Capítulo 5

La columna de figuras se abrió paso a través de la nieve mientras las largas sombras del anochecer se extendían al través de la cadena montañosa; la única iluminación provenía de los faros de dos enormes vehículos y de las linternas de los guardias. Harry Latham saltó del camión, el dolor en su cabeza comenzó a calmarse a medida que se aproximaban más al puente sobre la garganta, que permitía salvar el obstáculo representado por el río Salzach. ¡Podía lograrlo! Una vez que hubiera pasado el estrecho puente, encontraría su camino; había memorizado la ruta y recordaba las marcas que él mismo había dejado; todo eso lo había evocado mil veces durante su supuesta hospitalización, la cual en realidad era una especie de encarcelamiento en que se lo retenía como rehén. Pero no podía permanecer en el camión alpino, donde se había ocultado, pues se revisaban los vehículos, y se controlaba cada parte del equipo con una lista. En cambio, tenía que unirse a la columna de los Sonnenkind, marchando ciegamente hacia el futuro incierto a través de Alemania y Europa entera, cantando sus canciones referidas a la pureza de la sangre, la virtud aria y la muerte para los mal nacidos. Harry cantaba con más fuerza que nadie, y le reconocían su fervor con sonrisas y miradas luminosas mientras cruzaban el puente. Ahora faltan apenas unos instantes.

¡Llegó el momento! La columna se desplazó hacia la derecha en la noche nevada, y Harry se agazapó, inclinándose, y corrió hacia la izquierda durante una nevada especialmente breve pero densa. Un guardia que estaba alerta lo vio y apuntó con su pistola.

—¡Nein! —dijo el Reitchsfuhrer del grupo aferrando el brazo del soldado y obligándolo a descender—. ¡Verboten. Ist schon gut!

El hombre conocido como Aguijón en el ámbito de las operaciones encubiertas atravesó una espesa capa de nieve que no había sido pisoteada por los pies que lo precedían, esperando sin aliento ver la primera de las marcas que había dejado varias semanas antes —en su mente a decir verdad años antes— cuando por primera vez se lo había acompañado hasta el valle oculto. ¡Ahí estaba! Dos ramas quebradas de un renuevo que no recobraría vida hasta la primavera. El arbolillo había estado a la izquierda, y la siguiente marca estaba a la derecha, una diagonal recta que descendía… Unos doscientos cincuenta metros después, la cara roja y congestionada, las piernas congeladas, la vio. La rama de un abeto alpino que él había quebrado. Aún continuaba formando un ángulo descendente, el resto reseco, desprovisto de savia. El camino montañés entre las dos aldeas alpinas estaba a menos de ocho kilómetros de distancia, la mayoría en una línea descendente. Llegaría. ¡Tenía que hacerlo!

Por último, los pies doloridos a causa del frío, el cuerpo doblado por el dolor, llegó. Se sentó y se masajeó las piernas, y sintió las manos lastimadas a causa de los pantalones medio congelados, en el momento mismo en que un camión apareció por la izquierda. Se incorporó, avanzó vacilante hacia el camino y agitó violentamente los brazos iluminados por la luz de los faros. El camión se detuvo.

—¡Hilfe! —grito en alemán—. ¡Mi automóvil cayó al barranco!

—Nada de explicaciones, por favor —dijo el conductor barbudo en un inglés con acento—. Estuve esperándolo. Recorrí ida y vuelta este camino los últimos tres días, una hora tras otra.

—¿Quién es usted? —preguntó Harry, mientras se instalaba en el asiento.

—Su liberación, como dicen los británicos —replicó el conductor, sonriendo.

—¿Usted sabía que yo vendría?

—Tenemos un espía en el valle oculto, aunque ignoramos dónde está. Ella, como todo el resto, fue llevada allí con los ojos vendados.

—¿Y como supo que yo vendría?

—Es enfermera en el hospital que tienen allí, es decir cumple esa función cuando no le ordenan copular con otro Brüder ario para producir un nuevo Sonnenkind. Ella lo vio, y también vio que plegaba pedazos de papel y, los cosía en sus ropas…

—¿Pero como? —lo interrumpió Latham–Lassiter.

—Las habitaciones tienen cámaras ocultas.

—¿Y cómo se comunicó con usted?

—A todos los Sonnenkind se les permite, incluso se les ordena, que mantengan sus relaciones con los padres o los parientes para explicar sus ausencias con relatos agradables pero ficticios. Si no hay estas explicaciones, el Oberführer teme que los denuncien, como sucede con los cultos norteamericanos, que se atrincheran en las montañas y en los valles. La enfermera se comunicó con sus «padres», y les explicó que el norteamericano se marcharía, ella no sabía qué día o a qué hora, pero era evidente que faltaba muy poco para que usted se fugara.

—La evacuación —y en realidad no es más que eso— fue mi modo de escapar.

—Como quiera. Lo cierto es que ahora va camino de Burghausen. Desde nuestro humilde cuartel general usted puede llegar al lugar que se le antoje. Vea, nosotros somos los Antinayous.

—¿Quiénes?

—Lo contrario del hombre que, con la denominación literaria de Caracalla, masacró a veinte mil romanos que se oponían a su dominio despótico, de acuerdo con el historiador Dío Casio.

—Oí hablar de Caracalla, y también de Dío Casio, pero creo que no lo entiendo.

—Entonces, usted no es un estudioso serio de la historia romana.

—No, no lo soy.

—Bien, lo actualizaremos en otro contexto y durante otra fuga, ¿ja?

—Lo que usted diga.

—Para hablar con más claridad, le diré que somos los anti–neonazis. ¡Eso somos!

—¿Por qué necesitan ocultarse bajo un nombre tan oscuro?

—¿Por qué ellos se ocultan bajo el nombre secreto de la Brüderschaft?

—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?

—¡El secreto debe corresponder al secreto!

—¿Por qué? Ustedes son una entidad legal.

—Combatimos a nuestro enemigo en la superficie y en la clandestinidad.

—Estuve allí —dijo Harry Latham acomodándose mejor en el asiento— y todavía no lo comprendo.

—¿Por qué se marchó? —preguntó Drew, después de haber obtenido el número telefónico de Karin de Vries.

—No había nada más que decir —replicó la investigadora de D e I.

—Había muchísimo más que decir, y usted lo sabe.

—Por favor, verifique mi prontuario, y si algo lo inquieta, denúncielo.

—¡Olvide toda esa basura! ¡Harry vive! ¡Después de tres años en la clandestinidad, escapó y ya viene de regreso!

Mon Dieu. ¡No sabe cuán feliz, cuán aliviada me siento!

—Usted supo siempre lo que mi hermano estaba haciendo, ¿verdad?

—No por teléfono, Drew Latham. Venga a mi apartamento de la rue Madeleine. Número veintiséis, apartamento cinco.

Drew entregó el número a Durbane, de Comunicaciones, se apoderó de su chaqueta y corrió hacia el automóvil del Deuxième, que ahora era su compañero permanente.

—Rue Madeleine —dijo—. Número veintiséis.

—Un hermoso distrito —dijo el conductor, y puso en marcha el vehículo sin identificación.

El apartamento de la rue Madeleine agregó otra dimensión al enigma de Karin de Vries. No sólo era espacioso, sino que estaba amueblado con buen gusto y muebles y adornos caros; los muebles, las cortinas y los cuadros superaban de lejos el sueldo de una empleada de la embajada.

—Mi esposo no era pobre —dijo la viuda al advertir las reacciones de Drew frente al decorado—. No sólo representaba el papel de un comerciante de diamantes sino que participaba en forma activa, y con su brío de costumbre.

—Seguramente fue un hombre notable.

—Y algo más que eso —agregó de Vries, sin mayores inflexiones en la voz—. Por favor, siéntese, Monsieur Latham. ¿Puedo ofrecerle una copa?

—Considerando el vino agrio que bebimos en el café que usted eligió, acepto de buena gana.

—Tengo whisky escocés.

—Entonces, más que aceptar, se lo ruego.

—No es necesario —dijo de Vries, riendo por lo bajo y acercándose a un mostrador con espejo—. Freddie me enseñó a tener siempre cuatro bebidas a mano —continuó, mientras preparaba el hielo, abría una botella y servía una copa—. Vino a la temperatura ambiente, vino blanco frío —uno abocado, el otro seco, y ambos de buena calidad— y también whisky escocés para los ingleses y bourbón para los norteamericanos.

—¿Y para los alemanes?

—Cerveza, sin que importase la calidad, pues según decía eran capaces de beber cualquier cosa. Pero como ya le dije, era un hombre extremadamente fanático.

—Seguramente conoció a otros alemanes.

Natürlich. Insistía en que en ellos existía el fetiche de la imitación de los británicos. El whisky sin hielo, y aunque prefieren el hielo, lo niegan. —Presentó su vaso a Drew, y dirigiendo un gesto hacia una silla dijo—: Siéntese, Monsieur Latham, tenemos que discutir varias cosas.

—En realidad, la responsabilidad es mía —dijo Drew mientras se sentaba en un sillón de cuero blando, frente al diván tapizado con terciopelo verde claro preferido por Karin de Vries—. ¿Usted no beberá? —preguntó, alzando parcialmente su vaso.

—Quizá después… si hay un después.

—Amiga, usted es una mujer misteriosa.

—Desde el lugar que usted ocupa, sin duda eso es lo que le parezco. Sin embargo, comparada con usted soy la sencillez misma. Usted es la persona desconcertante. Usted y la comunidad de inteligencia norteamericana.

—Creo que ese comentario exige una explicación, señora de Vries.

—Por supuesto, y la tendrá. Envían a un hombre en condiciones de máxima clandestinidad, un operador muy talentoso que domina cinco o seis idiomas y su existencia es tan secreta aquí en Europa, tan secreta que carece de protección, y nadie puede llegar a él como control, pues nadie posee la autoridad necesaria, y mucho menos la responsabilidad para aconsejarlo.

—Harry siempre tuvo la alternativa de retirarse —protestó Latham—. Recorrió Europa entera y Medio Oriente. Pudo haber interrumpido su misión donde se le antojase, descolgado un teléfono para llamar a Washington y decir: «Se acabó, no puedo continuar». No sería el primer agente muy clandestino que hace eso.

—Entonces, usted no conoce a su propio hermano.

—¿Qué quiere decir? Por Dios, crecí con él.

—¿Profesionalmente?

—No, no en ese sentido. Pertenecemos a diferentes ramas.

—Entonces, usted no tiene una idea cabal de que es un auténtico sabueso.

—¿Un sabueso…?

—Tan fanático en su persecución como los fanáticos a quienes perseguía.

—No simpatizaba con los nazis, ¿quién los quiere?

Monsieur eso no es lo que yo sostengo. Cuando Harry era control, tenía colaboradores en Alemania oriental, gente pagada por los norteamericanos, que le suministraban información y de quienes emanaban las órdenes impartidas a los subordinados, por ejemplo mi marido. Su hermano nunca tuvo esa ventaja. Estaba solo.

—Tenía que estar solo. El carácter de la operación exigía el aislamiento total. No era posible dejar el más mínimo rastro. Ni siquiera yo conocía su nombre clandestino. ¿Adonde quiere ir a parar?

—Harry no tenía ayudantes allí, pero su enemigo tiene ayudantes en Washington.

—¿Qué demonios quiere decir?

—Usted supuso con razón que yo conocía cuál era la misión de su hermano. Digamos de pasada que su nombre de cobertura era Lassiter, Alexander Lassiter.

—¿Qué? —Asombrado, Latham se inclinó hacia adelante—. ¿Dónde obtuvo esa información?

—Como ni siquiera usted conocía el nombre que él usaba, ¿dónde podía haberla obtenido? Por supuesto, del enemigo. De un miembro de la Fraternidad, que es el nombre que ellos utilizan.

—Señora, esto se está complicando cada vez más. Por favor, otra explicación.

—Sólo parcial. Algunas cosas tendrá que aceptarlas como acto de fe. Para mi propia protección.

—No me queda mucha fe, y ahora menos que nunca. De modo que comencemos con la explicación parcial. Después, yo le diré si todavía tiene empleo o no.

—Considerando mis aportes, eso no es justo.

—Haga la prueba —la interrumpió bruscamente Drew.

—Freddie y yo teníamos un apartamento en Ámsterdam, por supuesto a su nombre, una residencia acorde con su riqueza como joven empresario del negocio de los diamantes. Cuando nuestras actividades lo permitían, nos reuníamos allí, pero yo era siempre… bien, una mujer muy distinta de la que ellos veían en la OTAN… de la que usted ve aquí en la embajada. Me vestía con elegancia, incluso de un modo extravagante, y usaba una peluca rubia y muchas joyas…

—Llevaba una vida doble —la interrumpió de nuevo Latham, asintiendo, de nuevo impaciente.

—Sin duda, era necesario.

—Admitido. ¿Y después?

—Recibíamos… no con mucha frecuencia, y sólo a los contactos más importantes de Freddie… pero yo me mostraba como su esposa… Aquí debo detenerme para explicarle algo, aunque usted sin duda lo sabe. Cuando los organismos oficiales de seguridad muy poderosos caen en la trampa tendida por terceros, por supuesto se desembarazan de los infiltrados mediante la ejecución o el compromiso a la inversa, determinando que el enemigo los mate en la condición de agentes dobles.

¿Concuerda con lo que le acabo de decir?

—He sabido de casos así, aunque no sé más que eso.

—Pero lo que esos organismos no soportan es la vergüenza, el reconocimiento de que fueron infiltrados; los episodios de esa clase están protegidos por el secreto más intenso, incluso en el ámbito de sus propias organizaciones.

—También he sabido que ésa es la práctica.

—Sucedió en la Stasi. Después de la muerte de Frederik y la destrucción del Muro, una serie de sus contactos importantes en Alemania oriental dejó constantemente mensajes en nuestro contestador automático, pidiendo encuentros con Freddie. Acepté varios en mi papel de esposa de Freddie. Dos hombres (el primero era el cuarto funcionario en importancia en la jerarquía de la Stasi, y el otro, un codificador y violador convicto, exonerado por sus superiores) habían sido reclutados por la Fraternidad. Vinieron a ver a Frederik para convertir sus diamantes en efectivo. Como en el caso de otros, los invité a cenar y les suministré mucho alcohol mezclado con ciertos polvos que por insistencia de Freddie yo siempre conservaba en una azucarera, y cuando esos dos trataron de hacerme el amor, y cada uno me explicó qué importante era, apenas se emborracharon explicaron por qué debía considerárselos importantes.

—Mi hermano Harry —dijo Drew con voz monótona.

—Sí. Presionados por mí, los dos se refirieron a un agente norteamericano llamada Lassiter. La Fraternidad sabía de su existencia, y estaba preparada para recibirlo.

—¿Cómo supo usted que era Harry?

—Del modo más sencillo posible. Mis primeras preguntas fueron inocentes, pero me mostré más concreta con el paso del tiempo… Freddie siempre decía que ése era el mejor modo, sobre todo con el alcohol y los polvos. Finalmente, los dos hombres dijeron en esencia lo mismo. Más o menos esto: «Su verdadero nombre es Harry Latham, del sector de Operaciones Clandestinas de la CIA, Proyecto Tiempo, más de dos años, código Aguijón, toda la información extraída de las computadoras por debajo del Nivel AA–Cero».

—¡Dios mío! ¡Eso seguramente se originó en un nivel muy alto, el más alto! El Nivel AA–Cero no se aleja mucho de la oficina del director… Realmente terrible, señora de Vries.

—Como no tenía ni tengo idea de lo que significa AA–Cero, supongo que es cierto. Ésas fueron las palabras que escuché, y la razón por la cual solicité que me trasladasen a París. ¿Todavía conservo mi empleo, Monsieur?

—Más que nunca. Sólo que hay un problema diferente.

—¿Un problema? ¿A qué se refiere?

—Permanecerá en D e I, pero ahora usted es miembro del sector de Operaciones Consulares.

—¿Por qué?

—Entre otras cosas, tendrá que firmar una declaración jurada que dice que usted no divulgará la información que acaba de suministrarme, y que también la condena a treinta años en una cárcel norteamericana si revela lo que sabe.

—¿Y si me niego a firmar ese documento?

—Entonces usted es el enemigo.

—¡Magnífico! Me agrada eso. Es preciso.

—Seamos más precisos —dijo Latham, los ojos clavados en los de Karin de Vries—. Si usted traiciona, o la inducen a traicionar, no hay apelación. ¿Entiende?

Monsieur con todo mi intelecto y todo mi corazón.

—Ahora, es mi turno de preguntar. ¿Por qué?

—En realidad es bastante sencillo. Durante varios años mi matrimonio fue un regalo de Dios, porque estaba con un hombre a quien adoraba, y que me amaba tanto como yo a él. Después vi a ese hombre destruido por el odio, no un odio ciego, sino un sentimiento percibido claramente con los ojos muy abiertos, concentrado en el enemigo que renacía y que había destruido a su familia… a sus padres y sus antecesores. Ese joven glorioso y, entusiasta con quien yo me había casado merecía una suerte mucho mejor que la que el destino le deparó. Ahora me toca el turno de combatir a su enemigo, el enemigo de todos.

—Señora de Vries, eso es suficiente para mí. Bienvenida a nuestro lado.

—En ese caso, Monsieur, compartiré con usted una copa. En definitiva hay un «después».

El jet norteamericano F–16 aterrizó en el aeropuerto de Althein. El piloto, un coronel de la fuerza aérea autorizado por la CIA, solicitó la partida inmediata una vez que embarcó a su «paquete». Harry Latham fue llevado a través de la pista, le ayudaron a ocupar la segunda cabina, cerraron la cubierta, y pocos minutos después el avión retornaba a Inglaterra. Tres horas después de su llegada al Reino Unido el agotado agente secreto fue llevado en compañía de su guardia a la Embajada de Estados Unidos en Grosvenor Square; el comité de recepción estaba formado por tres altos miembros de la CIA, el MI–6 británico y el equivalente francés, el Service d’Estranger.

—¡Caramba, me alegro de verlo nuevamente, Harry! —dijo el norteamericano.

—Excelente demostración —dijo el inglés.

—¡Magnifique! —agregó el francés.

—Gracias, caballeros, ¿pero podemos postergar el informe hasta que duerma un poco?

—El valle —dijo el norteamericano—, ¿dónde demonios está?

—Harry, eso no puede esperar.

—El valle ya no importa. Desapareció. Comenzaron los incendios hace dos días, y la gente abandonó el lugar.

—¿De qué demonios habla? —insistió el hombre de la CIA—. Para nosotros es el dato clave.

—Mi colega norteamericano tiene razón, amigo —insistió el hombre del MI–6.

Absolument —repitió el hombre del Deuxième—. Debemos destruirlo.

—¡Un momento, esperen un momento! —replicó Harry, mirando con expresión de fatiga al tribunal de espionaje—. Puede ser la llave, pero la cerradura ya no está allí. Sin embargo, eso poco importa. —Con gran asombro de los demás que estaban sentados frente a la mesa, Latham comenzó a desgarrar el forro de su chaqueta, y después se puso de pie y se quitó los pantalones, e hizo lo mismo con los bolsillos. De pie y en calzoncillos, lenta y cuidadosamente retiró docenas de pedazos de papel escritos a mano y los apiló sobre la mesa de conferencias—. Traje todo lo que necesitamos. Nombres, lugares, organismos y departamentos, la serie total, como diría mi hermano. De paso, me agradaría…

—Ya lo hicimos —lo interrumpió el jefe de sección de la CIA, previendo el pedido—. Sorenson, de Operaciones Consulares, le dijo que usted retornó. Está en París.

—Gracias… Si cuentan con un equipo de secretarios completamente seguros, ordenen mecanografiar este material, dividiéndolo en partes… una persona no debe saber lo que las otras hacen. Y con respecto a los textos cifrados, yo los traduciré después.

—¿A qué se refieren? —preguntó el inglés, los ojos fijos en los pedazos de papel, muchos de ellos desgarrados.

—Un ejército influyente que respalda a la Brüderschaft, hombres y mujeres poderosos que actúan en nuestros países, y que por codicia o por deformación ideológica apoyan a los neos. Les advierto que hay muchas sorpresas, tanto en las filas del gobierno coma en los sectores privados… Ahora bien, si alguien puede indicarme un hotel decente y comprarme algunas prendas de vestir, me agradaría dormir un día o dos.

—Harry —dijo el hombre de la CIA—, póngase los pantalones antes de salir de aquí.

—Buena idea, Jack. Usted siempre fue un individuo observador.

Harry Latham estaba acostado en la cama, después de la llamada telefónica de su hermano Drew y de la conversación casi insultante y por lo tanto afectuosa entre los dos. Se encontrarían en París hacia fines de la semana, o apenas Harry terminase su informe, incluido el descifrado de la información que había traído de Alemania. El hermano mayor no explicó su agenda inmediata, ni necesitó hacerlo, pues el menor comprendía lo que estaba implícito. Los únicos datos que el segundo aportó fueron éstos:

—Ahora que regresaste de una sola pieza, de veras podemos acelerar la marcha. Tenemos la identificación de un automóvil manejado por un par de esos canallas… A propósito, si quieres hablar conmigo llámame a la oficina o al hotel Meurice, en la rue de Rivoli.

—¿Qué sucedió con tu piso? ¿La administración te expulsó por comportamiento indecente?

—No, pero el comportamiento indecente de otros ha conseguido que el lugar sea inhabitable.

—¿De veras? Hermanito, el Meurice es un lugar muy lujoso.

—Lo paga Bonn.

—Dios mío, no veo el momento de escuchar tus revelaciones. Te llamaré cuando sepa el día y la hora de mi vuelo. A propósito, estoy en el Gloucester, y uso el apellido de Moss, Wendell Moss.

—Muy elegante… Me alegra de que hayas regresado, hermano.

—Lo mismo digo, hermano. —Harry había cerrado los ojos, y ya estaba conciliando el sueño cuando hubo un llamada suave a la puerta del hotel. Meneando la cabeza con irritación, Harry apartó las mantas, salió de la cama con movimientos inseguros y extendió la mano hacia la manta suministrada por el hotel, que esperaba sobre una silla. Caminó hacia la puerta—. ¿Quién es? —preguntó.

Tordo, de Langley —fue la tranquila respuesta—. Tengo que hablar con usted, con Aguijón.

—¿Qué? —Desconcertado, pero consciente del máximo secreto con que se preservaba su nombre de batalla, Harry abrió la puerta. En el corredor estaba un hombre de estatura relativamente reducida, con una cara agradable, más bien pálida, fácilmente olvidable, vestido con un traje de calle oscuro y usando anteojos con montura de acero—. ¿Qué es un Tordo? —preguntó Latham, invitando a entrar al emisario de la CIA.

—Nuestros códigos cambiaron, el suyo se mantuvo igual —replicó el desconocido entrando en la habitación y extendiendo la mano. Harry la estrechó, todavía confundido—. No puedo decirle cuánto nos agrada que usted haya regresado del frío.

—¿Qué es esto? ¿Una repetición de John Le Carré? Si se trata de eso él lo hacía mejor. Lo de Aguijón lo entiendo, pero el nombre de Tordo es un tanto trivial, ¿no le parece? ¿Y por qué usted no estuvo en la embajada? Señor Tordo, estoy realmente agotado, y necesito dormir.

—Sí, lo sé, y sinceramente me disculpo. Sin embargo, hay un nivel superior al de la embajada, y estoy seguro de que usted lo sabe.

—Por supuesto. Está el Comité de Inteligencia, el secretario de Estado y el presidente. De modo que vuelvo a lo mismo, ¿qué es un Tordo?

—Ocuparé muy pocos minutos de su tiempo —dijo el hombre de expresión amable desechando la pregunta de Harry y retirando del chaleco un reloj de bolsillo—. Éste es un legado de familia, y como mi vista está flaqueando, con su ayuda veo más fácilmente la hora. Dos minutos, señor Latham, y me marcho.

—Y antes de que continúe, más vale que me muestre una identificación auténtica.

—Naturalmente. —El intruso sostuvo el reloj de bolsillo frente a la cara de Harry, y habló con voz clara y precisa, mientras oprimía la corona—. Hola Alexander Lassiter. Habla tu amigo, el doctor Gerhardt Kroeger, para decirte que tenemos que conversar.

Pareció de pronto que los ojos de Harry se desorbitaban y que se le dilataban las pupilas; durante un instante clavó los ojos en el vacío.

—Hola, Gerhardt —dijo—, ¿cómo está mi matasanos favorito?

—Muy bien, Alex. ¿Cómo estás tú? ¿Hoy diste tu paseo a través del prado?

—Eh, vamos, «doc», ya es de noche. ¿Quieres que tropiece con una manada de doberman? ¿Dónde tienes la cabeza?

—Disculpa, Alexander, estuve operando la mayor parte del día, y tienes mucha razón. Estoy tan cansado como tú… Pero dime una cosa, Alex, cuando en tu pensamiento te encontraste con esa gente en la embajada de Estados Unidos, ¿qué sucedió?

—En realidad, nada. Les di todo lo que traía, y los próximos días examinaremos ese material.

—Excelente. ¿Algo más?

—Mi hermano llamó desde París. Están siguiendo la pista de un automóvil sospechoso. Mi hermano menor es un buen muchacho, Gerhardt, te agradaría si lo conocieras.

—Estoy seguro de que así es. Es el que trabaja para Operaciones Consulares, ¿verdad?

En efecto… ¿Por qué me haces estas preguntas?

En ese momento el extraño de cara pálida que había llegado a la habitación del hotel de nuevo elevó en el aire el reloj de bolsillo, y presionó dos veces la corona mientras los ojos de Harry Latham se aclaraban, y ahora enfocaban bien a su interlocutor.

—Harry, de veras usted necesita descansar —dijo el hombre que decía llamarse Tordo—. Ahora no podemos hablar. Le diré una cosa… probaremos mañana, ¿de acuerdo?

—Qué…

—Mañana me comunicaré con usted.

—¿Por qué?

—¿No lo recuerda? Santo Dios, en efecto está agotado. La Central de Información, el secretario de Estado… el presidente, Harry. Ellos fueron los que aprobaron mis credenciales, y eso es lo que usted quería, ¿verdad?

—Por supuesto… eso es lo que yo deseaba.

—Duerma un poco, Aguijón. Lo merece. —Tordo se retiró deprisa, y cerró la puerta después de salir, mientras Harry Latham caminaba automáticamente de regreso a la cama y se desplomaba sobre ella.

—¿Quién es Tordo? —preguntó Harry. Era de mañana, y los tres funcionarios de inteligencia estaban sentados alrededor de la mesa de conferencias, lo mismo que la víspera.

—Recibí su llamada hace dos horas —dijo el jefe de sección de la CIA—. Desperté al propio director general de Investigaciones, y nunca oyó hablar de un Tordo. También le pareció un nombre bastante estúpido… lo mismo que a usted, Latham.

—¡Pero él estuvo allí! Lo vi y hablé con él. ¡Estuvo allí!

—¿De qué hablaron, Monsieur? —preguntó el representante de la inteligencia francesa.

—No estoy seguro… en realidad, no lo sé. Pareció de lo más normal, formuló unas pocas preguntas inocentes, y entonces… simplemente no recuerdo.

—Puedo sugerir, señor Latham —intervino aquí el brigadier del MI–6 británico— que usted ha afrontado una experiencia muy estresante… oh, al demonio con esa palabra… una experiencia insoportable durante tres años. ¿No es posible, y digo esto con el debido respeto por su considerable intelecto, que usted sea víctima de momentos de alucinación? Dios, mío, amigo, he visto a operadores que representaban diferentes papeles fantasear y quebrarse, después de haber soportado solamente la mitad de la tensión que usted sufrió.

—Yo no me quiebro, general. No me quiebro y no fantaseo.

—Regresemos al asunto, Monsieur Latham. Cuando usted llegó al valle de la Brüderschaft, ¿qué sucedió?

—Oh. —Harry bajó los ojos, se sintió desorientado unos instantes, y después todo se aclaró—. Usted se refiere al accidente. Por Dios, fue terrible. Gran parte del asunto es una confusión, pero lo primero que recuerdo es el griterío; algo histérico. Y después comprendí que estaba apretado por el camión, un pedazo de metal me presionaba la cabeza… nunca sentí tanto dolor… —Latham repitió la letanía programada por el doctor Gerhardt Kroeger y cuando terminó, alzó la cabeza, la mirada clara—. Caballeros, ya les relaté el resto.

—Los miembros del tribunal se miraron unos a otros, y cada uno movió apenas la cabeza, en evidente actitud de confusión. Entonces, el norteamericano habló.

—Vea, Harry —dijo en voz baja—. Durante los próximos días repasaremos todo lo que ya hemos mencionado, ¿de acuerdo? Después, usted merece un prolongado período de descanso, ¿no es cierto?

—Desearía ir a París y ver a mi hermano…

—Por supuesto, no me opongo, aunque él está con Operaciones Consulares, que ciertamente no es la rama que me inspira más simpatía.

—Entiendo que es bastante bueno en lo que hace.

—Demonios —dijo el jefe de estación de la CIA—, era muy bueno cuando jugaba hockey para el equipo de los Isleños en Manitoba. Yo estaba entonces en Canadá, y les aseguro que ese muchacho acorralaba a otros más corpulentos, y lo hacía mejor que muchos jugadores a quienes he visto en el curso de mi vida. Habría tenido mucho éxito en Nueva York.

—Felizmente —dijo Harry Latham— conseguí que abandonara esa profesión tan violenta.

Drew Latham despertó en la cama de su suite del Meurice, en la rue de Rivoli. Parpadeando, miró el teléfono que estaba sobre la mesita de noche, y presionó los botones correspondientes al servicio de las habitaciones. Como Alemania pagaba los gastos, decidió pedir una chuleta con dos huevos fritos, y avena con mucha crema; le dijeron que llevarían el pedido en treinta minutos. Se estiró en la cama, el brazo izquierdo presionado por la automática que estaba bajo la almohada, y después cerró los ojos para gozar de unos pocos minutos más de descanso.

Un roce, un sonido metálico en la puerta. Eso no era natural… ¡de ningún modo era natural! De pronto oyó la sucesión de pequeñas explosiones de un martillo automático seis pisos más abajo, en la calle; una cuadrilla de reparaciones que empezaba demasiado temprano en la mañana… Qué extraño… ¡eso no era normal! ¡Si apenas había amanecido! Drew desenfundó el arma y se deslizó al costado izquierdo de la cama; rodó sobre sí mismo, hasta que tocó la moldura en la esquina de la pared contraria. Se abrió la puerta y una explosiva sucesión de balas se hundió en la cama, destrozando el colchón y las almohadas, los estampidos fusionándose con el ruido ensordecedor que entraba por las ventanas. Latham apuntó con su pistola y disparó cinco veces sobre la figura vestida de negro que se recortaba en el hueco de la puerta. El hombre cayó hacia adelante; Drew enderezó el cuerpo cuando el martillo neumático cesó de funcionar en la calle, y corrió hacia el hombre que había intentado asesinarlo. Estaba muerto, pero cuando el asesino se llevó la mano al pecho, desgarró el apretado suéter negro. Sobre el pecho estaban tatuados tres pequeños rayos. Blitzkrieg. La Fraternidad.