Epílogo

Todo lo que no es literatura no existe. Porque, ¿dónde está la realidad? […] No hay fronteras entre la imaginación y la experiencia.

FRANCISCO AYALA, entrevista en El País, 16-4-2007

Lo que aquí se narra tiene su origen en sucesos reales que la prensa de la época no recogió. Así me lo contaron algunas gentes que saben más que yo del asunto y que no se han atrevido, creo, a darme todos los datos. En una fecha imprecisa, entre finales de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta del pasado siglo, un joven cura polaco llegó a Madrid, en calidad de agitador político, procedente de Roma, en donde al parecer había residido durante varios años. Descubierto por la policía española, fue detenido y ejecutado.

Cuando tuve noticia casual de esa historia, decidí hacer un libro de investigación sobre el caso. Pero, como les sucedió a don Quijote y Sancho, fui a dar con la Iglesia, en este caso como institución y no como edificio, y lo mismo que ellos, casi de bruces. Quiero decir que nadie me abrió los archivos del obispado o del seminario para que continuase mis investigaciones. Ni la ayuda de varios amigos militares y policías lograron que pudiera ir mucho más allá. La democracia ha cambiado profundamente a la policía y al ejército españoles, que se han modernizado y abierto a la sociedad. Pero la Iglesia, tras los últimos papados, mantiene contra viento y marea su espíritu medieval y se muestra poco proclive a colaborar con la sociedad laica. Al menos esa ha sido mi experiencia.

Cuanto sé del caso es lo siguiente: unos años después de terminada la Segunda Guerra Mundial, dos jóvenes sacerdotes polacos llegaron a Madrid y Barcelona, respectivamente, desde Italia con el visto bueno de la jerarquía católica. Pero en forma clandestina y con la complicidad de las organizaciones de base cristianas, principalmente de las HOAC (Hermandades Obreras de Acción Católica), se implicaron en actividades consideradas en la época de signo subversivo. Estos movimientos comenzaban a promover la formación de asociaciones de clase y reclamaban, entre otros, el derecho a la huelga, uno de los tabúes del régimen de Franco. Las organizaciones cristianas trataban sustancialmente de no dejar en manos de los partidos históricos de la izquierda, en especial del PCE, la resurrección de las organizaciones obreras antifascistas.

Los dos sacerdotes pertenecían con toda probabilidad al Movimiento Pax, fundado por un polaco católico, Boleslaw Piasecki, un movimiento que proponía el acercamiento entre comunistas y católicos y que, casi con seguridad, era una organización creada por los dirigentes estalinistas polacos para penetrar en el seno de la Iglesia, no sólo en su país, sino en otros lugares de Europa de fuerte raigambre católica. Pax fue definitivamente condenado por el Vaticano entrados ya los años sesenta del pasado siglo, cuando el movimiento había logrado cierto arraigo en Italia y Francia.

En enero de 2007, salieron a la luz numerosos casos de colaboración del catolicismo polaco con los comunistas que gobernaron el país tras la Segunda Guerra Mundial, antes de la revolución de signo cristiano dirigida por el sindicato Solidaridad de Lech Walesa y alentada por el papa Juan Pablo II. El escándalo alcanzó tal altura que incluso provocó la dimisión de Stanislaw Wielgus, que acababa de ser nombrado arzobispo de Varsovia, y que fue acusado, con pruebas documentadas, de haber sido colaborador de los comunistas en tareas de espionaje. Las investigaciones de las nuevas autoridades polacas han llegado a la conclusión de que un tercio del clero del país colaboró con los comunistas durante las casi cinco décadas en las que gobernaron. Al parecer, estos eclesiásticos debían firmar en un documento de compromiso con el Régimen prosoviético. Y solamente así, como fue el caso del arzobispo Wielgus, podían salir al extranjero. No es descabellado pensar que los dos jóvenes sacerdotes polacos llegados a España tuvieran que hacer lo mismo.

El destino de los dos jóvenes, por lo que yo sé, recorrió distintos caminos. El de Barcelona fue descubierto por unas monjas a cuyo convento acudía a decir misa, quienes notaron algo raro en la forma de oficiar del sacerdote. Al parecer, denunciaron el hecho a un jesuita llamado Luis Artigues, fundador de la parroquia barcelonesa de San Pedro Claver. No sé muy bien si Artigues colaboró con el joven polaco o alertó a la policía política. El hecho es que la Brigada de Servicios Especiales de la ciudad comenzó a vigilarlo. Ignoro de modo cierto su suerte, aunque me han dicho que, quizá alertado por el propio Artigues o por otro sacerdote llamado Ginés Arimón, logró encontrar refugio con los monjes de la abadía de Montserrat y, desde allí, escapar a Francia por uno de los pasos de montaña que utilizaban tanto los huidos del país como aquellos que pretendían infiltrarse en España ilegalmente durante los primeros años del franquismo. Los padres Artigues y Arimón murieron hace tiempo, el primero en un accidente de coche. Otro jesuita que conoció de cerca aquellos sucesos, el padre López, todavía vivo y residente en Barcelona, negó terminantemente saber algo sobre el caso cuando le llamé por teléfono hace unos meses. Oyéndole hablar, tuve la impresión de que sabía mucho del asunto.

Ya he dicho cuál fue la suerte del sacerdote que vino a Madrid, acogido en el Seminario Conciliar como estudiante en la sección de teología. Por lo que me han contado, se hacía llamar Stanislaw o quizá Janustz. Pero su nombre, cualquiera que fuera, al parecer ha sido borrado de las listas de antiguos seminaristas que conserva el centro, lo mismo que fueron borrados otros, algunos por cuestiones de homosexualidad.

Según la versión de algunas de las personas que me han hablado del tema, fue detenido y casi de inmediato juzgado por un tribunal militar, en el mismo antiguo edificio judicial de la calle del Reloj en donde se condenó a muerte a Julián Grimau en 1963. Acusado de alta traición, al sacerdote pudieron fusilarlo en el campo de tiro de un cuartel de Carabanchel. Otra versión señala, sin embargo, que tras la denuncia, y sin más trámites que obtener el visto bueno oral por parte del obispado madrileño, cuyo titular era el prelado Leopoldo Eijo Garay, la policía procedió a una «saca» en el mismo seminario y se lo llevó para ejecutarlo en las tapias del cementerio de Fuencarral. Allí fue enterrado, rociado con cal viva, en una tumba sin nombre cuya localización, como tantas otras excavadas en todo nuestro país durante aquellos años vesánicos de ruido y furia, nadie conoce.

El hecho de que los comunistas hubieran podido infiltrarse en la Iglesia española, en aquellos tiempos de cerrado nacionalcatolicismo, ridiculizó y disgustó de tal manera al obispo de Madrid, Eijo Garay (llamado el «obispo azul»), Patriarca de las Indias Occidentales y amigo personal de Franco, que unos años después, en 1956, al producirse el levantamiento de Hungría contra el Estado comunista, él mismo decidió de forma terminante no dar refugio en España a ningún sacerdote húngaro huido de la represión que siguió al alzamiento.

Más allá de estos datos, la mayoría de ellos no muy firmes, nada más pude averiguar. Pero fascinado como estaba con el caso e imposibilitado para hacer un libro de investigación, decidí escribir una novela. Y me puse a la tarea de narrar una historia sobre una base de hechos acontecidos en la posguerra española y usando las informaciones de algunos amigos que trataron de cerca a los «personajes históricos» que aparecen en mi libro. Quise, en definitiva, hacer una novela que intentara aproximarse a la verdad de lo que sucedió echando mano de la imaginación. «¿Cómo se hace para contar una realidad?», le preguntaron en cierta ocasión al director de cine Federico Fellini. Él respondió sencillamente: «Fantaseando».

Lo que más me llamaba la atención de la peripecia del joven sacerdote polaco no era el argumento de una historia teñida de fuerte contenido político y de elementos de una trama de espionaje. Me conmovía, sobre todo, imaginar la incertidumbre y el miedo de aquel muchacho introducido, quizá a su pesar, en los territorios oscuros en un país extraño. Le veía como víctima de un tiempo muy duro y difícil para la vida humana, como un ser trágico atrapado por el destino.

En ese sentido, cuando abandoné la investigación histórica, la realidad de lo sucedido pasó en mi narración a segundo plano, mientras que saltó al primero el uso de la imaginación, esto es: el orden verosímil que había que dar a la historia real para que cobrara sentido, para buscar el retrato de un alma y no el de los hechos en sí mismos.

Así es que no me importó alterar, en algunos momentos específicos de la novela, los hechos históricos, con tal de darle a mi relato una mayor enjundia y coherencia. Un buen ejemplo de lo que digo se encuentra en el capítulo 2 del libro. En él se narra la ceremonia de celebración de la Victoria de la Guerra Civil, en mayo de 1939, ceremonia en la que Franco entregó a la Iglesia católica su espada de general, símbolo de su triunfo en la contienda. Se trata de un acontecimiento histórico que está extensamente documentado en libros, noticiarios de cine y periódicos de la época. Pues bien, yo le he dado al obispo Eijo Garay un protagonismo que no tuvo, aunque estuvo presente en el acto y dirigió el canto del tedeum, en demérito del papel principal que representó el primado Gomá. Para mi novela, me acomodaba mejor hacerlo así.

Cabe preguntarse: ¿es lícito utilizar en la ficción a personajes que existieron? Por estas páginas, como habrá visto el lector, han desfilado el generalísimo Francisco Franco, los obispos Morcillo y Eijo Garay, los primados Gomá y Pla y Deniel, el nuncio italiano Antoniutti, el presidente de las Cortes del franquismo Esteban Bilbao, el ministro de Gobernación de la época Blas Pérez, el dirigente comunista polaco Jakub Berman, Federico Sánchez (nombre de guerra de Jorge Semprún), el psiquiatra militar Antonio Vallejo-Nájera, y algún otro personaje menor. ¿Han sido retratados tal como fueron? Ni mucho menos. No sólo los he dibujado, a menudo, distorsionando su perfil, sino que alguna vez he llevado la distorsión hasta lo esperpéntico. Más aún: he alterado fechas reales que no se acomodaban a mi historia y he cambiado de sitio los protagonistas de algunas secuencias de la narración. Incluso en un par de ocasiones he creado personajes imaginarios a partir de otros que existieron realmente. Así ha sido el caso de Jaume Rebollosa y Tomás Castellón, inspirados en las figuras de Guillem Rovirosa y Tomás Malagón, fundadores y primeros dirigentes de las HOAC. Quise llamarles en la ficción de otra manera simplemente porque quizá he ridiculizado un poco sus figuras y creo que no era justo hacerlo con personas que intentaron, con mayor o menor fortuna, ayudar en lo posible a sus semejantes. A otros cuantos de los que también hago burla, no les he cambiado el nombre, ya que creo que han hecho un daño histórico muchas veces irreparable. Que cada cual juzgue según sus gustos.

Toda esa distorsión y manipulación de la realidad la llevé a cabo por mi convicción de que el arte tiene el derecho de corregir a la Naturaleza; y que lo hace con la legítima intención de hacerse a su vez naturaleza. Para eso sirve esencialmente la imaginación.

¿Qué cabe decir, además, de hombres y mujeres que han muerto hace años? Muy poco podríamos explicar sobre su alma, y probablemente ni siquiera ellos lograron hacerlo a lo largo de su existencia, como nos sucede a la mayoría de los humanos. Al decir esto, me asalta por ejemplo la figura del obispo Eijo Garay, uno de los más importantes personajes de esta historia: ¿era realmente como me han contado quienes le conocieron de cerca?, ¿es verdadero el retrato que hacen los pocos libros de historia que lo mencionan? Al entrar en mis páginas, el viejo obispo me susurró al oído que se parecía un poco al ambicioso cardenal Wolsey y al burlón y vividor Falstaff, dos personajes de William Shakespeare. Y no tuve otro remedio que hacerle caso.

¿Qué somos los humanos, qué nos duele, qué nos conmueve, qué nos atemoriza, qué nos entristece, qué nos alegra, qué nos obsesiona? Son cuestiones cuyas respuestas serán siempre insuficientes y a las que es posible que sólo pueda acercarse la literatura, cargada con una buena dosis de audacia y arriesgando un buen batacazo.

Desde otro punto de vista, el lector que haya concluido las páginas de esta novela puede preguntarse por qué condeno en ella a morir al sacerdote que fue enviado a Barcelona y salvo la vida al destinado a Madrid. Hay una respuesta sencilla y que todo escritor comprende muy bien. Cuando comienzas una obra de ficción, creas un universo de personajes que van a interpretar los papeles que tú has ideado para ellos. Pero eso nunca funciona de forma automática. Un personaje literario jamás es un robot, sino un ser vivo que crece dentro del alma del escritor, al que luego le arrebata los poderes para trazar su destino. Quiero decir que hay personajes que deciden ser lo contrario de lo que tú, en tanto que narrador, planteabas que iban a ser; y te dicen irritados que no eres quién para impedir lo que su voluntad determina. ¿Cómo podía yo, por ejemplo, dar la espalda e ignorar el cariño que Fijo Garay y Stefan Berman se tomaron mutuamente nada más conocerse? Más aún: ¿quién puede saber las razones por las que surge la amistad entre dos hombres?

Algo parecido sucedió con Stefan y Pilar, protagonistas principales de esta historia. Ellos decidieron vivir, a mi pesar, puesto que, al comenzar la novela, yo pensaba llevar a Stefan ante un pelotón de fusilamiento. Sin embargo, Stefan no quería morir y la muchacha puso cuanto tenía a mano y cuanto ella era para salvar al hombre que amaba. En definitiva, ambos se ganaron el derecho a una existencia feliz y yo no tenía derecho a oponerme a su voluntad. El rumbo que hayan seguido sus vidas es cosa de ellos. Espero que tengan hijos y nietos y que disfruten su vejez, como deseaban cuando eran jóvenes, en las soleadas playas de algún lugar de Sicilia.

Varias personas me han ayudado en algunas fases de la preparación y elaboración de este libro, como los periodistas Belén Gordo y Fernando Palmero; Pino Trejo, de la oficina de prensa de las HOAC; Rafael Rodríguez Marín, entonces funcionario de la Academia de la Lengua, que me facilitó el texto del discurso de ingreso en la Real Academia de Eijo Garay, del año 1927. Joanna Barezinska, compañera del escritor y amigo mío David Torres, me aportó los datos sobre las costumbres polacas que aparecen en el libro. Mi hermano Jorge me echó una mano con la lectura del primer borrador para alertarme sobre posibles errores históricos. Eusebio García, antiguo seminarista y durante unos años fámulo de Eijo Garay, ha sido la persona que más datos me ha aportado sobre la historia real. Le estoy especialmente agradecido. Mi viejo amigo Pere Vilanova me acompañó en Cataluña a conocer los pasos que usaban en la posguerra las gentes que huían del franquismo para alcanzar la libertad en Francia.

Desde luego que he debido manejar numerosa bibliografía. El primero de todos los libros, el Misal Diario latino-español y Devocionario, publicado en 1952 por el padre Luis Ribera, en la Editorial Regina S. A. de Barcelona, ha sido fundamental para escribir sobre la liturgia de la Iglesia y los cantos dé la época. Agotado y fuera de catálogo, tuve la suerte de que me lo prestara mi cuñado Fernando. Además, utilicé, para indagar en las ideas sociales y políticas más recientes del catolicismo, el tomo de la Biblioteca de Autores Cristianos que recoge las once últimas encíclicas papales. También, textos religiosos de González-Carvajal, Enrique Colom, Casiano Floristán y del propio obispo Eijo Garay. Y en el orden laico, referencias específicas a la historia de España y al nacionalcatolicismo de Stanley G. Payne, J. Chao Rego, Álvarez Bolado, Manuel Fernández Areal, Juan Ramón Montero, S. Petschen, J. F. Nodinot y Julián Casanova, así como los libros de Cornwell y de Firedlander que tratan del papa Pío XII y su relación con el nazismo. También, la tesis doctoral de Basilisa López García sobre los obreros cristianos europeos; pensamientos de Carlos Marx y de Jacques Maritain; documentos sobre el affaire Pax; ensayos diversos sobre la posguerra española de Ángela Cenarro, Enrique González Duro, Pedro Montoliú, Montse Amengou, Ricardo Belis, Isaías Lafuente y el ensayo sobre las víctimas de la Guerra Civil que, para el sello Temas de Hoy, coordinó Santos Juliá. Y en fin, numerosos libros de fotografías de la época, películas españolas e italianas de los años cincuenta del pasado siglo y la colección de imágenes del nodo que publicó el periódico El Mundo, en colaboración con Planeta y TVE, entre los años 2006 y 2007. Para documentarme sobre las dos rebeliones de Varsovia, la del gueto judío y, poco después, la de todos los ciudadanos polacos contra la ocupación alemana, me apoyé en dos excelentes libros: los de Michsat Grynberg y Norman Davies. En fin, muchas de las frases que utiliza el fámulo de Eijo Garay, Paquito, para imitar a Escrivá de Balaguer, son textos del libro Camino.

También he vuelto a recorrer las calles de Madrid que aparecen en el relato, aunque conozco bien mi ciudad. Y he viajado a Roma para contrastar mi memoria con los lugares en los que el libro sitúa alguna de sus incidencias. En la piazza de Campo dei Fiori, una de las que más me gustan de la capital italiana, se levanta la estatua de Giordano Bruno. El texto de su pedestal que reproduzco en la novela está escrito en italiano clásico y reza: A BRUNO, IL SECOLO DA LUI DIVINATO QUI DOVE IL ROGO ARSE. Podría traducirse libremente de esta manera: «A Bruno, en nombre del siglo que él anticipó, aquí en el lugar en donde el fuego lo quemó». Alzado el monumento en el XVIII, la inscripción se refiere al agradecimiento que le ofrecía aquel siglo por su tenacidad para defender la inteligencia y la ciencia en tiempos de intransigencia religiosa, esto es: más de dos centurias antes del Siglo de las Luces. La traducción y la explicación del texto se la debo a mi amiga parmesana Alda Tacca.

Todo este trabajo documental y visual no tenía otra intención que alojar en mi cabeza y en mis sentidos un escenario para la historia que cuento. No lo he descrito en forma detallada. Pero creo que está ahí. Cuando un escritor «ve» en su imaginación el paisaje que rodea su narración, se produce a menudo el milagro de que el lector logre, a su vez, «verlo». Si es al contrario, esto es: si el escritor no tiene una idea clara en su cabeza y en sus sentidos de la atmósfera y el cuadro en donde discurre su relato, por mucho que se empeñe en llenar de detalles y precisiones la narración, el lector no alcanzará a dibujarlo en su mente. Sin duda, uno puede ayudar a que se produzca esa suerte de misterio a base de trabajo de documentación y de paseos mirando el mundo alrededor y tomando notas. Yo he tratado en este libro de hacerlo posible. Siempre he pensado que, para escribir ficción, hay que echar antes una ojeada detallada al paisaje de lo real y jugar en ese mismo territorio con la imaginación.

A la postre, estoy convencido de la sutil razón que asistía a Fernando Pessoa cuando dijo que «la literatura no es más que un esfuerzo por hacer real la vida».

El consejo del autor al lector es que este apartado sólo sea leído tras haber concluido la novela en su totalidad, salvo que quiera ver el final destripado antes de tiempo.