Malamente durmió Stefan aquel viernes de primeros de marzo. Anhelaba que volasen las horas de la noche y la mañana para encontrarse de nuevo con Pilar. Casi una semana sin verla, ni hablar con ella siquiera por teléfono, se le hacía un tiempo demasiado dilatado para las exigencias de su espíritu y de su cuerpo. Deseaba sobre todo ser escuchado y escucharla, conversar sobre el futuro con la persona a la que más amaba en la Tierra y el único ser en quien en aquellos momentos podía confiar plenamente.
Porque, ante sus ojos y ante su ánimo, el mundo se abría como una larga llanura sin otros horizontes que el vacío, bajo un cielo mugriento y carente de luz. Y tenía miedo. Miedo a morir y miedo a tener que huir y perder a Pilar para siempre.
¿Qué fuerza le había empujado a llevar esa vida cargada de acontecimientos tenebrosos y riesgos extremos, de sueños redentoristas que ahora se desvanecían y perdían todo el valor que tiempo atrás parecieron tener? Reconocía de nuevo su ansiedad por vivir con normalidad, como un orfebre cualquiera que podía formar una familia y envejecer sin prisas viendo crecer a sus hijos, conociendo a sus nietos… Una vida sin luchas, sin utopías, sin ambición, sin credos, sin peligros, sin persecuciones, sin simulaciones…, la vida de un hombre común y feliz en su humildad.
En la duermevela, decidió que no tenía otro remedio que huir y que debía hacerlo pronto, porque sin duda estaba acosado. A su alrededor se movían sombras que amenazaban su vida, aunque no reconocía los rostros de aquellos espectros que trataban de conducirle a la muerte.
Se despertó y encendió la luz. Pensó que eran tan sólo malos presentimientos en aquel sueño ligero y turbio. Pero la idea de huir le aliviaba. Decidió que escaparía.
¿Cómo hacerlo? Ya vería la forma. Sólo le preocupaba Pilar.
Por la mañana, mientras desayunaba, hizo una seña a Ángel Páramo, que se sentaba a la mesa de los «pútridos». Se encontraron en el patio un rato después, al arrimo de una pequeña arboleda de coníferas.
—La primera vez que hablamos me hiciste una confidencia: que no querías ser cura —dijo Stefan al joven seminarista.
—No he tenido otra opción.
—Yo tampoco quiero serlo.
Páramo le miró con extrañeza antes de replicar:
—Pero tú ya estás ordenado, tu compromiso es casi para siempre. Las dispensas papales son difíciles de obtener.
—¿Puedo confiar en ti?
—Eres la única persona que de verdad me ha ayudado en este lugar. Haré lo que me pidas de todo corazón.
—Pienso irme, desaparecer. Quizá dentro de quince días, o un mes todo lo más. Cuando lo haga, quiero que vayas a ver a una persona de mi parte.
—Lo haré.
—Es una mujer. Toma.
Le entregó una nota escrita.
—Ahí tienes su nombre y dos direcciones, la de su casa y la del colegio en donde estudia preuniversitario. Cuando me haya ido, te llamaré un día por teléfono, para darte una dirección en donde se me pueda encontrar. Le darás entonces los datos a la muchacha. Mejor, si puede ser, en el colegio. Esperarás la salida de las chicas, en la acera de enfrente, vestido con la sotana, y llevarás en la mano el periódico ABC. La tendré avisada para que te reconozca. Pero si no la encuentras, entonces le dejas una nota en el buzón de su casa con el mensaje que yo te dé.
—Cuando te llame, diré que soy tu primo Genaro. ¿Confío en ti? —Puedes estar seguro.
—No pierdas ese papel.
—Siempre lo llevaré encima —respondió Páramo mientras lo guardaba en el bolsillo de su camisa, bajo la sotana.
—Es la mujer a la que amo —añadió Stefan abandonando su aire resuelto.
—No temas: yo no creo en Dios.
Stefan salió del seminario después de comer, con tiempo sobrado. Era un día luminoso, batido por un viento fuerte y extrañamente templado que venía del sur y que traía aromas sutiles de primavera. Vivificaba caminar por la calle de Bailén y sentir el aire empujando en su espalda. Al llegar a la plaza de Oriente, se acercó a los árboles. Las ramas de algunos de ellos mostraban los brotes jugosos de las hojas. Una mujer vestida de negro echaba migones de pan duro a las decenas de gorriones que revoloteaban alrededor y piaban mientras se disputaban los pedazos de comida. Un grupo de niños corría dando vueltas alrededor de la estatua del rey ecuestre y, no muy lejos, un organillero, girando con garbo la manivela, hacía sonar los compases alegres de un vals.
Se sentó en un banco, dando frente al sol que caminaba hacia poniente, a espaldas del palacio real. La tibieza del día despertaba en su ánimo esperanzas de vida plena, de un futuro amable y en paz.
A eso de las cuatro y media, caminó hasta el convento de la Encarnación, dobló a la derecha por Arrieta y, Santo Domingo arriba, alcanzó en un par de minutos la esquina con Campomanes. Subió al piso y cambió sus ropas.
—El vallisoletano acaba de entrar, es el que se ha sentado a la mesa de al lado del mostrador —dijo Goyito inclinándose sobre el velador al que se arrimaban las sillas del comisario Casado y los subcomisarios Nodales y Osma—. Hoy ha venido más temprano que otros días.
El comisario se dirigió a Osma:
—¿Es el italiano?
—Sin duda —respondió el otro— y lleva las mismas ropas que el día de la reunión en La Colasa, las del armario del piso.
—Ya tenemos a Estanislao en la jaula.
Casado se encontraba de espaldas a la mesa que indicaba el albino. Giró levemente la cabeza para contemplar al hombre. Y la volvió al instante. El rostro de aquel joven le parecía conocido.
Esperó unos instantes y se caló el sombrero, doblando el ala sobre la frente.
—¿Se va, comisario? —preguntó Nodales.
—No seas lelo. Su cara me suena…, no sé de qué. Pero él puede reconocerme.
—¿Los detenemos cuando llegue la mujer? —añadió Nodales.
—No vamos a detener a nadie. Ya os diré lo que hay que hacer en su momento.
Los tres policías permanecieron en silencio, Casado inclinado sobre la mesa, con la cabeza encogida entre los hombros.
Media hora más tarde, Osma acercó su rostro al de Casado y habló en voz baja.
—Ha llegado la chica. Se ha quitado el abrigo y se ha sentado a su lado. Es muy joven y guapa.
—¿En qué posición se sienta?
—Si se vuelve, la verá de perfil, a la izquierda del hombre.
—¿Mira a su alrededor?
—No; están hablando. Creo que sólo tiene ojos para el tipo. Casado esperó unos segundos. Después, giró con lentitud la cabeza. Le bastó una simple mirada para reconocerla.
—¡Demonios! —exclamó en voz baja mientras se volvía de nuevo hacia delante.
—¿Qué sucede, comisario? —preguntó Nodales.
—Nada que te importe. Avisadme cuando se vayan.
Por su mente corrían veloces las ideas. Los hechos iban encadenándose en forma lógica. Era la hija de Pilar, desde luego, una muchacha inconfundible. Y el joven no era otro que el cura con quien la habían sorprendido dos semanas antes en la cafetería Dólar.
De modo que el tal Estanislao era polaco. Claro. Y miembro de Pax. Y al tiempo, un recomendado del Patriarca. Todo el asunto tenía algo de extravagante, como si fuese una ficción. Pero sin duda era una bomba y a todas luces se trataba del caso más importante de su vida. Pensaba en los beneficios que podía reportarle. Ideó con rapidez estrategias mientras su alma reía de júbilo.
—Se van, comisario —dijo Osma.
—Cuando salgan, asómate a ver si entran en la casa.
—¿Y yo? —preguntó Nodales.
—Quietecito y callado.
Osma se levantó y se dirigió a la calle. Cinco minutos más tarde, regresaba.
—Han entrado en la casa, efectivamente. He dado la vuelta al edificio y he visto encenderse la luz del piso que da al patio.
—¡Qué cabrón el cura! —exclamó Nodales—. Me cambiaba por él ahora mismo. Menudo polvo que tiene la niña. ¿Subimos a por ellos, comisario? Seguro que los pillamos en pelotas vivas.
Casado se quitó el sombrero.
—Déjate de melonadas, Nodales. Os diré lo que hay que hacer. Vosotros dos os vais fuera y os situáis en lugares distintos, vigilando la casa, mientras yo me quedo aquí. No quiero que me reconozcan.
—Ah, pero ¿sabe quiénes son? —dijo Nodales.
—Sé mucho más de lo que imaginas y de lo que pienso contarte. Cállate y escucha: cuando salgan, si se separan, tú, Nodales, sigues a la chica, y tú, Osma, le sigues a él. Si se van juntos, vas tras ellos Osma. Tú, Nodales, te vienes para adentro. En cualquier caso, cuando terminéis el servicio, os espero en mi despacho, sea la hora que sea. ¿Entendido?
Los otros dos afirmaron con movimientos de cabeza.
—¿Queda clarito, Nodales?
—Muy claro, comisario. Pero si tengo que seguir a la chica, lo haré encantado.
—Únicamente si se separan.
Mientras Nodales y Osma se levantaban, Goyito se acercó sonriente a la mesa de los policías.
—¿He hecho un buen trabajo, jefe? —dijo dirigiéndose al comisario.
—Excelente, excelente, chico.
—¿Cuándo hablamos de mi ingreso en el cuerpo?
—Espera a que termine este caso, chaval. No hay prisa.
—A la orden, comandante.
Pilar se desprende de sus ropas, sin prisas y al parecer sin asomo alguno de pudor, lo contrario que las primeras veces. Stefan, ya desnudo entre las sábanas, contempla el vientre en donde se alborota un ramillete de vello azabache que sabe tiene aroma de pleamar. Al joven le cautivan su cuello largo, la curva de sus senos, las nalgas sonrosadas, los muslos glaucos, los finos tobillos y los pies menudos, que componen el resto de la escultura de la joven beldad crecida en carne y hueso.
Piensa Stefan en la inutilidad de la ropa que trata de esconder un cuerpo que nació para ser contemplado con admiración, como él lo contempla ahora. Y piensa en el gran privilegio que supone ser el único hombre que lo ha visto así.
Ronronea Pilar al introducirse en el lecho y buscar el contacto de Stefan. Las manos del joven recorren la piel tibia de la muchacha deseada: la espalda, la cintura, los hombros, los pechos, las piernas, el vientre… Se abrazan. Y el tosco lienzo de las sábanas parece encenderse por una súbita llamarada invisible.
—Te amo, te amo, te amo —la oye repetir en su oído con la cadencia del oleaje.
Siente Stefan que sobran las telas de la cama. Y los vestidos y los velos interiores que hace un instante cubrían su cuerpo.
Le ha contado su decisión de irse.
—¿Adónde? —pregunta Pilar.
—Fuera de España.
—¿Volverás a Polonia?
—Nunca a mi patria. Iré a Italia, a Roma posiblemente. Conozco la ciudad, sé manejarme allí, encontraré trabajo de joyero, seguro. Es un lugar alegre y lleno de sol.
—Iré contigo. No sé cómo, pero iré. Tal vez a fin de curso…, en vacaciones.
—Nos casaremos.
—Sí.
—¿Cuándo te irás?
—No lo sé, pero muy pronto.
—Podemos esperar al fin de curso.
—No sé…, siento que corro peligro.
—¿Qué peligro?
—No sabría definirlo bien. Hay presentimientos que me producen miedo e inquietud. Tengo una vida complicada, Pilar. —Cuéntamela, cariño.
—Son cuestiones políticas difíciles de explicar si no es muy despacio. Lo haré cuando estemos lejos de aquí.
—Te daré dinero para ayudarte si lo necesitas.
—He organizado todo para que tengas noticias mías. Hay un joven seminarista en el que confío, la única persona en la que confío en esta ciudad aparte de ti.
—¿No puedes pedir ayuda al Patriarca?
Stefan rio:
—Por Dios, ¡me mataría…! El seminarista se llama Ángel Páramo. Memorízalo: Ángel Páramo.
—No se me olvida.
—Cuando esté a salvo, le haré llegar un recado para ti. Stefan añadió los detalles de las instrucciones que había dado a Páramo.
—¿A quiénes temes? —preguntó Pilar.
—Los he visto sólo en mis sueños.
—Entonces son pesadillas.
—Son presentimientos.
Eran las ocho y veinte. Osma vio salir a la pareja, cruzar cogidos del brazo la calle Campomanes y dirigirse a la plaza de Santo Domingo. Se mantuvo a distancia y esperó a que se detuvieran junto a la parada del tranvía, en el comienzo de la calle San Bernardo. Cuando el vehículo llegó, aguardó a que ellos subiesen y buscó un asiento en la parte trasera. Cambiaron de tranvía en la plaza y tomaron otro en la glorieta de Quevedo. Osma continuaba tras ellos, invisible como cualquier hombre vulgar.
Bajaron en Diego de León a la altura de Velázquez. Osma los vio despedirse en la esquina con Castelló. Después, el joven regresó andando, con pasos cansinos, hacia el centro de la ciudad.
Daban las diez en el reloj de la iglesia de la Encarnación, cuando el muchacho, tras una larga caminata, entró de nuevo en el piso de Campomanes. Osma pensaba con fastidio que esa noche se perdía sin remedio el programa del Zorro.
Quince minutos más tarde, el hombre regresaba a la calle, vestido con hábitos de clérigo. No miraba hacia ninguna parte, caminaba con la cabeza gacha, casi enterrada entre los hombros, con apariencia de ir concentrado en sus pensamientos. Osma le seguía a una veintena de metros. Por fortuna, la noche no era fría, pensó el subcomisario.
El sacerdote caminaba ahora más deprisa y alcanzaron el seminario diez minutos después. Osma esperó unos instantes contemplando el portón que se había cerrado tras el cura. Luego, volvió sobre sus pasos hasta la plaza en donde se alzaba la iglesia de San Francisco el Grande y tomó el tranvía que se dirigía a la Puerta del Sol.
Casado escuchó el informe de Osma en silencio.
—¿Y mañana, qué, comisario? —concluyó.
—Descansa tranquilo y goza del domingo. Pero quédate en tu casa, por si hay que localizarte. Le he encargado a Nogales que vaya a la taberna del albino por la tarde, para tener controlada a la parejita. El lunes, de todas formas, te quiero aquí a las nueve. Con la Parabellum y tres o cuatro cargadores.
—¿Vamos a por los otros?
—Puedes imaginarlo.
—¿Y la pareja?
—La dejamos para postre.
Se quedó solo durante un rato más en el despacho, satisfecho de su éxito y saboreando una copa de coñac. Durante las horas anteriores, había elaborado un plan que, en su opinión, no ofrecía fisuras. El lunes mismo daría aviso a sus superiores, pretextando una denuncia hecha minutos antes por un confidente, y procedería a detener, en una operación de urgencia, a la célula de los comunistas. Utilizaría a Nogales y Osma, solicitando el apoyo de un par de pelotones de la policía armada. Lo haría en la misma calle, cuando los tipos salieran a comer. Después, mientras trasladaban a los detenidos a la comisaría de la calle del Correo, él y Osma se encargarían de registrar el piso, en el que, además de la propaganda y la multicopista, «encontrarían» varias pistolas y cartuchos de dinamita, más un croquis con un plan trazado para atentar contra Franco. Las pruebas en el juicio contra el grupo supondrían su segura condena a muerte.
Salvo que sus superiores ordenasen nuevos registros de la casa y otros agentes interviniesen en la investigación junto con los de la sección de Casado, se llevaría cuanto guardaba allí el cura polaco, para volver a colocarlo en su lugar cuando terminasen los registros. El sábado siguiente lo detendría y hasta ese momento no diría nada al Patriarca. Tampoco pensaba implicar al cura en la célula comunista en el informe a los superiores. Era un asunto encima del cual debía «echar tierra», como pedía el obispo, quién sabe si con una «saca» como las de los viejos tiempos. La operación suponía un gran riesgo para él: sabía que se jugaba mucho. Pero no le quedaba otro remedio y, además, ese riesgo le excitaba. Por eso se había servido la copa de coñac y la saboreaba con deleite.
Se acordó de Pilar Cifuentes. Era raro, habían transcurrido muchos días sin que le llamase, desde el encuentro fortuito con su hija y el cura en la cafetería Dólar. Pensó que ya le buscaría: era una mujer caliente y él sabía darle lo que necesitaba. Acudiría a él otra vez. Entretanto, tenía mucho que hacer durante los días próximos como para distraerse con problemas de faldas.
Iba a abandonar el despacho cuando sonó el teléfono. Escuchó el acento inconfundible de Jorge Lloret.
—Ha sido un golpetazo, camarada Casado. Escolta tu: ¡hemos pillado al cura! Lo tenían escondido los jesuitas en San Pedro Claver, en Montjuic…, ese tal Artigues del que te hablé. Es un cura joven polaco. Lo juzgarán por alta traición en pocos días y no hay duda de que va a ir al paredón. Por cierto, que el jesuita Artigues, el que le dio cobijo, se ha matado en un accidente de coche. ¡Qué lástima! Lo que es la vida.
—O más bien, lo que es la muerte. Mi enhorabuena por el éxito.
—Y a ti, mil gracias, collons. Quizá me gane una medalla, e incluso un ascenso. O sea, que te debo una importante.
—Lo apunto. Y espero que pronto te toque a ti llamar para felicitarme.
—¿Tienes un caso goloso a la vista?
—Algo espectacular.
Pilar apagó la luz y se enterró en la cama, bajo las pesadas mantas. Había tratado de leer una novela, con ánimo de distraer sus pensamientos, pero sus ojos pasaron sobre las palabras sin detenerse en ellas ni comprender su sentido, tal era la fuerza de sus emociones.
Al llegar a casa, sólo había encontrado a su madre. Las dos mujeres apenas hablaron al comienzo de la frugal cena compuesta de embutidos y frutas.
—¿Y papá? —preguntó con desinterés la hija, a los postres, mientras pelaba una manzana.
—¡Yo qué sé! Andará con la tropa y las rameras.
—¿Por qué no le dejas de una vez, mamá? Serías menos desdichada.
—¿Y no te haría infeliz que nos separásemos?
—Me hace más infeliz vivir rodeada de desdén, cinismo y frialdad.
—En España no existe el divorcio; sólo la anulación canónica si la Iglesia lo consiente. Pero tu padre haría lo posible por evitarla. Él tiene las influencias, no yo. Y además, cuesta un dineral.
—No me digas que en casa hay problemas de dinero. Y ya sé que no existe el divorcio, pero te puedes largar.
—¿Adónde?
—A cualquier sitio, incluso a un convento.
—¿Y querrías de verdad que tu madre se fuera?
Pilar calló un instante antes de dirigirse de nuevo a su madre.
—¿No te gustaría irte con otro hombre?
—Es una pregunta absurda.
Siguieron en silencio. La muchacha terminó su manzana e hizo ademán de levantarse.
—Espera —dijo la madre—. Sólo quiero que sepas que no he vuelto a ver a ese hombre…, al comisario de policía.
—Me da lo mismo si le ves o no. Tienes derecho a divertirte de cuando en cuando. Incluso a enamorarte…, aunque ese hombre me parece un chulo.
—No estoy enamorada.
—¿Es que ya no te llama?
Doña Pilar alzó la barbilla y movió levemente la cabeza.
—Soy yo quien le llama cuando quiero verle. Y no he vuelto a hacerlo.
—Todavía eres una mujer joven y hermosa, mamá. Busca otro hombre…
—No digas tonterías, niña…
Pilar se levantó.
—Quiero decirte otra cosa —añadió doña Pilar—. Tienes que dejar de ver al padre Esteban. Es una relación terrible…, ¡un sacerdote!
—Le quiero.
—¿Cómo se puede amar a un hombre que se ha consagrado al servicio de Dios? Te has vuelto loca, Pili.
—Tengo la seguridad de que ahora está plenamente consagrado a mí.
—Te abandonará algún día. Por su Dios…
—No escoges el amor, mamá; el amor te escoge. Y Esteban no me abandonará… Antes de eso dejará de pertenecer a la Iglesia.
—Eres…, eres…, no sé, una rebelde, un diablo…, no sé. Te hemos educado en la fe y en el respeto…, en la dignidad.
—¿De qué respeto y dignidad me hablas? Ni siquiera estoy segura de creer en Dios, mamá. ¿No es bastante razón para ver el futuro de forma distinta a la tuya?
—¡No digas herejías, niña!
—Hasta mañana, me voy a dormir.
Hundida en la cama, recuerda los brazos fornidos de Stefan, su piel cubierta de escaso vello, su olor recio y difícilmente descriptible: una mezcla de humo, de sal y de bosque. La humedad de sus besos, las suaves caricias que intentan contener el vigor de sus manos, la dulzura en el abrazo, la gentileza al solicitar entre susurros las caricias de ella… Eso la enamora también, la fuerza que esconde y trata de dominar, el fuego que ella siente crecer en el cuerpo y en la voz de Esteban, la pasión del hombre y, al mismo tiempo, la lucha de su voluntad por controlar la hoguera que le quema, como si tuviera miedo de hacerle daño al abrazarla. Y al fin, su derrumbe en gemidos que parecen mezclar el llanto y la risa. Y sobre todo, la vehemencia y la mesura que mezclan sus besos en la boca.
Gime.
Aquel lunes de principios de marzo, bajo un cielo abarrotado de fardos de nubes fofas y un aire demasiado templado para la mañana invernal, Federico Sánchez ascendió la escalera del metro, en la estación de la plaza de la Ópera, y dirigió sus pasos hacia el comienzo de la calle de Campomanes. Eran las doce y media.
Federico Sánchez, que vivía en la clandestinidad política, estaba acostumbrado a examinar como los cazadores el terreno en que se movía, en previsión de cualquier movimiento ajeno a lo normal o a la naturaleza de las cosas. Por eso, se sintió extrañado cuando vio un coche de la policía armada arrimado a la esquina de Campomanes con Arrieta y a dos agentes provistos de fusiles máuser que esperaban junto al vehículo en actitud vigilante y que miraban hacia la curva que formaba la leve ascensión de Campomanes, mientras un tercero permanecía dentro del automóvil agarrado al volante. De modo, que en lugar de seguir en dirección al piso clandestino de la célula comunista, tiró hacia la derecha, alcanzó la calle de los Caños y entró en el bar que hacía esquina con la plaza. Desde el mostrador, podía controlar el coche policial.
Pidió un doble de cerveza, se acomodó en una banqueta y se dispuso a esperar.
El disparo sonó como el ruido estridente de un petardazo estallado en un pasillo sin puertas ni ventanas. Casado jamás había intervenido en una acción semejante a aquella, aunque la bautizó con pompa como «un operativo de emergencia extrema», porque creía que era una manera de ganar crédito policial ante sus hombres y sus superiores.
La redada empezó cuando los tres hombres salieron del edificio de la esquina, cerca de las dos de la tarde. Eran los mismos que la semana anterior habían bajado juntos a tomar el aperitivo. Al verlos, el comisario Casado, apostado en la puerta de la Casa de Vinos, sacó la Parabellum de su funda, ganó en tres pasos el centro de calle y disparó al aire. El retroceso del arma a punto estuvo de hacer que el codo le golpeara en el estómago y el esfuerzo por contenerlo levantó un dolor agudo en sus huesos. Tañidos de campanario sonaron en el interior de sus pabellones auditivos y sus tímpanos respondieron tocando a rebato. No obstante, la señal convenida con sus hombres funcionó tal como había sido previsto: los dos coches de la policía armada dispuestos en los extremos de la calle corrieron a encontrarse en medio de la vía con sonido de neumáticos forzados que añadió a los males de Casado una estremecedora dentera.
—¡Policía, policía!, ¡al suelo, al suelo! —gritó Nodales, saliendo tras Casado de la taberna, mientras corría en dirección a los hombres con la pistola apuntada hacia delante, sujeta por sus dos manos temblorosas. Osma le seguía en parecida actitud y a corta distancia, pero más tranquilo.
Los tres hombres se echaron boca abajo sobre el pavimento, con los brazos alzados levemente de sus cuerpos. El primero que llegó a su altura fue Nodales. Le propinó una patada en la entrepierna a Matías mientras gritaba:
—¡Policía, policía!, ¡estáis muertos si os movéis!
Pese a la advertencia, Matías giró el cuerpo sobre sí mismo y se agarró con las manos los testículos mientras aullaba de dolor. Nodales le disparó dos veces a la cabeza.
Medio centenar de metros más abajo, en el bar que formaba esquina en la calle de Postas con la plaza de la Ópera, un hombre alto y joven, de espeso oscuro pelo y gafas de cristales redondos, salió del local, con paso calmo y la cabeza inclinada sobre el pecho, cruzó la plaza de la Ópera y descendió la escalera del suburbano.
Ya en el andén, se acordó de pronto del joven sacerdote. No tenía medio alguno de avisarle. El tren llegaba a la estación y se olvidó de Stefan.
Casado llegó a la altura de Nodales. Bajo la cabeza del moribundo se iba abriendo un gran charco de sangre, como si se hubiese roto alguna cañería en su sien y desde allí manara un riachuelo de aguas tranquilas y oscuras.
—¿Qué has hecho, gilipollas? —gritó a su subalterno.
—Iba a sacar una pistola.
—¿Cómo va a tener una pistola en los huevos, idiota? Cachéale. Nodales se agachó y hurgó en la entrepierna del caído.
—Nada —dijo con gesto abrumado.
Osma, al lado de los otros dos policías, recordaba de pronto los programas radiofónicos de Pepe Iglesias el Zorro. Se le ocurrió decir:
—Y del pobre Fernández, nunca más se supo…
—Eso es otra gilipollez —respondió Casado con vehemencia—. Que los guardias llamen al juez y tú, Nodales, te llevas a estos dos a la Dirección General. ¿Has traído las pistolas y los explosivos, Germán? —preguntó dirigiéndose a Osma en voz más baja.
—Están en nuestro coche.
—Sube a coger la ropa del cura. Yo iré enseguida a echar una última ojeada y llevarme la propaganda y la multicopista. Cuando llegues a comisaría, me dejas la artillería en el despacho y escondes las ropas en lugar seguro.
Miró a Nodales:
—Has cagado todo el plan, imbécil.
—Era comunista, ¿no? —respondió el otro—. Y el mejor comunista es el comunista muerto, eso se sabe de toda la vida.
—También se sabe desde hace siglos que los idiotas no cambian. —Pensé que tenía una pistola, comisario.
—La culpa es mía, imagino… Darle un arma a un necio es como dársela a un mono.
Llegaban los guardias y formaban corro, con los fusiles apuntando hacia las ventanas y moviéndose con pasos nerviosos. Nodales esposó a los dos detenidos y los ayudó a levantarse.
En ese instante, Casado notó que le tocaban en el hombro. Volvió el rostro. El albino Goyito le sonreía ufano.
—¡Vaya tiroteo, jefe! ¡Cómo en el Oeste! El muerto es el que discutió el otro día con el cura. ¿Cuándo hablamos de lo mío? Casado le dio un empellón:
—¡Lárgate, mamarracho!
Se volvió. Osma salía del portal con un bolsón repleto de ropas y corría hacia su coche.
Casado hizo un gesto a dos guardias para que le siguieran y echó a andar a paso rápido hacia el piso clandestino.
Un gran retrato del caudillo Francisco Franco presidía la pared del fondo del despacho que ocupaba el ministro de la Gobernación, pero había desaparecido el que, hasta dos años antes, mostraba la imagen de José Antonio Primo de Rivera. Quizá los tiempos estaban cambiando, pensó Casado, en pie junto a la mesa, delante del todopoderoso Blas Pérez González, que en ese momento ojeaba el informe preparado por el comisario. El ministro no le había invitado a sentarse.
Ni lo hizo cuando levantó la mirada de los papeles.
—Fuerte cosa: atentar contra el Generalísimo… —dijo con agudo acento canario.
—Como verá en el croquis, excelentísimo señor ministro —intervino Casado—, su plan consistía en hacer estallar las bombas al paso del automóvil del Generalísimo, cuando cruzase junto al puente de los Franceses, en la avenida de Valladolid, a su regreso hacia El Pardo de la recepción con los embajadores extranjeros en el palacio real. Iba a ser el día 2 de abril, veinticuatro horas después de la celebración del día de la Victoria, con lo que pretendían, no sólo asesinar al Caudillo, sino causar un impacto político de magnitud por la fecha elegida.
—Fuerte cosa… ¿Y el armamento?
—En mi despacho tengo tres pistolas, una bomba de piña y el explosivo: dos maletas con varios kilos de dinamita plastificada. Además, hay mechas y clavijas de conexión. Y también encontramos el pequeño transmisor que iba a provocar la explosión a través de la onda corta. Les hemos pillado con las manos en la masa.
—Envíemelo todo cuando regrese a su despacho. ¿Cuántos meses le ha llevado la investigación, comisario?
—Ha sido muy rápido y ha intervenido la buena suerte. Como usted sabe mejor que yo, hay varias células comunistas infiltradas en Madrid. Y en donde menos te lo imaginas, te encuentras con la sorpresa…
—En eso tiene razón. Llevamos, además, días de suerte. No sé si sabe que anoche mismo fue detenido en Barcelona un cura polaco que era agente comunista.
Casado enrojeció.
—¡Coño! —acertó a decir—, con perdón, excelencia. Esos desalmados se meten por todas partes, son como ratones.
—Ratones coloraos, desde luego… Siga con lo que me estaba contando.
—Hace dos semanas más o menos, fuimos apercibidos por un contacto de que en un bar se reunían todos los lunes y martes gentes sospechosas: los mismos días y a las mismas horas.
—¿Por qué sospechosas?
—No eran vecinos ni trabajadores que anduvieran por allí dedicados a hacer obras. De modo que pusimos un dispositivo de vigilancia, nos dimos cuenta de que ocupaban un piso y una mañana, cuando lo abandonaron, entramos y encontramos propaganda comunista junto con las armas y explosivos. Decidí dejarlo todo como estaba e informar a mis superiores, que me dieron permiso para montar el operativo. El resto, ya lo ve usted, excelencia… —Fuerte cosa. ¿Y el muerto?
—Se resistió.
—¿Se resistió? Me han dicho que se le disparó un tiro a uno de los suyos cuando el sujeto estaba tendido en el suelo.
—Se puso nervioso.
—Bien, comisario, pasemos página sobre ese pequeño incidente, pero advierta a su hombre de que el gatillo hay que controlarlo en tiempo de paz… Tal vez obtenga usted una medalla por esto.
—Muy agradecido, excelencia… Como digo en el informe, después de los interrogatorios que hemos practicado a los detenidos, sabemos que hay una o dos personas más en la célula que no estaban allí cuando procedimos a la detención. Me gustaría seguir ocupándome del caso, que la casa no se tocase durante unos días y montar una espera para detener a los que quedan. Y que no saliese nada por ahora en los periódicos…
—Con todo nuestro reconocimiento a su tarea, comisario, el caso ya no está en sus manos. Se trata de un asunto de enorme dimensión política, tanta dimensión, que incluso casi me supera a mí. El muerto, sobre todo, complica las cosas mucho. De todos modos, formará parte con sus hombres de los turnos de vigilancia de la casa. Y tendrá su medalla. En cuanto a la prensa, el ministro de Información, por indicación del Caudillo, ha dado orden de que no se publique nada hasta el domingo, cuando tengamos todo bien atado.
—¿Qué va a hacerse con los prisioneros?
—No tendría que contestarle esta pregunta, comisario. —Perdón, excelencia.
—Pero haré una excepción por lo valioso de su servicio. Terminaremos de interrogarlos. Y luego serán juzgados en los tribunales militares de la calle del Reloj, si es posible a principios de la semana que viene. Con toda probabilidad, serán fusilados de inmediato. A estos casos hay que darles pronta resolución antes de que se organice jaleo en el extranjero. Ya sabe, la propaganda comunista contra nuestro Régimen…, enseguida aparecen manifestaciones por toda Europa. Puede retirarse, Casado. Tendrá su medalla.
—A la orden, excelencia.
Eran las cinco de la tarde del mismo día en que se habían producido las detenciones.
Se encontraba en un grave aprieto, decía para sí el comisario mientras varios guardias entraban y salían de su despacho, procediendo a llevarle al ministro el material explosivo, las armas y la propaganda. Cavilaba nervioso. Si sus superiores descubrían que sabía mucho más del caso y hasta dónde alcanzaban sus ramificaciones, no sólo perdería su empleo, sino que seguramente acabaría en la cárcel. No le quedaba otro remedio que proceder con urgencia y audacia.
Cuando los guardias terminaron su tarea, Casado se levantó y llamó al ordenanza.
—Diga a Osma y Nodales que vengan de inmediato: están esperando en el bar de abajo.
—Cierra la puerta —ordenó a Nodales cuando los dos subalternos entraron.
Permaneció sentado. Miraba con fijeza a Nodales.
—Has armado una buena, necio.
—Lo siento, comisario.
—Estamos en un buen lío. Así que hay que proceder con rapidez.
—Lo que usted mande, comisario.
Movió la cabeza hacia Osma.
—El que yo esté en un buen lío quiere decir que vosotros también lo estáis. A ti Osma, puedo volver a enseñarte la ficha en la que figuras como militante de UGT. Serías expulsado del cuerpo ipso facto. Y en cuanto a ti, cabeza de chorlito —miró de nuevo a Nodales—, sabes que tengo todos los datos de lo que hacías en los tiempos del estraperlo.
—Hacía lo mismo que usted, comisario, con todos mis respetos.
Casado dio un golpe en la mesa con la palma de la mano.
—¡Imbécil! Yo tengo las pruebas de lo que hacías, pero ni tú ni nadie tiene pruebas de lo que hacía yo.
—Eso sí, comisario.
—Quiero decir lo que quiero decir, para que me entiendas. Señaló a sus dos subalternos con el dedo.
—Que estáis en el mismo barco que yo, y esa es la cuestión, como dijo Shakespeare: o seguir siendo lo que sois o dejar de serlo. Si yo me hundo, vosotros os hundís más todavía. ¿Entendido?
Los dos hombres asintieron inclinando la cabeza. Casado se levantó de la silla. Se sentía más tranquilo.
—Primera disposición: nadie fuera de nosotros tres sabrá nada sobre el cura y la chica. Y cuando digo nadie es nadie, ¿queda claro? Recibió un nuevo asentimiento de las dos barbillas.
—Ahora no podemos acercarnos mucho por el piso, porque está vigilado. Pero el sábado me haré con el turno de guardia de la casa e iremos a por ellos. Será arriesgado, pero hay que hacerlo.
—¿Y por qué no le detenemos en el seminario? —preguntó Osma.
—Lo he pensado. Pero el riesgo es mayor. Muchas personas se enterarían, empezando por el rector. Y todo se iría al carajo.
Casado paseó junto a la ventana unos instantes, mirando a la calle y sin hablar.
—En fin, os quiero a toda hora a mi disposición, de nueve de la mañana a once de la noche, hasta que concluyamos con todo esto. Tú, Nodales, vives solo, ¿no?
—Con García, mi gato.
—Ese no habla. ¿Dónde vives?
—En la plaza de Tirso de Molina.
—La utilizaremos para mantener unos días escondido al cura. —¿Mi casa?
—Tú y Osma os quedareis vigilándole a toda hora hasta que lo saquemos de allí. Tienes un cuarto libre, ¿no?
—Hay cuatro. Pero fuera del mío, sólo está amueblado el que fuera dormitorio de mi madre, que Dios la tenga en su gloria.
—El dormitorio va a ser ahora calabozo para encerrar a un diablo. Y Osma dormirá en el sofá del salón. Porque supongo que tendrás sofá…
—El cuarto de mi madre, no, comisario. Lo tengo como un altar, en su memoria. Eso no lo tolero.
—¿Y a quién le importa lo que tú toleras o no? ¡Lo encerrarás allí!
Se volvió hacia el otro:
—Osma, ¿en dónde has guardado las ropas del cura?
—Están en mi armario del despacho, junto con mis ropas. Ahí no mira nadie.
—Las llevaremos el sábado a la casa, antes de que lleguen los tórtolos. Y ahora, podéis iros. Os avisaré cuando vayamos a actuar.
Al quedarse de nuevo solo, sentía frío y temor. Eran demasiados los riesgos que asumía y muchos los hilos que debía controlar. Si lo dejaba todo en manos del azar, lo más probable es que se descubriesen sus manipulaciones y fuese expulsado de la policía. Y al otro lado, el Patriarca esperaba…, lo veía como un gran buitre negro posado en lo alto de su hombro.
Repasó una y otra vez, mentalmente, la situación y siguió precisando su plan. Era audaz, pero inteligente. Y no le quedaba otro remedio que ponerlo en práctica.
De pronto, se dio cuenta de que quedaba un cabo suelto. Abrió su caja fuerte y cogió ciento cincuenta pesetas de la cantidad destinada a pagar confidentes. Se colocó el abrigo con rapidez y salió del edificio a buen paso.
La calle Campomanes estaba vigilada por varios policías de paisano. Casado saludó con un gesto a dos de ellos que conocía y entró en la Casa de Vinos. Nadie había en el interior de la taberna en esa hora salvo Goyito, que fregaba vasos detrás del mostrador. El chico miró con recelo al comisario cuando este se acodó en la barra.
—Oye, chico —le hizo una seña torciendo el dedo índice, para que se acercara—. Tengo que pedirte disculpas por lo de esta mañana.
—Me llamó mamarracho —respondió el albino, ahora con gesto de rencor.
—Es lo que iba a decirle a don Arturo, el que pegó el tiro. Había un muerto y sangre y todos nos ponemos nerviosos en esos casos.
—¿Incluso usted, comandante? —preguntó el mozo, con aire ingenuo esta vez.
—No es un trabajo fácil ser policía. Pero quería disculparme y decirte que lo has hecho muy bien.
Goyito asintió ufano.
—Sírveme un vermú, anda —ordenó Casado.
—Será a cuenta de la casa…, ahora que no está el patrón. Bebió el primer sorbo mientras el albino le miraba con embeleso.
—Verás… —siguió Casado—, he pensado que puedes ser un buen policía.
—Siempre lo he creído, mi comandante.
—Como eres joven, se me ha ocurrido que empieces trabajando de confidente y en otras pequeñas misiones que vayan surgiendo. No tendrás que dejar esto por ahora y te ganarás algo de dinero por cada servicio. En el otoño, comenzaremos a prepararte para que puedas hacer unas oposiciones. ¿Tienes estudios?
—El parvulario de mi barrio, jefe. Pero sé leer y escribir, aunque con faltas de ortografía.
—Entonces tendrás que empezar como guardia e ir ascendiendo con el tiempo.
—Cualquier cosa, jefe, mientras que tenga un sueldo. Porque el tiempo para ser pobre me sobra.
Casado apuró de un trago la bebida.
—Dime, chaval, ¿ha venido algún otro policía a preguntarte sobre el caso?
—Se han asomado a mirar el local, pero nadie me ha dicho nada.
—Pues si te preguntan, tú ni mu a nadie. —Le guiñó el ojo al albino—. Ya sabes, en todas las profesiones hay competencia interior. Y tú eres hombre mío.
—Cuente conmigo, comandante. Soy mudo y ciego para los demás. Y para usted, todo oídos y todo ojos.
Casado se abotonó el abrigo.
—Hablaremos pronto. Y toma, esto es lo que has ganado con tu primera misión.
Le entregó al chico las ciento cincuenta pesetas.
—¡Mi madre! ¡Treinta duros! ¡Esto sí que es un trabajo y no la puta mierda del bar!…
Pasadas las once de la noche, chapoteando sobre el barro dejado por las últimas lloviznas, pelado de frío, rodeado por el olor de los pozos negros y apenas iluminada su sombra por las luces canijas de las escasas bombillas que brillaban en los esquinazos, Goyito llegó a la chabola en donde vivía, en la humillada barriada del Ventorro del Chaleco, apenas un manojo de casuchas que se arracimaban a la vera del maloliente arroyo del Abroñigal, no muy lejos de la plaza de toros de Las Ventas, uno de aquellos hogares adustos de posguerra en los que incluso las chinches tiritaban.
Abrió la puerta y cerró a sus espaldas, dando un sonoro golpe que hizo retumbar las livianas paredes de ladrillo y brincar casi las placas de uralita del techado.
—¡Voy a ser policía! —gritó airoso.
Desde el cuartucho en donde dormían sus padres, le llegó la voz del hombre:
—¡Vete a la cama, gilipollas!… ¿Tú policía…? Si no vales ni pa’ prender los mecheros de las farolas. Y mira que me esmeré en enseñarte el oficio…
El albino se asomó a la estancia retirando la cortina.
—Ya verás si soy poli, padre. Tú seguirás de farolero, pero yo tendré pistola.
—Métetela por el culo y deja a la gente dormir en paz.
Goyito se acostó vestido en el jergón del suelo de la salita. Con los dientes castañeteando por el frío, comenzó a imaginar las emociones de la nueva vida que le esperaba, persiguiendo ladrones por las calles de Madrid a bordo de un coche negro y reluciente.
Eijo escuchó en silencio el relato del comisario sobre las detenciones de los comunistas aquella mañana. Cuando el policía calló, el Patriarca dijo con sequedad:
—Me parece muy bien lo que se haga contra el comunismo. Pero lo que me interesa son los datos del tal Estanislao. ¿Qué más sabes, hijo?
—Estanislao no es italiano. Es un cura polaco que vive en el Seminario Conciliar. Y creo que usted lo conoce: lo recomendó como profesor de latín a la mujer de un general de brigada de Artillería.
Un pesado silencio cayó sobre la sala. Eijo se tapó el rostro. Sentía deseos de llorar. Sus sospechas se confirmaban. Pensó que estaba viejo, que su mente se ofuscaba, que iba camino de convertirse en un estúpido.
—Hay algo más, Patriarca.
Eijo guardó silencio.
—El cura polaco se ha liado con la hija del general. Se encontraban en el piso de la célula comunista los fines de semana. Es un buen pájaro ese curita.
Con esfuerzo, el obispo se levantó de su sillón. Alzó la cabeza y las manos hacia el cielo y bramó:
—¡Dios Todopoderoso!
Se acercó hasta Casado. Sus ojos despedían fuego.
—¡Quiero verlo inmediatamente!
—El sábado por la noche, o todo lo más tarde el domingo, lo tendrá aquí, Patriarca. No puedo hacerlo antes. Y me la estoy jugando, se lo aseguro.
—¿Por qué no puedes traerlo antes?
—La casa está rodeada de policías. Mi jefes y el ministro se enterarían de todo si lo detengo en el seminario… Y eso es lo que usted no quiere, según me dijo. Tengo que esperar al sábado y conseguir que ese día me den el turno de vigilancia de la casa. Espero lograrlo, es la única oportunidad que tengo para detenerlo.
Eijo se retiró un paso hacia atrás:
—Tráelo cuanto antes. Después, ya sabes…, el polvo al polvo. Y toneladas de tierra para cegar la sucia infamia.
A solas ya, Eijo Garay secó de sus mejillas las lágrimas vertidas a solas después de que Casado salió. Luego, con paso cansino se dirigió hacia la pequeña estantería en la que guardaba unas decenas de libros. La mayoría eran textos religiosos, pero había otros de carácter diverso que le gustaba tener a mano para ojearlos: clásicos en griego y latín, sobre todo Homero, Virgilio y Horacio; algunas tragedias de Shakespeare, por lo general referidas a reyes; desde luego, El príncipe, de Maquiavelo; Quevedo, Cervantes, Góngora y algunos novelistas rusos y franceses. Esta vez, tomó un texto de Balzac y buscó una de las páginas dobladas por una esquina. Leyó en voz alta lo que años atrás había subrayado:
Cuanto más fríamente calcules, más lejos llegarás. Golpea sin piedad y serás temido. Toma a hombres y mujeres cual caballos de postas, a los que renovarás cuando ya estén reventados.
Dejó el libro en su lugar. Se hablaba a sí mismo:
«¿Y por qué lo has olvidado? ¿Por un rapto estúpido de amor? Ah, corazón envejecido, blando y voluble como el de un pájaro. ¿Poderoso e implacable Patriarca? ¡No! Alma quejumbrosa de mujer. El mundo parece temblar ahora debajo de tus pies. Eres un anciano cansado y lacrimoso, tal vez loco como Lear o derrotado como Wolsey. ¿Querías un hijo? ¡Ahí, lo tienes!, un ángel convertido en un demonio, un miserable Edmundo que ha herido tu alma a cuchilladas y por cuya culpa se tambalea tu pedestal de poder. Olvidaste que los sentimientos nos hacen frágiles. ¿Cómo te has dejado vencer, por qué te has abandonado y permitido que gobernara el caballo sobre ti en lugar de reventarlo? Prende ahora la llama de tu furia, que se avive el fuego de tu odio. Pero ¡ten cuidado! No consientas a la ira que se fatigue en su propio ardor. ¡Sujétala, enfría tu ánimo, calcula! ¡Sé implacable, no le abras un espacio a la piedad para que subsista! ¿Qué quieres? ¿Ser vencido? ¿Ver esfumado tu poder? Deja a tu razón que discuta con tu cólera. ¡Y vence!».