El padre Jacinto Grima, uno de los profesores de teología del Seminario Diocesano, subió a la tarima, recorrió junto a la pizarra el tramo que le separaba de la mesa, sin volver la cabeza para mirar a la docena de jóvenes clérigos que permanecían en pie, se santiguó al cruzar junto al crucifijo y se sentó en la silla cercana al tablero. Hurgó en los cajones de la mesa y sacó un cuaderno cuyas hojas aparecían repletas de notas escritas por su propia mano. Al fin, alzó los ojos hacia los alumnos y con un gesto de la mano les indicó que se acomodaran junto a sus pupitres.
Eran las nueve de la mañana del lunes 10 de enero y comenzaba de nuevo el curso tras el paréntesis navideño. El padre Grima paseó la mirada por los rostros de los jóvenes. En realidad, no les miraba, sino que delante de sus ojos desfilaban todavía, difusamente, las imágenes de sus pesadillas de la noche, imágenes en las que aparecía él mismo caminando hacia un paredón en donde iba a ser fusilado, mientras se oían los gritos angustiosos de otros ajusticiados que esperaban el tiro de gracia.
Estaba despierto, pero su ánimo seguía atormentado aún por los sueños perturbadores de pocas horas antes.
Porque, además, aquellos delirios que le asaltaban con tanta frecuencia no formaban parte de un universo imaginario, sino que se miraban en el espejo de una abrumadora realidad acaecida casi veinte años antes.
Jacinto Grima había nacido en una pequeña aldea de la comarca extremeña de La Serena y, cumplidos los dieciocho años, abandonó su pueblo para estudiar en el Seminario Diocesano de Plasencia. Después de ordenarse sacerdote, en 1934, fue destinado como párroco adjunto a la iglesia del pueblo de Montijo, no muy lejos de Badajoz, y allí lo habían detenido, junto al párroco titular, don Simón, un grupo de guardias civiles leales a la República, pocos días después de la rebelión militar de Franco de julio del 36.
En realidad, los guardias salvaron la vida de los dos clérigos, adelantándose en unas pocas horas a los pelotones de milicianos que recorrían la población en busca de «ricos, señoritos, falangistas y curas», para fusilarlos en las tapias del cementerio y quemar sus cadáveres antes de inhumarlos en fosas colectivas. Jacinto y don Simón quedaron encerrados, junto a dos terratenientes y tres cargos municipales republicanos, en los calabozos del cuartel. El teniente al mando del puesto, pese a su lealtad a la República, se negó a entregar sus prisioneros a los grupos de campesinos armados, en aquella jornada que la memoria popular continuaría recordando como «el día que fusilaron a los ricos y sus secuaces».
El día 10 de agosto, cuando las tropas nacionales del general Yagüe se aproximaban al pueblo, Grima y sus compañeros fueron trasladados en un camión a Badajoz. Allí los encerraron en la cárcel de la ciudad con otros centenares de presos políticos. Jacinto y don Simón compartían celda con quince reclusos y cada noche dirigían las oraciones en las que todos suplicaban a Dios por la salvación de sus vidas.
Pese a los rezos, durante los tres días que precedieron a la caída de la ciudad en manos de los nacionales, las «sacas» de las celdas de prisioneros se sucedieron sin descanso y más de cien fueron fusilados en el patio del presidio, entre ellos don Simón. Las descargas se oían con nitidez en todos los calabozos en donde aguardaban los que aún conservaban la vida.
El día 14, las bombas comenzaron a caer sobre la ciudad, y sus explosiones hacían temblar las sólidas paredes de la cárcel. Ese día, quedaban ya sólo otros cinco reclusos junto con Jacinto en la celda. Por la tarde, la puerta se abrió y, en lugar de asomar el joven miliciano que dirigía las «sacas», quien apareció armado con una pistola fue un capitán legionario de las tropas de Franco, un rostro que jamás habría de olvidar Jacinto. Le seguían dos soldados «moros» provistos de carabinas con la bayoneta calada.
—Sois libres —les dijo secamente. Y luego gritó—: ¡Viva España! ¡Viva Yagüe! ¡Viva Franco!
Los seis presos respondieron con vivas a Franco y a España. Jacinto lloró contagiado por un compañero de celda. Después, el oficial les entregó unas banderitas españolas.
—Refugiaos en donde podáis…, en casa de gente de orden si conocéis alguna. Agitad la bandera y no corráis salvo que os vayan a disparar. Llevad siempre los brazos bien abiertos, que se vea que no estáis armados. Hay tiros por todas partes. ¡Suerte y viva España!
—¡Viva! —respondieron al unísono.
Y ahora, mientras pasea la mirada por los jóvenes que le escuchan, jacinto Grima recuerda el rostro del miliciano cuando abría la puerta de la celda y escogía tres o cuatro presos. Tenía una parecida edad a la de ellos. Pero en sus ojos no había respeto alguno, sino odio. Siempre dirigía la última mirada hacia él, le apuntaba con el dedo y decía:
—Tú, cura fascista, serás el último en salir. Escucha bien las detonaciones del pelotón de fusilamiento, porque es lo mismo que vas a oír cuando te llegue el turno.
Recuerda el temor de las noches, el miedo que nunca se iba de su corazón. No quería morir, no pretendía ser un mártir. Quería vivir y pensaba que no le había llegado todavía la hora de reunirse con Cristo. Tenía sólo veintiséis años, no era justo que le abrazase la muerte.
Ese miedo, ese temblor de los miembros que nunca se va, ese pavor que no le deja dormir, que le mantiene en duermevela y le sobresalta una y otra vez como un ataque de epilepsia…
Y recuerda también cuando ganó la calle y se separó de los otros. Olía a pólvora y carne quemada. Había muertos en el asfalto, muchos muertos. Se cruzaba con soldados de rostro desvariado, rubios legionarios de mirada enloquecida y musulmanes de gesto adusto y turbante recogido en la nuca, que disparaban hacia las ventanas, que entraban y salían de las casas cargados de botín. Él agitaba la banderita sin descanso. Y pensaba que su maloliente y sucia sotana era, en alguna forma, un escudo protector. El calor le hacía sudar. Oía los fuertes latidos de su corazón mientras le rodeaba el adusto clamor de la batalla. Vio moros que se inclinaban ante los cadáveres, les abrían la boca y arrancaban con tenazas las prótesis de oro de las dentaduras.
No sabía el tiempo transcurrido desde que abandonó la cárcel y comenzó a correr por la ciudad desconocida hasta que notó que alguien le tiraba de la manga. Era uno de sus compañeros de celda.
—Venga conmigo, padre Jacinto, le llevaré a un lugar seguro.
Poco más tarde, entraba en el claustro de un viejo convento medio destruido por los bombazos recientes. Había varias decenas de personas. Los soldados legionarios repartían latas de sardinas y mendrugos de pan.
Un comandante se acercó hasta él:
—Bienvenido, padre —dijo.
Y Jacinto tomó su mano, se arrodilló ante él y la besó.
—Mil gracias, mi comandante, mil gracias.
El otro retiró la mano y le miró sorprendido.
—Es al revés, padre: tendría que ser yo quien besara la suya. Levántese, por Dios.
—¡Viva el Caudillo! —se le ocurrió gritar sin despegar las rodillas del suelo de piedra.
En los días siguientes, Jacinto se unió a los pelotones de fusilamiento que ajusticiaban en la plaza de toros a los republicanos. Ofrecía confesión y comunión a los condenados y repartía bendiciones sobre los cadáveres. Aunque componía un gesto compungido al hacerlo, notaba una honda satisfacción en su ánimo. Más de una vez deseó tener una pistola y poder dar algún tiro de gracia en las sienes de los caídos. Porque pensaba que, para estar al servicio de Dios, en unas ocasiones había que sostener un crucifijo y, en otras, empuñar un arma.
El segundo día, entre un grupo de hombres que iban a ser fusilados, distinguió el rostro del joven miliciano que dirigía las «sacas» en la cárcel. Se acercó a él.
—¿Quieres confesión y comunión? —le preguntó.
—Lo único que quiero es que te vayas a la mierda, cura fascista.
Acercó su rostro al del muchacho y, en voz baja, le dijo al oído:
—¿Has oído las detonaciones de las balas en los fusilamientos? Pues óyelas bien, porque va a ser lo último que escuches dentro de unos minutos. ¿De verdad que no tienes nada de que arrepentirte? Puedo confesarte todavía.
—Te hubiera debido sacar el primero de la celda: de eso es de lo único que me arrepiento. ¡Vete al infierno!
—Es el lugar adonde vas a ir tú en un instante. Estarás en una mazmorra igual a la que yo estaba. Y puede que yo baje alguna vez que otra a ejercer como tu carcelero.
Y esa pesadilla, la misma siempre: está solo en la celda, la puerta se abre y asoma el rostro temido del carcelero. «Ya es tu turno, cura fascista», dice. Y dos milicianos, tomándole de los sobacos, lo arrastran tembloroso hasta el patio.
Hay cuerpos caídos en el suelo de adoquines, cuerpos que se revuelcan sobre su propia sangre y que aúllan, lanzan alaridos angustiosos. Y a él lo llevan hasta al paredón. Y le ponen una capucha. Y oye los gritos de rigor con que el oficial ordena los movimientos del pelotón. Todo está a oscuras. Cesan los lamentos de los ajusticiados y se oye una descarga de fusilería. Y llega a sentir cómo se clavan en su cuerpo clavos al rojo vivo que le queman la carne.
Y entonces despierta y casi chilla. Y está sudando. Y llora. Y se levanta y busca el jarro de agua y se inclina sobre la jofaina y se empapa la cabeza sin cesar de llorar.
Así durante tantos días, año tras año.
Al padre Jacinto Grima le conocían sus alumnos con el mote de Aburrevacas. Era un hombre de cuarenta y cinco años, de piel cenicienta y pelo desmayado, mirada mortecina y ojeras que excavaban hoyos morados sobre las mejillas. Su hablar era pausado. Se decía de él que, por causa de sus sufrimientos durante la Guerra Civil, padecía una enfermedad cardíaca y que había sufrido dos ataques de corazón en los últimos años. Stefan, desde las primeras clases a las que asistió antes de las navidades, creía que aquel hombre no sentía deseos de vivir y que tampoco le gustaba enseñar. Y pensaba que quizá escondía en su alma una honda pena incurable, o quizá un rencor inextinguible.
Aquel lunes, Aburrevacas comenzó a hablar del pecado original mientras la mente de Stefan vagaba entre una liviana atención a las palabras de profesor y el recuerdo vivo de Pilar. Escuchaba ahora con fatiga lo que le parecía una cháchara banal del cura:
—Una de las funciones esenciales de la teología de hoy es afirmar la rotunda veracidad del dogma del pecado original, a la que fi siquiera las teorías más modernas pueden afectar. Satanás ya se burlaba de la jugarreta que le había hecho a Dios al obligar a pecar a nuestros primeros padres: «He entregado a su hermano hombre al Pecado y a la Muerte», dijo el Maléfico, según nos cuenta John Milton en El paraíso perdido. Pues bien: dudosos científicos, supuestos pensadores y pseudoteólogos de la actualidad, tratan hoy de poner en duda el pecado original, varios de ellos recurriendo a la teoría de la evolución humana. ¿Qué hombre fue el que pecó —se dicen—, el Horno sapiens, el erectus o el habilis? La cuestión es falaz y ya nuestro sumo pontífice Pío XII, hace ahora cinco años, con su carta encíclica Humani Generis, dejó las cosas claras: «El magisterio de la Iglesia —escribió el Santo Padre— no prohíbe las investigaciones ni disputas de los entendidos, con tal de que todos estén dispuestos a obedecer el juicio de la Iglesia». Así que es esencial, en estos días, desconfiar de las teorías evolucionistas y del racionalismo a ultranza, que pueden apartarnos del redil de Cristo.
Aburrevacas se levantó de la silla arrimada a la espalda de la mesa y paseó por el estrado con gesto de preocupación.
—El pecado original existió y así lo afirma rotundamente la Iglesia. Pero ese pecado, que fue el origen del mal en el mundo, no significa que Dios fuera el creador del mal. Ni mucho menos. El creador del mal fue el propio hombre, que al aceptar lo que le prometía Satanás, no hizo otra cosa que confundir el sentido de la libertad que Dios le dio. Antes de pecar, cuando el hombre se encontraba en un estado que los teólogos definen como de «justicia original», los humanos tenían, entre otros dones, el de la inteligencia plena, la ausencia de enfermedades y la inmortalidad. ¿Eran entonces más imperfectos, como sostienen las doctrinas evolucionistas? ¡No! Sencillamente eran más ingenuos, pues se encontraban próximos a un estado casi infantil e inmaduro, como bien escribió san Ireneo a propósito de Adán diecisiete siglos antes del ateo Darwin. Y de ese modo, eran terreno abonado para Satanás, que alimentó su imaginación y su concupiscencia, como bien señala Pío XII en su carta encíclica.
Calló un instante el profesor, fue a la mesa, consultó sus notas sin sentarse y siguió su paseo y su monólogo, impostando la voz y confiriendo cierta inusual energía a sus palabras:
—Y ahora podemos preguntarnos: en un mundo en donde no existía el mal, ¿contra qué había de prevenirse? Yo digo: ¿Es que no está claro? ¡Del descuido, de la falta de vigilancia ante el Maligno! Pues fue precisamente su descuido lo que hizo a Adán y Eva caer en manos del Diablo, esa curiosidad perversa fue lo que los arrastró a crear el mal. Y Dios determinó, como señalan las Escrituras, que Adán y sus descendientes padecerían setenta calamidades desconocidas anteriormente, que van desde el más pequeño dolor hasta la muerte.
El sacerdote volvió a sentarse, de nuevo con gesto fatigado. Continuó:
—El mal sabe manifestarse de muchas maneras, es ingenioso como el mismo Satanás, su creador e impulsor. Y el mal es sutil, entra disfrazado de bondad, para crecer luego como un parásito en el cuerpo en donde ha anidado y extenderse malévolamente para destruirlo por completo: es como la peste. Y lo que sucedió en los días de Adán y Eva, sigue sucediendo a lo largo de los siglos. La reciente historia de España lo demostró hace pocos años, cuando el comunismo penetró en la sociedad española disfrazado con la vestimenta de la justicia social y acabó convertido en el Anticristo. Tres años de dolor y de sangre fueron precisos para expulsarlo del seno de la Patria y devolver a la Iglesia la dignidad que le corresponde como representante de Dios en la Tierra.
El profesor se detuvo en medio del estrado y miró hacia Stefan.
—¿Cómo se manifiesta el Diablo en su país, padre Berman? —le espetó de súbito.
Los rostros de los otros alumnos se volvieron hacia él. Stefan se levantó, atenazado por la sorpresa.
—Perdón, padre Jacinto, pero no comprendo muy bien lo que me pregunta —acertó a responder.
—Me refiero al comunismo que impera en Polonia, como antes de nuestra Cruzada imperó en España. ¿No es una manifestación del Diablo?
—La guerra, en mi país, fue contra el nazismo, padre Jacinto. —Estoy hablando del comunismo, padre Berman.
—Según tengo entendido, el comunismo nació contra la injusticia social —contestó Stefan—, como una respuesta de los que nada poseen frente a los que son propietarios de casi todo. A los nazis los echaron de Varsovia las tropas rusas.
Al momento se dio cuenta de que había cometido una equivocación.
—¿Cómo ha dicho, padre Berman?
Sentía que los ojos de Aburrevacas abandonaban su tono desfallecido y se convertían en ardientes puñales. Stefan trató de reparar su error.
—No había terminado, con todo respeto, señor. Quiero decir que nació con esa pretensión, tratando de arrebatarle a la Iglesia su protagonismo en defensa de los pobres. Lo digo porque he estado leyendo durante las vacaciones la encíclica Rerum Novarum, como usted nos recomendó, padre Jacinto. Yo creo que León XIII, con su encíclica…
—¡El comunismo nació como Anticristo! —clamó el profesor—• Miles de sacerdotes fueron asesinados durante los días de la República… —siguió bajando el tono de voz—. Padre Berman, padre Berman…, hay infelices teólogos que hoy día empiezan a creer en un posible entendimiento entre la Iglesia y el comunismo. El francés Maritain y otros de su talante. ¿Sabe quién es Maritain? —No.
—Un cómplice del crimen que se autoproclama teólogo. Pío XII ha condenado sus teorías en Humani Generis.
—Yo creo en la doctrina de León XIII y en su Rerum Novarum, padre Jacinto —insistió Stefan, procurando dotar a sus palabras de convicción y vigor.
El maestro contempló despacio a Stefan. Su mirada felina fue apagándose. Finalmente, le hizo un gesto indicándole que se sentara, caminó de regreso hasta la mesa y, acomodándose en la silla, hurgó en los cajones ante el espeso silencio de los alumnos. Al poco, extrajo un libro, indagó entre sus páginas y miró hacia los jóvenes:
—Sí, Rerum Novarum…, ese es el punto exacto en donde se sitúa la Iglesia frente a los problemas sociales. Es la frontera que no debemos traspasar. Escuchad.
Comenzó a leer:
—«Despertado el prurito revolucionario que desde hace ya tiempo agita a los pueblos, es difícil realmente determinar los derechos y deberes dentro de los cuales han de mantenerse los ricos y los proletarios. Es una discusión peligrosa, porque de ella se sirven con frecuencia hombres turbulentos y astutos para torcer el juicio de la verdad y para incitar sediciosamente a las turbas. El tiempo ha ido entregando a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios, ha hecho aumentar el mal de la usura voraz y el número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios».
Aburrevacas alzó los ojos, miró hacia los alumnos y pareció que otra vez sacaba en su actitud energías de donde apenas había:
—¿Lo veis? ¿No ha denunciado la Iglesia la injusticia en los términos más implícitos en el año 1891? Pero lo ha hecho fijando también los límites que se acomodan a la verdadera justicia… Y enfatizo el concepto: ¡la verdadera justicia!
El profesor continuó leyendo:
—«Para solucionar este mal, los socialistas, atizando el odio de los indigentes contra los ricos, tratan de acabar con la propiedad privada de los bienes. Pero esta medida es tan inadecuada que incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras. Los socialistas empeoran la situación de los obreros, puesto que, al condenar la propiedad privada, los privan de la libertad de emplear sus ahorros y beneficios en aumentar los bienes familiares y procurarse utilidades».
Carraspeó Aburrevacas mientras pasaba algunas hojas antes de continuar:
—«Sufrir y padecer es cosa humana y no habrá fuerza ni ingenio capaz de desterrar por completo estas incomodidades de la sociedad humana. Si algunos prometen a las clases humildes una vida exenta de dolor y de calamidades, llena de constantes placeres, están engañando indudablemente al pueblo. Y el mal capital consiste suponer que una clase social sea espontáneamente enemiga de la otra. Porque ambas se necesitan y ninguna puede subsistir sin la otra».
Calló unos segundos antes de concluir su lectura, lo que hizo elevando el tono de su voz:
—«La Iglesia, con Cristo como maestro y guía, persigue una meta más alta, o sea: preceptuando algo más perfecto, trata de unir una clase con la otra por la aproximación y la amistad».
Aburrevacas guardó el libro en el cajón de la mesa.
—Eso son los términos en que a todos los que servimos a Cristo nos compete movernos. No olvidéis que Satanás acecha y que, disfrazado de oveja, puede penetrar en el rebaño de los corderos para transformarse súbitamente en lobo y devorarlos. El disfraz de nuestro tiempo se llama comunismo y el Maligno puede adoptar, entre otros muchos, el disfraz de un teólogo inteligente.
Miró a Stefan.
—Supongo que está claro, padre Berman.
—Desde luego, padre Jacinto —respondió el joven sacerdote al tiempo que se levantaba de nuevo—. Sólo quise decir que el comunismo nació intentando arrebatar a la Iglesia la causa de la justicia.
—Así es, padre Berman, así es…
Con aire cansino, el profesor se puso en pie. A Stefan volvía a parecerle un hombre poco deseoso de hablar y de vivir.
—Pero volvamos un instante al principio de esta clase, al pecado original. Es necesario que tengáis todos muy presente que este pecado procede en verdad del cometido por un solo Adán, individual y moralmente, pero que transmitido a todos los hombres de generación en generación, es inherente a cada uno de nosotros como un pecado propio.
Aburrevacas hizo una pausa y sentenció con solemnidad.
—La clase ha terminado.
De manera fulminante, Pedopalomo había sido expulsado del seminario. El mediodía de aquel miércoles, en el comedor del centro, la noticia corrió de mesa en mesa, entre susurros, sobre los latos en donde los garbanzos duros de la posguerra nadaban en un caldo de aguas salpicadas con manchurrones de grasa de tocino y punteadas por pellizcos de chorizo.
Los jóvenes seminaristas no ocultaba su satisfacción, menos todavía en las bancadas que ocupaban los «pútridos». Desde su lugar, Stefan pudo distinguir con claridad las sonrisas que Páramo distribuía a su alrededor y las poco disimuladas felicitaciones que le dirigían sus vecinos, los muchachos mancillados por el estigma de la putrefacción. Páramo había sido la víctima principal de aquel cura depravado que, al fin, había recibido lo que merecía, y justo era que ahora se le reconociese la victoria. Stefan se sintió orgulloso de su delación y de la falta de piedad del Patriarca con el perverso sacerdote que ejerciera hasta el día anterior como jefe de estudios.
Cuando salían del comedor, uno de los asistentes del director del seminario se acercó a Stefan.
—El rector quiere verte ahora mismo, padre Berman.
Francisco Cañete, padre Piedra para los seminaristas, ejercía su autoridad en el centro con una recia frialdad adquirida durante sus días de cura castrense en la Guerra Civil, en un batallón de las tropas franquistas que participaba en el cerco de Madrid. Había entrado en la capital el mismo día de su caída, con la vanguardia de las tropas nacionales, y en la pared de su despacho colgaba enmarcada la fotografía del acontecimiento que consideraba el más importante de su vida: flanqueado por soldados regulares y falangistas armados de mosquetones, un Francisco Cañete joven y más delgado, ataviado con sotana negra y una boina de tono más claro, probablemente roja, sostenía en la mano izquierda un crucifijo de madera mientras su brazo derecho se tendía hacia lo alto dibujando el saludo fascista. A los lados de la fotografía, multitudes vestidas de oscuro agitaban banderas en los aires.
Francisco Cañete había nacido y crecido en Pamplona, en cuyo seminario se ordenó, y acababa de cumplir los cincuenta y siete años. Era de estatura media, fornido, de tez agitanada y ojos pequeños que enviaban a su alrededor miradas como aguijonazos. Adornaba su rostro con una nariz marmórea, mientras sus cabellos crespos y entrecanos se agarraban al cráneo, con la misma obstinación y fragilidad que el musgo al granito.
Stefan pensó, al verlo esa mañana, que aquel hombre podía infundir miedo. A él, sin embargo, no le despertaba temor alguno: en cierta forma, por alguna razón no analizada, percibía que el rector ocultaba un espíritu algo cobarde. En todo caso, ante él, se sentía protegido por la sombra poderosa del Patriarca.
Sabía de qué iba a hablarle el rector. Pero esperó.
—Tu relación con el Patriarca es muy buena, padre Berman —le dijo—. Ayer estuve con él y me dijo excelencias de ti.
—Sé que estuvo en el palacio episcopal, reverendo padre.
—¿Y cómo lo sabes?, ¿tienes línea de teléfono directa con él? —ironizó el padre Cañete.
—Usted mismo me lo dijo el domingo, reverendo padre.
El rector se golpeó levemente la frente con la palma de la mano.
—Lo había olvidado, disculp… El Patriarca es muy generoso contigo. Supongo que tú le corresponderás, padre Berman.
—Lo haría con gusto, si supiera dé qué manera hacerlo.
—Me pregunto cómo sabrá tantas cosas el Patriarca sobre el seminario…, cuestiones internas, bromas de jóvenes…, lo de los «pútridos», por ejemplo.
—Le comenté algo el día de Reyes, reverendo padre.
—Eso imaginaba.
—Al Patriarca no le ha gustado la broma.
—A mí tampoco, reverendo padre.
—Ni a mí me gusta que se cuenten cosas internas del seminario, padre Berman.
—No le di importancia. Simplemente le manifesté al Patriarca que me parecía una manera cruel de llamar a esos muchachos.
—Hay otros asuntos menos triviales. ¿Qué más le has dicho al Patriarca sobre el seminario?
—Nada.
El rector hincaba sus ojos en los de Stefan, sin desviarlos, intentando distinguir cualquier sombra de duda en la actitud del joven sacerdote. Pero Stefan se sentía seguro y aguantaba la mirada del rector.
—¿Sabes que el padre Rafael ha dejado esta mañana el seminario? —preguntó Cañete—. Ha sido destinado a una parroquia de un pueblo de la provincia de Madrid.
—Sé lo que saben todos en el seminario.
—¿Y sabes por qué se va, padre Berman?
—Lo ignoro, señoría.
—Por orden del Patriarca.
—Entonces es que lo merece, el Patriarca es un hombre justo.
—¿Le has hablado del padre Rafael al Patriarca?
—Jamás he pronunciado el nombre del padre Rafael ante su excelencia reverendísima. Pero ¿duda usted, padre, de que no se haya hecho justicia, si así lo ha decidido el Patriarca?
—¡Nunca dudaré de su excelencia reverendísima! ¡Ni se te ocurra pensarlo ni sugerirlo! —clamó el rector mientras se levantaba de su sillón.
Paseó furibundo delante de Stefan, que permaneció inmóvil, convencido de su propia fuerza.
—¡Mentir es pecado, padre Berman!
—Nunca he mencionado el nombre del padre Rafael ante el Patriarca.
—Entonces el reverendísimo Patriarca tiene muchos oídos y muchas lenguas aquí dentro…, aparte de la tuya.
Seguía sin despegar los ojos del rostro de Stefan.
—¿Con quién te confiesas? Yo podría ser con gusto tu confesor. Stefan respondió con rapidez:
—Me confiesa el Patriarca, señoría.
—Buen confesor…, el mejor sin duda. ¿Le confiesas que mientes…, si es que lo haces?
—Si mintiera, así lo haría.
—Puedes irte. Y por cierto, me ha dicho el padre Grima que en las clases de teología expresas, a veces, ideas extrañas.
Stefan enrojeció.
—Hubo un malentendido el lunes.
—Pues ten cuidado con esas cosas, que en el seminario hay muchas lenguas y muchos oídos aparte de los tuyos.
—Sí, señoría.
—Y cuidado también con tus lecturas.
Stefan sintió que el corazón le brincaba de pronto, con tal fuerza, que le pareció que sus latidos bien podrían hacerse visibles bajo la sotana. Se había acordado del ejemplar del Manifiesto comunista que guardaba en su cuarto.
Subió a la habitación tras abandonar el despacho del rector y miró en el armario. El libro de Marx permanecía en el mismo lugar en donde lo había colocado la última vez que lo ojeó. Tal vez era una falsa alarma y quizá el rector se refería tan sólo a las opiniones que Stefan había vertido durante la discusión con Aburrevacas.
Pero este razonamiento no le tranquilizó del todo. Él habría hecho lo mismo si hubiese fisgado en un armario ajeno: dejar cuanto tocase en el orden en que lo había encontrado.
Escondió el libro bajo la sotana, se echó la capa sobre los hombros y se calzó la teja en la cabeza. Pero antes de cerrar la puerta del armario, tomó también el brazalete rojo y blanco que había llevado durante la rebelión de Varsovia y lo guardó en un bolsillo.
Abajo, en el vestíbulo, el «pútrido» Páramo parecía aguardarle. Le detuvo sujetándole levemente del brazo:
—Esteban, se dice en el seminario que la expulsión de Pedopalomo tiene que ver con tu amistad con el Patriarca.
—Habladurías. No hagas caso.
—Quiero que sepas que siempre estaré de tu lado si alguna vez me necesitas.
—Gracias.
—Cuando me necesites… —insistió Páramo antes de alejarse con prisas hacia la escalera.
Stefan iba salir a la calle cuando el conserje, José, se aproximó a él.
—Aprecio lo que ha hecho, padre Berman. El padre Rafael es un auténtico canalla.
—No he hecho nada.
—Yo sé que sí. Y le diré algo más para que quede entre nosotros: a mí me gustaba la República. Éramos libres entonces. —No diga esas cosas en público, José.
—Sé a quién puedo decírselas y a quién no.
—¿Y cómo sabes que a mí sí puedes?
—Es el instinto, padre Berman, el instinto es patrimonio de los viejos…
Al fin ganó la calle. Eran las cinco de la tarde pasadas y caía un mustio sirimiri de heladas gotas.
Anochecía ya, pese a la temprana hora, y la luz de la habitación del piso de Campomanes comenzaba a difuminarse. Encendió la lámpara de la mesilla y miró alrededor. No encontró nada nuevo. Sacó el Manifiesto y lo escondió en el armario, junto al brazalete, debajo de sus ropas de paisano.
Volvió a la calle. Un sereno caminaba encendiendo el gas de las farolas con el mechero de su larga pértiga.
Cruzó bajo la intensa luz de una de ellas, justo cuando, frente a él, se acercaba un joven albino y delgado. Stefan no reparó en él. Siguió camino inmerso en sus pensamientos. Y se remangó los faldones de la capa y echó a correr cuando vio acercarse el tranvía a la parada de la plaza de Oriente. La llovizna le golpeó el rostro con gélidos alfilerazos.
Hacía un frío duro y seco dentro del vehículo, como si fuese una cámara frigorífica. Pero Stefan, a resguardo del áspero orvallo, se sentía bien, con las manos calientes dentro de sus guantes de cabritilla.
El albino entró en el bar. Escuchó la voz del patrón, que le llamaba mientras se desprendía del abrigo de paño y lo colgaba del perchero:
—Venga, Goyito, ponte a atender las mesas, que los parroquianos vienen hoy con sed.
El chico se acercó hasta el mostrador y se ató a la cintura el mandil de rayas blancas y negras.
—Don Pepe, he visto a un cura por la calle que era igualito de cara que un paisano que estuvo aquí el otro día tomando achicoria.
—Déjate de tontunas y mira a ver qué quiere beber el personal.
—Es que estoy seguro de que los dos eran el mismo hombre. Me pregunto por qué un día va de paisano y otro de cura.
—¡Coño, Goyito, vete a las mesas de una puta vez y mira a ver qué quieren los parroquianos, que te pago pa’ que les preguntes a ellos y no pa’ que te preguntes a ti!
Dudó un instante al pulsar el timbre, un botoncito blanco cercado por un redondel de pasta. La puerta, de vieja madera de nogal, lucía esplendorosa. La mirilla, oscura y mínima, se asemejaba al ojo de un ofidio. Sobre ella, brillaba la plata de un delgado bajorrelieve que representaba a Cristo, de medio cuerpo, con la Cruz sobre el hombro izquierdo y una corona de espinas apretada contra las sienes. Debajo de la mirilla, en un rótulo de metal dorado de forma cuadrada, se anunciaba el nombre del dueño de la casa en caracteres negros de trazo latino: «Don Julián Martín-Marcos, general de brigada de Artillería».
Oyó al otro lado ruido de pestillos y al instante asomó la figura de una mujer de mediana edad, uniformada de negro, con mandil y cofia blancos. Stefan se despojó del tejo y la capa y los dejó en manos de la doncella.
—Están algo mojados, se excusó.
La mujer le condujo a un saloncito a la izquierda del vestíbulo y le invitó a sentarse en un largo sofá Chippendale tapizado de cuero.
Se levantó cuando, un minuto después, doña Pilar Cifuentes cruzó la puerta y se acercó sonriente. Sin duda era muy hermosa y Stefan percibió el enorme parecido que existía entre ella y su hija. Extendió la mano hacia la mujer y ella se inclinó en forma apenas perceptible e hizo el gesto del besamanos.
—Siéntese, por favor, padre Esteban. ¿Desearía tomar un café o una infusión?
—Nada, muchas gracias, señora.
La mujer se acomodó al otro extremo del sofá. Frente a ellos, en la pared contraria y sobre un bargueño de estilo español, un óleo exhibía el retrato de un militar armado de espada, sin gorra, con barba poblada adornando el rostro fiero, y una guerrera azul de gala cruzada por un pasador de medallas. Stefan miró con asombro la pintura. Llamaba la atención, más que aquel feo militar, el fondo escarlata sobre el que se alzaban los humos de varias explosiones y en el que menudeaban tropas en plena batalla, con innumerables cadáveres de caballos y hombres tirados aquí y allá. El cuadro era un torpe remedo de los cuadros clásicos que dibujaban un escenario del Infierno.
—Es mi suegro —dijo doña Pilar—… Bueno, en realidad fue. Murió en una carga de caballería durante la batalla de Annual, en el Marruecos español, a las órdenes de un héroe de nuestra historia, el teniente coronel laureado don Fernando Primo de Rivera, que también perdió la vida en África. El pasado de esta casa está lleno de héroes.
—Ah —exclamó Stefan, sin despegar los ojos de la pintura.
—El nuestro está siendo un siglo horroroso, lleno de sangre y muerte. Yo soy una persona muy de derechas, muy de orden. Pero si pienso en la guerra, siento pavor. Ese cuadro no me gusta, la verdad. Espero que no tengamos más guerras en lo que me queda de vida ni en la de mis hijos. ¿Ha sufrido usted alguna?
—A mi hermano lo mataron en la guerra y la guerra fue la causa de que mi padre muriese enfermo del corazón.
—Lo siento, padre Esteban… Estas cosas no podemos arreglarlas nosotros. La historia es un asunto gigantesco, parece algo inventado por locos ansiosos de sangre. Y las gentes de paz como usted y como yo pintamos muy poco… En fin, padre: el Patriarca le ha recomendado como profesor para mi hija.
—El Patriarca es un hombre extraordinario.
—Fue él quien nos casó a mí y a mi marido. Es un eclesiástico casi tan grande como el Papa.
—Tiene valores poco comunes —agregó Stefan.
—Y es un orgullo que te case alguien como él en lugar de un clérigo de aldea —replicó doña Pilar—. A la mayor parte de mis amigas las casaron curas parroquiales. Y ya ve, a mí me casó todo un obispo de Madrid…
Ufana, la mujer sonrió y movió las manos en aspa, delante de su rostro, como si espantara un bando de pájaros imaginario.
—En fin…, mi hija, Pili, es una buena estudiante. Pero nos flaquea en latín. El asunto no es importante, pues siempre acaba pasando los exámenes finales, porque es muy lista y tenaz. Y, mire, padre Esteban, le diré la verdad: en esta casa no hay preocupación por si la niña estudia o no estudia. Más bien, a su padre le fastidia que quiera hacer una carrera. Por él, lo mejor sería que se casara con algún chico de buena familia, de militares a ser posible, y que le diera un puñado de nietos —miró hacia al retrato de la pared—,… nietos con el apellido Martín-Marcos, como el de la carga de caballería. A mí, sin embargo, ya ve…, no me parece mal que la niña se haya empeñado en estudiar. Así no tiene que depender de un señorito que igual luego le sale juerguista y mujeriego. Y no lo digo por mi…, es que los hombres ya sabe cómo son. Bueno, no sé si lo sabe, porque usted es clérigo. En cuanto ven unas faldas…, les pasa como al mudo de los hermanos Marx, que echan a correr tras ellas. ¿Ha visto películas de los hermanos Marx?
—Nunca.
—¿No le permiten ir al cine por su condición sacerdotal?
—Puedo ir cuando quiera.
—¿Incluso a ver las películas 3-R?
—No sé qué significa eso.
—Me doy cuenta: usted es polaco. En España, la censura califica las películas por números. Las dos primeras, las 1 y 2, pueden verlas todos, pero las que tienen la calificación 3 sólo son aptas para los mayores de dieciocho años. Luego, las de 3-R, están permitidas para mayores, pero con «reparos», de ahí la erre mayúscula. Y queda la calificación de 4, que son las «gravemente peligrosas». Ya sabe usted mejor que nadie, padre, que el Diablo siempre acecha, incluso en el cine.
—Esas clasificaciones tienen que ver con temas…, ¿temas sensuales?
—Así es y, muy particularmente, con las francesas y las americanas. Las que contienen temas peligrosos de política, simplemente se prohíben. Y en España, por supuesto, no entra ni una película rusa, estaría bueno… Pero lo que le decía, ¿por qué no va a ver a los hermanos Marx? Ahora mismo están echando una aquí cerca, en el cine Oráa: Una noche en Casablanca. Es tronchante.
—No tengo mucho dinero.
—Ah, vaya… Pero eso tendrá arreglo muy pronto. ¿Le dijo el Patriarca lo que habíamos pensado como estipendio por sus clases? Dudó Stefan mientras se sonrojaba:
—No me precisó la cantidad.
—Creo que ciento cincuenta pesetas estarían bien por una hora. ¿Lo considera justo?
—Lo considero muy generoso.
—Pues trato hecho, padre Esteban. Será todos los miércoles hacia las seis y media. La niña llega del colegio a eso de las seis y así le dejamos un rato para merendar. Si algún miércoles cae en fiesta, lo cambiamos por el martes o el jueves. En Semana Santa no tiene que venir, porque nos iremos de vacaciones. ¿Le parece todo bien?
Stefan asintió. Doña Pilar miró hacia la puerta.
—Ha sonado el timbre. Debe de ser Pili, voy a decirle que venga. La mujer se levantó y salió de la salita, moviendo los cachetes del torneado trasero hacia los lados.
Las dos mujeres eran de mediana estatura y lucían un pelo semejante de color azabache brillante, recogido en una espesa y larga coleta el de la hija y suelto en una media melena la de la madre; ambos rostros dibujaban delicadas formas ovaladas y la piel resplandecía teñida levemente de una luz ebúrnea. Su sensualidad se mostraba rotunda en sus pómulos abultados, los labios carnosos que abrían hoyuelos cerca de las comisuras, los ojos grandes negros tocados por un fuego interior como el de un ascua de carbón. La madre dejaba adivinar las regulares y atractivas curvas de su cuerpo bajo un ceñido vestido naranja, mientras que la hija ocultaba sus formas bajo el uniforme colegial: falda tableada, corta rebeca y delgada corbatilla negra, zapatos planos de tono oscuro, medias de nailon y camisa blanca.
Pero al contemplar los ojos de la joven, nervioso ante la presencia de aquella muchacha que le hipnotizaba sin remedio, Stefan percibió en su mirada una inteligencia muy superior a la de la madre. Y si cabe, un mayor descaro.
Se levantó y tendió la mano hacia la joven mujer. Oyó la voz de la madre como un murmullo. ¿Notaría la muchacha su temblor? Los dedos tibios de Pilar tomaron los de Stefan. La muchacha acercó los labios a la mano e hizo amago de besarla, sin llegar a rozarla siquiera.
Pero el joven sacerdote sintió algo parecido a la cercanía de una llama.
Pilar se ausentó unos instantes para merendar y cambiarse de ropa. Stefan rechazó la invitación a tomar un refrigerio con ella: no se sentía con fuerzas en ese instante para sentarse a solas frente a la muchacha. Charló durante un rato con la madre sin saber con certeza de lo que hablaban y siguiendo a duras penas el hilo de la conversación.
Cuando Pilar regresó, lucía un vestido de tonos rosas y blancos y se había soltado la coleta. Las anchas sortijas de su pelo caían sobre sus hombros como ondas de un océano escapado de la noche. Olía a fresca colonia de lavanda.
—Anda, Pili, lleva a tu nuevo profesor hasta la salita de trabajo —dijo doña Pilar con cierto alivio—. Luego saldré a despedirle, padre Esteban.
Por las hondas gargantas de un umbrío pasillo, el sacerdote siguió sin hablar los pasos de aquella muchacha que desataba en su alma tanto caos y desorden.
—Nunca he dado clases —dijo Stefan.
—Pero sabes latín, ¿no?
El joven clérigo percibió que le agradaba el inesperado tuteo. Unió los dedos de las dos manos y jugó con ellos, nervioso, sin saber qué decir.
Se sentaban frente a frente, en el centro del despacho, arrimados a una mesa cuadrada sobre la que había un par de libros cerrados. La luz de una lámpara de cristal que colgaba del alto techo dibujaba sombras en los rostros de los jóvenes. La única ventana de la habitación se asomaba a un jardín en el que podían distinguirse, merced a la luz que se proyectaba desde la sala, las figuras tenebrosas de algunos árboles mojados por la lluvia.
Stefan paseó la vista a su alrededor. Las paredes de la estancia aparecían cubiertas por completo de estanterías, en las que se alineaban numerosos libros con lomos de piel, casi todos de parecido tamaño. En el único hueco libre que quedaba en la pared, una fotografía mostraba al general don Julián Martín-Marcos, uniformado y con la gorra de plato sostenida en la mano izquierda, en posición de firmes, reverente mientras inclinaba la cabeza al paso del generalísimo Francisco Franco.
—Es el despacho de mi padre —dijo Pilar señalando al retrato—. No sé para qué lo quiere si jamás lee ni escribe nada, quizá porque piensa que tener un despacho confiere importancia. Esos libros —giró la mano hacia las estanterías— no los ha abierto nunca nadie. Ni siquiera yo, que soy la única persona de esta casa a la que le gusta leer.
——¿Y qué lees?
—Sobre todo novelas. Y algunas veces, poesía. ¿Te gustan las novelas?
—He leído muy pocas: algunas juveniles, cuando era un niño, en Polonia. Leo, sobre todo, filosofía y teología.
—¿Sabes muchos idiomas?
—Inglés, italiano, ruso y algo de alemán…, además de español.
—Tu español es estupendo, padre Esteban.
—En mi país tenemos facilidad para las lenguas.
—Yo sé algo de francés, pero me gustaría aprender inglés. Es una pena que tenga que dar latín contigo, porque podrías enseñarme inglés.
—Tampoco he impartido nunca clases de inglés.
—Quizá el año que viene, cuando ingrese en la universidad, puedas enseñármelo.
Stefan la miró con tristeza.
—Quién sabe en dónde estaré el año próximo.
—¿Y dónde te gustaría estar?
Respondió sin pensar:
—Trabajando como joyero en un país amable.
La muchacha le miró hondo y esbozó una sonrisa:
—Me dejas de piedra —dijo.
—En realidad es una tontería eso que he dicho… Los clérigos nunca dependemos de nosotros mismos ni de nuestra voluntad…
—¿Sabes algo de joyería?
—Aprendí de mi padre algunas cosas del oficio. Se ganaba la vida como orfebre.
Pilar sonrió.
—Un cura joyero…
Le gusta el sonido de la voz de ella. Es como si saliera de entre la hierba y la habitasen pájaros. Y le gusta cómo mira, siente que, cuando dirige los ojos hacia él, crecen sonidos alborozados en su alma, algo así como el ruido del galope libre de un caballo. Y azotan su ánimo remolinos que traen presagios alegres.
Se serena, se confía. Ahora puede separar los dedos de sus manos y sentirse más relajado.
La muchacha ha percibido la timidez del joven. ¿Será a causa de ella? Pensarlo le produce una sensación halagadora. Y le intriga la idea que el sacerdote ha podido deslizar: ¿dejaría los hábitos por una mujer?
Stefan recogió los dos tomos de la mesa. Uno era un diccionario de latín y español; el otro, un ejemplar del primer libro de la Eneida en su lengua original.
—Tenemos que dar la clase, Pilar —dijo.
Era la primera vez que pronunciaba el nombre de la muchacha. Le turbó levemente darse cuenta de ello.
Abrió el libro de Virgilio.
—La Eneida es el tema que nos piden para el examen que da acceso a la universidad, al final de este curso de preuniversitario —explicó Pilar—. Pero únicamente nos exigen el Libro Primero. En el examen tenemos que traducir un pasaje escogido por el examinador. Nos dejan usar el diccionario durante la prueba.
—Parece sencillo.
Stefan posó el libro sobre la mesa, abierto y bocabajo.
—Arma virumque cano, Troiae qui primus ab oris Italiam fato profugus Lavinia que zenit litora… —recitó de memoria.
—Es el principio, lo conozco —respondió Pilar—. «Canto a los hechos de armas y al héroe, el primero entre todos que, como fugitivo de Troya y a causa de su fatal destino, llegó a Italia y desembarcó en las costas de Lavinia…».
—No es una traducción literal.
—Lo he arreglado un poco para que suene en correcto castellano. —¿Qué más sabes de la obra?
—Otras cuantas frases, no muchas. De todas formas, la he leído entera en español.
—¿Los doce libros?
—Me gustan los clásicos. ¿No te parecen los mejores?
—Supongo que sí…, en mi caso, son los únicos que conozco.
—La Eneida es muy cruel. Casi cada uno de sus libros termina con una catástrofe. Incluso, Eneas, el protagonista, es un asesino. Prefiero los poemas de Homero. La Odisea es mi favorito, sobre todo porque las mujeres no somos puros objetos en esta historia, al contrario que en Virgilio. Y Ulises es un hombre del que podría enamorarse cualquier mujer. Resulta muy varonil.
Stefan sintió sonrojo en sus propias mejillas, mientras Pilar le contemplaba sonriente.
—Conocer el argumento del libro te ayudará mucho en el examen.
—Traduzco muy mal. He estudiado varios años de latín, durante el bachillerato, pero me enseñaban a declinar, a conjugar los verbos y traducir prosa: Julio César, sobre todo. Este es el primer año que debo traducir poesía.
—¿Tienes conocimientos de métrica latina?
—Me aburre.
—Tendrías que aprender un poco.
—¿Para qué? No me piden eso.
—Te facilitaría la traducción. Empezaremos con las sílabas, luego con los términos métricos y, al final, trabajaremos un poco sobre los hexámetros. ¿Te parece bien?
—Tú eres el profesor.
—No se me ocurre mejor manera de enseñar a traducir. Verás… La métrica latina, como la griega, está basada en la oposición entre las sílabas llamadas largas y las llamadas breves. Y su sucesión en formas determinadas constituyen el ritmo, que es la esencia de la poesía antigua, por decirlo así.
—Quieres decir que el ritmo tiene la misma importancia que la rima en la poesía española, ¿no?
—Más o menos.
Pilar le acompañó a lo largo del pasillo, camino del vestíbulo.
—¿Dirás misa el domingo en mi colegio, padre Esteban?
—Sí.
—¿Vas a confesar también?
—Sí…, pero no a ti.
—¿Por qué no?
—No puedo confesar a alguien que no cree en el pecado. —¡Ah! Te acuerdas…
—Es muy poco frecuente oír eso en un confesionario. No te confesaré.
—Tengo derecho.
Habían llegado al recibidor. La presencia de doña Pilar, que asomó en la puerta de la salita, interrumpió la conversación de los jóvenes. La mujer tendió un sobre al sacerdote y él lo guardó en el bolsillo de la sotana.
—¿:Qué tal la niña, padre?
—Bien, bien —acertó a decir.
Doña Pilar le sujetó el brazo con ligereza.
—Aguarde un instante antes de irse, padre Esteban. He pensado algo mientras daban la clase, no sé qué le parecerá. ¿Por qué no viene conmigo y Pilar al cine el próximo viernes? Aquí al lado, en el cine Oráa, siguen proyectando la de los hermanos Marx y otra que sin duda será de su gusto: Sor Sonrisa… Ese día mi marido tiene partida con el cuerpo…, el cuerpo de artilleros, quiero decir. ¿Te parece bien, Pili, o has quedado con tus amigas?
—Puedo ir —respondió tajante la muchacha.
—¿Y usted, padre?
—¿Yo…? No sé.
—Está hecho —atajó doña Pilar—. Le esperamos a las cuatro. Stefan no acertaba a encontrar un pretexto para rechazar la súbita y desusada invitación. Todo aquello se le antojaba absurdo. La doncella apareció con la capa y el tejo. Stefan no logró decir nada mientras las dos mujeres, primero la madre y luego la hija, tomaban su mano para cumplir, amagando, el rito del beso.
Las risas y carcajadas trepaban hasta los altos techos de la sala del cinematógrafo, rebotaban allí arriba y caían de nuevo en catarata sobre los espectadores. Sentado entre las dos mujeres, el propio Stefan era incapaz de contener la hilaridad que le provocaban aquellos actores de los que tan sólo había oído hablar en alguna ocasión durante sus años de vida en Italia. Sobre todo, reía cuando el mudo Harpo rozaba la actuación de un payaso, o durante los diálogos absurdos en los que se enfrascaba el mostachudo Groucho, diálogos cuyo sentido no alcanzaba, a menudo, a entender por completo.
«—Le vigilaré igual que una madre a su bebé —se ofrecía Chico Marx como protector de Groucho.
»—Si la madre es guapa —respondía el otro—, yo vigilaré a la madre y usted al bebé».
En otra ocasión:
«—Su botella está vacía —decía Chico.
»—Sí —respondía Groucho—, es champán seco».
Y una tercera:
«—Llámeme Montgomery.
»—¿Ese es su nombre?
»—No; me lo ha prestado un amigo».
Pero los espectadores de la sala entraron en una suerte de clímax desternillante durante una secuencia en que los tres hermanos, saliendo y entrando de armarios y baúles, casi hacían enloquecer al personaje que interpretaba en el filme el papel de maligno.
Fue entonces cuando Pilar, sentada a su derecha, riendo sin cesar, posó su mano izquierda en el brazo diestro de Stefan e inclinó el rostro sobre su hombro. El sacerdote percibió su perfume y sintió el calor que emanaba de su ropa. La escena de la pantalla pareció borrarse ante sus ojos. Pilar reía y reía, le apretaba el antebrazo, sus cabellos le rozaban el rostro. De pronto, Stefan percibió que deseaba besarla.
Concluyó el filme, salieron al ambigú y doña Pilar pidió café para los tres. Sentado allí, en un velador del pequeño cafetín del cinematógrafo, y mientras las dos mujeres comentaban riendo de nuevo algunas de las escenas más jocosas de la película, Stefan sintió un irrefrenable deseo de marcharse. Quería huir de pronto, escapar de aquella atracción que despertaban las sonrisas alegres de la muchacha y el sonido turbador de su voz alborozada.
Se puso en pie con brusquedad.
—Tengo que irme —dijo.
—Pero ¿no va a ver la siguiente película? —protestó doña Pilar.
—No puedo.
—Es una de misioneras en la India, muy bonita, se llama Sor Sonrisa…, una película muy para la gente de la Iglesia, como usted, padre Esteban.
—Creo que estoy algo resfriado, siento un poco de fiebre… —se le ocurrió decir.
—Traigo aspirinas en mi bolso.
—Déjelo, prefiero irme… Han sido muy amables, de verdad, b muchas gracias.
Se levantó de forma brusca, llegó al guardarropa, recuperó su capa y su tejo y salió a la calle a paso vivo.
Descendió General Oráa hacia la ancha arteria de Serrano. En dos ocasiones se volvió, temiendo que Pilar le siguiera. Pero nadie iba tras él. Madrid se mostraba desierto, ya bajo la anochecida, y el frío le hacía sentir que invisibles agujas de hielo herían sus mejillas. En lo alto no se distinguían estrellas, sino un techón oscuro y quieto, como de piedra.
Apretó el paso para combatir el frío y su contradictorio corazón le bombeaba con vigor bajo la sotana. Había deseado besar a Pilar y ahora huía de ella como un animal despavorido.
Tomó un trolebús atestado de gente que llevaba hasta la Puerta del Sol. El calor de aquel ganado humano que se apretaba en el pasillo del vehículo le reconfortó.
Nevó toda la noche de aquel miércoles. Continuó nevando el jueves y arreció el temporal el viernes. El sábado, tras una breve nevisca de alborada, los copos dejaron de caer y Madrid amaneció aterida, bajo un colchón blanco de medio metro de espesor. Las gentes marchaban enfundadas en pesados abrigos y capotes, cubiertas con gorros de lana y sombreros, alzando las rodillas para caminar como si pisaran uvas en un lagar, expulsando por la boca densas bocanadas de vaho. Los coches circulaban tan sólo por las calles más anchas, como la Gran Vía o el paseo de la Castellana. Se suspendieron muchas líneas de tranvías, especialmente aquellas cuyo trazado ascendía por las calles más empinadas, como las de Diego de León y Segovia. Numerosos colegios, comercios y empresas cerraron sus puertas aquel día. La ciudad ofrecía un aspecto somnoliento y melancólico.
Por la mañana de ese día, durante el desayuno, José, el conserje del seminario, se acercó a Stefan.
—Las monjitas del colegio María Inmaculada han llamado para comunicarle que, a causa de las nevadas, no se celebrará la misa de mañana y le emplazan para el otro domingo —dijo casi susurrando en su hombro.
Stefan se sintió hondamente aliviado. Luego, se preguntó por qué tanta gente en España llamaba monjitas a las monjas, cuando eran mujeres más que hechas y derechas.
La misma tarde recibió una llamada de Regina, la secretaria del obispo Eijo Garay: el Patriarca le invitaba a comer en palacio el día siguiente.
Regina y Paquito se retiraron después de los postres y Stefan y el Patriarca quedaron solos, arrimados aún a la mesa en donde habían almorzado. Antes de ausentarse, la secretaria dejó delante del Patriarca una copita de jerez y don Leopoldo Eijo Garay dio un leve sorbo antes de mirar con seriedad y hondura en los ojos del joven.
—Supongo que ya sabes que vuestro jefe de estudios fue fulminado de inmediato.
—Ha sido un alivio para todo el seminario, Patriarca. —Me parece que al rector no le sentó bien.
—Sospecha que fui yo quien se lo contó a su excelencia reverendísima.
—No parece tenerte mucho afecto, muchacho.
—¿Por qué lo cree, Patriarca?
—Me contó, que en la última clase de teología, hiciste algunas manifestaciones sobre el marxismo que provocaron el enojo de un profesor. ¿Fue así?
Stefan sintió un súbito temor. Pero decidió comportarse con audacia.
—Hubo un malentendido. Yo quise decir que el marxismo nació como una filosofía de defensa de la justicia social y afirmé que la Iglesia no podía dejar esa bandera en manos de los comunistas, sino hacerla suya a partir de las ideas de León XIII. El profesor es un hombre un poco maniqueo y no me entendió o no quiso entenderme.
—No le conozco.
—Se lo digo con todos los respetos, Patriarca; pero a mí me parece un hombre de escasa formación.
—¿Por qué lo crees?
—Pienso que es poco sensato no tener una idea precisa de las teorías de los adversarios y guiarse sólo por ideas preconcebidas, no contrastadas. Saber quién es en realidad el enemigo es la mejor manera de combatirle.
—Es juicioso. Pío XII afirma en Humani Generis que es necesario para los teólogos conocer bien las opiniones de los que se apartan de lo que él llama «el recto camino».
—El padre Aburrevacas carece de nociones sobre el marxismo; habla de oídas.
El Patriarca sonrió.
—De modo que Aburrevacas…
—Es el mote que le han puesto.
—¡Vaya!, es gracioso. ¿Y cómo llamáis al rector?
—Padre Piedra.
—Procuraré no ir por allí para que no me pongan un mote. —Yo creo que el rector le teme.
—Siempre he tratado de provocar que los inferiores me teman, muchacho: es la mejor forma de que no se rebelen contra ti o pongan trampas en tu camino. Pero volviendo a lo que nos ocupa: ¿cuáles son tus nociones de marxismo?
—Conozco los orígenes de sus teorías desde que estudié filosofía en Roma. Allí no se ocultan…, quizá porque los comunistas combatieron al lado de los católicos contra el fascismo. —Eso es lo malo, que en Italia andan unos y otros demasiado juntos y el hábito puede extenderse. ¿Has leído El capital de Carlos Marx?
—A tanto no he llegado, Patriarca. Sé que, en cierta medida, las teorías marxistas provienen del idealismo alemán, sobre todo en metodología, y muy en especial de Hegel. Y he leído el Manifiesto comunista.
—También lo conozco. ¿Qué opinas de ese manifiesto? —Parece más una proclama política que una formulación teórica.
—Ese es su peligro, muchacho, que es un texto cargado de sentimiento, de una cierta poesía. Y la poesía puede llegar a ser muy peligrosa. El fundador de la Falange española, José Antonio Primo de Rivera, decía que a los pueblos sólo los mueven los poetas. Y no le faltaba razón.
Eijo apuró el jerez y se levantó. Stefan, respetuoso, hizo lo propio.
—Me parece bien que conozcas el pensamiento del enemigo. Pero siempre has de tener en cuenta que el pensamiento es una senda peligrosa, porque nos hace dudar. Y la duda conduciría a la Iglesia a su fin. Necesitamos del dogma, de la creencia en lo absoluto. Sin ello, nada somos. Esa y no otra es la base de nuestro poder. Por eso, y en este tiempo más que nunca, debes manifestar muy poco de lo que sabes a propósito de teorías ajenas al dogma. Tú y yo somos dos personas inteligentes y formadas; pero ten en Cuenta que, en España, las gentes como tú y yo nos movemos entre asnos, algunos de los cuales son muy poderosos y pueden soltar coces como obuses. La sabiduría es necesaria, y muy necesaria, como bien dices, para vencer al enemigo comunista. Pero hay circunstancias y períodos de la Historia en que la sabiduría debe ocultarse. Dame ese periódico que está en la mesita de al lado.
Eijo sacó sus pequeñas gafas de un bolsillo bajo la sotana y buscó entre sus páginas.
—Aquí está… Escucha esta melonada tan sesudamente expresada por uno de nuestros principales medios de opinión, respetuoso de la Iglesia casi más que ningún otro: «Cada español se fabrica, con alegre y despreocupada suficiencia, una religión católica a su medida: contrae matrimonio, bautiza puntualmente a sus hijos, recibe los sacramentos a la hora de la muerte; pero en muchas ocasiones se dicta a sí mismo leyes especiales, distintas o contrarias a las del vecino de enfrente, que es también católico».
Eijo cerró el periódico, se guardó las gafas y miró a Stefan.
—Tengo un archivo lleno de idioteces como esta y lo ojeo con frecuencia. Lo hago para recordarme a mí mismo que no debo pasarme de listo en tiempos de estupidez generalizada. No te imaginas las sandeces que puedes leer en el Arriba y el Ya… Hemos salvado a la patria a cañonazos, pero en el camino le han caído no pocos obuses a la inteligencia.
El Patriarca echó a un lado el periódico, rodeó la mesa y posó la mano sobre el hombro de Stefan.
—Muchacho, no dejes de aprender, pero guarda para ti lo que sabes. Cuando quieras charlar de marxismo y fe cristiana, lo harás conmigo. Y te diré algo más: yo no creo en el martirio. ¿Sabes en qué creo?
—No sé, Patriarca.
—Creo en el pecado. Y nuestra tarea es, en ocasiones, perdonarlo, y en otras descubrirlo y airearlo sin ofrecer perdón. ¿Me entiendes, muchacho?
—No muy bien.
—Casi todos los seres humanos viven atemorizados. Y lo que produce el pavor de los hombres es el fracaso de sus vidas. Quienes sabemos eso podemos sobrevivir por encima del temor ajeno. Y estamos obligados a fomentar ese miedo a la vida en el corazón de los otros para ser más fuertes, administrando el perdón a nuestra conveniencia y cargándolos con el peso de la culpa. Debemos también, por eso mismo, amar el poder.
Eijo se separó de Stefan y caminó hacia la puerta.
—Acompáñame, quiero mostrarte algo.
Eijo tocó el timbre adosado a la pared y la secretaria acudió un par de minutos después.
—Anda, Regina, trae mi pelliza y la capa del padre Esteban —ordenó el Patriarca.
Eijo se apoyó en el brazo del joven sacerdote mientras ascendían hacia la terraza que coronaba el palacio. Los escalones eran altos y anchos, tallados en mármol muy blanco, y Stefan pensó que parecían de hielo. Salieron al aire libre y el Patriarca le condujo hasta la baranda. El cielo permanecía encapotado sobre los tejados nevados de la ciudad.
El obispo levantó el brazo y señaló hacia delante.
—¿Ves la cantidad de iglesias que hay en Madrid? Esos son mis poderes. Me gusta esa palabra: poder. Es un vocablo muy noble. ¿Acaso, antes que nada, no definimos a Dios como el Todopoderoso? Yo llamo a este paisaje los Jardines de Dios, pues son su reino en esta ciudad en la que yo ejerzo como su siervo principal y la mayoría de todas esas almas que habitan ahora en la ciudad, esos creyentes que no vemos desde aquí, son en cierta manera mis súbditos, los lacayos de Dios, los seres atemorizados por el pecado cuyo miedo debemos fomentar, alentando su sentimiento de culpa y fortaleciendo nuestro poder con el uso del perdón y la afirmación de nuestros dogmas. Todo ello lo determina sencillamente la necesidad, una necesidad metafísica dictada por el destino. Para el poder, no existe la piedad. Sólo la culpa.
Hacía frío. Stefan atendía perplejo el discurso del prelado.
—Este es el lugar que más me gusta de palacio. Y a muy pocos dejo subir aquí conmigo. Quiero que entiendas que te tengo verdadero aprecio, muchacho, y que un día podrías tal vez ocupar un puesto muy elevado, tal vez el mismo que yo ostento ahora.
—No tengo su capacidad, Patriarca.
—Eres inteligente y culto. Pero debes aprender a enfriar tu sangre. Aliméntate de ti mismo, de tu ambición…, los otros no son necesarios. El poder requiere nutrirse del propio orgullo. Intenta ser altivo y frío, no permitas que te venza la piedad ni te dejes seducir por el martirio.
El Patriarca aspiró el aire de la noche con ruido, resoplando sonoramente después de la inspiración.
—Tengo un recuerdo muy vivo de un instante de mi niñez, a nadie se lo he contado hasta esta noche. Una tarde de invierno, los alimañeros bajaron del monte a un lobo encadenado y lo dejaron expuesto en una plaza de Vigo cuyo nombre ignoro y que no sabría reconocer. Le habían pegado algunos tiros, sangraba por las heridas, pero aún estaba vivo. Yo me fijé en sus ojos. No había en ellos miedo, ni furia, ni siquiera ganas de sobrevivir. Era algo inexplicable lo que comunicaban aquellos iris pequeños e inexpresivos. Le miré y creo que el animal me miró también, como si nos entendiésemos en medio del griterío de gentes que pedían la muerte de la alimaña. Percibí lo que quería transmitirme su mirada. Cuando miras en los ojos de un lobo, hijo, nada existe, salvo el hambre. En cierto modo, yo soy como aquel lobo, muchacho. Pasé hambre de niño y sé bien lo que es eso: peor que el miedo, peor que la amenaza de morir, peor que la soledad o que el odio… Entenderás alguna vez todo esto que digo. Porque tú eres igual que yo, aunque no lo sepas todavía.