Sentado en su sillón de la salita de estar del palacio episcopal de Madrid, a eso de las cinco de la tarde del día de la Epifanía de 1955, en apariencia feliz, con aire reposado, algo chispa y dibujando en los labios media sonrisa, don Leopoldo Eijo Garay proclamó con socarronería galaica:
—Pues habéis de saber, queridos míos, y sobre todo tú, apreciado Josemaría Escrivá de Balaguer —señaló a su fámulo con el dedo—, que la Biblia contiene un grave error…
Ante él, en las sillas que rodeaban la mesa, se acomodaban Paquito, Regina y Stefan. Habían despachado entre los cuatro un soberbio almuerzo, digno de los Reyes a los que celebraban, a base de mariscos y merluza recién enviados de Galicia para disfrute del Patriarca y sus comensales. También recorrió la mesa una botella de fresco vino de Albariño, al que el prelado propinó unos cuantos buenos tientos.
Ya en el saloncito, iba por el segundo trago de jerez, su bebida favorita, dilatando con su charla la hora anunciada para la entrega de regalos. Todos los años, la ceremonia de los regalos para Regina y Paquito, traídos al palacio por los ilustres e invisibles Reyes Magos de Oriente, revestía un carácter jovial para don Leopoldo.
En esta ocasión, además, al Patriarca se le veía disfrutar con la presencia de un recién llegado: el joven Stefan Berman.
—Diga, diga, excelente y venerable Patriarca —replicó Paquito, imitando como tantas veces hacía, para complacer a don Leopoldo, la voz de monseñor Escrivá de Balaguer—, ¿en qué se equivocó la Biblia según el atinado juicio de su muy sabia señoría?
—¿Es que hay que explicártelo todo, Josemari…? Vaya mollera la tuya.
Volvió el rostro sonriente y con gesto de picardía clerical hacia Stefan.
—Pues veréis —continuó—… Según nos dice el Génesis, al principio creó Dios la luz separándola de las tinieblas y así fue el nacimiento del día y la noche, lo que aconteció durante el primer día de la Creación. En el segundo, el Todopoderoso separó las aguas que había sobre el firmamento y las que estaban debajo. En el tercero, creó los mares y la tierra, y a la tierra la cubrió de hierba y de árboles. En el cuarto, hizo el sol, las estrellas y la luna, para distinguir las horas del día y de la noche y alumbrar la Tierra. En el quinto, pobló de animales las aguas, los cielos y la tierra y los ordenó que procreasen y se multiplicaran. En el sexto, el Señor remató la obra, creando al hombre para que dominase sobre todas las otras especies y modelándolo, según se dice, a su imagen y semejanza. Al fin, el séptimo, fatigado por tanta actividad, descansó como bien sabéis, y lo santificó como día festivo. ¿Os acordáis?
—Claro que sí, venerable Patriarca —respondió Paquito.
—Y bien, ¿en dónde está el error?
—No consigo sospecharlo ni atisbarlo por más que me exprimo el cerebro y me froto los ojos, excelencia reverendísima —replicó el fámulo.
—¡Pues está claro! ¿Cómo va a ser el hombre una criatura hecha a imagen y semejanza de Dios habiendo mentecatos como tú que pertenecen a la especie humana, Josemari? ¿No es Dios infinitamente sabio y tú infinitamente tonto? En consecuencia, la Biblia contiene un error, como bien acabo de demostraros, porque el hombre, al menos en tu caso, no está modelado a imagen y semejanza del Creador. Si así fuera, Nuestro Señor sería un cretino. ¡Y, oh, Señor, al insinuar tal cosa, en todo punto imposible, temo que caiga sobre nosotros el peso de tu ira!
—¡Dios nos libre de tal idea, Patriarca! —sentenció el fámulo. Stefan sonrió sintiéndose algo violento mientras Regina, Paquito y el propio Patriarca reían con ganas.
—Pero sigamos, Josemari, sigamos…
Don Leopoldo no perdía ocasión de provocar al fámulo para que este caricaturizase al fundador del Opus Dei. Y el chico se lanzaba ufano a improvisar la parodia, orgulloso de su protagonismo.
—Anda, tráete tu libro…, el Camino ese.
Paquito salió del comedor y regresó al poco con un pequeño tomo en la mano.
—Últimamente hemos hablado poco de los pecados.
—España está perdida en la lujuria, amado Patriarca, es un país cochino. Lo digo aquí en mi libro, en el capítulo dedicado a la Santa Pureza.
—¿Tan sucio ves el patio?
Paquito buscó en los subrayados hechos por él mismo. Leyó el primero:
—«Hace falta una cruzada de virilidad y de pureza que contrarreste y anule la labor salvaje de quienes creen que el hombre es una bestia».
—¿Y cómo hacerlo, Josemari?
—«Frecuentando los sacramentos y apagando los primeros chispazos de la pasión sin dejar que tome cuerpo la hoguera».
—¿Con agua fría?
—Mejor con una manguera de bomberos —respondió Paquito entre las sonoras risas de Eijo y Regina.
—¿Tanto es el riesgo? —logró balbucear el obispo.
—«Entre los lujuriosos dominan los tímidos, egoístas, falsarios y crueles, que son características de poca virilidad» —volvió a leer el chico—. Y contra eso, reverencia —añadió de su propia cosecha—, ¡manga riega!
—¿Y qué dirá Cristo si dejamos el patio lleno de agua Josemari?
—Recémosle para que nos comprenda. Oremos todos… —leyó de nuevo—. «Quítame Jesús, esa corteza roñosa de podredumbre sensual».
—Amén —corearon Regina y Eijo.
—Pues «aunque la carne se vista de seda, carne se queda».
—¿Qué luz te ha iluminado, Josemari, para ser tan preclaro?
—Pero hay más, Patriarca. Mire, mire… «Para defender su pureza san Francisco de Asís se revolcó en la nieve, san Benito se arrojó a un zarzal, san Bernardo se zambulló en un estanque helado…». ¿Qué podemos hacer nosotros, Patriarca?
—¿Tú qué harías, Josemari? —preguntó Eijo.
—Sentarme de culo, sin calzones, en un cubo de agua hirviendo —respondió el fámulo.
—¡Niño! —clamó Regina sin lograr contener la risa.
Eijo explotó en carcajadas y, a tal punto llegó su incontrolado alborozo, que dejó escapar una estruendosa ventosidad.
—Perdón, perdón… —decía sin cesar de reír.
Don Leopoldo procedió a la entrega de regalos. Se dirigió al aparador, abrió un cajón y tomó un paquete alargado. Regresó y lo tendió a su secretaria.
—Como siempre, el rey Melchor ha elegido el presente para Regina. Ya sabéis que, al ser viejo, es un poco verduscón…
En la mano de la secretaria brillaron unas medias de nailon enganchadas a un sencillo liguero color carne.
—Pero ¡Patriarca…! —exclamó la mujer, sonrojada hasta el extremo superior de las orejas.
El obispo reía alborozado:
—Este Melchor, este Melchor… Bueno, no te quejarás, Regina: las medias llevan costura y todo, son la última moda, hacen las piernas más bonitas. Y del liguero dicen que es la última moda… Eso le ha dicho Melchor al chófer, que fue a recoger a los Magos a Oriente.
—¿Ya no vienen en camellos? —preguntó Paquito.
—Les sale más barato en coche; allí el petróleo se regala.
—Pero ¿cómo cree que voy a ponerme yo unas medias así y colgadas de esa cosa…? —añadió la secretaria—. Y además, ¿qué hace usted fijándose en las piernas de las mujeres?
—El que sea clérigo, santo y célibe, no quiere decir que esté ciego. Nada se dice en los mandamientos sobre que el mirar sea pecado.
El Patriarca sacó ahora un redondo estuche de madera lacada del bolsillo de la sotana y se lo entregó a Regina.
—Bueno, bueno… puedes darle las medias a alguna de tus sobrinas. Creo que Melchor también te dejó esto otro.
El cofrecillo contenía un rosario de cuentas de pedrería engarzadas en oro.
—¡Ay, señor Patriarca, cómo es usted! ¡Qué hermosura! Y se inclinó a besar la mano del prelado.
Caminó Eijo con pasos breves hacia el aparador, abrió otro cajón y volvió con una caja bien envuelta en papel y atada con una cinta de seda roja.
—Baltasar te dejó esto, Paquito.
Desató el chico la cinta, rasgó el papel y destapó. Relucían dentro una docena de piedras de carbón.
Regina y el Patriarca reían de nuevo con vigor.
—Vaya, vaya… —dijo don Leopoldo—. Este Baltasar sabe que no eres de fiar, Paquito.
El chico sonrió mientras cerraba la caja y la depositaba sobre la mesa:
—Venga, venerable Patriarca —dijo Paquito—, saque de una vez lo que lleva en el bolsillo de la sotana.
Eijo le tendía ya un estuche rectangular de cartón. Dentro había una pluma de cuerpo negro con capucha plateada.
—¡Una estilográfica! —clamó el chico emocionado.
Y se apresuró a besar el anillo de la mano del Patriarca.
—Mira la marca, Paquito: es Inoxcrom, una nueva fábrica de Barcelona, la primera que hace estilográficas en España. Y son tan buenas como esas extranjeras que anuncian tanto, las Parker. Verás qué bien escribe. Puedes llenarla luego en mi tintero.
Se volvió hacia Stefan.
—Y en fin, padre Esteban… Gaspar era el encargado de tu regalo. Es un rey que viene de Oriente, como todos los otros, del mismo punto cardinal que te envió a ti a España. Te dejó una bola de nieve, pero se ha deshecho en el aparador. De modo que envió on urgencia otra cosa.
Eijo sacó del bolsillo un paquete. Stefan lo tomó y lo abrió con timidez. Eran dos guantes de piel oscura. Miró ruborizado al prelado.
—Como siempre andas con los dedos congelados, espero que esto te alivie, muchacho. Son de cabritilla, hechos a mano…
Eijo y Stefan se quedaron solos en la sala un rato después. Delante del obispo, sobre la mesa, brillaba dorada una copa de cristal tallado llena de vino de Jerez.
—Me agrada tu compañía, muchacho —decía el prelado—. Quizá piense alguna cosa mejor para ti el año próximo, tal vez te busque algún empleo aquí en palacio. ¿Estás mejor en tu nuevo alojamiento?
—Gracias a usted, muy bien, Patriarca.
—¿Cómo ves el nivel de enseñanza?
—No tengo un juicio todavía; sólo he asistido a un par de clases antes de las vacaciones.
—¿Te gusta el ambiente?
Stefan dudó un momento.
—Hay cosas extrañas… —dijo al fin.
——¿A qué te refieres?
—Pues, hay un grupo de chicos, hijos de republicanos, a los que se trata peor que a los demás… Incluso otros seminaristas les llaman los «pútridos».
—Están allí por decisión mía. En nuestro país, muchacho, intentamos crear una nueva generación de españoles que se aparte del marxismo. Claro está que no me parece bien que se les llame así. Pero España es un país muy dado a la chanza y a la guasa.
—El rector del seminario dijo un día en su sermón que esos seminaristas formaban parte de un programa ideado por usted para podar los brotes crecidos en árboles podridos e injertarlos en árboles sanos. Por eso los llaman «pútridos».
Eijo dejó escapar un bufido.
—No me agrada lo que me cuentas. Hablaré con el rector. Los chicos no tienen la culpa de lo que hicieron sus padres. Se trata de que les demos una oportunidad para tener una vida nueva, no de que les excluyamos de la vía correcta. Te agradezco lo que me cuentas, muchacho.
—Hay algo más, Patriarca…
—Dime, no te calles nada.
—En el colegio hay un jefe de estudios, el padre Rafael… Por cierto que tiene un mote.
—Es frecuente en los seminarios poner motes a los profesores y superiores.
—Su apariencia resulta algo ridícula y le llaman Pedopalomo. Eijo dejó escapar un risotada.
—Así es España, ¿lo ves? Siempre con la broma…
—Pedopalomo es un hombre perverso… Chantajea a los «pútridos».
—¿Con qué los chantajea?
—Les amenaza diciendo que puede acusarlos ante el rector de tener ideas marxistas, cosa que es falsa. Y lo hace para…, para tocarles el sexo…
—¿Cómo lo sabes?
—Lo vi anoche.
—¿Estás seguro de todo esto que me cuentas? Es muy grave lo que dices.
—Si conociera a Pedopalomo…
El Patriarca dio un manotazo en la mesa, se levantó airado de su sillón y paseó brevemente por la sala. Luego volvió a acomodarse en el mullido asiento y bebió el contenido de media copa de jerez.
—La castidad es la última trinchera de la Iglesia. Me ocuparé de cortar de raíz el asunto… Repítelo: ¿estás seguro?
—Lo estoy, Patriarca… Si no lo estuviera, créame que no me atrevería a decirle nada. Entre otras razones, porque nadie aprecia a los chivatos.
—Has hecho lo que debías. No te mezclaré en el asunto, no te preocupes.
El obispo inclinó la cabeza sobre el pecho y pareció, durante unos instantes, que dormitaba. Stefan quedó en silencio. Pensaba que era justo lo que había hecho, pero en esos momentos percibía un sentimiento de temor, como si todo aquello supusiera de pronto un riesgo para él.
El Patriarca alzó la barbilla y le miró a los ojos.
—Este es un país, hijo mío, en el que vivimos tiempos muy delicados. La Iglesia sufrió una gran persecución… Bueno, de eso qué voy a decirte, si tú vienes de Polonia… Aquí corrió mucha sangre para lavar una infamia que duró varios años, desde la instauración de la República. Y ahora que comenzamos a reconstruir la fe y la Iglesia recupera su papel de guía espiritual y moral de la sociedad, sus ministros debemos tener un comportamiento ejemplar. Muchos son los ojos que nos miran y muchos los que desean nuestro fracaso. Somos exigentes con la sociedad y estamos obligados a ser ejemplares. ¿Cómo podríamos actuar en forma severa, para corregir los errores de los laicos, no siendo justos y santos en nuestros comportamientos? No podemos predicar una ley y una ética de comportamiento para luego burlarlas nosotros mismos. Y la castidad está en la primera línea de nuestras exigencias. Por eso, el tal Pedopalomo debe ser castigado. Aunque vista una sotana y sea un ministro de nuestra Iglesia.
De nuevo el obispo se levantó y recorrió con pasos cortos la estancia, en círculos breves, la cabeza inclinada sobre el pecho.
—La guerra terminó hace ya quince años… —alzó el mentón calculando—, va para dieciséis… E incluso la más férrea vigilancia acaba por relajarse. En el seno de la misma Iglesia empieza a anidar el enemigo.
Movió la cabeza hacia los lados sin cesar de caminar.
—De eso tú no sabes mucho. Te aconsejé la primera vez que viniste a palacio que la política es muy peligrosa y dije que tuvieses cuidado con ciertas organizaciones de la propia Acción Católica, tu mentora, como son las HOAC. ¿Lo recuerdas?
Stefan sintió un escalofrío.
—Desde luego —respondió.
—Estas cosas te son ajenas, ya lo sé, muchacho… Pero yo presiento que el enemigo está dentro.
De pronto, el Patriarca se detuvo y miró con fijeza a Stefan. Alzó la mano y le señaló:
—¡Por cierto, que eres polaco…! —clamó—. Como polaco, tal vez sepas algo sobre una organización creada en tu país que me preocupa, un movimiento de acercamiento a los comunistas. Pax.
Stefan percibió una suerte de golpe helado, casi físicamente, en el interior de su pecho.
—¿Pax?… No sé qué es.
—Lo fundó un tal…, un tal Piachoswsky o algo así.
—Hace muchos años que salí de Polonia, Patriarca.
Don Leopoldo encogió los hombros y regresó a su asiento. Sonrió mirando a Stefan al tiempo que se relajaba y bebía el resto del jerez.
—La vida no es tan fácil cuando uno ocupa un cargo como el mío. El poder no es sólo esplendor. Es sobre todo sacrificio y vivir en carne propia cuestiones que competen a muchos y ponen en peligro la fe y el orden.
—Eso me parece a mí también, Patriarca.
Monseñor alzó las manos e hizo un movimiento en el aire, como el despliegue de un abanico.
—En todo caso, te dije que te quedases un rato conmigo para darte buenas noticias. La primera es que el domingo dirás misa en el colegio de las Hermanas de la Caridad, ya sabes: el lugar en donde oficiamos juntos la misa navideña. Será a las doce. Así que debes estar allí a eso de las once. Las hermanas tienen todos los ornamentos necesarios, no te hace falta llevar nada. Enviaré a Paquito este primer domingo para que te ayude; es un excelente monaguillo.
Eijo se inclinó hacia delante y susurró:
—Te darán un dinerillo por cada misa y, en principio, irás todos los domingos.
Stefan asintió. El obispo se recostó de nuevo sobre su espalda.
—Y hay otra noticia todavía mejor, muchacho. Dentro de dos semanas, comienzas a dar clases particulares de latín a la chica aquella, hija del general que conocimos en la misa. ¿Te acuerdas de la niña? Hablé con su madre ayer. Cobrarás ciento cincuenta pesetas por una hora de clase, una vez por semana. No está mal, ¡eh!
—Su generosidad conmigo es inmensa, Patriarca. No creo merecer tanto…
—¿Por qué no? Eres joven y estás solo en una ciudad adusta. Sabes idiomas, eres un muchacho preparado, me agradas… ¡Bah!, lárgate de una vez.
Y el Patriarca inclinó la barbilla sobre el pecho e hizo como si se durmiera de golpe.
Stefan se levantó, salió de la estancia. En el vestíbulo de palacio, recibió de Regina un sobre con los datos sobre su nuevo trabajo.
Le latía fuerte el corazón cuando ganó la calle. Sentía vergüenza y desánimo. Hacía frío, un frío rudo y descarnado. Y soplaba un aire de puñales viniendo desde el norte.
Iba a exhalar una bocanada de vaho sobre sus dedos cuando se acordó de los guantes. Se los puso. Eran suaves y cálidos, le acariciaban la piel con insospechada ternura.
A solas en la salita, don Leopoldo Eijo Garay piensa que vivimos en un mundo turbio, en donde el equilibrio por el que luchamos con tanto esfuerzo parece esfumarse por un sencillo golpe de viento. Ha sido una jornada agradable y feliz, regada por las risas de Paquito, la fidelidad serena de Regina y la presencia del encantador muchacho de Polonia. ¡Y que venga a joderlo todo un mamón como ese tal Pedopalomo!… El Patriarca está resuelto a fulminarlo. Nunca ha dudado cuando el servicio a Dios lo exigía. Ha bendecido una guerra contra el ateísmo pese a que detesta las guerras y detesta la sangre derramada en las batallas. Ha ignorado los fusilamientos y las cárceles porque pensaba que era necesario limpiar de escoria la tierra mancillada por los enemigos de Cristo. Ha soportado marchar junto a hombres estúpidos como el obispo Morcillo y el primado Pla y Deniel porque militaban en sus propias filas. Ha apoyado los programas psiquiátricos del Régimen militar, a poco de terminar la Guerra Civil, cuando no creía en absoluto en su contenido científico y sí en su finalidad represiva. Ahora va a ser implacable con el tal Pedopalomo. Por encima de las personas, siempre está la causa del Señor.
Pero intenta calmarse. El día ha sido feliz, se repite. ¡Y hay que ver cómo le agrada ese chico polaco! De pronto, el prelado tiene la sensación de que ha ganado una especie de hijo. ¿Qué es tener un hijo? Él sabe muy bien qué es ser hijo. Pero ¿cuál puede ser el sentimiento de un padre? Ignora tanta cosa humana…
Tal vez la ternura, la sensación cálida de que algo está creciendo en la Tierra gracias a tu siembra. Él nunca será padre de nadie, porque nada ha sembrado ni nada sembrará. Pero puede ayudar a un joven a crecer fuerte, sabio y noble.
Le gusta esa sensación nueva. Y ahora sí se queda dormido en el sillón, bajo los efectos del vino de la comida y el jerez de la sobremesa.
El conserje del seminario le abordó cuando atravesaba el vestíbulo.
—El jefe de estudios quiere verle, padre Berman. Está en la biblioteca.
—Gracias, José; ya subiré más tarde —respondió Stefan. Y se dirigió hacia la escalera camino de su cuarto.
Le temblaban las manos cuando abrió el sobre que le había dado Regina. Escrita a mano, en una cuartilla, figuraban el nombre de la familia de Pilar y su dirección: «Señores de Martín-Marcos, calle Castelló 89». Y debajo, la hora de la cita: «A las seis de la tarde del miércoles 12 de enero». Guardó el papel en el bolsillo de su camisa, bajo la sotana.
Media hora después, llamaban con los nudillos a su puerta y Stefan, que se encontraba repasando su libro de Encíclicas, adivinó de inmediato que era el jefe de estudios. Dejó el tomo abierto del revés sobre la mesa y giró el picaporte. La sonrisa de Pedopalomo asomó al otro lado. Stefan no le dio paso.
—¿Qué desea, padre?
—¿Puedo pasar?
—Lo siento, estoy estudiando.
—Quisiera decirte algo, padre Esteban.
—Pues dígalo, padre Rafael.
Estaba en sus manos, pensó Stefan, y podía hacérselo sentir. Pero decidió optar por el cinismo. El otro siguió con voz temblorosa, casi tartamudeando:
—Lo que viste anoche…, bueno, fue accidental. Habíamos tomado vino en la cena para celebrar la Epifanía. Yo bebí algo más de la cuenta… Yo no soy de esos… Guardo la castidad…, no sé por qué ocurrió algo así.
—¿Qué es lo que quiere, padre Rafael? ¿Qué no diga nada a nadie?
—Que lo olvides…, porque, te lo aseguro, no va a volver a suceder.
—Estos asuntos no me incumben. ¿Desea algo más, padre? —Nunca olvidaré lo que has hecho. Siempre que quieras algún favor, pídemelo. Lo haré con gusto.
—Está bien —respondió con sequedad.
Iba a cerrar. Pedopalomo, sin embargo, posó la mano en la puerta para impedirlo.
—Espera un momento, padre Esteban… ¿Qué tal la comida con el Patriarca?
—Excelente.
—Dadas las circunstancias…, supongo que no le habrás hablado sobre mí al Patriarca, como te pedí hace días.
—Dadas las circunstancias, es natural que no lo haya hecho.
—Lo entiendo. Ya hablaremos cuando estemos los dos más calmados.
—Yo estoy calmado, padre Rafael.
Pedopalomo retiró la mano de la puerta y Stefan cerró. Volvió a su mesa y, satisfecho, tomó el libro y continuó leyendo.
Todavía quedan cinco minutos para las doce. Paquito le ha ayudado a colocarse el alba, el cíngulo, la estola y la casulla verde, el color litúrgico que corresponde al domingo después de Epifanía. Está nervioso. Mientras el chico termina de vestirse de monaguillo, enfundándose el roquete blanco sobre la sotana roja, Stefan se acerca a la puerta de la sacristía, la entreabre y mira hacia los bancos de las dos alas de la nave. Su pulso se acelera. Pilar está sentada en la primera fila, junto al pasillo central. Desde allí, no puede ver más que los hombros de la muchacha y su cabeza; el resto de su cuerpo lo oculta el banco de madera barnizada de oscuro.
Pilar se cubre parte del cabello con una pieza de liviano tul negro. Viste una rebeca beige, bajo la que asoma el cuello de un vestido naranja. Sus cabellos refulgen azabaches bajo el velo y sus labios brillan encarnados sobre el dorado de la piel. La chica que se sienta a su lado se mueve hacia ella y le susurra algo al oído. Pilar se lleva una mano a la boca para contener el sonido de su risa. Cuando la retira, queda en sus labios el levísimo rictus de una sonrisa. Después, Pilar se gira hacia su compañera, su rostro se torna serio y dice algo a su vez. Stefan, que ha contemplado la escena, siente que el corazón acelera el ritmo de sus latidos.
Oye la voz de una mujer a su espalda y se gira. Sor Francisca, la superiora del colegio, le contempla sonriente. Stefan se sonroja. Siente un irracional temor infantil: como si le hubieran pillado en plena travesura.
—¿Nervioso, padre Esteban?
—Es la primera misa que digo en España como ministro único. Al Patriarca le he ayudado en dos celebraciones: una de ellas fue aquí, en Navidad, ya lo sabe usted, hermana.
—Quedó muy bonita aquella misa. Verá como hoy todo va bien… En fin, son las doce.
Paquito le tiende el manípulo y Stefan se coloca el lienzo bordado rodeando el antebrazo izquierdo. Salen y las muchachas se ponen en pie. La iglesia está llena. En los bancos del fondo, aletean las tocas de las monjas como disparatados ingenios de papiroflexia.
Pilar muestra su figura casi entera, el vestido naranja ciñendo un cuerpo curvilíneo, de estrecha cintura y pecho marcado bajo la rebeca. En el trozo de piel del cuello que deja al aire el breve escote, brilla una cadenita de oro. Las piernas permanecen ocultas tras el banco.
Pilar le mira a los ojos y él aparta la vista. Pero la vuelve hacia ella después de dejar el manípulo a un lado del altar. Piensa que corre el riesgo de olvidarlo todo de golpe, las oraciones y el orden de la celebración. Los ojos de ella son como dos bolas de fuego negro cuya quemadura parece llegar hasta él en llamas invisibles.
Cierra los ojos mientras se vuelve. Se inclina y besa el centro del altar. Luego, bendice a los fieles, se acerca hasta el misal, se santigua ante el libro e inicia la lectura del Introito. La voz le tiembla levemente. Parece que las letras se borrasen. Por fortuna, su memoria mecánica para los rezos permanece incólume.
—In excelso trono vide sedere virum quem adorat multitudo angelorum, psallentes in unum: ecce cujus imperii nomen est in aeternum.
¿Cómo hacerle notar que desearía que apartase su mirada de él? Teme que pueda fallarle la memoria y que las manos le tiemblen a tal punto que sea incapaz de sostener el cáliz.
Avanza la misa. Stefan suda. Quisiera quitarse la casulla y abandonar el altar, salir del templo en busca del aire helado de la calle. En dos ocasiones olvida los rezos que corresponden al ceremonial, pero Paquito está al quite, se torna en experimentado apuntador de obra teatral y le susurra, acercándose a su lado, el comienzo de las oraciones oportunas. «¡Bravo, chico!», dice Stefan para sí.
Una y otra vez, su mirada se mueve hacia la muchacha. Ella siempre tiene sus ojos fijos en él. Incluso cuando está arrodillada y reza, mientras las otras muchachas inclinan la cabeza sobre el pecho, Pilar mantiene la barbilla alzada y la mirada dirigida hacia él, como la hoja de una espada al rojo vivo. Y Stefan se turba de nuevo.
Llega el momento de impartir la comunión. Y Stefan desciende hasta el pie del ara mientras la cola de monjas, niñas y muchachas se va aproximando desde el pasillo de la nave.
Pilar es de las primeras en acercarse. Bajo la falda del vestido asoman unas pantorrillas bonitas y redondeadas, que ni siquiera afean sus zapatos de tacones bajos y exentos de gracia. Se arrodilla ante él con los ojos muy abiertos, separa los labios y muestra la desnuda y luminosa carne de la lengua. Stefan deposita la forma sobre ella, toca con el nudillo de su dedo índice la comisura izquierda de los labios de Pilar y, por un brevísimo momento, su mano se queda quieta mientras ella cierra despacio la boca y, con suavidad, durante un instante, roza con sus labios los dedos del joven.
No querría dar la comunión a nadie más. Desearía conservar ese rastro de calor que ha impregnado sus dedos, sentirlo durante horas. Pero hay nuevas bocas que se van abriendo delante de él, como las crías de gorrión que esperan en el nido la llegada de los padres con briznas de comida. Stefan procura no rozar ningún otro labio, para conservar todo el tiempo que le sea posible la sensación candente de lo que le ha querido sentir como un beso.
Finalizada la misa, la superiora ofreció a Stefan y Paquito, en el comedor, una limonada, pasas y almendras. Otras tres monjas les acompañaban. Una de ellas era muy vieja, posiblemente nonagenaria.
—Ha estado todo muy bien, padre Esteban —dijo sor Francisca.
—Gracias a Paquito.
El chico se encogió de hombros y sonrió con la boca llena de pasas.
—Por cierto —añadió la monja—, quería pedirle que el próximo domingo, si no le importa, viniese una hora antes para poder confesar a las alumnas que lo deseen.
—Así lo haré.
La superiora les acompañó a la puerta de salida. Al despedirse, dejó en la mano de Stefan dos billetes doblados.
Siguió junto a Paquito, calle de Martínez Campos arriba. Ya en la plaza de la Iglesia, Stefan abrió la mano y desplegó los dos billetes de cincuenta pesetas.
—Toma, te has ganado la mitad —le dijo al chico mientras le tendía uno de ellos.
—Nunca he conseguido un dinero tan fácil, padre Esteban. Si quiere, vengo todos los domingos por la mitad de precio. —Pídele permiso al Patriarca.
—¡Había unas chavalas en la misa…! ¿Se fijó usted, padre? —No digas tonterías; soy un sacerdote y, además, estaba celebrando la Santa Misa.
—El Patriarca dice que mirar no es pecado.
—El Patriarca siempre está de broma.
—¿No se fijó en una de la primera fila que llevaba un vestido de color naranja? Era la más guapa. No me diga que no reparó en ella. —Te digo que no me fijo en las mujeres.
Se separaron un poco más adelante. Stefan tomó el tranvía en dirección a la plaza de Oriente. No le apetecía volver al seminario.
¿Qué puede hacer? La muchacha le ha alterado, le ha hecho perder los nervios, ha estado a punto de estropearle la ceremonia. Sabe que ella le gusta, pero se pregunta si está enamorado. Él es un sacerdote, un hombre consagrado a Dios que ha hecho voto de castidad. Pero al tiempo se siente incapaz de arrancar a la chica de su alma. Hay un hondo calor en su interior, una calentura que no es física, una emoción contenida que se volvería exaltada si la dejara liberarse, un sentido de urgencia cuya razón ignora, un clamor de los sentidos cuyo origen sabe que no es otro que ella… ¿Qué podría hacer? ¿Renunciar a las clases, decirle al Patriarca que no quiere volver a celebrar misa en el colegio, explicarle con claridad la causa por la que debe apartarse de allí? Sin embargo, mientras se lo pregunta, piensa que no va a hacerlo, que no tiene fuerzas suficientes para ello.
Y ella, ¿por qué le miraba con tanta insistencia?
Y se dice:
«¿Cómo Dios creó esta fuerza en mi corazón al tiempo que me obliga a renunciar a ella? ¿Por qué debo ser casto si mi propia alma creada por Él me empuja a la pasión? ¿Es justo conmigo el Todopoderoso? Señor, ¿qué te he hecho yo para que me sometas a este castigo?, ¿puede llegar tu inmenso poder a convertirse en crueldad?
»¿O es acaso una prueba para calibrar mi fe? He querido servir a los otros, no a mí mismo. ¿Por qué pues me pides que renuncie a ello instalando este ardor nuevo en mi alma?
Varias veces en su vida le han atraído las mujeres. Y pecó en una ocasión contra el sexto mandamiento, en Roma. Pero el de ahora es un sentimiento nuevo: no es la fuerza del sexo la que lo empuja. Es algo más hondo, tan desconocido como vigoroso. Presiente que quizá no tenga la fuerza para oponerse a ello. Si no la tuvo en Roma, ¿cómo va a poder ahora dar la espalda a algo mucho más vehemente? Y percibe que está deseando que el tiempo corra e impartirle a solas su primera clase de latín.
Llegó al piso de la calle de Campomanes. Había una nota de Matías sobre la cama: «Dentro de unos días voy a traer al piso una multicopista para imprimir propaganda y unos pocos libros. ¿Te queda bien tu indumentaria laica? ¡Qué guapos sois los curas de paisano, aunque algunos ganaban en belleza en el paredón!».
Rompió el papel y se cambió de ropa. Le gustaba verse así, sentirse como un hombre común. Regresó vestido de paisano a la calle, entró en la taberna de la acera de enfrente, veinte metros más abajo, que se anunciaba sencillamente como Casa de Vinos. Tomó asiento a una mesa retirada de la puerta y pidió al mozo albino unas lentejas y una pescadilla frita con ensalada. Comió mientras trataba de reproducir en su mente el rostro de Pilar. No lo lograba, sus rasgos se desdibujaban en su memoria. Pero guardaba, muy viva todavía, la sensación de los labios de ella sobre la piel de sus dedos.
Le entregó al albino el billete de cincuenta pesetas para que le cobrase. Al regresar del mostrador con las vueltas, el mozo le preguntó:
—¿Es nuevo en el barrio?
—Sí.
—¿De dónde viene?
—De otro barrio de Madrid —respondió sin tiempo para pensar.
—¿De cuál?
—La plaza de la Cebada.
—Habla con un acento raro.
—No soy de aquí.
—¿De dónde es?
—De Valladolid —se le ocurrió responder.
—Nunca he conocido a nadie de Valladolid, pero ya decía yo que no hablaba usted como los de aquí. ¿Quiere un café, a cuenta de la casa?
—Gracias.
—En realidad, no es café, sino achicoria; pero sabe bien.
—Es lo mismo.
—Este es un buen bar, espero que le guste. Aquí se juega al dominó. Si se hace cliente del bar, encontrará fácilmente con quien jugar.
—Nunca he tenido mucho tiempo para jugar a nada —respondió Stefan recordando la guerra en Varsovia.
Mientras bebía el ardiente y áspero líquido, tratando de enfriarlo en la boca antes de tragarlo, contemplaba a cuatro parroquianos que se sentaban a una de las mesas próximas. Jugaban al dominó, propinando sonoros golpes con las fichas en el velador de mármol. Stefan se acordó otra vez de su niñez.
Se acordaba de esos días, al regresar del colegio a la caída de la tarde, cuando entraba en la habitación en donde su padre tenía el taller de orfebre y se sentaba a su lado para verle trabajar. Recordaba cómo le fascinaban la pericia y la agilidad con que movía los dedos mientras manipulaba la segueta, el berbiquí y las tenazas, tallando pulseras o insertando una piedra preciosa en un anillo. Y volvía a su memoria la voz de Martin Berman cuando le contaba que, en el oficio de orfebrería, había que ser paciente y minucioso. Poco a poco, fue aprendiendo él mismo a modelar las joyas. Y muchas tardes, si no era tiempo de exámenes, ayudaba a su padre en las tareas más sencillas.
Después, le acompañaba al café y tomaba una limonada mientras Martin Berman se sentaba con los amigos a jugar una partida de dominó.
De regreso a su casa tras la misa en el colegio, Pilar ascendía la empinada cuesta de Diego de León junto con dos compañeras de curso, camino de la calle de Castelló. Un tranvía subía en paralelo a las muchachas, no mucho más deprisa que ellas, quejumbroso, su trole lastimero patinando en el cable y las ruedas alzando de las vías chirridos que provocaban dentera.
—Es el cura más guapo que he visto nunca —decía una de las chicas.
—Y también el hombre más guapo que yo he visto en mi vida —añadió la otra.
—No es para tanto —señaló Pilar.
—Se parece a Gregory Peck en Duelo al sol —comentó la primera.
—¿La has visto? No es tolerada, la han calificado como 3-R —intervino Pilar.
—El otro día me pinté los ojos y los labios y me fui con mi hermana mayor a verla. Y coló, me dejaron pasar.
—¿Y qué tal es la película?
—Hay muchas escenas de pasión.
—¿Y él?
—Está guapísimo. ¡Cómo la mira a ella! Y tiene unos labios… Mueren juntos. Se matan el uno al otro y mueren abrazados. Y seguro que ya han hecho el amor cuando mueren. Y sin estar casados.
—¿Se les ve hacerlo?
—No; pero se sabe. Igual en América sí se ve, porque aquí la censura corta muchas escenas. Se besan montones de veces y se encuentran a solas muy a menudo durante la noche… Te gustaría estar en el lugar de ella y te apetece besarle. Yo me iría con él aunque no se casara conmigo. Creo que, dentro de unos años, me voy a buscar un americano…
Pilar guarda silencio mientras las otras dos muchachas continúan hablando. Han cruzado la calle de Serrano y caminan Juan Bravo arriba. La que ha visto Duelo al sol relata con detalle secuencias de la película. Pilar se turba pensando en lo que puede ser hacer el amor con un hombre sin casarse con él. Se acuerda de Esteban y siente desasosiego. En cualquier caso, si se enamorase de él, no podrían casarse, porque él es cura. ¿Y hacer el amor? Se quita la idea de la cabeza porque pensarlo la estremece.
Él la ha mirado una y otra vez durante la misa. Y Pilar se ha dado cuenta de que estaba nervioso. ¿Sentirá él que ha pecado como sacerdote? Que alguien del otro sexo te guste, no puede ser pecaminoso. Ni para un cura siquiera.
Su madre le ha dicho que el miércoles tiene la primera clase con Esteban, por la tarde, a la salida del colegio. Se da cuenta de que se le harán largos los tres días que quedan. No piensa decir nada a sus compañeras, quiere guardarlo en secreto.
Oye insistir a una de sus amigas, la que ha visto Duelo al sol:
—¡Se te olvida que es un cura de lo guapo que es!
—No me parece que sea para tanto —señala de nuevo Pilar. Lo dice y sonríe para sí levemente.
A ella le han gustado varios chicos a lo largo de los últimos tres o cuatro años: compañeros de pandilla de los veraneos en la sierra, algún hermano de sus amigas… Pero la ansiedad que despierta Esteban en su espíritu es diferente, algo que mezcla la alegría y la zozobra.
Stefan regresó al piso, vistió de nuevo sus hábitos y salió a la calle. Camino de la Puerta del Sol, cruzó junto a una joyería y se detuvo ante ella, como hacía en ocasiones cuando pasaba ante alguna. Le gustaba ver las piezas que se exponían en sus escaparates. Como era día festivo, estaba cerrada; pero a través de las rejas de metal que protegían las cristaleras podían distinguirse los expositores con las hileras de anillos, los pendientes, las pulseras, los gemelos, los alfileres de corbata… Había un cartel adherido al otro lado de la puerta acristalada: SE NECESITA APRENDIZ PARA LAS TARDES.
Al leerlo, una suerte de viento de libertad pareció soplar de pronto en el corazón de Stefan. ¿Y por qué no ofrecerse? Un turbión de pensamientos se agolpó en su mente: dejar la Iglesia y poder llevar una vida modesta y corriente, sin riesgos, estable, con una mujer al lado, tal vez aquella muchacha, Pilar, con un pequeño taller como el que tuvo su padre. Esposa, hijos y paz hasta el día de la muerte.
Había un espejo enmarcado en plata en el lado derecho del escaparate. Se movió hacia allí y encontró reflejada, oscuramente, su propia cabeza. Se quitó la teja y logró ver sus ojos: mostraban la mirada de un hombre abrumado por la pena.
Continuó andando a paso rápido hacia el seminario.
El rector había regresado aquella mañana después de pasar las vacaciones navideñas fuera de Madrid. Stefan se encontró con él al cruzar junto a la puerta de la capilla, cuando se encaminaba hacia la escalera, y se detuvo a saludarle, inclinando levemente el cuerpo y besándole la mano. El rector le sonrió afectuoso.
—Ya sé que has visitado con frecuencia al Patriarca, que te invitó a la cena de Nochebuena y a la comida de Navidad en palacio. Espero que hayas disfrutado.
—Así es, señoría. El Patriarca es un hombre muy amable.
—Tiene fama de ser muy estricto.
—Posee un gran sentido del humor.
—No lo sabía.
—Y le gusta cantar.
—Es sorprendente. Sólo le he visto tres o cuatro veces en mi vida, una de ellas a solas y me ha inspirado un profundo respeto. Es un hombre muy serio que te mantiene a una cierta distancia.
—Conmigo es muy afectuoso, señoría. Pese a su rango, me produce una sensación de confianza. Es una persona inteligente y un gran intelectual.
—Me ha citado para el martes próximo por la tarde.
—Cuéntele un chiste, señoría: le gusta reír.
—Yo no sé chistes, padre Berman, y menos aún contarlos.
Pilar se había quedado en casa esa tarde de domingo porque al día siguiente recomenzaban las clases y debía madrugar. Sentía pereza al pensar en el colegio y trataba de distraerse ojeando una revista de modas. A menudo, las letras parecían borrarse de sus ojos mientras sus pensamientos se dirigían hacia Stefan.
—Te veo algo mohína, Pili —oyó decir a su madre, que entraba en el salón.
—Me aburro. Y no me apetece empezar otra vez las clases. —Había pensado ir a tomar el té a la cafetería Manila, la de la calle de Serrano. ¿Por qué no vienes conmigo?
Pilar se encogió de hombros y asintió.
El frío invernal la reanimó un poco. Comenzaba a anochecer. El cielo se mostraba limpio de nubes, rutilante, barnizado de cobalto.
Llevaban cerca de media hora sentadas en el velador cuando, de improviso, un hombre se acercó hasta la mesa. Era alto, delgado y de pelo recio y canoso. Sonreía. Pilar pensó que era una persona atractiva mientras se inclinaba para besar la mano de su madre.
—Me alegro de verte —dijo.
—Sí… —respondió ella sin levantarse.
El hombre miró a Pilar.
—No puede negarse que es tu hija, sois iguales.
—Se llama Pilar, como yo.
Él tomó la mano de la muchacha y la rozó levemente con los labios.
—A madre guapa, hija guapa. Encantado, señorita. Me llamo Melchor.
Pilar miró a su madre: sus mejillas estaban encendidas. Se despedía.
—Os dejo. Acabo de entrar con unos amigos y te he visto desde la barra. Ha sido un agradable encuentro.
Volvió a besar la mano de doña Pilar.
—Y mucho gusto en conocerte, niña —añadió dirigiendo sus ojos hacia la muchacha.
Pilar no respondió y eludió mirar la mano que él le tendía. No le había gustado que el tipo la llamase niña, ni tampoco la forma en que la había mirado: primero a los ojos, luego al pecho.
El comisario sonrió irónico antes de retirarse.
A su madre le temblaba la mano mientras levantaba la taza de té. Melchor regresaba al mostrador con un grupo de tres hombres. Dos de ellos las miraron con fijeza y descaro.
—Estás colorada como un tomate y nerviosa como un flan —dijo Pilar a su madre.
—Soy tímida.
—¿Tímida tú? ¡Anda, mamá…! Nunca en mi vida te he visto sonrojarte.
—Porque sólo me ves en casa. Es el marido de Celia, no sé si te he hablado de ella, una presuntuosa hija de verdulera que alardea de condesa.
—¿Tienes alguna conocida de la que no hables mal, mamá? —No digas bobadas.
—¿Te parece un hombre atractivo? —preguntó Pilar dirigiendo la barbilla hacia Melchor—. A mí me parece un chulo desagradable.
—No le he visto más que un par de veces en mi vida.
—A ti te gusta, ¿no?
—¡Qué dices!
—¿A qué se dedica?
—Es comisario de policía.
—Si te echaras un novio, a mí no me importaría. Papá se lo merece.
—¿Cómo se te ocurren esas cosas?
—Papá te trata como a un mueble viejo. Yo no consentiría a nadie que me tratase de esa forma. Por eso voy a estudiar: para tener un trabajo y ser libre.
—Venga, vámonos ya, que se hace tarde.
Madre e hija caminaron en silencio de regreso a casa, bajo el frío de la noche invernal.
Más tarde, arrebujada bajo la suavidad de las sábanas y el calor de la manta, Pilar reflexionaba sobre sus progenitores en la oscuridad de la habitación. Sabía que su madre era una mujer todavía muy hermosa y se preguntaba si su padre no sería un hombre demasiado frío. Desde luego que mostraba hacia su esposa, sin paliativos, un desdén de macho autoritario, como si la mujer formara parte de una tropa de soldados a sus órdenes. En cambio, con ella intentaba ser en ocasiones galante y servicial, quizá porque, desde muy niña, había mostrado un carácter mucho más brioso que el de su madre.
En todo caso, no estaba dispuesta a ser tratada por nadie de manera irrespetuosa. Y esa era la principal razón por la que había decidido estudiar derecho y trabajar después. No quería depender de un hombre de la manera que dependía su madre y sufrir a diario la humillación de estar a sus órdenes. Ni quería tener que recurrir a la infidelidad para reconstruir íntimamente su dignidad herida.
Se durmió pensando en Stefan.
Encerrado en su cuarto, Stefan abrió el ejemplar del Manifiesto Comunista. Era la vieja edición alemana que Paolo le consiguió en Roma. Se tumbó en la cama y se detuvo en la primera frase del texto.
«Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo».
Desde luego que era un comienzo fulgurante y atrayente, se dijo. Después, siguió pasando hojas y concentrándose en los párrafos que él mismo había subrayado años antes:
La burguesía ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta. Ha sustituido las numerosas libertades escrituradas y bien adquiridas por la única y desalmada libertad de comercio.
… sólo el proletariado es una clase verdaderamente revolucionaria.
Las capas medias, todas ellas, luchan contra la burguesía para salvar de la ruina su existencia como tales clases medias. No son, pues, revolucionarias, sino conservadoras.
Los proletarios no tiene nada que salvaguardar; tienen que destruir todo lo que hasta ahora ha venido garantizando y asegurando la propiedad privada existente.
Os horrorizáis de que queramos abolir la propiedad privada. Pero en vuestra sociedad actual, la propiedad privada está abolida para las nueve décimas partes de sus miembros. Nos reprocháis pues el querer abolir una forma de propiedad que no puede existir sino a condición de que la inmensa mayoría de la sociedad sea privada de propiedad.
Stefan siguió saltando de subrayado en subrayado, sin reflexionar demasiado sobre lo que leía. Pero avanzado ya el libro, se detuvo en unos párrafos referidos a la cuestión religiosa:
Nada más fácil que recubrir con un barniz socialista el ascetismo cristiano. ¿Acaso el cristianismo no se levantó también contra la propiedad privada, el matrimonio y el Estado? ¿No predicó en su lugar la caridad y la pobreza, el celibato y la mortificación de la carne, la vida monástica y la iglesia?
Se sintió perplejo al terminar el párrafo. No recordaba haber discutido estos aspectos del marxismo con Paolo en sus largas charlas sobre religión y política. Marx proponía la abolición de la moral y la religión, a la que además había calificado como opio del pueblo. Pero en ese párrafo parecía diferenciar entre dos cristianismos.
De ser así, parecía claro que eran muchos los caminos coincidentes entre la revolución que proponían los marxistas y los orígenes de la moral cristiana. La única diferencia residía en la negación de Dios que proponía Marx. Pero ¿por qué no combatir juntos un enemigo común?
Sin embargo, la lectura no acallaba lo que en el fondo de su corazón le atribulaba: que su fe chocase ahora frontalmente con sus deseos. Si el ascetismo original del cristianismo preconizaba la castidad, ¿acaso no estaba él negándolo mientras dejaba enflaquecer su voluntad ante el cálido recuerdo de Pilar?
¡Qué sencilla sería su vida si no fuese sacerdote! ¡Qué confortable podría resultarle en esos momentos no creer en Dios! ¿Y no sería posible salvar la fe y amar al tiempo a una mujer? Le habría gustado hablar con el Patriarca sobre aquellos asuntos que tanto pesaban sobre su razón y su ánimo. Más con el Patriarca que con ningún otro…, ni siquiera Paolo.
Ocultó el libro bajo otros tomos que guardaba en el armario.
La noche de aquel domingo mustio y desolado se cerraba sobre el Madrid invernal de enero de 1955. El Patriarca, después de cenar un sopicaldo de verdura ennoblecido con un par de rebanadas de pan tostado, despidió a Paquito y a Regina, se abrigó con una pelliza de paño azul, revestida en el cuello y en las mangas con piel de astracán, y tiró escaleras arriba, camino de la terraza que coronaba el palacio.
Jadeaba y esperó un poco, apoyado en la baranda, a recuperar el aliento para mirar con sosiego el paisaje. Desde la altura, sintiendo en las mejillas los bocados ariscos del frío, contempló las torres altivas y las agujas celestiales de las iglesias madrileñas, escasamente iluminadas por la luz de una luna vieja. Era un Madrid oscurecido el que se tendía ante su vista, sombrío y sin ruidos, bajo un cielo de hielo en cuya lejanía tintineaban miríadas de estrellas de luminosidad mezquina.
Pero monseñor Eijo Garay se sentía orgulloso al contemplar su reino terrenal. Y rezó allí, a solas, dando gracias a Dios por el privilegio que le había concedido de ser su representante en una ciudad recuperada para la Fe y la Paz.
«Lloras aún lágrimas de guerra, querido Madrid —dijo para sí—, y las sombras transitan sobre tus campanarios y espadañas. Pero volverás a ser una ciudad sonriente y alegre, bendecida por el Señor, porque has sido capaz de vencer al Diablo».
Luego, nombró a Stefan en sus siguientes oraciones: «Gracias, Señor —recitó en su mente—, por haberme traído un hijo que me llena de ventura y de gozo».