Capítulo 14

La mañana del sábado Casado y Osma devolvieron las ropas de Stefan al piso.

—Asegúrate de dejarlas como estaban —ordenó el comisario.

—No creo que se dé cuenta si hay algún cambio. Había una prenda extraña, un brazalete blanco y rojo. Estaba escondido bajo una camisa. Quizá era una señal para asegurarse de que no habían registrado el armario. Lo he puesto en el mismo sitio.

—Lo que hace falta es que nadie le haya dado noticia de la operación del otro día.

—Ese es un riesgo mínimo. Ayer estaba todavía en el seminario. Yo le vi salir un rato a mediodía, vestido de cura…, bueno, ya lo sabe usted, le informé anoche. Y la prensa no ha dicho una palabra del asunto.

—Pero hoy…, ¿quién sabe si le han advertido?

Bajaron a comer a la Casa de Vinos y Nodales se les unió a eso de las cuatro de la tarde. A las cinco menos diez, Stefan entraba en la taberna. Pasado un cuarto de hora se le unió Pilar.

—Los tenemos —susurró Osma cerca del oído de Casado, que permanecía de espaldas a la puerta.

Se miraban a los ojos, sentados muy juntos uno al lado del otro, ante dos tazas humeantes de infusión de achicoria y sin atreverse a enlazar sus manos. La Casa de Vinos aparecía rebosante de clientela la tarde de aquel sábado y en varios veladores se jugaba como siempre al dominó. Los dos jóvenes conversaban en voz muy baja, ajenos al jaleo de los parroquianos, muchos de los cuales hablaban de un hombre muerto dos días antes por la policía frente a la taberna.

—Hoy será la última vez que te vea en muchos meses —dijo Stefan con tristeza.

—¿Qué harás?

—Cuando regrese de acompañarte a casa, dejaré de camino una nota en el palacio episcopal, excusándome por no ir mañana domingo a comer con el Patriarca. Y mañana temprano tomaré el tren que sale hacia Francia desde la estación del Norte. Tengo todo lo que necesito en el piso, o sea, apenas nada. Unos pocos recuerdos del pasado y unas mudas. Dormiré arriba.

—Te echarán de menos en el seminario cuando pasen unos días. En el Ejército, a lo que vas a hacer lo llaman deserción.

—Me gusta esa palabra. Cuando empiecen a echarme de menos, seré un desertor en Francia, un hombre libre. Si es que no he llegado ya a Italia.

—¿Y la frontera?

—Tengo pasaporte polaco y el salvoconducto que me acredita como sacerdote y estudiante católico en Italia y España. Los clérigos somos poco sospechosos en tu país. Cuando llegue a Roma, trataré de hacerme con una identidad falsa. Eso ha sido muy común en la posguerra italiana, hay muchos que han cambiado de nombre y se han construido un origen inventado, para ocultar sus pecados de la guerra. Yo creo que podré conseguirlo: conozco gente que está en deuda conmigo.

Pilar movió la cabeza hacia los lados.

—No sé nada sobre lo que te pasa, los peligros que corres, quién te busca, quién te amenaza…, ¿qué sucede? Deberías hablarme de ello, yo te quiero.

Stefan posó la mano sobre la de ella y la apretó levemente. Contestó como si no la hubiera escuchado:

—Me deben una reparación. ¿Te imaginas? Tendré otro nombre y me fabricaré una biografía a mi medida…, resulta casi emocionante. Ella retiró la mano. Le habló apenada:

—Al menos, sigue llamándote Esteban. ¿Volverás a Varsovia?

—No. Cuando te reúnas conmigo en Italia, buscaremos una ciudad pequeña en donde vivir.

—Me gusta el mar.

—Tal vez una isla… Conseguiré trabajo como joyero. No será difícil: la gente siempre quiere joyas. Allí en Varsovia, incluso durante los meses de la ocupación, antes del asalto al gueto y el alzamiento, mi padre siguió tallando anillos, pulseras, pendientes, brazaletes, cadenas… La gente ama las joyas, los pobres y los ricos, incluso cuando está desesperada. Porque las joyas embellecen, nos hacen sentirnos dignos. Eso decía mi padre.

Stefan guardó un instante silencio. Al cabo de unos segundos, como si hablara para sí mismo, añadió:

—Es curioso ese hábito…, embellecer. He visto a las mujeres peinarse cuando eran detenidas por los alemanes para llevarlas a un campo de concentración o antes de fusilarlas. Absurdo.

—No podré ir a Roma hasta el verano, imagino… —señaló Pilar—. Y ya veré cómo me las arreglo entonces.

—Pasará rápido.

—Siento el vacío abriéndose delante de mí, como un pozo. —Recuerda que Ángel Páramo te buscará pronto y te dirá qué hacer. Piensa en ello, nos espera una vida libre.

—¿Subirnos? —propuso Pilar—. Me agobia esta taberna, las miradas de los hombres, el humo… Es lo único que no echaré de menos cuando te vayas. O quién sabe…, puede que incluso llegue a recordar con cariño esta pocilga.

En otra de las mesas, alejada de la que abandonaban los dos jóvenes, Nodales se inclinó hacia el comisario, que permanecía de espaldas a ellos y con el sombrero calado.

—Ya suben.

—Tú —Casado se dirigió al otro subcomisario, apuntándole con el dedo—. Sal tras ellos y asegúrate de que van al piso.

Osma regresó un par de minutos después.

—Arriba están.

—Esperemos quince minutos antes de subir.

Miró su reloj. Se dirigió a Osma:

—¿Seguro que colocaste bien las ropas?

—Más o menos como estaban. Y no ha sospechado, de otra manera no hubiesen subido. No debe de saber nada de lo ocurrido el otro día. Nodales sonrió:

—Los vamos a pillar en la cama… ¡Esa niña debe de tener unas tetas…!

—Me temo que no vas a verlas —replicó el comisario.

Acaba de retirar sus labios de los de Pilar, tras un largo beso, cuando escucha un sonido en la cerradura. Están intentando entrar. Stefan se levanta. «Quieta», susurra a la muchacha. Con rapidez, se calza los pantalones y salta ágil hacia la puerta. Intenta sujetarla cuando comienza a abrirse. Pero es mayor la fuerza que se opone a la suya y al fin cede. Tres hombres irrumpen en la habitación mientras él recula hacia la cama. Van armados de pistolas. Stefan esperaba que fuesen Matías y sus camaradas, pero no conoce a los que entran como animales locos. Oye gritar a uno de ellos: «¡Policía!». Y piensa que los fantasmas que imaginaba días atrás tienen ya rostro y que él va a morir sin remedio. Mira a Pilar. La muchacha sujeta el embozo de la sábana bajo la barbilla y tiembla, asustada.

Casado tira una bolsa a Stefan.

—¡Ponte eso!

El sacerdote la abre. Dentro, hay un mono azul, una muda y un jersey grueso. Trata de decir algo, pero la voz terminante del comisario calla sus palabras antes de que alcance a pronunciarlas:

—¡Qué te lo pongas! —repite Casado mientras dirige la pistola al rostro del sacerdote.

Se quita el pantalón y se enfunda las nuevas ropas. Mira a Pilar de nuevo. Distingue la humedad en las mejillas de la joven. Sólo le importa ella. Siente que mataría a esos tres hombres.

Casado abre el armario. Saca los hábitos sacerdotales y los echa en los brazos de Nodales.

—Luego te deshaces de esto. Ponedle los herrajes al cura. Osma guarda su pistola y esposa a Stefan. Casado empuja al sacerdote hacia la puerta.

—¿No te acuerdas de mí, curita? —El comisario se vuelve hacia Pilar—. Tú, sí, ¿verdad? En cierto modo —sigue dirigiéndose a la muchacha—, este curita y yo tenemos algo en común: él se folla a la niña y yo a la madre.

—¡Cállese, chulo! —grita Pilar.

Casado se gira de nuevo hacia Stefan:

—¿La chupa tan bien como su madre? Imagino que esas habilidades se transmiten por la sangre.

—Es usted un cerdo —dice Stefan.

—Un cerdo con pistola.

—¿No va a vestirse la chica? —pregunta Nodales.

—¡Cállate, idiota! —replica Casado—. Llevaos al cura. Luego me reuniré con vosotros. Y no quiero malos tratos, Nodales. El subcomisario mira a su jefe con gesto áspero.

—Lo de la alcoba de mi madre es una insidia, comisario. —Pues te comes la insidia y chitón, estúpido.

Stefan se dirige a Casado:

—¿Qué va a hacer con ella? —pregunta.

—Dejarla en su casa, curita. Aunque tal vez le dé antes un par de azotes en ese bonito culo que esconde.

—Quiero llevarme algo que guardo en el armario…, un brazalete.

Casado mira en el interior del mueble. Encuentra la prenda y la airea ante el rostro de Stefan.

—¿Qué es?

—Mi orgullo.

Casado sonríe. Sigue agitando el brazalete ante la cara del sacerdote. Al fin, lo introduce en el bolsillo del mono azul que viste el clérigo.

—A un hombre no se le puede negar el orgullo si ya no le queda otra cosa —dice.

Casado cerró la puerta, guardó la pistola en la funda de la sobaquera y se sentó a los pies de la cama. Pilar lloraba.

—¿Qué van a hacer con él? —preguntó entre sollozos.

—No es sólo cosa mía. ¿Sabías que tu curita es un agente comunista? Probablemente sea fusilado.

El llanto de Pilar se convirtió de pronto en profusos sollozos.

—Vaya, parece que le quieres. Creí que era un capricho de señorita puta.

Pilar no respondía; continuaba llorando.

—Vístete —ordenó Casado.

Ella negó con un movimiento de cabeza.

—No vamos a estar aquí hasta mañana. Hazme caso, voy a dejar que te vayas a tu casa.

—Dese la vuelta —musitó la muchacha.

—Me apetece compararte con tu madre.

Pilar movió la cabeza hacia los lados, con energía. Había cesado de llorar.

—¿Prefieres que te ponga yo la ropa? —preguntó Casado levantándose.

—Es usted un cerdo —afirmó la muchacha, súbitamente serena.

—¡Vístete o te visto yo!

Casado tiró de la sábana y Pilar encogió su cuerpo desnudo.

—Cierto, eres una hermosura —dijo Casado—, una réplica de tu madre, pero más joven. Y más durita, supongo.

Pilar salió de la cama, tomó sus ropas de la silla y se vistió con prisas, dando la espalda al comisario.

—Ha sido un estupendo espectáculo, aunque no le hayas puesto demasiado arte —dijo Casado—. Ahora, haz la cama y déjala perfecta. Y ordena las ropas del curita en el armario.

Pilar obedeció.

—Por cierto, ¿habíais terminado de follar o quedasteis a la mitad? —preguntó el comisario—. Te podía haber rematado yo con sumo gusto.

—Miserable.

Terminó de colocar las ropas de Stefan, y se puso el abrigo y se dirigió a la puerta.

—Espera, no corras tanto. Tengo algo que decirte.

Pilar permaneció en pie, mirándole, mientras él se arrimaba a la mesa, sacaba una libreta de su bolsillo, arrancaba una hoja y escribía en ella.

—Estos son mis teléfonos, el de la oficina y el particular. Si quieres algo de mí, me llamas al primero en horas de trabajo y al otro por la noche y los domingos… Son los mismos que utiliza tu madre.

—Si pudiera, le mataría.

—Eso ya lo sé. Pero no rompas el papel, cógelo. Supongo que querrás saber algo del curita en los próximos días. Y yo te lo diré con sumo gusto.

Temblorosa, Pilar tomó el papel y lo guardó en su bolso.

—Hace días que tu madre no me llama —añadió el comisario—. Pero si lo hace, cuenta con mi discreción: no voy a decirle nada de todo esto. Es un asunto entre tú y yo.

—Nunca he conocido a nadie peor que usted.

—Porque has vivido poco y entre algodones. ¿Te acompaño al tranvía?

—Voy sola, necesito aire limpio.

—Te conviene llamarme, no lo olvides.

Mientras camina hacia Tirso de Molina, Casado piensa en los viejos días, aquellos en los que disponía a su gusto de esposas y de hijas de presidiarios republicanos. Hace días que piensa en la muchacha. Esa chica es una belleza, tiene un cuerpo soberbio. Le apetece. Y planea cómo hacerse con ella.

Se detiene en un bar cercano a la Puerta del Sol. Pide una ficha al camarero, busca el teléfono y marca los números que sabe de memoria. Primero escucha la voz de Regina, un poco después oye las desmayadas palabras del Patriarca:

—Sí, Casado, te oigo.

—Tengo al pájaro en la jaula. Puedo llevárselo mañana, su excelencia reverendísima.

—Tráelo aquí a las ocho de la tarde.

Llora sin cesar. Y trata de ocultar el rostro tras el pañuelo. A pesar de ello, algunos transeúntes reparan en su llanto y la miran curiosos. Acelera el paso. No quiere tomar el tranvía o el autobús, ni tampoco un taxi. Necesita aire. ¿Qué van a hacerle? ¿Fusilarle? No quiere creerlo. ¿A quién recurrir? Podría rogarle a su madre para que hable con el comisario, o tratar de chantajearla, diciéndole que, si Esteban muere, su padre sabrá todo sobre su relación con el policía. ¿Serviría? No lo cree: ese canalla no va a ceder ante el ruego de una mujer.

¿Y pedir a su padre que intervenga en su favor?… Desecha la idea de inmediato: piensa que su padre animaría a los verdugos.

Está sola y teme que a él se lo hayan llevado para siempre, que quizá nunca más le verá. Y un inmenso desconsuelo crece en su alma. Siente, en ocasiones, que está a punto de perder el equilibrio.

¡Si existiera un Dios a quien rezar!

Pero no cree en Dios.

Y entonces se acuerda del Patriarca.

La habitación es fría, tenebrosa: apenas la iluminan las dos bombillas que hay en la consola y que flanquean el crucifijo de madera al que han clavado un Cristo de marfil. Sobre el tablero se extiende un rosario de cuentas doradas y, detrás de la cruz, enmarcado en plata, hay un gran retrato en blanco y negro que muestra el rostro severo de una mujer. Aparenta unos setenta años, sus cabellos blancos se recogen en un moño ceñido bajo una coronilla. El cuello cerrado de la blusa negra deja tan sólo al aire un pedazo de la piel de la garganta. Los ojos de la mujer, de un tono claro, miran con gravedad. Tiene los labios finos y las proporciones del rostro son regulares. Pero no es bella. Hay algo gélido en esa mujer. El aposento parece un mausoleo, no un dormitorio. Las paredes están cubiertas de fotografías enmarcadas de la mujer y en muchas de ellas aparece su hijo en edades distintas.

Stefan está tendido en la cama, con una de las esposas rodeando su muñeca izquierda y la otra abrazada al cabecero de bronce. Los policías le han ofrecido comida pero la ha rechazado. Le han dicho que, cuando quiera ir al baño, lo hará acompañado por los dos hombres y tendrá que salir con las manos en alto. Ha preguntado qué van a hacer con él. Uno ni le ha mirado, mientras que el otro ha respondido con un encogimiento de hombros y una sonrisa burlona. Un feo gato viejo ha entrado en dos ocasiones a fisgar alrededor del desconocido. La segunda vez, ha saltado al lecho, ronroneando, y se ha frotado la cabeza y el lomo contra su rodilla.

Desde la cama, el sacerdote ve a los dos en la salita contigua. Apenas se dirigen la palabra entre ellos. El del bigote se ha sentado junto a la mesa camilla y hace crucigramas. De cuando en cuando, se asoma a la habitación. Pero no mira a Stefan, sino que contempla las fotos de las paredes, a veces endereza una que le parece torcida y compone un gesto de fastidio. El otro ha encendido la radio, en tono muy bajo, y escucha un programa que le hace reír a menudo, ante la indiferencia del primero.

Desearía dormir. Pero no puede dejar de pensar en Pilar. Ahora no le preocupa tanto su suerte como la de la muchacha. Moriría por ella si fuese preciso, moriría para que no le sucediese nada malo.

Casado se apoyó contra la jamba de la puerta abierta y miró a Stefan. Sonreía.

—¿Todo está a tu gusto, curita? ¿Necesitas algo?

Stefan se incorporó y quedó sentado.

—¿Qué ha hecho con Pilar?

—Dejarla ir a su casa. Vamos a olvidar que te conoce… Un favor a su madre, tal vez.

—Júreme que está bien.

—Yo no juro ante nadie. Se vistió y se fue… Se puso la ropa delante de mí, de todas formas. Tienes buen gusto, curita, hay que reconocerlo.

—Malnacido.

—Sabes muchas palabras para ser polaco.

—Me gustaría saber muchas más para calificarle en toda su podrida dimensión.

Casado rio.

—Vas bien con nuestra lengua… Me han llamado muchas cosas en mi vida, pero nunca podrido.

—¿Qué vais a hacer conmigo?

—Matarte.

—¿Quién lo hará?

Casado se encogió de hombros.

—Probablemente yo —respondió—. No es difícil matar a sangre fría, imagino…

—Lo vi hacer en Polonia.

—Si lo practicas, matar llega a ser un hábito, como darle cuerda al reloj cuando se para.

El comisario se acercó, arrimó una silla hasta la cama y se sentó a horcajadas, con los brazos apoyados sobre el respaldo.

—Ahora vas a contarme algunas cosas que me interesan.

—¿Qué cree que va a decirle alguien que va a morir? Nada. La cara adusta de Nodales asomó en la puerta.

—No le tolero que interrogue al detenido en el cuarto de mi madre, comisario. Es una profanación.

—Regresa a tus crucigramas, memo. Aquí se hace lo que yo digo, no me toques más los huevos. Cierra la puerta.

—Tengo derecho a ver lo que sucede en el cuarto de mi madre.

—Ya te lo contará ella. ¡Cierra!

Volvió el rostro hacia Stefan cuando el otro obedeció.

—Es un lerdo, para lo único que vale es para interrogar prisioneros. Y hoy no toca tortura… En fin, dime, ¿cuántos hombres componían la célula?

—¿Qué célula?

—El grupo comunista que ocupaba el piso los lunes y los martes, lo sabemos todo. Hace seis días, detuvimos a dos y un tercero murió en la refriega. Estábamos esperando al sábado para cogerte.

—¿Cómo sabían que iba allí?

—Eres un incauto. Te hemos seguido varios días.

—¿Qué más sabe de mí?

—Que tu nombre de guerra es Estanislao, que te reúnes con obreros en la parroquia de La Colasa, el grupo que dirigen Rebollosa y el cura Castellón, que vienes de Italia enviado por un tal Paolo, que perteneces al Movimiento Pax y que te acuestas con la hija de un general de brigada de Artillería.

—Lo sabe usted todo.

—No me has dicho cuántos hombres componían la célula. —Si lo supiera, no se lo diría. Ellos ocupaban el piso los lunes y los martes.

—Pero un lunes tú fuiste también. Y te peleaste en la calle con un hombre. Debíais conoceros bastante. Es el hombre que ha muerto. ¿Cómo se llamaba?

—Matías. Pero era un nombre falso.

—No parece que te afecte su muerte.

—No éramos amigos.

—¿Eres comunista?

—No.

—¿Y crees en Dios?

—Soy sacerdote.

Casado se levantó.

—Pues más te valdría ir encomendándote a Él.

Había anochecido ya cuando Pilar se detuvo ante el portalón del palacio episcopal. Dudó unos instantes. Pero al fin apretó el timbre negro que había junto a la columna del lado derecho de la entrada.

—¿Qué desea?

Una monja sonreía levemente en la puerta entreabierta.

—Quisiera ver al Patriarca.

—Su excelencia reverendísima no recibe visitas a estas horas.

—Bueno…, él conoce a mi familia, casó a mis padres. ¿Puede darle el recado de que la hija del general Martín-Marcos querría verle un instante?

—Se lo diré a su secretaria. ¿Martín…?

—Martín-Marcos.

La puerta volvió a cerrarse. Pasaban los minutos con exasperante lentitud. Hacía frío y Pilar tiritaba. Transcurrió un cuarto de hora antes de que la puerta volviera a abrirse y asomó una mujer, que la invitó a entrar con un gesto amable.

—Soy Regina, la secretaria del Patriarca. La recibirá tan sólo unos minutos, está muy ocupado.

Siguió a la mujer escaleras arriba y recorrieron enseguida el pasillo hasta alcanzar los aposentos privados del obispo. Al fin, Regina se detuvo ante una alta puerta de madera, dio un par de golpes de advertencia y la abrió, cediendo el paso a la muchacha.

La salita estaba en penumbra. Pilar tardó unos instantes en distinguir la figura sentada del obispo. Caminó hacia él y se inclinó, tendiendo la mano con intención de tomar la del hombre y besarla. Pero el obispo no hizo ademán de ofrecerle la suya.

—¿Qué quieres? —dijo con rudeza.

—Yo… —dudó—, quiero pedirle que interceda por alguien, reverendísimo Patriarca.

—¿Por ese traidor?

—¿Quién, Patriarca?

—Hablas de Esteban, del padre Esteban, de ese traidor hundido de lleno en el fango del pecado.

—Yo…, Patriarca, no quiero que muera.

—Que muera o no muera es un asunto que no nos incumbe ni a ti ni a mí. ¿Es todo lo que querías?

Pilar se arrodilló y trató de tomar las manos de Eijo. El obispo la rechazó.

—¿Ni siquiera eres capaz de pedir perdón por tus pecados? —preguntó el prelado.

—No me importan mis pecados, me importa su vida. Por favor, Patriarca…, haga algo por él, sálvele. Yo le amo.

Eijo se levantó.

—Él mismo se ha condenado. Vete ya. Rezaré para que el Diablo salga de tu alma, desdichada. Más no debo hacer. Y da gracias de que no llame a tu padre.

Alzó el rostro y miró hacia la puerta de la sala, que permanecía abierta.

—¡Regina! —llamó.

Pilar lloraba, de rodillas aún ante el hombre.

—Llévala abajo y que se vaya —ordenó Eijo a su secretaria cuando entró en la estancia—. Está poseída por el Mal.

Sólo le queda el policía, el canalla que la ha humillado y ha detenido a Esteban. Y presiente lo que ese cerdo quiere de ella. Mientras camina por las calles desiertas y batidas por un aire helado, Pilar es consciente de que hará lo que sea para salvar la vida de Esteban.

Eran las ocho de la tarde del domingo cuando Germán Osma subió al tranvía que iba a llevarle de regreso al centro de Madrid. La gente corría hacia la casa cural del barrio de La Colasa, de cuyo interior brotaban las llamas de un incendio pavoroso. Sonrió para sí satisfecho. Se había asegurado de que no había nadie dentro de ella cuando el fuego comenzó a prender.

Más o menos a esa misma hora, Jaume Rebollosa salía del portal de su casa, en la calle de Fuencarral, sin reparar en el hombre que caminaba hacia él por la acera contraria. Al cruzarse, Nodales sacó la mano del bolsillo y, con el puño inglés de hierro, golpeó fuerte en el estómago del dirigente de las HOAC.

Rebollosa cayó al suelo, gimiendo de dolor. El policía se agachó a su lado y susurró en su oído: «Deja de juntarte con comunistas, idiota. ¿Es que no te basta con que te pongan los cuernos?».

Nodales corrió hacia la siguiente esquina y se perdió en la noche, dejando volar tras de sí una estridente carcajada, mientras pensaba que disfrutaba con esos juegos.

Y eran las ocho cuando Casado detuvo su coche junto a la entrada del palacio episcopal e hizo descender a Stefan, que llevaba las dos manos delante de su cintura, sujetas por esposas de acero. Regina esperaba su llegada y abrió la puerta al instante. El sacerdote entró en el palacio, subió la escalera, atravesó el pasillo y alcanzó la sala del trono, la misma sala en donde el Patriarca le recibió por vez primera.

—Ven —le oye decir desde el fondo de la estancia.

Apenas distingue su figura en el salón envuelto por la penumbra. No obstante, al acercarse, Stefan ve con cierta claridad sus facciones, aunque no llega a percibir cuál es el gesto del prelado.

—¡Arrodíllate! —ordena Eijo, terminante, cuando el sacerdote está a punto de alcanzar el reclinatorio.

Le duelen las rodillas sobre el suelo de baldosas, duro y helado.

—¿Quién eres? No te reconozco —añade el prelado.

—Patriarca, yo nunca he sabido bien quién era.

—¿Pretendes que ello te exima de la culpa?

—Aunque sea imposible de creer, yo le guardo un gran afecto, Patriarca.

—¿Intentas conmoverme, traidor?

—Vivo bajo el chantaje. Tengo una familia en Varsovia. Hubieran sufrido represalias si no me plegaba a las exigencias de un dirigente comunista, que además es mi tío: Jakub Berman. Esa es mi vida, Patriarca, vivir esposado —mira sus muñecas—, igual que ahora. ¿Cómo no convertirme en un traidor?

—¿Y esa niña…, Pilar?

—La amo como un hombre debe amar a una mujer. Eso no es una infamia.

—No eres un hombre; eres un sacerdote, un sacerdote en pecado. Y ella es menor de edad.

—El amor no tiene edad.

—Eres un pervertido.

—Quisiera pedirle perdón, aunque me niegue el derecho de hacerlo.

—Te dije una vez que estos no eran tiempos para el perdón, sino para la culpa. Y en algunos casos, también para el martirio. ¿Crees en el martirio?

—Alguna vez creí, tiempo atrás. Ahora sólo creo en la bondad. —¿Desdeñas el bien?

—Todo el mundo me habla del bien. Y matan en su nombre, y no lo veo.

—¿Pretendes que acepte que tampoco sabías los que estabas haciendo? ¿Acaso tratas de conmover mi anciano corazón y que diga aquello de «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen»? Es vana tu esperanza.

—Quiero vivir, Patriarca, sólo eso.

—Vivir es un raro privilegio en tiempos difíciles. Tú mismo has elegido el lado de la desdicha, el lado de la muerte.

—¿Decidirá mi muerte un tribunal militar?

—No.

—¿Quién entonces?

Eijo respondió tras un breve instante de silencio:

—Yo.

—No matarás, dice la ley.

—Ley es también la ira de Dios. Y yo soy su mano. Recuerda lo que está escrito en el salmo número dos: «Obrad prudentemente, servid a Yahvé con temor, temblorosos rendidle homenaje, no sea que se enfurezca y os envíe a la ruina. Pues su ira de súbito se inflama». Tú la has inflamado.

—No quiero morir.

—No vales para la Iglesia. Te vence la carne. Lo primero de todo es saber contenerla. Y eso se aprende… El deseo sexual es una debilidad y los que anhelan el poder no pueden permitirse debilidades. A ti te falta ese anhelo para ser un verdadero hombre de la Iglesia.

—No quiero morir, Patriarca.

—Es la necesidad quien lo dicta. Hay causas que están por encima de nuestros sentimientos, que nos sobrepasan por su importancia.

—Todos a mi alrededor piensan que las causas nos sobrepasan. ¿De qué necesidad habla, Patriarca?

—Hablo del destino. ¿No recuerdas tus lecturas de los antiguos griegos?

—Nuestra religión lo niega.

—No es tu religión si has renegado de ella.

—Pero es la suya, Patriarca.

—Mi religión no niega el destino; lo elude, cierra los ojos ante su visión. Pero yo no cierro los ojos, jamás los he cerrado. —¿Puedo levantarme? Me duelen las rodillas.

—Quédate como estás…, humillado.

Stefan se incorpora. De pronto, se acuerda de su hermano Tomek.

—Si he de morir, no será degradado. No está en mi sangre la humillación.

—Ay, el orgullo, un pecado más que anotar a tu larga lista. No es posible perdonarte. Y escucharte es una pérdida de tiempo. —Usted no se atreverá a matarme, Patriarca.

—Mal me conoces.

—Entonces, ¡deje que me vaya, Patriarca! Aunque sea sin su perdón.

Eijo deja escapar un hondo y triste suspiro.

—¡Ah, muchacho, me has roto el corazón…! Y eso no puede perdonarse, ni siquiera Dios podría hacerlo.

Tocó el timbre. Al poco, asomaron Regina y el comisario.

—Llévatelo, Casado. Y llámame esta noche.

Cuando Stefan y Casado regresaron al piso, Nodales les cerró el paso al dormitorio.

—Le he preparado el sofá al preso. Osma dormirá conmigo en mi cuarto, la cama es grande. Y el de mamá seguirá sin ocuparse.

El comisario le contempló un par de segundos con desdén, luego le empujó a un lado y abrió la puerta de una patada. Encendió la luz e indicó la cama a Stefan.

—¡Dormirá aquí! —gritó a Nodales.

Buscó con la mirada alrededor. Tomó el retrato de la consola y lo puso ante las narices de Nodales.

—¿Es esta tu madre?

—¡Por favor, comisario, no la toque! ¡Es un sacrilegio!

Casado lo arrojó al otro extremo de la sala, por encima del hombro de su subalterno. Sonó el cristal protector al romperse.

—Así le ahorras a tu madre ver al preso —dijo Casado riendo.

Nodales corrió a recoger el retrato.

—¡Tendrá que pagar por esto, comisario! —gritó.

El odio bullía en sus ojos, envuelto en una cortina de lágrimas.

—Ni se te ocurra amenazar, bocazas.

Nodales bajó la vista, mientras recogía los trozos de cristal. Casado se volvió a Stefan.

—Descansa lo que puedas, mañana será un día agitado.

Se detuvo en la oficina para llamar al Patriarca. Los dos hombres hablaron sobre el destino de Stefan durante cerca de media hora. Después, mientras conducía camino de su casa, en aquel domingo de invierno vacío de transeúntes, el comisario pensaba que el mundo estaba lleno de incoherencias. Polvo al polvo, toneladas de tierra sobre la infamia, le había pedido el Patriarca días antes. Y ahora el viejo, aunque mantenía su decisión, parecía ablandado, como si dejara en manos de Casado la resolución de sus dudas. En otras palabras: parecía desear que el cura muriese, pero trataba de no tener noticia de cómo sucedería.

—¿Quiere decir que es cosa mía, Patriarca? —le había preguntado el comisario.

—Eso quiero decir, hijo.

—Si algún día se sabe algo, diré de quién partió la orden de ejecutarlo.

—No te he dicho que le mates —añadió Eijo.

—¿Y qué otra opción me queda?

Eijo colgó sin responderle.

Pero en la voluntad del comisario no había vacilaciones. Sentía que esta vez controlaba todos los hilos del asunto y estaba seguro de que obtendría el beneficio que deseaba. Fue acomodando sus planes, lo mismo que un jugador de ajedrez modela su estrategia. Sólo quedaba que la niña llamara por teléfono.

Pilar llamó la siguiente mañana y por la tarde acudió a verle. Casado puso el precio: la vida del sacerdote a cambio de una tarde de sexo. Pilar aceptó, al tiempo que le colmaba de insultos. Y planteó sus condiciones: oír la voz de Stefan cuando ya estuviese a salvo antes de iniciar la relación sexual.

Casado cosió los últimos flecos de su plan. Esa noche telefoneó a Jorge Lloret y le pidió un favor. Antes de colgar, el policía catalán le informó de que el cura polaco detenido en Barcelona la semana anterior había sido condenado a muerte por un tribunal militar e iba a ser fusilado esa misma noche en un campo de tiro del Ejército.

A la caída de la tarde, Casado visitó a Stefan y dio las últimas órdenes a sus dos subalternos. Nodales no pronunció una sola palabra ni miró de frente en ningún momento al comisario.

Stefan va sentado en la parte trasera del coche, junto a Casado, con las manos esposadas recogidas entre los muslos. Sobre el mono azul le han colocado un capote militar para protegerle del frío. Antes de salir, Stefan le ha pedido al comisario que le coloque el brazalete rojo y blanco, y Casado ha accedido. Stefan siente que, ahora que va a morir, se encuentra muy próximo a su hermano Tomek.

Conduce Osma, mientras Nodales se sienta a su derecha con gesto hosco, los ojos refugiados tras las gafas de cristales oscuros. La tarde va cayendo y una niebla densa se escurre desde el cielo hasta los hombros de la ciudad. El coche se dirige hacia el norte. Nadie habla.

El vehículo recorre poco después una carretera repleta de baches hasta alcanzar un pueblo cercano a la ciudad.

—Fuencarral —dice Osma, al tiempo que vuelve levemente el rostro hacia el comisario.

—Tira derecho, atraviesa el pueblo y, cuando veas un ramal de la carretera que gira a la izquierda, lo tomas —ordena Casado.

Los desmontes rodean el camino al dejar atrás la población. Es un secarral en donde la niebla se espesa. Pero el fulgor del sol se adivina detrás de la cortina de la bruma. Es un día helado y feo.

No acierta a saber la razón, o ni siquiera se la pregunta, pero Stefan se acuerda ahora de aquella mañana en que huyó de Varsovia a través de los túneles, guiado por el padre Czeslaw. Aunque no siente el calor que le hizo sudar en la penosa marcha del alcantarillado, no se escucha cañoneo en la distancia, no hay tanques ni calles, ni olor a carne quemada, ni hombres ahorcados, ni caballos despanzurrados por las granadas.

Se da cuenta, de pronto, de que es la bruma, que se agarra con sus uñas húmedas a la tierra, lo que le recuerda aquel día de Varsovia. Piensa que la niebla ya nunca más le protegerá.

Ascienden una larga cuesta. La boira se queda agazapada sobre el suelo y, por encima de ella, se distinguen en la lejanía las alturas de algunos edificios de Madrid, teñidos de un sucio color azulado. Delante, también por encima de los jirones de la niebla, Stefan distingue una larga tapia de ladrillos rojos, detrás de la que asoman las entristecidas copas de los cipreses.

El coche se detiene ante una gran puerta de verjas de hierro forjado. Está entreabierta. Osma apaga el motor y baja del vehículo, alzándose las solapas del abrigo para resguardarse del frío de la atardecida. Pasan diez minutos. A su regreso, el policía, con su placa en la mano, acompaña a un hombre que viste un gabán de paño raído y que tira del ronzal de un burro de pelaje tordo. El hombre sube al pollino, hace un amago de saludo militar, echa una ojeada rápida al coche y arrea al animal, que trota por la cuesta abajo camino del pueblo.

Casado, Stefan y Nodales salen del automóvil.

—Todo arreglado, comisario, estamos solos —dice Osma.

—¿No te recuerda los viejos tiempos de las «sacas», matarife? —pregunta Casado a Nodales.

El otro no responde.

Cruzan la puerta y caminan hacia el interior del cementerio por un breve sendero que se abre entre las tumbas. Alcanzan una alta pared repleta de nichos, la rodean y siguen hacia el fondo. Stefan ve hoyos de tumbas recién cavadas y algunas palas y picos tirados aquí y allá. Al fondo, una alta muralla de ladrillos rojos oculta el paisaje de la sierra de Guadarrama. De pronto, percibe que se encuentra en un lugar muy semejante al de aquella mañana en Varsovia, el cementerio en donde el padre Czeslaw buscó refugio antes de la huida. Pero nadie va a venir a salvarle y al otro lado de la valla no discurre el río Vístula, en donde aguardan las tropas soviéticas para tomar la ciudad. «¿Por qué no llegaron a tiempo, por qué esperaron?», se pregunta desolado en ese instante. Y ahora, ¿no hay nadie que espere más allá del muro para librarle de la muerte?

Siente un temblor interior. Piensa que es injusto morir joven. Intenta dibujar el rostro de Pilar en su memoria. Pero sólo alcanza a recordar el timbre de su voz. Algunas lágrimas recorren sus mejillas. No tiene la impresión de que haya una senda y ni siquiera tierra bajo sus pies. Le parece que un río de cieno lo arrastra hacia la muerte en brazos de lo irreal. ¿Y si todo fuera un sueño?

Llegan a la zona de tierra desnuda, en donde se eleva el alto muro de ladrillos.

—Aquí es —dice Casado.

Se detienen.

—¿Quieres que te vendemos los ojos? —pregunta a Stefan. Niega con la cabeza. No es capaz de responder, la voz le fallaría.

—¿Quieres rezar?

Vuelve a negar.

—Bien, dirígete hacia ese hoyo.

Stefan camina hacia el sepulcro abierto, junto al que se eleva un montón de tierra roja y húmeda. Osma y Nodales han tomado cada uno una pala.

—Arrodíllate ahí —ordena Casado al sacerdote.

Le señala la tumba.

Stefan obedece. Sus piernas le sostienen a duras penas. Mira hacia su brazo derecho, intenta distinguir bajo la luz moribunda de la tarde los colores rojo y blanco de su brazalete. Tendría que rezar, piensa por un instante; pero no es capaz de hacerlo, siente que no le aliviaría.

Casado ha sacado una pistola del interior de su chaqueta, a la altura de la sobaquera. Coloca un silenciador en la boca. Corre el cerrojo. Apoya el cañón en la sien derecha del sacerdote. Stefan cierra los ojos.

—Que Dios o el Diablo te acojan en su seno, curita.

Y aprieta el gatillo.

Esperaba un estallido y sólo ha escuchado una suerte de chasquido metálico. ¿Ha fallado la pistola? No abre los ojos. La voz de Casado ordena:

—Levántate, curita. Acabas de ser ejecutado, como era justo y pertinente. No ibas a irte de rositas, rojo cabrón.

Guarda el arma. Deja escapar una carcajada.

—Empiezas una nueva vida. Pero no olvides que nunca más volverás a llamarte Stefan Berman, salvo que quieras morir de nuevo. Y la próxima vez será de verdad.

Desandan el camino. Suben al coche. Casado se dirige a Osma:

—Tómatelo con calma, tenemos muchas horas por delante.

Stefan no acierta a comprender lo que sucede. Pero siente un inmenso alivio y reconoce de nuevo a la niebla como a una amiga protectora. Por un instante, le parece sentir que la sombra del padre Czeslaw cruza a su lado y cree escuchar en el aire una leve risa que suena como las de Tomek. Recuerda a sus padres y a sus hermanas. Está alterado, fuera de la realidad. Se atreve a preguntar:

—¿Adónde vamos?

—De turismo, curita. Vas a conocer Barcelona.

—¿Por qué ha simulado la ejecución?

—Merecías sufrir un poco, rojo de mierda.

—¿Quién ha decidido que me mates?

—Eso queda para tu imaginación.

Stefan se acuerda del hondo suspiro del Patriarca, la última vez en que se dirigió a él llamándole muchacho.

Pero, sobre todo, piensa en Pilar.