Capítulo 7

Aturdido, Drew salió de su oficina, descendió la escalera circular que conducía al vestíbulo de la embajada, y salió atravesando el portal de bronce, para llegar a la avenida Gabriel. Giró hacia la derecha y se encaminó hacia la cervecería, donde él y Karin de Vries habían decidido almorzar. No solo estaba aturdido, estaba furioso. Courtland había rehusado incluso comentar la asombrosa revelación de que Claude Moreau, jefe del Deuxième Bureau, estaba en la «lista de Harry». Se limitó a dejar suspendida en el aire la extraordinaria declaración, y desechó las protestas de Latham con las palabras: «No tengo nada más que decirle. Colabore con Moreau, pero no le suministre absolutamente nada. Llámeme mañana, y dígame lo que sucedió». Después de impartir estas instrucciones muy precisas, el embajador cortó la comunicación.

¿De modo que Moreau era un neo? ¡Eso era tan verosímil como decir que De Gaulle había sido un simpatizante alemán durante la Segunda Guerra Mundial! Drew no era estúpido; comprendía y aceptaba completamente la realidad de los topos y los agentes dobles, pero remitir el prontuario de Moreau a cualquiera de ambas categorías sin previo examen era un sofisma absoluto. Un oficial que ascendía desde la base después de años de operaciones clandestinas para encabezar una rama tan especializada como el Deuxième, necesitaba someterse al escrutinio de mil pares de ojos, algunos pertenecientes a admiradores y otros a individuos que envidiaban su suerte, y estos últimos decididos a invalidar sus pretensiones con todos los elementos negativos disponibles. Sin embargo, Moreau había sobrevivido a ese desafío; no sólo había sobrevivido, sino que se le había asignado el calificativo de «categoría mundial», una frase que Latham dudaba fuese utilizada desaprensivamente por otro individuo de la misma jerarquía, por ejemplo Wesley Sorenson.

—¡Monsieur! —gritó la voz desde un automóvil en la calle; era evidente que el vehículo del Deuxième lo seguía de cerca—. ¡Entre vous, s’il vous plaît!

—Solamente debo caminar un par de calles —grito Drew, esquivando a los transeúntes para acercarse al cordón—. Como ayer, ¿recuerda? —agregó en su francés simplificado.

—No me agradó lo de ayer, y hoy tampoco me agrada. ¡Por favor, entre! —El automóvil del Deuxième se detuvo mientras Latham abría de mala gana la portezuela y se acomodaba en el asiento delantero.

—Usted exagera, René… ¿o usted es Marc? Me confundo.

—Soy Francois, Monsieur, y no me agrada la confusión. Tengo que hacer mi trabajo.

De pronto, hubo una serie de resonantes explosiones, y los proyectiles repiquetearon sobre el cristal de seguridad exterior, en las ventanas laterales, y después salpicaron el parabrisas, cuando un sedán negro se adelantó veloz, deslizándose a través del tránsito.

—¡Cristo! —rugió Drew, aferrando el asiento delantero, la cabeza bajo el tablero—. Usted lo vio venir, ¿verdad?

—Sólo consideré la posibilidad, Monsieur —respondió el conductor, respirando con un jadeo, el cuerpo arqueado sobre el asiento. Había frenado el automóvil, y el parabrisas estaba tan astillado que la visión era nula—. Un automóvil se apartó del cordón cuando usted salió de la embajada. Uno no abandona el estacionamiento en la avenida Gabriel sin buenos motivos, y los hombres de ese automóvil se enojaron cuando yo les cerré el paso y comencé a llamarlo a gritos.

—Le debo una, Francois —se apresuro a decir Latham, y con movimientos torpes se incorporó, se volvió y apoyó los pies en el piso, mientras la gente de la calle se aproximaba cautelosamente al vehículo del Deuxième—. ¿Y ahora qué?

—La policía llegará de un momento a otro, alguien la llamará…

—No puedo hablar con la policía.

—Comprendo. ¿Adónde iba? —A una cervecería que está en la calle siguiente. Del lado del frente.

—La conozco. Vaya allí ahora. Camine con la gente y mézclese con ellos. Muéstrese muy excitado, lo mismo que todos. Cuando salga del coche, camine hasta la cervecería en la actitud más discreta posible. Quédese allí hasta que vayamos a buscarlo y nos comuniquemos por teléfono.

—¿Por quién preguntarán?

—Usted es norteamericano. Jones servirá. Dígale al maître que espera un llamada. ¿Tiene un arma?

—Por supuesto.

—Sea cuidadoso. Es improbable, pero esté preparado para lo inesperado.

—No necesita decírmelo. ¿Y usted?

—Sabemos lo que hacemos. ¡Deprisa!

Drew abrió la portezuela, la cerró deprisa e instantáneamente dobló el cuerpo, y después se enderezó, fingiendo el mismo pánico que mostraban todas las personas próximas. Unos momentos después era uno más de la multitud. Modificando a menudo su estatura, caminó deprisa hasta el extremo opuesto de la avenida Gabriel, y mientras miraba alrededor, explorando todos los rincones, de nuevo enfiló hacia la cervecería, para ir al encuentro de Karin de Vries.

Llegó demasiado temprano. Lo advirtió cuando vio el restaurante medio vacío; pero tenía que permanecer lejos de su oficina, lejos de la embajada. De pronto los dos lugares exhibieron una atmósfera que no agradó a Drew, sobre todo después de lo que había sucedido a menos de trescientos metros de distancia. Aún tenía que pensar en todo eso, y reflexionar profundamente.

—Una mesa reservada a nombre de Vries —dijo en inglés al hombre de etiqueta que le salió al encuentro.

—Por supuesto, señor… Monsieur, llega un poco temprano.

—¿Eso representa un problema?

—En absoluto. Venga, lo llevaré a su mesa. La señora prefiere un lugar en el fondo.

—Mi nombre es Jones. Tal vez me llamen por teléfono.

—Lo pasaré a la mesa…

—¿A la mesa?

—En estos tiempos todos tienen teléfono, ¿no? De qué modo la gente puede manejar caminar por la calle en medio del tránsito mientras habla por teléfono, es algo que me asombra. ¡Mon Dieu, no me extraña que el número de accidentes sea tan elevado!

—Dígame —preguntó Latham, pensando deprisa mientras se sentaba—. ¿Puede traerme un teléfono ahora?

—Ciertamente. ¿Local o larga distancia, Monsieur?

—Larga distancia —replicó Drew, frunciendo el entrecejo.

—El teléfono está numerado, y el cargo será incluido en su factura.

—Para ustedes debe ser una molestia —dijo Latham.

—Podría serlo, pero no se lo decimos a todos, ni publicitamos la comodidad. Y son tantos los que traen sus propios teléfonos…

—Pero usted me informó de este servicio —lo interrumpió Drew, mirándolo en los ojos.

—Por supuesto. Usted es miembro de la ambassade américaine, ¿n’estce pas? Vino aquí muchas veces, señor Jones.

—Supongo que sí —convino Latham, entregando al maître su tarjeta de crédito—. Pero nunca reservé mesa.

Merci. ¿Puedo pedirle una copa o una botella de vino?

—Whisky. Escocés, por favor. —El hombre se retiró, llegó el whisky, y Drew se acomodó en el reservado, sintiendo que le temblaban las manos y se le sonrojaba la cara.

¡Dios santo, de no haber sido por la intervención de ese chófer experimentado y observador lo habrían asesinado en la avenida Gabriel!

¡Habían atentado tres veces contra su vida en el plazo de un día y medio. La primera vez la noche de la antevíspera, la segunda esa mañana en la madrugada, y ahora unos minutos antes! Estaba marcado, y el honor y póstumo de haber muerto en cumplimiento del deber no lo atraía en absoluto. Era indudable que el cáncer nazi estaba difundiéndose a través de Alemania y aún más allá. ¿Hacia dónde, y quién sabía a qué atenerse? ¿Y cuál era el grado de su eficacia, y quién podía calcular ese dato?

La lista de Harry presagiaba las peores consecuencias para los países de la revelación de Karin de Vries en el sentido de que la Fraternidad había invadido las computadoras ultra secretas de la Agencia para extraer información acerca de la Operación Aguijón ciertamente confirmaba la infiltración en Washington. Por Dios, él había dicho a Villier que los nuevos nazis estaban extendiéndose por doquier, pero eso había sido una hipérbola, un modo de excitar el interés del actor porque él sospechaba el pasado de Villier, la relación con Jodelle y todo lo que ella representaba; y no era el dato menos importante los interrogatorios desaparecidos. Cuando Villier confirmó sus sospechas, Drew se sintió al mismo tiempo reanimado y horrorizado; reanimado porque había apuntado a una verdad indudable, y atemorizado porque eso, en efecto, era la verdad.

Y ahora él era uno de los blancos principales, porque había descubierto la verdad. En concordancia con su teoría de que los agentes de inteligencia muertos no cumplían ninguna finalidad útil, Drew desecharía las instrucciones recibidas, y procuraría obtener toda la protección que el Deuxième podía suministrarle.

El Deuxième… ¿Moreau? ¿Eso era posible? Al pedir más protección personal a Moreau, ¿no estaba firmando su propia sentencia de muerte? A pesar de todos sus instintos, y al margen de sus convicciones acerca de ese hombre, ¿podía afirmarse que la lista de Harry era exacta? Él no podía creer tal cosa… ¡era absurdo! ¿O no?

El maître retornó a la mesa trayendo el teléfono portátil. Eran apenas las siete de la mañana en Washington, y antes de que el director de Operaciones Consulares comenzara su jornada, Drew Latham necesitaba cierta guía.

—Presione el botón que dice «Parlez» y marque, Monsieur —dijo el maître—. Si tiene que hacer otras llamadas, toque el botón que dice «Fini», y después de nuevo presione «Parlez» y marque. —Entregó a Drew el teléfono y se alejó. Latham oprimió el botón que decía «Parlez», marcó y en pocos minutos contestó una voz que estaba alerta.

—¿Sí?

—Habla París…

—Pensé que llamaría —lo interrumpió Sorenson—. ¿Harry llegó? Puede hablar, está aplicado el mezclador.

—Llegará en todo caso mañana por la mañana.

—¡Maldición!

—Entonces, ¿está enterado? Me refiero a la información que él trajo.

—Lo sé, pero me sorprende que usted sepa. Hermano o no, Harry no es el tipo que distribuye generosamente los datos secretos, y ahora me refiero a los que son muy secretos.

—Harry no me dijo nada. Fue Courtland.

—¿El embajador? Eso me parece increíble. Es un hombre eficaz, pero no pertenece a este sector.

—Hubo que incluirlo. El embajador de Bonn quebró el secreto, con bastante irritación por lo que he podido saber, con respecto a cuatro agentes posibles que actúan en el marco de su propio gobierno.

—¿Qué demonios está sucediendo? —gritó Sorenson—. ¡Se suponía que todo esto debía quedar en una reserva absoluta hasta que se adoptasen decisiones!

—Alguien apretó el gatillo —dijo Drew—. Los corredores empezaron a correr antes de que el árbitro disparase la pistola.

—¿Tiene idea de lo que está diciendo?

—Oh, sí, por cierto que la tengo.

—¡Entonces, maldito sea, explíqueme! Tengo una reunión a las diez con el secretario de Estado y el director general de Seguridad…

—Tenga cuidado con lo que dice —lo interrumpió Latham.

—¿Qué demonios significa eso?

—Las computadoras AA–Zero de la Agencia están comprometidas.

La Brüderschaft —el nombre que utilizan los neos— estaba al tanto de la operación de Harry. El Código Aguijón, los objetivos, incluso el tiempo presupuesto de la misión, algo más de dos años. Todo eso fue obtenido en Langley.

—¡Todo eso es una auténtica basura, una locura! —rugió el director de Operaciones Consulares—. ¿Cómo lo supo?

—Por una mujer llamada de Vries, cuyo marido era agente de Harry en el antiguo Berlín Oriental. Lo mató la Stasi, y ella está de nuestro lado. Trabaja ahora en la embajada, y dice que tiene que ajustar algunas cuentas. Y yo le creo.

—¿Usted puede estar seguro?

—Nada absolutamente sólido, pero creo que sí.

—¿Qué piensa Moreau?

—¿Moreau?

—Si, por supuesto. Claude Moreau, del Deuxième.

—Creí que usted tenía la lista de Harry.

—¿Y qué?

—Está incluido en esa lista. Me ordenaron no decirle nada.

Después de una breve exclamación, el silencio de Washington resultó electrizante. Al fin, Sorenson habló en voz baja, con un acento siniestro.

—¿Quién le impartió esa orden? ¿Courtland?

—Cabe presumir que él la recibió de una autoridad superior… Espere un momento. Usted tiene la lista de Harry…

—Tengo una lista que me enviaron.

—Entonces allí está el nombre de Moreau. ¿Le pasó inadvertido?

—No, porque no está incluido.

—¿Qué…?

—Se entendía que por razones de máxima seguridad, debían «reservarse selectivamente» ciertos nombres.

—¿De usted?

—Ésas fueron las palabras.

—¡Tonterías!

—Sí, lo sé.

—¿Puede imaginar un motivo… cualquiera?

—Estoy intentándolo, créame… En las jerarquías superiores todos saben que Moreau y yo trabajamos estrechamente unidos…

—Sí usted mencionó a Estambul…

—Ésa fue nuestra última misión; hubo otras. Éramos un buen equipo, y siempre que podían los analistas de Washington y París nos unían.

—¿Le parece que ésa es razón suficiente para excluirlo de la lista que usted recibió?

—Quizá —replicó el director de Operaciones Consulares, cuya voz ahora era apenas audible—. Podría argumentarse en ese sentido, pero no sería convincente. Vea, él me salvó la vida en Estambul.

—Todos intentamos hacer lo mismo si estamos en una posición apropiada, generalmente partiendo del supuesto de que un día pueden devolvernos el favor.

—Por eso no es un argumento convincente. De todos modos, se forma un vínculo indestructible, ¿no le parece?

—Dentro de ciertos límites, y según las circunstancias.

—Bien dicho.

—Es axiomático… Iré a ver a Moreau esta tarde. Hay una pista relacionada con un automóvil de alquiler al que nuestro actor sorprendió cuando representó el papel de agente secreto. ¿Qué debo hacer?

—Normalmente —comenzó a decir Sorenson—, incluso anormalmente, yo diría que el nombre de Claude en esa lista es ridículo.

—De acuerdo —lo interrumpió Latham.

—Sin embargo, Harry trajo el nombre. El hecho es que no obstante que se trata de su hermano…

—También eso es axiomático —lo interrumpió secamente Drew.

—Me parece casi imposible que engañen a Harry, y que traicione es inconcebible.

—También coincido con eso —masculló Latham.

—Entonces, ¿donde estamos? Si su amiga es sincera, la Agencia ha sido infiltrada, y es evidente que un miembro de la inteligencia francesa o uno de los nuestros vio el nombre de Moreau, y por extensión no confía en mí.

—¡Eso es ridículo! —dijo Drew levantando la voz, y bajándola enseguida cuando algunas cabezas se volvieron varias mesas por delante de su reservado.

—Todo esto me impresiona profundamente. Lo reconozco.

—Llamaré a Harry en Londres. Le diré lo que pensamos.

—Está aislado.

—No para mí. Cuando él tenía catorce años y yo ocho, para escapar de mí y leer uno de sus condenados libros, se trepó a un árbol y no pudo bajar. Dije que lo salvaría si prometía que nunca más intentaría evitarme… tenía bastante miedo ante la idea de descender, ¿comprende?

—Esa clase de juramentos invalidan los secretos del mundo. Si consigue comunicarse con él, le ruego que me llame. Si no puede —y le digo esto con mucha mala voluntad— cumpla la orden del embajador. Coopere con Claude, pero guarde silencio…

Drew oprimió el botón que decía «Fini», tocó el que decía «Parlez», y marcó. El operador del Gloucester Hotel de Londres, después de varios llamadas dijo que el señor Wendell Moss no estaba en su habitación. Latham dejó un mensaje sencillo: «Llama París. Insiste». Y entonces llegó Karin de Vries, de hecho corriendo entre las mesas.

—¡Gracias a Dios que está aquí! —exclamó, y se sentó, murmurando las palabras con voz tensa—. La calle en los alrededores de la embajada es un desastre. ¡Un automóvil del gobierno francés fue atacado por los terroristas en la avenida Gabriel! —Karin se interrumpió bruscamente, al advertir la mirada inexpresiva en los ojos de Drew. Ella frunció el entrecejo en silencio, y sus labios formaron la palabra «usted». Él asintió; la mujer continuó diciendo:

—¡Tiene que salir de París, y de Francia! Regresar a Washington.

—Puedo darle mi palabra… o mejor, aprovecho su propia palabra… el peligro allí no será menor que el que puedo correr aquí. Y quizá en Washington me liquiden más fácilmente.

—¡Pero han intentado matarlo tres veces en el espacio de dos días!

—Lo intentaron en el espacio de treinta y cinco horas. Estuve contándolas.

—No puede permanecer aquí, lo conocen demasiado.

—Me conocen más en Washington. Incluso es posible que allá haya un comité de recepción con el cual no simpatizo mucho. Por otra parte, Harry vendrá a verme, y tengo que hablar con él. Es necesario.

—¿Ésa es la razón de que haya hablado por teléfono?

—Él y otra persona. Un hombre de Washington en quien confío… En quien no tengo más remedio que confiar. De hecho, mi jefe. —Llegó un camarero y de Vries pidió un Chardonnay. El servidor asintió y cuando ya se retiraba Latham le entregó el teléfono portátil.

—Todavía no —lo interrumpió Karin, extendiendo la mano y tocando el brazo de Drew. El camarero se encogió de hombros y comenzó a alejarse—. Perdóneme, pero es posible que usted haya ignorado un par de problemas.

—Eso es muy posible. Como usted señaló, me dispararon tres veces en treinta y tantas horas. Descontando el entrenamiento en el polígono, donde usaban salvas, es más o menos la mitad de todas las armas que me dispararon en el curso de mi carrera. ¿Qué olvidé? Todavía recuerdo mi nombre. Es Ralph, ¿verdad?

—No trate de mostrarse divertido.

—¿Qué demonios resta? Para su dominio, tengo la automática sobre el regazo, y si mis ojos se desvían de tanto en tanto, es porque estoy dispuesto a usarla.

—Hay policía por toda la avenida Gabriel; ningún terrorista podría dar el golpe en esas circunstancias.

—Usted es una mujer muy versada en el lenguaje de la profesión.

—Estuve casada con un hombre que fue baleado y que disparó más veces que lo que podía recordar.

—Y yo lo olvidé. La Stasi. Lo siento. ¿Qué quería decirme?

—¿Dónde lo visitará Harry?

—En mi oficina o en el Meurice.

—Sugiero que sería absurdo que usted regrese a cualquiera de esos dos lugares.

—Es posible que hasta cierto punto usted tenga razón.

—Concédame que tengo toda la razón del mundo. Estoy en lo cierto, y usted lo sabe.

—Admitido —dijo de mala gana Latham—. Hay mucha gente en la calle, un arma podría estar a pocos centímetros de mi persona, y yo no lo sabría. Y si la CIA ha sido infiltrada, la embajada es un juego de niños. ¿Entonces?

—Su superior en Washington. ¿Cómo le explicó el ataque en la avenida Gabriel? ¿Qué protección aconsejó?

—Ninguna, porque no se lo dije. Es una de esas cosas de las que uno habla después… Tiene un problema más grande, mucho más grave que mi supervivencia.

—¿De veras usted es tan caritativo, Monsieur Latham?

—De ningún modo, Madame de Vries. Las cosas se suceden con tal rapidez, y el problema que ambos afrontamos es tan grave, que no quise sobrecargar su cerebro.

—¿Puede decirme cuál es este problema?

—Me temo que no.

—¿Por qué no?

—Porque usted preguntó.

Karin de Vries se recostó en el respaldo de la banqueta, y llevó la copa de vino a los labios.

—Usted todavía no confía en mí, ¿verdad? —dijo en voz baja.

—Estamos hablando de mi vida, señora, y de un hongo letal que comienza a extenderse por todo mi cuerpo, y que me inspira mucho miedo. Y asustará a todo el mundo civilizado.

—Drew, usted está hablando desde muy lejos. Yo hablo desde lo inmediato, en un «primer plano».

—¡Es la guerra! —murmuró Latham, con un murmullo gutural, los ojos brillantes—. ¡No me venga con abstracciones!

—¡Yo les entregué a mi marido en esta guerra! —dijo Karin, inclinándose hacia adelante—. ¿Qué más necesita de mí? ¿Qué más pide para otorgar su confianza?

—¿Por qué la necesita tan angustiosamente?

—Por la más sencilla de todas las razones, la que le expliqué anoche. Vi a un hombre hermoso destruido por un odio que él no pudo controlar Lo consumió, y durante meses e incluso años yo no pude entender, y, al fin lo comprendí. ¡Él tenía razón! Una pútrida nube de horror se elevaba sobre Alemania, de hecho en el Éste más que en el Oeste… «un perverso monolito; ansían la aparición de líderes estridentes, pues nunca cambiarán», fue el modo de expresarse de Freddie. ¡Y tenía razón! —Emocionalmente agotada, con lágrimas en los ojos cerrados, De Vries habló en un murmullo—. Fue torturado y muerto porque había descubierto la verdad —concluyó con voz monótona.

Encontró la verdad. Drew estudió a la mujer que estaba enfrente, y recordó cuánto se había alegrado en el momento en que descubrió la verdad acerca del padre de Villier, el viejo Jodelle. Y después, cómo se asustó porque era la verdad. No era posible falsificar las líneas paralelas de su reacción y la reacción de Karin frente a los hechos revelados. No podían mentirse ellos mismos, y, ciertamente no atinaban a disimular la cólera que cada uno sentía, porque era excesivamente sincera.

—Está bien, está bien —dijo Latham, cubriendo brevemente las manos unidas de Karin con su propia mano izquierda que estaba libre—. Le diré lo que pueda sin dar nombres, porque ésos los puedo mencionar después… según las circunstancias.

—Acepto eso. Es parte del ejercicio, ¿verdad? Atención a los productos químicos.

—Sí. —Los ojos de Drew se desviaron rápidamente hacia la entrada y las mesas vecinas, con la mano derecha fuera de la vista—. La clave es el padre de Villier, su padre natural.

—¿Villier el actor? Las versiones publicadas en los diarios… ¿el anciano que se suicidó en el teatro?

—Más tarde completaré los datos, pero por ahora supongamos lo peor. El anciano era el padre de Villier, un miembro de la Resistencia descubierto por los alemanes y que llegó a enloquecer en los campos de concentración, hace muchos años.

—¡Hubo un anuncio en los diarios de la tarde! —dijo de Vries, separando sus propias manos y aferrando la izquierda de Drew—. Ha decidido suspender la representación de la pieza, la reposición de Coriolano.

—¡Eso es estúpido! —escupió Latham—. ¿Explicaron el motivo de esa actitud?

—Algo acerca de ese anciano y del hecho de que Villier estaba muy perturbado…

—Más que estúpido —la interrumpió Latham—. ¡Es realmente grotesco! ¡Él es un blanco tan riesgoso como yo mismo!

—No comprendo.

—No hay modo de que pueda entenderlo, y de un modo absurdo todo esto está vinculado con mi hermano.

—¿Con Harry—?

—Los antecedentes recogidos por el espionaje acerca de Jodelle —el padre de Villier— fueron robados de los archivos de la Agencia…

—¿Como el material de las computadoras AA–Zero? —preguntó Karin, interrumpiéndolo.

—Gozaban de una protección igualmente segura, créame. En esos archivos estaba el nombre de un general francés que no traicionó sencillamente porque los nazis lo indujeran; en realidad era uno de ellos. Un converso fanático adherido a la causa de la raza de los amos.

—¿Qué puede importar eso ahora? Un general que vivió hace tantos años… sin duda ahora está muerto.

—Es posible, o tal vez no; carece de importancia. Pero lo que sucede ahora es algo que él desencadenó. En Francia hay una organización que recauda millones de todo el mundo y los transfiere a los neos de Alemania. Lo mismo que la atrajo a París, Karin.

De Vries de nuevo se recostó en el respaldo del reservado, apartando su mano de Drew, los ojos muy grandes, mirando desconcertados al hombre.

—¿Qué tiene que ver todo esto con Harry? —preguntó ella.

—Mi hermano trajo una lista de nombres, ignoro cuántos, que incluye a los simpatizantes neo que se encuentran aquí en Francia, en el Reino Unido y en mi propio país. Entiendo que es un material explosivo, una lista de hombres y mujeres influyentes, incluso políticos poderosos, de quienes nadie sospecharía de participación en dichas sectas.

—¿Y cómo consiguió Harry esos nombres?

—No tengo la más mínima idea. Por eso debo verlo, hablar con él.

—¿Por qué? Lo veo muy perturbado.

—Porque uno de esos nombres es un individuo con quien estoy trabajando, un hombre en cuyas manos puse mi vida sin pensarlo dos veces. ¿Qué le parece?

—En realidad, no lo entiendo.

—Señora, hay un viejo truco, utilizado por los viejos cultivadores de manzanas; según he leído, suelen depositar los mejores frutos formando la capa superior de un barril en venta, mientras debajo están las manzanas podridas.

—Continúo sin entenderlo.

—¿Por qué no? Probablemente es una anécdota apócrifa.

—Usted se parece a su hermano, pero sin su claridad.

—Claridad es lo que necesito que él me aporte ahora.

—Por supuesto, acerca de ese hombre con quien usted está cooperando.

—Sí. No puedo creerlo, pero si Harry tiene razón, y me reúno con él esta misma tarde, que es lo que pienso hacer, tal vez sea el preludio de la decisión más estúpida que yo podría adoptar. Fatalmente estúpida.

—Rechace la entrevista. Dígale que ha sucedido algo importante.

—Preguntará de qué se trata, y en este momento tiene todo el derecho del mundo a saberlo. Entre otras cosas no tan incidentales, un empleado muy eficiente de ese hombre me salvó la vida hace apenas media hora en la avenida Gabriel.

—Quizá el incidente estuvo destinado a sugerirle esa impresión.

—Sí, ésa es otra de las alternativas posibles. Señora, veo que usted tiene experiencia.

—He estado en muchos lugares —admitió Karin de Vries—. Se trata de Moreau, Claude Moreau, del Deuxième Bureau, ¿verdad?

—¿Por qué sugiere eso?

—D e I recibe las comunicaciones de entrada y salida de todo el mundo cada veinticuatro horas. El nombre de Moreau apareció dos veces, la noche de la antevíspera, cuando usted fue atacado por primera vez, y más tarde la mañana siguiente, cuando llegó el embajador alemán. El esquema era evidente. Varios colegas comentaron que no recordaban la última vez que un miembro, y mucho menos el jefe del Deuxième, se hubiese acercado a la embajada.

—Por supuesto, no confirmaré su sugerencia.

—No necesita hacerlo, y coincido totalmente con usted. Relacionar de cualquier modo a Moreau con los neos me parece ridículo.

—Exactamente lo que dije a Washington hace menos de diez minutos. De todos modos, Harry trajo a colación el nombre. Usted conoce a mi hermano. ¿Es posible que lo hayan engañado?

—De nuevo me viene a la mente la palabra ridículo.

—¿Que esté traicionando?

—¡Jamás!

—De modo que diré, como hizo mi veterano jefe, que trabajó con Moreau allá lejos y hace tiempo, y que también coincide con nosotros:

«¿Donde demonios estamos?».

—Tiene que haber una explicación.

—Por eso necesito hablar con Harry… Pero, un momento. Veo que usted tiene una actitud muy firme con respecto a Moreau. ¿Lo conoce?

—Sé que la inteligencia de Alemania Oriental le temía mortalmente, lo mismo que después los neos, pues él identificó los vínculos entre la Stasi y los nazis antes que nadie, excepto quizá su propio hermano Harry. Freddie lo vio una vez, durante un informe en Munich, y regresó exuberante, afirmando que Moreau era un genio.

—Recapitulemos: en realidad, ¿dónde estamos?

—En el inglés de Estados Unidos hay una expresión que es típicamente norteamericana —dijo Karin—. «Entre una roca y un lugar duro». Creo que conviene usarla aquí, por lo menos hasta que usted pueda hablar con Harry, lo cual en beneficio de su propia seguridad no podrá ser ni en el Meurice ni en la embajada.

—Son los únicos números que usted tiene —protestó Drew.

—Desearía solicitarle que una vez más confíe en mí. Tengo en París amigos que provienen de los viejos tiempos en Ámsterdam, amigos en quienes usted puede confiar. Si lo desea, daré un paso más y suministraré sus nombres al coronel.

—¿Para qué? ¿Por qué?

—Pueden ocultarlo, y de ese modo usted podrá continuar operando en París; están a menos de cuarenta y cinco minutos de la ciudad. Y yo misma puedo llegar a Moreau con la explicación más plausible que existe… la verdad, Drew.

—Entonces, usted conoce a Moreau.

—Personalmente no, pero dos miembros del Deuxième me entrevistaron antes de que yo ingresara en la embajada. Le aseguro que el apellido De Vries me permitirá reclamar la cortesía de una entrevista personal con él.

—Le creo. Pero ¿cuál es la verdad? ¿Que él mismo es sospechoso?

—Otra verdad. Hubo tres intentos contra su vida, y al margen de su preocupación natural…

—Llámelo por su verdadero nombre —la interrumpió Latham—. La palabra es miedo. Las tres veces casi me liquidaron, y tengo los nervios un poco sobresaltados… En otras palabras, tengo miedo.

—Muy bien, eso es sincero; y él lo aceptará… Al margen del temor por su propia vida, usted debe reunirse con su hermano, que llega en avión de Londres —día y hora desconocidos— y no puede arriesgar la vida de Harry mostrándose a la luz del día. Usted pasará a la clandestinidad por unos días, y hablará con él cuando reaparezca. Por supuesto, no tengo la más mínima idea del lugar en que usted se encuentra. —Hay un gran vacío. A saber, ¿por qué usted es mi enlace?

—Aquí tenemos otra verdad que desplaza a la mentira, y será confirmada por el coronel Witkowski, un pilar de la inteligencia a quien todos respetan. Él confirmará que mi esposo trabajó con su hermano. Moreau supone que usted sabía eso, y por consiguiente comprenderá fácilmente por qué usted acudió a mí para que actuase como su intermediaria.

—Otros dos huecos. —Drew la presionó tranquilamente, otra vez miró nervioso alrededor, y contempló la cervecería ahora atestada—. Uno, que yo no sabía… Witkowski tuvo que informarme; y dos, ¿por qué no utilicé al coronel?

—Los veteranos como Stanley Witkowski, hombres astutos e incluso brillantes de los «malos tiempos», como usted dijo, conocen el orden jerárquico mejor que cualquiera de nosotros. Para conseguir que se hagan las cosas, que se las ejecute realmente, él tiene que operar desde su cubículo. Ahora está en condiciones de confirmar las cosas, no de promoverlas. ¿Comprende eso?

—Es una de las cosas a las cuales siempre me opuse; pero sí, comprendo. Ponemos a algunos de nuestros mejores cerebros en un cómodo retiro, sea porque se acerca el momento de la jubilación, o porque nunca llegaron a ser tan prestigiosos que pudieran aspirar a una categoría superior. Es una actitud tan absurdamente tonta, en especial en nuestra profesión, porque los individuos discretos son siempre los que permiten que los «famosos» tengan éxito. Cuántas leyendas del mundo de la clandestinidad se convirtieron en leyendas porque se sometieron a la guía de los individuos discretos… Disculpe, de nuevo estoy chapurreando; de este modo puedo olvidar la posibilidad de que en ésta cervecería muy Parisiense alguien se ponga de pie y me dispare un tiro.

—Es muy improbable —dijo de Vries—. Estamos cerca de la embajada, y usted no tiene idea de la sensibilidad que demuestran los franceses cuando se manifiesta cierta falta de control sobre el terrorismo.

—Lo mismo sucede con los británicos, pero matan a la gente a las puertas de Harrods.

—No es frecuente, y los ingleses han aislado a su principal enemigo, que ojalá se pudra en el infierno. Los franceses son el blanco de muchos otros. Hay distritos enteros poblados por facciones belicosas formadas por extranjeros. También en los países escandinavos las protestas son cada vez más violentas, sin hablar de los Países Bajos, la gente más pacífica del mundo, donde la derecha y la izquierda chocan constantemente.

—Agregue el caso de Italia, la corrupción mafiosa de Roma, que tiende emboscadas asesinas, los hombres que luchan en el Parlamento, las bombas que estallan. Y España, donde los catalanes y los vascos no sólo portan armas; portan generaciones enteras de resentimiento. Y el Medio Oriente, donde los palestinos matan judíos y los judíos matan palestinos, y cada uno culpa al otro, mientras en Bosnia–Herzegovina hay masacres enormes entre personas que solían convivir, y al parecer nadie está dispuesto a hacer nada. Es un panorama universal. El descontento, la sospecha, los insultos… la violencia. Es como si estuviera conformándose un enorme y terrible diseño.

—¿Qué quiere decir? —preguntó de Vries, mirando fijamente a Drew.

—Todo eso significa materia prima para los nuevos nazis, ¿comprende?

—No había considerado las cosas en escala tan grande. Implica una amplitud casi melodramática, ¿no le parece?

—Piense en ello. Si la lista de Harry es exacta, aunque sea a medias, ¿cuánto tiempo los descontentos de todo el mundo estuvieron siendo abordados y adoctrinados con la idea de que es posible resolver sus agravios, y los ofensores aplastados una vez que se imponga el nuevo y grandioso orden?

—Éste no es el «nuevo orden» del cual ustedes los norteamericanos han hablado. Lo que ustedes proponen es una agenda mucho más benévola.

—Pensemos de nuevo. Supongamos que se trata de un Código cifrado que se refiere a otra cosa, un «nuevo orden» que retrocede cincuenta años. El Nuevo Orden del Reich, que durará mil años.

—¡Eso es absurdo!

—Sí, lo es —convino Latham, apoyando la espalda en el respaldo del asiento, y jadeando—. Lo he llevado a su culminación porque usted tiene razón, no puede ser. Pero gran parte de ello puede ser, aquí mismo, en Europa, en los Balcanes, y en Medio Oriente. Y después, ¿cuál es el paso siguiente? ¿Después de los múltiples alzamientos de la gente contra la gente, de una religión contra otra, de las nuevas naciones que se desprenden de las antiguas?

—Estoy tratando de seguir su razonamiento, y no soy estúpida. Como podría decir Harry: ¿donde está la claridad?

—¡Las armas nucleares! Compradas y vendidas en los mercados internacionales, y quizá, en vista de los millones que han acumulado, hay un número excesivo en manos de la Fraternidad, de la nueva religión, la cura y quizá con el tiempo el refugio de todos los descontentos del mundo, atraídos hacia ellos, convencidos de que son invencibles. Sucedió durante la década de los 30, y no podemos decir que es mucho lo que ha cambiado por referencia a esas circunstancias.

—Usted excede mis posibilidades mentales —dijo Karin, mientras bebía su vino—. Yo combato una enfermedad contagiosa, como usted la llamó, que mató a Freddie. Usted percibe un Apocalipsis inminente que yo no puedo aceptar. Hemos superado esa etapa en el marco de la civilización.

—Ojalá la hayamos superado, abrigo la esperanza de haberme equivocado, y deseo fervorosamente no pensar más de ese modo.

—Usted posee una imaginación extraordinaria, muy parecida a la de Harry, excepto que él era un individuo… es un individuo que tiene sang–freud. Nada es hasta que se lo analiza sin emoción.

—Es extraño que usted diga eso; ahí está la diferencia entre nosotros. Mi hermano fue siempre un individuo tan frío, sin sentimientos, o por lo menos eso creía yo, hasta que una prima nuestra, una muchacha de dieciséis años, murió a causa de cierto tipo de cáncer. Éramos jovencitos, y yo lo encontré llorando desesperadamente detrás del garaje. Cuando traté de ayudarlo lo mejor que pude, me gritó y dijo: «¡Jamás digas a nadie que lloré, porque si lo haces te aplicaré una doble maldición!». Por supuesto, tonterías infantiles.

—¿Y usted reveló lo que había visto?

—No, era mi hermano.

—Hay algo que usted no me dice.

—Santo Dios, ¿esto es un confesionario?

—De ningún modo. Solamente deseo conocerlo mejor. Eso no es un delito.

—Está bien, yo adoraba a ese muchacho. Era tan inteligente, y tan bondadoso conmigo, me ayudaba a preparar los exámenes, y a redactar las composiciones, y en la universidad incluso me elegía los cursos, y siempre me decía que yo era mejor que lo que creía ser, y que solamente necesitaba concentrar la atención. Nuestro padre estaba siempre lejos, en una de sus excavaciones, de modo que, ¿quién venía a verme en la universidad, quién gritaba más fuerte que nadie en los encuentros de hockey?… Harry, precisamente él era.

—Usted lo ama, ¿verdad?

—No sería nada sin él. Por eso casi amenacé estrangularlo si no me permitía ingresar en su profesión. No le agradó, pero estaba formándose una organización bastarda llamada Operaciones Consulares, que aparentemente necesitaba tipos que supieran pensar. Yo encajaba en esa descripción, y me aceptaron.

—El coronel dijo que usted era un magnífico jugador de hockey en Canadá. Y también agregó que hubiera debido ir a Nueva York.

—Fue un intermedio, un equipo provisional, y me pagaron bastante bien, pero Harry se fue a Manitoba y me dijo que yo tenía que crecer. Fue lo que hice; el resto es lo que soy. ¿Concluyeron las preguntas?

—¿Por qué se muestra tan hostil?

—En realidad, no soy hostil. Señora, soy bueno en lo que hago, pero como usted señaló y repitió hasta la náusea, no soy Harry.

—Tiene sus propios atributos.

—Demonios, sí. Los elementos básicos de las artes marciales, pero créame, no soy ningún experto. Todos esos cursos acerca del interrogatorio y la manipulación de los enemigos, los aspectos psicológicos y químicos; las técnicas de supervivencia y cómo determinar qué flora y qué fauna es comestible… todo eso está muy arraigado.

—Entonces, ¿qué es lo que lo molesta?

—Ojalá pudiera decirlo, pero no me conozco yo mismo. Creo que es la ausencia de autoridad. Hay una rígida cadena de mandos, y no puedo esquivarla… ni siquiera estoy seguro de que desee hacerlo. Es lo que dije antes, los «discretos» saben más que yo… y ahora no puedo confiar en ellos.

—Présteme su teléfono, por favor.

—Está preparado para llamadas de larga distancia.

—Si pulsa las teclas F018 usted puede retornar a París y sus alrededores.

De Vries pulsó los números que conocía de memoria, esperó varios momentos y dijo:

—Estoy en el distrito seis, por favor organicen un control. —Cubrió el micrófono y miró a Drew—. Una sencilla visita de intercepción, nada fuera de lo común. —De pronto, la mirada de Karin se clavó en el piso, la cara rígida, el mentón hundido en el cuello. Se puso de pie y gritó—: ¡Fuera! ¡Todo el mundo fuera de aquí! —Aferró el brazo de Latham, lo arrancó del reservado y continuó gritando—: ¡Todos! —rugió en francés—. ¡Dejen las mesas y salgan! ¡Les terroristes!

El éxodo masivo fue caótico; varias vidrieras cayeron destrozadas cuando los comensales huyeron, chocando con los camareros y los ayudantes, corriendo en busca de todas las salidas posibles, mientras el personal administrativo desconcertado y furioso trataba de contener la estampida, y después imitaba de mala gana el curso general. Ya en la avenida Gabriel, todos vieron horrorizados que el fondo de la cervecería volaba en pedazos; el impacto de la explosión destrozó lo que restaba de las vidrieras, enviando fragmentos de vidrio hacia la calle, para enterrarlos en las caras y atravesar las ropas y clavarse en los brazos, los pechos y las piernas. Un verdadero pandemónium en la calle, mientras Latham caía sobre el cuerpo de Karin de Vries.

—¿Cómo lo supo? —gritó Drew, mientras guardaba el arma en su cinturón—. ¿Cómo lo supo?

—¡Ahora no hay tiempo! ¡De pie! ¡Sígame!