La noche había terminado, y las primeras luces asomaban por el este mientras el fatigado Latham ocupaba el pequeño ascensor que lo llevaba a su apartamento del quinto piso de la rue du Bac. Normalmente, habría utilizado la escalera, basándose en el concepto de que le convenía hacer un poco de ejercicio físico; pero ahora no aceptaba la idea; apenas podía mantener abiertos los ojos. Las horas entre las dos y las cinco y media de la madrugada habían estado concentradas en las tareas diplomáticas urgentes, y Drew había tenido que reunirse con cierto Claude Moreau, jefe del poderoso y secreto Deuxième Bureau. Había llamada nuevamente a Sorenson, de Washington, para pedirle que se comunicase con el funcionario de la inteligencia francesa a esa hora, y lo convenciera de que acudiese inmediatamente a la Embajada de Estados Unidos. Moreau era un hombre de mediana edad, moderada corpulencia y cabeza calva, cuyo cuerpo llenaba su traje como si se dedicara a levantar pesas buena parte del día. Tenía un despreocupado humor galo, que a veces mantenía la perspectiva de las cosas cuando éstas amenazaban descontrolarse. La posible pérdida del control llegó primero con la inesperada aparición de un furioso y asustado Henri Bressard, primer secretario de Relaciones Exteriores de la República de Francia.
—¿Qué demonios está sucediendo? —preguntó Bressard, mientras entraba en la oficina del embajador, sorprendido por la presencia de Moreau, pero aceptándola—. Allo, Claude —dijo retornando al francés—. No me asombra del todo verlo aquí.
—En anglais, Henri… Monsieur Latham nos entiende, pero el embajador todavía está asistiendo a las clases de la Berlitz.
—¡Ah, el tacto diplomático norteamericano!
—Eso lo entendí, Bressard —dijo el embajador Daniel Courtland, que ocupaba un asiento detrás de su escritorio, y estaba vestido con bata y calzado con pantuflas, y en efecto, trato de aprender bien el francés. Francamente, prefería el cargo en Estocolmo— hablo muy bien el Sueco pero otros opinaron de distinto modo. De manera que tendrán que soportarme, como yo debo soportarlos.
—Me disculpo, señor embajador. Ha sido una noche difícil… Traté de llamarlo, Drew, y cuando lo único que conseguí fue la voz de su contestador, supuse que aún estaba aquí.
—Hubiera debido encontrarme en casa hace una hora. ¿Y por qué usted se encuentra aquí? ¿Por qué tenía que verme?
—Todo está en el informe de la Sûreté. Insistí en que la policía los llamase y…
—¿Qué sucedió? —intervino Moreau. Enarcó el entrecejo—. Su ex esposa seguramente no está adoptando una actitud hostil. En definitiva, su divorcio tuvo cierto sesgo amistoso.
—No estoy seguro de que desee su intervención. Lucille puede ser bastante perversa, pero no es estúpida. Esta gente lo era.
—¿Qué gente?
—Después que dejé aquí a Drew, fui a mi apartamento en la Montaigne. Como ustedes saben, uno de los escasos privilegios de mi cargo es el espacio para estacionar reservado a los diplomáticos frente al edificio. Comprobé sorprendido que el lugar estaba ocupado, y para aumentar mi irritación, cerca había otros espacios libres. Entonces vi que había dos hombres sentados adelante, y el conductor hablaba por teléfono, lo cual no es precisamente una escena normal a las dos de la madrugada, sobre todo cuando el conductor tendría que pagar una multa de quinientos francos por estacionar donde lo hizo sin placa oficial ni el emblema del Quai d’Orsay en el parabrisas.
—Como siempre —dijo Moreau, moviendo la cabeza en un gesto apreciativo—, su inclinación diplomática para presentar un hecho con cierto grado de percepción y suspenso es evidente, pero por favor, Henri, al margen del insulto personal a usted mismo, ¿qué sucedió?
—¡Los canallas comenzaron a disparar sobre mí!
—¿Qué? —Latham pegó un respingo en su asiento.
—¡Ya me oyeron! Por supuesto, mi vehículo está protegido ante esos ataques, de modo que retrocedí deprisa, y después les eché el auto encima, y empujé hacia el cordón el vehículo que usaban.
—¿Y entonces? —exclamó el embajador Courtland, que ahora se había puesto de pie.
—Los dos hombres descendieron por el lado opuesto del coche, y huyeron. Con el corazón latiéndome fuertemente, llamé a la policía por el teléfono de mi automóvil, reclamándoles que avisaran a la Sûreté.
—Usted es todo un personaje —dijo en voz baja el asombrado Drew—. ¿Les echó el coche encima mientras le disparaban?
—Las balas no pudieron perforar ni siquiera el vidrio.
—Créame, algunas pueden… por ejemplo, los proyectiles encamisados.
—¿De veras? —Bressard palideció.
—Usted tiene razón, Henri —dijo Moreau, asintiendo de nuevo—, su ex esposa hubiera sido mucho más eficiente. Ahora, tratemos de recuperar la calma y veamos lo que nuestro valeroso héroe ha conseguido. Tenemos el vehículo, el número de la licencia y sin duda varias docenas de huellas digitales que serán entregadas inmediatamente a Interpol. Yo lo saludo, Henri Bressard.
—¿De modo que hay balas que pueden penetrar en los automóviles blindados?
La relación entre el suicidio de Jodelle y el encuentro ulterior en la casa de Villier, frente al Parc Monceau, era demasiado evidente. Unida al ataque contra Latham, la situación exigía varias decisiones: Bressard y Drew recibirían las veinticuatro horas la protección dispensada por el Deuxième, el francés de modo evidente, Latham con más discreción, por su propio pedido. Que era la razón por la cual el automóvil sin identificación del Deuxième permanecería en la calle, frente al edificio en que vivía Drew, hasta que llegasen auxilios, o el norteamericano apareciera por la mañana, lo que sucediese primero. Finalmente, de ningún modo se permitiría que Jean–Pierre Villier, que también recibiría protección merodease por los distritos más sórdidos de París buscando sospechosos.
—Yo mismo se lo diré con absoluta claridad —señaló Claude Moreau, jefe del Deuxième Bureau—. ¡Villier es una preciada posesión de Francia!… Además, mi esposa me mataría o cometería muchísimas infidelidades en nuestra propia cama si permitiese que le sucediera algo.
Las dudas inquietantes acerca del equipo de transporte de la embajada se resolvieron muy pronto. El agente era un sustituto a quien nadie conocía, pero lo habían aceptado en el turno de la noche a causa de sus credenciales. Había desaparecido minutos después que el automóvil de Latham se alejó por la avenida Gabriel. Un norteamericano de habla francesa que vivía en París había sido reclutado por el movimiento nazi.
Las horas que precedieron al alba estuvieron consagradas a interminables análisis de la situación —a quién incluir y a quién excluir. En tanto prioridad— también hubo extensas conversaciones en el teléfono con mezclador entre Moreau y Wesley Sorenson, en Washington. Los dos especialistas en inteligencia ultra secreta parecían profesionales de las artes más siniestras, creadores de un territorio especial de actividades clandestinas. Drew aprobó lo que estaba oyendo. Era eficaz, no tan fríamente intelectual como su hermano Harry, pero sin duda superior cuando se trataba de adoptar decisiones rápidas y utilizar la capacidad física. Pero Moreau y Sorenson eran maestros en el engaño y la infiltración; habían sobrevivido a la masacre inédita de espías durante los momentos más sangrientos de la Guerra Fría. Drew podía aprender de estos hombres, incluso mientras ellos lo programaban.
Latham salió del ascensor con los movimientos lentos propios Del hombre abrumado por la fatiga, y caminó por el corredor hasta su apartamento. Cuando quiso insertar la llave, clavó los ojos en la cerradura. ¡Pero no la encontró! En cambio, en su lugar había un círculo vacío. Toda la cerradura había sido extirpada quirúrgicamente, mediante un rayo láser o una sierra de mano en miniatura accionada con electricidad. Tocó la puerta; se abrió fácilmente, y entonces Latham pudo ver el desorden de la habitación. Extrajo la automática de la cartuchera, y avanzó con movimientos lentos y cautelosos. Su apartamento era un desastre; con un cuchillo habían cortado todos los tapizados. Los almohadones estaban desgarrados, y el relleno había sido arrancado; los cajones estaban fuera de sus lugares, y habían volcado el contenido en el piso. Sucedía lo mismo en los dos dormitorios, los guardarropas, la cocina, los cuartos de baño y en especial su estudio, donde incluso habían cortado las alfombras. El amplio escritorio estaba literalmente destrozado, y los atacantes habían buscado escondrijos ocultos donde podían disimularse los papeles secretos. La destrucción era abrumadora; nada era como había sido. Y en su agotamiento, Latham no quiso pensar en eso; necesitaba descanso y sueño. Consideró un breve momento la destrucción y su carácter ilógico; los materiales confidenciales estaban en la caja fuerte de su oficina, instalada en el segundo piso de la embajada. Los enemigos del anciano Jodelle —ahora eran sus enemigos— tendrían que haberlo adivinado.
Revisó uno de sus armarios, y lo divirtió el hecho de hallar un objeto que los intrusos hubieran debido llevar o destrozar si hubiesen sabido lo que era. La barra de acero de cuarenta centímetros de longitud tenía amplios protectores de caucho en cada extremo. Cada protector escondía un mecanismo de alarma. Cuando Latham viajaba y se instalaba en las habitaciones de los hoteles, invariablemente aplicaba el artefacto contra la puerta y el piso, y para activar las alarmas imprimía un movimiento giratorio a los cierres. Si la puerta contra la cual estaba el artefacto se abría desde afuera, el objeto comenzaba a emitir una serie de silbidos muy estridentes, que impresionaban de tal modo al intruso que salía huyendo. Drew llevó la barra de acero a la puerta sin cerradura, activó las alarmas, y después de depositarla en el piso la apoyó en un panel más bajo. Latham se acercó al dormitorio destruido, desplegó una sábana sobre el colchón destrozado, se quitó los zapatos y se acostó.
Poco después estaba durmiendo, y unos minutos más tarde sonó el teléfono. Desorientado, Latham salió de la superficie desordenada de la cama, y aferró el aparato situado en la mesa de noche.
—¿Sí?… ¿Hola?
—Es Courtland, Drew. Lamento llamarlo a esta hora, pero es necesario.
—¿Qué sucedió?
—El embajador alemán…
—¿Sabía lo que sucedió esta noche?
—En absoluto. Sorenson lo llamó desde Washington, y parece que formuló una protesta muy enérgica. Poco después, Claude Moreau hizo lo mismo.
—Verdaderos profesionales. ¿Y ahora?
—El embajador Heinrich Kreitz vendrá aquí a las nueve de la mañana. Sorenson y Moreau desean que usted también asista. No sólo para corroborar los informes, sino sin duda para protestar enérgicamente en vista del ataque personal que sufrió.
—Esos dos espías veteranos están organizando un ataque de pinzas, ¿verdad?
—No tengo la más mínima idea de lo que usted quiere decir.
—En la Segunda Guerra Mundial fue una estrategia alemana. Cerrarse sobre el enemigo por los dos lados, presionándolo de modo que deba huir al norte o al sur o al este o al oeste. Si elige mal, está acabado, y eso sucede porque todos los puntos están cubiertos.
—Drew, no soy militar, pero en realidad no creo que Kreitz sea un enemigo.
—No, no lo es. De hecho, es un hombre que posee conciencia histórica. Pero ni siquiera él sabe quién forma parte de su personal aquí, en París. Más vale que alguien agite las aguas, y eso es lo que Sorenson y Moreau desean que él haga.
—A veces creo que ustedes hablan un idioma distinto del mío.
—Oh, así es, señor embajador. Se lo llama enturbiar las cosas para poder negar toda responsabilidad. Podría decirse que es nuestra lengua franca.
—Usted ya no sabe lo que dice.
—Estoy mortalmente cansado.
—¿Cuánto tiempo necesita para llegar desde su apartamento a la embajada?
—Primero debo ir al garaje donde guardo mi coche…
—Ahora está usando un vehículo del Deuxième —lo interrumpió Courtland.
—Disculpe, lo había olvidado… Según la intensidad del tránsito, alrededor de quince minutos.
—Son las seis y diez. Diré a mi secretaria que lo despierte a las ocho y media de modo que usted pueda llegar aquí a las nueve. Vaya a descansar un poco.
—Tal vez debería informarle lo que sucedió… —Era demasiado tarde; el embajador cortó la comunicación. No importaba, pensó Latham. Courtland querría detalles, y prolongaría la conversación. Drew se arrastró hasta la cama, y al fin consiguió devolver a su lugar el teléfono. Lo único bueno que resultó de la noche fue el hecho de que él pasaría una semana, o todo el tiempo que se necesitaba para reparar su apartamento, en un excelente hotel, y Washington pagaría la cuenta.
El planeador blanco descendió airosamente en el Valle de la Fraternidad, aprovechando las corrientes cruzadas del final de la tarde. Después de aterrizar, fue arrastrado inmediatamente y puesto bajo la protección de un cobertizo de láminas verdes. Las cabinas de pliegues de la popa y la proa del artefacto se abrieron enseguida; el piloto, ataviado con overol blanco, surgió del primero, y su pasajero de mucha más edad del segundo.
—Komm —dijo el aviador, señalando una motocicleta con sidecar—. Zum Krankzenhaus.
—Sí, por supuesto —replicó el civil en alemán, volviéndose y extrayendo del planeador un maletín médico de cuero negro—. Supongo que el doctor Kroeger está aquí —agregó, mientras ascendía al sidecar y el piloto se instalaba en la moto y ponía en marcha el motor.
—No lo sé, señor. Mi obligación es únicamente llevarlo a la clínica médica. No conozco ningún nombre.
—Entonces, olvide que mencioné uno.
—No oí una sola palabra, señor. —La motocicleta avanzó por uno de los corredores protegidos por las láminas verdes, y después de doblar varias veces, aceleró por el valle en dirección al extremo norte de la planicie. Allí, también protegida por las láminas verdes, estaba la habitual estructura de una planta, pero ahora un poco distinta. Si las restantes estructuras en esencia estaban construidas con madera, ésta era más pesada, más sólida, bloques de ceniza asegurados con hormigón, con un enorme grupo de generadores en el extremo sur; de allí partía un zumbido constante, grave y permanente—. Doctor, no puedo entrar allí —dijo el piloto, mientras detenía la motocicleta frente a la puerta de acero gris.
—Lo sé, joven, y ya me explicaron lo que debo hacer. Digamos de pasada que partiré por la mañana, apenas amanezca. Supongo que usted lo sabe.
—Sí, lo sé, señor. En ese momento soplan los mejores vientos.
—Entiendo que es así. —El médico descendió del sidecar; el aviador se alejó rápidamente mientras el pasajero caminaba hasta la puerta, elevaba los ojos hacia la lente de la cámara un poco más arriba, y presionaba el botón redondo y negro que estaba al costado de la estructura—. El doctor Hans Traupman, respondiendo a las órdenes del general von Schnabe.
Treinta segundos después abrió la puerta un hombre de alrededor de cuarenta años, vestido con el atuendo blanco típico de los hospitales.
—Herr Doctor Traupman, qué agradable volver a verlo —dijo con entusiasmo—. Han pasado varios años desde las clases de Nuremberg. ¡Bienvenido!
—Danke, pero ojalá hubiese un modo menos difícil de llegar aquí.
—La aproximación a través de la montaña le desagradaría todavía más, se lo aseguro. Uno camina kilómetros y kilómetros, y la nieve resulta más pesada a medida que se interna. El secreto es el precio… Venga, beba un jarro de cerveza y descanse unos minutos mientras charlamos. Después, le mostraremos los progresos que hemos realizado. ¡Le aseguro que todo esto es notable!
—Las bebidas después, y charlaremos mientras observamos —replicó el médico visitante—. Tengo una larga reunión con von Schnabe —lo cual no es una perspectiva agradable— y deseo aprender todo lo que esté a mi alcance y con la mayor rapidez posible. Él pedirá opiniones, y me hará responsable de lo que yo diga.
—¿Por qué se me excluye de esa reunión? —preguntó resentido el médico más joven, mientras ambos se sentaban en la antesala de la clínica.
—Gerhardt, él cree que usted se muestra demasiado entusiasta. Admira esa actitud, pero no le inspira confianza.
—Dios mío, ¿quién conoce el proceso mejor que yo? ¡Yo lo desarrollé! Con el mayor respeto, Traupman, ésta es mi especialidad, no la suya.
—Yo lo sé y usted lo sabe, pero nuestro general que no es médico no puede entenderlo. Soy neurocirujano, y gozo de cierta reputación en las operaciones de cráneo; por consiguiente, él se dirige a esa reputación, no al conocimiento real. De modo que convénzame… Por lo que entiendo, de acuerdo con la opinión que usted formuló, teóricamente es posible modificar el proceso de pensamiento sin apelar a las drogas o a la hipnosis, una teoría que roza los elementos parapsicológicos de la ciencia ficción… aunque por otra parte lo mismo podía decirse de los trasplantes de corazón y de hígado no hace mucho tiempo. ¿Cómo se hace ahora?
—De hecho, usted ha respondido a su propia pregunta —dijo riendo Gerhardt Kroeger, con los ojos intensamente luminosos—. Quite la partícula «tras» de «trasplante» e inserte las letras «i» y «m».
—¿Implantes?
—Se implantan placas de acero, ¿no es así?
—Por supuesto, con fines de protección.
—Lo mismo hice yo… Usted ha ejecutado lobotomías, ¿verdad?
—Naturalmente. Para aliviar las presiones eléctricas.
—Hans, usted acaba de pronunciar otra palabra mágica. «Eléctrico» como los impulsos eléctricos. Los impulsos eléctricos del cerebro. Yo simplemente micro calibro y me conecto con ellos apelando a un objeto tan infinitesimal comparado con una placa que sería apenas una sombra en una radiografía.
—¿Y qué demonios sería eso?
—Un chip de la computadora completamente compatible con los impulsos eléctricos de un cerebro individual.
—¿Un qué…?
—En pocos años, el adoctrinamiento psicológico será una cosa del pasado. ¡El lavado de cerebro pasará a la historia!
—¿Quiere repetirlo?
—Durante los últimos veintinueve meses he realizado experimentos, he operado a treinta y dos pacientes, a menudo eran grupos de cinco o más en diferentes etapas de desarrollo…
—Eso me dijeron —lo interrumpió Traupman—. Pacientes aportados por proveedores de las prisiones y otros lugares.
—Todos cuidadosamente estudiados, Hans, todos varones y todos con inteligencia y educación superiores al promedio. Los que provinieron de las cárceles fueron sentenciados por delitos como la estafa, o la venta de información secreta de las corporaciones, o la falsificación de informes oficiales para beneficio personal. Es decir, delitos de engaño que requieren cierto grado de conocimiento y refinamiento, y no la apelación a la violencia. La mente violenta así como la menos inteligente pueden ser programadas con excesiva facilidad. Tuve que demostrar que mi procedimiento puede alcanzar éxito por encima de esos niveles.
—¿Lo demostró?
—Suficiente por el momento, como dice la Biblia.
—¿A qué viene esa negativa, Gerhardt?
—Al hecho de que en eso estamos. Hasta la fecha, el implante funciona por lo menos durante nueve días, y como máximo durante doce.
—Y después, ¿qué sucede?
—El cerebro lo rechaza. El paciente sufre rápidamente una hemorragia craneana y fallece.
—Eso significa que el cerebro estalla.
—Sí. Veintiséis de mis pacientes murieron de ese modo; pero los siete últimos duraron de nueve a doce días. Estoy convencido que con otras técnicas micro quirúrgicas a su tiempo puedo superar el factor temporal. En definitiva, aunque eso puede insumir años, el implante llegará a funcionar de manera permanente. Los políticos, los generales y los estadistas de todo el mundo pueden desaparecer unos pocos días, y después se convertirán en nuestros discípulos.
—Pero en las circunstancias actuales, ¿usted cree que este agente norteamericano llamada Latham está en condiciones de ser enviado?
—Sin la más mínima duda. Ya lo verá usted mismo. Está en el cuarto día, y le queda un mínimo de cinco jornadas y un máximo de ocho. Como nuestro personal de París, Londres y Washington nos informa que se lo necesita por un lapso de setenta y dos horas, el riesgo es mínimo. Al llegar a ese punto, sabremos todo lo que nuestros enemigos saben acerca de la Fraternidad, con el beneficio mucho más importante de que Latham los enviará a todos en direcciones equivocadas.
—Retornemos, por favor —dijo Traupman, moviendo las piernas en el sillón de plástico blanco—. Antes de que pasemos al procedimiento mismo, ¿cuál es el efecto exacto que produce este implante que usted practica?
—Hans, ¿usted está familiarizado con los chips de la computadora?
—Muy poco. Dejo eso en manos de mis técnicos, pues yo me encargo de aplicar la anestesia. Tengo motivos suficientes de preocupación. Pero estoy seguro de que usted me dirá lo que no sé.
—Los más recientes microchips tienen apenas tres centímetros de longitud, y menos de diez milímetros de ancho, y pueden albergar el equivalente de seis mega bites de software, Eso basta para contener todas las obras de Goethe, Kant y Schopenhauer. Utilizando un Marcador E–Prom para insertar la información en el chip, activamos la Memoria Rom Sólo para Lectura (Read–Only Memory), y el material reacciona a las instrucciones sónicas que se le imparten, del mismo modo que el cursor de una computadora reacciona frente a los códigos que un programador incorpora a un procesador. Reconozco que hay una pequeña demora en el cerebro; el proceso de pensamiento se adapta a la intercepción, en otra longitud de onda, pero eso en sí mismo a lo sumo convence al interrogador de que el sujeto simplemente está pensando, preparando una respuesta sincera.
—¿Puede demostrar esto?
—Venga, se lo mostraré. —Los dos hombres se pusieron de pie y Kroeger presionó un botón rojo que estaba a la derecha de la pesada puerta de acero. Pocos segundos después, apareció una enfermera uniformada, en la mano una máscara quirúrgica—. Greta, éste es el famoso doctor Hans Traupman.
—Sí, ya lo sé —dijo la enfermera—. Es un privilegio volver a verlo, doctor. Por favor, su máscara.
—Sí, por supuesto, yo la conozco —exclamó cálidamente Traupman—. Greta Frisch, una de las mejores enfermeras quirúrgicas que actuó jamás en mi sala de operaciones. Mi querida joven, dijeron que se había retirado, y por tratarse de una persona tan joven me pareció no sólo lamentable, sino en verdad increíble.
—Me retiré al matrimonio, Herr Doktor. Con este hombre. —Greta hizo un gesto de la cabeza en dirección a Kroeger, que sonrió.
—Hans, no sabía si la recordaría.
—¿Recordarla? Uno no olvida a una enfermera Frisch, que se anticipa a todos los pedidos. Para hablar sinceramente, Gerhardt, su credibilidad se elevó en la escala… Pero, Greta, ¿a qué se debe la máscara? No estamos operando.
—Señor, mi esposo le contestará. Estas cosas superan mi capacidad de comprensión, no importa cuál sea la frecuencia con la cual él me las explique.
—El Rom, Hans, la Memoria Sólo para Leer. Con este paciente no nos interesa que él conserve excesivo número de imágenes de caras identificables, y la suya podría corresponder a esa categoría.
—Ahora comprendo, enfermera Frisch. Muy bien, procedamos. —Los tres atravesaron varias puertas, e ingresaron en un corredor largo, ancho, de paredes verde claro, con sucesivas y amplias ventanas de vidrio a cada lado. Más allá de las ventanas había habitaciones agradablemente amuebladas, cada una provista de una cama, un escritorio, un diván y elementos como un televisor, una radio y una puerta que conducía a un cuarto de baño con ducha. Asimismo, había otras ventanas en las paredes externas; daban hacia los prados, donde crecían abundantes los pastos altos y las flores primaverales—. Si éstas son las habitaciones hospitalarias de los pacientes —continuó diciendo Traupman—, se encuentran entre las más agradables que he visto nunca.
—Por supuesto, las radios y los televisores están programados previamente —dijo Gerhardt—. Es un material absolutamente inocuo, excepto el de las radios durante la noche, cuando transmitimos información relacionada con los pacientes individuales.
—Dígame lo que me espera —pidió el neurocirujano de Nuremberg.
—Usted encontrará a un Harry Latham externamente normal, que todavía cree que nos engañó. Responde a su nombre de cobertura, Alexander Lassiter, y se muestra sumamente agradecido con nosotros.
—¿Por qué? —lo interrumpió Traupman—. ¿Por qué está agradecido?
—Porque cree que sufrió un accidente y apenas consiguió salvar la vida. Usamos uno de nuestros enormes vehículos montañeses, y organizamos el vuelco más convincente del camión, casi «aplastando» a Latham bajo el vehículo, y descargando andanadas de disparos… Aquí en efecto permití el empleo de drogas y de la hipnosis, inmediatamente, con el fin de borrar los primeros minutos de su estancia en nuestro valle.
—¿Está seguro de que los borró? —Se detuvieron en el corredor, la mirada del hombre de Nuremberg clavada en Kroeger.
—Totalmente. El trauma del «accidente», así como las imágenes violentas y el dolor que provocamos, se impusieron a los recuerdos relacionados con su llegada. Están anulados. Naturalmente, volvimos a utilizar la hipnosis para asegurarnos. Lo único que él recuerda son los gritos, el dolor muy intenso, y las llamas entre las cuales pasó mientras lo salvaban.
—Los estímulos son consecuentes desde el punto de vista psicológico —observó el neurocirujano, asintiendo—. ¿Y qué dice del factor tiempo? Si tiene conciencia del mismo, ¿cómo le explicó el correr del tiempo?
—Fue el aspecto menos dificultoso. Cuando despertó, tenía la parte superior del cráneo con gruesos vendajes, y mientras estaba sometido a sedantes suaves se le dijo —repetidas veces— que había sufrido heridas graves, que había soportado tres operaciones diferentes mientras se encontraba en un coma prolongado, durante el cual guardó silencio total. Se le explicó que si sus signos vitales no hubieran conservado una notable fortaleza, yo habría renunciado al intento de salvarlo.
—Bien dicho. Estoy seguro de que se mostró agradecido… ¿Sabe dónde está?
—Oh, sí, no le negamos ningún tipo de información.
—Entonces, ¿cómo pudieron dejarlo en libertad? Dios mío, ¡revelará el lugar donde se encuentra el valle! ¡Enviarán aviones, las bombas lo destruirán todo!
—No importará, pues como von Schnabe sin duda le reveló, no existiremos.
—Por favor, Gerhardt, una cosa por vez. No daré un solo paso mas mientras usted no se explique.
—Más tarde, Hans. Salude primero a nuestro paciente, y después entenderá.
—Mi querida Greta —dijo Traupman, volviéndose hacia la esposa de su colega—. ¿Este marido suyo es el mismo ser humano lógico que yo conocí antes?
—Sí, doctor. Esta parte, la que él le explicará, en efecto yo la entiendo. Como verá, es brillante. Pero primero, vea a nuestro paciente; es la ventana contigua, la puerta contigua a la derecha. Recuerde que su nombre es Lassiter, no Latham.
—¿Qué debo decirle?
—Lo que le plazca. Propongo felicitarlo por su recuperación. Vamos.
—Esperaré junto al escritorio —dijo Greta Frisch Kroeger.
Los dos médicos entraron en la habitación en que Harry Latham, la cabeza vendada a la altura de las sienes, estaba de pie frente a la ancha ventana. Latham se volvió y sonrió; estaba vestido con la camisa arremangada y unos pantalones de franela gris.
—Hola, Gerhardt. Hermoso día, ¿verdad?
—¿Salió a dar un paseo, Alex?
—Todavía no. Uno puede herir a un empresario, pero no puede quitarle el ánimo de hacer negocios. Estuve jugando con las cifras; pueden ganarse fortunas en el territorio continental de China. No veo el momento de ir a ese país.
—¿Puedo presentarle al doctor… Schmidt, de Berlín?
—Encantado de conocerlo, doctor. —Latham se acercó, con la mano extendida—. Y también me alegro de ver a otro médico en este sorprendente complejo, para el caso de que Gerhardt no me atienda como es debido.
—Creo que hasta ahora no ha hecho nada parecido —dijo Traupman, estrechando la mano de Latham—. Pero por otra parte me dicen que usted es un paciente excepcionalmente disciplinado.
—No creo que tenga alternativa.
—Perdone la máscara, Herr… Lassiter. Padezco de resfriado, y el cirujano residente es muy puntilloso en estas cosas.
—Podemos hablar en alemán, si lo prefiere.
—En realidad, deseo practicar mi inglés. Felicitaciones por su recuperación.
—Bien, todo el mérito pertenece al doctor Kroeger.
—Siento curiosidad, desde el punto de vista médico. Si no es muy difícil para usted, ¿qué recuerda del momento en que llegó al fondo de nuestro valle?
—Oh. —Latham Lassiter hizo una breve pausa, mientras sus ojos se enturbiaban momentáneamente, como si estuvieran extraviados—. Se refiere al accidente… Oh, Dios mío, fue terrible. Muchas escenas son confusas, pero lo primero que recuerdo fue el griterío; una cosa histérica. Después, advertí que estaba atrapado bajo el costado del camión, y un pedazo de metal presionaba sobre mi cabeza… Nunca sentí tanto dolor. Y la gente alrededor, tratando de levantar lo que tenía encima… y finalmente pudieron liberarme, y me arrastraron sobre el pasto, y yo gritaba porque veía el fuego, sentía el calor, y temía que toda la cara se me quemase. Allí me desmayé… y permanecí así mucho tiempo, según me dijeron.
—Una experiencia terrorífica. Pero ahora, señor Lassiter, está a un paso de la curación total, y eso es lo que importa.
—Si en la nueva Alemania encuentran el modo de otorgar a Gerhardt una mansión a orillas del Danubio, yo la pagaré. —Ahora, los ojos de Latham miraban con absoluta claridad, y enfocaban bien a su interlocutor.
—Alex, usted ha hecho bastante por nosotros —dijo Kroeger, mientras asentía a Traupman—. El doctor Schmidt sólo deseaba saludar a nuestro generoso benefactor, y comprobar que yo actué como él me enseñó… Salga a dar su paseo cuando se le antoje… después que termine de imaginar cuántos millones arrancará al Asia.
—No es tan difícil, créame. El Lejano Oriente no sólo mira con buenos ojos el dinero… lo venera. Cuando usted decida que estoy en condiciones de salir, le aseguro Gerhardt que la Fraternidad se enriquecerá con mi trabajo.
—Alex, siempre rezaremos por usted.
—Olviden las oraciones, limítense a crear el Cuarto Reich.
—Lo haremos.
—Buenos días, Herr Lassiter.
Traupman y Kroeger salieron y caminaron por el corredor hacia la luminosa antesala.
—Usted acertó —dijo el berlines, mientras se sentaba—. ¡Es notable!
—¿De modo que nos aprueba?
—¿Acaso podría negarme a eso? Incluso la pausa en la voz, la mirada turbia. Perfecto. ¡Usted lo consiguió!
—Recuerde, Hans, que hay defectos. En eso no puedo ser deshonesto. Si las condiciones se mantienen estables en su anormalidad, puedo garantizar cinco a ocho días más, y eso es todo.
—Pero usted dice que Londres, París y Washington insisten en que es suficiente, ¿verdad?
—Sí.
—Y bien, hábleme de la desaparición del valle. La noticia me impresiona. ¿Por qué?
—Porque ya no somos necesarios. Nos dispersaremos. Los últimos arios fuimos adoctrinados… entrenados… hay más de veinte mil discípulos.
—Le agrada esa palabra, ¿verdad? —lo interrumpió Traupman.
—Es el término justo. No sólo son verdaderos creyentes, sino también jefes, jefes secundarios que pueden llegar a ser los más importantes… Se los ha enviado por doquier, pero principalmente a Alemania; y los que conocen bien las lenguas extranjeras y poseen las cualidades necesarias, fueron a otras naciones. Todos cuentan con las finanzas necesarias, y están dispuestos a ocupar su lugar en profesiones y ocupaciones cuidadosamente seleccionadas.
—¿Hemos llegado tan lejos? No tenía idea.
—Entonces, en su prisa, no advirtió que ahora tenemos muchas menos personas aquí. La evacuación comenzó hace semanas, y nuestros dos vehículos de montaña estuvieron operando día y noche para eliminar personal y equipos. Ha sido como una colonia de hormigas que abandona su hormiguero en busca de otros… nuestro destino y el lugar adonde vamos: la nueva Alemania.
—Con respecto al norteamericano, este Harry Latham. Además de mantenernos en contacto para conocer lo que él sabe, lo cual probablemente se hará con informantes pagos, ¿cuál es su función? ¿O se trata solo de eso? ¿De eso y de demostrar su teoría para la aplicación futura?
—Lo que aprendamos de él será valioso, por supuesto, y exigirá el empleo de una computadora electrónica miniaturizada a corta distancia. Es posible ocultarla fácilmente en un objeto pequeño. Pero Harry Latham afrontará una misión mucho más elevada. Recordará que yo mencioné la posibilidad de que él disperse en diferentes direcciones a nuestros enemigos. Pero eso apenas es la superficie del asunto.
—Gerhardt, veo que la boca se le hace agua. Explíquese.
—Latham dijo que él estaba trabajando con cifras, números que se refieren a la posibilidad de que él gane millones mediante la expansión económica china, ¿verdad?
—Probablemente está en lo cierto.
—Se equivoca, Hans. Esas cifras nada tienen que ver con las finanzas. Son códigos que él ideó para evitar cualquier olvido después de su fuga.
—¿Su fuga?
—Naturalmente. Tiene que cumplir una tarea, y es un profesional. Por supuesto, nosotros lo orientaremos.
—¡Por Dios, hable claro!
—Durante sus semanas aquí, a lo largo de varias sesiones y en el curso de los almuerzos y las cenas, le hemos enseñado centenares de nombres… franceses, alemanes, ingleses, norteamericanos.
—¿De qué nombres se trata? —interrumpió Traupman con impaciencia.
—Los hombres y las mujeres de Alemania y el extranjero que nos apoyan en silencio, que contribuyen con grandes sumas a nuestra causa… en esencia, las personas que poseen influencia y poder, y que ahora trabajan para la Fraternidad.
—¿Usted está loco?
—Forman parte de esta élite silenciosa y secreta —continuó diciendo Kroeger, imponiéndose a la vehemente interjección de Traupman congresistas norteamericanos, senadores y capitanes de la industria y los medios. También, miembros del sistema británico, no muy distintos del grupo de Cliveden que suministró a Hitler sus partidarios en Inglaterra, incluso los hombres fundamentales que fueron los ejes clandestinos de la inteligencia británica…
—Usted ha perdido la cabeza…
—Por favor, Hans, permítame terminar… En París tenemos simpatizantes influyentes en el Quai d’Orsay, la Cámara de Diputados, incluso el muy secreto Deuxième Bureau. Y finalmente, en la propia Alemania, una serie de las autoridades más prestigiosas de Bonn. Ansían retornar a los viejos tiempos, antes de que la Patria se viese contaminada por esos débiles estridentes que lo quieren todo pero no contribuyen con nada, los individuos de sangre inferior que corrompen a nuestra nación. Latham posee toda esta información, conoce todos los nombres. En su condición de funcionario de inteligencia entrenado y muy secreto, denunciará a la gran mayoría.
—¡Usted está preparado para el manicomio, Kroeger! ¡No permitiré eso!
—Oh, pero usted debe hacerlo, doctor Traupman. Vea, excepto un reducido número de auténticos partidarios de los cuales puede prescindirse para confirmar la credibilidad, todo lo que Harry Latham llevará consigo al salir de este valle es falso. Los nombres que tiene en su cabeza y oculta en sus códigos en efecto son vitales para nosotros, pero sólo en el sentido de que necesitamos que esta gente se vea desacreditada, e incluso destruida. Pues en verdad se oponen completamente a nosotros, y muchos ejercitan una oposición intensa y estridente. Una vez que sus nombres sean trasmitidos en secreto a las redes de inteligencia global, comenzará la cacería de brujas. A medida que los más sinceros de esa categoría de individuos cae gracias a las sospechas oficiales y las indirectas prefabricadas, el vacío resultante será ocupado por muchos de nuestros hombres y mujeres… sí, discípulos, mi estimado Hans. Especialmente en los Estados Unidos, donde se encuentran nuestros enemigos más poderosos, pero también los más susceptibles. Uno solamente necesita recordar la frenética persecución a los rojos durante los años cuarenta y cincuenta. Estados Unidos se convirtió en una nación paralizada por el miedo; millares y más millares se vieron salpicados por la sospecha de una relación con los soviéticos, industrias enteras se derrumbaron ante la paranoia, y el país se debilitó por dentro. Los comunistas sabían hacer esto; como hemos visto después, Moscú enviaba secretamente dinero e información falsa a los fanáticos… Un hombre puede iniciar este proceso por nosotros. Harry Latham, nombre de código Aguijón.
—¡Dios mío! —Traupman se recostó en su sillón, y su voz era apenas más que un murmullo—. En efecto, es brillante. Pues es la única persona que penetró hasta el núcleo, que descubrió el valle. Tendrán que creerle… en todas partes.
—Escapará esta noche.