Capítulo 11

Las semanas siguientes fueron para los dos jóvenes días de vehemencia y fuego. Tras los besos ardorosos de aquel miércoles, no volvieron a verse hasta el domingo, separados por la rejilla del confesionario del colegio. Pilar esperó para ser la última de la hilera de chicas que aguar daban turno ante la pequeña cabina de madera oscura que ocultaba a Stefan.

Faltaba un cuarto de hora para que comenzase la misa. Pilar fue la primera que habló.

—¿Tienes remordimientos? —preguntó.

Stefan respiró hondo antes de responder:

—Lo único que tengo son deseos de besarte otra vez.

—No me siento culpable de nada, sino feliz —añadió ella.

—Yo no quiero pensar en la culpa.

—Podemos vernos esta tarde. ¿A las cinco y media te parece bien?

—Almuerzo con el obispo en su palacio, pero terminamos pronto. ¿Dónde te espero?

—Hace frío, iremos al cine. ¿Conoces el Palacio de la Prensa? Está en la Gran Vía, muy cerca de la calle de Preciados. Si subes desde la Puerta del Sol, llegas enseguida.

—¿Qué película proyectan?

—Da lo mismo… Será raro, de todas formas, ver a un cura con una chica, aunque a mí no me importa.

—Eso tiene arreglo, no te preocupes —concluyó Stefan.

Pilar, que esperaba en la puerta del cine Palacio de la Prensa, no reconoció a Stefan hasta que el joven llegó a su lado y tocó levemente su brazo.

—Hola —dijo.

Pilar se echó hacia atrás, con gesto asustado. Pero de inmediato advirtió quién era. Y dibujó una sonrisa luminosa en su rostro.

—¿De dónde has sacado esas ropas?

—¿Qué te parece?

—Tienes aire de campesino.

Rio con ganas la muchacha.

—Pero es mejor que la sotana —añadió en voz más baja. Stefan miró hacia el cine.

—¿Qué vamos a ver?

—Una melonada: Murió hace quince años. Ya la he visto y casi me desmayo de vergüenza ajena.

—Vamos entonces a otro cine.

—Mejor este: mis padres nunca vienen, le tienen manía, sobre todo él, porque dice que todo lo que tiene que ver con la prensa esconde rojería.

Había muchas butacas libres y se sentaron cerca del extremo de una hilera de asientos, alejados de otros espectadores. Sonaron los acordes de la pomposa banda sonora, aparecieron los títulos de crédito y se escucharon los primeros diálogos de los actores. Pocos minutos después, Stefan tomó la mano de Pilar. Se acariciaron moviendo con delicadeza los dedos, a veces con las dos manos cogidas. Antes de que hubieran transcurrido quince minutos de película, sus labios se encontraron de nuevo.

Siguieron las ardientes sesiones dominicales de cine y los encuentros de los miércoles en el despacho del general Martín-Marcos, durante la clase semanal de latín. Una tarde, mientras se abrazaban y se besaban enardecidos, Pilar escuchó el sonoro golpeteo de los tacones de su madre sobre el parquet, acercándose a la puerta del despacho.

—Es mamá —susurró a Esteban apartándose del abrazo.

Stefan reaccionó con sorprendente rapidez. Casi saltó para tomar el libro de la Eneida de la mesa, lo abrió al azar y comenzó a leer con voz alterada:

Aeole, namque tibi divum pater atque hominum rex et mulcere dedit fluctus et tollere vento, gens inimica mihi Tyrrhenum navigat aequor…!

Stefan atrajo de inmediato la atención de doña Pilar al abrir la puerta. Le contempló un instante con gesto interesado mientras Pilar se recomponía el peinado.

—Disculpe, señora —dijo Stefan dejando la lectura.

—Siento interrumpir la clase —respondió la señora con gesto atónito—. Sólo quería deciros que me iba. Vendré a cenar contigo, Pili.

Horas más tarde, durante la cena, doña Pilar, Pili y su hermano pequeño comían en silencio, un silencio tan sólo interrumpido por los sonoros sorbetones que Julianín daba a las cucharadas de sopa de fideos.

—¡Niño, contente de una vez! —clamó doña Pilar al fin—. ¿Nunca, rica vas a aprender a comer como un caballero en lugar de hacerlo como un caballo? Eres igual que tu padre…

Luego se volvió a Pilar. Suavizó el tono de voz.

—He estado pensando… El padre Esteban, ¿no está algo chiflado? Primero, aquella espantada del día del cine. Y esta tarde, leyendo casi a gritos, supongo que en latín… Parecía un actor más que un profesor.

—No está loco, mamá —improvisó Pilar—. La poesía latina depende de las sílabas, que son cortas y largas, y el ritmo del verso reside en el uso alternativo de esas sílabas…

—Deja, deja… Será eso, ya veo que aprendes.

Se escuchó un sonoro sorbetón de Julianín. Doña Pilar se volvió hacia él.

—¡O paras de hacer ruido con la sopa o te quedas sin el segundo plato!

—No podemos seguir así —le dijo la muchacha el domingo siguiente, en el confesionario—. Cualquier día nos pillan.

—Me doy cuenta…

—¿Y qué podemos hacer? —respondió la muchacha.

—Creo que puedo arreglarlo…

El último sábado de aquel congelado mes de enero, se celebró una nueva reunión en la casa cural de La Colasa. Acudió más gente en esta ocasión, casi treinta personas. Stefan habló menos tiempo que en la anterior asamblea, en tanto que Castellón y Rebollosa disertaron fogosamente sobre la necesidad de fundar cuanto antes sindicatos clandestinos en las fábricas y en las empresas en donde trabajasen afiliados de las HOAC.

—¿Y qué haremos si se nos quieren unir socialistas o comunistas? —preguntó uno de los asistentes.

—Aceptarlos en nuestras filas, como en Italia —respondió tajante Castellón. Luego se volvió hacia Stefan—. ¿No te parece, Estanislao?

—Así es —respondió el joven polaco.

La reunión terminó pasadas las ocho de la tarde y Stefan y Rebollosa se quedaron a cenar en la casa cural. Hablaron de la urgencia de elaborar propaganda y de hacerse con una multicopista. Stefan no dijo nada sobre la que se guardaba en el piso de Campomanes.

Regresaron en tranvía a Madrid. Apenas hablaron por el camino. En Atocha, se despidieron con un fuerte apretón de manos.

Don Leopoldo Eijo concluía su cena en la augusta soledad del comedor de palacio cuando Regina acudió con la noticia:

—Está al teléfono el comisario Casado, ilustrísimo señor Patriarca. ¿Le digo que llame más tarde y así termina de cenar?

—No, no; ya voy. Pero no retires el postre todavía, las natillas están muy ricas.

La voz de Melchor Casado sonaba jovial.

—Hay noticias, Patriarca, interesantes noticias. Esta tarde se ha celebrado una reunión en el barrio de La Colasa, en la casa de ese cura, ya sabe, de Castellón. Se ha colado uno de mis confidentes. Y se ha hablado sobre todo de comenzar a formar sindicatos clandestinos por parte de los miembros de las HOAC.

—Empiezan a entrar en la ilegalidad, querido comisario.

—Hay más. Han convenido también en que, si los comunistas y los socialistas piden unirse a los sindicatos clandestinos, deben ser aceptados.

—Empiezan a entrar en la sedición.

—Y en fin, en la reunión se encontraba un hombre joven al que llaman Estanislao. Me dicen que era italiano. No habló mucho, al parecer. Pero Castellón y Rebollosa le trataban con gran respeto. Por cierto que Rebollosa está cada vez más extraño. Ahora, al acabar las reuniones, le da por pedir a todos que canten «Juventudes Católicas de España». ¿No es un himno de los nuestros?

—Sí; y no precisamente de los mejores por su letra.

—Lo de la esposa le tiene enloquecido, supongo.

—¿Y tu hombre, no siguió al italiano?

—Era un confidente, no un policía de la brigada.

—Pues habrá que hacerlo, hijo.

—Lo dispondré todo para la próxima reunión. Será dentro de dos sábados.

—En cuanto a Rebollosa y Castellón, convendría darles un susto a su debido tiempo. Pero sólo cuando sepamos quién es ese italiano.

—No se preocupe, Patriarca. Cuando usted disponga que hay que dar el susto, les daré uno que no van a olvidar. Soy un especialista en producir espanto, reverencia.

—Supongo que es una habilidad útil en tiempos de zozobra, hijo mío.

Aquel último domingo de enero, poco antes de las seis de la tarde, Pilar esperaba sentada en un velador de la taberna Casa de Vinos, en la calle de Campomanes. La noche se cerraba sobre Madrid y caía aguanieve del cielo. Se sentía incómoda: sólo había hombres en aquella tasca repleta de humo, hombres que jugaban ruidosamente al dominó sobre las mesas de mármol y que bebían en abundancia copas de áspera cazalla o chatos de tinto peleón. Muchos ojos la miraban sin descanso y el camarero albino que le había servido el café no paraba de dar vueltas alrededor de ella y sonreír con gesto seductor. Se arrepentía de haber llegado con adelanto a la hora de la cita.

Por fortuna, eran las seis en punto cuando Stefan asomó en la puerta vestido con sus ropas de campesino. Pilar respiró aliviada. Se saludaron tímidamente, con un flojo apretón de manos. El albino se acercó y contempló con gesto de sorpresa a Stefan.

—¡Ah, el señor de Valladolid! —dijo.

—Ya veo que te acuerdas. Ponme un café con leche.

Los jóvenes se miraron a los ojos.

—Estoy nerviosa —dijo ella.

—Yo también —repuso.

La muchacha dejó escapar una risa.

—Nunca he estado en un bar tan cutre ni con tanto hombre mirándome. Incluso ese camarero tan feo no me quitaba ojo. En España, una mujer sola en un local público siempre se siente incómoda: parece que fueras un gorrión rodeado de halcones.

—Podíamos haber quedado en otro sitio, pero estamos al lado.

—En mayo es mi cumpleaños, tendré dieciocho años —dijo Pilar, cambiando súbitamente el rumbo de la conversación—. ¿Cuándo es el tuyo?

—En octubre.

—El mismo mes de mi santo…

—Mi santo ha sido hace poco, el 26 de diciembre.

—¿Y nadie te regaló nada?

—No.

—Entonces te debo el regalo. Se me ha ocurrido de pronto qué va a ser: un traje, unos bonitos zapatos, dos o tres camisas y una corbata que me guste.

—¿No es demasiado? —sonrió Stefan.

—Tengo dinero de sobra… La verdad es que, con esas ropas, pareces un labrador. Me gustaría que algún día, bien vestidos, fuésemos juntos a tomar café a un lugar elegante.

—Sería muy arriesgado.

—A veces siento que me quiero arriesgar a todo contigo. El albino llegaba con el café. Stefan pagó.

Goyito se dirigió a una mesa en donde jugaban cuatro hombres. Uno de ellos era el subcomisario de policía que frecuentaba la tasca.

—Don Arturo —dijo—, ¿tiene un momento?

—Déjame de leches, Goyito, que me desconcentro: ¿no ves que estoy en medio de la partida?

El chico se alejó hacia el mostrador.

Stefan apuró el café.

—¿Vamos? —preguntó a Pilar posando su mano sobre el dorso de la de ella.

—Estoy muy nerviosa.

—Yo también.

—Pero aquí estoy incómoda.

—He encendido la estufa allí arriba… Charlaremos, si quieres. Nada más.

—Vamos, sí.

Goyito contempló a los jóvenes mientras cruzaban la puerta. Ella abrió el paraguas y cruzaron de acera. El albino pensó en seguirlos durante un par de minutos. Pero hacía frío afuera, medio nevaba, y no le daba tiempo a coger el abrigo.

Y después de todo, se dijo, si a nadie le importaba el asunto, ¿para qué tenía él que seguir averiguando algo en lo que no le iba ni poco ni mucho?

Unos minutos después, el policía le llamaba desde su mesa.

—Rellena las copas, chaval —le dijo—. Y dime qué es lo que querías. Suéltalo rápido antes de que empecemos la revancha. He ganado y estoy de buen humor.

—Hace un momento estuvo aquí ese hombre que se viste unas veces de cura y otras de paisano. ¿Vio la chica que se sentaba sola?

—¿La morenita esa…? —dijo el subcomisario señalando a la mesa que ocuparan Pilar y Stefan minutos antes.

—Se mueve como una gata al ponerse el abrigo… Me la comería, don Arturo.

—¿De eso querías hablarme? Tú no te comerás una rosca en tu vida, como no sea que pagues. ¿No te has mirado al espejo, pelostropajo? Si parece que te han metido en un saco de harina y te han puesto luego al sol. Y con esa niña no te irías ni pagando, tiene pinta de señorita bien. Mejor date una vuelta por el cine Carretas: es un consejo.

—El cura vino a recogerla y han salido juntos —respondió el albino.

—¿Por qué no dejas de jugar a poli, chaval? Si ya te he dicho que tú no vales para eso…, no despistas a nadie ni tiñéndote de betún.

Se volvió a sus compañeros de mesa:

—Este se ha creído que podemos hacer una pareja como Roberto Alcázar y Pedrín.

Los otros le rieron la gracia.

—Hace frío todavía —dijo Stefan.

—No me quito el abrigo —respondió ella.

Stefan se sentó en la cama. Pilar comenzó a pasear alrededor de la pequeña habitación.

—¿Qué es esto? —señaló al ingenio que ocupaba el centro de la mesa.

—Una multicopista.

—¿Y para qué la quieres?

—No lo sé, el piso es de un amigo.

Pilar tomó algunos de los papeles que se amontonaban alrededor de la máquina.

—Vaya, una hoz y un martillo… Mundo Obrero… Huelga general, dice. Esto parece comunista. ¿No serás comunista, padre Esteban? —preguntó la muchacha sonriendo.

—Todo lo que hay aquí es de mi amigo.

—En fin —suspiró—, ¿qué más da si tienes amigos raros o peligrosos?

Se sentía más tranquila.

—Él sólo me ha dejado el piso, lo demás no me interesa —dijo Stefan.

—Tienes razón, ¿qué importa?

Pilar sintió que, de pronto, su ánimo se llenaba de valor.

—Si tuvieras una radio, me gustaría poner música y bailar contigo —añadió.

—No hay radio ni tampoco tengo idea de bailar.

—Yo te enseñaría. He aprendido durante los veranos, en las fiestas de un pueblo de la sierra de Madrid adónde voy con mi familia. Las chicas aprendemos unas con otras.

Se acercó a Stefan, le tomó de las manos y le atrajo para que se levantara. Después, se quitó el abrigo y con su mano izquierda sujetó la derecha del joven. Unidas, las elevó más arriba de los hombros.

—Ahora, pasa el brazo suelto por mi cintura —señaló.

Pilar empezó a tararear un pasodoble con lentitud, interrumpiendo a veces la música para indicarle el ritmo:

—Un, dos, un dos tres; un dos, un dos tres…

Sus rostros se acercaron. Stefan dejó un beso liviano en sus labios. Despegó el rostro al instante, miró en los ojos de ella y la besó de nuevo, ahora en forma más continuada, profundamente. Pilar respondió sin timidez al beso. Stefan la atrajo hacia el borde del lecho y allí, sentados, continuaron abrazándose y besándose.

Ella le pidió que apagase la luz y quedaron en tinieblas. Se enterraron en la cama, con la habitación ya caldeada por la estufa de carbón. Se buscaban el uno al otro con ansiedad y torpeza. Rodeados de sombras, entre las sábanas ásperas, hicieron un amor torpe, desmañado y urgente. Stefan besó los hombros, el cuello y los senos de Pilar. Ella le acariciaba la nuca. Cuando se echó sobre ella, la impericia del joven se precipitó. Avergonzado, se retiró del cuerpo de Pilar y se tendió sobre su espalda.

Guardaron silencio unos instantes. La mirada de Stefan se clavaba en el techo.

—Lo siento —dijo al poco.

—No sabemos nada de estas cosas. Ya aprenderemos. Stefan se acordó de la primera vez que confesó a la muchacha.

—Virgen todavía… —dijo él.

—Me parece que sí.

Pilar dejó escapar una leve carcajada. Él se unió a su risa.

Volvió el silencio. No se movían del interior de la cama. Transcurrieron así cerca de veinte minutos, bajo la luz exangüe y lívida que llegaba del otro lado de la ventana. No hablaban. A veces reían al unísono. El calor crecía en la habitación. En ocasiones se escuchaba el desplazamiento de los pedazos de carbón en el interior de la estufa mientras los consumía el fuego.

Stefan percibió que el cuerpo de Pilar se giraba hacia él. La mano de ella se apoyó en su hombro y le acarició mientras sus labios le besaban en el cuello. Él la dejó hacer y luego comenzó a devolverle besos y caricias.

Esta vez logró controlar su ansiedad. Oyó a Pilar gemir levemente.

Arrogante, don Leopoldo Eijo Garay mira a las tres autoridades de la Iglesia que se sientan cerca de él, alrededor de la mesa ovalada que ocupa el centro del gran despacho de palacio. Ha logrado que acudan a su territorio, lo cual, en cierta manera, considera una victoria por su parte y una sumisión por la de ellos. Ni más ni menos están allí, como quien dice a sus pies, el primado de las Españas, el volátil roedorzuelo Enrique Pla y Deniel; el nuncio de Su Santidad en España, el reptílico anacóndico Ildebrando Antoniutti, y el obispo de Bilbao, el perruno lebrelil Casimiro Morcillo. Es más, Morcillo ha debido desplazarse expresamente desde su diócesis, lo cual acrecienta su humillación ante el Patriarca. Claro está que la orden le ha llegado del primado, desde Toledo, quien por cierto estaba de paso por la capital y a quien no ha debido rogar mucho don Leopoldo para que acudiera, después de asegurarle que contaba con una grapa excelente enviada desde Roma.

Los reverendísimos padres Morcillo, Pla y Deniel y Eijo Garay han dado cuenta de una opípara cena con ostras y perdices y vino blanco de Albariño y tinto de La Rioja Alta. Más tarde, se les ha unido Antoniutti. Y ahora los cuatro se sientan a solas, con ruido de recios ropones acartonados cada vez que se mueven y delante de un servicio de café. Para el Patriarca hay además una copa de jerez Tío Pepe; para Pla y Deniel, una botella de tercio de litro de grapa italiana enterrada en una cubitera con hielo. Eijo Garay ha dirigido un breve rezo en honor del papa Pío XII y entra ya en materia.

—Queridos monseñores, vamos al grano. Los comunistas han empezado a actuar en nuestro seno.

Calla, toma aire, mira los rostros de los demás y espera.

—¿Cómo dice? —pregunta el nuncio.

—Que los comunistas empiezan a tocarnos los bajos.

—¿Quiere explicarse mejor, Patriarca? —añade Antoniutti—. No entiendo ese lenguaje.

—Es un tanto chusco —confirma Morcillo.

Eijo se revuelve hacia el obispo de Bilbao.

—La responsabilidad principal de que los comunistas nos anden rascando los cataplines es suya, monseñor.

—¡Qué tengo yo que ver! —exclama con desazón el otro. El Patriarca ignora ahora a Morcillo y se dirige de nuevo al nuncio. Entretanto, Pla y Deniel cata la grapa y sonríe satisfecho.

—Ya hablamos hace tiempo, monseñor Antoniutti, de lo que está sucediendo en Italia con los movimientos cristianos de base. Usted mismo me ha informado en algunas ocasiones…

—A altas horas de la noche —interrumpe el nuncio.

—Para ahuyentar al Diablo no hay horarios… Usted mismo me ha informado en ocasiones sobre las actividades del Movimiento Pax y otros aspectos del intento comunista de penetrar en nuestra Iglesia para destruirla.

—En efecto, monseñor.

—Pues bien, se han celebrado algunas reuniones en casas curales de las barriadas pobres madrileñas en las que ya se ha planteado la creación de sindicatos de clase para integrar en ellos, si así lo solicitan, a comunistas y socialistas. También se preparan para comenzar una labor de propaganda en fábricas y empresas. Y lo peor de todo…

Volvió de nuevo el rostro hacia Morcillo.

—Sus impulsores son esas gentes de las HOAC, su famosa Acción Católica, monseñor Morcillo… Castellón y Rebollosa, principalmente.

—Ignoro todo eso de que me habla.

—¿Y cómo lo sabe, monseñor? —pregunta el nuncio.

—Mis oídos llegan a los últimos rincones de esta ciudad.

—Llamaré la atención a Rebollosa y Castellón, puede estar seguro —asevera Morcillo.

—No, no y no. No se le ocurra levantarme la liebre antes de que tenga preparada la escopeta. Lo que tiene que hacer es averiguar otra cosa. Por lo visto, hay un agitador italiano que asiste a esas reuniones. Lo más probable es que se trate de un comunista. Debemos saber quién es.

—No he oído hablar de ningún italiano.

—Se llama Estanislao, pero puede ser un nombre falso.

—Intentaré averiguarlo, Patriarca, pero no se me ocurre cómo.

Se oye un leve eructo del lado de Pla y Deniel.

—¿Qué le parece lo que les he contado, primado? —le pregunta Eijo.

—Muy interesante, sin duda. Hay que estar alerta. La Iglesia nos necesita una vez más —responde Pla y Deniel.

Y le da otro sorbito a la grapa.

—Este asunto debe ser llevado con suma discreción —concluye Eijo—. Las autoridades políticas y militares no tienen por qué saber nada sobre ello. Nuestros trapos sucios los lavamos dentro de casa. ¿Les parece bien? Yo me ocuparé de todo cuando descubramos por completo la trama. Y no lo olvide, Morcillo: no me espante la liebre antes de tiempo, que ya ha armado usted una buena con su Acción Católica.

—No me siento responsable de nada, Patriarca.

—De lo que se trata, monseñor, es de que trabaje ahora en la dirección correcta y no meta más la pata.

—El comisario Casado está aquí, Patriarca. ¿Le hago pasar?

—Desde luego, Regina, que pase.

Poco después de que los tres monseñores hubieran dejado el palacio, Regina llamó a Melchor Casado y le pidió que acudiera. Eran las diez y media cuando la secretaria entró en el pequeño despacho a darle el recado al Patriarca.

Se inclinó Casado para besar su anillo y Eijo, sonriente, le pidió que se sentara frente a él.

—Estás haciendo un buen trabajo, hijo mío. Quiero felicitarte.

—Sabe que estoy siempre a sus órdenes, reverendo Patriarca.

—Te he solicitado que vinieras porque quiero pedirte un servicio especial y desconfío de los teléfonos. Ya sabes, a mi edad…

—De mi teléfono puede fiarse.

—A mi edad, ya no me fío ni de mí mismo. Pero no importa, en todo caso me alegro de verte. ¿Quieres tomar un té o alguna otra cosa?, ¿una grapa italiana, por ejemplo? Está fría.

—No, gracias, Patriarca, y debo madrugar.

—Quiero que todo lo que vayas averiguando sobre el asunto de las HOAC y ese comunista italiano del que me hablaste, quede sólo entre nosotros.

—Entre nosotros queda, reverencia.

—Lo que quiero es que no cuentes nada sobre ello a tus jefes.

—Eso es imposible, Patriarca: no me está permitido ocultar ninguna información importante sobre cuestiones que atañen a la seguridad del Régimen. El ministro de Gobernación debe ser puesto al día de todo lo que averiguamos, son las órdenes…

Eijo se levantó, se acercó a Casado y le golpeó dos veces, con suavidad, en el hombro.

—Casado, Casado… Todo puede arreglarse, sólo te pido un pequeño favor. ¿No recuerdas que me debes también un favorcillo? —Pero mis órdenes…

—También tenías órdenes hace…, ¿cuánto hace, cosa de diez años?… órdenes de no implicarte en el estraperlo, en los negocios del mercado negro. Y lo hiciste y te descubrieron… Y si no hubiese —intercedido yo, recuerda…, intercedido con el ministro de entonces, habrías perdido el trabajo e incluso podrían haberte fusilado.

Le pasó a más de uno, ¿lo recuerdas? Incluso a un falangista.

—Conozco a muchos hombres importantes del Régimen que practicaron el estraperlo y no les sucedió nada, salvo que se hicieron ricos.

—Pero tú no eras importante, sino un comisario de segunda que me soplaba algunas informaciones de interés sobre los sacerdotes que se desviaban de Dios. ¿No crees que me debes mucho?

—Lo sé, Patriarca.

—Las viejas faltas siempre pueden recordarse en regímenes políticos como el que vivimos. La venganza y el rencor no se apagan en tiempos de odio, ¿no? Tú eres un hombre que sabe bien lo que es odiar…

—Sí, reverendísimo padre.

—Además, Franco está siempre detrás de mí, no lo olvides. Si tienes problemas con tu ministro, yo te sacaré de ellos, no te preocupe eso. De modo que podemos convenir esta noche, con toda naturalidad y sin temor a confundirnos, en que toda orden de un superior tiene su excepción cuando hay alguien más poderoso que precisa de un favor. No me equivoco, ¿verdad que no, hijo mío?

El miércoles siguiente, Pilar y Stefan acordaron una cita para el sábado. Decidieron que los días de clases intentarían evitar los besos y las caricias: resultaba demasiado arriesgado. Pero, a menudo, no lograban contenerse y se aproximaban el uno al otro para besarse tan fugaz como ardorosamente.

Aquel sábado, a las cinco, se encontraron de nuevo en la Casa de Vinos de Campomanes, bajo la mirada celosa y apesadumbrada del albino. Subieron al piso y disfrutaron de un amor acalorado y más lento que el del primer día. Stefan ideaba formas para intentar contenerse. Y, mal que bien, parecía lograrlo. Cuando concluyeron, Pilar encendió la luz y buscó sus ropas mientras Stefan admiraba su deslumbrante desnudez.

—Muchos hombres se volverían locos si te vieran así. No creo que exista una mujer más hermosa —dijo.

—Sólo permitiré que me veas tú.

—Tengo suerte.

—Vamos, vístete de una vez, que tenemos que ir a un sitio. —¿Adónde?

—Ya lo verás, tú déjate llevar… Somos novios, ¿no?

—Supongo que sí.

—Me gusta esa palabra… Hace años que deseo poder decir que tengo novio.

Ya en la calle, Pilar enfiló por la calle del Arenal hacia la Puerta del Sol. Desde allí, subieron unos pocos metros por la calle de Preciados hasta alcanzar el gran edificio que crecía a la izquierda.

—En estos grandes almacenes hay de todo —dijo Pilar—. Son un invento moderno, no tienes que ir de tienda en tienda para comprar lo que necesitas.

En aquel probador de Galerías Preciados, quieto ante el espejo, Stefan no podía creer que era él aquel joven que lucía un espléndido traje príncipe de Gales, una corbata azul moteada brillante y un par de zapatos negros.

—Le queda que ni hecho a la medida, señorita —dijo el atildado dependiente mientras tiraba de sus mangas.

—Estás estupendo —dijo Pilar mirando la imagen de Stefan en el espejo.

—Es muy caro… —se resistió Stefan.

—Está rebajado, caballero —dijo el dependiente.

—Nos lo llevamos —cortó la muchacha—. Es más, se lo lleva puesto. Y también uno de los abrigos que se ha probado antes, el marrón.

No hubo objeción posible por parte de Stefan: Pilar era de pronto una mujer determinada y terminante en sus decisiones. Salieron a la calle. Las viejas ropas de campesino viajaban en una gran bolsa de papel que colgaba del brazo del sacerdote.

—Te has gastado una fortuna…, ¿mil pesetas? —preguntó él.

—No llega.

—Es una locura.

—Todo el mundo me da dinero en mi familia y la última Navidad ahorré casi cinco mil pesetas.

—Siento apuro, casi nunca he poseído nada.

—Estás muy guapo, da gusto pasear contigo por la calle. Ahora sí que te pareces a Gregory Peck. Serías la envidia de todas mis amigas.

—Espero que no nos encontremos con ninguna.

—Uno de estos días vamos a ir a tomar el té a un lugar elegante.

—Pilar, estamos jugando con fuego.

—No te pongas melodramático. Además, tú y yo hemos nacido destinados al fuego…

—¿Te refieres al Infierno?

—Me refiero a nuestro fuego, no hay otro.

—Vamos al piso… Tengo ganas de abrazarte otra vez. Y de dejar estas ropas.

Caminaron Preciados abajo. Y, desde Sol, torcieron por Arenal hasta ganar la plaza de la Ópera.

El mozo albino miraba hacia la calle a través de la cristalera de la puerta de la Casa de Vinos. El vaho del frío cegaba el vidrio, pero lo limpió con el trapo que utilizaba para asear las mesas. Y al recuperar la visión de la calle, vio cruzar a una pareja de jóvenes, hombre y mujer, por la acera de enfrente.

—Caray, la gata y el cuervo —dijo para sí hablando a media voz—. Y el gañán viste de señorito.

Salió a la calle y siguió a Pilar y Stefan. Iban muy juntos el uno del otro, ella cogida del brazo de él, las cabezas casi unidas. Goyito vio a la pareja detenerse, al final de la leve cuesta, ante el portal más cercano a la esquina. El hombre sacó unas llaves de un bolsillo de su abrigo. Entonces, el camarero giró sobre sí mismo y regresó a la taberna.

El comisario don Arturo jugaba en una mesa de un rincón con sus compañeros de dominó. El albino sacó la lengua hacia él, sin que le viera el otro, y encogió los hombros con un estudiado desdén aprendido en el cine. Se acercó al dueño, que limpiaba vasos tras el mostrador.

—¿Sabe lo que le digo, patrón? Que los policías españoles no sirven más que para darle a la cazalla y, malamente, para jugar al dominó. Las cosas que yo veo estos días no se les despintarían ni a un policía alemán ni a un americano, según tengo visto en las películas. A estas alturas, unos y otros ya estarían investigando los crímenes que yo veo venir de lejos.

—Pero ¿es que te has vuelto gilipollas, Goyito? ¡Corre presto pa’llá, que te están llamando!

Los de la mesa de don Arturo le chistaban con hambre de vinos justicieros, coñacs quebrantapáncreas y anises tronchahígados.

Goyito acudió sumiso a tomar nota de la comanda. Al regresar con las bebidas, se acercó al oído del policía.

—El cura y la chica se van a follar a un piso del portal de la esquina de enfrente.

El otro le respondió casi a gritos:

—¡Lárgate al cine Carretas a que te la menee una ramera vieja! ¿No ves que me desconcentras?

La semana siguiente se vieron el miércoles en casa de ella, el sábado por la tarde en el piso de Campomanes, el domingo por la mañana en el confesionario del colegio y, por la tarde del mismo día, de nuevo en el piso. Aunque el sábado estaba prevista una reunión en el barrio de La Colasa, un recado de Rebollosa informó a Stefan de que la asamblea había sido aplazada quince días por motivos de seguridad. Stefan se alegró. Sintió algo parecido al inicio de un período vacacional.

Hicieron el amor incesantemente todo el fin de semana. Progresaban en el dominio de sus cuerpos. Los jóvenes amantes habían acudido al amor sin saber apenas nada sobre el control de sus anhelos, desconociéndolo casi todo sobre el sexo. Y ahora, abriéndose camino entre las sombras, comenzaban a disfrutarlo más y más. Se besaban sin pausa y se decían a cada momento que se querían.

El reloj pasaba de las nueve aquel segundo domingo de febrero y los dos jóvenes caminaban, de camino a casa de Pilar, entre las sombrías figuras de los árboles deshojados del parque del Retiro.

—Es el lugar más bonito de Madrid, pero nunca me atrevo a venir sola de noche.

—¿Hay peligro?

—No creo. Pero una mujer sola, ya sabes… Dicen que hay exhibicionistas.

Farolas de gas mezquino enviaban brochazos de torva luz a través de los troncos apesadumbrados de los árboles. Caía un frío húmedo sobre la hierba rala y sobre las praderas sin flores, las fuentes guardaban charcos de agua congelada y, en los senderos, el hielo del suelo crujía bajo sus pisadas. Los amantes caminaban muy juntos, los cuerpos pegados el uno al otro.

—¿Has pensado en el futuro? —preguntó de pronto Pilar.

—Todos los días, todas las horas, creo que cada minuto. Y sueño a menudo con ello.

—¿Qué sueñas?

—Nos veo libres y juntos, una vida para ti y para mí.

—¿Crees que será posible?

—Tengo muchos problemas, asuntos extraños, ponerte al corriente de todo ello me llevaría tiempo. Y ahora no lo tenemos. Deseo dejar el sacerdocio. Y no me importa. No entré en la Iglesia por vocación religiosa, ahora lo creo así, sino por anhelo de gloria y sacrificio. Es difícil de explicar.

—Algún día me lo contarás.

—Algún día, sí. Me gustaría trabajar como joyero, tener un pequeño taller como el que tenía mi padre. No sé hacer otra cosa, aparte de decir misa.

—Sabes idiomas, podrías enseñar.

—No estoy seguro de que me guste. Y antes de todo eso, tengo mucho que hacer, resolver cómo salir de la situación en que me encuentro.

—Si te hace falta dinero, yo puedo ayudarte.

—No es cosa de dinero. De todas formas, me gustaría que nos casásemos y viviésemos en Roma. ¿Vendrías?

—Yo iré a donde tú vayas.

—Si todo se arregla, iremos a Roma. Iré allí, salvo que esté muerto.

—No seas siniestro.

—Juego con fuego.

—Y yo juego con fuego contigo. Una chica de familia notable en amores con un sacerdote… Te dije que los dos hemos nacido para el fuego. Yo también ardo.

—Un fuego nos quema el alma y el cuerpo, es benévolo para los dos. El otro me puede llevar a la hoguera…, a la hoguera en un siglo de grandes luces y de profundas sombras. Pero te quiero.

—¿Cómo te encontraría en Roma si desapareces un día de improviso?

—Ya vería la forma de ponerme en contacto contigo. Conozco tu dirección y tu nombre, ¿no? Buscaría el modo sin descanso. Habían llegado a la altura del estanque. En una explanada, la luz de las farolas creaban un círculo de luminosidad poderosa. Ganaron la sombras y se besaron bajo los árboles oscuros.

Stefan acompañó a la muchacha hasta las cercanías de su casa. Se besaron de nuevo, fogosos, bajo la fría niebla que empezaba a derrumbarse, ingrávida y sudorosa, sobre el Madrid apenado de aquella noche de febrero.

Volvieron a verse el siguiente sábado en el piso de Campomanes. Al salir, notaron un viento menos frío y decidieron caminar un rato hacia el paseo de Rosales. Les flanqueaban las arboledas umbrías del parque del Oeste cuando Pilar se detuvo de pronto y compuso un gesto de fastidio en el rostro.

—¿Te sucede algo? —preguntó Stefan.

—Nada grave… Me siento algo mal, un dolor en el vientre. Stefan señaló las luces temblorosas de un chiringuito acristalado que se anunciaba como La Perla.

—¿Quieres tomar algo caliente?

—No, prefiero irme a casa; cogeré un taxi —respondió Pilar.

—Vamos a buscarlo. ¿Nos vemos mañana?

—Daremos un paseo, si te parece. Ponte el traje que compramos. Me gustaría ir a un lugar elegante en donde tomar el té. Me han hablado de una cafetería muy de moda, Dólar. Dicen que es de las más bonitas de Madrid.

—Eso es jugar con fuego, Pilar.

—¿Por qué? Nadie te conoce en Madrid, más que las monjas del colegio, el Patriarca y mi madre. Y mi madre, siempre que sale, va a la cafetería Manila o al café Roma.

—Tus compañeras me conocen de las misas.

—Ellas no van allí.

—De acuerdo… ¿A qué hora nos vemos? —dijo Stefan encogiendo los hombros.

—De anochecida. ¿Las seis y media te parece bien? Yo también lile pondré guapa.

—No me has dicho en dónde está Dólar.

—Justo en el esquinazo de Alcalá con Gran Vía.

Pasaba un taxi con la lucecita verde encendida sobre el extremo derecho del parabrisas. Stefan lo llamó y el vehículo negro, adornado en los laterales con dos rayas rojas horizontales, se detuvo a su lado.

—Tenemos suerte, amor mío —dijo Pilar antes de subir—. No estoy embarazada.

Sonrió con fatiga antes de cerrar la puerta.

Súbitamente el rostro de Pilar enrojeció y, al instante, comenzó a perder color hasta la palidez total. Miraba hacia la puerta de la cafetería Dólar desde la mesa del rincón que ocupaban. Stefan volvió el rostro en el momento es que doña Pilar llegaba casi a su lado, acompañada por un hombre de elevada estatura.

La madre se detuvo ante ellos, Pilar se levantó. También lo hizo Stefan. El otro hombre, extrañado, miraba al grupo de seres enmudecidos.

—¡Dios mío! —exclamó doña Pilar rompiendo el silencio.

—Hola, mamá —acertó a decir la hija.

El hombre se desprendió del sombrero, sonrió y tendió la mano hacia la muchacha.

—Vaya, la hija guapa de madre guapa. Encantado de verla de nuevo, señorita.

Pilar no respondió al saludo y la mano del hombre quedó unos instantes quieta en el aire.

Doña Pilar dirigió una mirada encendida hacia Stefan. El joven sentía arder sus mejillas y un débil temblor en las piernas.

—¡Qué vergüenza! —musitó la mujer.

Se dio la vuelta y caminó hacia la puerta a paso vivo. El hombre miró a la pareja extrañado, se ajustó el sombrero y salió tras ella.

Pilar se dejó caer en el asiento. Stefan la imitó.

—¡Buena la hemos hecho!

—Desde luego —contestó el sacerdote con voz trémula. Guardaron silencio durante casi un minuto.

—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó él.

—No somos los únicos que tienen algo que ocultar. Déjame pensar… Sí, me vuelvo a casa. Tengo que enfrentarme rápidamente a ella. —No iré el miércoles a darte clase.

—Por supuesto que no.

—El Patriarca se enterará de todo.

—Tengo que pensar…, ya te diré.

—¿Cuándo te veo?

—El sábado.

—El sábado tengo una reunión por la tarde a la que no puedo faltar. Mejor, el domingo.

—El domingo, pues: a las cinco y media. Procura llegar un poco antes de la hora a la taberna, para no sentirme acosada por tanta mirada obscena.

—Allí estaré.

Melchor Casado, ya en la calle, intentó seguir el trote apresurado de la mujer.

—Pero ¿adónde vas? —preguntó.

—A mi casa.

—He reservado una habitación en el hotel.

—No estoy para nada.

—¿Qué más nos da si tu hija nos ha visto? Puedes inventar mil pretextos.

—No es eso… Es el otro, el joven.

—Tu hija tiene edad de sobra para andar con chicos.

Pilar se detuvo.

—Es un cura…, el cura que le da a la niña clases particulares de latín.

Casado no contuvo la vehemente carcajada que le arrancó del estómago.

—¡No cambiarán nunca esos diablos…!

—Un cura, sí, un cura polaco protegido del patriarca Eijo Garay, que nos lo ha recomendado como profesor de latín. ¡Imagina!

Casado continuó riendo mientras la mujer llamaba a un taxi con un gesto de la mano.

Él caminó calle de Alcalá arriba. Pensó que, tal vez, debería contar al Patriarca que un curita polaco andaba enredado con la hija de doña Pilar Cifuentes. Pero desechó la idea: no tenía ganas de inventarse una historia para justificar ante el obispo por qué estaba liado con la mujer de un militar importante.

La luz del saloncito estaba encendida cuando Pilar entró en el vestíbulo de su casa. Se desprendió del abrigo y se dirigió de inmediato hacia allí. Doña Pilar, sentada en el sofá, fumaba nerviosa. La joven se acomodó en una butaca y miró resuelta a su madre.

—¡Es inaudito! —exclamó la mujer.

—¿A qué te refieres, mamá?

—¡Liada con un cura!

—Y tú con un policía. Y además, casado con una amiga tuya… —No estoy liada con ese hombre.

—¿Y por qué piensas que yo sí con el padre Esteban?

—¡De paisano y en el rincón de un café, en un lugar discreto! ¿Qué puedo pensar?

—¿Y tú? Caminando con un hombre hacia el rincón de un café, en busca de un lugar discreto. ¿Qué puedo pensar?

—¡Es terrible! Si tu padre se entera…

—Si se entera ¿de qué?

Doña Pilar apagó con violencia su cigarrillo contra el cenicero de cristal.

—Supongo que tendré que hablar con el Patriarca —dijo.

—Si lo haces, yo hablaré con papá.

La madre miró con frialdad en los ojos de la hija.

—No te reconozco.

—Puede que sigas creyendo que soy una niña.

—Algo tengo que hacer…

—Lo que se te ocurra, menos hablar de Esteban con el Patriarca. Lo expulsarían de España.

—Ese cura…, ese miserable…, no entrará más en esta casa. —No me ha engañado, yo lo he buscado.

—¿Tú?… ¿Cómo una, cómo una…?

—Como una mujer enamorada, quieres decir.

—Tienes que dejarle de inmediato.

La muchacha se levantó y dio un breve paseo por la habitación. Se sentó al poco de nuevo, pero ahora en el extremo del mismo sofá que ocupaba doña Pilar.

—Mamá, vamos a tranquilizarnos. Yo no voy a dejar a Esteban, le quiero. Él ha decidido irse de la Iglesia, renunciar al sacerdocio y si todo va bien, un día nos casaremos.

—¡Estás loca, niña!

—Loca por él.

—¡En mala hora comenzaste a fallar en latín!

—¿Y tú, vas a dejar al policía? Escucha, mamá: cuando le vi contigo la primera vez, aquella tarde en la cafetería Manila, me di cuenta de que podía haber algo entre vosotros. Y no me importó, ya te lo dije entonces. No me importa nada que tengas un amante, o tres, o los que te dé la gana. Papá se merece eso y mucho más. Pero no creo que estés en disposición de juzgarme por distinto rasero al que te juzgas a ti. ¿Es que yo debo ser digna hija de un macho español y criarme como una mujer sumisa renunciando al placer y al amor si se juzgan pecaminosos? ¡Vamos a dejar las hipocresías, mamá!

Doña Pilar no respondió. Encendió otro cigarrillo.

—Esteban no vendrá más a casa —siguió la hija—, pero yo no dejaré de verle. Y tú no tienes por qué dejar de ver a tu policía si no lo deseas, ni dirás nada al Patriarca. Y yo no le diré nada tampoco a papá. ¿Sabes que el adulterio está penado por la ley?

—¡Eso es un chantaje!

—A mí me parece más bien un trato justo para las dos. Cuando estés más tranquila, dentro de unos días, te contaré mis planes para el futuro: tienes derecho porque eres mi madre, como yo lo tengo a ser feliz. Y no te preocupes, todo irá bien.

—Es atroz —dijo la mujer, apagando el cigarrillo recién encendido—. Nunca imaginé que tendría una hija tan fría y tan cínica.

—Me habéis educado vosotros, mamá…

—Me voy a mi cuarto —dijo doña Pilar.

Se levantó y caminó hacia la puerta.

—¿Dónde está papá? —preguntó la muchacha.

La madre se detuvo. Volvió el rostro, enfurecida.

—¡Pues estará con su amante o de putas con su pandilla, como siempre!

—¿Lo ves?

—Esta casa es un infierno —dijo doña Pilar al tiempo que salía apresurada de la sala.

—Es una casa muy española —murmuró para sí Pilar.