Capítulo 12

El subcomisario Germán Osma tenía un carácter pusilánime y, a sus cuarenta años, vivía una existencia plácida con su mujer y una hija de cuatro. Carecía de ambiciones, no sentía una excesiva vocación por su trabajo de policía y su mayor placer consistía en escaparse de Madrid, durante una semana de cada primavera, para pescar truchas con un grupo de amigos en los ríos bravos de las montañas de León. Lucía un pelo rubio pajizo, no era alto ni tampoco bajo, ni feo ni guapo, ni demasiado tonto ni en exceso listo. Un tipo común, en suma, a quien su jefe directo, el comisario Melchor Casado, apenas encargaba otras misiones que seguir a gente sospechosa e informar sobre ello.

—Eres una persona insípida, Germán, nadie repararía en ti —le decía a menudo Casado—. De modo que eres el mejor para seguir a cualquiera, seis horas sin interrupción si es necesario, y no levantar sospechas.

Germán había pasado la guerra trabajando como taquígrafo y mecanógrafo en las oficinas del Ministerio de Fomento, en Madrid, sin mezclarse en asuntos políticos. Todo el riesgo que corrió durante el conflicto fue un bombardeo que le sorprendió en la Gran Vía, pero logró encontrar a tiempo refugio en las galerías del metro. Casi nadie se fijaba en él, de modo que fue uno de los pocos españoles que pasaron de puntillas sobre la Guerra Civil. Él mismo no sabía bien si sus ideas eran conservadoras o de izquierdas, si era monárquico o republicano, creyente o ateo. Le daba lo mismo y, cuando alguien le preguntaba sobre ello, se encogía de hombros y no respondía. No obstante, se afilió al sindicato socialista de UGT, simplemente porque la mayoría de sus compañeros de trabajo lo hicieron y también porque era una forma de no llamar en exceso la atención.

Al concluir la contienda, nadie hizo tampoco demasiado caso de aquel tipo vulgar y silencioso. Se presentó a unas oposiciones para el cuerpo de policía porque pagaban algo más que en su puesto de mecanógrafo. Y ahí se quedó, destinado en la comisaría de la Puerta del Sol.

Un día, el comisario Melchor Casado le llamó a su despacho en la sección que comandaba dentro de la Brigada Político-Social en un ala del edificio que daba a la calle de Correos.

—Quiero que trabajes en mi sección —dijo sin preámbulos.

—Yo de estas cosas de política no sé nada, señor comisario —protestó.

Casado sonrió:

—Ganarás un poco más de dinero y, además…, antes sí sabías de política —dijo mientras le tendía una lista de afiliados de la UGT del Ministerio de Fomento del año 1935. Su nombre aparecía en ella.

—Me apuntaron, no tuve más remedio —confesó Germán.

—Pues ahora te pasa lo mismo, Osma: que no tienes más remedio que apuntarte. Estarás en el grupo de escogidos sobre los que deposito mi absoluta confianza. A partir de ahora tu jefe soy yo, más todavía que los que están por encima de mí. ¿Comprendes? Jefe.

—Comprendo. Pero no sé por qué me ha escogido a mí: yo no valgo para demasiadas cosas.

—Me gusta rodearme de hombres sobre los que tengo información, aunque no sirvan para demasiadas cosas. A lo mejor un día sirves para más de lo que tú crees.

Osma afirmó con un movimiento de cabeza: entendía a la perfección que quedaba en manos de Melchor Casado. Al poco de integrarse en la sección, el comisario le dedicó a seguir a gente sospechosa por las calles de Madrid. Cumplía las órdenes y, cuando terminaba su jornada de trabajo, se limitaba a informar y se desentendía del asunto. No tenía ni la menor idea sobre el destino de la mayor parte de los hombres y mujeres a los que había seguido, si los dejaron libres o si habían terminado por ser fusilados. En realidad, y puesto que el mundo no se interesaba demasiado por él, Germán Osma había decidido que la suerte de los otros, incluida la posibilidad de que les mataran, le importaba muy poco.

Esa tarde de sábado, finalizando febrero, el subcomisario esperaba, en el miserable barrio de La Colasa, en un rincón de una sucia taberna cercana a la parada del tranvía que realizaba el recorrido entre los arrabales del sur y la estación de Atocha. Más que bar, aquello era una suerte de cabaña en la que se vendían pellejos de vino, aceites adulterados, legumbres, harina y forraje para las caballerías, al tiempo que, en un mostrador largo, estrecho y maloliente, se servían vasos de vino espeso a una habitual clientela de gitanos, que solían echar largas partidas a los chinos. Apestaba a estiércol y a alcohol agrio aquel local de suelo de tierra, pensaba con tristeza Germán Osma encogido en la esquina del mostrador, con una taza de caldo en una mano y un cigarrillo encendido en la otra. Como siempre, la gente apenas reparaba en él.

Había llegado casi dos horas antes, con un confidente del comisario Casado. El otro había entrado en la casa cural, en donde se celebraba una reunión, y él debía esperar a que concluyera y el soplón regresara a su encuentro. Su tarea consistía, como siempre, en seguir a una persona, la que el chivato le indicase.

¿En qué pensaba Germán Osma mientras fumaba y daba leves sorbos del acerbo caldo y sufría con el hedor que le rodeaba? En que eran cerca de las ocho y media y estaba deseando que la reunión terminase, seguir al sospechoso de turno hasta su lugar de destino y largarse al fin a casa para encender la radio y escuchar el programa de humor de Pepe Iglesias el Zorro, su principal pasión después de la pesca.

Al finalizar la asamblea, Stefan se quedó un rato con Tomás Castellón y Jaume Rebollosa, como había hecho el último sábado. Tomaron gaseosa y café y un joven ayudante de Castellón les preparó unos pequeños bocadillos de tortilla de patata.

—Tenemos que extremar las precauciones durante las próximas semanas —decía Rebollosa—. Nos han llegado rumores de que la jerarquía está preocupada con las HOAC. El obispo de Bilbao, Morcillo, anda preguntando por ahí sobre nuestras actividades.

—Creo que hay que distanciar las reuniones —dijo Castellón— y conectar entre nosotros antes de celebrarlas, por si hay que suspenderlas a última hora.

—Tú debes de tener especial cuidado, Esteban —añadió Rebollosa.

—¿Por qué?

—Eres extranjero. Nosotros podríamos ir a la cárcel, como mucho, y Tomás ser apartado del sacerdocio. Pero tú eres extranjero…, corres el riesgo de que te fusilen.

Stefan pensó por un momento en Pilar, en el Patriarca, en el piso de Campomanes, en Matías… Mintió:

—Tengo cuidado, llevo un comportamiento absolutamente normal en el seminario.

—Procura controlar si te siguen o no —agregó Castellón.

—No lo creo —se tocó las ropas—. Y además, cambio de vestuario, como veis.

—La policía política española está entrenada en la guerra y en el crimen.

Stefan se encogió de hombros:

—Yo también hice una guerra.

—No olvides que no estás en tu patria —concluyó Rebollosa—. Puedes ser considerado un espía y eso se resuelve en España con juicios amañados y rápidos que casi siempre terminan con la muerte del acusado.

—Se quedan un rato charlando, hay que esperar —dijo el confidente, acercándose a Germán y pidiendo un vaso de vino al tabernero. Era un hombre alto, de unos sesenta años, magro de cuerpo y de pelo canoso, con un rostro surcado de arrugas hasta el punto de parecer el mapa detallado de una cordillera. Miraba a través de unos lentes de cristales gruesos, tras los que se movían unos nerviosos ojos azules.

—¿Quiénes se han quedado charlando?

—Están el cura, don Tomás Castellón, el otro jefe de las HOAC, Jaume Rebollosa, y el hombre que tiene usted que seguir, ese italiano que dice llamarse Estanislao. Es alto, delgado, joven y moreno. Supongo que bien parecido. Va vestido como un gañán de aldea, pero no tiene las manos de un campesino.

—Vamos más cerca de la puerta, que no se nos despiste y se largue —dijo Germán.

—Tienen por lo menos para una hora.

Pero Stefan tardó menos tiempo en salir. Eran cerca de las nueve cuando el chivato lo vio venir y tocó el hombro de Germán.

—Ese es.

—Vale, hasta la vista.

—Y yo tengo que esperar al próximo tranvía. ¡Puñetas! Tardará otra hora, por lo menos.

—Para eso te pagan, digo.

—No me pagan; me chantajean.

—Eso no tiene por qué ser incompatible con un salario.

Osma se situó a cuatro o cinco metros de distancia de Stefan, lejos de la farola de gas que alumbraba con luz tacaña la parada del tranvía. Llegaron otros viajeros y Germán Osma volvió a ser esa sombra que apenas llamaba la atención. Hacía frío y el subcomisario se alzó las solapas de su abrigo de paño barato. Las luces del cansino vehículo asomaron al fin, vacilantes, entre las chabolas y los galpones. Osma se situó tres filas más atrás que Stefan y encendió un nuevo cigarrillo.

Viajaron hasta Madrid entre desmontes invisibles y barrios oscuros en donde, en ocasiones, brillaban las luces de las hogueras y sombras humanas se movían alrededor del fuego. La pobreza se percibía en el aire que entraba en el carricoche, un aroma empalagoso y dulce, un perfume inequívoco a miseria y suciedad.

Al llegar a Atocha, siguió calle arriba, unos veinte metros por detrás de Stefan. Osma pensaba que eran las nueve y media y el programa de Pepe Iglesias el Zorro comenzaba a las diez y cuarto. Tenía tiempo si el otro no vivía muy lejos. Pero parecía que le gustaba andar, a pesar del frío.

Continuaron hasta la plaza de Benavente y el hombre descendió por Carretas hasta la Puerta del Sol. Luego, tomó la calle del Arenal, alcanzó la plaza de la Ópera y giró a la derecha, para subir por Campomanes. El policía le siguió a lo largo de la cuestecilla en curva de la pequeña vía y se ocultó en un portal cuando le vio detenerse en la esquina con Santo Domingo. El hombre echó entonces una mirada alrededor, sacó una llave y entró en el edificio.

Germán Osma esperó y, unos minutos después, se acercó y contempló la fachada del inmueble. Ninguna de las ventanas que daban a la calle mostraba sus luces encendidas. Tomó nota del número de la casa y dio la vuelta a la esquina. Arriba, en el hueco de un patio, brillaba una leve luz. Germán coligió que el hombre ocupaba el último piso y que era una vivienda interior.

Volvió sobre sus pasos. Al cruzar junto a una taberna, oyó que le llamaban.

—Eh, Osma, ¿qué haces por aquí?

Era Arturo Nodales, un subcomisario de la misma sección que la suya, la dirigida por el comisario Casado, de la Brigada Político-Social. A Germán no le gustaba nada Arturo: le parecía un chulo y un bocazas. Pero, como siempre hacía ante los otros, no manifestaba sus sentimientos. Se estrecharon las manos.

—Concluyo un servicio —respondió.

—¿.-Y de qué va el servicio?

—Que te lo diga el comisario Casado. Yo no estoy autorizado a responderte ni tú a preguntarme.

—Joder, Osma, parece mentira que estemos en la misma brigada. ¿Quieres un vinito? Me iba ya, pero he ganado la partida al dominó y estoy animado a echarme algo más al cuerpo.

—Ando con prisa. Y nunca bebo alcohol.

—Siempre tan insociable, coño. Parece que no tienes alma.

—Será eso.

Veinte minutos después, apurado, subiendo a la carrera la escalera, el comisario llegó a la puerta de su casa y entró a paso vivo en la sala.

—Hola —dijo a su esposa, que remendaba unos calcetines bajo la luz de una lámpara. La mujer vestía un bata brillante de espeso tejido y su pelo se recogía en media docena de grandes rulos.

—Tienes una tortilla fría en la cocina —dijo ella mirándole de reojo.

Osma se quitó el abrigo y la chaqueta.

—¿,Se ha acostado la niña?

—Hace media hora.

—Enciende la radio, va a empezar el Zorro.

Se apresuró camino de la cocina, regresó al minuto con la tortilla y se sentó en el viejo sillón tapizado de rojo sucio, al otro lado de la mesa camilla a la que se arrimaba su esposa.

Un par de minutos después, la voz atiplada de Pepe Iglesias el Zorro, con suave y deslizante acento argentino, cantó alegre desde el altavoz de la radio:

—«Yo soy el Zorro, Zorro, Zorrito, para mayores y pequeñitos. Yo soy el Zorro, señoras, señores, de mil amores voy a empezar».

A Germán Osma le brincó el alma, alborozada, cuando comenzaron a circular los personajes creados por el cómico. Siguió a carcajadas el curso del programa hasta su conclusión: el momento en que el Zorro relató el hilarante desenlace de una de las desdichadas aventuras de su criatura el Finado Fernández.

—«¡Y del pobre Fernández nunca más se supo!» —concluyó la voz, anunciando el fin del espacio.

Y Osma estuvo a punto de caerse del sillón, al que le fallaba la sujeción del brazo izquierdo, atrapado por un ataque de risa.

Sentada al otro lado de la mesa camilla, su esposa, que no había cesado de zurcir en ningún momento ni esbozado siquiera una sonrisa, levantó un instante la cabeza y miró al subcomisario con indiferencia.

Al entrar en el piso, Stefan percibió el olor del tabaco de Matías. Sobre la mesa había nuevos fajos de papeles y periódicos. Se sentó en la cama y comenzó a ojearlos: propaganda política, panfletos con llamadas a la huelga general sin precisión de fechas, ejemplares multicopiados de Mundo Obrero, el órgano clandestino de los comunistas… No se entretuvo en leer ninguno hasta que reparó en otro que, cosido con grapas, parecía un informe. Estaba escrito en italiano y su título, Pax, le llamó de inmediato la atención. Se apartó de la mesa y lo leyó con detenimiento. No era largo, tan sólo constaba de tres folios. Pero contenía una información que, conforme seguía la lectura, levantaba un cierto desasosiego en el alma de Stefan.

El documento comenzaba hablando sobre los progresos de los «camaradas que trabajan en el interior de Pax» y en las «nuevas directrices» recibidas por Piasecki desde el Kremlin. Como tareas políticas próximas, resaltaba la necesidad de «acelerar» la penetración en el seno de las organizaciones eclesiales de Occidente, particularmente las obreras, y el propósito de extenderse a nuevos países, como Portugal e Irlanda. El informe mostraba su satisfacción por los «espectaculares avances» logrados en Italia y su preocupación por el retroceso del prestigio de la organización en Francia.

El pulso de Stefan se aceleró y su desazón creció mientras leía el siguiente párrafo: «En el caso español, se ha comenzado con buen pie. El primer sacerdote de Pax, enviado por nuestro camarada Paolo desde Roma, y que ha adoptado el nombre de Estanislao, se ha puesto ya en contacto con grupos de obreros católicos de las HOAC. Paolo informa asimismo de que un nuevo sacerdote reclutado por Pax acaba de ser acogido en Barcelona por un grupo de jesuitas que trabajan en barriadas obreras impulsando los movimientos de cristianos de base opuestos al Régimen franquista. Paolo nos cuenta que ambos se están jugando la vida, sin duda; pero está convencido de que sus posibles logros justificarían su sacrificio».

Stefan tiró el informe sobre la mesa sin concluir su lectura. Tuvo la sensación de que un amplio hueco se abría en su pecho. Era consciente, desde mucho tiempo atrás, desde que se entrevistó por última vez con el tío Jakub y conoció a Piasecki, de que se encontraba pillado en una compleja trama de la que sería difícil escapar, de que era algo parecido a un débil insecto pillado en una tela de arana y de que, en cualquier momento, un animal negro avanzaría hacia él, sosteniéndose como un equilibrista en los ligeros hilos, para matarle y devorarle.

Pero sentirse de pronto en el ojo del huracán y percibir la frialdad con que su amigo Paolo hablaba de su posible muerte, abría con mucha más hondura el vacío de su pecho. Tenía la sensación de que un objeto afilado y frío traspasaba su piel y su carne y alcanzaba a herir su corazón.

¿Quién sería el otro sacerdote? ¿Otro polaco? ¿Alguien a quien conocía?, se preguntó mientras se cambiaba de ropa. Salió y caminó cabizbajo en dirección al seminario. El pavor hacía que la sangre le quemara.

Ha llorado recordando a Paolo, pero esta vez sus lágrimas no son por la lejanía del amigo, el único verdadero amigo que creía haber tenido en Roma durante años, sino porque se siente en algún modo desdeñado. Lo contrario de la amistad no es la enemistad, sino el olvido. Y Paolo no sólo parece haberle olvidado, situándolo por debajo de otros intereses, sino que siente, sin reflexionarlo, que en cierto modo han jugado con él. Stefan piensa en Paolo y le imagina escribiendo sus informes durante los años de Roma. Le imagina también conversando con sus jefes comunistas al hablarles de la ingenuidad del joven sacerdote polaco que confía en él a ciegas. Pero, sobre todo, le imagina justificando su muerte en razón a intereses superiores, cuando recibe la noticia de que Stefan ha sido fusilado después de un juicio urgente, tal como le ha dicho Rebollosa al hablarle sobre los riesgos que corre. ¿Por qué hay intereses superiores al derecho a la vida?, se pregunta ahora. Sabe que ha elegido conscientemente la misión encomendada, pero al ver delante de sí el abismo del peligro, siente vértigo y terror.

Piensa que Paolo ya no es su amigo. Ni Rebollosa lo es. Tampoco Castellón. Y menos que ninguno, Matías, a quien detesta como nunca.

No tiene a nadie.

Sólo a Pilar.

El siguiente día, domingo, almorzó en palacio con el Patriarca. Eijo no habló en exceso, parecía preocupado por asuntos que no mencionó y que a Stefan no le importaba en absoluto conocer. El obispo se retiró pronto, poco después de los postres.

—Debo escribir unas cartas, muchacho. Ven a almorzar de nuevo el domingo que viene.

El anciano posó una mano sobre el hombro del joven.

—No has hablado mucho. ¿Tienes algún problema, hijo?

—Ninguno, Patriarca. Tampoco usted ha hablado demasiado.

—Cierto, cierto… Hay días en que la vida nos abruma. Será el clima, quizá. Nos hace falta un poco de sol y que llegue la primavera madrileña, ya verás qué hermosa es. No obstante, nunca guardes para ti solo tus problemas; yo estoy aquí para algo.

—Gracias, Patriarca.

Eijo se dio la vuelta y se alejó con pasos breves hacia su despacho, despidiéndose con un movimiento de la mano que recordaba el aleteo de un pájaro.

Stefan abandonó el palacio y caminó bajo el frío de la tarde hasta la calle de Campomanes. Subió a la habitación a cambiarse de ropa y encendió la estufa. Luego, bajó a la Casa de Vinos para tomar algo mientras se hacía la hora de la cita con Pilar. Pensaba ahora que nada tenía que reprochar a Paolo: él también estaba traicionando la confianza de alguien que le tenía por su amigo.

Una hora y media más tarde, los dos jóvenes hacían el amor con vehemencia y ternura. Después, aún entre las sábanas, ella le acarició el pecho:

—Te veo algo triste —dijo la muchacha.

—Es el clima, me pesa.

Miró hacia la mesa. El informe sobre Pax seguía en donde lo dejó la tarde anterior, tirado sobre el tablero. En su memoria asomaba, como tantas veces desde el día anterior y siempre desdibujado, el rostro de Paolo.

—Tienes que contarme todo lo que te suceda —insistió Pilar cuando se disponían a marcharse—. Para eso nos queremos, ¿o no? Le parecía que la voz de ella llegaba de muy lejos.

—Me sucede que pienso en el futuro y me abruma —respondió Stefan.

—Deja que pase este curso y buscaremos qué hacer para vivir juntos.

—Si nos dan tiempo…

—¿Te refieres a mi madre y a su amante, ese policía chulo? No te preocupes, a ella no le interesa decir nada. La mantendré callada. —Hay otra gente.

—¿Quiénes? —dime.

—Gente que no conoces. No sé bien por qué, pero hoy tengo la sensación de estar cercado.

El lunes, desde que se levantó de la cama a hora muy temprana, Stefan percibió que su disgusto se había transformado en una honda cólera difícil de sujetar. Y su odio dibujaba un rostro: el de Matías.

Desayunó, salió del seminario y se dirigió con paso resuelto a Campomanes. Era temprano cuando abrió la puerta del piso. No encontró a nadie. Mudó su indumentaria y regresó a la calle. Durante un par de horas, vagabundeó por el centro de la ciudad. Cuando volvió al piso, continuaba vacío.

Decidió esperar en la Casa de Vinos. Y se sentó junto a una mesa próxima a la ventana. El albino Goyito se acercó al verlo.

—¡Vaya, el amigo vallisoletano! —dijo.

Le fastidiaba el chico.

—Dame un café —ordenó con sequedad.

—Dirá usted achicoria. ¿Viene solo?

—Es evidente, ¿no? Trae la achicoria.

El viejo reloj de la pared, sobre el mostrador, marcaba casi las doce cuando vio pasar por la otra acera, a paso rápido, a un hombre enfundado en un largo gabán negro con una gorra oscura calada hasta casi cubrirle las orejas. Le pareció distinguir el perfil de Matías.

Esperó unos minutos, dejó una moneda de peseta sobre la mesa y salió.

Ascendió la escalera a grandes zancadas. Sacó la llave y abrió la puerta. Matías y otro hombre le miraron con asombro. Estaban junto a la multicopista, que con gran ruido imprimía papeles. Olía a tinta y fuerte tabaco de picadura.

Matías reaccionó y se adelantó hacia él.

—No tienes que venir los lunes —dijo irritado—. ¡Lárgate ahora mismo!

—Tengo que hablar contigo.

—¡Vete!

—No sin hablar contigo.

El otro dejó escapar un bufido. Tomó su abrigo, se colocó la gorra y se dirigió a la puerta. Cuando ganaron la calle, Stefan se dirigió de nuevo hacia la Casa de Vinos. Matías le siguió. Ocuparon una mesa del fondo. El comunista se quitó el abrigo mientras Stefan permaneció con el suyo puesto.

—Le ha cogido usted gusto a la taberna, amigo de Valladolid —dijo el albino.

—Trae dos achicorias —ordenó Stefan sin consultar a Matías.

—No…, la achicoria que se la beba él solo —corrigió Matías—. A mí me pones una copa de cazalla.

Goyito se alejó hacia la barra. En esa hora, no había más clientes en la tasca que ellos dos. Stefan esperó a que regresara el camarero con la taza humeante de achicoria y el vaso de aguardiente. Matías encendió un cigarrillo.

—Ese tabaco huele asqueroso —dijo Stefan.

—¿Es lo que querías decirme?

—He leído el informe sobre Pax en italiano que habéis dejado en la mesa del piso.

—No sé italiano. Lo debió olvidar allí algún otro.

—¿Sabes lo que dice? Que el Movimiento Pax es una creación vuestra, de los comunistas.

—¿Y qué te importa eso?

—Ahora sé bien en lo que estoy metido y creo que ya intuía lo que significaba Pax, aunque nunca pensé que pudieseis ser tan cínicos. Estoy harto de que me utilicéis.

—No te utilizamos; eres un compañero de viaje algo cretino. Stefan notó crecer su cólera.

—Os detesto.

Matías rio. Dio una calada honda al cigarrillo y lo expulsó hacia delante, en dirección al rostro de Stefan.

—¿Por qué no le dices eso a tu tío Jakub?

—Tu camarada Federico parecía pensar muy distinto a como tú lo haces.

Matías movió la cabeza y sonrió burlón.

—Federico camina por un lado peligroso que no es el mío.

—Sois unos canallas.

Matías apuró la copa. Se levantó y se enfundó de nuevo el abrigo.

—No vuelvas a aparecer por aquí ningún lunes…, ni los martes. No lo olvides.

Se dirigió a la puerta. Stefan le siguió. Ya en la calle, cruzó de acera tras Matías y le detuvo sujetándole del brazo. El otro se volvió con violencia, agarró las solapas del abrigo del sacerdote y le empujó de espaldas contra la pared.

—Mira, cura de mierda —su aliento despedía un fuerte olor a tabaco—, no me toques más los cojones. Si por mí fuera, te rebanaría el cuello ahora mismo… Para mí, no hay mejor cura que el cura muerto. Terminó ya el tiempo en que éramos esclavos vuestros, aunque perdiésemos la guerra. Pero vendrán otros…

Stefan apartó las manos de Matías. Se dio cuenta al instante de que, aunque las suyas eran más pequeñas y sus hombros menos anchos, poseía mucha más fuerza que aquel hombre. Imitándole, le tomó por las solapas, le obligó a girarse y lo lanzó contra la pared, colocándole en la misma posición que él mismo había sufrido segundos antes.

—Te repito que sólo he venido a decirte que sois unos canallas —casi gritó ante el pálido rostro de Matías—. Y tú, más que ninguno de tus camaradas. ¿Crees que los curas no pueden llegar a matar?

—Sé que pueden —respondió el otro mirándole a los ojos—. Lo sé de sobra; por eso os odio.

El furor de Stefan se esfumó de pronto y empujó a Matías hacia un lado. El otro dio dos pasos vacilantes para recuperar la verticalidad. Murmuró mientras se alejaba:

—Parece que tuvieses ganas de morir…

Stefan se quedó un rato allí, quieto, mientras veía a Matías alcanzar el portal de la casa, abrirlo y perderse en su interior. Unos instantes después, notó que le tocaban en el hombro. Se giró, tenso y en guardia.

—Siento molestarle, señor vallisoletano —dijo el albino, tendiendo hacia delante la palma abierta de la mano—, pero se han ido ustedes sin pagar. Son dos pesetas y cincuenta céntimos.

A esa misma hora, Arturo Nodales se dirigía con paso apresurado hacia el edificio de la calle de Correos en donde se encontraba el despacho del comisario Melchor Casado. Le había convocado a las doce y media y las manecillas de su reloj de pulsera pasaban ya de las doce y veinte. Como conocía la manía por la puntualidad de Casado y su talante autoritario, aceleró la marcha mientras cruzaba el último arco de la plaza Mayor.

Nodales era un hombre sin familia, solitario, amigo de la cazalla y de las partidas de dominó. Vivía con un gato rojizo y malhumorado, al que llamaba García, en un segundo piso de la plaza de Tirso de Molina, que compartió con su madre hasta que ella murió, cuatro años antes. Poco aficionado al exceso de trabajo, solía pasar las mañanas en comisaría, charlando ociosamente con los compañeros. Comía el plato del día, a eso de las dos, en una tasca de la calle de Postas y, al atardecer, cuando concluía su servicio, iba a echar unas partidas de dominó a la Casa de Vinos de Campomanes y a trasegar unas cuantas copas de un recio aguardiente que el tabernero traía de Salamanca.

La monotonía de su existencia la quebraba, de cuando en cuando, su participación en alguna detención, por lo general de sospechosos de pertenecer al Partido Comunista. Algunas veces, le tocaba acudir a la universidad para recabar información sobre la penetración de organizaciones políticas ilegales entre los jóvenes estudiantes. Sus informadores eran chicos del SEU, el sindicato universitario de la Falange. Y en poco más consistía su trabajo. Nodales pensaba que los buenos tiempos habían pasado para siempre.

Su relación con Casado venía desde los días que siguieron a la guerra. Ingresó en la Brigada Político-Social porque su padre había sido oficial de la Legión, fusilado después de caer hecho prisionero de los republicanos durante la batalla de Teruel, cuando Arturo tenía diecisiete años. Él veneraba a su padre y, a la conclusión de la guerra, merced a su condición de huérfano de un heroico mártir, pudo optar por ingresar en la milicia. Pero no le gustaban la extrema disciplina del Ejército ni vestir uniforme. Prefería vivir instalado en la impunidad y la molicie que ofrecía la policía política.

Empezó a trabajar muy pronto y le complacía particularmente participar en las primeras «sacas» de la posguerra, las ejecuciones nocturnas sin juicio previo de republicanos encarcelados. Con su pistola había contribuido a ajusticiar a unos cuantos reos disparándoles el último tiro en la nuca. La primera vez se le ocurrió una frase que de inmediato se hizo muy popular entre sus compañeros: «¿Por qué le llamarán el de gracia si es el tiro de la desgracia?». Y a consecuencia de ello, a menudo, los que participaban con él en las ejecuciones, le cedían, jocundos, el privilegio del último disparo: «Venga, Nodales, pégale tú el de la desgracia». Siempre pensaba en su padre mientras apretaba el gatillo.

Sobre todo, se hizo experto en interrogatorios. Le gustaba hacer el papel de «policía malo», como se decía entonces, ante los detenidos y disfrutaba retándolos con chulería y, de cuando en cuando, apagándoles el cigarrillo sobre el dorso de la mano. Pero era algo escrupuloso: nunca fue capaz de arrancarle las uñas a ninguno de ellos con las tenazas. No podía evitarlo, pero le producía dentera, e incluso giraba la cabeza para no verlo cuando algún compañero se empleaba en ello.

En esos años posteriores a la contienda, se mezcló junto con Casado en asuntos de estraperlo que le supusieron pingües beneficios. Duró poco tiempo la bonanza y a punto estuvieron de detenerle, junto con el comisario y otros cuantos policías, pero las influencias de Casado les salvaron a todos de un expediente y de la expulsión del cuerpo. Después, a poco de morir su madre, se gastó casi todo cuanto había ganado con aquella hija de puta de la Manuela, una buscona por quien perdió el seso y que acabó dejándole por otro después de limpiarle los bolsillos. Nodales no se atrevió a cobrarse la venganza que le pedían su vergüenza y su furia: matar a su adversario. Sencillamente porque el otro era un militar de alta graduación.

Ninguno de sus compañeros era amigo suyo y mucho menos Casado. Sabía que su jefe, al haberle salvado el puesto de trabajo y quién sabe si la vida, le tenía «pillado», como le decía a su gato García, apesadumbrado, cuando llegaba a casa con alguna copa de más. A veces pensaba que, en cierto modo, también podría decirse que él tenía en sus manos a Casado, ya que ambos habían sido cómplices en los trapicheos del mercado negro. Pero el miedo que sentía ante su superior era tan grande que, de inmediato, apartaba la idea cada vez que le venía a la mente.

Nodales era hombre de pocas luces, al tiempo que cruel e implacable, pero con un punto débil en su corazón: todavía lloraba convocando el recuerdo de su madre. A nadie había querido como a ella. Y de nadie había dependido tanto. Muchas noches soñaba que no estaba muerta y que volvía a su lado, que le acariciaba la cabeza con dulzura, como había hecho hasta pocos días antes de morir.

Casado miraba a sus dos subalternos: el inútil y estúpido Nodales y el insípido Osma. No valían para mucho, pero le eran fieles como perros. O mejor: estaban obligados a serlo. Confiaba en los hombres sólo cuando podía destruirlos y estaba convencido de que la lealtad más sólida nace del chantaje.

—¿Qué pasa con el italiano, Osma? —preguntó.

El subcomisario relató el seguimiento del día anterior desde que tomó el tranvía junto a Stefan hasta que llegaron al piso de Campomanes.

—Nodales y yo nos encontramos enfrente de la casa —agregó.

—Suelo a ir a echar una partidita por las tardes a una tasca de esa misma calle —dijo el otro.

Casado se dirigió a Osma:

—¿Y no te quedaste un tiempo esperando a ver si volvía a salir? El subcomisario se acordó del programa de Pepe Iglesias el Zorro.

—Se encendió una luz del patio interior, en el último piso. Supuse que se quedaría a pasar la noche…

—Supusiste, supusiste…, bah.

Casado se levantó, echó una mirada a los retratos de Franco y Primo de Rivera y siguió hablando.

—Lo primero que tenéis que meteros en la mollera es que esta investigación la llevo yo personalmente y que nada de cuanto averigüemos o hagamos se sabrá fuera de aquí hasta que yo no lo decida. ¿Esta claro? Ni filtraciones a los jefes ni chismorreos con los compañeros, ¿me explico? Os jugáis una buena si se os va la lengua.

Los otros dos asintieron.

—El asunto es más serio de lo que podéis pensar. El tipo que seguiste ayer, Osma, es un agente extranjero, probablemente un comunista italiano, que se está introduciendo en sectores de la Iglesia española para agitar a las bases e impulsar la creación de sindicatos clandestinos, juntando a obreros meapilas con la canalla roja. La cosa puede tener ramificaciones en la universidad, en donde a los hijos de los señoritos les ha dado por ser demócratas de izquierdas. Se puede liar un cisco que no os voy a explicar, pero es un complot muy serio de desestabilización del Régimen. Y nosotros tres vamos a cortar el asunto por lo sano. Sabéis lo que significa la palabra complot, ¿no?

—Una conjuración —dijo Osma con cierto aire de satisfacción: un mes antes, había escuchado el término en un programa del Zorro en el que el Finado Fernández, uno de los más populares personajes del cómico, era «víctima de un complot» de fantasmas para acabar con su vida a causa de asuntos de celos.

Nodales se puso en pie de súbito. Se dirigió a Osma.

—¿Dónde está la casa en la que se metió el tío al que seguías?

—En la acera de enfrente del bar del que salías, en la esquina de la derecha.

—¡Joder! —dijo Nodales y volvió a sentarse, rascándose la cabeza con vigor.

—¿Qué pasa? —preguntó Casado al instante.

—Es que —hablaba dubitativo—. No sé si habrá algo, pero el caso es que el mozo de la cantina, Goyito, que es albino y medio lelo y que está empeñado en ser policía, me ha contado que hay un tipo que entra a menudo en el sitio en donde yo echo la partida, o sea, en la misma tasca, esa en donde me encontré con Osma en la puerta anoche, vamos, ahí mismo en Campomanes…, y le invité a un vino por cierto y, como siempre es tan arisco, no lo aceptó…

—¿Por qué no te explicas mejor? —preguntó Casado.

—Delante de usted, siempre me pongo nervioso, comisario.

—Tranquilízate, piensa y habla despacio, que hoy no tengo previsto comerte el hígado.

—Verá: es que, al mencionar usted a la Iglesia, me he acordado de lo que me cuenta Goyito.

—¡Dilo ya, cojones! —insistió el comisario.

—Que hay un tipo que entra en la taberna vestido de campesino al que Goyito ha visto una vez en la calle vestido de cura. Y los fines de semana se encuentra allí con una chica muy guapa, en la misma taberna… Está para comérsela, de verdad se lo digo… Y no sé si tendrá interés o no, comisario, porque el Goyito es medio gilipollas…, pero me he acordado de eso. El cura y la chica se van a la casa de enfrente, la de la esquina, supongo que a follar.

Casado regresó a su silla, al otro lado de la mesa. Guardó silencio un rato, pensativo, antes de seguir:

—Mañana estáis emplazados aquí a las diez de la mañana. Iremos a ver a tu Goyito, Nodales. A lo mejor nos resulta mejor poli’ cía que tú.

El comisario despachó a sus dos subalternos y telefoneó luego al Patriarca para darle cuenta de cuanto iba averiguando.

—¿Son hombres de tu absoluta confianza? —preguntó Eijo al término de las informaciones de Casado.

—Más les vale. Los tengo en mis manos por viejos asuntos sucios. Recordó, por un instante, que a él le sucedía lo mismo con el obispo.

—Ya sabes, hijo —respondió maléfico el prelado—, que tu generosa lealtad ilumina siempre mi vida de anciano solitario. Así que insisto en que todo esto debe quedar entre nosotros, sólo entre nosotros. Nadie debe saber que hay un cura enredado en este asunto, porque me perjudicaría.

—Como usted ordene, Patriarca.

Orgulloso de sí mismo, Goyito miraba a los tres policías que se sentaban al arrimo del velador del extremo del local. A don Arturo le había servido una copa de cazalla; al que parecía el jefe, un sol y sombra, y una taza de achicoria al que menos hablaba. El jefe le invitó a sentarse con ellos.

—Venga, chaval, cuenta esa historia del cura.

—Me fijé en él la primera vez que estuvo aquí, porque hablaba con acento algo raro. Le pregunté que de dónde era y dijo que de Valladolid. Y eso me mosqueó —sacó pecho el albino, mirando a Nodales—, porque yo soy de los que no se fían de las apariencias y me gusta investigar las cosas y, además, el acento no me parecía español, sino extranjero. Y una noche, por la calle, aquí al lado, viniendo hacia el bar, me crucé con un cura. Al pasar al lado de la farola, le vi la cara. ¡Y era el vallisoletano!

—¿Estás seguro? —preguntó Casado.

—Completamente.

—¿Cómo es?

—Alto, flaco, parece fuerte… me recuerda a los cromos en donde salen ángeles y arcángeles, pero sin alas. Y debe ser un tío chulo, porque lleva una gachí que espanta de buena que está.

—Sigue por orden. ¿Le has visto en más ocasiones vestido de cura?

—No. Pero de paisano, muchas. Y una de las veces, que caminaba con la chica por la acera de enfrente, iba vestido como un pincel. Se metieron en el portal de la esquina.

—¿Qué días viene con ella?

—Fijo, casi todos los sábados y, sin faltar, todos los domingos. Pero ayer…, ayer pasó algo raro.

—Explícate, Goyito.

—Verá, hay otras personas, un grupo de tres y a veces de cuatro, que vienen los lunes y los martes y desayunan aquí y bajan luego antes de la hora del almuerzo a tomar una caña o un chato de vino. Hoy han venido. Yo pensé que trabajaban por aquí cerca. Pero ayer me apercibí de que van al mismo portal del cura, ese de Valladolid, o lo que sea ese hombre…

Goyito miró satisfecho a los policías.

—Sigue —ordenó Casado.

—Ayer, a media mañana, entró en el bar el de Valladolid con uno de los otros hombres. Discutieron en la mesa, se fueron sin pagar y, al salir detrás de ellos para pedirles lo que me debían, les vi peleándose. No llegaron a los puños, pero se dieron unos cuantos empellones. El vallisoletano era más fuerte. Y el otro, cuando se separaron, entró en la misma casa, a la que va el vallisoletano cuando viene con la chica. Luego, el cura, o sea el vallisoletano, me pagó sin rechistar. Yo creo que se les había olvidado con la discusión. Estaban muy acaloraos.

—¿Y dices que los otros están ahora arriba?

—Eso pienso, porque han desayunado aquí hace un rato y como siempre bajan antes de comer para el aperitivo…, pues supongo que allí siguen.

—¿Cuántos son?

—Han venido tres. Ya le digo que a veces son cuatro, pero hoy sólo he visto a tres. Hoy no ha venido uno que es más alto, joven, que lleva gafas. Tiene un pelo muy abundante y parece que les habla como un jefe.

—¿Cómo puedes estar seguro de que usan el mismo piso?

—Es de lógica.

Casado miró su reloj. Eran las once menos veinte.

—¿.A. qué hora suelen bajar?

—A eso de las dos o dos y cuarto.

Casado se levantó.

—Vosotros os quedáis aquí —ordenó a Nodales y Osma—. Si aparecen y se van antes de que yo regrese, tú, Arturo, me llamas por teléfono —señaló al auricular que colgaba de la pared, cerca de la puerta—. Y tú, Osma, si ves que se van antes de que yo llegue, los sigues. Si se separan, sigues a uno, al que te diga Goyito que se peleó con el cura. Pero estaré de vuelta enseguida.

—¿Adónde va, comisario? —preguntó Nodales.

—Ya lo sabrás.

Se volvió hacia el albino.

—Y tú, Goyito, chitón. No dices nada a nadie de lo que hemos hablado, ni a tu patrón siquiera.

—Soy su hombre, jefe —miró a Nodales—. ¿Cree que valgo para policía?

—Estoy seguro, chaval.

—¿Y qué tendría que hacer para ingresar en el cuerpo?

—Ya hablaremos cuando terminemos esta historia. De momento, lo que te digo: ni mu a nadie.

—Como dicen en las películas: yo siempre a la orden, mi comandante.

Y el albino se levantó, se cuadró y saludó a Casado al estilo militar.

El comisario logró aguantarse la risa, Nodales miró anonadado, primero a su jefe y luego al camarero, y Osma bostezó volviendo la vista hacia otro lado.

Pasaban unos minutos de las dos cuando los tres hombres entraron en el bar. Se acodaron en el mostrador y ordenaron bebidas al patrón. Goyito se acercó a la mesa en penumbra que ocupaban los tres policías. Se agachó junto a Casado, que había regresado media hora antes, y musitó:

—Son ellos, jefe. El que se peleó con el cura es el del extremo de la barra.

El comisario asintió e hizo un gesto a Goyito para que se alejara. Luego, habló en voz baja a sus subalternos.

—Cuando se vayan, tú los sigues, Osma, y te aseguras de que se alejan del bar. Luego vuelves aquí. Tú y yo, Nodales, nos quedamos esperando.

—¿No sigo a alguno de ellos para ver dónde vive? —preguntó Osma.

—No, haz lo que te digo: vuelves aquí cuando te asegures de que se han ido lejos.

Un cuarto de hora después, los tres hombres abandonaban el local. Osma se levantó y salió tras ellos. El albino se acercó a la mesa que ocupaban los policías.

—Esto sí que es emocionante, jefe, como en las películas.

—Sí, sí, Goyito, como en las películas… Anda tráenos unas asadurillas para ir picando algo. Las estoy oliendo y me han dado ganas. Y a este —señaló a Nodales— no le pongas más cazalla. Sírvele un chato de vino y va que chuta. A mí, dame una cerveza.

—Lo que ordene, comandante.

Mientras bebían y comían en silencio, Casado pensó de pronto en Pilar. No se veían desde el día que se encontraron con la hija y el cura polaco en la cafetería Dólar. Y tenía ganas de ella.

—¿Qué vamos a hacer, comisario? —preguntó de pronto Nodales, sacándole de sus pensamientos.

Casado le miró con fastidio.

—Pues como siempre: lo que yo te ordene cuando te lo ordene.

Y siguió recordando el cuerpo desnudo de Pilar Cifuentes.

Osma regresó cerca de las tres.

—Se han ido desde la Puerta del Sol en tranvías diferentes: en uno, iban dos de ellos, en dirección a Atocha. En el otro, el tercero, camino de Ventas, por Alcalá arriba.

Casado se levantó, dejó dinero en la mesa, apuró su cerveza y ordenó:

—Vamos, pues.

—¿Adónde, comisario? —preguntó Nodales.

—¿Adónde ha de ser? A registrar el piso.

Sacó del bolsillo un aro con varias llaves de diversos tamaños.

—Antes me preguntabas qué iba a hacer cuando me fui —agitó las llaves ante el rostro de su subordinado—. A buscar llaves maestras, lila. Pero, en fin, es mejor que no tengas imaginación…

—No sé qué quiere decir, comisario —respondió Nodales mientras apuraba su vino y se colocaba el abrigo.

—Unir la imaginación a la inteligencia suele dar frutos sabrosos. Pero asociarla con la estulticia sólo conduce a la ruina.

Camino de la puerta, Casado le envió un saludo a Goyito. El albino sonrió feliz e hizo amago de cuadrarse.

—¡Esto es un tesoro! —exclamó el comisario, cuando vio la multicopista y los fajos de papeles y periódicos que se amontonaban sobre la mesa.

Se volvió hacia sus dos subordinados.

—¡No toquéis nada, manteneos a un lado! —gritó terminante.

—¿No vamos a llevarnos todo esto, comisario? —preguntó Nodales.

—Limítate a obedecer y no preguntes.

Con parsimonia, Casado fue revisando uno por uno los panfletos, los informes y los periódicos. Los ojeaba, se detenía a leer algunos, sonreía y, en ocasiones, hacía un breve comentario en voz alta, hablándose a sí mismo. Osma y Nodales le contemplaban impasibles, de pie ante la puerta.

—Mundo Obrero, vaya, vaya…, creí que ya no existía esta mierda… Así que huelga general. ¡Buenos estáis!

Con extremado celo, volvía a colocar los papeles en la misma disposición que los había encontrado.

—¡Vaya, aquí está otra vez Pax! —exclamó al dar con el documento italiano que, días antes, había provocado el desánimo y el furor de Stefan.

Se sentó y lo leyó sin prisas. Estaba escrito con sencillez y sus dos años en Italia le habían dado suficiente dominio de la lengua para entenderlo bien. Al poco, sacó un cuaderno y un lápiz de los bolsillos y tomó algunas notas.

—Otra vez nuestro amigo Estanislao…, todo encaja, todo encaja.

Dejó el informe en su lugar, se levantó de nuevo y abrió los armarios. Colgaban de las perchas ropas toscas, que parecían pertenecer a un labrador, y un hermoso traje príncipe de Gales, dos camisas, una corbata y un abrigo oscuro de buen paño. Debajo, el comisario distinguió el brillo de unos zapatos negros.

—Osma —llamó al subcomisario—, ¿reconoces entre todo esto lo que llevaba ese italiano el día que le seguiste desde la casa cural de La Colasa?

El otro se acercó, contempló un rato las prendas y señaló las más bastas.

—Creo que eran estas ropas.

—Todo encaja… —dijo Casado.

Luego, paseó la vista por la habitación, como si quisiera memo_ rizarlo todo.

—Está bien, vámonos —ordenó a los otros.

Llegaron a la calle.

—¿Tenéis hambre? Vamos a comer algo, hoy os invito. Ha sido un día excepcional.

Nodales no pudo contenerse:

—¿Y lo dejamos todo como estaba?

—No me preguntes tonterías, Nodales, que hoy estoy de buen humor. Vamos a hablar de fútbol y de toros en la comida, sólo de fútbol y de toros. ¡Ah! Y el sábado, el domingo y lunes estáis de servicio, no lo olvidéis.

De vuelta a su despacho, Casado marcó el número de teléfono de Jorge Lloret, un camarada falangista con quien operó en las retaguardias de los frentes de la Guerra Civil y por entonces uno de los jefes de la Brigada de Servicios Especiales de Barcelona, la ciudad en donde había nacido.

—Tenéis un comunista infiltrado con los jesuitas de Barcelona —le dijo tras los usuales saludos—. Creo que lo han acogido en una parroquia de un barrio obrero.

—¡Collons! Cuenta, cuenta… —pidió el otro.

Casado le relató cuanto sabía de la organización Pax y de los intentos de penetración en la Iglesia española. Pero omitió hablarle de Estanislao y de la célula comunista localizada en Madrid.

—En todo caso —añadió—, considera que esto es un favor y que yo no te he dicho nada. Te apuntas el tanto tú solo y me debes una.

—Claro que te la debo. Y creo que será un asunto sencillo. Ya imagino cuál es el grupo de jesuitas a que te refieres. Es fácil dar con ellos, porque los jesuitas díscolos al Régimen son pocos. Deben de ser unos que se ocupan de una parroquia en el paseo de Montjuic…, creo que la iglesia se llama San Pedro Claver. Hay un cura…, su nombre, espera, sí, un tal Artigues. Es el fundador de la parroquia y anda enredando con los obreros desde hace meses. La cosa encaja.

—Infórmame cuando lo tengas. Pero, ya te digo, toda la gloria es tuya, Lloret.

—Te debo una, como bien dices.

Colgó el auricular, esperó unos segundos y volvió a telefonear, esta vez al palacio episcopal. Regina le citó para esa noche a las nueve.

Con un aire arrogante, casi postinero, y a duras penas conteniendo su euforia, Melchor Casado entró en el despacho de don Leopoldo Eijo Garay, se inclinó ante el obispo y besó el anillo que este le ofrecía alargando la mano. Después, por indicación del prelado, se sentó en la silla vacía que le daba frente.

Preciso y sin ahorrar detalle, Casado fue relatando al Patriarca todo cuanto había acontecido durante el día. Al concluir su informe, esperó a que el obispo saliera de su silencio. Durante unos minutos, Eijo, con los ojos cerrados, parecía dormir. Al fin, los abrió y echó levemente el cuerpo hacia delante.

—Lo de Barcelona no es de mi incumbencia. Espero que tus compañeros se las arreglen con el asunto.

—Lloret es un profesional serio, monseñor, le conozco de días muy difíciles. Y Barcelona es una ciudad más sencilla de controlar…, allí el terreno ha quedado limpio de rojos después de la guerra.

—No te fíes de los catalanes: cuando menos te lo esperas, vuelven a las andadas.

—Lloret se las sabe todas, se lo digo yo, Patriarca. Y si tuviera que apostar, diría que a ese de Pax le quedan un par de días de pasear por las Ramblas antes de que lo metan en la trena.

—Bien, bien…, olvidemos Barcelona: eso es cosa de su arzobispo, que por cierto es un mendrugo. ¿Qué tienes pensado hacer?

—Es una operación muy sencilla. El sábado o el domingo localizo al italiano cuando vaya con la chica al piso. Los hago seguir a los dos y, como quien dice, los tengo ya en la jaula, aunque les deje volar todavía unos días. El lunes asalto la casa con mis hombres y deshago la célula comunista. Y me apunto un tanto con mis superiores. Luego, unos días después, detengo al otro y me ocupo de él con discreción. Como comprenderá, no he detenido hoy a los comunistas para atrapar al otro pájaro el fin de semana. Lo del italiano sólo lo saben dos hombres de mi confianza.

—Dijiste que eran de plena confianza; insisto: de plena confianza.

—Si intentan hacérmela, van a la calle y, quizá, al trullo…, a la cárcel, quiero decir.

—¿Dónde guardarás al italiano?

—En una celda de comisaría: diré que es un delincuente común o lo que sea, mis hombres le tendrán controlado. Luego…, lo que usted disponga.

—Es un asunto sobre el que tendremos que echar tierra: amenaza mi prestigio.

—Eso de echar tierra, ¿lo dice literalmente?

—No, pero confío en tu mente despierta, hijo. ¿Cómo es ese italiano?

—No lo he visto. Pero dicen mis informantes que es joven, alto, delgado, moreno y de complexión fuerte. También guapo, con aire angelical.

—¿Aire de ángel?

El Patriarca guardó silencio unos instantes. Al cabo, dijo:

—¿Con seguridad es italiano? —preguntó el obispo.

Casado sacó sus notas.

—En el informe de Pax que encontré en el piso se decía textualmente que habían enviado un hombre desde Roma y que su nombre de guerra era Estanislao.

—Tengo que conocer a ese hombre.

—Lo conocerá, Patriarca.

—Me tendrás informado a cualquier hora, no lo olvides. Has hecho un buen trabajo, hijo.

—Su reconocimiento me hace sentirme orgulloso, Patriarca.

—Eres un buen siervo del Señor —respondió Eijo, sonriendo melifluo.

—¿Imaginas, Regina? Nuestra seguridad depende apenas de un soplo de aire. Una torcedura del destino y, ¡ay!, todo lo logrado durante años se evapora. ¡Cuán frágil es la condición humana y más frágil aún la del poderoso! Creces sobre ti mismo, te arriesgas, navegas muchos años en océanos de gloria y un día, de pronto, el agua se convierte en barro, tus pies se hunden en el cieno y te devora el descrédito. Es el azar quien lo gobierna todo…

Eijo sorbía cucharadas de sopa caliente mientras su secretaria permanecía en pie frente a él, en el pequeño comedor privado de palacio.

—No le entiendo, Patriarca.

—El destino castiga a veces el exceso de orgullo, bien puede ser eso —siguió el Patriarca sin escuchar la objeción de Regina—. Y quien ha sido muy grande se convierte de pronto en algo muy pequeño. Temo la caída. La vanidad es como un globo que puede reventar si le insuflas una gota más del gas que puede tolerar. Y temo que mi vejez se convierta súbitamente en un peso abrumador. No soy joven para resistir y comenzar de nuevo.

—Con todos mis respetos, Patriarca, es como si me hablase en chino.

—No hablo para tus oídos, mujer, aunque me dirijo a ti porque preciso tener una cara delante —respondió el obispo con fastidio—. Pienso en voz alta y hablo para mí mismo. ¿Imaginas las burlas de esos necios: de Antoniutti, Pla y Deniel y el becerro de Mor-cilio? Riéndose del viejo burlado y vencido… No soporto la idea de verme así. Debo ser de nuevo implacable. No puedo permitir que la Naturaleza engañosa me empuje a equivocarme, mientras contemplo, ingenuo, el florecimiento de los frutales, sin prever que, de repente, una imprevista helada nocturna de primavera puede quemar en unas horas las flores y arruinar sus frutos. Seré implacable como los días más duros de mi vida y me apartaré de los sentimentalismos a los que me convoca mi espíritu de anciano.

Apuró el plato de sopa, se limpió los labios con la servilleta y se levantó del sillón.

—Anda, mujer, déjame tu brazo y acompáñame a la alcoba.

—Está de mal humor, Patriarca.

—No. Estoy cercado. Pero voy a escapar del asedio y algunos saldrán heridos de gravedad y mi prestigio reforzado.

—Muchas veces lo ha hecho, Patriarca.

—Pero no era tan viejo ni tan sentimental… Y me temo lo peor. —¿Qué es lo peor, Patriarca?

—Que mi alma se rompa a causa de la necesidad.

—No logro entenderle, monseñor.

—Porque no has leído a Shakespeare, mujer.