Capítulo 7

«Un caballero nunca viste de marrón», solía decir el comisario Melchor Casado cuando manifestaba opiniones sobre la elección de su atuendo. Era un hombre alto, de duro pelo cano, delgado y bien parecido al que le gustaban los trajes grises y las corbatas de tonos azules discretos, mientras que detestaba los ternos marrones y las corbatas verdes. La frase no era suya, sino que se atribuía a un antiguo ministro de Exteriores británico, sir Anthony Eden, quien acuñó de esa forma irónica su opinión sobre Mussolini cuando regresó, en 1939, de un viaje a Roma, en el que infructuosamente intentó detener la entrada de Italia en la Segunda Guerra Mundial. No obstante, Melchor Casado, para que no hubiese ninguna duda sobre su ideario político, siempre llevaba en la solapa de sus trajes grises una insignia de oro con el yugo y las flechas, señas de identidad de la Falange.

Aquel miércoles 5 de enero de 1955, víspera de la festividad de los Reyes Magos, cumplía cincuenta años. Sentado en su despacho a solas, pensaba, como cada año, que no le gustaba su nombre y que era una puñetera desgracia el que su padre hubiese escogido el patronímico del primero de los Magos para bautizar a su hijo Primogénito. De niño le molestaba que le llamasen en casa Melchorcín o Melchorito. Y más todavía que, en ocasiones, algún compañero del colegio le dijese Melchorizo, lo que suponía una inmediata pelea a puñetazos, en la que unas veces vencía y otras terminaba con las narices sangrantes. Pese a que ahora, en razón de su rango, era don Melchor, cuando no «señor comisario», y por más que hubiera cumplido ya medio siglo de vida arrastrando el nombre, no lograba sentirlo como propio. En suma, que por dentro no se veía Melchor. Pensaba que le cuadraba mejor algo así como Raimundo o Jerónimo.

No celebraba su aniversario, sencillamente porque no encontraba con quién hacerlo. Viudo desde dos décadas atrás, tenía un único hijo, Gaspar, como decidió llamarlo su mujer en honor del padre de ella. «Vaya guasa —reflexionaba con sorna el comisario— sólo falta que me hagan abuelo y se incorpore a la tropa un Baltasar. Si es así, espero que, por lo menos, no sea negro».

Su hijo había escogido también el oficio de policía y estaba destinado en El Ferrol, en donde se había casado con una muchacha gallega. Por suerte, en opinión de Casado, era una chica de carnes tan blancas como la de las cebollas, lo que limitaba el riesgo de un Baltasar moreno. Desde las navidades anteriores, Melchor Casado se desplazaba a Galicia para celebrar las fiestas con la familia de su nuera. Pero regresaba a Madrid el 27 o 28. La noche de fin de año se bebía varios copazos de coñac Fundador en su casa de la calle de Magallanes y se metía en la cama antes de las once de la noche a dormir bien la mona. En cuanto a su cumpleaños, si caía en día laborable como en esta ocasión, se iba al trabajo y a nadie le decía nada sobre el asunto. Cada año, y este no era excepción, lo que más deseaba en su aniversario es que terminasen cuanto antes las fiestas navideñas.

Al comisario no se le conocían muchos amigos a excepción de unos cuantos camaradas falangistas de antaño. Mantenía con sus superiores y con los hombres que trabajaban a sus órdenes, en su sección de la Brigada Político-Social, una fría y distante relación. Tenía una mirada cansada que podía causar la impresión de que en su ánimo se escondía una honda y pesada tristeza. Y quizá ese rasgo, unido a su buen porte, constituía la íntima razón de su gran atractivo con las mujeres, atractivo que sabía aprovechar muy bien, pues mantenía relaciones regulares con varias, una de ellas casada con un militar de rango. Si alguna vez un amigo le comentaba algo sobre su éxito con las féminas, solía decir: «Hay que acercarse sin miedo a ellas, les gustan los hombres audaces. Y, sobre todo, hay que ir a por las más guapas, porque son las que están más solas».

Lo cierto es que, a pesar de su mirada, Melchor Casado no guardaba en su corazón tristeza alguna. Ni tampoco un amor excesivo hacia nadie, ni siquiera hacia su propio hijo. En todo caso, sentía un cierto aburrimiento ante la existencia que llevaba, muy escasa en emociones durante los últimos tiempos.

Y desde luego que podía considerarla una existencia casi vulgar si la comparaba con la intensidad con que vivió durante los años anteriores a la guerra y también durante la contienda. En 1933, a poco de su fundación, se alistó en la Falange y pronto se integró en las pandillas de pistoleros que luchaban contra las bandas armadas de la izquierda en los tiroteos callejeros del Madrid anterior a la guerra. Cuando el conflicto armado estalló, escapó de la ciudad y combatió en la sierra de Guadarrama. Pero su historial guerrero terminó allí. Pronto, pasó a formar parte de las escuadras falangistas que ocupaban las plazas que conquistaba el ejército de Franco. Su tarea consistía en buscar a los republicanos escondidos en el interior de las ciudades y fusilarlos durante las noches junto a los cementerios, para que luego fueran enterrados en fosas comunes. Aquellos grupos se encargaban también de ajusticiar a los prisioneros juzgados sumariamente por los tribunales militares al término de las batallas. Así recorrió media España: de pared de cementerio en pared de cementerio. Cuando concluyó la guerra, se integró en la Policía Político-Social, una institución cuyo cometido no era otro que perseguir a los enemigos políticos del nuevo régimen. Y durante un período de dos años, entre 1940 y 1941, fue destinado a Roma para estudiar técnicas de investigación con la policía política de Mussolini. Había sido un período muy hermoso de su vida. «¡Ah, las ardientes italianas!», solía exclamar ante sus amigos las noches de farra.

Disfrutó también a fondo en los años que siguieron al fin de la contienda. Por su posición política y profesional, tuvo durante la dura posguerra la posibilidad de hacer contrabando con los alimentos que no se incluían en las cartillas de racionamiento y a los que tan sólo se accedía en el mercado negro, en un negocio ilegal que se conocía con el nombre de estraperlo. A punto estuvo de ser expulsado de la policía por ello. Pero el patriarca Eijo Garay, a quien pasaba ocasionales informaciones sobre el clero madrileño, intercedió por él ante el ministro y Casado salvó el puesto y quién sabe si la vida.

Tampoco se recató a la hora de utilizar sus influencias para conseguir lo que más le gustaba: mujeres. Las esposas e hijas de numerosos presos políticos y las viudas de muchos soldados republicanos muertos en la guerra constituían un interminable botín para los falangistas y gentes adictas al Régimen, que podían ayudarlas a matar su hambre y la de sus familias. La cadena de prostitución funcionó durante cerca de diez años y, cada semana, dos o tres «rojitas», como las llamaban Melchor y sus colegas, pasaban por su cama. No tenía necesidad de seducir a nadie para obtener todo el sexo que necesitaba. Pero al concluir el negocio, su atractivo personal suplió sobradamente lo que antes lograba con carne de caballo, sacos de patatas, huesos de jamón y latas de sardinas en aceite.

Eran casi las ocho de la tarde. Sentado de espaldas a la ventana que daba a la calle del Correo, arrimado a la mesa en donde se extendían en desorden varias carpetas con fichas de hombres buscados por actividades políticas clandestinas, el comisario se sirvió una copa de coñac de una botella de Fundador que guardaba en su cajón bajo llave. En la pared de enfrente colgaban dos retratos en blanco y negro, encerrados en marcos de metal plateado: uno de Francisco Franco, uniformado y el pecho cruzado por una banda, y otro de José Antonio Primo de Rivera, con la camisa azul remangada por encima de los codos y abierta en el cuello. Melchor los contempló unos instantes, alzó el coñac y proclamó:

—Como diría el tango, cincuenta años no son nada. ¡Salud, camaradas, y gracias por todo cuanto me habéis dado!

Y terminó de un solo trago el contenido de la copa.

Después del tercer coñac, Melchor Casado abrió una carpeta en la que aparecía escrito el nombre de don Leopoldo Eijo Garay, tomó el teléfono y marcó el número de obispado. Regina le pasó con el Patriarca un par de minutos después de responder a la llamada. Tras las salutaciones, el comisario comenzó a dar cuenta de sus pesquisas.

—No hay mucho por ahora, reverendísimo señor Patriarca, porque con las navidades se para la política, y podría pensarse que incluso los ateos comunistas se encierran en sus casas a cantar villancicos y esperar a los Reyes Magos. Sobre el ministro Ruiz Jiménez tengo poco que contarle: es joven, ardoroso, democristiano como usted sabe, un firme creyente muy bien visto en Roma. Sin duda tiene tendencias liberales, pero no creo que vaya mucho más allá.

—¿No se parecerá a Gil-Robles? Ese camaleón nunca se sabía por dónde iba a salir: igual enviaba a sus chicos de la CEDA a matar rojos por las noches, que pretendía, ya en el exilio, pactar con los comunistas. Por suerte, ahora no pinta nada.

—Ruiz-Jiménez no mataría a una mosca ni se sentaría a cenar con un comunista: es un poco tiquismiquis, no es de los nuestros, pero no creo que se salga de la órbita del Régimen. Aunque, eso sí, hay rumores sobre su propósito de emprender una cierta reforma de la universidad y parece que no simpatiza con el sindicato universitario de la Falange. La verdad es que no le falta cierta razón, porque esos chicos del SEU no hacen una a derechas y se están ganando a pulso el descrédito entre los universitarios. El peligro en la universidad radica ahí: en que se organice un movimiento de repulsa al SEU y puedan meter mano en el río revuelto los comunistas. Ya sabe cómo son: cogen las ocasiones al vuelo.

—Bien, bien, Casado —cortó el Patriarca—, eso no es cosa mía, la universidad me pilla muy lejos, aunque es bueno saberlo. Cuéntame de Acción Católica y las HOAC.

—Acción Católica no es muy preocupante. Son gente muy meapilas, con perdón, reverendo Patriarca. Pero en las HOAC sí que hay tendencias raras. Sabemos que los sindicatos cristianos italianos cooperan con los comunistas en su país. Y para las HOAC, el modelo italiano es un ejemplo que despierta admiración. Hay algunas personas que provocan mis dudas, como Jaume Rebollosa, uno de los fundadores, y otro que se ha hecho sacerdote después de la Cruzada, Tomás Castellón. Los dos estuvieron del lado de la República, aunque no cometieron delitos de sangre. Rebollosa no llegó a pisar el frente, pero Castellón fue jefe de transmisiones de una compañía del Ejército Rojo en las Alpujarras. Estuvieron una temporada en la cárcel al término de la guerra. Y ahora se mueven con mucha libertad, son buenos oradores, tienen peso entre la juventud católica y son los dos teóricos principales en la Comisión Nacional de las HOAC.

—Ya me habías hablado de ellos —señaló Eijo.

—Los tenemos vigilados, aunque no de una manera muy estrecha. No parece, por ahora, que hayan conectado con grupos comunistas clandestinos. Además, a Rebollosa le dejó su mujer hace unos años y está obsesionado con que la secuestraron los comunistas. Los odia.

—Eso no quiere decir nada. Los puede odiar y, al tiempo, colaborar con ellos. No sabes, hijo mío, hasta qué punto el misticismo religioso puede aceptar el masoquismo. Piensa en los que se flagelan y en los del cilicio, y saca cuentas.

—Creo que Rebollosa está algo chiflado, Patriarca.

—Pues peor: hay que tener mucho cuidado con los locos, porque nunca les ves venir. En todo caso, a los dos habría que vigilarlos más de cerca. Yo no me fío un pelo de esa pareja. Castellón se ha instalado en un barrio obrero.

—En una parroquia de los arrabales del sur que se llama La Colasa.

—Pues no le pierdas ojo.

—El problema se agravaría, si llegan a conectar los unos con los otros. Y también sería grave que los estudiantes católicos se uniesen a la fiesta.

—Quieres decir, amigo Casado, que si los comunistas, los estudiantes y las Hermandades Obreras Católicas encuentran un caldo que les guste a los tres, ligarán un excelente pilpil.

—De todos modos, son suposiciones, monseñor, y no hay por qué adelantarse a los acontecimientos.

Casado calló un instante antes de seguir:

—Hay, no obstante, una cuestión de la que no le he dicho nada todavía y que podría también ser preocupante. ¿Ha oído hablar del Movimiento Pax, reverencia?

—No me suena.

—Es una organización de católicos polacos, fundada por un tal Piasecki, según dice una nota que tengo aquí delante y que me envió ayer uno de nuestros hombres de la embajada en Roma. Lo que plantea Pax es un acercamiento entre el marxismo y el cristianismo… y yo creo que sus miembros pertenecen al espionaje soviético. No sé si esto le interesa, de todas formas…

—Sigue, hijo.

—Lo que Pax intentó al principio fue que la Iglesia polaca no se convirtiese en un problema político, pues el catolicismo, como usted sabe mejor que yo, está muy enraizado en el país. Pero lo cierto es que Piasecki y los suyos no han logrado mucho, sobre todo porque hay un cardenal…, espere que busque el nombre en el informe…

—Wyszynski —adelantó Eijo.

—Sí, Wyszynski… Ese cardenal tiene un enorme carisma entre los cristianos polacos y planta cara al régimen comunista de Varsovia. Así que Piasecki no ha conseguido casi nada con su movimiento.

—No entiendo por qué nos afecta esa cuestión.

—Los de Pax andan enredando fuera de casa, ya que dentro las cosas les van muy mal. Y creemos que intentan influir en los sectores cristianos izquierdistas de Italia. De todas formas, parece que en el Vaticano se está preparando algo para desautorizarlos como cristianos. Eso dice mi informante… Lo que yo creo es que hay que estar alerta por si la gente de las HOAC, tan encoñada con los italianos, acaba por tomar contacto con Pax. Y por ahí se pueden colar los comunistas. Y discúlpeme la expresión de encoñamiento, Patriarca: es que no encontraba otra palabra mejor.

—Eres muy precavido, hijo, y muy exacto en tus expresiones. El que se encoña, se encoña y Santas Pascuas. Te lo dice un académico de la Lengua.

—¿Ordena algo más, Patriarca?

—Un poco más de vigilancia sobre Rebollosa y Castellón, no lo olvides.

Cuando oyó cerrar la comunicación al otro lado de la línea, Melchor Casado colgó también su teléfono. Se levantó, tomó la chaqueta que pendía del perchero y, tras ponérsela, se sacudió con golpes de los dedos el inexistente polvo de las hombreras y tiró de las mangas y de los faldones hacia abajo. Recorrió el pasillo hasta el lavabo y, frente al espejo, se colocó con exactitud el nudo de la corbata y se pasó el peine por la plateada pelambrera. Regresó al despacho, se enfundó el abrigo, se caló el sombrero con cuidado de no despeinarse y salió cerrando con llave a sus espaldas.

Hacía un frío de noche lobera y el cielo se ceñía lúgubre y feo alrededor de un Madrid entristecido, en el que los comercios habían ya cerrado a la espera de la prevista llegada de los Reyes Magos. Melchor se dijo que, de ser él uno de los monarcas, no saldría de su reino ni con el pretexto del Niño Jesús. Apenas había gente en la Puerta del Sol. Dos tranvías que se cruzaban en ese instante en la esquina de Carretas marchaban casi vacíos de viajeros. El comisario se abotonó el abrigo hasta el cuello y caminó arrimado a los edificios de la acera derecha de la carrera de San Jerónimo y, en la plaza de Canalejas, dobló para tomar la calle de Sevilla y seguir por la acera izquierda de la calle de Alcalá, en dirección a Cibeles, hasta alcanzar la confluencia con la avenida de José Antonio Primo de Rivera.

En una mesa del fondo de la cafetería Dólar, envuelta por la vaporosa y tenue luz de una lamparilla, tocada con un sombrero de ala ancha que casi le cubría por entero el rostro y con un oscuro abrigo de piel de nutria echado sobre los hombros, le esperaba Pilar. Era una bella mujer de treinta y seis años que poseía, además, una espléndida figura y, en opinión del comisario, los mejores pechos que había visto y disfrutado en muchos años. Pilar era la esposa de un general de brigada del arma de Artillería.

Pilar Cifuentes contempló al hombre que se iba vistiendo con lentitud, mientras ella, aún desnuda sobre la cama, saboreaba todavía el regusto que le quedaba en el cuerpo y fumaba un cigarrillo americano. Era un buen amante aquel policía silencioso y taciturno que le había descubierto por fin, no sólo lo que significaba el sexo, sino también algo que había intuido desde su adolescencia en Burgos: que ella era una mujer ardiente y capacitada para fornicar como una fiera.

Le había conocido el mes de mayo anterior, en la cafetería Roma, un local de la calle de Serrano que solía frecuentar con un grupo de amigas cada miércoles a la hora de la merienda. Le vio entrar, acodarse en la barra y llamar al limpiabotas. Sus gestos le gustaron y sintió crecer en sus piernas un extraño ardor. Poco después, él volvió su vista hacia ella. Y durante los minutos siguientes, sus miradas se buscaron, aunque Pilar apartaba los ojos cuando él insistía en recorrer con los suyos el rostro y el cuerpo de la mujer.

Pilar había dejado de prestar atención a la conversación que seguían sus compañeras de mesa. Y decidió ir al baño. Repasó la línea de carmín de sus labios frente al espejo y retocó su peinado. Cuando salió, se topó casi de bruces con el hombre, que esperaba en el pequeño vestíbulo junto a las puertas de los dos aseos.

—Me gustaría volver a verla —dijo de sopetón.

—Pero ¿qué se ha creído usted…? —respondió Pilar, componiendo un gesto adusto más artificial que verdadero. Porque aquel rasgo de audacia del hombre había prendido como una cerilla al rascar sobre su piel.

—Quisiera seducirla —contestó Casado, al tiempo que le tendía un papel con su nombre y un teléfono escritos a mano.

De inmediato, se dio la vuelta y abandonó el vestíbulo. Pilar, nerviosa, desconcertada y ardiendo, guardó la nota en su bolso.

No alcanzaba a explicarse de dónde sacó el valor para hacerlo, pero le telefoneó en junio. El hombre no pareció extrañarse y la citó con naturalidad en la cafetería Dólar, pasadas las nueve de la noche. «En una de las mesas del fondo, que son las más discretas», añadió. Pilar no tenía demasiados problemas para salir sola cuando le venía en gana. Su marido se ausentaba varias noches a la semana, para cenar y jugar al mus con un grupo de veteranos compañeros de armas, y volvía muy tarde. Ella suponía que lo normal era que hubiese otra mujer en su vida, pero eso no le preocupaba en exceso. ¡Qué le aprovechase a la pobre! Después de los primeros años de matrimonio, en los que todavía esperaba que algún estallido de pasión se produjese entre ella y su esposo, había terminado por convencerse de que tal cosa nunca sucedería. Se acostaban y la ceremonia duraba apenas unos minutos, justo el tiempo que Julián necesitaba para alcanzar un instante de placer. De modo que el anhelo sexual de Pilar se fue durmiendo lentamente, incluso fue abandonando los torpes escarceos con su propio cuerpo, ya que siempre le dejaban la sensación de que necesitaba algo más que caricias más o menos atinadas. Después del nacimiento de sus hijos, Pili y Julianín, su marido se había alejado más aún de ella. Y si hacían el amor de cuando en cuando, quizá no era por otra razón que para recordarse a sí mismos que formaban una pareja.

En una ocasión, Pilar se atrevió a confiarse con Nati, que en su grupo de amigas cercanas era la que manifestaba mayor desparpajo al hablar de hombres. Pese a que charlaron sobre ello en forma algo indirecta y sin excesiva claridad, Pilar sacó en conclusión que había otras formas de relación sexual mucho más intensas que las que ella conocía. Por lo que sugirió en la conversación, Nati se había acostado con dos o tres hombres después de conocer a su marido. Y sonriendo de medio lado, había calificado a algunos «machos ibéricos», de ineptos, bocazas y «rapidillos».

—¿Sabes que los conejos tardan unos segundos apenas en alcanzar el éxtasis y, a continuación, se quedan de pronto dormidos? —preguntó Nati con súbito descaro.

Y añadió de inmediato:

—Pues hay muchos hombres que hablan de sí mismos como si fueran tigres y se comportan en la cama igual que los conejos… Aunque también te digo que hay mujeres, y entre ellas algunas de nuestras amigas, que deben de ser como palos de escobas en la cama. Te cuento el caso de Belén…

Mientras Nati seguía con la cháchara sobre Belén, una de las amigas que solía salir con ellas, Pilar pensaba en tigres y conejos. Y se acordó de su esposo, que solía empezar a roncar a los pocos minutos de abandonar su cuerpo.

Aquel hombre, sin duda, sabía despertar la atención de una mujer, pensó Pilar cuando llegó a la mesa en donde la esperaba y él se levantó y tomó su mano y la estrechó con una leve presión antes de besar el dorso y dejar un rastro de humedad cálida en su piel. Luego, le ofreció la silla.

—¿Cómo debo llamarla? —preguntó sentándose a su lado.

—Mi nombre es Pilar.

—El mío es Melchor.

El comisario hizo un gesto al camarero. Ella pidió un café negro sin azúcar y él ordenó una nueva copa de coñac.

—Me alegro de que haya venido, Pilar —añadió el comisario.

—No sé por qué lo he hecho —respondió mientras encendía un cigarrillo.

—Quizá le ha gustado la idea de que intente seducirla. —Estoy casada.

—Eso no tiene que ver.

—Y soy fiel.

—Pero su marido no le gusta.

—¿Por qué lo piensa?

—No me hubiera llamado.

—Soy curiosa.

—Una mujer satisfecha no engaña a su hombre por curiosidad. Pilar compuso un mohín de disgusto.

—Parece usted saber mucho sobre las mujeres.

—Es lo único de lo que realmente sé.

—¿A qué se dedica?

—Soy policía.

—¿Persigue cacos?

—Persigo rojos.

—¿Quedan todavía?

—Algunos escondidos. Y nacen nuevos. No hay quien extirpe la mala hierba de la tierra…

El camarero llegó con el café y la copa. Cuando se alejó, el comisario volvió a tomar la palabra.

—Me gustaría hacer el amor con usted.

Pilar rio nerviosa.

—Va muy deprisa, ¿no cree?

—La velocidad justa.

—Soy una mujer casada, mi marido es un hombre importante, un militar de rango…, no quiero riesgos.

—La mujer de un militar importante… Eso me huele a un marido con amante que no atiende a su mujer…

—Es absurdo que esté con usted aquí.

—Dígame el nombre de su marido y llámeme dentro de una semana. Lo más probable es que le pueda contar algo sobre sus amoríos. En cuanto a usted, no se preocupe: soy hombre discreto; está incluida en mi sueldo la obligación de serlo. Y también en mi gusto por las mujeres hermosas, como usted.

—¿Va a espiar a mi marido si le digo el nombre?

—Me basta con preguntar a las personas precisas.

—¿Y qué haría luego?

—Contarle a usted todo lo que sepa y tratar de seducirla. —Curiosa su manera de actuar…

—Actuaría de otra más directa, ahora mismo, si usted lo consintiera. ¿Cómo lo prefiere?

—Mi marido se llama Julián Martín-Marcos y es general de Artillería. Durante la Cruzada, sirvió en el Estado Mayor del Caudillo, en Burgos… Yo soy burgalesa. Allí nos conocimos y nos casamos. Y tenemos dos hijos. ¿Necesita más datos?

—Sobran. Llámeme la semana que viene. Me gusta el juego. ¿Y a usted?

—Por ahora, ya le digo, sólo siento curiosidad.

—Cuando una mujer hermosa que no ha cumplido los cuarenta años se encuentra a solas con un hombre, no es por curiosidad. —No se pase usted de listo.

Diez días después, en el mismo velador de la cafetería Dólar, Melchor Casado relataba a Pilar las correrías sexuales de su esposo:

—Tiene una amante fija desde hace varios años: se llama Leonor Antúnez, una antigua prostituta a quien su marido retiró de la profesión y para la que alquiló un piso en la avenida Reina Victo ria. Allí suelen encontrarse los miércoles y viernes por la tarde.

—Esos dos días mi marido tiene partida de mus con sus amigos del cuerpo de Artillería.

—Más bien tiene un cuerpo a cuerpo con Leonor Antúnez.

—No es usted muy educado. Va a conseguir que me vaya. Casado se encogió de hombros.

—Las hazañas de su marido no terminan ahí. Es también asiduo cliente de un conocido lupanar de Madrid, un local caro y discreto al que acude dos o tres veces al mes. Y en dos ocasiones especiales del año, con sus compañeros de promoción y de mus, participa en bacanales en el mismo prostíbulo. Como todos son del arma de Artillería, se ve que les gusta practicar el cañoneo.

—Esa es una broma grosera. ¿En qué fechas son esas bacanales que dice?

—Una, el 18 de julio, el día de la Victoria. La otra, la noche del 5 de enero, víspera de Reyes. ¿Acierto?

Pilar asintió con un gesto…

Melchor clavó los ojos en el rostro de la hermosa mujer mientras daba un sorbo a su copa de coñac. Ella miraba hacia el vacío, como si no sintiera nada.

—En fin, Pilar, ¿cuándo puedo comenzar a seducirla? Ella le miró de frente. Tardó en responder:

—Ahora mismo. ¿Adónde vamos?

—Justo aquí detrás, en la calle Caballero de Gracia, hay un hotel cómodo y discreto. Por cierto, queda justo detrás del prostíbulo de la Gran Vía en donde su marido celebra las dos orgías anuales, un lugar que se llama El Abra.

Esa noche hizo por primera vez el amor con un hombre que no era Julián. Sus anhelos adolescentes asomaron plenos de calor desde el pasado lejano. ¡Cuántos años perdidos!, se lamentó. Llamó a Melchor Casado la siguiente semana y la otra y dos veces más durante el mes de julio. Tras el verano, siguieron viéndose. Y Pilar, en cada ocasión, sentía que su sexo crecía en intensidad y que, si alguna vez tuviese ocasión, podría ventilarse a un pelotón completo de artilleros para que la cañoneasen a su gusto.

Aquella víspera de la Epifanía, el comisario terminaba de vestirse cuando Pilar, al fin, después de estirar sus miembros y dejar escapar un bostezo que era casi un gemido placentero, apagó el cigarrillo, se levantó de la cama y fue hasta el baño. Mientras se arreglaba, discurría sobre su condición de mujer casada y con amante ocasional. No estaba nada mal, o al menos se encontraba mucho mejor que meses antes. Melchor Casado le importaba un bledo, pero había descubierto sus dotes de hembra multiorgásmica y estupenda fornicadora. En cuanto a su propia vida, contaba con una excelente posición social, un marido con carrera y rango, bastante dinero y dos hijos guapos e inteligentes. Le divertía pensar que, al día siguiente, comerían todos en familia y que tanto Julián como ella llevarían sobre la frente sendas floridas cornamentas. Le encantaría que los Reyes Magos le trajeran un florero para ponérselo en la cabeza a su esposo.

Salió. Melchor la esperaba, ya trajeado, al lado de la cama.

—¿Sabes una cosa? —dijo él—. Hoy me has hecho un regalo estupendo sin saberlo: es mi cumpleaños. Hoy hago cincuenta y el polvo ha sido de los mejores que recuerdo.

—¿Ah sí? —respondió Pilar—. Entonces pagaré yo la habitación.

Se separaron, como siempre, al abandonar el hotel. Ella siguió calle arriba, dobló por la pequeña vía del Clavel y enfiló la avenida de José Antonio hacia Cibeles.

Allí estaba El Abra, el local en donde su marido se afanaba en ese mismo momento, seguramente, en plena bacanal. ¿Le llamaría alguna de las putas «el rapidillo» o «el conejo»? Se rio pensando que bien podrían apodarle el «artillero sin pólvora» y le divirtió imanar la cara que pondría Julián si ella entrara en ese instante en la mancebía y le dijese que, justo en la calle trasera, acababa de tirarse a un tío que funcionaba en la cama como Dios manda o, al menos, como deberían disponer las ordenanzas que fornicasen los artilleros.

Volvió la espalda al lupanar, llamó a un taxi que descendía renqueante la ancha avenida casi desierta y llegó a su casa con una sonrisa feliz dibujada en la entrepierna.

Cuando colgó el teléfono, monseñor Eijo Garay se quedó un rato meditando ante el aparato. Pasados unos minutos, golpeó el timbre dorado de la mesa y su secretaria acudió al poco, presurosa y servicial.

—Anda, Regina, llámame al nuncio, a ese pájaro de Antoniutti.

Tenía la voz como el silbido de las cobras, pensó Eijo al escuchar el parloteo del nuncio de su santidad al otro lado de la línea.

—Caro Patriarca, caro Patriarca —decía Antoniutti—, ¿qué se le ofrece en hora tan extraña y en víspera de fecha tan señalada como nuestra Epifanía?

—¿Estoy fuera de su horario de oficina, monseñor?

—Para usted no hay horario, caro Patriarca. Ma…, ¿le felicité el Nuovo Auno? No estoy seguro Patriarca.

—Tampoco yo estoy seguro de si se lo felicité a usted.

—Pues le deseo felicidad para 1955, Patriarca.

—Lo mismo digo, señor nuncio. Y felicidad para nuestra Santa Iglesia.

—Y para salud nuestro amado Papa.

—Sí, para il mio caro Gellin.

—Así sea, Patriarca.

—Amén, señor nuncio.

Tosió ruda la viperina garganta de Antoniutti antes de añadir:

—Y bueno, ¿qué desea de mí a estas horas?

—Siguiendo nuestra conversación del otro día en Toledo… ya sabe, hace cosa de un mes, cuando nos reunimos con Morcillo y el primado.

—Lo recuerdo.

—Continúan mis preocupaciones sobre los asuntos de que hablé el otro día con sus excelencias, monseñor. He oído hablar de un movimiento llamado Pax, de origen polaco. ¿Le suena?

—Me suena.

—Parece que es un núcleo del espionaje soviético creado por Stalin para infiltrarse en la Iglesia católica.

—Eso pensamos en Roma.

—¿Y hacen algo?

—Pronto serán desautorizados.

—¿Cree que pueden tener gente en España?

—No lo creo, o al menos no tengo noticia. ¿No saben nada sus amigos policías?

—No mucho. ¿Podría usted preguntar sobre ello en Roma? —Lo haré pasadas las fiestas.

—¿No lo olvidará, señor nuncio?

—No lo olvidaré, Patriarca… Y usted, ¿olvidará llamarme a estas horas? Me ha sacado de la cama.

—No lo olvidaré, caro Ildebrando.

—Eso espero, caro Leopoldo.

A media mañana de ese mismo 5 de enero, Stefan había decidido darse una vuelta y asomarse al piso clandestino de Campomanes. Apenas tenía qué hacer durante la semana y en el seminario no se sentía cómodo. Ahora que casi todos sus compañeros disfrutaban de las vacaciones en sus hogares, la soledad del piso superior en donde se alojaba le impelía una y otra vez a salir de allí. Detestaba recorrer las estancias colectivas del centro, e incluso leer en la biblioteca, en donde a menudo se topaba con el repulsivo Pedopalomo, siempre sonriente ante su presencia y a toda hora empeñado en acosar a los desamparados seminaristas del grupo de los «pútridos». De modo que escapaba con frecuencia del seminario y deambulaba por las calles de un Madrid aterido bajo el invierno.

Un intenso frío se agarraba en el interior del mezquino apartamento de la calle Campomanes. También olía a la picadura de tabaco de Matías. Stefan echó una ojeada a alrededor de la estancia y reparó de inmediato en las ropas que el otro había dejado para él sobre la cama, dobladas con cuidado y colocadas unas sobre otras. Se sentó sobre el colchón y procedió a revisarlas. Encontró dos pantalones de paño grueso, de color negro, y tres camisas de felpa, también de tonos discretos. Además de eso, un jersey gris de cuello cerrado, jaspeado de puntos marrones, una boina y un largo gabán marrón. Un cinturón y unas gafas de cristales oscuros completaban el vestuario.

Stefan sintió que, en cierta forma, le habían hecho un regalo, algo que no sucedía desde muchos años atrás. Sin pensarlo, se desprendió de su vestimenta de clérigo y se enfundó las prendas de lego. Y contempló en los espejos de las puertas del armario su nueva apariencia.

No eran ropas elegantes. Stefan calculó que le daban el aspecto desorientado de un campesino recién llegado a una ciudad. Le dejaba perplejo verse a sí mismo como un extraño.

Miró alrededor. De pronto, aquel helado lugar le gustaba, le calentaba el alma y le hacía sonreír. Recordó su habitación en el seminario y sintió que aquel no llegaría a ser nunca su hogar. Al mismo tiempo, estaba seguro de que podría habituarse sin esfuerzo a habitar el piso oscuro, gélido y de atmósfera hostil en donde ahora se encontraba.

Stefan se caló la boina, tomó el abrigo y las gafas oscuras y salió a la calle. Le pareció que entraba en un mundo diferente al que había dejado atrás minutos antes, cuando subió los gimientes escalones del edificio camino de aquel piso.

Pasear de tal guisa por un Madrid iluminado por el sol y aterido por el frío despertaba en su corazón una alegría desbordante. Se dio cuenta de que muy poca gente le miraba, al contrario de los días en que paseaba vestido de sacerdote. Pero todavía era objeto de algunas ojeadas, aunque no acertaba a saber la razón. Mientras se preguntaba sobre ello, doblando la esquina de la plaza de la Ópera, a punto estuvo de darse de bruces con un ciego, que venía acompañado de un niño y se ayudaba en su caminar con un ligero bastón. Lo esquivó y cayó en la cuenta de que nadie usaba gafas oscuras salvo los invidentes. Y también de que aquel ciego era objeto de la curiosidad de los transeúntes mientras solicitaba limosna en voz alta. De modo que guardó sus gafas en el bolsillo del gabán, tomó la calle de Arrieta y desembocó en la plaza Mayor. ¿Quién iba a conocerle a él, de todos modos? Sólo sus compañeros de seminario. Y en cualquier caso, ellos únicamente salían de tres en tres, como reatas de caballerías, y a causa de sus vestimentas negras se les veía venir desde muy lejos.

La plaza Mayor lucía esplendorosa alumbrada por el sol de invierno. Bajo los árboles dormidos en breves espacios de hierba rala, grupos de mendigos hervían en sus pucheros abollados guisos de hambre y escasez, hacían fritangas de asaduras, gallinejas y zarajos. Al olerlos, Stefan percibió un agudo picor en la faringe, un acre aroma que se abría camino, envuelto en grasazas, hacia el esófago y que seguía directo al estómago, convertido en una pelota de aire espeso. Le recordó los olores de su Varsovia en los días que siguieron a las matanzas de 1944.

Gazuza, sí; pero también perfume de libertad. Porque, sin gafas, ya nadie parecía reparar en su presencia.

Un amolanchín paseaba jacarandoso su borrico de pelo jabonero al arrimo de los señoriales edificios que cercaban la plaza por oriente. Silbaba un ritmo agudo con su flauta y gritaba al término de su singular ululato:

—¡El afiladooooooor, el afiladooooor!

Tomó un café en la taberna de una de las esquinas de la calle Mayor con la de Factor, compró una ficha y se dirigió al teléfono negro clavado en la pared del rincón más oscuro del local. Giró el disco con rápidos movimientos del dedo índice, marcando los dígitos de memoria. Sonaron tres timbrazos y, al punto, reconoció en el auricular la voz vehemente de Rebollosa.

—Quiero que me acompañes a ver a alguien —dijo el otro—. ¿Estás libre por la tarde?

—¿A quién vamos a ver?

—Te lo diré luego. ¿Nos encontramos a las cuatro y media en el café de la Cebada?

—Iré de paisano.

—Buena idea, un cura llama mucho la atención…, debí haberlo pensado.

Stefan salió de la taberna y echó a andar en dirección a la plaza de la Cebada. Las agujas del reloj de la torre del ayuntamiento, en la plaza de la Villa, marcaban la una y media. Antes de llegar a su destino, entró en otro bar y pidió un bocadillo de calamares fritos y un vaso de agua.

De nuevo en la calle, se cruzó con el ciego y el chico con quienes casi había chocado en la plaza de la Ópera. Esta vez, por indicación del lazarillo, el invidente le tendió el cacillo de metal, hizo sonar las monedas que contenía y pidió:

—Una limosnita, por el amor de Dios.

Stefan se detuvo y buscó en sus bolsillos. Le quedaban cuatro pesetas y cincuenta céntimos sueltos de los dos duros con que había salido del seminario. Dejó caer las dos monedas de real en el recipiente.

—Dios se lo pague, buen hombre —añadió el ciego—. Aunque Dios suele ser rácano en los pagos.

Y siguió camino golpeando con la vara en el suelo y pregonando en alta voz:

—¡Socorro para este pobre ciego…! ¡Alivio para este mísero invidente…! ¡Unas monedas para este desdichado mortal!

El frío retraía a la gente y, salvo los mendigos que se arrimaban a los pórticos de las iglesias y las portaladas de los viejos edificios, apenas se veía a nadie en el casco grisáceo del Madrid de antaño. Los tranvías atravesaban la calle Mayor haciendo sonar sus campanillas para prevenir a los peatones de su paso y, de cuando en cuando, un carro tirado por mulas o borricos, pesadamente cargado de carbón o de leña, cruzaba con lentitud de un lado a otro de la vía.

Entró de nuevo en la plaza Mayor, donde grupos de hombres comenzaban a desmontar los puestos navideños, y la rodeó, protegiéndose del aire helado bajo la cobertura de los soportales. Numerosos vagabundos encontraban también allí refugio contra el frío, sentados sobre fardos de ropa vieja. Algunas mujeres guisaban en tarteras sobre pequeños fuegos. Stefan reparó en una muchacha que, sentada en el escalón de entrada de un caserón, daba de mamar a un bebé envuelto en una manta de lana. Miró hacia el pecho de aquella chica, un pedazo de carne muy blanca bajo los ropajes oscuros. Ella le devolvió la mirada. Era morena, de pelo largo y lacio, y sus ojos brillaban como carbones de lumbre entristecida. Sus labios corrían delgados hacia las comisuras, dibujando una línea de temor y rabia al mismo tiempo. Tenía las mejillas hundidas y los huesos de la frente se marcaban firmes bajo la transparencia del liviano cutis. Stefan notó que sus mejillas se sonrojaban y siguió camino.

Dos guardias de a caballo recorrían el centro de la plaza. Los cascos de los animales, uno de pelaje ceniciento y el otro alazano, levantaban ecos de rancia españolería en el adoquinado. Los agentes vestían largos capotes grises y se cubrían con gorras de plato. De ambas sillas de montar pendían largas porras forradas de cuero negro.

El ajetreo de los tranvías llenaba el aire con crujidos de ejes, quejumbres de troles, lamentos de ruedas y tañidos de campanillas. Stefan ganó la puerta que daba a la calle de Zaragoza y buscó un puesto de castañas calientes en la plaza de Santa Cruz. Decenas de hombres esperaban allí, fumando tabaco de picadura y caminando de un lado a otro para combatir el frío, la llegada de los capataces que proponían trabajos ocasionales a jornal.

Desde la cercana Puerta del Sol llegó el brioso retumbar de las campanadas que anunciaban las dos del mediodía. Stefan compró un cucurucho de castañas por cincuenta céntimos y un periódico ABC por una peseta. Apretó el paso y descendió por las callejuelas que llevaban a la ancha calle de Toledo. Cinco minutos después, entraba en el local en donde se había reunido por primera vez con Rebollosa. Se dispuso a esperarle con un vaso de café humeante, mientras pelaba castañas y ojeaba el periódico abierto sobre el velador redondo de mármol.

Eran desmontes de infamia, descampados de mugre, chabolas de aflicción y barriadas de vergüenza. Así lo sentía Stefan mientras recorría la arruinada margen del otro lado del Manzanares, a bordo del tranvía en el que viajaba hacia el sur de la ciudad junto con Jaume Rebollosa. Olía a sudor y a carne vieja en el abarrotado carricoche. El sol caía sesgado desde la izquierda y su luz comenzaba a desfallecer tras las remotas serranías toledanas. Nubes acochinadas de color zaino botaban en el cielo entristecido. A los lados del tranvía, la tarde mostraba la sombría pintura del Madrid agraviado de primeros de 1955.

Bajaron en la última parada, entre poblados donde crecía la miseria, sin alumbrado público ni alcantarillado. Olía a orines y a putrefacción, un tufo almibarado que se introducía por las fosas nasales con virulencia y que provocaba casi escozor. El suelo era de barro seco; las casas, todas ellas de una sola planta, estaban construidas con tablones y recias telas de saco; los techos armados en latón, y las chimeneas fabricadas con grandes latas de conservas en forma de cilindro. En la parte trasera de muchas de las viviendas brillaban negras las charcas de aguas fecales y el olor a podredumbre se hacía irrespirable para Stefan. Apenas se veían hombres y sí numerosas mujeres vestidas con harapos, decenas de niños con cráneos afeitados casi al cero para evitar que anidaran los piojos en sus pelambreras, y ataviados con ropas remendadas.

Jaume preguntó a una muchacha de cabellos desgreñados por dónde se encontraba la barriada de La Colasa y la chica señaló en dirección al sol. Caminaron hacia allí entre montañas de basura en donde hurgaban tribus de niños en busca de objetos de valor que poder vender o restos de comida que devorar en las noches de hambruna. El nauseabundo olor que les asaltó al descender del tranvía les perseguía pertinaz como un enjambre de moscas invisibles.

Alcanzaron un nuevo grupo de chabolas. No tuvieron que preguntar otra vez, pues la casa que buscaban se anunciaba con un gran cartel pintado a mano sobre la puerta: CASA CURAL DE LA COLASA.

Antes de llegar, asomó en la entrada la figura de un hombre orondo, bajo de estatura y de fuerte complexión. Vestía un traje oscuro, con el cuello de la camisa cerrado, y una manta sobre los hombros. Unas gafas de gruesos lentes y gran montura le cubría el rostro. Tomás Castellón sonreía mientras se acercaban. Tomó la mano que le tendía Jaume cuando llegaron a su altura.

—Hermano —saludó.

Se abrazaron al instante.

—Nuestro amigo Esteban —dijo Jaume señalándole.

La mano de Castellón estrechó la suya con firmeza.

Tomaron café en la salita de la humilde vivienda. Más joven que su o compañero, Castellón era también más pausado al hablar y escogía con mayor exactitud sus palabras.

—Nuestra lucha tiene que plantearse aceptando, como condiciones objetivas —explicaba con la mirada miope fija en los ojos de Stefan—, la realidad del franquismo, que tiene todas las trazas de permanecer muchos años en el poder, y la complicidad de la jerarquía de la Iglesia con la dictadura. Trabajamos en condiciones muy duras, pues los obreros son por naturaleza afines al marxismo y a los cristianos nos miran como cómplices de la represión. Por otra parte, aunque el Partido Comunista ha sido muy castigado en la posguerra, ahora está rehaciendo con eficacia su organización clandestina, tanto en sectores obreros como entre los estudiantes universitarios.

—En Italia, los comunistas eran nuestros aliados naturales. —¿Has leído a Marx, Esteban?

—He leído el Manifiesto comunista y conozco sus teorías. El Manifiesto es un libro seductor, a veces más poético que filosófico. —¿Conoces a Hegel?

—He leído sobre su pensamiento, pero no directamente a él.

—Los análisis de ambos sobre la realidad histórica y, en el caso de Marx cuando escribe a propósito del papel del proletariado, son de enorme finura. ¿Por qué los católicos no podemos apropiarnos de parte de sus tesis, aunque no compartamos el fondo de su pensamiento, esto es: la negación de la fe?

—Esa es la idea de Maritain y de otros teólogos como Chenlilln, Congar y De Lubac —respondió Stefan—. Y la mía. Pío XII no consiguió frenar esa línea de pensamiento con la carta encíclica Humani Generis, que publicó hace cinco años, ni tampoco ha logrado que algunos sigamos reflexionando y trabajando en la misma dirección. Y en Italia, hay cardenales que simpatizan con los postulados de esa línea, como Roncalli y Montini, que trabajan cerca de nuestros grupos de base.

—Algo he oído sobre ello.

—El apostolado y la formación del laicado proletario es esencial para nosotros.

—Por eso queremos que nos ayudes.

—No he venido a España para nada mejor.

—Dentro de unas semanas comenzaremos una serie de cursos. Serán aquí, en esta misma sala en donde estamos ahora. Me gustaría que asistieras a ellos, que tomases parte en la formación de los cuadros… Por supuesto que nadie sabría quién eres más que Jaume y yo. Tomaremos todas las precauciones para que no te descubran.

—Estoy para lo que me digáis.

—Bienvenido pues a la lucha, padre Esteban.

Quedaron en silencio unos segundos.

—Me ha dicho Jaume… —Castellón lo rompió, alzando despacio la cabeza. Los gruesos lentes de sus gafas se movieron en dirección a Stefan—,… me ha dicho que aprecias al Patriarca.

—Me ofrece grandes muestras de hospitalidad.

—Ten cuidado con él, es un hombre muy peligroso.

—¿A ti no te parece peligroso, Esteban? —dijo de pronto Jaume con vehemencia.

Stefan reparó en que Rebollosa apenas había hablado hasta ese momento.

—Es un hombre viejo que se siente solo —se le ocurrió responder.

—¡Es el Diablo! —añadió Jaume.

—Tiene sentido del humor —replicó Stefan—. Y es muy inteligente.

—Lo único que le hace sonreír es la muerte —agregó Jaume.

—No puedo odiarle… —afirmó Stefan.

—Algún día le conocerás en su verdadera dimensión —intervino Castellón—, la del crimen. Hace años casi me volvió loco.

Y movió la cabeza hacia los lados, inclinándola, con gesto de pesadumbre.

—¿Le odias? —preguntó Stefan a Castellón.

—No quiero odiar —respondió el otro—. Cristo no odiaba.

—En algunos casos, el odio debería ser un sentimiento lícito. Yo tendría que odiar a quienes han secuestrado a mi mujer —señaló Jaume.

—Por favor, Jaume —respondió Castellón—, el odio nunca es lícito para un cristiano.

—Yo no soy sacerdote, Tomás.

—¿Y quién te ha asegurado que los comunistas secuestraron a tu esposa?

—¿Qué otra razón habría para que no estuviera conmigo? Los dos clérigos guardaron silencio.

Desde la puerta de la casa cural, Tomás Castellón vio alejarse a los dos hombres. Regresó luego al interior de la vivienda, agregó carbón a la estufa y se sentó en el extremo más alejado de la puerta, en una silla de mimbre. Bajo una bombilla de luz macilenta, abrió su libro de oraciones y se dispuso a leer. Pero un rato después, se levantó, dejó el libro sobre el asiento y comenzó a pasear, nervioso, de un lado a otro de la salita. El recuerdo de monseñor Eijo Garay le desazonaba. Si alguien tenía derecho a odiarle, más que Jaume Rebollosa, no era otro que él mismo.

Es un día de finales de septiembre de 1939. Los dos soldados le han sacado a empujones de su celda de la cárcel de Torrijos y le conducen hacia el edificio de administración, el lugar en donde se encuentran los despachos de las autoridades del presidio. Uno de ellos le ha dicho que «una persona importante» ha venido a verle: «¿Qué querrá de una rata como tú?», añade. Suben las escalinatas y los pasos de Castellón y sus guardianes resuenan en los altos techos. Al fondo del lúgubre pasillo hay una puerta abierta.

Cruza el umbral. Una luz avara ilumina la espaciosa sala. El director de la prisión, en pie, próximo a la puerta, con su uniforme negro y su camisa azul, parece un córvido. Al fondo, sentado, hay un clérigo vestido con una sotana y bonete negros que, bajo la luz mezquina, recuerda al macho dominante y bien cebado de un bando de carroñeros.

No le reconoce al principio. Pero cuando sus ojos van haciéndose a la luz, distingue las facciones de monseñor Eijo Garay, obispo de Madrid y Patriarca de las Indias Occidentales. ¿Cómo un prelado de tal rango se ha desplazado hasta allí para ver a un preso político?

—Saluda al Patriarca —ordena el director.

Tomás Castellón avanza dudoso. ¿Qué debe hacer?

El obispo extiende la mano en donde refulge la piedra verde engarzada en el anillo de oro.

Castellón llega a su lado, toma la mano que se le ofrece y aproxima los labios. Y oye la voz del Patriarca, apenas como un susurro:

—De rodillas.

Se agacha y se apoya sobre una rodilla.

—Las dos —añade Eijo.

Ahora sí besa la mano del jerarca. El Patriarca se reclina en su asiento. Sobre las baldosas, las rodillas le duelen. Oye de nuevo la voz tenue del obispo.

—¿Cuáles fueron tus pecados en la guerra, hijo?

—Ninguno, que yo sepa, monseñor…

—Patriarca —corta Eijo—, siempre Patriarca.

—Sí, Patriarca… Nunca maté a nadie ni disparé un solo tiro. Iba contra mis convicciones… Ya lo sabe usted mejor que nadie, no matarás.

—Eres altivo, ya veo. Ten cuidado, la arrogancia es un pecado que siempre se purga. ¿Y por qué estabas del lado de los rojos? —A mi quinta le tocó la leva y me llevaron al frente de las Alpujarras, como radiotelegrafista. Eso fue todo.

—¿Creías en la República?

—Era el sistema legal de gobierno en España.

Crece levemente el tono de voz del obispo.

—No existe la legalidad cuando se gobierna contra Cristo. —Había cristianos como yo en mi regimiento, Patriarca. A veces nos reuníamos para rezar.

Durante unos instantes, Eijo calla. Castellón le oye respirar en el silencio de la ancha estancia. Quisiera ponerse en pie, las rodillas le duelen.

Eijo se inclina hacia él.

—¿Y por qué quieres ordenarte sacerdote?

—Es mi vocación, Patriarca. ¿Cómo lo ha sabido?

—Eres el único caso del que he oído hablar… Un preso republicano que quiere ser cura. ¡Válgame Dios! —exclama de pronto—. ¿Simulas? ¿No estarás tratando de lograr la libertad inmediata?

—Es mi vocación suprema, Patriarca.

—¿Tienes amigos comunistas en la prisión?

—No hay comunistas, que yo sepa.

—¿Tenías amigos comunistas en el frente?

—Resultaba inevitable, Patriarca. Estábamos unidos todo el día y era la guerra.

—¿Qué opinas del marxismo?

—No sé demasiado sobre ello… Pero creo que muchos de sus postulados sobre la justicia social pertenecían ya a la Iglesia desde la publicación de la encíclica Rerum Novarum… O desde Cristo, casi.

—No interpretes a Cristo con tanta banalidad. Eres altivo, muy altivo…

—Lo siento, Patriarca.

El obispo se deja caer hacia atrás. Y transcurren nuevos largos minutos en silencio.

—Está bien, puedes levantarte —dice al fin—. Dentro de unos días serás trasladado a otro lugar. No es una prisión. Es un centro de estudios psiquiátricos. Me interesa saber si estás afectado por el biopsiquismo del fanatismo marxista. ¿Has oído hablar de ello?

—Nunca, Patriarca.

—Me complace el que muchos de los que combatisteis del lado del ateísmo busquéis el arrepentimiento y el calor de la Iglesia, que lleguéis al fin a la verdad. Pero hay que tomar precauciones con gentes infectadas como tú, hijo mío. No quiero bacterias en mi diócesis.

Se levanta Eijo. Castellón alarga su mano para tomar la del Patriarca. Pero el prelado le da la espalda y se aleja satisfecho hacia la puerta, con andares de alimoche ahíto. El director de la prisión, se inclina a su paso encorvando la espalda cual respetuosa corneja ante el ave soberana.

Desde el primer instante, Tomás Castellón se ha dado cuenta de que su única arma para sobrevivir es la simulación. Cuatro días después de la visita de Eijo Garay a la cárcel de Torrijos, lo han trasladado fuera de Madrid, al psiquiátrico del pueblo de Ciempozuelos. Comparte dormitorio con otros siete internos a los que, como a él, denominan «pacientes». Hay guardias armados en todas las salidas del centro y rejas en las ventanas. Los médicos, en su mayoría militares, trabajan a las órdenes del coronel Antonio Vallejo-Nájera, director del centro y jefe supremo del Servicio Nacional de Psiquiatría.

Transcurren dos meses de hambre, privaciones, falta de higiene y frío. Cuando hay duchas, son de agua helada. En los jergones en donde duermen anidan las chinches. Desayunan un tazón de achicoria y comen un plato de legumbres al día con un pedazo de pan; para la cena, tan sólo una manzana. No hay otros libros que los breviarios religiosos y los textos patrióticos de José Antonio Primo de Rivera y el Caudillo. Cada amanecer y cada anochecida se canta el «Cara al Sol» en los dormitorios, con los presos formados ante los jergones, y a renglón seguido se reza el rosario dirigido por los sacerdotes ayudantes del capellán general del centro.

Los médicos practican, una vez por semana, interrogatorios a cada interno sobre el marxismo y la cultura, la educación y la religiosidad, la política y la historia. Insisten en inculcarles el «carácter espiritual de la raza española» como el antídoto perfecto contra la «estupidez genética» del marxismo. Y les obligan a recitar de corrido textos elaborados por el equipo directivo del centro. La memoria de Castellón guarda todavía con exactitud alguno de ellos:

Tiene la democracia el inconveniente de que halaga las bajas pasiones y concede al cuerdo y superdotado iguales derechos que al loco, al imbécil y al degenerado. El sufragio universal ha desmoralizado a las masas, y como en estas han de predominar necesariamente la deficiencia mental y la psicopatía, al dar igual valor al voto de los selectos que al de los indeseables, predominarán los últimos en los puestos directivos, en perjuicio del porvenir de la raza.

En noviembre han importado de Italia la nueva técnica del electrochoque. Pero en Ciempozuelos deciden aplicarla con mayor frecuencia, con mayor duración en la descarga de la corriente y con una potencia superior de voltaje. Cada tres días, los internos reciben una andanada de 140 voltios que dura 0,7 segundos. Algunos internos sufren lesiones y fracturas. Hay rumores de que uno ha muerto porque se ha partido la nuca a causa de las convulsiones que produce la descarga. Castellón siente verdadero pavor cada vez que le hacen tumbarse y le amarran al lecho, con correas de cuero, la pelvis, los tobillos y las muñecas. Tiembla al percibir cómo le aplican a las sienes los electrodos. La descarga es muy dolorosa y, al instante, pierde el conocimiento. Cuando despierta, siente un intenso dolor en los huesos. Está mareado, con ganas de vomitar y su cerebro parece una masa de corcho. Apenas una hora después, le hacen rellenar el mismo formulario que le obligaron a completar antes de ser sometido a electrochoque. Está muy cansado, deseoso tan sólo de dormir y olvidar las horas anteriores. Su cerebro parece diluirse, su voluntad se desvanece, sus criterios se debilitan. Pero intenta concentrarse, dirigir las respuestas del test hacia donde cree que podría abrirse la puerta de su salvación. Trata de hacer creer que en su ideario va produciéndose una evolución acorde con aquella que pretenden los médicos. Pese al desánimo, intenta engañarles.

Por las noches reza a su Dios; nunca al de ellos. Su Cristo es diferente de aquel al que esa otra gente dice venerar.

Su fuerza mental y el vigor de su fe son los que le han hecho resistir. Hoy es mediodía del primero de diciembre de 1939 y una veintena de internos, entre ellos Castellón, van a ser devueltos a la vida civil, libres al fin. Otros cincuenta quedan en el interior del centro aquejados aún del biopsiquismo del fanatismo marxista. La ceremonia es en el salón de actos. Preside el coronel Vallejo-Nájera. Sobre la mesa que ocupa el estrado, hay una gran cruz con un Cristo agonizante de marfil clavado en la madera. A las espaldas del militar, las banderas de España y la Falange. Y en la pared, un gran retrato del Caudillo y otro de José Antonio Primo de Rivera. Algunos oficiales uniformados y el capellán de la clínica flanquean al coronel, mientras los presos permanecen en pie, alineados y en posición de firmes, debajo del estrado, vestidos con monos azules, las cabezas rapadas al cero, los rostros macilentos y desnutridos.

Castellón fija la mirada en Vallejo-Nájera. Tiene la cabeza redonda, frente despejada y muy escaso pelo de color oscuro. Sus mejillas se hunden levemente en el paisaje grisáceo de su piel. Negras lucen las cejas, los ojos son pequeños, su mirada inexpresiva, semejante a la de los peces, los párpados pesados, las ojeras abultadas, la nariz recta y huesuda, los labios largos y carnosos y la barbilla grosezuela. Tiene una sonrisa congelada en un gesto de abuelil condescendencia. Esa sonrisa helada y esos ojos sin vida despiertan un hondo temor en el ánimo de Castellón.

Vallejo-Nájera ha decidido despedirles en un acto solemne. Y su voz resuena en las paredes desnudas de la amplia sala:

—Hoy podéis darnos las gracias porque volvéis a integraros en la sociedad a la que un día disteis la espalda. Hoy sois de nuevo miembros de la comunidad española, de una raza a la que distinguen, no lo olvidéis, el misticismo, la caballerosidad innata, el culto al honor, el valor, la sobriedad, el menosprecio de lo material, el pudor y el orgullo. Habéis logrado comprender que nuestro destino de españoles es huir de la pereza, la holganza, el arribismo y, en especial, de la inmoralidad y el libertinaje. Pero, sobre todo, habéis escapado finalmente del marxismo, cuya expresión en las personalidades psicopáticas radica en la degeneración de la personalidad y el idiotismo. Podéis estar agradecidos a quienes os han curado. Pero no olvidéis que, de una u otra forma, estaréis en todo momento vigilados.

»Hoy es el último día que permanecéis en este centro de estudios psiquiátricos y de prevención y tratamiento de las enfermedades mentales extendidas como una epidemia, sobre todo, durante los años anteriores a nuestra Guerra de Liberación. Habéis comprendido al fin, gracias a nuestros modernos sistemas de curación, que la aspiración al comunismo es una muestra de inferioridad mental y que el falso ideal de la igualdad de clases no responde a un afán de superación de los individuos, sino que trata de hacer descender al más bajo nivel a aquellos que gozan de privilegios sociales, tanto adquiridos como heredados. Habéis comprendido, al fin, que la gran falacia del marxismo consiste en hacer creer a los inferiores que son iguales a los superiores, cuando la verdadera lucha de los seres humanos reside precisamente en lo contrario: el progreso de los superdotados y de los selectos. La ciencia demuestra que todas las razas prosperan sobre la selección de los mejores, mientras que el marxismo afirma una ley contraria: que no existe la selección que conduce al progreso, sino una igualdad que, como ya sabemos, no puede conducir más que a la degeneración. Esa es su estulticia y esa ha sido la clave de su derrota: porque los mejores derrotarán siempre a los inferiores. Nietzsche ya lo expresó con claridad y en forma rotunda. Y por eso la raza alemana camina hoy de victoria en victoria en la guerra de Europa, porque son conscientes de que se trata de hombres elegidos que combaten contra hombres imbecilizados por la debilidad de la democracia liberal.

»Estáis curados y podéis ir en paz. Deberéis decir, a quienes os escuchen en las calles libres de la nueva Patria, que en nuestras venas, las de los vencedores de la Cruzada, corre sangre de inquisidores. Somos los nuevos inquisidores, y lo decimos orgullosos, porque promovemos, sin perífrasis, la creación de un cuerpo de centinelas de la pureza de los valores científicos, filosóficos y culturales del acervo popular; porque vamos a destruir la difusión de ideas extranjeras, corruptoras de los valores universales hispánicos.

»Decid también a la gente que los crímenes perpetrados en nombre del marxismo no quedarán impunes. Que inductores y asesinos van a sufrir, y muchos sufren ya, las penas merecidas, incluida la pena de muerte. Que muchos padecerán el exilio perpetuo, lejos de la Madre Patria, a la que no supieron amar, porque también los hijos descastados añoran el calor materno. Otros han perdido la libertad y gemirán durante años en prisiones purgando sus delitos, y legarán a sus hijos un nombre infame, porque los que traicionaron a la Patria no pueden legar a la descendencia apellidos honestos. Muchos sufren ya el suplicio de Tántalo porque no beberán las aguas puras de la felicidad de la nueva España, ni experimentarán la alegría de ver a España Grande y Libre. El mayor tormento del enemigo es presenciar la triunfal coronación del adversario y el paso de nuestras banderas victoriosas. Habrá clemencia y caridad para el vencido, pero no calentaremos víboras en nuestro regazo, porque al revivir pueden hacer daño, ya que las toxinas antiespañolas poseen un poder mefítico. Las fuerzas internacionales, enemigas del catolicismo y España, intentarán siempre impedir la unidad de todos los españoles y sembrarán la cizaña y la discordia, tratarán de disolver el espíritu colectivo que fusiona a Dios con la Patria y el Caudillo. Pero nosotros estamos aquí para impedirlo y lo impediremos siempre, por la fuerza de la razón y de la ciencia; o si se hace preciso, por la fuerza de la espada y del cañón.

»Id y contadlo a quien debe escucharos. Y ahora, cantad conmigo el himno de la fe y de la victoria.

Se cierra el acto con el coro de voces siguiendo los versos del himno «Cara al Sol» y los vivas a Franco y los arribas a España. Luego, unas enfermeras de la Sección de Auxilio Social, ataviadas de blanco, entregan a los liberados una bolsa con ropa de paisano, zapatos, un pan y chocolatinas. Y a media tarde, un camión los deposita en la Puerta del Sol, que a esa hora aparece como una desolada plaza bajo el frío invernal, en donde una larga cola de gente espera ante un quiosco su turno para comprar el décimo de lotería que pueda aliviarles, en el próximo sorteo navideño, de su cotidiana condena a la escasez.

Castellón mira hacia el cielo y agradece a Dios su liberación mientras suplica en voz baja justicia para los hombres. En las alturas de los edificios, se anuncian en grandes letras las marcas de un anís, un brandy y un vino de Jerez.

Los recién liberados se miran unos a otros. Nadie sabe bien qué decir. Todo queda al fin en tímidos adioses. Algunos se estrechan las manos, unos pocos se echan a caminar juntos. La mayoría se desperdigan en direcciones distintas, con los hombros vencidos, en busca de una suerte incierta.

Castellón no conocía Madrid. Echó a andar por la calle Mayor y medio kilómetro más adelante divisó, en lo alto de una callejuela que trepaba a su derecha, la torre de una iglesia. Subió la cuesta, entró en el templo, cruzó la nave y ganó la puerta de la sacristía. Llamó con los nudillos y, al poco, la hoja se entreabrió y asomó el rostro poblado de arrugas de un anciano clérigo.

—Quiero ver al párroco —dijo.

—Soy yo, ¿qué deseas?

—Quiero ser sacerdote.

El clérigo dudó antes de responder:

—Eso lleva tiempo, hijo mío, y precisa de ciertos requisitos.

—Acabo de salir de la cárcel y no tengo dónde dormir ni dinero para comer. No conozco a nadie en la ciudad y es la primera vez que piso sus calles. Ni sé en dónde estoy ni cómo se llama este templo.

—Es la parroquia de San Nicolás. ¿Por qué estuviste en la cárcel?

—Porque la guerra me cogió en el lado de quienes la perdieron. Podía haber sucedido al revés y, en ese caso, quizá hoy sería considerado un héroe. La vida es a veces así de absurda.

—¿Y de qué lado estaba tu corazón?

—Del lado de Cristo y de la justicia.

—¿Crees que Cristo ganó esa guerra?

—A Cristo no le gustan las guerras.

—¿La perdió entonces?

—El Dios en el que yo creo no es un Dios de victorias o derrotas. Mi Cristo estará siempre del lado de los que sufren. Y esa es la causa a la que yo quiero servir… Estoy desesperado, padre.

El viejo cura le miró despacio a los ojos. Los dos hombres guardaron silencio durante unos minutos. Al cabo, el párroco abrió por completo la puerta y se echó a un lado.

—Pasa a la casa del Señor, hijo mío. La vejez me ha enseñado a respetar a los desesperados, sólo la vejez.

De regreso a Madrid, Rebollosa invitó a Stefan a tomar un bocadillo en un bar cercano a la estación de Atocha. Apenas hablaron. El joven sacerdote no lograba contener su sentimiento de antipatía hacia el otro. Y no acertaba a explicarse por qué le sucedía.

Cuando se separaron, tomó el tranvía hasta la plaza de Oriente y, en el piso de la calle de Campomanes, mudó sus ropas de paisano por los hábitos de clérigo. Llegó al seminario diez minutos antes de las once.

Cruzó el vestíbulo desierto y comenzó a ascender la escalera. Y súbitamente, en la entrada del corredor del primer piso, se topó con Pedopalomo y Ángel Páramo, un joven seminarista amigo suyo del grupo de los llamados «pútridos». El jefe de estudios acariciaba la nuca del muchacho con una mano y con la otra hurgaba dentro de la bragueta de su pantalón.

Se separaron al verle. Stefan no se detuvo, giró la cabeza y continuó camino hacia el segundo piso.

Al día siguiente, durante el desayuno, su mirada se cruzó con la de Páramo y el chico enrojeció y bajó la vista. Pero, cercano el mediodía, cuando Stefan se disponía a salir del centro para acudir a la comida con el Patriarca, el joven «pútrido» le abordó en la penumbra del vestíbulo.

—Esteban —le dijo—, quiero que sepas que Pedopalomo me está chantajeando. Me amenaza, si no le dejo hacer, con decirle al rector que tengo ideas republicanas… Mi padre era rojo, lo fusilaron, y él lo sabe. Me echarían de aquí. Y no tengo a donde ir. Yo no quisiera ser cura, te lo confieso, pero esta es mi única salida. Mi madre murió hace dos años y no tengo hermanos ni parientes. Te suplico que no digas nada a nadie sobre lo que viste anoche.

Stefan le dio un golpe afectuoso en el hombro.

—Puedes estar seguro de que no vi nada. Me gustaría hacer algo contra ese canalla de Pedopalomo.