ¿Moreau? ¿Sorenson?… ¡Casi lo habían muerto cuatro veces, y eso era bastante! Tenía que descansar, y después pensar; pero ante todo descansar.
El descanso era un arma, a menudo más poderosa que las armas de fuego, le había dicho cierta vez un veterano entrenador. De modo que con el agotamiento originado en el miedo y la ansiedad, Drew cerró los ojos. El suelo inquieto de todos modos llegó muy pronto.
El duro repiqueteo del teléfono lo despertó; se sentó en la cama y descolgó el auricular:
—¿Sí?
—Soy yo —dijo Karin—. Estoy hablando por el teléfono del coronel.
—Muy bien —interrumpió Latham, frotándose los ojos con la mano izquierda—. ¿Witkowski está allí?
—Pensé que usted podía preguntar eso. Sí, está aquí.
—Hola, Drew.
—Los intentos contra mi vida están multiplicándose.
—Eso parece —coincidió el veterano del G–2—. Permanezca escondido hasta que se aclaren las cosas.
—¿Qué grado de claridad deben alcanzar? ¡Stanley, quieren liquidarme!
—En ese caso tenemos que convencerlos de que por el momento no les reportaría ningún beneficio. Usted tiene que ganar tiempo.
—¿Cómo demonios lo consigo?
—Necesito saber más de lo que sé para ofrecerle una respuesta, pero básicamente se trata de lograr que crean que usted es más valioso vivo que muerto.
—¿Qué necesita saber?
—Todo. Sorenson es su jefe, su control máximo. Conozco a Wesley, no muy bien, pero estamos relacionados. De modo que comuníquese con él, garantice mi intervención, y póngame al tanto de todo el asunto.
—No necesito hablar con él. Se trata de mi vida, y ahora adoptaré una decisión en el teatro de los hechos. Tome notas, y después quémelas. —Latham comenzó por el principio, con la desaparición de Harry en los Alpes Hausruck, su captura y su fuga de la Fraternidad; después, la desaparición de los archivos de Washington referidos a un general francés desconocido, y más tarde la relación con Jodelle, su suicidio en el teatro, y la intervención de su hijo Jean–Pierre Villier. En este punto, Stanley Witkowski lo interrumpió bruscamente.
—¿El actor?
—El mismo. Fue tan estúpido que salió a la calle a representar el papel del vagabundo, y retornó con una información que podría ser útil.
—Entonces, ¿el viejo era realmente su padre?
—Confirmado y reconfirmado. Fue miembro de la Resistencia, Capturado por los alemanes y enviado a los campos de concentración, donde perdió el juicio… casi por completo.
—¿Casi? ¿Qué significa eso? Uno está loco o no lo está.
—Una pequeña parte de su persona no lo estaba. Sabía quién era… qué era… y durante casi cincuenta años nunca intentó relacionarse con su hijo.
—¿Nadie intentó relacionarse con él?
—Como sucedió con muchos miles que nunca regresaron, lo dieron por muerto.
—Pero no fue así —observó reflexivamente Witkowski—, solo mentalmente deteriorado, y sin duda una ruina física.
—Por lo que me dicen, era casi imposible identificarlo. De todos modos, no pudo dejar de salir a perseguir a un general traidor que había ordenado la ejecución de su familia y cuyo nombre desapareció con los archivos. Villier confirmó el dato; supo que en el Valle del Loira había alguien. En esa región, viven cuarenta o cincuenta generales retirados, en modestas casas de campo o en residencias más amplias que son propiedad de terceros. Ésa fue su información… eso y el número de licencia de uno de los propietarios, que lo expulso por formular preguntas.
—¿Acerca del general?
—Uno de un total de cincuenta o sesenta que viven en la región. Un soldado que era general hace cincuenta años, debería haber alcanzado los noventa, o incluso más, si todavía vive.
—Desde el punto de vista actual, es una posibilidad bastante remota —dijo el coronel—. Los soldados veteranos, especialmente los que estuvieron en combate, rara vez pasan de los ochenta… un rasgo relacionado con las antiguas traumas que en definitiva los afectan más tarde. El Pentágono realizó un estudio hace pocos años, para responder a las preguntas de varios consultores.
—Bastante ingrato.
—Y necesario, cuando se revela información confidencial y la estabilidad mental se deteriora al mismo tiempo que disminuye la salud. Esos viejos soldados generalmente viven aislados, y decaen poco a poco. Si no quieren que los encuentren, es imposible descubrirlos.
—Me parece, coronel, que ahora está exagerando.
—Estoy pensando, maldito sea… Jodelle descubrió algo, y después se suicidó frente al hijo a quien nunca había reconocido, mientras gritaba que ese hombre era su hijo. ¿Por qué?
—Supongo que a causa de que todo lo que supo le demostraba que el enemigo era demasiado imponente, de modo que él no podía enfrentarlo. Poco antes de meterse el cañón en la boca y volarse la cabeza, también gritó que había fracasado… que había fracasado ante su hijo y su esposa. Su derrota era total.
—Leí en los diarios que Villier suspendió la representación de Coriolano, sin razones definidas, excepto que se sentía muy afectado por el suicidio del anciano. El artículo no era de ningún modo claro; en realidad, sugería que el actor conocía cosas de las cuales no deseaba hablar. Por supuesto, lo mismo que yo todos se preguntaron si Jodelle decía la verdad. Nadie desea creerlo, porque la madre de Villier fue una gran estrella y el padre uno de los miembros más respetados de la Comédie Francaise, y ambos viven. Por supuesto, el periodismo no puede llegar a ellos; al parecer se encuentran en una isla privada del Mediterráneo.
—Todo lo cual convierte a Villier en un blanco tan importante como yo, un hecho que aclaré bien a nuestra empleada, la señora de Vries.
—Todo esto es absurdo. Hubiera debido controlar y contener a Villier.
—Estuve pensando en eso, Stanley. Dije que Villier es un estúpido, y en vista de todo lo que hizo, merece el calificativo, pero no es un estúpido ciego. No dudo de que arriesgó su propia vida, confiando en sus disfraces y sus técnicas de actor. De todos modos, no creo ni por un minuto que arriesgase la vida de su esposa o sus padres convirtiéndose en un blanco público de los neos, lo repito, en un blanco.
—¿Usted quiere sugerir que estaba programado?
—Ni siquiera deseo pensarlo, porque Moreau, del Deuxième, fue el último funcionario al tanto del asunto que habló con Villier antes que este anunciara que estaba suspendiendo la representación.
—No comprendo —dijo Witkowski con voz vacilante—. Claude Moreau es uno de los mejores miembros de la inteligencia francesa. Realmente no lo entiendo, Drew.
—Ajuste el cinturón de seguridad, coronel. Harry trajo una lista de nombres. —Latham procedió a suministrar la inquietante información que su hermano había conocido mientras estaba en poder de los nazis regenerados. Era alarmante y asombrosa la colección de nombres de personas muy influyentes, que al parecer no sólo simpatizaban con los objetivos de la nueva raza de señores, sino que trabajaban activamente en favor de los mismos.
—No sería la primera vez desde la época de las legiones del faraón que las capas superiores de los países se vieran infestadas por los piojos —lo interrumpió Witkowski—. Si Harry Latham trajo esa información, hay que considerar que es absolutamente cierta. Alcanza el mismo nivel elevado que Claude Moreau: inteligencia, instinto, talento y tenacidad; todo junto. En esta profesión no hay hombres mejores que esos dos.
—Stanley, Moreau está en la lista de Harry —dijo tranquilamente Drew. El silencio en el teléfono de la embajada fue tan eléctrico como había sucedido con Sorenson cuando Latham le había suministrado la misma información—. Coronel, supongo que todavía está allí.
—Ojalá no estuviese —masculló Witkowski—. No sé qué decirle.
—¿Qué le parece si mencionamos la palabra basura?
—Ésa es mi primera reacción, pero hay otra, y es igualmente intensa. Se llama Harry Latham.
—Lo sé… por todas las razones que usted mencionó y varias que calló. Pero incluso mi hermano puede cometer un error, y aceptar la desinformación hasta que la analiza. Por eso tengo que hablar con él.
—La señora de Vries explicó que llegará a París en un día o dos, y que usted le dejó un mensaje pidiendo que lo llamase y que insistiera… aunque ahora es evidente que él no podrá comunicarse.
—Ni siquiera puedo darle un número; no está escrito aquí, en el teléfono. Pero usted lo tiene.
—Ese número está sepultado en la maraña de líneas telefónicas clandestinas; por lo menos eso es lo que sucede con la dirección, y no me cabe duda de que es falsa.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Es un abuso de confianza que ni Sorenson ni yo normalmente aprobaríamos, pero dígale a la señora De Vries dónde puede encontrar a Harry en Londres. Partiremos de allí y arreglaremos un encuentro. Aquí viene.
—¿Drew? —dijo Karin, que ahora estaba al teléfono—. ¿Todo está bien en la Maison Rouge?
—De primera, amiga… discúlpeme, ¿qué le parece «mi benévola amiga de sexo femenino»?
—No intente pasarse de listo, no servirá. Los Antinayous pueden ser bastante hostiles, incluso con la gente comprobadamente aliada.
—Oh, son excelentes, excepto que todo lo que dicen parece terminar con un signo de admiración.
—Es el idioma, no le preste atención. Ya oyó al coronel, ¿cómo puedo comunicarme con Harry?
—Está en el Gloucester, con el nombre de Wendell Moss.
—Haré los arreglos. Quédese donde está y trate de conservar la calma.
—Eso no es muy fácil. Estoy en este embrollo, pero también estoy al margen del mismo. No puedo decidir las cosas, y eso me molesta.
—No está en condiciones de decidir nada, mi querido amigo. El coronel y yo lo haremos, y procederemos de acuerdo con sus mejores intereses, que son también nuestros mejores intereses.
—De nuevo diré que no tengo más remedio que aceptar, y gracias por el «mi querido». Un toque de calidez resulta agradable en este momento. Aquí hace frío.
—Lo concedo gratuitamente. Como usted hizo con la palabra «amiga», que aplicó a su madre, que es más bonita y menos belicosa que yo. Ahora estamos en familia, pues pocas familias podrían mantener relaciones más estrechas que nosotros, al margen de que nos agrade o no.
—Vea, desearía que estuviese aquí.
—No debería desearlo. Sería una terrible decepción, agente Latham.
A bastante profundidad entre las paredes blanquísimas de la embajada, un miembro de chaqueta blanca del Equipo C, es decir el equipo de la tarde, desconectó el aparato que grababa todo lo que se decía en todos los teléfonos de la embajada; las mezcladoras no afectaban los llamadas internos, hecho que ni siquiera el embajador conocía, órdenes de Washington. El encargado de la intersección miró el reloj de la pared; faltaban siete minutos para las cuatro, siete minutos para el fin de su turno, siete minutos para retirar la grabación y reemplazarla subrepticiamente por una cinta virgen. Podía hacerlo. Tenía que hacerlo. ¡Sieg Heil!