Capítulo 2

De acuerdo con los registros que poseemos —comenzó Latham—, en junio de 1946 un miembro repatriado de la Resistencia francesa, que utilizaba según los casos los nombres de Jean Froisant y Pierre Jodelle, se presentó varias veces en nuestra embajada con diferentes disfraces sencillos, y siempre de noche. Afirmó que estaba siendo silenciado por los tribunales Parisienses en relación con su conocimiento de las actividades traidoras de un líder de la Resistencia. El traidor supuestamente era un general francés sometido al privilegio del arresto domiciliario concedido por el Alto Mando alemán a los oficiales franceses de alto rango que permanecían en Francia. El juicio de los investigadores de la OSI fue negativo, pues se llegó a la conclusión de que Froisant–Jodelle padecía cierto desequilibrio mental, lo mismo que centenares o incluso miles de individuos destruidos sicológicamente en los campos de concentración.

—La OSI es la Oficina de Investigaciones Especiales —explicó Bressard, al advertir las expresiones desconcertadas en las caras de los dos Villier—. Es el departamento norteamericano creado para perseguir a los criminales de guerra.

—Disculpen, creí que estaban al tanto —dijo Latham—. Ese organismo operó mucho aquí en Francia, en colaboración con las autoridades locales.

—Por supuesto —reconoció Giselle—. Era el nombre oficial; supe que tenía otros. Cazadores de colaboracionistas, perseguidores de cerdos, y así por el estilo.

—Por favor continúe —dijo Jean–Pierre frunciendo el entrecejo, un tanto inquieto—. Se rechazó a Jodelle por considerarlo loco… ¿y eso fue todo?

No fue una actitud arbitraria, si a eso se refiere. Fue interrogado extensamente, Y formuló tres declaraciones distintas recogidas por separado unas de otras para buscar contradicciones. Es el procedimiento estándar…

—Entonces, ustedes poseen la información necesaria —interrumpió el actor—. ¿Quién era este general?

—No lo sabemos…

—¿No lo saben? —exclamó Bressard—. Monsieur, no habrán perdido el material, ¿verdad?

—No no lo perdimos, Henri, fue robado.

—¡Pero usted dijo que esta información «correspondía a los registros»! —interrumpió Giselle.

—Dije «de acuerdo con los registros que nosotros poseemos» —la corrigió Latham—. Uno puede incluir un nombre en un índice referido a determinado período, y el índice resumirá sin detalles las historias concretas, allí donde se aplicaron ciertos procedimientos y fue posible extraer conclusiones definitivas. Los materiales del tipo de los interrogatorios y las declaraciones van a parar a archivos separados, con el fin de proteger la intimidad de los individuos que pueden ser víctimas de investigaciones hostiles… Ésos fueron los archivos robados. Ignoramos por qué se los llevaron… o quizá ahora sabemos a qué atenernos.

—Pero ustedes estaban al tanto de mi existencia —lo interrumpió Jean–Pierre—. ¿Cómo fue eso?

—A medida que llega información nueva, la OSI actualiza los resúmenes contenidos en los índices. Hace unos tres años Jodelle borracho abordó al embajador norteamericano en la entrada del Teatro Liceo, donde usted representaba una obra…

—¡Je m’appelle Aquilon! —interrumpió entusiastamente Bressard—. ¡Usted estuvo magnifique!

—Oh, cállese, Henri… Continúe, Drew Latham.

—Jodelle insistía en gritar que usted era un gran actor, y que era su hijo, y preguntaba por qué los norteamericanos no lo escuchaban. Naturalmente, los acomodadores del teatro lo alejaron de allí mientras el portero acompañaba al embajador hasta su limusina. El portero le explicó al diplomático que ese viejo vagabundo y borracho era un desequilibrado, un admirador obsesivo que merodeaba alrededor de los teatros en que usted actuaba.

—Nunca lo vi. ¿Por qué?

—Eso también lo explicó el portero. Cuando usted aparecía a la entrada del escenario, el hombre huía.

—¡Eso carece de sentido! —dijo Giselle con firmeza.

—Querida, me temo que tiene mucho sentido —replicó Jean–Pierre, mirando con tristeza a su esposa—. Por lo menos, de acuerdo con lo que supe esta noche. Y bien, Monsieur —continuó diciendo el actor—, a causa de ese episodio extraño, pero no desusado, mi nombre fue incluido en el… ¿cómo los llaman? ¿Los archivos semisecretos del espionaje? Sólo como un esquema de comportamiento, algo que no debía ser tomado en serio.

—Pero usted lo tomó en serio. Le ruego que me comprenda, señor —dijo Latham, inclinándose en la silla—. Hace cinco semanas y cuatro días mi hermano debía encontrarse con su mensajero en Munich. Fue una cita concreta, no un cálculo aleatorio. Todas las variaciones quedaron reducidas a un marco de tiempo de doce horas. Concluían tres años de una operación sumamente secreta de elevado riesgo, el fin estaba a la vista, y se había organizado el transporte seguro del agente a Estados Unidos. Cuando pasó una semana sin que se tuviesen noticias, volé de regreso a Washington y examiné todo lo que teníamos, todo lo que había acerca de la operación de Harry… me refiero a mi hermano, Harry Latham. Por alguna razón, probablemente porque se trataba de una antigua referencia, recordé el episodio del Teatro Liceo, y no pude quitármelo de la mente. Como usted mismo dijo, ¿por qué estaba allí? Los actores y las actrices de gran fama a menudo soportan molestias provocadas por los admiradores que están obsesionados por ellos. A cada momento leemos acerca de ese tipo de cosas.

—Confirmo lo que usted dice —interrumpió Villier—. Es una dificultad profesional, y en general bastante inofensiva.

—Eso es lo que yo pensé. Pero ¿por qué estaba allí?

—¿Encontró la respuesta?

—En realidad no. Pero allí hay datos suficientes para convencerme de que debía tratar de encontrar a Jodelle. Desde que regresé a París, hace dos semanas, busqué por doquier, por ejemplo, en los callejones de Montparnasse, y en todos los distritos más miserables de la ciudad.

—¿Por qué? —pregunto Giselle—. ¿Encontró alguna respuesta parcial? Y ante todo, ¿por qué el nombre de mi marido llegó a Washington?

—Señora Villier, yo me formulé la misma pregunta. De modo que mientras estaba en Washington fui a ver al ex embajador —pertenecía al gobierno anterior— y le pregunté. Vean, la información no pudo llegar a manos de la comunidad de inteligencia a menos que él lo autorizara.

—¿Y qué dijo mi viejo amigo el embajador? —intervino Bressard, con un acento inequívocamente crítico.

—Fue su esposa…

—Ah —dijo el funcionario del Quai d’Orsay—, en ese caso valía la pena escuchar. Ella hubiera debido ser el embajador. Mucho más inteligente y culta. Como saben, es médica.

—Sí, hablé con ella. También es una entusiasta aficionada al teatro. Siempre insiste en sentarse en una de las tres primeras filas.

—No son los mejores lugares —dijo suavemente el actor—. Uno pierde la perspectiva en favor de lo inmediato. Perdónenme, sigamos. ¿Qué dijo?

—Se refirió a sus ojos, señor Villier. Y a los de Jodelle cuando les cerró el paso en la acera y gritó histéricamente.

«Los ojos de ambos eran intensamente azules» —dijo la mujer— «pero un color extraordinariamente claro, en realidad extraño en la gente de ojos azules». Por eso pensó que con ilusiones y manías o sin ellas podía haber algo de cierto en los reniegos del anciano, porque la semejanza de esos ojos tan extraños sólo podía ser consecuencia de una herencia genética. Reconoció que era una mera conjetura, pero en todo caso ella no podía ignorar su propia impresión. Y como dijo Henri, esa mujer es médica.

—De modo que sus sospechas dieron en el blanco —observó Jean–Pierre, asintiendo con un gesto reflexivo.

—Cuando por la televisión llegó la noticia de que un anciano no identificado se había suicidado en el teatro después de gritar que usted era su hijo… bien, comprendí que había encontrado a Jodelle.

—Pero usted no lo encontró, Drew Latham. Encontró al hijo, no al padre a quien el hijo nunca conoció. Y entonces, ¿dónde está ahora? Poco puedo agregar que usted ya no sepa, y lo que puedo decirle lo descubrí esta noche gracias a las revelaciones de los únicos padres a quienes he conocido. Ellos me dijeron que Jodelle era un luchador de la Resistencia, barítono en la Ópera de París, que fue descubierto por los alemanes y enviado a un campo de concentración, de donde supuestamente jamás regresó. Es evidente que volvió, y al parecer esa pobre alma cobró conciencia de sus propias dolencias y nunca reveló su identidad. El actor hizo una pausa, y después agregó con expresión melancólica y reflexiva:

—Me dio una vida privilegiada, y rechazo personalmente cualquiera de las ventajas de la existencia.

—Querido, seguramente te amó mucho —dijo Giselle—. Pero tuvo que soportar mucho dolor y una terrible tortura.

—Lo buscaron. Hicieron todo lo posible para encontrarlo… podrían haberlo sometido a tratamiento médico. Dios, ¡qué trágico despilfarro! —Jean–Pierre miró al norteamericano—. Y bien Monsieur, ¿que puedo decirle? No puedo ayudarlo mas de lo que yo mismo me he ayudado.

—Dígame exactamente lo que sucedió. Me enteré de muy pocas cosas que allí había —principalmente los acomodadores a la hora en que yo llegué— no me sirvieron de mucho. La mayoría dice que oyó los gritos, y al principio creyó que eran parte de las aclamaciones. Después vieron a un anciano con las ropas en desorden que avanzaba por el corredor, gritando que usted era su hijo y sosteniendo en las manos un rifle; y mas tarde, volvió el arma contra el mismo y disparó. Eso fue mas o menos todo.

—No, hubo mas —dijo Villier meneando la cabeza—. Hubo un breve momento de silencio en el público, una pausa momentánea, ese gesto de asombro antes que comenzara la reacción vocal. Entonces oí claramente varias de las afirmaciones del anciano. «Te fracasé, le fracasé a tu madre… soy un inútil, de nada sirvo. Solamente quiero que sepas que lo intenté… lo intenté pero fracasé». Eso es todo lo que recuerdo, y Después el caos. No tengo la mas mínima idea acerca de lo que quiso decir.

—Señor Villier, el sentido real debe estar en las palabras —se apresuró a decir Latham en tono enérgico—. Y tuvo que ser algo tan fundamental para él, tan catastrófico, que rompió el silencio de una vida entera y lo enfrentó. Un último gesto antes de suicidarse, y algo tuvo que desencadenarlo.

—O el deterioro definitivo de una mente desequilibrada que se zambulló en el abismo de una locura lisa y llana —sugirió la esposa del actor.

—No lo creo —discrepo amablemente el norteamericano—. Estaba demasiado concentrado en su tema. Sabía exactamente lo que estaba haciendo, lo que se proponía hacer. Consiguió ingresar en el teatro con un rifle oculto entre las ropas, lo cual fue no poca hazaña, y Después esperó hasta que terminase la representación, y a que su esposo saliera a aceptar los aplausos de la multitud, no deseaba frustrar ese momento. Un hombre sumido en el frenesí emocional de un acto de locura hubiera tendido a interrumpir la representación, a concentrar en el mismo toda la atención. Jodelle no hizo tal cosa. Una parte de su persona era demasiado racional, y había en él cierto exceso de generosidad que no le permitía incurrir en tales actos.

—¿Usted También es psicólogo? —preguntó Bressard.

—No mas que usted, Henri. Para ambos el objetivo final es estudiar el comportamiento y pronosticarlo si podemos, ¿no es así?

—Entonces, usted afirma —interrumpió Villier— que mi padre, el padre natural a quien nunca conocí, calculó racionalmente los pasos de su propia muerte porque estaba motivado por algo que le sucedió. —El actor se recostó en el respaldo de su sillón, frunciendo el entrecejo—. En ese caso, debemos descubrir que era, ¿verdad?

—No se como podremos llegar a eso. Ha muerto.

—Si un actor ésta analizando a un personaje a quien debe infundir vida en escena o en un filme, y ese personaje supera los clisés de su propia imaginación, tendrá que estudiar la realidad, desarrollar los elementos disponibles, ¿no es así?

—No se muy bien adonde quiere ir a parar.

—Hace muchos años tuve que representar a un jeque beduino que era un asesino, un hombre muy antipático que cruelmente mataba a sus enemigos porque creía que eran enemigos de Alá. Su desempeño evocaba todos los clisés previsibles: el entrecejo satánico, el mentón afilado cubierto por una barba; los labios finos y perversos; los ojos mesiánicos, me parecía que todo era tan trivial. De modo que fui a Jidda, me interné en el desierto… en condiciones muy cómodas, les aseguro… y conocí a varios jefes beduinos. No sabía nada de lo que yo buscaba. Por cierto, eran fanáticos religiosos, pero se trataba de individuos serenos y muy corteses, y creían sinceramente que lo que Occidente denominaba los crímenes árabes de sus antepasados estaban por completo justificados, porque esos antiguos enemigos en efecto eran enemigos de su Dios. Incluso explicaban que después de cada muerte sus antepasados oraban a Alá pidiendo la liberación eterna de sus enemigos. Había una auténtica tristeza en lo que según ellos creían era una masacre necesaria. ¿Comprenden lo que quiero decir?

—Esa obra fue llamada Le Carnage du Voile —dijo Bressard—. Usted se mostró soberbio en su actuación, y se adueñó del filme, en perjuicio de los dos astros restantes. El principal crítico de París escribió que su maldad era tan pura, porque usted la adornaba con tan serena benevolencia.

—Por favor, Henri ya es suficiente.

—Todavía no veo adonde apunta, señor Villier.

—Si lo que usted cree acerca de Jodelle… si lo cree usted es cierto, una parte de su persona estaba menos desequilibrada que lo de sus actos sugerirían. ¿No es en realidad eso lo que usted ésta diciendo?

—Si, así es, es lo que creo. Por eso estuve tratando de descubrirlo.

—Y un hombre así, sean cuales fueren sus dolencias, puede comunicarse con otros, con algunos semejantes igualmente infortunados, ¿no le parece?

—Es probable, casi seguro.

—En ese caso, debemos partir de su realidad, de los ambientes en los que vivió. Y es lo que haremos, lo que yo haré.

—¡Jean Pierre! —exclamo Giselle—. ¿Que éstas diciendo?

—Nuestra reposición no incluye las matinés. Solo un idiota podría representar a Coriolano ocho veces por semana. Tengo mucho tiempo libre.

—¿Y que? —pregunto un inquieto Bressard, el entrecejo arqueado.

—Henri, como usted ha sugerido tan generosamente, soy un actor discreto, y tengo acceso a todas las roperías de París. El atuendo no será problema, y un maquillaje exagerado ha sido siempre una de mis cualidades. Antes de su fallecimiento, Monsieur Oliver y yo convinimos en que el maquillaje era un artificio deshonesto —él habló del camaleón—, pero reconozco que era más de la mitad de la batalla. Ingresaré en el mundo en que vivió Jodelle, y quizá tenga suerte. Es inevitable que haya hablado con alguien, de eso estoy convencido.

—Esos ambientes —dijo Latham—, ese «mundo» que usted menciona es bastante sórdido y puede ser violento, señor Villier. Si alguno de esos personajes cree que usted posee veinte francos, le romperán los huesos para quitárselos. Porto un arma y le diré sin exageración que necesité mostrarla en cinco ocasiones diferentes durante las últimas semanas. Asimismo, la mayoría de esa gente acostumbra mantener cerrada la boca, y no simpatiza con los extraños que formulan preguntas. De hecho, los miran con intensa hostilidad. Yo no pude conseguir nada.

—Ah, pero usted no es actor, y para ser franco su francés podría mejorar mucho. Sin duda, usted merodeó por esas calles con su atuendo normal, con una apariencia general no muy distinta de la que vemos ahora. —Bien… sí.

—De nuevo le ruego que me perdone, pero un hombre bien afeitado con ropas bastante decentes y formulando una pregunta en un francés dudoso no puede inspirar confianza en los compinches que Jodelle tuvo en ese mundo.

—¡Jean–Pierre, basta! —exclamó la esposa del actor—. ¡Lo que estás sugiriendo es inadmisible! Al margen de mis sentimientos y tu seguridad, tu contrato en el teatro te prohíbe correr riesgos físicos. Dios mío, ¡ni siquiera te permiten practicar esquí o jugar polo o pilotear tu avión!

—Pero no pienso esquiar ni andar a caballo ni volar en mi avión. Simplemente recorreré varios distritos de París para investigar la atmósfera. Es mucho menos riesgoso que viajar a Arabia Saudita para representar un papel de reparto en un filme.

—¡Merde! —exclamó Bressard—. ¡Eso es absurdo!

—Señor, no vine aquí para pedirle eso —dijo Latham—. Vine con la esperanza de que usted supiera algo que me ayudase. No sabe nada, y acepto eso. Mi gobierno puede contratar personas que hagan lo que usted está sugiriendo.

—En ese caso, sin falsa modestia sugiero que usted no conseguirá la mejor ayuda profesional. Usted quiere lo mejor, ¿no es así Drew Latham? ¿O tan rápidamente olvidó a su hermano? El sentimiento de ansiedad que se manifiesta en usted me dice que no es así. Sin duda él es un hombre excelente, un espléndido hermano mayor que le brindó su ayuda, que lo guió. Y por supuesto, usted siente que le debe algo y que tiene que hacer todo lo posible por él.

—Estoy preocupado, sí, pero eso es personal —interrumpió con brusquedad el norteamericano—. Soy un profesional.

—Lo mismo que yo, Monsieur. Y debo al hombre a quien llamamos Jodelle tanto o más que lo que usted le debe a su hermano. Quizá más. Perdió a su esposa y a su primer hijo luchando por todos nosotros. Y después remitió de manera trágica su propia existencia a un infierno al que ni siquiera podemos imaginar, con el propósito de asegurar mi triunfo en la vida. Oh, sí, le debo mucho… profesional y personalmente. Y también a la mujer, a la joven actriz que fue mi madre natural, y al niño cuyo nombre de pila ostento, el hermano mayor que pudo haberme guiado. Mi deuda es considerable, Drew Latham, y usted no me impedirá que salde por lo menos una parte. Ninguno de ustedes podrá hacerlo… Tenga la bondad de venir aquí mañana al mediodía. Estaré preparado y habré completado todos los arreglos.

Latham y Henri Bressard salieron de la imponente residencia de Villier en el Parc Monceau y se dirigieron al automóvil oficial.

—No necesito decirle que nada de todo esto me agrada —afirmó el francés.

—Lo mismo digo —coincidió Drew—. Es posible que sea un magnífico actor, pero este asunto lo sobrepasa.

—¿Que lo sobrepasa? ¿Por qué? Por mi parte, sencillamente no me agrada que se zambulla en los bajos fondos de París, donde si lo identifican puede ser atacado para robarlo o incluso pueden secuestrarlo para pedir rescate. Y me parece que usted está diciendo otra cosa. ¿De qué se trata?

—No estoy seguro. Llámelo instinto. En efecto, algo le sucedió a Jodelle, y algo mucho más grave que lo que se desprende de la escena en que un anciano se suicida en presencia del hijo al que nunca reconoció. El acto mismo implicó un sentimiento definitivo de desesperación. Sabía que estaba derrotado, irrevocablemente derrotado.

—Sí, escuché las palabras de Jean–Pierre —dijo Bressard mientras Latham abría la portezuela del lado del cordón—. El anciano gritó que había fracasado; que había probado pero fracasado.

—Pero ¿qué había probado? ¿En qué fracasó? ¿De qué se trataba?

—Quizá el fin de su propio camino —replicó Henri, mientras ponía en marcha el automóvil y enfilaba hacia el centro de la calle—. La conciencia de que al fin el enemigo estaba fuera de su alcance.

—Para saber eso, para saberlo con absoluta certeza, tuvo que haber encontrado a ese enemigo, y después comprendido que él mismo era impotente. Sabía que lo creían loco, que ni París ni Washington lo consideraban confiable, y que había sido rechazado por los tribunales. De modo que salió por propia cuenta para encontrar a su enemigo, y cuando lo halló… bien, allí sucedió algo. Lo obligaron a detenerse en seco.

—Si ése fue el caso, en lugar de limitarse a frustrarlo, ¿por qué no lo mataron?

—No podían. Porque si llegaban a eso, habría muchas preguntas. Debían mantenerlo vivo hasta que muriese, y a su edad y en vista de su estado el desenlace no se encontraba lejos; era uno de tantos borrachos, un hombre que a cada momento desvariaba. Pero si lo asesinaban, sus absurdas acusaciones podían parecer más verosímiles. Las personas como yo podían comenzar a investigar, y su enemigo no puede darse ese lujo. Vivo no significaba nada asesinado era otra cosa.

—Amigo mío, no veo cómo todo lo que usted dice se relaciona con Jean–Pierre.

—Los enemigos de Jodelle, el grupo francés que según creo está unido con el movimiento nazi de Alemania, se oculta muy bien, pero tienen ojos y oídos en la superficie. Si el viejo estableció contacto, lo menos que harán seguirlo hasta el momento del suicidio. Y estarán atentos a la posibilidad de que alguien formule preguntas relacionadas con él. Si hay un mínimo de verdad en lo que Jodelle afirmó, tampoco pueden tolerar eso… Y eso me lleva de vuelta al archivo de la OSI que desapareció. Lo robaron por un motivo.

—Entiendo —dijo Bressard—, y ahora me opongo definidamente a la participación de Villier. Haré todo lo posible para impedir su intervención; Giselle nos ayudará. Ella es tan voluntariosa como su esposo, y él la adora.

—Tal vez usted no estaba escuchando hace un rato. Dijo que ninguno de nosotros podría detenerlo. Y le aseguro, Henri, que no estaba representando una comedia. Hablaba en serio.

—Coincido, pero usted ha incorporado otra incógnita a la ecuación. Lo consultaremos con la almohada, en el supuesto de que cualquiera de nosotros pueda dormir… ¿Todavía tiene su piso en la rue du Bac?

—Sí pero quiero pasar primero por la embajada. Necesito Hablar con una persona de Washington mediante una línea segura. Nuestro propio transporte me llevará de regreso a casa.

Latham usó el ascensor para descender al complejo instalado en el subsuelo de la embajada, y atravesó caminando un corredor blanco, iluminado por neón, que llevaba al centro de comunicaciones. Insertó su tarjeta plástica de acceso en el receptáculo de seguridad; hubo un breve y áspero zumbido, se abrió la pesada puerta y Latham entró. La espaciosa habitación refrigerada y con aire acondicionado, como el corredor, era un ambiente absolutamente blanco, y la panoplia de equipos electrónicos estaba distribuida a lo largo de tres paredes; el metal relucía, y un sillón giratorio aparecía cada metro y medio frente a su propia consola. Pero a causa de la hora estaba ocupado únicamente un sillón; el movimiento era menor entre las dos y las seis de la mañana, hora de París.

—Veo que se instaló en el cementerio, Bobby —dijo Drew al único ocupante que se hallaba en la sala—. ¿Está a cargo de la guardia?

—En realidad, me agrada —replicó Robert Durbane, un especialista en comunicaciones de cincuenta y tres años, y principal funcionario del centro de comunicaciones de la embajada—. Mi gente cree que soy una persona excelente y por eso me hago cargo de este turno; se equivoca, pero yo les aclaro las cosas. ¿Qué le parece mi trabajo, eh? —Durbane exhibió un ejemplar doblado del Times de Londres, cuya página mostraba las famosas palabras cruzadas del periódico, y el letal doble acróstico.

—Afirmo que eso es agregar el masoquismo al deber —dijo Latham, y se acercó a la silla que estaba a la derecha del operador—. Yo no puedo hacer ninguna de las dos cosas, y ni siquiera lo intento.

—Usted y el resto de los jóvenes. Sin comentarios.

—Sospecho que esa observación incluye cierto ingrediente de maldad.

—En ese caso, camine calzado con sandalias… ¿Que puedo hacer por usted?

—Quiero hablar con Sorenson utilizando el mezclador.

—¿No se comunicó con usted hace una hora?

—No estuve en casa.

—Encontrará su mensaje… pero es extraño, hablo como si hubiese estado conversando con usted.

—En efecto, conversamos, pero eso fue hace casi tres horas.

—Utilice el teléfono rojo que está en la caja. —Durbane señaló con un gesto un cubículo de vidrio empotrado sobre la cuarta pared, las láminas de vidrio elevándose hasta el techo. La «caja», como se la denominaba, era un área segura a prueba de ruidos, donde podían celebrarse conversaciones confidenciales sin ser escuchado. El personal de la embajada agradecía la existencia del artefacto; nadie podía obligarlos a revelar lo que no sabían—. Ya se enterará cuando esté funcionando el mezclador —agrego el especialista.

—Eso espero —dijo Drew, refiriéndose a los sonidos discordantes que presidían al áspero zumbido de la línea, la señal de que el mezclador estaba funcionando. Se levantó del sillón, caminó hacia la gruesa pared de vidrio de la caja, y entró. Había una ancha mesa de formica en el centro, con un teléfono rojo, anotadores, lápices y un cenicero. En la esquina de ese recinto especial había una máquina destructora de papel, cuyo contenido era quemado cada ocho horas, lo cual era más frecuente que lo necesario. Latham se sentó en la silla frente al escritorio, y dispuso el cuerpo de tal modo que diera la espalda al personal que operaba en las consolas; la seguridad máxima incluía el temor a la lectura de los labios, un asunto del cual todos se reían hasta que un topo soviético fue descubierto en la sala de comunicaciones de la embajada en la culminación de la Guerra Fría. Drew descolgó el auricular y esperó; ochenta y dos segundos después apareció la letanía de chasquidos y zumbidos, y después llegó la voz de Wesley T. Sorenson, director de Operaciones Consulares.

—¿Dónde demonios estuvo? —preguntó Sorenson.

—Después que usted autorizó mi contacto con Henri Bressard, y prometió informar, fui al teatro, y después llamé a Bressard. Me llevó a la casa de Villier, en el Parc Monceau. Acabo de regresar.

—Entonces, ¿sus proyecciones acertaron?

—Absolutamente.

—¡Santo Dios…! ¿El anciano era realmente el padre de Villier?

—Confirmado por el propio Villier, que lo supo por… como él mismo dijo… los únicos padres que hasta aquí había conocido.

—En vista de las circunstancias, ¡qué terrible impresión!

—De eso tenemos que hablar, Wes. La impresión determinó en nuestro famoso actor un enorme sentimiento de culpa. Está decidido a usar sus cualidades específicas y a sumergirse en los bajos fondos para establecer contacto con los amigos de Jodelle, tratar de saber si el anciano reveló a alguien adonde estuvo yendo los últimos días, a quién pensaba encontrar, y qué se proponía hacer.

—Su teatro de operaciones —lo interrumpió Sorenson—. Su teatro de operaciones, si las proyecciones que usted formuló son exactas.

—Tenían que serlo… si yo estaba en lo cierto. Pero ese teatro de operaciones exigía que usáramos nuestros propios recursos, y no los de Villier.

—Y usted acertó. Felicitaciones.

—Me ayudaron, Wes, principalmente la esposa del ex embajador.

—Pero usted la encontró, y nadie más lo hizo.

—No creo que nadie más tenga un hermano en una situación tan difícil como el mío.

—Comprendo. Y bien, ¿cuál es su problema?

—La decisión de Villier. Traté de inducirlo a que abandonase el asunto, pero no pude, no puedo y no creo que nadie pueda.

—¿Por qué quiere disuadirlo? Tal vez él pueda saber algo. ¿Por qué necesitamos interferir?

—Porque quien provocó el suicidio de Jodelle lo empujó a adoptar esa decisión. No sé cómo lo hicieron, pero lograron convencerlo de que había perdido la batalla, de que estaba acabado, de que el anciano ya nada podía hacer.

—Desde el punto de vista psicológico eso parece razonable. Su obsesión no podía volcarse en un fin útil, y derivó hacia el suicidio. ¿Y bien?

—Quienes sean los culpables, ciertamente continuarán actuando después del suicidio. Como dije a Bressard, no pueden darse el lujo de abstenerse. Si alguien, cualquiera sea su identidad, aparece y formula preguntas acerca de Jodelle… bien, si sus enemigos son quienes yo creo que son, ese investigador no tendrá mucho futuro en este mundo.

—¿Se lo dijo a Villier?

—No precisamente con esas palabras, pero le aclaré que lo que él deseaba hacer era sumamente peligroso. En resumen, me dijo que me fuese al infierno. Afirmó que debía a Jodelle tanto o incluso más que lo que yo debo a Harry. Hemos convenido en que volveré a su casa mañana a mediodía. Dice que estará preparado y que me esperará.

—Aclárele bien cuál es la situación —ordenó Sorenson—. Si de todos modos insiste, déjelo actuar.

—¿Deseamos que la posible interrupción de su vida recaiga sobre nuestra conciencia?

—Las decisiones duras reciben ese nombre porque no son fáciles. Usted quiere encontrar a Harry, y yo quiero encontrar un cáncer maligno que está agravándose en Alemania.

—Me agradaría encontrar las dos cosas —dijo Latham.

—Por supuesto. A mí también. De modo que si su actor quiere representar, no se lo impida.

—Deseo que lo protejan.

—Es natural, un actor muerto no puede decirnos lo que llegó a conocer. Colabore con el Deuxième, son muy eficaces en esa clase de cosas. En el curso de una hora hablaré con Claude Moreau. Es el jefe del Bureau y a esa hora ya estará en su oficina. Trabajos juntos en Estambul; era el mejor agente de campo que la inteligencia francesa tuvo nunca, un tipo de jerarquía mundial, para ser exacto. Le dará lo que usted necesite.

—¿Se lo digo a Villier?

—Latham, soy un veterano, y quizá eso convenga y quizá perjudique, pero creo que si usted quiere organizar una operación debe dar todos los pasos necesarios. Villier debe ser informado; por supuesto, de ese modo aumenta el riesgo, y eso También tiene que aclarárselo. Pero preferimos que él adopte su decisión con conocimiento de causa.

—Me alegro de que opinemos lo mismo. Gracias por todo.

—Drew, yo vine del frío, pero cierta vez estuve donde usted está ahora. Es un repulsivo juego de ajedrez, sobre todo cuando los peones pueden ser sacrificados. Las señales nunca desaparecen del todo, se lo aseguro. Y son la materia prima de nuestras pesadillas.

—Todo lo que dicen acerca de usted es verdad, ¿no es así? Incluso afirman que usted prefiere que los que estamos en la primera línea de fuego lo llamen por su nombre de pila.

—La mayor parte de lo que dicen que yo hice es completamente exagerado —afirmó el director de Operaciones Consulares—, pero cuando yo estaba en el frente, si yo hubiera podido hablar con mi jefe llamándolo Bill o George o Stanford o simplemente Casey, creo que las comunicaciones hubieran sido más francas y sinceras. Eso es lo que deseo de ustedes. La expresión «señor director» es un obstáculo.

—Tiene razón.

—Lo sé. De modo que en definitiva, haga lo que sea necesario.

Latham salió de la embajada y caminó por la avenida Gabriel, en dirección al automóvil blindado con chapa diplomática que lo esperaba, y que lo llevaría a su apartamento en la rue du Bac. Era un Citroën sedán con los asientos traseros demasiado angostos, de modo que Latham prefirió sentarse adelante, al lado del infante de marina que manejaba.

—¿Conoce la dirección? —preguntó.

—Oh, sí, señor. Por supuesto, la conozco.

El fatigado Drew miró de reojo al hombre; el acento era inequívocamente norteamericano, pero la unión de las palabras le pareció extraña. O se trataba sólo de que su fatiga era tal que el oído estaba jugándole bromas pesadas. Cerró los ojos, no supo por cuánto tiempo, agradeciendo esa sensación de vacío, un vacío absoluto que ocupaba toda su visión interior. Por lo menos durante varios minutos pudo contener del sentimiento de ansiedad. Necesita el respiro, y lo recibía de buen grado. De pronto, cobró conciencia del movimiento, de las sacudidas de su cuerpo en el asiento. Abrió los ojos, el conductor estaba acelerando al atravesar un puente como si participara en una carrera en Le Mans. Latham habló:

—Eh, amigo, no llego tarde a ninguna parte. Deje el acelerador, por favor.

Tut mir… lo siento, señor.

—¿Qué? —Cruzaron a toda velocidad el puente y el infante de marina desvió el automóvil hacia una calle oscura y poco conocida. Entonces Latham comprendió; no estaban cerca de la rue du Bac, ni cosa parecida. Drew gritó—: ¿Qué demonios está haciendo?

—Cortando camino, señor.

—¡Tonterías! ¡Detenga este condenado automóvil!

—¡Nein! —gritó el hombre con uniforme de infante de marina—. ¡Amigo, usted va adonde yo lo llevo! —El conductor extrajo una automática de su túnica y apuntó al pecho de Latham—. Usted no me da órdenes, ¡yo se las doy!

—Cristo, usted es uno de ellos. ¡Hijo de perra, usted es uno de ellos!

—¡Usted hablará con otros, y después se irá!

—De modo que es verdad, ¿eh? Están en todos los rincones de París…

—¡Und England, und die Vereinigten Staanten, und Europa… Sieg Heil!

—Al demonio con eso —dijo con voz neutra Drew, y bajo la protección de las sombras deslizo la mano detrás del arma, mientras su pie izquierdo se clavaba en el pedal de freno del Citroën—. ¿Qué le parece una sorpresa estilo Blitzkrieg? —Dicho esto, Latham hundió el pie izquierdo en el pedal de freno, y simultáneamente descargó la mano izquierda sobre el codo derecho de su presunto aprehensor. El arma giro en las manos del neonazi; Drew la aferró y disparo a la rodilla derecha del conductor, mientras el vehículo se estrellaba en la esquina del edificio.

—¡Usted pierde! —dijo sin aliento Latham, mientras abría la portezuela y aferraba la túnica del hombre. Salió del vehículo, mínimo arrastró al individuo sobre el asiento, y lo arrojó al pavimento. Estaban en uno de los distritos fabriles de París, con sus establecimientos de dos y tres pisos, abandonados ahora por el resto de la noche. Más allá de los faroles callejeros, la única luz provenía de los faros del Citroën deteriorado. Pero era suficiente.

—Usted hablará conmigo, compañero —dijo Latham al falso marino acurrucado sobre el pavimento, gimiendo y aferrándose la pierna herida—, o la próxima bala le atravesará las dos manos con las cuales se sujeta la rodilla. Las manos baleadas nunca se recuperan del todo. Y la vida en esas condiciones es muy desagradable.

—¡Nein Nein! ¡No dispare!

—¿Por qué no? Usted pensaba matarme, o por lo menos eso me dijo. Recuerdo claramente que habló de mi «desaparición». Yo soy mucho más bondadoso. No lo mataré. Sencillamente lo dejaré que viva una vida muy desagradable. Después de sus manos, me ocuparé de los pies… ¿Quién es usted y cómo consiguió ese uniforme y el automóvil? ¡Hable!

—Tenemos uniformes… amerikanisch, französische, englische.

—El automóvil, el vehículo de la embajada. ¿Dónde está el hombre cuyo lugar usted ocupó?

—Le dijeron que no viniese…

—¿Quién se lo dijo?

—¡No lo sé!, trajeron el automóvil. La schlussel —quiero decir la llave— estaba puesta. Ordenaron que me ocupase de usted.

—¿Quién se lo ordenó?

—Mis superiores.

—¿La gente que yo debía ir a ver?

—¿Quiénes son? Deme algunos nombres. Ahora.

—¡No conozco nombres! Nos identificamos con códigos, números y letras.

—¿Y usted cómo se llama? —Drew se inclinó sobre el impostor, y el cañón del arma presionó sobre la mano que sujetaba la rodilla ensangrentada.

—Erich Hauer, ¡lo juro!

—Su nombre cifrado, Erich. Si no me lo dice, convendrá que se olvide de sus manos y sus pies.

C–Zwolf—doce.

—Habla mucho mejor inglés cuando no está muy asustado, estimado Erich… ¿Adonde me llevaba?

—A cinco o seis avenidas de aquí. Sabría donde es gracias a los Scheinwerfer

—¿Qué?

—Los faros. Debía verlos encendidos en una calle estrecha, hacia la izquierda.

—Quédese donde está, pequeño Adolf —dijo Latham, incorporándose y acercándose a la portezuela del automóvil, el arma siempre apuntando al alemán. Con movimientos torpes se instaló en el asiento delantero, y su mano izquierda se deslizó bajo el tablero, hasta que encontró el teléfono del automóvil que tenía una línea directa con la embajada. Como el mecanismo de trasmisión estaba en el maletero, era probable que el artefacto funcionara. Así era. Drew dirigió una rápida mirada a su prisionero, y presionó cuatro veces en rápida sucesión el botón que marcaba el cero. La señal de una emergencia.

—Embajada de Estados Unidos —dijo la voz de Durbane en el teléfono—. Está en la categoría Cero Cuatro. Está grabando, ¡adelante!

—Bobby, soy Latham…

—Ya lo sé, lo tengo en la pantalla. ¿Por qué la señal de alarma?

—Caímos en una trampa. Yo iba camino a una ejecución inmediata, cortesía de nuestra pesadilla nazi. El infante de marina que conducía el automóvil era falso; algún miembro del grupo de transportes preparó esta trampa. ¡Verifique toda la unidad!

—Cristo, ¿está bien?

—Solo un poco conmovido; tuvimos un accidente y al nazi no le fue demasiado bien.

—En fin, lo tengo en el cuadro. Enviaré una patrulla…

—¿Sabe dónde estamos exactamente?

—Por supuesto.

—Bobby, envíe dos patrullas, una armada para la autodefensa.

—¿Está loco? ¡Esto es París, territorio francés!

—Yo me encargaré de los detalles. Es una orden de Operaciones Consulares… A cinco o seis calles al sur, sobre la izquierda, hay un automóvil estacionado en una calle lateral, con los faros encendidos. Tenemos que apoderarnos de ese automóvil y de la gente que lo ocupa.

—¿Quiénes son?

—Entre otras cosas, mis verdugos… No tenemos tiempo, Bobby. ¡Obedezca! —Latham devolvió el teléfono a su receptáculo y salió del automóvil para acercarse a Erich Hauer, el hombre que podía llevarlos a identificar a cien de sus compañeros en París y fuera de la ciudad, al margen de que lo supiera o no. Los productos químicos abrirían las puertas de su mente; eso era fundamental. Drew le aferró las piernas y el hombre gritó de dolor.

—¡Por favor…!

—Cállese, cerdo. Usted me pertenece, ¿comprende? Empiece a hablar, y entonces después lo trataré mejor.

—No sé nada. Soy solamente C–Zwolf, ¿qué más puedo decir?

—¡Eso no alcanza! Tengo un hermano que fue a investigarlos, canallas; me dijo que era el último tramo de un recorrido difícil, y yo le creí. De modo que usted me dirá más, mucho más, antes de que termine mi interrogatorio. Le doy mi palabra, querido Erich, realmente usted no querrá tener dificultades conmigo.

De pronto, en la calle oscura y desierta apareció un sedán negro que dobló en la esquina a gran velocidad. Aminoró rápidamente la marcha, y en ese momento comenzó el tiroteo; una letal sucesión de disparos, que anunciaban la muerte para todo lo que se cruzara en su camino. Latham trató de arrastrar al nazi para dejarlo bajo la protección del automóvil blindado con chapa diplomática; no pudo hacerlo y al mismo tiempo salvarse él mismo. Mientras el sedán se alejaba, volvió los ojos hacia su prisionero. Erich Hauer, el cuerpo acribillado, la cara cubierta de sangre, estaba muerto. El único hombre que podía suministrar por lo menos algunas respuestas había desaparecido. ¿Dónde estaba el resto, y cuánto tiempo tardarían en encontrarlo?