Capítulo 6

Jean–Pierre Villier aceptó estoicamente la crítica que le dirigió Claude Moreau, del Deuxième Bureau.

—En efecto, fue un gesto valeroso de su parte, Monsieur, y puede tener la certeza de que estamos buscando al automóvil en cuestión. Pero debe comprender que si algo le hubiese sucedido Francia entera se habría alzado contra nosotros.

—Creo que usted exagera un poco —dijo el actor—. De todos modos, me alegra haber contribuido aunque sea en pequeña escala.

—En una escala muy considerable, pero ahora nos entendemos, ¿verdad? No habrá más contribuciones, ¿no es así?

—Como usted quiera, aunque el papel que representé fue bastante sencillo, y yo podría obtener más información…

—¡Jean–Pierre! —exclamó Giselle Villier—. No harás nada por el estilo. ¡No lo permitiré!

—El Deuxième Bureau no lo permitirá, Madame —intervino aquí Moreau—. Sin duda usted lo sabrá dentro de unas horas, de modo que bien puedo decírselo ahora. Hace tres horas hubo un segundo intento de asesinato contra el norteamericano Drew Latham.

—¡Dios mío! ¿Salió ileso? —preguntó Villier, inclinándose hacia adelante.

—Felizmente, está vivo. Lo menos que puedo decir es que se trata de un hombre muy observador, y que ha aprendido una de las normas menos publicitadas de París.

—¿Qué significa eso?

—Todo fue sincronizado con el estrépito muy intenso y ofensivo de una cuadrilla municipal que comenzó a trabajar a una hora en que la mayoría de nuestros visitantes apenas va a dormir, después de gozar de las alegrías de nuestra ciudad, y especialmente con las que se ofrecen en los hoteles más caros.

—Estamos en verano —dijo Giselle, meneando la cabeza—. Ya hay muchos problemas a causa de las costumbres francesas. Y el Ministerio de Turismo empezará a cortar cabezas.

—Nuestro amigo Latham lo supo instintivamente. No era una cuadrilla de reparaciones, sólo un hombre con un martillo neumático bajo la ventana. Quizá una escena parecida al título de uno de sus filmes, Monsieur Villier. Preludio al beso fatal, si no me equivoco. Es uno de los favoritos de mi esposa.

—Deberían prohibirlo en la televisión —se limitó a decir el actor—. El beso provenía de una frívola actriz más preocupada por los ángulos de toma de la cámara que por el texto que debía decir, y que rara vez recitaba como era debido.

—Por eso era perfecta —afirmaba la esposa—. Su inseguridad era tan evidente que la obsesión que tú representabas era realmente muy verosímil.

El hombre desconcertado que enloquece porque no puede traspasar el misterio de la mujer a quien cree amar. Querido, realmente estuviste muy bien.

—Si parecí aunque fuera tolerable, la causa estuvo en que trataba de conseguir que esa estúpida actuase.

—Querido, no creo que Monsieur Moreau haya venido aquí para escuchar las quejas de un actor.

—No me quejo, solamente digo la verdad.

—No es la verdad desde el punto de vista del actor.

—Oh, pero me siento fascinado, Madame. Mi esposa se aferrará de cada una de sus palabras.

—¿Los interrogatorios policiales no son confidenciales y no pueden salir de los círculos de los funcionarios? —preguntó Giselle.

—Por supuesto.

—Adelante, y hable, Moreau —dijo Jean–Pierre riendo—. Por lo menos, hable con su esposa. Vea, mi esposa es una abogada retirada. Y se lo aclaro por si no lo adivinó. Y la actriz en cuestión hace mucho que abandonó la profesión, y se casó con un barón del petróleo del estado norteamericano de Texas y Oklahoma, no recuerdo exactamente cuál.

—¿Podemos volver al asunto en cuestión, si no tienen inconveniente?

—Por supuesto, Madame.

—Si Drew Latham evitó que lo asesinaran, ¿en todo caso ustedes consiguieron recoger información acerca del fallido asesino?

—Si, sabemos una cosa. Que está muerto, baleado por Monsieur Latham.

—¿Identificación?

—Ninguna. Excepto tres pequeños tatuajes sobre el pecho derecho.

La imagen de tres rayos. El símbolo de la Blitzkrieg nazi. Latham conjeturó con acierto el origen del atentado, pero ignora qué representan esos símbolos. Nosotros los conocemos… Esos distintivos se asignan de manera muy selectiva, y sólo a un grupo de élite sumamente entrenado que pertenece a la organización general de neonazis. Según nuestros cálculos representan a lo sumo unas doscientas personas en Europa, América del Sur y Estados Unidos. Se las denomina los hombres de la Blitzkrieg, son asesinos, criminales entrenados hábiles en muchos modos de matar, elegidos por su consagración, su capacidad física y sobre todo su voluntad —incluso su necesidad— de matar.

—Psicópatas —dijo la mujer—. Psicópatas reclutados por otros psicópatas.

—Exactamente.

—Que bien pueden haber sido reclutados por diferentes organizaciones ocultas de fanáticos, porque esos grupos les permiten satisfacer sus tendencias naturales a la violencia.

—Coincido con usted, Madame.

—¿Y ustedes no informaron a los norteamericanos, o a los británicos o a todo el mundo de la existencia de éste… cómo los llamarían… de este batallón de asesinos?

—Por supuesto, se ha informado a los funcionarios más altos, pero a nadie por debajo de esos niveles.

—¿Por qué no? ¿Por qué no a Drew Latham?

—Tenemos nuestros motivos. Hay filtraciones en los rasgos inferiores.

—¿Y nosotros? ¿Por qué se nos informa?

—Ustedes son franceses, y famosos. La celebridad es vulnerable; si hubiese filtraciones, lo sabríamos.

—¿Y?

—Apelaríamos a su patriotismo.

—Eso es absurdo, a menos que se trate de una conspiración para destruir a mi marido.

—Un momento, Giselle…

—Calla, Jean–Pierre, este hombre del Deuxième ha venido por otro motivo.

—¿Qué?

Madame Villier, usted seguramente fue una abogada extraordinaria.

—Su línea de interrogatorio directo, mezclada con confusas preguntas indirectas, también es muy obvia, Monsieur. Su reclamación de que se prohíba a mi marido hacer una cosa (que incluso, según mi opinión, y en vista de sus cualidades, en realidad no representa una amenaza para su vida) y un instante después la revelación de un secreto muy especial, algo extraordinariamente secreto, que si se conoce podría costarle su carrera y su vida.

—Como dije —insistió Moreau— una abogada brillante.

—¡No entiendo una maldita palabra de todo lo que están diciendo! —exclamó el actor.

—Nadie dice que debes entender, deja el asunto por mi cuenta.

Giselle miró a Moreau.

—Usted nos llevó de un paso al siguiente, ¿verdad?

—No puedo negarlo.

—Y ahora que él se encuentra en una posición vulnerable, sabiendo lo que sabe, ¿qué desea que hagamos? ¿No es ése el interrogante fundamental?

—Imagino que sí.

—Entonces, ¿qué responde a esa pregunta?

—Suspenda la obra, suspenda la representación de Coriolano, diciendo una parte de la verdad. Su marido ha sabido tantas cosas acerca de este Jodelle que no puede continuar, está dominado por los remordimientos, y sobre todo por el odio que siente hacia las personas que llevaron a la muerte al anciano. Ustedes recibirán protección las veinticuatro horas del día.

—¿Y qué dice de mis padres? —gritó Villier—. ¿Cómo podría hacerles esto?

—Hablé con ellos hace una hora, Monsieur Villier. Les dije todo lo que podía, incluso hablé del ascenso del movimiento nazi en Alemania. Dijeron que a usted le correspondía adoptar la decisión, pero que también abrigaban la esperanza de que honraría a sus padres naturales. ¿Qué más puedo decirle?

—De modo que debo suspender la obra, y a causa de lo que no dije en público, soy el hombre que está en la mira de sus armas, y otro tanto puede decirse de mi querida esposa. ¿Eso es lo que usted está pidiendo?

—Repito que nunca estará fuera del alcance de nuestra protección. En las calles, los techos, las limusinas blindadas, los agentes apostados en los restaurantes, la policía destacada en los lugares de descanso, mucho más de lo que será necesario para garantizar su seguridad. Lo único que necesitamos es un miembro vivo de la Blitzkrieg, de modo que podamos saber de donde vienen las órdenes. Hay drogas y otros métodos que convencerán a un asesino de que le conviene hablar.

—¿Nunca capturaron a uno de ellos? —preguntó Giselle.

—Oh, si, hace varios meses atrapamos a dos, pero se ahorcaron en las celdas antes de que pudiésemos someterlos al efecto de los productos químicos. Estos fanáticos psicópatas son individuos consagrados a su causa. Su profesión es la muerte, incluso su propia muerte.

En Washington, Wesley Sorenson, director de Operaciones Consulares, estudió los materiales cablegrafiados desde Londres.

—No puedo creer esto —dijo—. Es realmente increíble.

—Es lo que yo pensé —dijo el joven ayudante de Sorenson, de pie a la izquierda del escritorio—. Pero no podemos desechar fácilmente este material. Esos nombres provienen de Aguijón, el único agente secreto que consiguió infiltrarse en la Fraternidad. Se lo envió para hacer eso, y lo logró.

—Pero Dios mío, hombre, tantos individuos de esta lista son absolutamente irreprochables, y esto no es ni siquiera la lista completa, ¡ciertos nombres han sido omitidos selectivamente! Dos senadores, seis representantes, los directores ejecutivos de cuatro corporaciones importantes, así como media docena de hombres y mujeres destacados de los medios, las caras y las voces que vemos y oímos y acerca de las cuales sabemos todos los días en la televisión, la radio y los diarios… Vea, aquí tiene dos directores de programas y una mujer, y tres comunicadores sociales…

—Del más obeso diría que es posible —interrumpió el ayudante—. Ataca todo lo que según cree quedó de Atila el Huno.

—No todo, eso sería demasiado evidente. Una mente de tercera clase, con un mínimo de educación y cargada de odio, pero no un nazi de buena fe. Es nada más que un bufón con la lengua demasiado ágil.

—Señor, los nombres vinieron del valle de la Fraternidad, no de otro lugar.

—Dios mío, ¡aquí tenemos a un miembro del Gabinete del Presidente!

—Éste me desconcierta, se lo aseguro —dijo el jefe de Operaciones Consulares—. Apenas manifiesta inclinaciones políticas… Por otra parte, las personas de esta clase saben engañar con suma maestría. Hubo nazis en el Congreso a fines de los años treinta, y comunistas por doquier durante los años cincuenta, si es que uno cree en las investigaciones acerca de la lealtad.

—Joven, la gran mayoría de esas investigaciones fue mera charla —dijo enfáticamente Sorenson.

—Lo mismo digo, señor. Pero hubo acusaciones coronadas por el éxito.

—¿Cuántas? Si recuerdo la estadística, y la recuerdo, el número de personas mencionadas específicamente por ese hijo de puta de Hoover y ese farsante de McCarthy alcanzo a diecinueve mil setecientos. Y después que pasó el furor, había exactamente cuatro condenas. ¡Cuatro de un total de casi veinte mil! Es decir, un porcentaje bajísimo, y un montón de escándalo en el Congreso, además del despilfarro de enormes sumas del dinero de los contribuyentes. Por favor, no me recuerde esos viejos tiempos. Yo tenía entonces más o menos la misma edad que usted ahora, y Dios sabe que no era tan inteligente, pero perdí a muchos amigos a causa de esa locura.

—Lo siento, señor Sorenson, mi intención no fue…

—Lo sé, lo sé —lo interrumpió el director de Operaciones Consulares—, y no hay modo de que usted pueda comprender el sufrimiento que esos episodios provocaron, y eso es lo que me preocupa.

—No comprendo, señor.

—¿No es posible que estemos organizando nuestras propias persecuciones? Harry Latham es probablemente el único genio auténtico que la CIA tiene en la primera línea de fuego, un supercerebro a quien no es posible engañar, pero este material viene de otro planeta… ¿o no? ¡Por Dios, es absurdo!

—¿A qué se refiere, señor Sorenson?

—La edad de todas esas personas, son más o menos semejantes… al final de la cuarentena, al principio de la cincuentena, algunos con poco más de sesenta años.

—¿Y qué?

—Hace años, cuando ingresé a la Agencia, llegaron rumores de Bremerhaven —una antigua base de submarinos en la ensenada de Heligoland— que mencionaban una estrategia desesperada de los fanáticos del Tercer Reich, que sabían que habían perdido la guerra. Se la llamó Operación Sonnenkind, y se basaba en una selección de niños enviados en secreto a muchos lugares de Europa y Estados Unidos, donde los recibían diferentes familias, y los educaban de modo que en la edad adulta ocupasen cargos que les permitieran concentrar el poder financiero y la influencia política. Sus objetivos finales eran crear una atmósfera que llevase… al Cuarto Reich.

—¡Señor, eso es absurdo!

—Y también se vio desmentido por completo. Movilizamos a unos doscientos agentes, además de la inteligencia militar y la ayuda del MI–6 británico, que siguieron todos los rastros durante un período de dos años. La cosa quedó en nada. Si alguna vez hubo semejante operación, abortó desde el principio mismo.

—No había ni un mínimo de evidencia que demostrase que hubiera comenzado a ejecutarse.

—Pero ahora usted duda, ¿no es verdad, señor Sorenson?

—Sí, aunque esto no me agrada, Paúl. Hago todo lo posible para dominar una imaginación que me permita visualizar el campo. Pero yo no estoy en el campo. No estoy en una situación que deba prever los movimientos de alguien en el próximo callejón oscuro, o en la cumbre de una colina durante la noche. Tengo que contemplar todo el paisaje a la luz del día, y no hay modo de que acepte la operación Sonnenkind.

—Entonces, ¿por qué no rechaza la premisa, y ordena que incineren la lista de nombres?

—Porque no puedo. Porque la trajo Harry Latham… Organice una entrevista mañana con el secretario de Estado y el director de la Seguridad en el Departamento de Estado o en Langley. Como yo soy el menos importante, me reuniré donde ellos decidan.

Drew Latham se sentó frente a su escritorio del segundo piso de la embajada norteamericana, y tragó los restos de su tercera taza de café. Después de un solo golpe en la puerta de su oficina, entró una persona. Era Karin de Vries, que parecía muy ansiosa.

—¡Me enteré de lo que sucedió! —exclamó—. Tenía que ser usted.

—Buenos días —dijo Drew—. ¿O ya llegamos al mediodía? Y si trajo su escocés, le doy la bienvenida.

—Está en todos los diarios —exclamó la investigadora de D e I, que se acercó al escritorio y depositó allí la edición del mediodía de L’Express—. ¡Un ladrón intentó robar a un huésped del Meurice, baleó la habitación y fue muerto por un guardia del establecimiento!

—Caramba, la gente de relaciones públicas trabaja deprisa, ¿verdad? Eso es auténtica seguridad, no podría elevar mucho más el nivel.

—Basta, Drew. Usted se alojó en el Meurice, y recuerdo que me lo dijo. Y cuando llamé a la policía del distrito me aseguraron —muy desconcertados— que no disponían de información.

—Caramba, en París todos protegen el aflujo de los dineros del turismo. Y es lógico que así sea. Esta clase de cosas sólo le sucede a la gente como yo.

—Entonces, usted fue la víctima.

—Ya lo dijo. Sí, fui yo.

—¿Está bien?

—Creo que eso ya me lo preguntaron, pero sí, estoy bien. Todavía me siento mortalmente asustado… suprima lo de mortalmente. Pero estoy aquí, vivo y alerta, y ambulatorio. ¿Desea ir a almorzar, adonde usted desee, excepto el último local que me recomendó?

—Todavía debo trabajar unos cuarenta y cinco minutos.

—Puedo esperar a que usted termine. Acabo de finalizar una entrevista con el embajador Courtland y su colega el embajador Kreitz, de Alemania. Probablemente continúan hablando, pero mi estómago ya no soporta el intercambio de disculpas y excusas.

—En ciertos aspectos, usted se parece a su hermano. Le desagrada la autoridad.

—La corrijo —dijo Latham—. A ambos nos desagrada la autoridad cuando no sabe de lo que habla, y eso es todo. A propósito, viene de Londres mañana o pasado mañana. ¿Desearía verlo?

—Con todo mi corazón. ¡Adoro a Harry!

—Marque dos tantos contra mi hermano.

—¿Como dice?

—Es un pedante.

—No entiendo.

—Su intelecto es tan superior que uno no puede alcanzarlo, ni hablar con su dueño.

—Oh, sí, lo recuerdo muy bien. Tuvimos maravillosas conversaciones acerca de las sucesivas explosiones de religiosidad que pasaron de Egipto a Atenas y Roma, y se prolongaron incluso en la Edad Media.

—Tres puntos contra Harry. ¿Dónde vamos a almorzar?

—Donde usted lo sugirió ayer. La cervecería que está frente al Gabriel, no lejos del café en que hablamos.

—Es probable que nos vean juntos.

—Ahora eso no importa. Hablé con el coronel. Comprende perfectamente: «No hay problemas».

—¿Qué más dijo Witkowski hoy?

—Bien… —De Vries inclinó la cabeza y habló en voz baja— dijo que usted no era su hermano.

—¿En qué sentido no lo soy?

—No es importante, Drew.

—Quizá lo sea. ¿En qué sentido?

—Digamos, que usted no es el erudito que es Harry.

—Harry solía desconcertar a los tontos… Almorzamos en una hora, ¿de acuerdo?

—Yo haré la reserva, me conocen. —Karin de Vries salió de la oficina, y cerró la puerta de manera mucho más discreta que la primera vez.

El teléfono de Latham llamó. Era el embajador Courtland.

—Sí, señor, ¿de qué se trata?

—Kreitz acaba de salir, Drew, y lamento que usted no estuviese aquí para escuchar el resto de lo que él tuvo que decir. Su hermano no sólo sacudió un nido de avispas; sencillamente lo destrozó.

—¿De qué está hablando?

—Kreitz de todos modos no podría haberlo dicho ante usted; por una cuestión de seguridad. Es un secreto tan absoluto, que incluso yo tuve que conseguir aprobación para confirmarlo.

—¿Usted?

—El hecho de que Heinrich haya hablado a pesar de la prohibición de Bonn, en la medida en que Harry es su hermano y llegará aquí mañana, supongo que los grandes jefes de la inteligencia consideraron que era inútil mantenerle fuera del círculo.

—¿Qué hizo Harry? ¿Encontró a Hitler y a Martin Bormann en un bar gay sudamericano?

—Ojalá la cosa fuese tan insignificante. Su hermano trajo listas de su operación alemana, nombres de partidarios neonazis que revistan en el gobierno de Bonn y la industria, así como listas equivalentes que corresponden a Estados Unidos, Francia e Inglaterra.

—¡El bueno de Harry! —exclamó Latham—. Él nunca hizo las cosas a medias, ¿verdad? ¡Maldito sea, estoy orgulloso de ese anciano caballero!

—Drew, usted no entiende. Algunos —no, muchos— de esos nombres corresponden a las personas más destacadas de nuestros respectivos países, hombres y mujeres de elevado perfil y excelente reputación. Todo es tan extraordinario.

—Si Harry trajo eso, tiene que ser auténtico. Sobre la tierra nadie podría convertir a mi hermano en traidor.

—Sí, eso es lo que me dijeron.

—Entonces, ¿cuál es el problema? ¡Vamos a atrapar a los canallas! Una infiltración profunda no es solo cuestión de semanas o meses o incluso años. Puede ser fácilmente una cuestión de décadas, el sueño de los estrategas de todos los grupos de inteligencia que usted pueda concebir.

—Es tan difícil entender esto…

—No intente comprender. ¡Al trabajo!

—Heinrich Kreitz rechaza totalmente cuatro nombres de la lista de Bonn… tres hombres y una mujer.

—¿Quién lo convierte a él en Dios omnisciente?

—Tienen sangre judía; perdieron a sus parientes en los campos de concentración, específicamente en Auschwitz y Bergen–Belsen.

—¿Y él cómo lo sabe?

—Ahora están en la sesentena, pero todos fueron alumnos suyos cuando él empezó a enseñar en un colegio secundario; y a todos los protegió de la investigación del Ministerio de la Raza Aria, a riesgo de su propia vida.

—Es posible que lo engañasen. Sobre la base de las dos reuniones que mantuvimos, me parece que es muy fácil engañarlo.

—Usted extrajo esa impresión a causa del académico que hay en él. Como sucede con muchos, es un hombre al mismo tiempo locuaz, pero ninguno de esos defectos contradice su brillo. Es un hombre sagaz que posee enorme experiencia.

—Esto último también podría describir a Harry. No hay modo de que traiga información falsa.

—Me dicen que hay algunos nombres extraordinarios en la lista correspondiente a Washington. La palabra que Sorenson usó fue increíble.

—Lo mismo pasó con Lindbergh; el Espíritu de San Luis estuvo del lado de Goering, hasta que el joven Charlie llegó a la conclusión de que eran individuos perversos, y entonces luchó como un demonio por nosotros.

—No creo que esa clase de comparación se justifique.

—Probablemente no. Sólo intento ilustrar una idea.

—¿Supongamos que su hermano acierta? ¿Que acierta aunque sólo sea la mitad, una cuarta parte, o incluso la mitad de una cuarta parte… o incluso menos que eso?

—Señor embajador, él trajo los nombres. Otros no lo hicieron o no pudieron, de modo que sugiero que usted proceda como si fuese material seguro, hasta que se demuestre lo contrario.

—Lo que usted dice, si lo interpreto bien, es que todos son culpables hasta que se demuestre su inocencia.

—¡Señor, no hablamos de la ley, sino de la reaparición de la peor plaga que el mundo ha visto jamás, sin excluir la peste bubónica! No hay tiempo para la charlatanería legal. Debemos contenerlos ahora.

—Cierta vez dijimos lo mismo acerca de los comunistas, y de los presuntos comunistas, y se comprobó que la gran mayoría de nuestro propio pueblo no merecía la acusación.

—¡Esto es diferente! Estos neos no son una corriente interna, como los nazis durante los años treinta; ellos tuvieron el poder; recuerdan como lo consiguieron. El miedo. Las pandillas armadas recorriendo las calles vestidos con vaqueros, las caras pintadas y el cabello cortado; ¡después vienen los uniformes —incluso las palas y las botas de los Schultsefein, los primeros matones de Hitler— y todo se va al diablo! ¡Hay que detenerlos!

—¿Exclusivamente con los nombres que nos han llegado? —preguntó suavemente Courtland—. Hombres y mujeres tan prestigiosos que nadie sospechará jamás que ni remotamente son parte de esta locura. ¿Y cómo hacemos? ¿Cómo hace cualquiera de nosotros?

—Con personas como yo, señor embajador. Hombres y mujeres entrenados para romper la resistencia y llegar a la verdad.

—Latham, eso tiene un acento de veras desagradable. ¿La verdad de quién?

—¡La verdad, Courtland!

—¿Perdón?

—Discúlpeme… señor Courtland, o señor embajador. ¡El momento de los refinamientos diplomáticos —incluso éticos— ha pasado! Yo podría haber sido un cadáver acribillado en mi cama del Meurice. Esos canallas juegan fuerte, y las apuestas están formadas por el plomo de las armas.

—Creo que entiendo de dónde viene usted…

—Trate de vivirlo, señor. Trate de imaginar su cama de la embajada volada con el explosivo mientras usted se agazapa contra la pared, preguntándose si una de sus esquirlas lo alcanzará en la cara, o el cuello, o el pecho. Ésta es la guerra… una guerra subrepticia, lo admito, pero de todos modos la guerra.

—¿Por dónde comenzaría usted?

—Tengo por dónde empezar, pero quiero la lista de nombres de Harry aquí en Francia, mientras Moreau y yo seguimos la pista que ya tenemos.

—El Deuxième todavía no ha definido lo que hará con los posibles colaboradores franceses.

—¿Qué?

—Ya oyó lo que dije. Pues bien, repito mi pregunta: ¿Por dónde comenzaría?

—Seguiría la pista del hombre que alquiló el automóvil que nuestro famoso y absurdo actor identificó al norte del Pont Neuf.

—¿Moreau le informó?

—Por supuesto. El automóvil de la Montaigne con el cual chocó Bressard no nos sirve de mucho. Viene de Marsella, pero el proceso de alquiler fue tan complicado que se necesitarían semanas para aclarar el origen. Tenemos a este hombre; irá a su oficina a las cuatro de esta tarde. Lo quebraremos, aunque tengamos que apretarle los testículos con una morsa.

—Usted no puede trabajar con Moreau.

—¿De qué habla? ¿Por qué no?

—Está incluido en la lista de Harry.