El sol de la mañana temprano proyectaba una luz enceguecedora, y por eso el anciano que se arrastraba entre los arbustos parpadeaba a cada momento, mientras se limpiaba los ojos con el dorso de la mano derecha que le temblaba. Había llegado al borde del pequeño promontorio que coronaba la colina, el «terreno elevado» como lo llamaban muchos años atrás, los años que estaban grabados a fuego en su memoria. El lugar cubierto de pasto se elevaba dominante sobre una elegante propiedad rural en el Valle del Loira. Una terraza de losa estaba a lo sumo a trescientos metros más abajo, y un sendero de ladrillo bordeado de flores conducía hasta allí. En la mano izquierda del anciano, la correa tensa, había un poderoso fusil, la mira calibrada exactamente para esa distancia. El arma estaba preparada para disparar. Pronto su objetivo —un hombre de más edad que el anciano que acababa de aparecer— entraría en el campo cubierto por la mira telescópica. El monstruo saldría a dar su paseo matutino por la terraza, cubierto con la amplia bata que usaba por las mañanas, trayendo su recompensa, es decir el café que bebía a esa hora y que aromatizaba con el mejor coñac… una recompensa a la cual nunca llegaría esa mañana. En cambio, moriría, desplomándose entre las flores, y el episodio representaría una adecuada ironía: la muerte de un ser perverso en medio de la belleza circundante.
Jean–Pierre Jodelle, de setenta y ocho años de edad y antaño un valeroso jefe provisional de la Resistencia, había esperado cincuenta años para cumplir una promesa, para afrontar el compromiso que había formulado ante sí mismo y ante su Dios. Había fracasado con los abogados y en las sacrosantas salas judiciales. No, no había fracasado, en cambio había sido insultado, despreciado por todos ellos, y le habían recomendado que llevase sus despreciables fantasías a la celda de una asilo de locos, ¡el lugar al que pertenecía! El gran general Monluc era un auténtico héroe de Francia, un estrecho colaborador de le grand Charles André de Gaulle, el más ilustre de todos los estadistas y soldados, que se había mantenido en contacto constante con Monluc durante la guerra gracias a las frecuencias radiales clandestinas, pese a la perspectiva de la tortura y del pelotón de fusilamiento si los alemanes lo descubrían.
¡Todo eso era merde! ¡Monluc era un traidor y un cobarde! De la boca para afuera se sometía al arrogante de Gaulle, le suministraba datos insignificantes, y forraba sus propios bolsillos con el oro nazi y con objetos de arte que valían millones. Y después, cuando la guerra terminó, le grand Charles, en actitud de eufórica adulación, había declarado que Monluc era un bel ami de guerre, un hombre que debía ser honrado. Y eso era un auténtico mandato para toda Francia.
¡Merde! ¡Qué poco sabía de Gaulle! Monluc había ordenado la ejecución de la esposa de Jodelle y su primer hijo, un niño de cinco años. El segundo hijo, un pequeño de seis meses, se salvó, quizá por la tortuosa racionalidad del oficial de la Wehrmacht que dijo: «No es judío, quizá alguien lo encuentre». Alguien lo encontró. Un compañero de la Resistencia, un actor de la Comédie Francaise. Encontró al niño que lloraba en medio del desorden de la casa destrozada en las afueras de Barbizon, adonde había ido a celebrar una reunión secreta la mañana siguiente. El actor había llevado al niño a la casa de su esposa, una famosa actriz a quien los alemanes adoraban, un afecto no retribuido, pues sus actuaciones eran impuestas, no ofrecidas voluntariamente. Y cuando concluyó la guerra, Jodelle era un esqueleto comparado con su antigua personalidad; físicamente era imposible reconocerlo, y desde el punto de vista mental ya no tenía salvación; y él lo sabía. Tres años en un campo de concentración, apilando los cadáveres de los gitanos, los judíos y los «indeseables» gaseados, lo habían reducido a una casi imbecilidad, con tics nerviosos del cuello, un parpadeo extático, espasmos que provocaban gritos estrangulados, y todo lo que era el concomitante de un grave daño psiquiátrico. Nunca se había mostrado al hijo que sobrevivía o a los «padres» que lo habían criado. En cambio, vagabundeando en las entrañas de París y cambiando de nombre con frecuencia, Jodelle observó de lejos cómo el niño se hacía hombre y se convertía en uno de los más populares actores franceses.
Esa distancia, ese dolor insoportable, era fruto de la acción de Monluc el monstruo, que ahora estaba entrando en el círculo de la mira telescópica de Jodelle. Faltaban pocos segundos, y Jodelle cumpliría lo que había prometido a Dios.
De pronto, se oyó un terrible chasquido en el aire, y pareció que una onda de fuego recorría la espalda de Jodelle, lo cual lo llevó a soltar el fusil. Se volvió bruscamente, y vio asombrado a dos hombres en mangas de camisa, uno con un látigo en la mano, mirándolo.
—Sería un placer matarte, idiota estúpido y enfermo, pero tu desaparición sólo acarrearía complicaciones —dijo el hombre del látigo—. Tienes una boca cargada de vino que nunca cesa de balbucear estupideces. Es mejor que vuelvas a París y te reúnas con tu ejército de vagabundos borrachos. ¡Fuera de aquí, o te mato!
—¿Cómo…? ¿Cómo supieron que…?
—Jodelle, eres un enfermo mental —dijo el guardia que estaba al lado del hombre con el látigo—. ¿Crees que no te vimos estos dos últimos días, abriéndote paso a través del follaje para llegar a este lugar tan interesante armado con tu rifle? Me dicen que eras mucho mejor en los viejos tiempos.
—¡Entonces, mátenme, hijos de perra! ¡Prefiero morir aquí, sabiendo que estuve tan cerca, en lugar de continuar viviendo!
—Oh, no, el general no lo aprobaría —dijo el hombre del látigo—. Quizá dijiste a otros lo que te proponías hacer, y no deseamos que la gente te busque o encuentre tu cadáver en esta propiedad. Estás loco, Jodelle, todos lo saben. Los tribunales lo explicaron claramente.
—¡Son jueces corruptos!
—Ahora te muestras paranoico.
—¡Sé lo que sé!
—También eres un borracho, y te conocen perfectamente en una docena de cafés de la Margen Izquierda que te arrojaron a la calle. Jodelle, suicídate con la bebida, pero sal de aquí antes de que yo apresure tu fin. ¡De pie! ¡Corre con toda la velocidad que esas piernas flacas te permitan!
El telón bajó sobre la última escena de la pieza, una traducción francesa del Coriolano de Shakespeare, repuesta por Jean–Pierre Villier, el actor de cincuenta años que era la figura dominante de la escena Parisiense y también de la pantalla francesa, pues se trataba del candidato a un premio de la Academia Norteamericana, como resultado de su primer filme en Estados Unidos. El telón se elevó y descendió de nuevo mientras Villier, un hombre alto y de anchos hombros, saludaba a su público sonriendo y batiendo palmas para retribuir el entusiasmo. Parecía que la escena iba a culminar en un caos total.
Desde el fondo del teatro un anciano de ropas desgarradas y harapientas avanzó por el corredor central, gritando a todo pulmón. De pronto, extrajo un fusil de los pantalones anchos y flojos, sostenidos por tirantes, y determinó que los miembros del público que lo vieron se dejasen dominar por el pánico; y ese sentimiento se extendió instantáneamente hacia las sucesivas filas de asientos, mientras los hombres obligaban a las mujeres a esconder la cabeza para apartarlas de la línea de fuego, y el caos vocal arrancaba ecos a las paredes del teatro. Villier actuó deprisa, y obligó a retroceder a los pocos actores y miembros del equipo técnico que habían salido a escena.
—¡Señor, puedo aceptar a un crítico enojado! —rugió, mientras enfrentaba al desequilibrado anciano que avanzaba hacia el escenario, y utilizaba esa voz conocida que podía imponerse a cualquier multitud—. ¡Pero esto es absurdo! ¡Suelte su arma y hablaremos!
—¡Ya nada puedo decir, hijo mío! ¡Mi único hijo! Te fallé, y fallé a tu madre. ¡Soy un inútil, no soy nada! Solamente quiero que sepas que lo intenté… ¡Te amo, mi único hijo, y lo intenté, pero fracasé!
Después de pronunciar estas palabras, el anciano invirtió la posición del fusil, se metió el cañón en la boca, y la mano derecha buscó el gatillo. Lo alcanzó y se voló la cabeza, y la sangre y las astillas de hueso alcanzaron a todos los que estaban cerca.
—¿Quién demonios era? —exclamó el conmovido Jean–Pierre Villier frente a la mesa de su camarín, con los padres al lado—. Dijo cosas tan absurdas, y después se suicidó. ¿Por qué?
Los dos Villier mayores, que ahora estaban hacia el final de la setentena, se miraron y asintieron.
—Debemos hablar —dijo Catherine Villier mientras masajeaba el cuello dolorido del hombre a quien había criado como hijo propio—. Quizá también en presencia de tu esposa.
—Eso no es necesario —interrumpió el padre—. El puede tomar la decisión, si cree que debe hacerlo.
—Tienes razón, esposo mío. A él le corresponde la decisión.
—¿De qué están hablando?
—Hijo mío, te hemos ocultado muchas cosas… cosas que al principio de tu vida podrían haberte perjudicado…
—¿Perjudicado?
—No por tu culpa, Jean–Pierre. Éramos un país ocupado, el enemigo en nuestro propio pueblo buscaba constantemente a los que en secreto y con violencia se oponían a los vencedores, y en muchos casos torturaban y encarcelaban a familias enteras que eran sospechosas.
—Desde luego, la Resistencia.
—Por supuesto —convino el padre.
—Ustedes dos fueron parte de ese movimiento, así me lo dijeron, aunque nunca explicaron cuáles habían sido sus contribuciones.
—Es mejor olvidar aquello —dijo la madre—. Fue un período horrible… muchos que fueron condenados y castigados como colaboradores solamente estaban protegiendo a los seres amados, entre ellos a sus propios hijos.
—¡Pero el hombre de esta noche, ese vagabundo loco! ¡Se identificó de tal modo conmigo que dijo que yo era su hijo!… Acepto cierto grado de devoción excesiva —es parte de la profesión, por absurdo que pueda parecer—, ¿pero llegar al extremo de suicidarse ante mis ojos? ¡Qué locura!
—En efecto, él estaba loco, había perdido el juicio a causa de los padecimientos que soportó.
—¿Ustedes lo conocieron?
—Muy bien —replicó Julián Villier, el viejo actor—. Se llamaba Jean Pierre Jodelle, y otrora fue un promisorio barítono joven de la ópera, y nosotros, tu madre y yo, hicimos desesperados esfuerzos para encontrarlo después de la guerra. No encontramos el más mínimo rastro, y como sabíamos que había sido descubierto por los alemanes y enviado a un campo de concentración, supusimos que estaba muerto, y que, lo mismo que muchos miles más, no había quedado registro de su destino.
—¿Por qué intentaron encontrarlo? ¿Qué era para ustedes?
La única madre que Jean–Pierre hubiera conocido jamás se arrodilló al lado de la silla del camarín, y sus rasgos exquisitos sugirieron la gran estrella que había sido; los ojos verde azulados bajo los abundantes y suaves cabellos blancos se clavaron en los de Jean–Pierre. Habló en voz baja.
—No sólo para nosotros, hijo mío, sino también para ti. Fue tu padre natural.
—¡Oh, Dios mío!… Entonces, ustedes dos…
—Tu madre natural —agregó Villier pero, interrumpiendo tranquilamente al actor—, fue miembro de la Comédie…
—Un talento espléndido —interrumpió Catherine—, enredada en esos años difíciles entre la necesidad de ser ingenua y la de ser mujer, todo lo cual era todavía más horrible a causa de la ocupación. Fue una buena muchacha, y para mí como una hermana menor.
—¡Por favor! —exclamó Jean–Pierre, poniéndose de pie bruscamente mientras su madre se incorporaba y permanecía junto su propio esposo.
Todo esto llega tan de repente, es tan asombroso, que yo… ¡No puedo pensar!
—A veces es mejor abstenerse de pensar por un tiempo —dijo el mayor de los Villier—. Permanecer sumergido en la nada hasta que la mente nos dice que está dispuesta a aceptar.
—Es lo que solías afirmar hace años —dijo el actor, sonriendo con tristeza y calidez a Julián—, cuando yo tenía dificultades con una escena o un monólogo, y se me escapaba el significado de la pieza. Decías: «Continúa leyendo y releyendo las palabras sin esforzarte demasiado. A veces sucede».
—Un buen consejo, esposo mío.
—Siempre fui mejor maestro que actor.
—De acuerdo —dijo Jean–Pierre.
—¿Cómo? ¿Estás de acuerdo?
—Padre, sólo quise decir que cuando estabas en escena, tú… tú…
—Una parte de tu persona siempre concentraba la atención en el resto —intervino Catherine Villier, que dirigió una mirada de complicidad a su hijo… que no era su hijo.
—Ah, ustedes dos de nuevo conspiran. ¿No es lo mismo que hicieron durante años? Las dos grandes estrellas se muestran amables con el actor menos importante… ¡Magnífico! De todos modos… Durante unos instantes todos apartamos el pensamiento de lo que sucedió esta noche. Pero ahora quizá podamos hablar.
Silencio.
—¡Por Dios, díganme lo que sucedió! —exclamó finalmente Jean–Pierre.
Mientras formulaba la pregunta, hubo una llamada urgente a la puerta del camarín; la abrió el anciano sereno del teatro.
—Lamento interrumpir, pero pensé que debían enterarse. Todavía hay periodistas a la puerta del escenario. No quieren creer lo que dice la policía o lo que yo les informo. Les dijimos que ustedes habían salido antes por la entrada principal, pero no están convencidos. En todo caso, no pueden llegar hasta aquí.
—Entonces, permaneceremos aquí un rato, si es necesario la noche entera… por lo menos es lo que yo haré. Hay un diván en el otro cuarto, y ya hablé con mi esposa. Se enteró de todo por los noticiarios.
—Muy bien, señor… Madame Villier, y usted también, Monsieur, a pesar de las terribles circunstancias es maravilloso verlos de nuevo a ambos. A todos se los recuerda siempre con mucho afecto.
—Gracias, Charles —dijo Catherine—. Y usted tiene buen aspecto, amigo mío.
—Me sentiría todavía mejor si usted volviese a la escena, Madame. —El sereno asintió y cerró la puerta.
—Adelante, padre, ¿qué sucedió?
—Todos éramos miembros de la Resistencia —comenzó a decir Julián Villier, mientras se sentaba en un silloncito que estaba al fondo de la habitación—, los artistas unidos para luchar contra un enemigo que destruiría todo el arte. Y teníamos ciertas cualidades que fueron útiles a la causa. Los músicos comunicaban los códigos insertando frases melódicas que no estaban en la partitura original; los ilustradores creaban los carteles diarios y semanales exigidos por los alemanes, empleando sutilmente colores e imágenes que trasmitían otros mensajes. Y los miembros de la comunidad teatral reformábamos constantemente los textos, en especial los que correspondían a reposiciones y piezas muy conocidas, en las cuales a menudo se impartían instrucciones directas a los saboteadores.
—A veces era muy divertido —interrumpió la majestuosa Catherine, que se acercó a su esposo y le tomó la mano—. Por ejemplo, había textos que decían: «Me reuniré con ella en el Metro, en la estación Montparnasse». Lo modificábamos de modo que fuese: «Me reuniré con ella en la Estación ferroviaria del este… debe estar allí a las once en punto». La pieza terminaba, caía el telón, y todos esos alemanes con sus espléndidos uniformes aplaudían, mientras un equipo de la Resistencia salía deprisa para recibir a las unidades de sabotaje en la Gare de’l Est una hora antes de la medianoche.
—Sí, sí —dijo impaciente Jean–Pierre—. Conozco esas anécdotas, pero no es lo que estoy preguntando. Comprendo que para ustedes es tan difícil como para mí, pero por favor díganme lo que debo saber.
Los dos ancianos se miraron intensamente; la esposa asintió y los dos se tomaron de la mano. El marido dijo:
—Descubrieron a Jodelle, denunciado por un joven mensajero que no pudo soportar la tortura. La Gestapo rodeó su casa, esperó una noche su regreso, pero él no pudo volver, porque estaba en El Abre estableciendo contacto con agentes británicos y norteamericanos en las etapas iniciales de la invasión. Hacia el alba, se dijo que el líder de la unidad de la Gestapo estaba furioso a causa de la frustración. Tomó por asalto la casa, y ejecutó a tu madre y a tu hermano mayor, un niño de cinco años. Atraparon a Jodelle varias horas después; pero logramos informarle que tú habías sobrevivido.
—Oh… ¡Dios mío! —El famoso actor palideció, y cerró los ojos al desplomarse en su asiento—. ¡Monstruos!… Un momento, ¿qué dijeron ustedes hace un momento? «Se informó que el jefe de la Gestapo…». ¿Se informó? ¿No fue confirmado?
—Eres muy rápido, Jean–Pierre —observó Catherine—. Mira, por eso eres un gran actor.
—¡Al demonio con eso, madre! ¿Padre, qué quisiste decir?
—No era política de los alemanes matar a las familias de los luchadores de la Resistencia, fuesen o no culpables. Los destinaban a finalidades más prácticas… los torturaban para sacarles información, o los usaban como carnada para atrapar a otros, y siempre estaba el trabajo forzado, las mujeres destinadas al placer del Cuerpo de Oficiales, una categoría en la cual tu madre natural ciertamente habría sido incluida.
—Entonces, ¿por qué los mataron?… No, primero yo. ¿Cómo sobreviví?
—Fui a una reunión por la mañana muy temprano en los bosques de Barbizon. Pasé frente a tu casa, vi las ventanas rotas, la puerta principal destrozada, y oí el llanto de un niño. Eras tú. Todo me pareció evidente, y por supuesto, fue necesario renunciar a esa cita. Te llevé a casa, y por caminos desviados volví en bicicleta a París.
—Es un poco tarde para agradecerte, pero insisto, ¿por qué mi… mi madre natural y mi hermano fueron asesinados?
—Hijo mío, ahora equivocaste una palabra —afirmó el mayor de los Villier.
—¿Cuál?
—Estás conmovido, y no escuchaste con la misma atención que hace un momento, cuando te describí los hechos de esa noche.
—¡Basta, papá! ¡Di lo que tengas que decir!
—Dije «ejecutados», y tú dijiste «asesinados».
—No comprendo…
—Antes de que Jodelle fuese descubierto por los alemanes, una de sus coberturas fue como mensajero municipal del Ministerio de Información, los nazis nunca podían interpretar claramente la división en distritos, y mucho menos identificar las calles cortas y sinuosas. Nunca conocimos los detalles, pues aunque su voz era impresionante, Jodelle enmudecía cuando se trataba de los rumores… se los escuchaba por doquier. Falsedades, verdades a medias y verdades totales recorrían París como un reguero de pólvora a la más mínima provocación. Éramos una ciudad dominada por el miedo y la sospecha.
—Comprendo eso, padre mío —interrumpió Jean–Pierre, cada vez más impaciente—. Por favor, explícame lo que no comprendo. Los detalles que nunca te suministraron, ¿a qué se referían y por qué desembocaron en las muertes, las ejecuciones?
—Jodelle dijo a unos pocos de los nuestros que había un hombre tan encumbrado en la Resistencia que era una leyenda de la cual apenas se hablaba en voz baja; su identidad era el secreto más celosamente guardado del movimiento. Sin embargo, Jodelle afirmó que había llegado a saber quién era ese hombre, y que si lo que él había llegado a desentrañar era exacto, ese mismo hombre, esa «leyenda», no era un gran héroe sino un traidor.
—¿Y quién era? —insistió Jean–Pierre.
—Nunca nos lo dijo. Sin embargo, en realidad señaló que el hombre era general de nuestro ejército francés… y por supuesto había docenas de oficiales de esa jerarquía. Dijo que si tenía razón y cualquiera de nosotros revelaba el nombre del traidor, seríamos fusilados por los alemanes. Si se equivocaba y alguien difamaba a ese individuo, nuestro grupo sería considerado inestable, y ya no se confiaría en nosotros.
—Entonces, ¿qué se proponía hacer?
—Si él podía probar su tesis, se ocuparía personalmente del traidor. Juró que estaba en posición de dar ese paso. Supusimos —creemos hasta hoy que no nos equivocamos— que cualquiera fuese el traidor se enteró de las sospechas de Jodelle, e impartió la orden de ejecutarlo y matar a su familia.
—¿Eso fue todo? ¿Nada más?
—Trata de comprender cómo eran esos tiempos, hijo mío —dijo Catherine Villier—. Una palabra equivocada, o incluso una mirada o un gesto hostil, podía provocar la detención inmediata, el encarcelamiento e incluso la deportación. Las fuerzas de ocupación, y sobre todo los ambiciosos oficiales de nivel medio manifestaron una suspicacia fanática frente a todo y a todos. Cada éxito de la Resistencia avivaba el fuego de la cólera nazi. En realidad, nadie estaba seguro. Kafka no podría haber inventado un infierno tan espantoso.
—¿Y ustedes no volvieron a verlo hasta esta noche?
—Si lo hubiéramos visto, no hubiéramos podido identificarlo —replicó; Villier—. Apenas lo reconocí cuando identifiqué su cuerpo. Y teniendo en cuenta el paso de los años, era un espantajo comparado con el hombre que yo recordaba; tenía menos de la mitad del peso y la estatura de su persona anterior. La cara momificada, una versión tensa y arrugada de lo que otrora había sido.
—¿Es posible que no fuese él, que no fuese mi padre?
—No, era Jodelle. Tenía los ojos muy abiertos en la muerte, y aún se los veía tan azules, tan intensamente azules, como un cielo sin nubes en el Mediterráneo… Como los tuyos, Jean–Pierre.
—Jean–Pierre… —dijo el actor con voz suave—. ¿Ustedes me bautizaron con ese nombre?
—En verdad, era también el nombre de tu hermano —lo corrigió suavemente la actriz—. El pobre niño no pudo usarlo, y pensamos que había que dártelo, en homenaje a Jodelle.
—Muy considerado de parte de ustedes…
—Sabíamos que jamás lograríamos reemplazar a tus verdaderos padres —continuó diciendo la actriz, con voz apremiante y medio en ruego—, pero lo intentamos con todas nuestras fuerzas. En nuestros testamentos aclaramos todo lo que sucedió, pero hasta esta noche no habíamos tenido valor para decírtelo. Te amamos tanto.
—Mamá, por Dios, basta ya, o me echaré a llorar. ¿Acaso en el mundo podría haber mejores padres que ustedes dos? Nunca sabré lo que no puedo saber, pero ustedes son definitivamente mis padres, y bien lo saben.
El teléfono sonó, sobresaltándolos a todos.
—El periodismo no tiene este número, ¿verdad? —preguntó Julián.
—No que yo sepa —replicó Jean–Pierre, y se acercó al teléfono que estaba sobre la mesa de tocador—. Sólo ustedes, Giselle y mi representante lo tienen; ni siquiera mi abogado, o Dios no lo permita, tampoco los propietarios del teatro.
—¿Sí? —dijo con acento gutural.
—¿Jean–Pierre? —preguntó su esposa Giselle en el teléfono.
—Por supuesto, querida.
—No estaba segura…
—Yo tampoco, por eso cambié la voz. Mis padres están aquí, y yo regresaré a casa apenas los periodistas decidan renunciar a sus intentos.
—Creo que deberías encontrar el modo de volver enseguida a casa.
—¿Por qué?
—Vino a verte un hombre…
—¿A esta hora? ¿Quién es?
—Un norteamericano, y dice que tiene que hablar contigo. Acerca de lo que sucedió esta noche.
—Esta noche… ¿aquí, en el teatro?
—Sí, querido.
—Giselle, quizá no debiste permitirle la entrada.
—Me temo que no tuve alternativa. Lo acompañó Henri Bressard.
—¿Henri? ¿Qué tiene que ver lo que sucedió esta noche con el Quai d’Orsay?
—Mientras hablamos, nuestro querido amigo Henri es todo sonrisas y encanto diplomático, pero no quiere soltar palabra hasta que tú llegues… ¿Es así, Henri?
—Muy cierto, mi queridisima Giselle —fue la débil respuesta que llegó a oídos de Jean–Pierre—. Yo mismo sé poco o nada.
—¿Lo escuchaste, querido?
—Con bastante claridad. ¿Y el norteamericano? ¿Es un tonto aburrido? Simplemente contesta sí o no.
—Todo lo contrario. Aunque como dicen ustedes los actores, sus ojos emiten destellos de fuego.
—¿Qué me dices de mis padres? ¿Tienen que acompañarme?
Giselle Villier habló con los dos hombres que estaban en la habitación y repitió la pregunta.
—Después —dijo el hombre del Quai d’Orsay, en voz bastante alta de modo que se lo escuchase por el teléfono—. Hablaremos con ellos después, Jean–Pierre —agregó con voz incluso más alta—. No esta noche.
El actor y sus padres salieron del teatro por la puerta principal, después de que el sereno informó a la prensa que Villier se presentara un rato más tarde a la entrada del escenario.
—Infórmanos lo que sucede —dijo Julián mientras él y su esposa abrazaban a Jean–Pierre, y se acercaban al primero de los dos taxis convocados mediante el teléfono del camarín. Jean–Pierre ascendió al segundo, y suministró al chófer la dirección del Parc Monceau.
Las presentaciones fueron breves y al mismo tiempo alarmantes. Henri Bressard, primer secretario de Relaciones Exteriores de la República de Francia e íntimo amigo del más joven de los Villier durante una década, habló serenamente, gesticulando en dirección a su acompañante el norteamericano, un hombre de elevada estatura en mitad de la treintena, con cabellos castaños oscuros y rasgos acentuados, aunque tenía ojos grises claros de inquietante vivacidad, quizá como contraste con su amable sonrisa.
—Éste es Drew Latham, Jean–Pierre. Es funcionario especial de una rama de la inteligencia norteamericana llamada Operaciones Consulares, un grupo que según nuestras propias fuerzas está bajo la autoridad combinada del Departamento de Estado norteamericano y la CIA… ¡Dios mío, cómo esos dos pueden andar juntos es algo que excede mi capacidad de comprensión!
—No siempre es fácil, señor secretario —dijo Latham con expresión amable, aunque en un francés un poco duro—. Pero nos arreglamos.
—Quizá deberíamos hablar inglés —propuso Giselle Villier—. Todos dominamos ese idioma.
—Muchas gracias —respondió en inglés el norteamericano—. No quiero que se me interprete mal.
—No sucederá tal cosa —dijo Villier—, pero le ruego comprenda que nosotros… un… necesitamos comprender por qué está aquí esta noche, esta noche terrible. Hoy he conocido cosas que antes ignoraba por completo ¿se propone ampliar esa información Monsieur?
—Jean–Pierre —intervino Giselle—, ¿de que éstas hablando?
—Permítele responder —dijo Villier, los grandes ojos azules clavados en el norteamericano.
—Quizá pueda hacerlo, y quizá no —replicó el funcionario de inteligencia—. Sé que usted habló con sus padres, pero no conozco el contenido de la conversación.
—Por supuesto. Pero posiblemente usted está en condiciones de hacerlo.
—Francamente, sí, aunque no sé cuánto de todo esto sabía usted antes. Los hechos que sucedieron esta noche dan a entender que usted ignoraba completamente la existencia de Jean–Pierre Jodelle.
—Eso es muy cierto —dijo el actor.
—La Sûreté, que tampoco sabe nada, lo interrogó en forma extensa y quedó convencida de que usted decía la verdad.
—¿Por que no debían estar convencidos de ello, Monsieur Latham? En efecto, yo decía la verdad.
—Señor Villier ¿ahora hay otra verdad?
—Sí, así es.
—¡Dejarán de hablar en lenguaje cifrado! —exclamó la esposa del actor—. ¿Cuál es esa verdad?
—Cálmate, Giselle. En este momento estamos en la misma longitud de onda.
—¿Desea suspender aquí nuestra charla? —pregunto el funcionario de Operaciones Consulares—. ¿Prefiere que hablemos en privado?
—Por supuesto que no. Mi esposa tiene derecho a saberlo todo, y Henri es uno de nuestros amigos más íntimos además de ser un hombre capaz de adoptar una actitud sumamente discreta.
—Tomemos asiento —dijo Giselle con voz firme—. Esto es demasiado confuso para asimilarlo de pie. —Después que ocuparon sus asientos, el favor, Monsieur Latham, y le ruego que hable con más claridad.
—Me agradaría saber —intervino Bressard, adoptando la actitud típica de un funcionario oficial— quién es esta persona llamada Jodelle, y por que Jean–Pierre debe saber algo de ella.
—Perdóneme, Henri —dijo el actor—. No es que me oponga, pero me agradaría saber por qué Monsieur Latham consideró conveniente utilizarlo como medio para llegar a mí.
—Sabía que ustedes eran amigos —dijo el norteamericano—. En realidad, hace varias semanas, cuando mencioné a Henri que no podía conseguir entradas para ir a ver su obra, usted tuvo la bondad de dejar dos en la taquilla, a mi nombre.
—Ah, sí, ahora recuerdo… Su nombre me pareció bastante conocido, pero con todo lo que sucedió, no relacioné las dos cosas. «Dos entradas a nombre de Latham…». Ahora recuerdo.
—Fue un gesto muy amable de su parte…
—Agradezco su elogio —dijo Jean–Pierre, desechando el cumplido y examinando atentamente al funcionario de inteligencia norteamericano y después a Bressard—. Por consiguiente —continuó— puedo suponer que Henri y usted se conocen.
—Es una relación más oficial que social —dijo Bressard—. Creo que una sola vez cenamos juntos; en realidad, fue la prolongación de una conferencia que en general no dio mucho resultado.
—Entre los dos gobiernos —observó en voz alta Giselle.
—Sí —dijo Bressard.
—Y dígame Henri, ¿acerca de qué conferenciaron usted y Monsieur Latham? —insistió la esposa de Villier—. Si es que puedo preguntar.
—Por supuesto, puede querida amiga —replicó Bressard—. En términos generales, hablamos de situaciones delicadas, hechos que están sucediendo o han sucedido antes y que pueden perjudicar o molestar a los respectivos gobiernos.
—¿Lo de esta noche corresponde a esa categoría?
—Giselle, Drew debe responder a esa pregunta. Yo no puedo, y tengo tanto interés como tú en saber. Me sacó de la cama hace una hora e insistió en que por nuestro bien lo comunicase inmediatamente con ustedes. Cuando le pregunté la razón, aclaró que sólo Jean–Pierre podía permitirme recibir la información —es decir, los datos relacionados con los episodios de esta noche.
—Y por eso usted sugirió una conversación a solas, ¿no es verdad, Monsieur Latham? —preguntó Villier.
—Así es.
—Entonces, su llegada aquí esta noche, esta noche terrible, queda incluida en la categoría de los asuntos oficiales.
—Me temo que sí —dijo el norteamericano.
—¿Incluso considerando lo tardío de la hora y la tragedia que todos conocemos?
—De nuevo, la respuesta es afirmativa —dijo Latham—. Para nosotros cada hora es fundamental. Y sobre todo para mi, si quiere que sea más concreto.
—Monsieur, ciertamente prefiero que seamos concretos.
—Muy bien, hablaré claramente. Mi hermano es uno de los responsables de la Agencia Central de Inteligencia. Fue enviado como agente encubierto a la montañas Hausruck, de Austria. Fue una operación relacionada con la extensión de una organización neonazi, y desde hace seis semanas nada se sabe de él.
—Entiendo su preocupación, Drew —lo interrumpió Henri Bressard—, pero ¿qué relación tiene eso con el suceso de esta noche… esta noche terrible, como la llamó Jean–Pierre?
El norteamericano miró en silencio a Villier. El actor habló.
—El anciano desequilibrado que se mató en el teatro era mi padre —dijo con voz serena—, mi padre natural. Hace años, durante la guerra, fue un luchador de la resistencia. Los nazis lo descubrieron, lo torturaron, y lo llevaron a la locura.
Giselle contuvo una exclamación; su mano se desvió hacia la izquierda, y aferró el brazo de su marido.
—Ahora regresan —dijo Latham—, y están creciendo en número y en influencia, más allá de lo que cualquiera acepta creer o comentar.
—Digamos que hay siquiera un grano de verdad en lo que usted dice —insistió Bressard—. ¿Eso qué tiene que ver con el Quai d’Orsay? Usted dijo, «en beneficio de los dos». ¿Como es eso, amigo mío?
—Mañana usted recibirá un informe completo en nuestra embajada. Insistí en eso hace dos horas, y Washington aceptó. Hasta que llegue ese momento, sólo puedo decirle —y es todo lo que sé realmente— que el reguero de fondos que pasan por Suiza y llegan a Austria, y el movimiento nazi cada vez más intenso está siendo alimentado e secreto por gente que vive aquí, en Francia. Ignoramos quiénes son, pero es una operación inmensa, millones y más millones de dólares. El dinero va a manos de los fanáticos que están reconstruyendo el partido —el partido de Hitler en el exilio— pero continúan en Alemania, y están ocultos en el país.
—Lo cual, si usted está en lo cierto, significa que hay otra organización aquí, ¿verdad? —preguntó Bressard.
—El traidor de Jodelle —murmuró al asombrado Jean–Pierre Villier, inclinándose hacia adelante de la silla—. ¡El general francés!
—O lo que él creó —dijo Latham.
—Por Dios, ¿de qué están hablando? —exclamó la esposa del actor—. ¡Un padre recién descubierto, la Resistencia, los nazis, millones de dólares que van a manos de los fanáticos ocultos en las montañas! ¡Todo eso parece absurdo… fou!
—Drew Latham, ¿por qué no empieza desde el principio? —dijo suavemente el actor—. Quizá yo pueda completar su relato con ciertas cosas de las cuales nada sabía hasta esta noche.