El siguiente miércoles, Pilar mostraba una actitud grave. Fuera del despacho, la lluvia, impulsada por la ventisca, golpeaba contra la ventana y sus gotas resonaban en los cristales como los dedos de un pianista enfurecido con su piano.
—El otro día, en el cine, estuviste muy descortés —comenzó hablando ella—. Mi madre se quedó atónita. No entendía nada. Ni yo tampoco, la verdad.
—Tal vez no debería seguir dando esta clase.
—¿Por qué?
—Es probable que sea lo mejor.
—¿Por qué razón, padre Esteban? —insistió ella.
La mirada de la muchacha se había suavizado de repente.
—No sé, olvídalo… ¿Seguimos con la métrica latina? Ella pareció no escucharle.
—Las monjas suspendieron la misa del domingo.
—Lo sé.
—Pero yo me acerqué por si no te habías enterado y podía verte. —Me avisaron.
—Te esperé, de todos modos.
Stefan bajó la mirada y no respondió.
—Quería saber qué te había pasado el día del cine.
—¿Vamos o no a hablar de hexámetros?
Pilar se echó hacia atrás, apoyándose en el respaldo de la silla. Sonreía, pero se sentía confusa.
—Habíamos quedado en que primero me explicarías lo que son las sílabas largas y las cortas, padre Esteban. De todas maneras, léeme antes algunos párrafos de la Eneida, por favor.
Stefan bajó la mirada sobre el libro. El calor trepaba desde sus mejillas a sus sienes. Abrió el tomo al azar y leyó en voz alta unos pocos versos.
—¿Sabes hablar en latín, Esteban?
—El latín clásico no se habla. Se habla una derivación que se conoce como latín vulgar.
—¿.Y. lo hablas?
—Hace un par de años, sí. Ahora he olvidado casi todo, por falta de práctica.
—¿No podrías explicarme, por favor, qué te sucedió el otro día? —Vamos hablar de hexámetros de una vez.
—No; primero, de sílabas largas y cortas…
Stefan se levantó justo cuando se cumplía la hora y media de clase. Pilar no salió hasta el vestíbulo a despedirle. Fue a su cuarto y se encerró. Sentía una enorme zozobra en el espíritu. ¿Habría estado torpe la tarde del cine? ¿La desdeñaría de pronto considerándola una niña? ¿Le parecería una vulgar prostituta por haberse apoyado en su brazo mientras reían viendo la película?
Se tumbó en la cama. ¿Por qué tenía deseos de llorar?, se preguntó mientras sus lacrimales su humedecían y percibía una liviana mucosidad en sus fosas nasales.
Tal vez él no sentía nada hacia ella, quizá sólo le había despertado cierta curiosidad al principio y ahora le parecía una niña torpe. O quizá su condición de sacerdote vencía sobre cualquier deseo terrenal. Pero ¿no había sugerido que, a veces, deseaba vivir de otra manera, fuera de la disciplina de la Iglesia?
Se angustiaba, sobre todo, pensando en lo que Esteban había dicho sobre dejar de darle clases. ¿Lo haría? ¿Abandonaría también las misas de los domingos en el colegio? Pensar en todo ello le parecía hondamente triste.
Dejó de contenerse y lloró durante un rato.
Cuando Stefan salió a la calle, a eso de las siete y media, el viento zarandeaba la ciudad, doblaba los árboles oscuros, rociaba con sopapos de agua los tejados y escupía alfilerazos de lluvia helada sobre los rostros de los transeúntes. En la boca de la noche, la avara luz de las farolas tendía sobre el asfalto mojado una luminosidad desfallecida.
No podía contener su nerviosismo. Pilar estaba más bella que nunca y él no acertaba a explicarse la intensidad del desconcierto que le embargaba el alma. Habría querido besarla otra vez. Y era consciente de que ya estaba enamorado de la muchacha. Pero ¿qué podía hacer? No tenía otra salida que escapar de ella.
El Patriarca le había citado a las ocho. De manera que descendió con prisas por la calle Juan Bravo hasta Serrano y allí tomó un trolebús. En la Puerta de Alcalá cambió a un tranvía que le llevó hasta la Puerta del Sol. Al descender, un coche cruzó a su lado y levantó de un charco un chorro de agua que le empapó los zapatos y los pantalones.
Desde Sol, a la carrera casi, sujetándose el tejo, saltando sobre los estanques dejados por la lluvia, esquivando las lenguas de agua que caían de los canalones y eludiendo como un maestro de esgrima las varillas de los paraguas de los caminantes, llegó al palacio episcopal cuando apenas faltaba un minuto para la hora del encuentro.
—Viene usted hecho una sopa, padre —dijo Regina mientras tomaba la capa y el tejo—. Se los pondré junto a la estufa para secarlos. Y siéntese un ratito en la cocina, al arrimo del brasero. Hay caldo caliente de pollo, le vendrá bien una taza. Tiene que esperar un poco porque el Patriarca está reunido con una persona importante. Cuando termine, les serviré a los dos un refrigerio. Así se va usted cenado.
Don Leopoldo Eijo Garay escuchaba las informaciones de monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer mientras pensaba que tenía el aspecto de una morsa risueña. Pero al tiempo, calibraba que bien pudiera ser una morsa voladora. ¿Existiría tal especie?
—Pues sí, señor Patriarca, tenía usted toda la razón: el Maligno ha entrado en la casa del Señor. Y ya sabe cómo es: sibilino como una mujer, venenoso cual ofidio, escurridizo como los jesuitas y listo como un ratón colorado.
—¿Podrías ser más preciso en lo que tengas que contarme, hijo?
—Verá, reverendo Patriarca: como usted me indicó, pedí a algunos de mis seguidores que metiesen el hocico en las HOAC. Y tenía usted razón: algo se mueve dentro, algo con cola de Satanás.
E hizo un gesto con la mano en el aire, como si señalara la caída de un rayo en la distancia.
—Te escucho, Josemari.
—Se está hablando de la necesidad de acabar con el sindicalismo de Franco.
—Eso suena a marxismo.
—A mí me suena a cosa del Maligno. ¡Ay, venerable Patriarca! La gente olvida que el Infierno existe.
—Pero ¿de qué me hablas, Josemari? El infierno está en la Tierra, ¿o es que no sales de tu residencia y sólo hablas con las monjas?
—Hablo con gente de mucho prestigio y dinero, señoría. Y lo afirmo ante ellos y ante quien sea porque me lo ha revelado Dios: ¡el Infierno existe! Lo he escrito así en mi libro Camino.
—En la Iglesia, Josemari, de puertas adentro quedan pocos que crean eso. Y en cuanto a Dios, no seas vanidoso: de un tiempo a esta parte habla con muy poca gente. Si te fijas, ni siquiera permite los milagros. Sigue contándome qué pasa con las HOAC.
—Quieren organizar sindicatos clandestinos para preparar huelgas. Se celebran reuniones entre sacerdotes y obreros.
—¿Dónde?
—En las sacristías de las parroquias en las que hay sacerdotes que simpatizan con esas ideas, sobre todo en las afueras de Madrid; hay varias en los suburbios. Y no me extrañaría que también las hubiera en los centros de los jesuitas. En las barriadas pobres hay curas que comienzan a hacerse llamar curas obreros. ¿Cómo se puede ser cura y obrero al mismo tiempo? Eso es como el matrimonio, tal y cual lo tengo escrito en mi libro, Patriarca. Así lo digo:
«El matrimonio es para la clase de tropa y no para el estado mayor de Cristo». Pues lo mismo pasa con los obreros y los curas.
—Josemari, deja las máximas, las visiones y las profecías un momentín. Y olvídate de una vez de los jesuitas. ¿En dónde se reúnen más a menudo?
—¿Le suena el nombre de Tomás Castellón, Patriarca? —Me suena.
—Es uno de los instigadores de ese proceso. Ejerce de párroco en un arrabal miserable, uno que se llama La Colasa, y creo que organiza allí reuniones subversivas.
—¿Cómo sabes que son subversivas?
—Porque ponen en cuestión la doctrina tradicional de la Iglesia y a sus jerarquías y también al Régimen nacido de la Cruzada.
Eijo se levantó de su sillón, se acercó sonriente a Escrivá y le dio un golpecito en el hombro.
—Has trabajado muy bien, pero que muy bien…, en la mejor forma evangélica posible. ¿Hay algo más que tengas que contarme?
—Es todo lo que sé, Patriarca.
—Pues sigue alerta y tenme al tanto.
Escrivá se arrodilló ante el obispo, tomó su mano y la besó. Pillado por sorpresa, el Patriarca no supo retirarse a tiempo.
—Anda, vete ya, que es tarde, Josemari —dijo el prelado con fastidio.
La morsa voladora se replegó, reculando hacia la puerta de la sala, mientras repetía cual cantinela:
—Siempre a su servicio, ilustrísimo Patriarca; siempre a su servicio, ilustrísimo Patriarca…
—Cierra al salir, por favor, que entra frío y me acatarro —cortó Eijo.
—La verdad es que no te he llamado para nada concreto… Tenía ganas de charlar y pensé que podrías cenar conmigo. Regina nos ha preparado algo.
—Siempre estoy a sus órdenes, Patriarca —respondió Stefan.
—Oh, no es eso, muchacho, no me digas eso, me suena a protocolo. Imaginé que te agradaría pasar conmigo un rato.
—Y así es, excelencia reverendísima.
Eijo se levantó sonriente y paseó hacia la ventana.
—Ya veo que tienes dotes diplomáticas —dijo de espaldas al sacerdote, mientras contemplaba el jardín en sombras—. Llevo unos días algo nervioso, la verdad.
Eijo continuaba de espaldas. Stefan guardaba un respetuoso silencio.
—No es asunto fácil de explicar. Tiene que ver con la política y esas cuestiones te son ajenas. El mundo en que yo me muevo es un territorio de arenas movedizas y mi senda es tan difícil como la de un equilibrista que camina por una cuerda. El universo del poder es frágil, muy frágil. Soy viejo y he visto hombres poderosos derrumbados por sus adversarios en apenas unos días. Estabas acostumbrado a verlos grandes y plenos de vigor y, de la noche a la mañana, aparecían ante ti como seres empequeñecidos y débiles. Lo que antes eran risas satisfechas en sus rostros se habían transformado en lamentos y quejumbres. Gentes que gritaban con fuerza e imponían su voluntad transformadas de pronto en damiselas con sus rostros anegados en lágrimas. No quiero que eso me suceda.
—¿Alguien conspira contra usted, Patriarca?
—No lo creo. Pero tengo enemigos, numerosos enemigos, muchos de ellos en el seno mismo de la Iglesia. Mi poder no sólo emana de Dios, sino también del Caudillo. Y si algún día le decepcionase, hay muchos lobos esperando para morderme el cuello. Por eso tengo que vigilar siempre, no cerrar los ojos ni los oídos. Si la Iglesia descarrila, si se aparta de la línea marcada a partir de la Guerra Civil, el sistema político peligraría y yo mismo estaría en una situación de alto riesgo… A veces pienso que nunca debí volver a este país, que tendría que haberme quedado en Roma. Quizá allí hubiese llegado a Papa, o cuando menos sería cardenal.
Calló un instante el Patriarca. Stefan esperó.
—Es bonita la lluvia —dijo al rato el prelado—. Me ha gustado desde que era un niño. Quizá porque nací en una ciudad lluviosa. Ahora la veo caer y pienso en la vida con saudade. Vivir es un extraño asunto: inicias un camino llevado por tu vocación, o por tu fe, o por tu ambición, o por cualquier motivo gratuito, y al cabo del tiempo parece que una serie de fuerzas extrañas con las que no contabas te han atrapado. Ya no hay vuelta atrás, no puedes escapar del enredo. Es la fatalidad, es el destino del que hablaban los paganos y escribían los griegos en sus tragedias. Y te das cuenta de que tenían razón, aunque nuestra fe se niegue a reconocerlo. Intenta que no te suceda si puedes evitarlo, querido muchacho. Ten fe, reniega de la duda.
Hizo una nueva pausa antes de seguir:
—A nadie le he dicho lo que voy a decirte: no tengo mucha confianza en este régimen político. Me parece que está lleno de asnos. No acepto tampoco la democracia, porque creo en el elitismo y en la superioridad de la inteligencia, en tanto que detesto el concepto de igualdad, pues la propia Naturaleza lo niega. Por eso, las democracias, por lo general, se convierten en memocracias. Yo hubiera preferido, en lugar de la dictadura que hoy nos gobierna, un despotismo ilustrado para nuestro país. Pero a los espadones no puedes exigirles más que valor y mano dura. El pensamiento intelectual está muy lejos de sus aspiraciones. Y en cuanto al falangismo, me parece una doctrina de pacotilla. Lo que sucede es que, si hay que elegir entre el caos y el orden, yo elijo lo segundo, aunque el orden lo impongan una colección de borricos armados de sable y unos pollinos vestidos de azul que se pasan el día cantando, brazo en alto. De todas formas, si hay que escoger entre una democracia que niega los privilegios a nuestra Iglesia y un régimen de dura autoridad exento de inteligencia, escojo lo segundo.
El Patriarca se volvió y miró al sacerdote.
—No confío en la gente, muchacho, porque son escasos aquellos que merecen mi respeto intelectual y menos aún los que merecen mi afecto. Es curioso, pero tú eres uno de los pocos a quienes aprecio y en quienes valoro cualidades poco comunes.
—Patriarca, creo que exagera…
Eijo movió la mano delante de su rostro, como si espantase un insecto.
—Bah, bah…, sabes perfectamente que eres un muchacho muy dotado. Y sabes también que el afecto entre hombres, ese hermoso concepto llamado amistad, es un regalo de Dios o una casualidad de la vida que se produce en pocas ocasiones.
—Si pudiera ayudarle en algo, lo haría con gusto, Patriarca: quiero que lo sepa.
El obispo se acercó y fue a sentarse frente a Stefan.
—No hay nada que pueda pedirte…, salvo lealtad.
Stefan sintió que las mejillas se encendían.
—La amistad se forja en la lealtad, muchacho… Pero, en fin, dejemos eso. He pensado en estos días en ti. Creo que el año que viene podré proponerte un trabajo interesante. Nunca he tenido secretario, porque nunca he confiado suficientemente en nadie. Regina, ya sabes, no es en el fondo más que una excelente ama de llaves y una mujer discreta. Sé que la discreción es una virtud extraña en las mujeres, pero en esta época de mi vida necesito algo más: una persona de confianza absoluta en la que apoyarme, delegar algunas responsabilidades y que ofrezca consejo con buen juicio. Que escuche y que opine. Y tú puedes llegar a ser esa persona mientras vas madurando a mi lado. Vivirías con comodidad en palacio. ¿Qué te parece la idea?
—Yo, Patriarca…, no sé qué decir. Nunca pensé en que me tuviera en tan alta estima…
—No digas nada por ahora. Hay tiempo. Sólo quiero que lo tengas presente. Y hablando de otra cosa, ¿qué tal las clases de latín?
—Van bien. Trabajamos sobre la Eneida. Y la chica es inteligente.
—Y muy hermosa. Procura no enamorarte de ella.
—¿Yo, señor Patriarca?…
—Si estás destinado al poder, no debes dejar flancos por donde puedan herirte tus adversarios. Porque los tendrás, sin duda. Ahora eres joven y sospecho que ardoroso. Ten cuidado con tu alma, procura que no se queme en las hogueras de la pasión, aunque su ausencia te haga sufrir. Sé de lo que hablo porque yo he sido como tú, mi corazón padecía lejos del fuego. Resiste como yo lo he hecho… Por cierto, te has sonrojado.
—Yo, señoría, procuro pensar sólo en mis estudios y en la fe.
—Ya, ya… La fe es un instrumento, muchacho. En mi caso, puedes estar seguro de que creo profundamente en nuestro Dios y en Cristo. Pero no soy simplemente un servidor de la fe, sino algo más: su administrador. Tú aprenderás a serlo también.
—Le estoy agradecido, Patriarca.
—Olvídalo, hijo. Y llama al timbre. Vamos a pedirle la cena a Regina. Creo que hay un estupendo guisote de garbanzos y bacalao. Y a propósito, ¿por qué no vienes a comer el domingo? Tenemos pote gallego, un plato de mi tierra. Te gustará probarlo. En realidad, deberías venir a almorzar todos los domingos: te alimentarás mejor que en el seminario e irás acostumbrándote a esta casa que ha de ser la tuya.
Entró Regina y el Patriarca ordenó la cena.
—Ah —añadió antes de que la mujer saliera—, y dile a Paquito que venga un momento.
Guiñó el ojo a Stefan y le sonrió al tiempo que Regina abandonaba la sala.
—¿A que no sabes quién ha estado hoy aquí, Paquito? —preguntó Eijo al fámulo mientras la secretaria les servía la cena a él y Stefan.
—Algo me han chismorreado, Patriarca.
—¿Se lo has dicho tú, Regina?
—No, señoría, este mozuelo tiene ojos y oídos incluso en las espaldas.
—Entonces sabes que fue tu amigo Josemari…
—¡El mismísimo Escrivá de Balaguer, señor patriarca!
—¿Y qué asunto crees que le traía a palacio?
—Por lo que tengo oído, ahora alberga serias dudas sobre su amor a la Virgen María.
El Patriarca compuso un teatral gesto de sorpresa.
—¿Crees que no la ama? ¡No puede ser!
—No es eso, señor. ¡Dios nos libre! Lo que no sabe es si la ama tanto como debería ni de qué género es su amor.
Paquito hablaba con un tono de voz agudo y algo nasal. Se puso en pie, juntó las manos como si fuera a orar, y miró alrededor sonriente, como un pastor de novela bucólica que contemplara paternal y satisfecho a su rebaño.
—Porque habéis de saber, queridos corderillos, que el amor mariano debe ser como un arroyuelo de aguas transparentes que corre por las venas de tu cuerpo y llega limpio hasta tu corazón. ¡Oh, el amor a la Virgen!
De pronto, Paquito mudó el gesto de serenidad y su semblante se ensombreció.
—Pero ¿el mío es realmente así? ¿Es quimera o sueño? ¿Dicha o sufrimiento? ¿Pasión o hielo abrasador? ¡0h, la amo tanto y tan sinsentido que no sé si es amor lo que siento o algo más hondo todavía! ¡Un sentimiento nuevo, un ardor desconocido, una ansiedad sin consuelo!
Se levantó y miró hacia los lados, con ojos acometidos por una súbita y fingida vesania.
—¿Acaso enloquecí? Siento celos, infinitos celos que arrasan mi alma. ¿Habrá otro humano en la Tierra a quien la Virgen ame más que a mí? ¿Amará más al Patriarca?
Alzó los brazos hacia el techo.
—¡Hazme una señal, Virgen María! ¡Dime que soy tu favorito entre todos los mortales que pueblan el mundo!
Eijo, Regina y Stefan no podían contener las risas. Al fin, Poquito sonrió, se volvió a su público y saludó inclinando la cabeza. Los otros tres aplaudieron con alborozo.
Mientras camina bajo la lluvia, de regreso al seminario, su abrumado corazón le pide escapar, huir de la ciudad, iniciar una nueva vida en algún lugar remoto. Se siente depravado, un mezquino embustero que burla la confianza de un anciano generoso. Desearía en ese mismo instante volver al palacio, arrodillarse ante el obispo y suplicar su perdón. Empezar a vivir de otra manera.
Pero recuerda lo que minutos antes le había dicho el Patriarca sobre el destino y sabe que está atrapado sin remedio. Sus creencias se baten unas contra otras. Cree en Dios, pero también en la justicia. Cree en la lealtad y, sin embargo, practica la traición.
—¿Quién es Stefan Berman? —se pregunta en voz alta mirando hacia el cielo y recibiendo en pleno rostro los golpes de la lluvia.
Sus ropas chorrean agua cuando llega al seminario. Tirita.
La voz del comisario Melchor Casado respondió después de que sonara el tercer timbrazo del teléfono.
—Siempre a sus órdenes, Patriarca —dijo después de reconocer a Eijo.
—¿Cómo va lo de Castellón y Rebollosa?
—La semana que viene dedicaré un agente a vigilarlos y moveré a algunos confidentes. Ya sabe su señoría que, con la Navidad, la gente se desperdiga.
—Extrema un poco más la vigilancia sobre Castellón.
—¿Tiene noticias sobre él, Patriarca?
—Celebra reuniones con obreros cristianos en su parroquia de los arrabales, no recuerdo cómo se llama…
—La Colasa.
—Son reuniones en las que se habla de política y de la necesidad de acabar con los sindicatos verticales y organizar sindicatos clandestinos que promuevan las huelgas.
—Eso es subversivo.
—A eso suena. Puede ser exagerado, porque la persona que me ha informado sobre ello no es muy lista y tiende a la verborrea. Pero mejor es prevenir que curar, como tú bien sabes, hijo.
—El lunes o martes pondré un hombre de mi confianza sobre el asunto. Le informaré puntualmente de cuanto sepa, Patriarca.
Tres días después, a las seis de la tarde, en la casa cural del suburbio de La Colasa, Tomás Castellón, Jaume Rebollosa y Stefan Berman, vestidos de paisano, preparaban la reunión que iba a celebrarse una hora más tarde. Habían llenado la sala, de unos veinte metros cuadrados, de sillas, taburetes y un par de bancos, para acoger a una asistencia que Castellón pensaba que llegaría a una veintena de personas. Sobre la pequeña mesa arrimada a una pared había un par de libros: la encíclica Rerum Novarum, del papa León XIII, y la carta encíclica de Pío XII Humani Generis.
—Lo que intentamos, padre Esteban —explicaba Castellón—, es alentar la crítica sobre la visión que la Iglesia tradicional y, por ende, la española, tienen con respecto a la justicia social.
—Es una visión sobrepasada por la propia historia —replicó Stefan—. En Roma son ya muy numerosos los sectores de la Iglesia que piden una revisión de esas ideas. Y hay, como bien sabéis, numerosos pensadores cristianos, en Francia y en Alemania, que hablan muy críticamente y en forma abierta sobre ello.
Pío XII ha intentado cerrarles la boca, pero no lo ha logrado del todo.
—Hemos pensado —dijo Rebollosa— en celebrar estas reuniones cada quince días. Que sean en sábado favorece la asistencia de la gente. ¿Te parece bien?
—Como queráis.
—¿Con qué nombre te presentaremos? —preguntó Castellón.
—Estanislao. Diremos también que soy italiano. ¿Qué tipo de gente viene?
—Casi todos son obreros especializados, hombres de un cierto nivel intelectual —respondió Rebollosa—. Y por supuesto, católicos: la mayoría pertenecen a las HOAC. Además, han venido unos cuantos chicos de las JOC, las Juventudes…
—Queda una hora todavía —intervino Castellón—. ¿Os apetece un café?
Stefan movía la cucharita dentro de la taza, fijando la vista en el líquido oscuro y caliente.
—¿Qué tal con tu Patriarca? —preguntó Rebollosa con un tono agrio de voz.
Stefan levantó la vista.
—Es Patriarca de las Indias Occidentales, no mi Patriarca, Jaume. —¿Seguís en buenas relaciones?
—No sólo buenas, sino que han mejorado y ahora son excelentes.
—Es complicado de entender —añadió Rebollosa.
Stefan se levantó y caminó hacia la puerta, dando la espalda a los otros.
—En cierto modo —dijo—, me repugna lo que estoy haciendo, me repugna traicionar su confianza. Vosotros sois católicos como yo. De modo que decidme: ¿es cristiano traicionar a alguien que confía en ti?
Se volvió y miró a los ojos a Rebollosa.
—¿Es cristiana la traición, Jaume?
—El Patriarca es un aliado de la dictadura —respondió Rebollosa.
—No te he preguntado quién es el Patriarca, sino sobre la moralidad de una conducta, la mía.
Castellón se levantó y se acercó a Stefan.
—Tienes una buena parte de razón —dijo mientras apoyaba su mano sobre el hombro del joven sacerdote— y es muy honesto que te lo plantees. Pero yo creo que hay ocasiones en que existe una moral superior, o una moral general, que está por encima de las individuales. Es algo difícil de aceptar, pero así es. Y mucho más en ciertos momentos históricos. El Régimen de Franco es un régimen asesino y sus aliados son, en el fondo, cómplices del crimen: muchos obispos, muchos sacerdotes, muchos cristianos aprueban este régimen de terror e injusticia… Tú, en cambio, vienes desde Roma con una misión liberadora y generosa. Tu acción es encomiable y no tienen sentido esas preguntas que te haces sobre la moralidad de tu conducta. No dudes; ten fe.
—Eso me recomienda todo el mundo…, pero dudo.
—Piensa, además —terció Rebollosa—, que los cristianos debemos dar en ocasiones ejemplo, incluso en la aceptación del martirio en último extremo, incluso renunciando a nosotros mismos y a nuestros afectos personales.
—No estoy seguro de creer en el martirio —dijo Stefan.
—¿Y en qué crees si no? —preguntó Castellón.
—Tal vez en el pecado.
—Eso suena a soberbia —señaló Rebollosa—. Y en cuanto a tus dudas…, te diré que la duda no es cristiana.
—O no es útil…, según se mire.
—Jaume, Jaume —corrigió Castellón—. Eso no es así. Recuerda a Cristo en el desierto.
—Lo recuerdo en la Cruz.
—No es el mejor sitio —concluyó Stefan—. Yo prefiero a Cristo en el templo con el látigo.
—La propiedad privada es defendida por la Iglesia como un elemento necesario para la prosperidad humana. Eso, al menos, tengo yo entendido, o al menos es lo que podemos leer en las encíclicas más avanzadas, como la de León XIII.
El que hablaba, dirigiéndose a Stefan, era un hombre de unos cincuenta años que se sentaba al fondo de la sala en un pequeño taburete de madera de tres patas.
Castellón había presentado al joven sacerdote con el nombre de Estanislao, señalando que venía de Roma y que formaba parte de los sindicatos cristianos italianos.
—Estamos hablando, compañero —respondió Stefan— de un texto redactado por el Papa en 1891. Desde esos días hasta hoy, Europa ha sido escenario de dos guerras mundiales y de algunas revoluciones de signo socialista. Hoy, media Europa es comunista, en tanto que el comunismo, por el año de aquella encíclica, había fracasado en todos sus intentos de toma del poder, como en la Comuna de París en 1871, por ejemplo.
—Pío XI y Pío XII —replicó el hombre— no han negado lo dicho por León XIII.
—Eso es cierto —añadió Stefan—, pero los nuevos teólogos consideran que la propiedad privada no es un derecho incondicional y absoluto. Antes bien: piensan que, cuando esa propiedad obstaculice el bien común, los poderes laicos deben actuar con medidas como la expropiación.
—Pero lo que dicen los papas es infalible. ¿O no? —repuso un joven de las JOC.
—¿Y cuántas cosas han dicho los papas a lo largo de la Historia que han estado en contradicción con lo que dijeron otros papas en años o en siglos anteriores? —señaló Stefan—. Cristo nunca habló de papas ni de papas infalibles. Ha sido la propia Iglesia quien se ha dotado a sí misma de infalibilidad.
—Eso que dices, compañero Estanislao, suena a herejía —agregó otro muchacho.
—Hay períodos de la Historia en que la Iglesia ha estado por delante de los acontecimientos y otros en que ha caminado por detrás. Ahora vivimos en uno de esos momentos de retraso. La Iglesia, y muy especialmente en España, no puede dar la espalda a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Ha corrido mucha sangre de gente justa y de gente inocente para poder afirmar los derechos humanos. Entre los nuevos teólogos y en muchos sectores de la curia romana, se piensa en la necesidad de adecuar a nuestro siglo el mensaje evangélico. Y no hay nada más sencillo que volver a los orígenes, que volver a Cristo, con la intención de crear una sociedad más igualitaria y más justa.
Otro hombre alzaba el brazo y Castellón le dio la palabra:
—¿Y qué podemos hacer los obreros católicos en esa lucha?
—Algo tan sencillo como organizarse en sindicatos de clase —contestó Stefan—. Y reclamar desde ellos el derecho a la libre asociación, a la libre expresión de las ideas, al salario justo y a la huelga para defender esos y otros derechos, como es, por ejemplo, la educación.
—Todo eso lo prohíbe el Régimen.
—Por eso hay que actuar políticamente.
—Parecen técnicas comunistas, compañero Estanislao.
—Los obreros católicos italianos trabajan junto a los comunistas.
—¿Quieres decir —interrumpió el hombre que había intervenido en primer término— que, mientras la jerarquía de la Iglesia nos habla del comunismo como del Diablo, nosotros debemos unirnos en las luchas sociales a los comunistas?
—Lo que quiero decir es que los católicos no podemos dejar la bandera de la lucha social en manos de los comunistas —replicó Stefan al tiempo que se levantaba y tomaba uno de los libros de la mesa—. Veréis. —Buscó entre las páginas de la encíclica—. ¿Podemos aceptar hoy esto que voy a leeros?: «Sufrir y padecer es cosa humana y no habrá fuerza ni ingenio capaz de desterrar por completo estas incomodidades de la sociedad humana. Si algunos prometen a las clases humildes una vida exenta de dolor y de calamidades, llena de constantes placeres, están engañando indudablemente al pueblo. Y el mal capital consiste en suponer que una clase social sea espontáneamente enemiga de la otra. Y es deber de los proletarios no dañar en modo alguno al capital ni ofender a la persona del patrono; abstenerse de toda violencia al defender sus derechos y no promover sediciones ni mezclarse con hombres depravados».
Stefan arrojó el libro sobre la mesa. Alzando la voz, añadió:
—Si esto no lo afirmase un Papa, en este caso León XIII, ¿qué diríais de este texto?
—Que es pura bazofia —contestó un joven sentado en las proximidades de la mesa.
—Yo no lo hubiera dicho mejor —dijo Stefan—. Los católicos debemos luchar en favor de un humanismo cristiano, como piden los nuevos teólogos, que compita en condiciones de igualdad con los movimientos de signo socialista. Debemos apartarnos del humanismo burgués, que sólo tiende a la riqueza y a la posesión. Tenemos que proclamar el derecho a la vida y a la justicia, como hizo Cristo hace veinte siglos. Nuestra lucha es la lucha por los desfavorecidos. O si se quiere, como otros los llaman, por los parias de la tierra.
Castellón intervino de súbito:
—Considerad, además, que en la vida de todo cristiano hay una vocación de martirio.
Stefan le miró, pensó en decir algo; pero optó por callarse.
Terminaba la reunión y Rebollosa se puso en pie.
—Bien, amigos, compañeros. Antes de concluir, quiero que reparemos en un hecho que a mí me parece extraordinario: la presencia hoy, entre nosotros, de un grupo de muchachos de las JOC, de nuestros jóvenes obreros, que son la esperanza de nuestro futuro. Me gustaría, que en su homenaje, cantásemos todos unidos el himno de los jóvenes de Acción Católica.
Y se arrancó a cantar con voz sonora, acompañado por tan sólo unas pocas voces. Stefan sintió un leve sonrojo.
Juventudes católicas de España,
galardón del ibérico solar,
que lleváis en el fondo del alma
el calor del más cierto ideal.
Juventud, primavera de la vida,
¡Español!, que es un título inmortal,
si la fe del creyente te anima,
su laurel la victoria te dará…
…
Ser apóstol o mártir acaso
mis banderas me enseñan a ser.
Por bandera y símbolo, la Cruz redentora…
Eran las ocho y media cuando Stefan entró en la Casa de Vinos. Buscó una mesa cercana a la estufa. En varios veladores, los parroquianos jugaban al dominó.
—Vaya, el señor de Valladolid —dijo el camarero Goyito con cierta soma—. ¿Qué quiere tomar?
—¿Tienes algo de caldo?
—Sí, señor, de gallina vieja, que es la buena —repuso el albino—. Dame el caldo y un poco de pan con queso.
Cuando, más tarde, subió al piso para cambiarse de ropa, encontró sobre la cama una nota de Matías: «El domingo por la tarde, a eso de las seis, te espero aquí. Vendré con otra persona».
Al volver a la calle, como precaución, dobló por la esquina contraria a la acera en donde se encontraba la taberna.
Llegó al seminario pasadas las diez de la noche.
Había terminado la partida y los cuatro hombres se levantaron y procedieron a pagar sus consumiciones.
—Don Arturo —dijo el albino a uno de ellos—, ¿puedo hablar un minuto con usted? Es sólo un momento.
—Dime, chaval.
Se apartaron unos pasos hacia un rincón del local.
—Como es usted comisario de la policía, don Arturo…, he pensado que le interesaría saber algo.
—Desembucha, Goyito, que ando con prisas y, además, de mala leche, porque me han sacudido de lo lindo en la partida de hoy. Y entérate de una vez que no soy comisario, sino subcomisario.
—Hay un hombre que ha venido un par de veces al bar. Siempre ha entrado de paisano. Pero hace poco le vi vestido de cura en esta misma calle. Y se me hizo raro… No hace ni media hora que se ha ido.
—Ten cuidado, que a lo mejor te has confundido.
—Estoy casi seguro de que no.
—Cuando se habla con la policía hay que estar seguro de lo que se sabe. Así que déjate de películas de espías y a lo tuyo, Goyito. —A mí me gustaría ser policía, don Arturo.
El subcomisario lanzó una ruidosa risotada.
—¿Policía? Pero ¡hombre! Para ser policía no hay que llamar la atención. ¡Y tú, chaval, con esa piel de leche agria!… Anda y vete a fregar las mesas.
El hombre dio la espalda al chico. Furioso, Goyito pensó que don Arturo, con su bigote negro recortado en forma de cepillo y las gafas de cristales oscuros que nunca se quitaba, era un policía clavado a los que salían en los tebeos. ¿Qué tenía que decirle a él sobre su aspecto?
Es domingo. Son las once y diez. Acaba de entrar en el confesionario y se ha sentado en el pequeño banco, sobre el cojín de raso. A través de la rejilla, Stefan ve en la penumbra del templo a las muchachas que esperan. La primera se acerca y se arrodilla al otro lado. Su rostro está muy cerca y Stefan puede verlo con claridad. Es una chica de cara redonda, de unos catorce años de edad. La bendice y pregunta qué es lo quiere contarle.
—Padre, me confieso de que tengo malos pensamientos. —¿Algo más?
—Sólo malos pensamientos.
—Bueno, pues reza tres avemarías. Ego te absolvo pecatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
Calcula que la siguiente chica es de la misma edad, feúcha, de cara escurrida y tez más oscura que la de la anterior.
—He robado, padre.
—¿Cómo?
—Soy ladrona, padre.
—Explícame eso, hija.
—El domingo pasado le quité a mi madre cinco pesetas del monedero. Me faltaban para ir al cine.
—No está bien, no vuelvas a hacerlo. Estoy seguro de que, si se las pides, tu madre te las dará. ¿Algo más?
—Sí, padre. Ayer estuve jugando con unas amigas a decir palabrotas.
Stefan contiene sus deseos de reír.
—¿Algo más?
—Por ahora no.
—Reza tres avemarías. Ego te absolvo…
Percibe que le tiemblan las manos mientras ve acercarse a Pilar.
—No voy a escucharte, Pilar —acierta a decir.
—Padre Esteban, tengo el mismo derecho a la confesión que cualquier otra alumna.
—No debo oír tus pecados porque te conozco. Y además, ¿no me has dicho que no crees en el pecado?
—Me confieso de odiar a mi padre.
Stefan se echa levemente hacia atrás. Nota un cierto alivio.
—¿Y por qué le odias?
—Trata a mi madre como a una esclava. Yo creo que mantiene a una amante, le he oído a veces hablar por teléfono con una mujer cuando mi madre no está en casa. Y tiene una mentalidad medieval, piensa que las mujeres somos inferiores, que sólo servimos para guardar la casa y para tener hijos. Supongo que su amante le servirá también para el sexo.
—Odiar es un sentimiento inútil, como la envidia.
—¿Por qué?
—Porque sólo se resuelve matándole. Y supongo que no matarías a tu padre.
—No.
—Entonces no le odias.
—¿Qué es entonces lo que siento?
—Imagino que desearías que fuera de otra forma. Lo mejor es que termines tus estudios, te cases y te vayas de tu casa. —¿Deseas que yo me case?
—Soy yo quien confiesa, no tú. Y hay otras chicas esperando. Vete ya.
—Quiero oírte absolverme.
—No puedo perdonar a quien no cree en el pecado.
—Hazlo o no me voy de aquí.
—Ego te absolvo…
—¿Quieres que te espere en la calle al final de la misa y que demos un paseo? Hace frío, pero el sol brilla.
—No me esperes.
Deposita la Sagrada Forma en la boca abierta de la muchacha y logra no rozar los labios. Los ojos de Pilar permanecen abiertos y no se apartan de los suyos mientras Stefan repite las palabras del rito:
—Corpus Domini nostri Jesuchristi…
Después, durante unos segundos, se queda en suspenso, siguiendo con la mirada la figura de Pilar mientras se aleja del altar. Se pregunta por qué no ha aceptado el paseo que le ha propuesto ella.
Stefan reacciona al fin, continúa impartiendo la comunión a las otras muchachas, espera que nadie haya percibido su vacilación.
El hombre que se sentaba en la cama, cerca del torvo Matías, era alto y fuerte, algunos años mayor que Stefan, bien parecido, de rostro cuadrado coronado por una recia melena oscura, en la que punteaban algunas canas, y azulada mirada que parecía nadar tras los cristales de las gafas. Stefan se acomodaba en la única silla de la habitación, frente a ellos. «Me conocen como Federico Sánchez y soy miembro del comité ejecutivo del Partido Comunista de España», le había dicho el desconocido adelantándose a las presentaciones de Matías y mientras le estrechaba la mano con vigor. A Stefan le agradó su tono de voz y su franqueza en la forma de darse a conocer. «Como comprenderás —añadió sonriente el otro— el mío es un nombre de guerra».
—Esta será la única vez que nos encontremos —comenzó Federico—. He querido verte porque considero necesario que sepas algunas cosas sobre los comunistas españoles. Sé que tu tío es un hombre poderoso en el comunismo polaco, Jakub Berman, pero creo oportuno que por tu parte sepas que nosotros no queremos estar en esa línea estalinista. La nuestra debe ser una posición política semejante a la italiana. Quiero decir que preconizamos la democracia, a la que no vemos incompatible con la revolución socialista, y en ese sentido intentamos promover una alianza con otros sectores progresistas de la sociedad, como pueden ser los católicos.
—Conozco el modelo —respondió Stefan— y conozco también las tesis del marxista italiano Gramsci. Y creo que son más las cosas que nos unen a católicos y a comunistas que las que nos separan.
—El gran problema es que la jerarquía española es franquista en su totalidad.
Stefan calló. Se acordó de pronto del Patriarca y hundió la cabeza entre los hombros.
—Eso es cierto. Pero la Iglesia de base puede ser distinta a la jerarquía…, como de hecho sabes muy bien.
Se levantó y caminó unos pasos hacia la puerta.
—No obstante —añadió—, para un hombre de fe es difícil el enfrentamiento con la jerarquía.
—En cierto modo —señaló Federico— nosotros también somos hombres de fe.
—Lo que me abruma es pensar en la traición.
—La Historia niega la traición y afirma la necesidad…
—Pero el pensamiento no basta para justificarlo todo. Existen la amistad, el amor, la lealtad…
—Y la justicia —añadió Federico.
—¿Crees sinceramente que la justicia es la única causa que debemos defender?
Federico Sánchez se levantó, caminó dos pasos hasta situarse a su lado.
—Hay ocasiones históricas en las que se hace necesario poner unas pocas ideas por encima de los sentimientos, servir a una causa general aunque niegue algunas veces nuestros anhelos personales.
Se separó de Stefan y tomó su abrigo, que colgaba del gancho de la puerta.
—Sólo quería que supieras que no te consideramos un rehén…, pese a que tu tío lo pretendía.
—Conoces mucho sobre mí.
—El comunismo ha tenido muchos lazos internacionales desde el fin de la guerra mundial… Sabemos que tienes familia en Varsovia y que eso…, ¿cómo decirlo?…, te podía convertir en un hombre manipulable. Sé que en Italia nadie quiso utilizar esas armas contigo. Y aquí tampoco lo haremos.
—Mi tío queda muy lejos y ya no temo por mi familia. Pero te lo agradezco.
Federico Sánchez salió del piso sin ofrecerle la mano. Matías permanecía sentado en la cama, fumando aquel tabaco de recio olor. Stefan pensó que no le gustaba aquel hombre.
—¿Quieres algo más? —preguntó Stefan.
Matías sonrió con gesto burlón. Era la primera vez que hablaba desde que comenzó la breve reunión.
—Sólo una cosa: quiero que sepas que no todos los comunistas españoles pensamos de la misma manera. Yo no he leído a ese Gramsci, por ejemplo, y me gustaba el camarada Stalin. —Te gustaría verme como un rehén…
—Nunca lo había pensado. Pero si lo pienso, no me parece mala idea.
—¿Quién es el jefe, tú o Federico?
—Por ahora, él.
—Entonces me importan muy poco tus ideas.
—Por ahora.
Enfundado en una gruesa bata de lana, Eijo tomó el teléfono que le tendía Regina desde el otro lado de la mesa de su despacho. Eran las doce de la noche y la llamada le había levantado de la cama.
—Caro nuncio, amigo Antoniutti, es un placer oírle. ¿Qué tal sus vacaciones en Roma?
—El placer es mío, Patriarca. El Papa le envía sus saludos y bendiciones.
—Mio caro amico Gellin…! ¿Sabe que fuimos compañeros de estudios?
—Me lo ha dicho cuatro o cinco veces, caro Patriarca.
—Ya, ya…, qué memoria la mía. Nos hacemos viejos, caro nuncio. ¿Y a qué debo el placer de su llamada a estas horas intempestivas?
—Recuerde que usted me llama siempre a la hora que se le antoja.
—Me hago cargo. Usted dirá, excelencia reverendísima.
—Estuve preguntando en Roma sobre el asunto Pax. En la curia están convencidos de que se trata de un movimiento controlado por los comunistas, directamente desde Moscú. Más que una organización de espionaje, Pax lleva adelante una tarea agitadora, con el fin principal de desestabilizar a la Iglesia, introduciendo en sus movimientos de base el ideario comunista. Por eso se ha instalado en Italia. Pero el Santo Padre va a reaccionar pronto, puede estar seguro.
—¿Y en España?
—Los miembros de las HOAC que han asistido en Italia a reuniones con movimientos obreros católicos han debido de contactar con Pax, pero no estamos seguros de hasta dónde llegan sus relaciones. De todos modos, lo más probable es que no tarden en enviar a algún agitador. Así que deben estar ustedes atentos, caro Patriarca: hay muchos corderos ingenuos e inocentes en nuestros rebaños.
Colgó el teléfono Eijo y se quedó sentado junto a la mesa del despacho, distraído en sus pensamientos. Regina entró unos minutos después.
—¿No se acuesta, Patriarca?
—Ya voy.
—Le acompañaré a su habitación.
Tomó el brazo de Regina mientras avanzaban por el frío corredor.
—¿Qué te parece ese muchacho, Regina? Me refiero al joven polaco.
—Ya le dije una vez que parecía un ángel. Pero ¿por qué me lo pregunta a mí?
—Las mujeres sabéis leer mejor en el corazón de los hombres.
—Es una persona educada y muy agradable de trato. Inteligente, creo, y sin duda posee una gran formación. Pero…
—Pero ¿qué?
—No sé…, parece guardar en el alma un gran dolor. A mí me despierta un sentimiento de piedad, pero me inquieta.
—Veo que te sale la madre que todas lleváis dentro, aunque no tengáis hijos… Sin duda el muchacho ha sufrido mucho en su infancia y primera juventud. Trataremos de ayudarle. ¿Qué te parecería si lo trajésemos a vivir a palacio?
—Creo que a usted, Patriarca, le haría mucha compañía. Estaría menos solo.
—¿Me ves tan solo, Regina?
—A cierta edad, la compañía de los otros es muy necesaria.
—Es raro, nunca me había preocupado hasta ahora la soledad. ¿Te das cuenta qué bien leéis las mujeres en nuestros corazones? Incluso descubrís cosas que no hemos sido capaces de leer en nuestra propia alma.
—De todas formas, ser mujer no es un privilegio, Patriarca.
—Pero es una virtud.
—No esté tan seguro.
—Recuerda a la Virgen, Regina.
Le extrañó que fuese Pilar quien le abriera la puerta el miércoles siguiente, apenas unos segundos después de tocar el timbre, cuando pasaba un minuto de las seis y media de la tarde. Vestía un bonito vestido azul claro con un leve escote y su pelo caía alborotado sobre los hombros. Stefan pensó, de pronto, que parecía más mujer que nunca y que en su apariencia había algo de salvaje sensualidad. Sus pómulos brillaban sonrosados y despedía un sutil aroma de jazmines. Detrás, el vestíbulo ofrecía una luz apesadumbrada.
—Pasa, padre Esteban. Hoy estamos solos.
Sintió debilidad en las rodillas al cruzar el umbral.
—Ven a la cocina un momento, estaba merendando algo. ¿Te apetece un café o unas pastas? O lo que tú quieras…, chorizo o jamón…, en mi casa hay de todo.
La seguía por un largo pasillo en sombras. Pero alcanzaba a vislumbrar el leve bamboleo de sus caderas bajo la cintura.
Pilar se sentó junto a la mesa, en la amplia estancia repleta de estanterías. Untaba mantequilla en un pedazo de pan tostado.
—Anda, acércate una silla, padre Esteban, no seas tímido.
—Hay que dar la clase… —respondió él al tiempo que tomaba asiento frente a la muchacha.
—¿Qué prisa tienes? Mi madre ha salido con unas amigas a merendar y jugar a la canasta. No vendrá hasta la hora de cenar. Y en cuanto a mi padre, bastante tiene si llega antes de la madrugada, hoy le toca partida con los artilleros. ¡Menuda caradura la suya! Estoy segura de que tiene una amante. A María, la sirvienta, le he dicho que se vaya al cine con su novio. ¿No tomas nada, de verdad?
—¿Por qué sospechas de tu padre?
Pilar extendía ahora una capa de mermelada de fresa sobre la rebanada de pan.
—Es evidente. Y mi madre, o no ve o no quiere ver.
—La española es una sociedad muy puritana…, eso dicen.
—Es una sociedad cínica y pecaminosa como cualquiera. Tú que eres cura, padre Esteban, ¿puedes creer de verdad en la pureza si te sientas a menudo en un confesionario?
—Procuro escuchar poco y perdonar pronto.
—Ya sabes que yo no creo en casi nada.
—¿Ni siquiera en Dios?
—No lo sé: Dios es una idea difusa. Sé que detesto la hipocresía. Por eso siento muchas veces que odio a mi padre.
—Tal vez es imaginación tuya…
—No imagino nada. ¿En dónde te crees que me han educado? Pues en un país en donde todo es muy difícil para las mujeres y el hombre goza de todos los privilegios. Todavía puedo repetir de memoria lo que aprendí en mis primeros años de colegio, frases enteras.
Pilar dio un bocado a la tostada. Siguió hablando mientras masticaba.
—«La emancipación, dignificación e igualdad de los derechos sólo puede poner en ridículo a las mujeres e incapacitarlas para el matrimonio». ¿Qué te parece? Eso lo enseñaba una profesora falangista, de esa organización que llaman la Sección Femenina. ¿Qué opinas?
—Yo no veía así a mis hermanas y a mi madre.
—¿Quieres otra? Ahí va: «Como no es común que la mujer sea culta, la que excepcionalmente lo es, si no posee una cierta prudencia, tiende a rebosar suficiencia por todos sus poros hasta convertirse en inaguantable». Es horrible, ¿no?
—Es pura verborrea.
—Yo quiero ser culta e inaguantable. Y no me importa en absoluto si eso me incapacita para el matrimonio.
La muchacha concluyó la merienda, se levantó y se lavó las manos en el grifo de la pila.
—¿Vamos al salón? Estaremos más cómodos.
—¿Y la clase?
—Hoy no tengo ganas de estudiar.
—Entonces me iré pronto.
Pilar sintió un hondo desconsuelo al oírle decir eso. Había salido del colegio una hora antes, pretextando una indisposición, y empleó casi un cuarto de hora en peinarse, después de tardar un buen rato en elegir el vestido que podía darle una apariencia más atractiva y madura. Había empujado a María a marcharse a dar un largo paseo. Quería estar sola con Esteban, lo anhelaba sin reflexionar demasiado sobre ello. Y él decía que se iría pronto. Sin duda no sentía nada hacia ella.
Pero decidió no permitir que Esteban sospechase nada sobre sus apenados sentimientos.
Se acomodaron en los extremos del rígido sofá de cuero.
—Hoy no tengo la cabeza para latines —dijo Pilar forzando la sonrisa.
—Me han contratado para darte clases…
—No diré nada a mi madre, no te apures, padre Esteban. ¡Ah, por cierto, voy a traer un libro de texto para que veas aquellas cosas que me han enseñado! Espera aquí.
Se levantó y salió a pasos rápidos de la sala, dejando tras de sí un aroma de flores frescas.
Tenía deseos de llorar mientras rebuscaba en las estanterías de su cuarto. Lo mejor, quizá, sería decirle a Esteban que se fuera si era lo que deseaba. Pero al mismo tiempo no quería pensar en que se marchara, porque temía que quizá no regresaría jamás. No quería quedarse sola. Tenía que retenerle y aquel estúpido libro era un pretexto como otro cualquiera.
Contuvo las lágrimas, encontró lo que buscaba y se encaminó de nuevo al salón.
Stefan se sentía abrumado. Pensó en levantarse e irse, pero sabía que no podría lograrlo. Cada vez que la encontraba, la veía más hermosa que nunca. Su olor le atraía, también la bonita curva de su cuello y los carnosos labios.
En aquel momento, se sabía inerme ante la muchacha.
Regresó Pilar y se sentó a su lado, más cercana a él. Abrió el libro.
—Te leo sólo unas frases, padre Esteban, y luego puedes irte si quieres: «En toda mujer hay siempre un corazón maternal y, por amor, es una formadora del alma infantil. Porque no basta ser hembra que alumbre, sino madre que cuida, protege y educa a la prole. La maternidad es una exigencia de la Nueva España y las mujeres deben tender a convertirse en auténticas profesionales de la ciencia materna. Y en el hogar, deben imponerse la sencillez y el decoro, cualidades en las que reside una de las formas más elevadas del españolismo. La ciencia doméstica es el mejor bachillerato de la mujer».
Pilar cerró el libro con un golpe enérgico y lo dejó sobre su regazo.
—Y los hombres, entretanto, bailando con prostitutas. Esta es la mujer que yo no quiero ser. Y por eso detesto a mi padre y por eso voy a estudiar una carrera.
El perfume de Pilar le envolvía. Ahora su brazo casi rozaba el de Stefan, que percibía el calor del cuerpo de ella.
—¿Y qué es lo que quieres?
—Quiero ser libre y…
El rostro de Pilar se había aproximado al del joven sacerdote.
—¿Y…? —preguntó Esteban.
Pilar no pensó la respuesta. De haberlo hecho, quizá se habría contenido:
—Y quiero tener derecho a pecar.
Stefan no supo quién se acercó primero hacia el otro, pero sus bocas se encontraron en un beso. Se buscaban como el náufrago que bebe el primer sorbo de agua dulce tras varios días de sed.
«Y yo quiero también mi derecho a vivir», se dice Stefan, a solas en su cuarto del piso alto del seminario, después de haber cenado, solo en un rincón del comedor, una sopa templada y una tortilla de un solo huevo. En la habitación hace frío y la noche sin luna se cierra al otro lado de los cristales. Pero él siente un calor interno que no le abandona. No tiene ganas de encender la luz.
Se han besado hasta el agotamiento durante casi una hora. Hasta que ha sonado el timbre de la puerta y Pilar ha debido correr hacia el vestíbulo mientras se arreglaba el pelo a toda prisa. Era la criada. La mujer ni siquiera le ha visto cuando se ha ido.
Y se ha marchado poco después, por miedo a encontrarse con doña Pilar. Verá a la muchacha el domingo, en la misa, hablarán en el confesionario, tal vez esa misma tarde se encuentren a solas. Y después, el miércoles en una nueva clase de latín. Pero ¿qué clase de latín será capaz de dar?
Se pregunta en dónde puede terminar lo que ha empezado esa tarde. Pero no quiere responderse porque sabe que no hay respuesta. Sólo desea vivir. Le gusta esa palabra: vivir.
Y aún le arden los labios por el fuego de los de Pilar. La sensación del beso sigue en su piel, no se aparta, percibe todavía el calor húmedo de los labios de ella. Y recuerda que la muchacha le ha dicho al oído «Te quiero». Y esas palabras, que aún resuenan claras en el recuerdo, levantan en su ánimo un eco parecido a los golpes de un tambor.
Besar era eso. Y nadie enseña, se sabe desde siempre. Es mejor besar que imaginarlo. Ya nunca querrá vivir sin ello. Si Stefan desapareciera de su vida, el mundo se convertiría en un escenario frío y desierto.
Pero sobre todo, se ha dado cuenta de que él la ama. ¡Qué ciega ha estado! Y ese reconocimiento le llena el alma de gratitud a la vida. ¡Qué dulce es ser amada!
Se pregunta qué sucederá a partir de ahora y cuáles serán los pensamientos de él.
Pero desdeña toda duda, cualquier sombría incertidumbre. Quiere sentir con plenitud lo que es querer y que te quieran.
Suceda lo que suceda, no va a perderle nunca.