Capítulo 4

Heinrich Kreitz, embajador alemán ante la República de Francia, era un hombre delgado, de baja estatura, que tendría alrededor de setenta años; poseía una cara delgada, cabellos blancos muy sedosos, y una mirada melancólica en los ojos almendrados, con un tejido de arrugas perpetuas en los costados. Durante años había sido profesor de desarrollo político europeo en la Universidad de Viena, y había sido retirado de la academia e incorporado al cuerpo diplomático, principalmente a causa de sus numerosos trabajos en los cuales detallaba la historia de las relaciones internacionales durante los siglos XIX y XX. Estos extensos artículos aparecieron reunidos en un libro que se tituló, muy naturalmente, Discurso de las naciones, lectura obligada de los diplomáticos en diecisiete idiomas, así como libro de texto especializado en las universidades de todo el mundo civilizado.

Eran las 9:25 de la mañana y Kreitz, sentado frente al escritorio del embajador norteamericano, miraba en silencio a Drew Latham, que estaba de pie a la izquierda del embajador Courtland. Contra la pared, en un diván, estaba sentado Moreau, del Deuxième.

—Mi vergüenza es la culpabilidad de mi país —dijo al fin Kreitz, en su voz una tristeza que armonizaba con la expresión de los ojos—, la culpa de haber permitido que esos monstruos, esos criminales, llegasen a gobernar nuestro país. Acrecentaremos los esfuerzos, si eso es humanamente posible, para extirparlos y destruir el núcleo que organizaron. Les ruego que comprendan, caballeros, que mi gobierno está consagrado a la tarea de denunciarlos, de eliminarlos, aunque eso nos obligue a construir mil prisiones nuevas para encerrarlos. Sobre todo, como ustedes seguramente saben, no podemos permitirnos que ellos continúen existiendo.

—Lo sabemos, Monsieur Ambassadeur —dijo Claude Moreau desde el diván—, pero parece que ustedes tienen un modo extraño de abordar esa tarea. Su Polizei conoce a los líderes de estos fanáticos en una docena de ciudades. ¿Por qué no se los encarcela?

—Allí donde puede demostrarse que cometen actos de violencia, en efecto se los encarcela. En nuestros tribunales abundan las acusaciones de esta clase. Pero donde se trata de un mero disenso, nosotros también somos una democracia; tenemos la misma libertad de palabra que permite que ustedes realicen huelgas pacíficas, que los norteamericanos ejerzan el derecho de reunión, y a menudo organicen marchas sobre Washington, donde los hombres y las mujeres arengan a sus partidarios desde las plataformas, y… ¿como se dice?, oh, sí… desde los «soapboxes». Muchas leyes de estos países permiten tales manifestaciones de crítica al gobierno. ¿Debemos silenciar a todos los que discrepan con Bonn, incluso los que acuden a las plazas para manifestar contra los neonazis?

—¡No, maldición! —rugió Latham—. ¡Pero ustedes los silencian! Nosotros no organizamos campos de concentración, o cámaras de gas, o el genocidio de un pueblo entero. ¡Ustedes, canallas, hicieron eso, no nosotros!

—Es vergonzoso que lo hayamos permitido… exactamente como ustedes permitieron que esclavizaran a un pueblo entero y miraron con los brazos cruzados mientras colgaban a los negros desde diez mil árboles en los estados sureños, y como los franceses hicieron más o menos lo mismo en África ecuatorial y en las colonias del Lejano Oriente. Hay horror y hay decencia en todos nosotros. Y en la historia de todos nuestros países.

—Heinrich, eso no sólo es absurdo, sino que no es aplicable aquí, y usted lo sabe —dijo el embajador Courtland exhibiendo sorprendente autoridad—. Yo lo sé porque leí su libro. Usted habló de «la perspectiva de las realidades históricas». Las verdades contemporáneas, según se las percibe. Usted no puede justificar al Tercer Reich en tales términos.

—Nunca lo hice, Daniel —replicó Kreitz—. Condené enérgicamente al Reich por crear falsas verdades, por cierto muy aceptables para una nación devastada. La mitología teutónica fue un narcótico consumido por un pueblo débil, desilusionado y hambriento. ¿No escribí eso?

—Sí, lo escribió —reconoció con un gesto de asentimiento el embajador norteamericano—. Digamos sólo que yo deseaba recordárselo.

—Muy bien. Sin embargo, así como usted debe proteger los intereses de Washington, yo tengo mis obligaciones con Bonn… Y bien, ¿dónde estamos? Todos deseamos lo mismo.

—Sugiero, Monsieur Ambassadeur —dijo Moreau, poniéndose de pie—, que usted me permita someter a vigilancia a una serie de agregados de alto nivel de su embajada.

—Fuera de demostrar que el gobierno anfitrión puede entrometerse en el plano diplomático, ¿para qué servirá eso? Los conozco a todos. Son hombres y mujeres decentes y laboriosos, bien entrenados y dignos de confianza.

Monsieur, en realidad usted no puede saber a qué atenerse. La evidencia es indiscutible: aquí en París hay una organización que apoya al nuevo movimiento nazi. Todos los signos indican que bien puede ser la organización central fuera de Alemania, quizá tan importante como la que existe en su país, pues puede operar más allá de las leyes alemanas y de la mirada de los alemanes. Además, se ha confirmado prácticamente, y sólo faltan los detalles de las transferencias, que millones y millones de dólares van a manos del movimiento y que pasan por Francia, sin duda gracias a los esfuerzos de esta organización cuyos orígenes pueden remontarse a cincuenta años. De modo que ya ve, Monsieur Ambassadeur, que tenemos una situación que sobrepasa los límites de las estrechas relaciones diplomáticas.

—Por supuesto, para acceder a su pedido necesito la aprobación de mi gobierno.

—Por supuesto —coincidió Moreau.

—La información de carácter financiero puede ser trasmitida por nuestros canales seguros, de acuerdo con la iniciativa de algún miembro del personal de la embajada, y llegar a las personas que viven en París que están ayudando a estos psicópatas —dijo reflexivamente Kreitz Veo adónde quieren ir a parar, por inquietante que sea. Muy bien, les daré una respuesta más avanzado el día—. Heinrich Kreitz se volvió hacia Drew Latham. —Por supuesto, mi gobierno afrontará todos los costos de los daños que usted sufrió, Herr Latham.

—Consíganos la cooperación que necesitamos pues de lo contrario su gobierno será responsable por daños que nunca podrá solventar —dijo Drew, nuevamente.

—¡No está aquí! —exclamó Giselle Villier por teléfono—. Monsieur Moreau, del Deuxième Bureau, estuvo aquí hace cuatro horas y nos habló de las cosas terribles que usted y Henri Bressard soportaron anoche, pareció que mi esposo aceptaba sus indicaciones en el sentido de que no interfiriese. ¡Maintenant, mon Dieu, usted conoce a los actores! Pueden decirle con la máxima convicción cosas que ustedes creerán con los ojos y los oídos, a pesar de que en ese momento están pensando algo completamente distinto.

—¿Usted sabe dónde está? —preguntó Drew.

—¡Monsieur, sé donde no está! Después que Moreau se retiró mi esposo parecía resignado y me dijo que se dirigía al teatro para dirigir un ensayo. Dijo… como lo dijo antes muchas veces… que su presencia en esos ensayos entusiasma a los actores principiantes. Nunca pensé en la posibilidad de dudar de su palabra; después, Henri llamó desde el Quai d’Orsay, e insistió en que deseaba hablar con Jean–Pierre. Le dije que fue hacia el teatro…

—No estaba allí —la interrumpió Latham.

—No sólo no estaba, ¡sino que el ensayo no es hoy, sino mañana!

—¿Usted cree que continuó con sus propios planes, tal como lo explicó anoche?

—Estoy segura de eso, y me siento terriblemente asustada.

—Tal vez ese temor no sea necesario. El Deuxième está protegiéndolo. Lo seguirán adonde vaya.

—Digamos que nuestro nuevo amigo, Drew Latham y espero que usted sea un amigo…

—Totalmente. Créame.

—En verdad, usted no conoce a los actores talentosos. Pueden entrar en un edificio aduciendo que son ellos mismos, y reaparecer en la calle adoptando otra identidad. Una camisa metida bajo la chaqueta los pantalones abolsados, el andar distinto, y Dios nos ampare si hay una tienda de ropa ahí cerca.

—¿Usted cree que pudo hacer algo por el estilo?

—Por eso siento tanto miedo. Anoche cuando hablamos, manifestó su decisión con mucha energía, y Jean–Pierre es un hombre enérgico.

—Es lo que dije a Bressard cuando me llevó a la embajada.

—Lo sé. Por eso Henri insistió en hablarle, para sumar su voz al esfuerzo destinado a disuadirlo.

—Hablaré con Moreau.

—Por supuesto, volverá a llamarme.

—Por supuesto. —Drew cortó la comunicación en su oficina de la embajada, verificó el número del Deuxième Bureau, y llamó al jefe de la organización—. Soy Latham —dijo.

Monsieur esperaba su llamada. ¿Qué puedo decirle? Perdimos al actor; fue demasiado astuto para nosotros. Entró en Les Halles un lugar que en primer lugar es el reino de la confusión. Todos esos puestos, —carnes, flores, pollos, legumbres— un caos total. Atravesó el sector de las carnicerías, ¡y ni uno solo de nuestros hombres lo vio salir por cualquiera de los costados!

—Estaban buscando a alguien que no era él. ¿Qué piensan hacer ahora?

—Tengo unidades verificando las calles más sórdidas. Tenemos que encontrarlo.

—No lo hallarán.

—¿Por qué no?

—Porque es el mejor actor de Francia. Pero tiene que aparecer esta noche en el teatro. Por Dios, quiero que esté allí, y si es necesario mañana lo someta a arresto domiciliario… si aún vive.

—Por favor, no sugerirá que…

—Moreau, estuve en esas calles; no creo que usted las conozca. Usted es un miembro de una minoría selecta; sus perfeccionadas estrategias nada tienen que ver con las cloacas de París, donde ahora probablemente se encuentra Villier.

—Su insulto no está justificado; conocemos esta ciudad mejor que nadie sobre la tierra.

—Magnífico. En ese caso, vaya y mire. —Drew cortó la comunicación preguntándose si podía llamar a otra persona, o si podía hacer más. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por una llamada a la puerta de la oficina—. Adelante —dijo impaciente.

Una atractiva mujer de cabellos negros de poco más de treinta años usando grandes anteojos con montura de carey, entró sosteniendo en las manos una gruesa carpeta.

Monsieur creo que encontramos los materiales que usted pidió.

—Discúlpeme, pero ¿quién es usted?

—Me llamo Karin de Vries, señor. Trabajo en Documentos e Investigación.

—Un eufemismo para una amplia gama que va de lo «delicado» al «máximo secreto».

—No todo es así, Monsieur Latham. También tenemos mapas viales, y horarios de los aeropuertos y los transportes ferroviarios.

—Usted es francesa.

—En realidad, flamenca —lo corrigió la mujer, con acento suave pero inconfundible—. Sin embargo, he pasado muchos años en París, e incluso he realizado estudios para diplomarme en la Sorbona.

—Habla un inglés excelente…

—También francés, holandés, y por supuesto los dialectos flamenco y valón, y alemán —interrumpió tranquilamente de Vries—, con idéntica capacidad para la lectura.

—Un talento considerable.

—Lo cual no es desusado, excepto quizá la lectura profunda, las abstracciones y el uso de las expresiones idiomáticas.

—Por eso está en Documentos e Investigación.

—Naturalmente, era una de las condiciones exigidas.

—Naturalmente… ¿Qué encontró para mí?

—Usted pidió que investigásemos las leyes del, Ministerio de Finanzas, explorásemos las posibilidades de fraude en relación con la inversión extranjera, y le trajésemos la información.

—Veamos.

La mujer rodeó el escritorio, depositó la carpeta frente a Drew, y la abrió, revelando un manojo de impresiones de la computadora.

—Aquí hay muchos datos, señorita De Vries —dijo Latham—. Me llevará una semana repasar todo, y no dispongo de una semana. El mundo de la alta finanza no es uno de mis puntos fuertes.

—Oh, no, Monsieur, la mayor parte de este material incluye extractos de las leyes que confirman nuestras conclusiones, y casos concretos de los que fueron sorprendidos violando dichas leyes. Los nombres y los resúmenes muy breves de sus manipulaciones están sólo en seis páginas.

—Santo Dios, eso es mucho más que lo que yo había pedido. ¿Usted hizo todo esto en cinco horas?

—El equipo es soberbio, señor, y el ministerio se mostró muy servicial, incluso hasta el extremo de conectar sus máquinas con las nuestras.

—¿No se opusieron a nuestras pretensiones?

—Sabía con quién comunicarme. Comprendió lo que usted buscaba y la razón de su actitud.

—¿Y usted?

Monsieur, no soy ciega ni sorda. Una enorme masa de fondos está siendo transferida a través de Suiza y llega a Alemania, y pasa a poder de individuos ilegítimos y anónimos, o de cuentas que utilizan el procedimiento suizo que consiste en someter a espectrógrafos los números manuscritos.

—¿Y la identidad de esos números?

—Se los telegrafié instantáneamente a Zurich, Berna o Ginebra, donde permanecen en el mayor secreto. No se los confirma ni se los niega.

—Usted conoce mucho estos procedimientos, ¿verdad?

—Permítame ofrecerle una explicación, Monsieur Latham. Trabajé para los norteamericanos en la OTAN. Las autoridades norteamericanas me dieron su visto bueno para manejar materiales sumamente secretos, porque yo a menudo veía y oía cosas que escapaban a la atención de los norteamericanos. ¿Por qué lo pregunta? ¿Sugiere otra cosa?

—No lo sé. Quizá simplemente estoy abrumado por su eficiencia… usted es la responsable de esta carpeta, ¿verdad? Solamente usted, ¿no es así? Puedo preguntar a otros en Documentos e Investigación.

—Sí —dijo Karin de Vries, y rodeó lentamente el escritorio y se detuvo frente a Latham—. Vi su pedido —con una señal roja— en el archivo del jefe de nuestro departamento. Lo abrí y lo estudié. Sabía que estaba en condiciones de darle curso, y por lo tanto me lo llevé.

—Se lo dijo a su superior.

—No. —La mujer hizo una pausa y después agregó con voz neutra—: Comprendí inmediatamente que podía analizar y elaborar la información antes de cualquier otra persona de nuestra sección. Le traje los resultados… en solo cinco horas.

—¿Quiere decir que en Documentos e Investigación nadie más sabe que usted estuvo trabajando en este asunto, y que eso incluye a su jefe de sección?

—Estuvo en Calais todo el día, y no vi motivo para acudir a su suplente.

—¿Por qué no? ¿Usted no necesitaba autorización? Éste es un asunto que exigía que se le encomendara una misión especial. Es lo que indica el distintivo rojo.

—Ya se lo dije, fui aprobada por las autoridades norteamericanas de la OTAN y por nuestros propios especialistas de inteligencia aquí en París. Le traje lo que usted deseaba, lo que usted quería, y mis motivos personales carecen de importancia.

—Supongo que así es. Por mi parte, tengo también mis propios motivos, y eso significa que comprobaré y volveré a comprobar todo lo que hay en esta carpeta.

—Encontrará que los datos son exactos y están confirmados.

—Así lo espero. Gracias, señorita de Vries, esto es todo.

—Si puedo corregirlo, no soy señorita sino señora de Vries. Soy viuda. Mi marido fue muerto en Berlín oriental por la Stasi una semana antes de la destrucción del Muro… la Stasi, Monsieur. El nombre cambió, pero eran tan crueles como las unidades más salvajes de la Gestapo y la Waffen SS. Mi esposo, Frederik de Vries, trabajaba para los norteamericanos. Usted puede comprobar y volver a comprobar también eso.

La mujer se volvió y salió de la habitación.

Desconcertado, Latham miró mientras la puerta se cerraba con tanta fuerza que uno podía decir que la habían golpeado enérgicamente. Descolgó el auricular de su teléfono, y oprimió los botones de su consola para comunicarse con el director de seguridad de la embajada. Cuando consiguió imponerse a una irritante secretaria que insistía en practicar su francés de la universidad, que era menos completo que el de Latham, el jefe de seguridad se acercó al teléfono.

—¿Qué sucede, Operaciones Consulares?

—Stanley, ¿quién demonios es Karin de Vries?

—Una bendición aportada por la gente de la OTAN —replicó Stanley Witkowski, un veterano de poco más de treinta años perteneciente al área de la Inteligencia Militar, un coronel transferido al Departamento de Estado a causa de su éxito extraordinario en el G–2—. Es rápida, inteligente, tiene imaginación, y lee y habla fluidamente cinco idiomas. Un regalo del cielo, amigo mío.

—Eso es lo que deseo saber. ¿Quién la envió?

—¿Qué quiere decir?

—Sus hábitos de trabajo son un poco extraños. Envié un sobre sellado con un distintivo rojo a Investigación, y sin autorización y sin que se le encomiende la tarea, lo retiró del archivo y lo procesó por su cuenta.

—¿Un distintivo rojo? En efecto, es extraño. Esta mujer sabe muy bien a qué atenerse. Un pedido con ese distintivo tiene que ser refrendado el jefe de sección y su segundo, y la persona encargada de cumplir la tarea ha de ser aprobada y registrada.

—Eso es lo que pensé, y cuando se trata de esta operación me muestro paranoico ante la perspectiva de que haya filtraciones y nos suministren información falsa. ¿Quién la envió aquí?

—Olvide eso, Drew. Ella consultó a París, y del comandante supremo para abajo sus credenciales son impecables.

—Hay credenciales impecables, y otras que parecen serlo, Stan. Esa mujer dedujo cosas que sobrepasan el ámbito de sus credenciales, y quiero saber como lo consiguió y por qué.

—¿Puede aportarme algún indicio?

—Llegaré a decirle esto: se refiere a las nuevas ideologías que están pactando en Alemania.

—Eso no me ayuda mucho.

—Dijo que su marido fue asesinado por la Stasi en Berlín oriental. ¿Pude confirmar ese dato?

—Demonios, sí. Incluso personalmente. Yo estaba destacado de este lado del Muro, esforzándome las veinticuatro horas del día para establecer contacto con nuestra gente del otro lado. Freddie de Vries era un infiltrado joven y muy inteligente. El pobre infeliz fue atrapado apenas unos pocos días antes de que la Stasi pasara a la historia.

—En ese caso, ella debe tener un interés legítimo y serio, incluso obsesivo con lo que sucede en Alemania.

—Por supuesto. ¿Usted sabe adónde fue la mayoría de los miembros de la Stasi cuando demolieron el Muro?

—¿Adonde?

—Derecho a los brazos acogedores de los cabeza rapadas, esos nazis de la nueva generación… Oh, a propósito de Freddie de Vries, este hombre trabajó con su hermano Harry. Lo sé porque mi G–Dos coordinaba su labor con ambos. Harry no sólo quedó impresionado… se puso realmente furioso cuando se enteró del asunto de Freddy. Casi como si fuera un hermano menor, algo parecido a usted mismo.

—Gracias, Stanley. Creo que acabo de cometer un error insultante. De todos modos, es necesario completar una serie de huecos.

—¿Qué significa eso?

—¿De qué modo la señora de Vries se enteró de mi existencia?

En las sombras creadas por la claridad vespertina, Jean–Pierre Villier, la cara irreconocible, una nariz que era el doble de su verdadero tamaño, los párpados igualmente hinchados, las ropas convertidas en jirones, avanzó a tropezones por el callejón oscuro de Montparnasse. Había borrachos instalados de trecho en trecho sobre los adoquines, la espalda contra los muros, la mayoría encorvados, otros adoptando posiciones fetales. Villier entonó una canción alcohólica, con voz estropajosa.

—¡Ecoutez, écoutez… gardez… vous, mes amis! Recibí noticias de mi querido compañero Jodelle… ¿esto le interesa a alguien o estoy malgastando mi viejo aliento?

—¡Jodelle está loco! —llegó una voz desde la izquierda.

—¡Le agrada meternos en problemas! —exclamó una voz de la derecha—. Dile que se vaya al infierno.

—¡Tengo que encontrar a sus amigos, él me dijo que es importante!

—Vete al muelle del norte, a lo largo del Sena, él duerme mejor allí… y también roba mejor.

Jean–Pierre se acercó al Quai des Tuileries deteniéndose a la entrada de cada calleja oscura, y zambulléndose en cada una, de hecho obteniendo los mismos resultados.

—¡El viejo Jodelle es un cerdo! ¡No comparte su vino!

—Dice que tiene amigos importantes… ¿dónde están?

—Ese gran actor que dice que es su hijo… ¡pura mierda!

—Soy un borracho y ya nada me importa, pero no molesto con mentiras a mis amigos.

Y entonces, cuando Villier llegaba a los muelles que están sobre el Pont de Alma, oyó las primeras voces de aliento que venían de una vieja miserable.

—Sí, Jodelle está loco, pero siempre fue bueno conmigo. Me trae flores… naturalmente, flores robadas… y dice que soy una gran actriz. ¿Qué te parece?

Madame, creo que si lo dijo, habló en serio.

—Entonces, tú estás tan loco como él.

—Quizá, pero es cierto que usted es una hermosa mujer.

—¡Ay!… ¡Tus ojos! Hay nubes azules en el cielo. Tú eres su espectro.

—¿Él murió?

—¿Quién puede saberlo? ¿Y quién eres tú?

Y finalmente, unas horas después, mientras el sol descendía detrás de las altas estructuras del Trocadero, oyó otras palabras, lanzadas al aire en otro callejón, mucho más oscuro que cualquiera de los anteriores.

—¿Quién se refiere a mi amigo Jodelle?

—Yo —grito Villier, internándose más en la oscuridad del estrecho recinto—. ¿Tú eres su amigo? —preguntó, arrodillándose junto al mendigo desplomado y desgreñado—. Debo encontrar a Jodelle —continuó Jean Pierre—, ¡y tengo dinero para quien pueda ayudarme! ¡Mira, mira! Cincuenta francos.

—Hace mucho tiempo desde que vi por última vez cincuenta francos.

—Pues míralos ahora. ¿Dónde está Jodelle, adónde fue?

—Oh, dijo que era un secreto…

—Pero a ti te lo reveló.

—Oh, sí, éramos como hermanos…

—Yo soy su hijo. Dímelo.

—Al Valle del Loira, a ver un hombre terrible que está en el Valle del Loira; eso es todo lo que sé —murmuró el vagabundo—. Nadie conoce su nombre.

De pronto, una silueta se recortó saliendo del haz de luz que penetraba en el callejón. Era un hombre de las mismas proporciones de Jean–Pierre cuando el actor se enderezó y no se mostró agazapado, como había sido el caso hasta un momento antes.

—¿Por qué usted pregunta acerca del viejo Jodelle? —dijo el intruso.

—Señor, tengo que hallarlo —replicó Villier, su voz gimiente y trémula—. Vea, me debe dinero, y ya llevo tres días buscándolo.

—Me temo que no cobrará la deuda. ¿Usted no lee los diarios?

—¿Por qué debo gastar el dinero que no tengo leyendo cosas que no me conciernen? Puedo reírme con las tiras cómicas que se publican en el diario que arrojaron ayer al cubo de los residuos… o en el diario de anteayer, o de la semana pasada.

—Un viejo vagabundo identificado con el nombre de Jodelle se suicidó en un teatro anoche.

—¡Oh, canalla!, ¡me debía siete francos!

—¿Quién es usted, anciano? —preguntó el intruso, aproximándose a Jean–Pierre y, examinándolo a la media luz del callejón.

—Soy Auguste Renoir y pinto cuadros. A veces soy Monsieur Monet, y a menudo soy el holandés Rembrandt. Y en primavera me agrada ser Georges Seurat; en invierno el tullido Toulouse–Lautrec, y me agrada visitar los burdeles tibios. Los museos son lugares maravillosos cuando llueve y hace frío.

—¡Ah, usted es un viejo tonto! —El hombre se volvió y echó a andar hacia la calle y Villier cojeó deprisa caminando tras él.

—¡Monsieur! —exclamó el actor.

—¿Qué? —El hombre se detuvo.

—Puesto que usted fue el portador de esta terrible noticia, creo que debería pagarme los siete francos.

—¿Por qué? ¿Qué clase de lógica es ésa?

—Usted me arrebató la esperanza.

—¿Yo le arrebaté qué…?

—Mi esperanza, mi expectativa. Yo no le pregunté por Jodelle. Usted me abordó. ¿Cómo sabía que estaba buscándolo?

—Usted gritó su nombre hace unos instantes.

—Y con esa excusa trivial usted entra en mi vida y destruye mi expectativa. Quizá yo debería preguntarle, Monsieur, quién es usted. Usted está muy bien vestido como para ser una relación de mi amigo Jodelle… ¡ese hijo de perra! ¿Qué es Jodelle para usted? Dígame por qué vino aquí.

—Usted está loco —afirmó el hombre, y metió la mano en su bolsillo—. Aquí tiene un billete de veinte francos, y le pido disculpas por haber entrado en su vida.

—¡Oh, gracias, señor, gracias! —Jean–Pierre esperó hasta que el desconocido llegó al pavimento iluminado por la luz del sol, y después corrió a lo largo del callejón, espiando desde la esquina mientras el hombre se aproximaba a un vehículo estacionado junto al cordón, unos veinte metros más lejos. Fingiendo de nuevo que era un vagabundo medio loco de París, Villier avanzó sobre el pavimento, bailoteando como un payaso deforme, y gritando a su benefactor—: ¡Que Dios lo reciba en su santa gloria y que el buen Jesús le abra su corazón, Monsieur! Que las glorias del paraíso celestial…

—¡Déjeme en paz, viejo vagabundo y borracho!

«Oh, sin duda te dejaré en paz», pensó Jean–Pierre mientras examinaba la chapa patente del Peugeot que ya se alejaba.

Bien entrada la tarde Latham descendió en el ascensor hasta el complejo instalado en el subsuelo de la embajada; era la segunda vez que iba allí en dieciocho horas, pero en ese momento no se dirigió al área de Comunicaciones, sino a la sacrosanta sección de Documentos e Investigación. Un infante de marina estaba sentado frente a un escritorio a la derecha de la puerta de acero; reconoció a Drew y sonrió.

—¿Cómo está el tiempo allí arriba, señor Latham?

—No tan fresco y limpio como aquí, sargento, aunque en realidad debo recordar que ustedes poseen el aire acondicionado más costoso.

—Somos muy delicados en este sector. ¿Desea ingresar en nuestro salón de secretos y, pornografía de alto nivel?

—¿Hay filmes pornográficos?

—Cien francos la butaca, pero usted podrá entrar sin cargo.

—Siempre puede contarse con los infantes de marina.

—Y hablando de eso, los muchachos del pelotón quieren agradecerle las copas que les pagó en el café de Grenelle.

—Fue un placer. Uno nunca sabe cuándo puede necesitar un filme pornográfico… En realidad, los propietarios de ese lugar son antiguos amigos, y su presencia tuvo un efecto calmante sobre algunos clientes poco atractivos.

—Sí, usted nos dijo eso. Nos vestimos de punta en blanco, como si se tratara de una opereta o algo por el estilo.

—Sargento —lo interrumpió Drew, mirando en los ojos al guardia—, ¿conoce a cierta Karin de Vries en D e I?

—Sólo de saludarla… «buenos días, buenas noches», y eso es todo. Es una muchacha hermosa, pero me parece que trata de ocultarlo. Usa esos anteojos que pesan dos o tres kilos, y lleva ropas oscuras que ciertamente no las compró en París.

—¿Es nueva aquí?

—No diría que está hace unos cuatro meses; vino desde la OTAN. Dicen que se muestra muy discreta y reservada. ¿Entiende lo que quiero decirle?

—Creo que sí… Muy bien, guardián de las llaves místicas, consígame un asiento en primera fila.

—En realidad, es la primera fila, tercera oficina de la derecha. El nombre está en la puerta.

—¿Ustedes suelen asomarse a mirar?

—Por supuesto. Cuando esa puerta está cerrada con llave, patrullamos el sitio casi toda la noche, y mantenemos las manos sobre las armas, en caso de que haya visitantes sin invitación.

—Ah, los hombres de las misiones secretas. Ustedes deberían trabajar en el cine.

—Le agradecemos la recomendación. Una cena completa con todo el vino que pudimos beber, y por muy poco dinero. Y un propietario nervioso que iba de un lado al otro, y decía a todos que éramos sus mejores amigos y probablemente sus parientes norteamericanos, los hombres dispuestos a acudir al restaurante con los bazookas apenas él los llamase, y siempre que estuviese en dificultades. ¿Como consiguió que nos atendiesen a cuerpo de rey?

—No fue más que una invitación inofensiva, inocente, de un ardiente admirador del Cuerpo.

—Señor Pinocho, la nariz está creciéndole.

—Usted ya recibió mi entrada. Por favor, quiero pasar.

El infante de marina presionó un botón sobre el escritorio, y un fuerte chasquido llegó de la puerta de acero.

—Señor, ingrese en el Palacio del Mago.

Latham entró y casi enseguida oyó el zumbido grave y constante de las computadoras. La sección Documentos e Investigación consistía en sucesivas hileras de oficinas a ambos lados de un corredor central; y como en el complejo de comunicaciones todo era blanco y antiséptico, con luces de neón en el techo que cruzaban el espacio como columnas de luces intensas y circulares. Se acercó hacia la tercera oficina de la derecha; en el centro del panel superior había una tira de plástico negro con una leyenda en letras blancas: Madame DE VRIES. No mademoiselle, sino Madame, y por cierto la viuda de Vries tendría que responder a varias preguntas acerca de cierto Harry Latham y de su hermano Drew. Llamó a la puerta.

—Adelante —dijo una voz desde el interior. Latham abrió la puerta, y fue saludado por la expresión sobresaltada de Karin de Vries. Estaba sentada frente a su escritorio, contra la pared izquierda—. Monsieur no lo esperaba —dijo ella, y pareció que en su voz había cierto temor.

—Debo disculparme por mi mala educación. No hubiera debido retirarme como lo hice.

—Está equivocada, señora. Yo soy quien debe disculparse. Hablé con Witkowski…

—Oh, sí, el coronel…

—De eso tenemos que hablar.

—Hubiera debido saberlo —interrumpió la investigadora—. Sí, hablaremos, Monsieur Latham, pero no aquí. En otro lugar.

—¿Por qué? Revisé todo lo que usted me dio, y no sólo es bueno, sino sobresaliente. Yo apenas distinguía entre un débito y un activo, pero usted me lo mostró todo con mucha mayor claridad.

—Gracias. Pero usted está por otra razón, ¿no es verdad?

—¿A qué se refiere?

—Hay un café frente a Gabriel, a seis calles al este de aquí, y se llama Le Sabré d’Orléans. Es pequeño y no muy popular. Vaya dentro de cuarenta y cinco minutos. Estaré en un reservado al fondo del local.

—No comprendo…

—Ya entenderá.

Precisamente cuarenta y siete minutos más tarde Drew entró en el pequeño y mezquino café frente a la avenida Gabriel, y parpadeó ante la falta de luz, un tanto sorprendido por el ambiente sórdido en uno de los distritos mas acaudalados de la ciudad. Encontró a Karin de Vries como ella había dicho, en un reservado del fondo del establecimiento.

—Vaya lugar —murmuró Drew, mientras se sentaba frente a Karin.

L’obstination du Francais —explicó de Vries—, y no hay necesidad de hablar en voz tan baja. Nadie importante nos escuchará.

—¿Quién es obstinado?

—El propietario. Le han ofrecido mucho dinero por este local, pero se niega a vender. Es rico, y este lugar fue propiedad de su familia durante años… mucho antes de que él se enriqueciera. Lo usa para ayudar a sus parientes… aquí viene uno de ellos; no se deje impresionar.

Un camarero de bastante edad, sin duda borracho, se acercó a la mesa, con paso inseguro.

—¿Desean pedir algo? No tenemos comida —preguntó sin rodeos.

—Por favor, un whisky escocés —replicó Latham en francés.

—Hoy no tenemos escocés —dijo el camarero, eructando—. Tenemos una excelente selección de vinos, y una basura japonesa a la que denominan whisky.

—Bien, en ese caso vino. Chablis, si tiene. Blanco.

—Lo mismo —dijo Karin de Vries. El camarero se alejó penosamente, y ella continuó diciendo—. Ahora comprenderá por qué este lugar no es muy popular.

—No debería existir… Hablemos. Su marido trabajó con mi hermano en Berlín oriental.

—Sí.

—¿Eso es todo lo que sabe decir? ¿«Sí»?

—El coronel se lo dijo. Yo ignoraba que él estaba aquí en París cuando solicité el traslado. Cuando lo descubrí, me sentí asombrada, y comprendí que esta conversación entre nosotros era inevitable.

—¿Usted quiso el traslado a causa de mí?

—Porque usted es el hermano de Harry Latham, un hombre a quien Frederik y yo considerábamos un amigo muy querido.

—¿Usted conoció tanto a Harry?

—Freddie trabajaba para él, aunque el arreglo no era oficial.

—En esas áreas no hay nada que sea oficial.

—Lo que quiero decir es que ni siquiera la gente de Harry, y mucho menos el coronel Witkowski y su G–Dos militar sabían que Harry era el control de mi marido. No podía haber el más mínimo indicio de esa relación en dicha «área», como usted la denomina, ni siquiera una sugerencia.

—Pero Witkowski me dijo que cooperaban.

—Sí, que trabajaban del mismo lado, pero no como control y activista. No creo que nadie sospechase eso.

—¿Era tan esencial mantenerlo en secreto, incluso a los ojos de nuestros propios jefes?

—Si.

—¿Por qué?

—A causa del tipo de trabajo que Frederik realizaba para Harry… voluntariamente, y con entusiasmo. Si se imputaban ciertos hechos a los norteamericanos, podía haber terribles consecuencias.

—Ninguno de los lados tenía una conducta especialmente limpia, y a veces ambos incurrían en cosas en verdad horribles. Era un quid pro quo negativo. ¿Entiende?

—Creo que eran los asesinatos, o en todo caso eso fue lo que me llevaron a creer.

—Ambos asesinábamos…

—Quizá se trata de la importancia de muchos que fueron muertos —lo interrumpió Karin de Vries los ojos muy grandes, casi en tono de ruego—. Por lo que sé, muchos ocupaban altos cargos, alemanes apoyados por Moscú, líderes subordinados directamente al Kremlin. Podríamos trazar una analogía si los alcaldes de las grandes ciudades norteamericanas o los gobernadores del estado de Nueva York o de California fuesen liquidados por agentes soviéticos. ¿Entiende lo que quiero decir?

—No podría haber sido así. Habría sido contraproducente. Moscú jamás lo habría permitido.

—Sucedió así, y Moscú lo encubría. Y yo diría que fue una actitud sensata de los rusos.

—¿Usted quiere decir que mi hermano, el control de su marido, le ordenó que asesinase a esos hombres? Eso es absurdo. Comparado con eso, el desastre del U–2 habría sido poca cosa. No lo creo, señora. Harry era demasiado astuto, demasiado experimentado para hacer nada parecido; hubieran podido existir represalias masivas en Estados Unidos, y cada víctima habría estado un poco más cerca de la guerra nuclear, y nadie deseaba tal cosa.

—No dije que su hermano ordenó a mi marido que ejecutase esos actos.

—Entonces, ¿qué fue lo que usted dijo?

—Los cometieron, y Harry era el control de Frederik.

—Quiere decir que su esposo…

—Sí —interrumpió con su voz suave Karin de Vries—. Freddie sirvió bien a su hermano, y penetró en la Stasi hasta el extremo en que ellos ofrecieron fiestas como comerciante de diamantes de Ámsterdam, un hombre que estaba enriqueciendo a los apparatchiks. Y entonces se estableció cierta pauta; hubo tiempos y lugares que fueron precisamente aquéllos en que poderosos alemanes orientales relacionados con el Kremlin fueron asesinados. Por separado y juntos, Harry y yo enfrentamos a Frederik. Por supuesto, lo negó todo, y su encanto inocente y su lengua ágil —las mismas cualidades que lo convertían en un operador secreto extraordinario— nos persuadieron a ambos de que todo era coincidencia.

—En esta profesión la coincidencia no existe.

—Lo comprobamos cuando Frederik fue apresado una semana antes de que cayese el Muro de Berlín. Bajo la tortura, combinada con la inyección de ciertas sustancias, mi marido reconoció los asesinatos. Harry fue uno de los primeros especialistas que asaltó y saqueó el cuartel general de la Stasi, y encolerizado por la muerte de Freddie sabía exactamente dónde debía buscar y cuándo tenía que actuar. Encontró una copia del acta, la guardó entre sus ropas, y más tarde me la trajo.

—¿De modo que su marido era un individuo incontrolado, y ni usted ni mi hermano comprendieron cuál era la situación?

—Usted tendría que haber conocido a Freddie. Había un motivo en su intemperancia. Odiaba a los alemanes militantes, una hostilidad profunda que no incluía a los ciudadanos tolerantes e incluso arrepentidos de Alemania oriental. Vea, sus abuelos fueron ejecutados en la plaza de la ciudad por un pelotón de fusilamiento de la Waffen SS, en presencia de toda la aldea. Su delito: llevar alimento a los judíos hambrientos a quienes mantenían detrás de un alambrado de púas, en un campo contiguo a la playa ferroviaria. Sin embargo —y esto es lo más doloroso— al mismo tiempo que sus abuelos fueron fusilados siete varones inocentes, todos ellos padres, como escarmiento para la ciudadanía desobediente. En la hipocresía del pánico, la familia de Vries se vio estigmatizada durante una generación. Frederik fue criado por parientes de Bruselas, y sólo en raras ocasiones se le permitía ver a sus padres, quienes más tarde se suicidaron juntos. Estoy convencida de que el terrible recuerdo de esos años acompañó a Freddy hasta el momento de su muerte.

Silencio. Y entonces el desconcertado camarero regresó con las copas de vino, y derramó una parte en los pantalones de Drew. Se alejó, y Latham dijo:

—Salgamos de aquí. A la vuelta de la esquina hay un restaurante decente, una cervecería.

—Lo conozco, pero prefiero terminar aquí nuestra conversación.

—¿Por qué? Este lugar es horrible.

—No creo conveniente que nos vean juntos.

—Por Dios, trabajamos en el mismo lugar. Y a propósito, ¿por qué nunca la vi en las reuniones sociales de nuestra embajada? Estoy seguro de que la recordaría.

Monsieur Latham, esas fiestas no son una prioridad para mí. Llevo una vida muy solitaria y bastante feliz.

—¿Sola?

—Así lo prefiero.

Drew se encogió de hombros.

—Muy bien. Usted vio mi nombre en la lista enviada a La Haya, y en vista de que yo era el hermano de Harry, pidió su traslado. ¿Por qué?

—Ya se lo dije. La OTAN aprobó mis credenciales como experta en la manipulación de materiales de máxima seguridad. Hace seis meses vi un memorándum del tráfico radial, que había llegado por un canal de seguridad con destino al comandante supremo, y como soy curiosa —lo mismo que sucedió hoy— lo miré. Decía que cierto Drew Latham estaba siendo transferido a París con la plena aprobación del Quai d’Orsay, para explorar el «problema alemán». No se necesitaba imaginación para saber qué significaba eso. El «problema alemán» había destruido a mi marido, y yo recordaba con toda claridad que su hermano solía referirse a usted con mucho afecto. Deseaba vivamente que usted nunca hubiese imitado su ejemplo, pues según afirmaba tenía el carácter demasiado vivo que carecía de facilidad con los idiomas.

—Harry está celoso porque nuestra madre siempre me prefirió.

—Usted bromea.

—En efecto. En realidad, sospecho que ella pensó, y todavía piensa que los dos somos un tanto extraños.

—¿A causa de la profesión elegida?

—Caramba, no, no sabe qué hacemos, y nuestro padre tiene la inteligencia de callar. Está convencida de que pertenecemos al Departamento de Estado, que viajamos por el mundo durante meses enteros, y al mismo tiempo lamenta que no nos hayamos casado, porque de ese modo ella podría malcriar a los nietos.

—Yo diría que su preocupación es natural.

—No en el caso de dos hijos que están en una profesión antinatural.

—Sin embargo, Harry dio a entender que usted era muy fuerte y que tenía bastante inteligencia.

—¿Bastante inteligencia?… Otra vez los celos. Yo conseguía dinero extra y usaba mi beca universitaria, gracias a mi desempeño en el equipo de hockey… él caía sentado sobre el trasero apenas quería dar un paso sobre los patines.

—Otra vez bromea.

—No, esa parte es real.

—¿Ustedes tenían becas?

—Era inevitable. Nuestro padre se especializaba en arqueología, y lo único que le aportaba su profesión era la posibilidad de practicar excavaciones desde Arizona hasta el antiguo Irak. La Sociedad Geográfica Nacional y el Club de Exploradores pagaban sus viajes, pero no el de la esposa y los hijos. Cuando vimos esos filmes, Harry y yo solíamos reírnos y decíamos que el «Arca Perdida» podía irse al infierno, y que lo que nos interesaba eran «Las aventuras de Indiana Jones».

—La alusión me supera, aunque reconozco el aspecto académico.

—Nuestro padre tenía sueldo, de modo que no estábamos en la miseria, pero ciertamente no éramos ricos. Teníamos apenas la comodidad propia de la clase media. Necesitábamos conseguir becas… Bien, ya conoce la historia de mi vida, y por mi parte escuché bastante acerca de las vicisitudes de su esposo… ¿qué me dice de usted? ¿De donde viene qué puede decirme de su pasado, señora de Vries?

—No es importante…

—Sí, es lo que dijo antes, y no lo acepto. Antes de que profundice su actividad en la embajada, sobre todo en D e I, tendrá que aclarar este aspecto.

—Usted no cree una palabra de todo lo que le dije…

—Creo en el aspecto superficial, confirmado por Witkowski, pero más allá de eso no estoy seguro.

—En ese caso, Monsieur, puede irse al infierno. —Karin de Vries empezó a salir del reservado, y en ese momento se aproximó el camarero borracho.

—¿Aquí hay alguien llamada Latham? —preguntó.

—¿Latham? Sí, soy yo.

—Hay un llamada para usted en nuestro teléfono. Y tendrá que agregar treinta francos a su cuenta.

El camarero se alejó.

—Quédese aquí —dijo Drew—. Indiqué a Comunicaciones dónde estaría.

—¿Por qué debo esperarlo?

—Porque yo lo deseo, lo deseo realmente. —Latham se puso de pie y caminó deprisa hacia el anticuado teléfono que estaba al extremo del mostrador. Levantó el receptor, que descansaba en un charco de vino rancio, y dijo—: Habla Latham.

—Aquí Durbane —dijo la voz en la línea—. Estoy conectándolo con una línea dotada de un artefacto mezclador con el fin de que hable con el director Sorenson en Washington. Los dos extremos son seguros. Adelante.

—¿Drew?

—Sí, señor.

—¡Ya está! Tuvimos noticias de Harry. ¡Está vivo!

—¿Dónde?

—Por lo que podemos saber, en algún lugar de los Alpes de Hausruck. Llegó un llamada de los Antinayous de Orenber diciendo que estaban organizando la fuga, y que era necesario mantener abiertas nuestras líneas seguras de Passau a Burghausen. Rehusaron identificarse, pero tienen que ser auténticos.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Latham aliviado.

—No confíe demasiado. Dicen que él tendrá que atravesar casi veinte kilómetros de nieve por las montañas antes de que puedan conectarse.

—No conocen a Harry. Llegará. Tal vez yo sea más fuerte, pero él fue siempre más duro.

—¿De qué está hablando?

—No tiene importancia. Volveré a la embajada para esperar. —Latham devolvió el teléfono a la horquilla y regresó a la mesa.

Karin de Vries se había marchado.