Prólogo

El paso alpino a gran altura en el Hausruck austriaco, estaba barrido por la nieve invernal y atacado por los fríos vientos del norte, mientras mucho más abajo, en el valle brotaban las plantas de azafrán y los junquillos en una suerte de primavera temprana. Ese paso no era ni un puesto de control de la frontera, ni un lugar para comunicar un sector de la cadena montañosa con otro. En realidad, no estaba en ningún mapa sometido al escrutinio público.

Había un puente tosco y robusto, cuya anchura apenas permitía el paso de un solo vehículo, y atravesaba una garganta de unos veinte metros de ancho, a bastante altura sobre un impetuoso afluente del río Salzach. Después de cruzar el puente, y de recorrer un laberinto salpicado de árboles, había un camino oculto que salía del bosque montañés, un camino empinado y tortuoso que descendía unos dos mil metros hasta el valle aislado en que crecían las plantas de azafrán y los junquillos. El terreno liso, mucho más cálido, estaba salpicado de campos verdes y árboles aún más lozanos… y allí había también una serie de pequeñas construcciones, los techos camuflados con diagonales de pintura que reproducían el color de la tierra; era imposible identificarlos desde el cielo, eran simplemente una parte del terreno montañés. Allí estaba el cuartel general de Die Brüderschaft der Wacht, la Hermandad de los Vigías, los progenitores del Cuarto Reich alemán.

Las dos figuras que estaban cruzando el puente vestían gruesas parcas, sombreros de piel y resistentes botas alpinas; las dos desviaban la cara para protegerse de los golpes de viento y nieve que los azotaban. Con movimientos inseguros llegaron al lado opuesto y el viajero que iba adelante habló en ese momento.

—No es un puente que me agrade cruzar con mucha frecuencia —dijo el norteamericano, sacudiendo la nieve que se había posado sobre sus ropas, y quitándose los guantes para masajearse la cara—. Pero, Herr Lassiter, tendrá que pasar por aquí al regreso —observó el alemán de edad madura, sonriendo con un gesto amplio, bajo la protección de un árbol, mientras también él se sacudía la nieve—. No debe preocuparse, mein Herr. Antes de que lo advierta, habrá llegado al lugar en que el aire es más tibio, e incluso hay flores. A esta altura todavía es invierno, más abajo ya llegó la primavera… Venga, ha llegado nuestro transporte. ¡Sígame!

Oyeron el sonido de un motor en marcha a lo lejos; los dos hombres, con Lassiter detrás, caminaron deprisa, siguiendo un curso sinuoso, a través de los árboles hasta llegar a un pequeño claro, donde los esperaba un vehículo parecido a un jeep, sólo que mucho más amplio y pesado, con grandes neumáticos de caucho muy grueso, y un dibujo profundo.

—Un vehículo notable —dijo el norteamericano.

—Usted debería sentirse orgulloso, ¡es amerikanisch! Fabricado según nuestras especificaciones en el estado de Míchigan.

—¿Qué sucedió con el Mercedes?

—Demasiado llamativo, demasiado peligroso —replicó el alemán—. Si uno se dedica a construir una fortaleza oculta en su propio país, no utiliza sus mismos recursos. Lo que usted verá en poco más representa el esfuerzo combinado de muchas naciones, los empresarios más avaros, eso lo reconozco, los comerciantes que no revelan quiénes son sus clientes ni adónde van sus mercancías, porque quieren obtener grandes ganancias. Por supuesto, una vez realizadas las entregas, las ganancias se convierten en un arma peligrosa; las entregas deben continuar, quizá con una mercancía más misteriosa. Así son las cosas del mundo.

—No lo dudo —dijo Lassiter, que sonrió mientras se quitaba el sombrero de piel para enjugarse la transpiración. Su estatura era apenas inferior a un metro ochenta; era un hombre de mediana edad, como lo revelaban los hilos grises en las sienes, y las patas de gallo sobre los costados profundos; la cara misma era angosta y de rasgos acentuados. Caminó hacia el vehículo, varios pasos detrás de su acompañante. Sin embargo que ni su acompañante ni el conductor del vehículo de gran tamaño vieron era que a cada momento hundía la mano en el bolsillo, la retiraba discretamente y dejaba caer bolitas metálicas en el pasto cubierto por la nieve. Había hecho lo mismo durante la última hora, después de descender de un camión en un camino alpino entre dos aldeas montañesas. Cada bolita había sido expuesta a la radiación, y los detectores manuales podían identificarlas fácilmente. En el lugar en que el camión se había detenido, Lassiter había extraído del cinturón un radiofaro electrónico, y fingiendo una caída, lo había deslizado entre dos piedras. Ahora el camino que había seguido estaba claramente marcado; el artefacto de búsqueda de quienes lo seguían alcanzaría su máximo nivel en ese lugar, y lo acompañarían los llamadas agudos y penetrantes.

Pues el hombre llamada Lassiter se desempeñaba en una profesión de elevado riesgo. Era un agente de la inteligencia norteamericana, un hombre conocedor de varios idiomas, protegido por el secreto más absoluto; y su nombre era Harry Latham. En los recintos sacrosantos de la Agencia, su nombre de código era Aguijón.

El descenso al valle impresionó a Latham. Había escalado algunas montañas con su padre y su hermano menor, pero eran picos de Nueva Inglaterra, de escasa altura y poco dramatismo, nada como lo que ahora veía. Aquí, a medida que descendían, las cosas cambiaban, colores y olores diferentes, brisas más tibias. Sentado solo en el asiento trasero de la gran camioneta abierta, retiró de los bolsillos todas las bolitas metálicas, preparándose para la inspección minuciosa que preveía; estaba limpio. También estaba regocijado, aunque los años de experiencia le permitían mantener controlada su alegría. ¡Había llegado! ¡Había descubierto el lugar! Pero cuando llegaron al final, incluso Harry Latham se sintió asombrado por lo que en efecto vio.

El sector de alrededor de cinco kilómetros cuadrados de extensión era una base militar, soberbiamente camuflada. Los techos de las diferentes estructuras de una planta estaban pintados de modo que se confundiesen con el entorno, y había áreas enteras del campo protegidas por un entrecruzamiento de cuerdas de cinco metros de altura, con los espacios abiertos entre las sogas y los postes ocupados por láminas de verde traslúcido, corredores que pasaban de un área a otra. Algunas motocicletas grises con sidecar avanzaban a través de estos «corredores» disimulados; los conductores y sus pasajeros vestían uniforme, y había grupos de hombres y mujeres que estaban entrenándose, algunos practicando ejercicios físicos y otros dedicados a actividades que parecían académicas; había profesores de pie frente a los pizarrones, y dictaban clase a las apretadas filas de estudiantes. Los que practicaban gimnasia y el combate cuerpo a cuerpo vestían prendas mínimas, pantaloncitos cortos y remeras; los que asistían a clase usaban ropa verde de fajina. Lo que impresionó a Harry Latham fue el sentido de movimiento constante. En todo el valle había una intensidad que era temible. Por otra parte, tal era el rasgo distintivo de la Brüderschaft; y ésa era la matriz de la organización.

—Espectacular, ¿nicht wahr, Herr Lassiter? —exclamó el alemán de edad madura que estaba al lado del conductor cuando llegaron al final del camino y entraron en un corredor de cuerdas y tabiques verdes.

Unglaublich —coincidió el norteamericano—. ¡Phantastisch!

—Había olvidado que usted habla muy bien nuestro idioma.

—Mi corazón está aquí. Siempre estuvo en este lugar.

Natürlich, denn wir sind im Recht.

Mehr als das, wir sind die Wahrheit. Hitler siempre dijo las máximas verdades.

—Sí, sí, por supuesto —dijo el alemán, sonriendo y mirando con expresión neutra a Alexander Lassiter, nacido Harry Latham de Stockbridge, Massachussets—. Iremos directamente a ver al Oberbefehlshaber. El comandante desea mucho conocerlo.

Treinta y dos meses de esforzado trabajo clandestino pronto darían fruto, pensó Latham. Casi tres años de organizar una vida, de vivir una vida que no era la suya, en poco tiempo más terminarían. Los viajes constantes y dificultosos a través de Europa y Medio Oriente, sincronizados para tener en cuenta las horas e incluso los minutos, de modo que él se encontrase en determinado lugar y en un momento dado, cuando otros pudieran jurar, a costa de su propia vida, que lo habían visto. Y la resaca del mundo con la cual había tenido que tratar —traficantes de armas sin conciencia, cuyas ganancias extraordinarias se medían con supertanques de sangre; los señores de la droga, que asesinaban y paralizaban a generaciones de niños en todas partes; los políticos comprometidos, incluso los estadistas, que torcían y subvertían las leyes para beneficio de los manipuladores—, todo eso tocaba a su fin. No habría más envíos frenéticos de enormes sumas de dinero a través de las cuentas suizas con sus recursos lavados, los números secretos, y las firmas examinadas con el espectrógrafo… en fin, todo el juego letal del terrorismo internacional. Aunque era fundamental, la pesadilla personal de Harry Latham había terminado.

—Ya estamos, Herr Lassiter —dijo el compañero alemán de Latham, mientras el vehículo se acercaba a la puerta de una barraca, protegida también ella por una lámina verde—. Aquí está mucho más tibio, mucho más agradable, nicht wahr.

—Ciertamente —contestó el espía norteamericano, descendiendo del asiento trasero—. Con estas prendas, a decir verdad estoy transpirando.

—Cuando estemos adentro se quitará la ropa interior, y la tendrá seca a la hora de regreso.

—Lo agradeceré. Debo estar de retorno en Munich hacia la noche.

—Sí, entendemos. Venga, el Comandante está aquí. —Cuando los dos hombres se aproximaron a la pesada puerta de madera negra con la svástica escarlata grabada en el centro, se oyó un zumbido en el aire. Arriba, a través de la lámina verde traslúcida, aparecieron las grandes alas blancas de un planeador que descendía en círculos hacia el valle—. ¿También eso lo asombra, Herr Lassiter? Lo soltó otro avión, a una altura de más o menos cuatro mil pies. Natürlich, el piloto debe estar muy bien entrenado, pues los vientos son peligrosos e imprevisibles. Utilizamos ese recurso sólo en casos urgentes.

—Veo cómo desciende. ¿Cómo se eleva?

—Con los mismos vientos, mein Herr, y la ayuda de un par de cohetes. Durante los años treinta los alemanes creamos los planeadores más avanzados.

—¿Por qué no usan una avioneta convencional?

—Es demasiado fácil seguirle el rastro. Un planeador puede ascender desde un campo, o un prado libre. Un avión debe ser abastecido y necesita atención mecánica y mantenimiento, y a menudo incluso un plan de vuelo.

Phantastisch —repitió el norteamericano—. Y por supuesto, el planeador tiene pocas piezas metálicas, quizá ninguna. El plástico y el lienzo no se reflejan bien en las pantallas de radar.

—En efecto —confirmó el nazi de la nueva etapa—. No es del todo imposible, pero sí sumamente difícil.

—Sorprendente —dijo Herr Lassiter mientras su acompañante abría la puerta del cuartel general instalado en el valle—. Todos ustedes merecen felicitaciones. El aislamiento está a la altura de las medidas de seguridad.

—¡Soberbio! —Fingiendo una actitud casual que no era sincera, Latham paseó la mirada por la espaciosa habitación. Había muchos y refinados equipos de computación, una serie de consolas contra cada pared, operadores de uniforme impecable frente a cada una, al parecer partes iguales de hombres y mujeres… Hombres y mujeres… algo era extraño, o por lo menos no era normal. ¿De qué se trataba? Y de pronto comprendió; todos los operadores eran jóvenes, generalmente en la veintena, la mayoría rubios o de cabellos claros, con la piel limpia y bronceada. Como grupo eran sumamente atractivos, como modelos seleccionados por una agencia de publicidad para sentarse frente a los artefactos de computación de un cliente, y trasmitir el mensaje de que los posibles clientes también revestirían ese aspecto si compraban la mercancía.

—Cada uno es un experto, señor Lassiter —dijo detrás de Latham una voz desconocida y un tanto monótona. El norteamericano se volvió bruscamente. El recién llegado era un hombre que tenía aproximadamente la misma edad que Lassiter; vestía ropa de fajina de camuflaje, y usaba la gorra de oficial de la Wehrmacht; había surgido silenciosamente de la puerta abierta que estaba a la izquierda—. Soy el general Ulrich von Schnabe su entusiasta anfitrión, mein Herr —continuó, extendiendo la mano—. Estamos frente a una auténtica leyenda. ¡Qué privilegio!

—General, usted es demasiado generoso. Soy nada más que un empresario internacional, aunque mis posiciones ideológicas son muy definidas.

—¿Sin duda llegó a ellas gracias a muchos años de observación internacional?

—Puede afirmar eso, y no se equivocaría. Afirman que África fue el primer continente, y que por su parte las restantes regiones del mundo se desarrollaron a lo largo de varios millares de años; África continúa siendo el Continente Negro, las costas septentrionales ahora son el refugio de pueblos igualmente inferiores.

—Bien dicho, señor Lassiter. Sin embargo, usted ganó millones, y algunos afirman que miles de millones con sus servicios a los individuos de raza negra.

—¿Por qué no? ¿Acaso hay para mí más satisfacción que ayudarlos a masacrarse unos a otros?

—¡Wunderbar! Muy bien dicho, y con mucha inteligencia… He visto que estuvo examinando al grupo que tenemos aquí. Puede ver con sus propios ojos que todos tienen sangre aria. Pura sangre aria. Como todos los restantes hombres y mujeres del valle. Cada uno fue elegido cuidadosamente, y rastreada su estirpe, y mantiene con nuestra causa un compromiso absoluto.

—El sueño del Lebensborn —dijo el norteamericano con expresión serena y respetuosa—. Las granjas de criadero, en realidad, grandes propiedades, si no me equivoco, donde los mejores oficiales de la SS se unían con las fuerte mujeres teutónicas…

—Eichmann ordenó realizar estudios. Se llegó a la conclusión de que la mujer germana septentrional tenía no sólo la mejor estructura ósea de Europa y una fuerza extraordinaria, sino que además manifestaba un acentuado sometimiento al varón —lo interrumpió el general.

—La verdadera raza superior —concluyó Lassiter con expresión admirativa—. Ojalá que el sueño llegue a realizarse.

—En medida considerable ya hemos llegado a eso —dijo con voz mesurada von Schnabe—. Creemos que muchos de los que están aquí, sino la mayoría, son hijos de esos niños. Robamos listas de la Cruz Roja en Ginebra, y dedicamos varios años a rastrear a las familias que habían recibido a los niños del grupo denominado Lebensborn. En toda Europa reclutamos a estos individuos y a otros semejantes… son los Sonnenkind, los Hijos del Sol. ¡Los herederos del Reich!

—Increíble.

—Estamos llegando a todas partes, y en todas partes los que fueron seleccionados responden a nuestro llamada, pues las circunstancias son las mismas. Exactamente como en los años veinte, cuando los tratados de Versalles y Locarno nos asfixiaban, y condujeron al derrumbe económico de la República de Weimar y al aflujo de indeseables a través de toda Alemania, también el derrumbe del Muro de Berlín ha llevado al caos. Somos una nación en estado de guerra; los no arios de baja cuna cruzan nuestras fronteras en número ilimitado, se apoderan de nuestros empleos, corrompen nuestra moral, convierten en prostitutas a nuestras mujeres porque del lugar de donde ellos vienen todo eso es perfectamente aceptable. ¡Pero es del todo inaceptable, y es necesario frenarlo! Por supuesto, usted coincide con lo que digo.

—General, ¿si no fuera así habría venido aquí? He enviado millones de dólares para financiar las necesidades de la causa a través de los bancos de Argelia y por intermedio de Marsella. Mi código ha sido Frere–Brüder. Confío en que esté familiarizado con él.

—Por eso lo abrazo con todo el corazón, lo mismo que la Brüderschaft entera.

—Y ahora llega mi último regalo, general; el último porque ustedes no volverán a necesitarme… Cuarenta y seis misiles de gran alcance obtenidos del arsenal de Saddam Hussein, enterrados por su cuerpo de oficiales, que creyó que él no sobreviviría. Las cargas explosivas pueden transportar una gran masa letal, o bien productos químicos, gases que inmovilizarán áreas urbanas enteras. Por supuesto, incluimos este material con las plataformas de lanzamiento. Por todo eso pagué veinticinco millones de dólares norteamericanos. Páguenme lo que puedan, y si es menos, aceptaré con honor mi pérdida.

Mein Herr, por cierto usted es un hombre de gran honor.

De pronto se abrió la puerta principal, y un hombre vestido con un overol completamente blanco entró en la habitación. Miró alrededor, vio a von Schnabe y caminó hacia él; entregó al general un sobre de papel madera sellado.

—Aquí está —dijo el hombre en alemán.

Danke —replicó von Schnabe, abriendo el sobre y extrayendo del interior un bolsito de plástico—. Herr Lassiter, usted es un excelente Schauspieler —un buen personificador—, pero creo que se le perdió algo. Nuestro piloto acaba de traerlo. —El general volcó en su mano el contenido del bolso de plástico. Era el radiofaro que Harry Latham había introducido entre las piedras de un camino de montaña, varios miles de metros más arriba. La caza había concluido. Harry llevó rápidamente la mano al oído derecho—. ¡Deténganlo! —gritó von Schnabe y el piloto aferró el brazo de Latham, y se lo puso a la espalda con una llave—. No habrá cianuro para usted, Harry Latham, de Stockbridge, Massachussets, Estados Unidos. Le reservamos otros planes, planes de veras brillantes.