Capítulo 15

Chunda ta chunda, chunda ta chunda.
Chunda ta chunda, chunda tachón.

La banda acomete las notas de la «Marcha de Infantes» mientras el Caudillo sube los escalones de la tribuna para presidir, en el paseo de la Castellana, el decimosexto desfile de la Victoria, en la mañana del 1 de abril de 1955. Es un día soleado y algo fresco. Franco sonríe jovial y eleva una y otra vez el brazo, a veces dirigiéndolo hacia las autoridades que, en pie, le saludan al modo falangista, y en ocasiones a la multitud que, atacada al parecer por una colectiva vesania, jalea a coro su nombre.

En la tribuna, Eijo Garay, en posición de firmes y también con el brazo alzado, tararea mentalmente, siguiendo el ritmo de la música, una broma que le ha enseñado su fámulo Paquito:

Ya viene el pájaro, ya viene el pájaro,
Ya viene el pájaro, pronto se irá.

Se va a ir, sí, muy pronto, ironiza para sí el Patriarca. ¡No le conocen! A ese no le quitan del sillón ni a empellones, ni colgándole de una grúa. España tiene pájaro para rato.

Y con él viene la pajarraca, se dice el Patriarca al ver a su lado a doña Carmen, la esposa del Caudillo, con mantilla, peineta, collarones de perlas y luminosa sonrisa sobre dientes que son como baldosas de mármol relumbroso. Eijo piensa que es una boca hecha para triturar muslos de cordero, no para sonreír.

El Generalísimo ocupa su puesto en el centro de la plataforma y suenan los acordes del «Himno nacional». La marea de brazos extendidos, como un brioso río de montaña, desciende desde Castellana arriba y sigue Castellana abajo.

Chunda chunda, taratarata chunda.
Chunda chunda y pum,
tachunda tatachún.
Chunda ta chunda ta chunda ta chunda.
Tata chunda chunda tata chunda y pum.
¡Chimpón!

Están todos los ministros y los obispos y los arzobispos y los cardenales y el nuncio y embajadores de relieve y unos cuantos moros venidos de las posesiones africanas con sus impolutas chilabas de color claro y falangistas de azul mahón y generales y almirantes vestidos de marrón, blanco y azul, según el arma de cada cual. Hay en esa zona más medallas que guerras se han librado en toda la historia de España. Y eso que, según calcula Eijo, la española es tierra en la que se han librado más de mil conflictos bélicos de Viriato para acá.

A la derecha y a la izquierda de la tribuna principal, otras gradas acogen a las personalidades de menor rango. En una de ellas, el general de brigada Martín-Marcos luce sus más de veinte condecoraciones: al valor, al honor, a la lealtad, al servicio en combate…, él, que no ha visto más batallas que las del cine. A su lado, doña Pilar Cifuentes viste la oportuna mantilla. Julianín les acompaña. La hija no ha venido, se encontraba indispuesta.

Cuando concluye el himno, el niño se vuelve hacia su padre.

—¿,Y cuándo sale la Legión, papá? —pregunta.

—Al final, hijo, al final.

—Vaya rollo…, sólo me gusta la Legión. Por la cabra.

Pilar entró en el despacho de Casado pasadas las diez de la mañana, poco después del comienzo del desfile. El comisario le tendió la mano, pero ella le miró con frialdad sin brindarle la suya.

—Bueno —sonrió Casado—, vamos a escucharle.

Descolgó el teléfono y pidió a la telefonista una llamada a un número de Port Bou.

Transcurrieron unos minutos antes de que se estableciera la conexión.

—¿Qué tal, Jorge? —dijo al fin Casado—. ¿Estáis ya en la frontera? Pásame al curita, anda.

El comisario tapó con la mano el micrófono y se dirigió a Pilar.

—Están al lado de Francia.

Retiró la mano y esperó unos segundos.

—¿Sí? Hola, curita, ¿qué tal te han tratado mis amigos estas dos semanas?… Bien, bien, sólo quería escuchar tu voz y despedirme de ti. Y te voy a pedir un favor que no puedes negarme: reza en voz alta un padrenuestro por mí… Sí, eso digo, un padrenuestro. Empieza, te escucho.

Casado despegó de su oído el teléfono y lo ofreció a Pilar. La muchacha aplicó el oído al auricular y oyó la voz de Stefan:

—… santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino así en la Tierra como en el Cielo…

Devolvió el aparato al comisario y al mismo tiempo asintió con la cabeza.

—Muchas gracias, curita —siguió Casado—, tu oración servirá para salvar mi alma pecadora. Pásame a mi amigo.

Sonrió a Pilar mientras aguardaba.

—Sí, Jorge, estupendo. Como convinimos ayer, espera dos horas —miró su reloj—. Hasta las doce, vale. Si en ese tiempo no te he llamado para dar la contraorden, cruza al chico al otro lado. Y bueno, que te estoy muy agradecido. No puedes imaginar el favorzazo que me haces. —Guiñó un ojo a la muchacha—. A ver si me acerco un día por allí y nos comemos unas buenas monchetas con longaniza. Un gran abrazo, camarada.

Colgó:

—No hay mejor día para pasar clandestinamente la frontera que el de la celebración de la Victoria. Por eso hemos esperado, niña, para asegurarnos de que haya menos riesgos… En fin, yo he cumplido mi parte del acuerdo. ¿Nos vamos?

—¿Adónde?

—A un hotel que conozco. Cerca de Dólar, la cafetería en donde te vi la primera vez con el curita.

—¿Es allí dónde va con mi madre?

—Lo has adivinado. Me gusta presumir con el recepcionista. —Es usted un cerdo.

—Luego verás hasta qué punto…

Casado miró de nuevo su reloj antes de añadir:

—Tenemos casi un par de horas por delante. Tiempo de sobra para que te desnudes despacio, niña.

Madrid era una ciudad vacía en esa hora.

Stefan volvió la mirada hacia el comisario Lloret cuando este se dirigió a él. Habían viajado durante toda la mañana en un coche por carreteras estrechas desde Barcelona, un automóvil negro que conducía un hombre que no hablaba. El comisario no parecía demasiado interesado en conversar con él y dormitaba de cuando en cuando. Se detuvieron durante un rato en un pueblo grande y Stefan vio un cartel en donde pudo leer el nombre de Garriguella. Era un día de luminoso sol y la tierra parecía rezumar sabia. Olía a vida, pensó Stefan.

Lloret descendió del vehículo y entró en un bar. Salió a los pocos minutos. Sonreía. Ordenó al chófer que arrancase y volvió el rostro hacia el joven sacerdote. Dijo:

—Vas a tener suerte, chico. Toma.

Le tendió un pasaporte:

—Espero que te guste tu nuevo nombre.

Hundió la mano en el bolsillo.

—Aquí tienes unos pocos francos. Te harán falta los primeros días. Luego, tu vida depende de ti mismo: de momento la has salvado, lo que no es poco en estos tiempos.

El asfalto se acabó media hora después. Trotaban sobre una pista de tierra alisada que dejaba a sus espaldas nubes de polvo blanco. La vegetación se iba haciendo más escasa. Stefan distinguió arbustos con flores moradas y amarillas. Ocasionales vacas y terne ros pastaban en las dehesas sin hombres.

Ascendieron una cuesta. Cruzaron junto a una pequeña capilla abandonada y, en el siguiente recodo, Stefan distinguió las ruinas de un enorme monasterio de piedra oscura. Reconoció trazas románicas. El automóvil se detuvo al lado.

Un hombre apareció detrás del solitario edificio. Era recio, delgado, de tez oscura y pelo muy negro y crespo. Podría tener cincuenta años, quién sabe si más. Lloret descendió del vehículo y se acercó hasta él. Hablaron unos minutos. Al poco, el comisario regresó al coche e hizo un gesto a Stefan:

—Anda, chico, baja.

El joven descendió y miró hacia la altura: un montañón de formas irregulares y chatas trepaba bajo el cielo azul. El color de la tierra era verde y, arriba, las piedras lucían grises. Un fogoso color amarillo brillaba en los pequeños ramos de flores de las matas de genista. Lloret le llevó junto al hombre.

—Al otro lado —el policía señaló hacia lo alto— está Francia. Pep es un experto «pasador» —añadió señalando al otro—. Hoy no han venido de ronda los guardias civiles, de modo que tienes vía libre. Te queda algo más de una hora para llegar a Francia.

Y se dio la vuelta.

Pep le hizo un gesto con la mano y echó a andar a paso vivo. Stefan le siguió. Descendieron hasta una vaguada y luego emprendieron la ascensión por un estrecho sendero. Les rodeaba un empalagoso olor a retama y a hierba.

Alrededor de una hora y media más tarde, alcanzaban la chepa de la loma. Stefan jadeaba. Distinguió el Mediterráneo en la lejanía y, al arrimo del agua, las casas blancas de un poblado. Pensó que la distancia podría ser de una decena de kilómetros.

Pep señaló hacia el pueblo. Dijo lacónico:

—Banyuls…

Luego volvió el dedo hacia el suelo y trazó una raya imaginaria delante de sus pies.

—Francia, agregó.

—¿Cómo llego a Banyuls?

—Sigue la senda que baja a través de ese bosque.

—¿Y luego?

—Hay una estación y el tren lleva a Perpiñán.

Stefan se giró sobre sí mismo. Miró hacia el territorio español. Abajo de la montaña, contempló el perfil soberbio del monasterio. Pensó que era la mejor imagen posible de una fe a la que había amado desde niño y que ahora se mostraba tan sólo como un escenario en ruinas mientras, allí adelante, el mar prometía una vida nueva.

—¿Cómo se llama ese lugar? —preguntó al «pasador», apuntando la mano hacia el monasterio.

—Sant Quirze en mi lengua…, San Quirico en castellano. Se acordaba de Pilar y de su bonito rostro. Y supo que nunca regresaría a España.

—Adiós —dijo a Pep sin tenderle la mano.

Y echó a andar sendero abajo.

… Arriba escuadras a vencer,
que en España empieza a amanecer.

Un platillazo acompañado de berreo de tambores cerró el «Cara al Sol» que ponía fin al desfile de los Ejércitos que por Cielo, Tierra y Mar se esperan. Habían cantado el himno falangista, a voz en grito, las autoridades y los miles y miles de vecinos madrileños que celebraban el día de la Victoria, muchos de ellos con camisas nuevas bordadas en rojo el día antes por una desconocida. Y mientras la muchedumbre esperaba la muerte si le llegaba, y generales y obispos formaban junto a sus compañeros pensando en los luceros, impasible el ademán y presentes en igual afán por irse al puesto que tenían en vaya usted a saber dónde, los gritos coreando el nombre de Franco inundaron el paseo de la Castellana, se alzaron hasta los balcones y tribunas, y treparon por las acacias en donde volvía a reír la primavera.

Eijo contempló al pájaro y a la pajarraca mientras descendían hacia el Rolls Royce negro descapotable, rodeados por los guardias moros montados a caballo y lanza en ristre. Pensaba en Stefan, como lo hacía a menudo todos los días. Y sentía de nuevo el pequeño aguijón hincado en su pecho, ese alfilerazo que ya nunca más se separaría de su ánimo y que, muchas noches, le convocaba al llanto.

«¿Por qué hice matar a quien me amaba? —se preguntó de súbito—, ¿por qué amé a quien merecía morir? Y, sobre todo, mi Señor Jesucristo, ¿por qué no dejaste previsto algún consuelo para los dilemas que hoy atribulan mi anciano corazón?».

Era la primera vez que se hacía esas preguntas. Pero ya no le abandonarían hasta el día de su muerte, acontecida unos años después.

Aquel mismo 1 de abril, Nodales había bebido más de la cuenta durante la partida de dominó. Necesitaba el alcohol para reforzar su decisión.

Salió pasadas las diez de la noche de la Casa de Vinos. Pero, en lugar de recogerse, llamó a un taxi y le ordenó que le llevara a la plaza de Quevedo. Desde allí, caminó hasta una de las esquinas de la calle de Arapiles con Magallanes. Refugiado en un portal, comprobó su arma y ajustó el silenciador. Y se dispuso a esperar.

Melchor Casado caminaba hacia su casa, después de haber aparcado el coche en la plaza del Conde de Valle Suchil, en un estado próximo a la euforia. Había tomado varias copas de coñac en un bar cercano y regresaba orgulloso de sí mismo, de su capacidad de cálculo, de la inteligencia con que había preparado y ejecutado sus planes. La niña había estado fría en la cama, es cierto, o más bien congelada, y al comisario le hubiera gustado que se excitase y gozara con él. Pero ahora, ¿qué más daba? En cualquier caso, tenía un cuerpo espléndido.

Había jugado con todos a su antojo: con el ministro, sus superiores, sus compañeros, sus subordinados, la niña, el curita, el todopoderoso Patriarca… Merecía mucho más que una medalla.

Rio al tiempo que daba un traspié.

Eran las doce de la noche pasadas cuando Nodales le vio venir. No había nadie más en la calle. ¿De qué se reía el muy canalla?

Casado cruzó ante el portal y siguió por Magallanes. Nodales salió tras su jefe, aproximó la pistola a la nuca del comisario y apretó el gatillo. El comisario se derrumbó con pesadez sobre la acera, muerto al instante, sin tiempo siquiera de articular un quejido.

Nodales se inclinó sobre el cuerpo y dijo en voz baja:

—Este otro va por ti, mamá: un tiro en el sitio en donde se merecen recibirlo los marranos.

Y le disparó de nuevo, a la altura de la entrepierna. Después, corrió en dirección contraria, hacia la plaza de Quevedo.

Una semana más tarde, al terminar de cenar, doña Pilar se dirigió a su hija:

—Ven un momento al salón conmigo, tengo que decirte algo. La muchacha se encogió de hombros y la siguió.

—Quiero que sepas que no veré nunca más a ese policía. Al oír nombrar al comisario, Pilar sintió náuseas.

—Había decidido cortar con él —añadió la madre—. Pero en todo caso, lo han matado.

Pilar respiró hondo antes de responder:

—¿Quién? ¿Un ángel?

—No se sabe… Fue en la calle, hace unos días, tal vez una venganza, historias del pasado. Creo que era un hombre turbio. —Peor que eso…

—Quiero pedirte que dejes de ver al padre Esteban. Y todo lo pasado quedará entre nosotras.

—También está muerto. Lo ha matado tu policía.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé… Y estoy deshecha. —Se dio la vuelta—. Hasta mañana, mamá.

—Hija… Yo…

De espaldas a su madre, Pilar sonrió levemente.

Una tarde de finales de mayo, al terminar las clases, Pilar vio cerca del colegio a un joven sacerdote que llevaba un ejemplar del periódico ABC en la mano. Casi corrió a su encuentro.

—Soy Pilar —le dijo.

—Ángel Páramo, amigo del padre Esteban… Toma.

Y le entregó un sobre.

Después, el seminarista musitó un adiós y se alejó con prisas.

Pilar cruzó la calle y buscó un banco bajo la sombra de un árbol. Abrió el sobre con manos temblorosas. Leyó la nota. Sonrió feliz mirando hacia lo alto, buscando en la memoria el dibujo del rostro de Stefan. Luego, volvió los ojos al papel y leyó dos veces más la frase escrita por Páramo: «A partir del mes de junio, Esteban estará todos los sábados y domingos, entre las doce del mediodía y las dos de la tarde, en la plaza del Campo dei Fiori, en Roma, al pie de la estatua de un monje llamado Bruno».

Lo vio apoyado en el pedestal, aquel domingo de cielo fulgurante de primeros de julio, bajo la estatua y los relieves de bronce que adornaban la base cúbica del monumento alzado en homenaje a Giordano Bruno. La plaza era un hervidero de tenderetes con flores y olía a gardenias y rosas, a hierba joven y agua fresca.

Él no la había visto aún. Pilar se abría paso entre la gente que pululaba alrededor de los puestos de flores. Los oídos le zumbaban y los gritos de los vendedores se difuminaban en el aire, le latían las sienes y el pecho, sus pies parecían caminar en el vacío, a lomos del aire.

Stefan volvió el rostro hacia Pilar cuando la muchacha se encontraba a unos pocos metros de distancia. Se incorporó y dio dos pasos hacia ella. Pilar corrió hacia él y se reunieron en un abrazo cálido y vigoroso. Se besaron después, se separaron para mirarse y volver al abrazo. Ella habló primero:

—Estás vivo, Esteban, vivo… No estaba segura hasta que recibí tu nota. Podía ser mentira, un engaño más…

—Fue un milagro que escapara… ¿Y por qué iba a engañarte Ángel Páramo? Es mi amigo.

La besó.

—Te quiero —dijo al separar los labios.

—Y yo a ti —respondió ella.

Y le besó de nuevo.

—Tengo un trabajo. Sigo llamándome Stefan, como querías, pero mi nuevo apellido es Felice. Y mis documentos han sido aceptados aquí como válidos. Me está ayudando un viejo amigo, Salvatore… Vivo una existencia nueva, como la que deseaba.

Compuso un gesto de leve tristeza:

—A otros antiguos amigos no he querido verlos… Paolo me traicionó. Pero son cosas que te contaré más adelante.

Volvió a sonreír a la muchacha.

—Imagina: me llamo Felice. Vamos a mi casa.

—¿Tienes casa?

—Una pequeña habitación con cocina y baño, en un cuarto piso sin ascensor. Pero es un hogar soleado, te gustará. ¿Te quedarás conmigo?

—Tenemos que pensar juntos la manera. Vamos.

Se tomaron del brazo y echaron a andar en dirección al Corso Vittorio Emanuele II. Una vendedora les llamó:

Signore, signorina…, una fiore —les tendía una perfumada clavellina de delicado color rosa—. Una fiore, una fiore per l’amore.

Pilar sonrió y la aceptó. Stefan tendió unas monedas a la vendedora.

Grazie tante, signore —respondió la mujer.

Se alejaron.

—Ahora me doy cuenta de que nunca vi flores en Madrid —dijo Stefan.

—No se viven allí días alegres.

—Me pregunto quién me salvó la vida.

—No pienses en el pasado, yo procuro olvidarlo.

—Quizá fue el Patriarca: me apreciaba de verdad.

—O el Diablo —añadió Pilar sonriendo con tristeza.

Stefan rio.

—Camina más deprisa —añadió la muchacha—. ¿Está lejos tu casa?

—A diez minutos. ¿Cómo has podido llegar hasta Roma…?

—Conseguí que mis padres me enviaran a París, para estudiar francés este verano, en un colegio de monjas de la misma congregación que el mío. Y me he escapado. Es fácil en Europa: sólo hay que tomar un tren.

Stefan se detuvo.

—¿Has hecho eso?

—Y haré cosas mejores. Voy a quedarme contigo. He traído todo el dinero que tenía ahorrado… Lo único que me hará falta es un nombre nuevo…, mi pasaporte sólo vale para tres meses. Me gustaría llamarme Sofía.

—Eso lo arreglará Salvatore…

—¿Sabes que aprobé el latín y pasé preuniversitario?

—No me lo explico, apenas te enseñé nada.

—Me empeñé en aprender por mi cuenta cuando te fuiste. Era una forma de recordarte.

La muchacha apretó el paso.

—¡Qué día más hermoso! ¿Son siempre iguales en Roma?

—Muchos lo son.

—¿Has encontrado ese lugar junto al mar?

—Pienso en una isla.

—¿Venecia?

—No, Sicilia.

Pilar se detuvo de nuevo y se llevó la flor a la nariz. La olió cerrando los ojos. Quería sentirse hondamente feliz, arrojar lejos de ella los recuerdos sucios y los fantasmas tenebrosos del pasado reciente. Pensó que necesitaba hacer el amor con Esteban, un amor limpio y pleno de dulzura.

Abrió los ojos de nuevo y miró hacia el cielo azul de la mañana romana.

—Siempre habrá clavellinas en nuestra casa. No sabía que podían oler con tanta intensidad —dijo.

—Tendremos un jardín lleno de ellas —añadió Stefan—, todas las que no veíamos en Madrid.

Madrid-París-valle del Lozoya, 2006-2007