Capítulo 6

Un viento helador que soplaba desde el norte se abatía sobre las calles de Madrid al comienzo de aquel año 1955. Stefan salió del seminario a eso de las once de la mañana y cruzó plazas y callejuelas hasta alcanzar la Gran Vía, a la altura de Callao. Envuelto en la flameante capa negra, el sacerdote caminó arrimado a los edificios, apretando las manos bajo sus axilas en un intento casi inútil por calentar sus dedos. Pese al frío, los loteros exhibían sus pecheras, apenas cubiertas por camisas y livianos chalecos, con los décimos sujetos por alfileres, mientras cantaban algunos de los números, afirmando a voces que, entre ellos, se encontraba el que contenía miles de pesetas en premios para el sorteo del Niño. En el cinematógrafo Palacio de la Prensa, las carteleras anunciaban Historias de la radio y, en el Avenida, Sabrina. Protegiéndose del aire en el cobertizo del cine Palacio de la Música, varios limpiabotas esperaban clientela en vano. Un vendedor de periódicos pregonaba las advertencias de Pío XII, formuladas en su mensaje navideño, sobre los daños que la televisión podía causar a la institución cristiana de la familia. Por el asfalto circulaban unos pocos taxis de carrocería negra, cruzada Por una raya horizontal de color rojo, algunas ruidosas motos Vespa y ridículos automóviles Biscúter. Cerca ya de la Red de San Luis, un autobús de dos pisos renqueaba en la cuesta arriba, viniendo desde Cibeles. Lo envolvía una negra y atufadora humareda que apenas dejaba ver los anuncios de sus laterales, de un anís marca Las Cadenas. En el ensanchamiento donde comenzaba la calle de la Montera, un buhonero exponía en su largo tenderete, que era como una miniatura de la grada de un estadio deportivo, docenas de juguetes para el día de los Reyes Magos, entre ellos numerosos osos de peluche y muñecas Pitucas con bobas sonrisas cinceladas en sus rostros de pasta pulida. Más abajo, en los portalones de la vía, asomaban tímidas las figuras de algunas rameras, que trataban de ocultarse con discreción a la vista de las parejas de guardias que patrullaban la ciudad.

Cruzó de acera y entró en el edificio de Telefónica. Compró dos fichas de teléfono y se encerró en un locutorio. Marcó uno de los números que había aprendido de memoria meses antes, en Roma, y que repetía cada noche varias veces, mentalmente, para no olvidarlo.

—Sí, diga —oyó decir en el auricular.

—Soy el padre Esteban.

—Un momento —respondió la voz tras un breve instante de silencio.

Al cabo de unos segundos una nueva voz, de tono enérgico y grave, se escuchó al otro lado de la línea.

—¿Esteban?…, ¿el polaco de Roma?

—Sí.

—Seas bienvenido. Soy Jaume. ¿Cuándo podemos vernos? —Cuando tú quieras.

—¿Dentro de un rato?

—No hay problema por mi parte.

—¿Conoces un poco Madrid?

—Solamente las calles del centro de la ciudad.

—¿Sabes cuál es el mercado de la Cebada?

—¿Al lado de la iglesia de San Isidro?

—Exactamente. Te espero dentro de una hora, a las doce: junto a los portones principales en donde se colocan los carros de las mulas. —¿Cómo te conoceré?

—Yo me acercaré a ti, supongo que llevas hábitos de sacerdote. —No tengo otra ropa.

Jaume colgó. Stefan echó otra ficha y marcó el otro número memorizado. Le atendió una voz ronca.

—¿Hablo con Matías?

—Al aparato. ¿Quién es usted?

—El sacerdote de Roma amigo de Paolo y Salvatore —respondió.

Hubo un silencio antes de que el otro hablara de nuevo.

—¿Estás en Madrid? —dijo al fin Matías.

—Justo en el centro de la ciudad.

—¿Podemos vernos esta tarde?

—Cuando quieras. ¿En dónde?

—En la plaza de Oriente, en el mismo centro de la explanada. ¿A las cuatro?

—Allí estaré.

Al salir del edificio de la Telefónica, un súbito y ruidoso alboroto le detuvo. Decenas de guardias de tráfico, ataviados con oscuros capotes cruzados por correajes de charol blanco, pistola al cinto y un casco algo parecido a un salacot colonial, hacían sonar con fuerza sus silbatos y detenían el tráfico. Al tiempo, numerosas patrullas de guardias de la policía armada, uniformados de gris, cubiertos con gorras de plato y provistos de mosquetones, descendieron de una larga fila de camiones que asomó desde la calle de la Montera y ocupó las aceras de la antigua Gran Vía, que el nuevo régimen había rebautizado como de José Antonio Primo de Rivera. Con rapidez, a las órdenes de dos o tres oficiales, se distribuyeron por los portales y las esquinas.

—Espere usted, padre —le dijo con amabilidad un guardia urbano cuando Stefan se acercó al borde de la acera para cruzar al otro lado de la ancha avenida.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Es cosa de minutos. Es que pasan los chicos de la Falange.

El rugido de los tambores llega antes que la tropilla. Luego se escuchan las estrofas de una canción acompañada de música de viento y percusión.

Ya tocan, a rebato, to, to.
Por el peñón de Gibraltar.

Ahí vienen. Por la espaciosa arteria, llegando desde Cibeles, suben las tres centurias de chavales. En primera fila, marchan los jefes, tres hombres con botas negras y altos calcetines blancos, pantalones cortos de color gris, camisas azules remangadas más arriba del codo, el bordado en rojo del yugo y las flechas sobre el bolsillo izquierdo, correajes de cuero negro cruzando el pecho y boina colorada tapando pelambrera o calvorota, porque en estos casos no se adivina nunca lo que hay debajo. De los muslos de carne pálida salen los negros pelos como alfileres. No hay duda de que aguantan el frío malamente.

Detrás de ellos, cinco chicos de no más de trece años portan banderas al viento con enseñas imperiales. En el centro, unos pasos por delante de ellos, otro chico sujeta como puede la española, que es la más grande. Le siguen otros dos con parejos estandartes de Falange. Y un poco más atrás, tres nuevos chavales sostienen los pabellones de cada una de las centurias del desfile, nominadas como la del Cardenal Cisneros, la de Ruiz de Alda y la del Duque de Gandía.

Unos pasos más allá, tras los abanderados, llegan tres filas de jóvenes con tambores y trompetas que resuenan con insolencia en la Gran Vía. Detrás crece el cántico de la tropa:

Sobre tierras hispánicas erguido,
como una torre Eiffel, clavado está el Peñón.
Pero torres más altas han caído
rendidas al valor español.

Ya tocan a rebato, to, to,
por el peñón de Gibraltar.

Llegan las tres centurias, cada una formada por diez hileras de diez niños, todos en pantalón corto y camisa azul remangada, con fusiles de madera al hombro y boina roja. Entre centuria y centuria, hay un hueco de una veintena de metros en el que desfila a solas un hombre joven, uniformado de igual manera y acompañado de un chaval con gallardete.

Si hoy no mueren varios de neumonía, piensa Stefan arrebujándose en la capa, será cosa de milagro.

Un rataplán, racataplán de los tambores, seguido de un tatachunda de trompetas, anuncia el cambio de himno.

A mi patria le robaron
tierra amada del Peñón
y a su roca hoy la hollaron
con el asta de un extraño pabellón.

Pero suenan los clarines
y se escucha ya el redoble del tambor.
Y por todos los confines
se oye el grito de que seas español.

Gibraltar, Gibraltar, avanzada de nuestra nación,
Gibraltar, Gibraltar,
tierra amada de todo español.

En las aceras, algunos transeúntes alzan el brazo a la manera fascista al paso de los chicos. El guardia urbano que ha impedido a Stefan cruzar la calle saluda militarmente, llevándose la mano al borde del casco.

Si en trincheras comunistas,
la bandera roja y negra yo clavé,
aunque muera en tu conquista
en tu roca mi estandarte clavaré.

¡Adelante! ¡Por España!,
que si en Rusia ya triunfó mi División,
no es bastante nuestra hazaña,
si es inglesa la bandera del Peñón.

Gibraltar, Gibraltar,
avanzada de nuestra nación.
Gibraltar, Gibraltar,
tierra amada de todo español.

Se aleja la tropilla Gran Vía abajo, camino de la plaza de España, pelada de frío. Suenan los silbatos de nuevo. El guardia urbano se aparta, sonríe a Stefan y le anima a cruzar con un gesto.

—Óigame, ¿qué es Gibraltar? —pregunta el sacerdote.

—Pero ¡hombre, si eso lo sabe todo el mundo!

—Soy italiano.

—¡Acabáramos! Es un trozo de España usurpado por la Pérfida Albión, ya sabe: Inglaterra. ¿A ustedes no les han robado nada los ingleses? Por lo que tengo oído, les birlaron Abisinia en la última guerra. A quien más y quien menos, esos tipos le han birlado algo. Son peor que los gitanos.

—Claro, Abisinia… ¿Y el desfile?

—Hay concentración patriótica de los chavales del Frente Juventudes allá abajo, en la Casa de Campo. Es que no podemos dejar respirar a esos ingleses…

—Pues muy amable, gracias.

—Vaya usted con Dios, padre. Y no se olvide de Abisinia ni de Gibraltar.

Stefan contempló al hombre que se sentaba frente a él, junto al velador más alejado de la puerta, en un viejo cafetín próximo al mercado de la Cebada. Sobre la superficie de mármol de la mesa humeaban dos cafés negros servidos en vasitos de cristal de boca ancha. Jaume Rebollosa exhibía una complexión sólida, dotado de anchos hombros y brazos fuertes. Sus cabellos negros, peinados hacia atrás e hincados con vigor en el cráneo, formaban en lo alto de la frente una suerte de uve que señalaba hacia el entrecejo, como la punta de una flecha. Provisto de un espeso bigote en el que asomaban algunas canas, Jaume Rebollosa comunicaba una extraña sensación de violencia contenida. Stefan pensó que aquel hombre poseía un corazón apasionado. Calculó que andaría entre los cincuenta y los sesenta años de edad.

—Eres tan joven y ya has vivido una guerra… Suena injusto —dijo Rebollosa.

—No me gusta recordarlo —repuso Stefan.

—Experiencia…, eso es lo que precisamos.

Stefan se llevó a los labios el vasito de café. Quemaba todavía. Volvió a dejarlo sobre el mármol.

—Arde —dijo.

Llevaban poco más de cinco minutos sentados el uno frente al otro. Rebollosa se había desprendido del abrigo, pero Stefan permanecía con la capa sobre los hombros. En el pequeño espacio de tiempo que había transcurrido desde que se saludaron y entraron en el cafetín, Rebollosa le había pedido al sacerdote que le contase algo sobre su vida. Y Stefan, escueto, le respondió: «Nací en Varsovia, participé en el levantamiento de la ciudad contra los nazis, estudié en el seminario, me ordené sacerdote y he vivido en Roma hasta que vine a Madrid a principios de diciembre». No añadió más.

—Yo también viví la guerra —siguió el otro—, del lado de los perdedores. Pero tuve la suerte de no ir al frente de combate. De todas formas, ¿te imaginas?…, ¿un católico en el bando que quemó las iglesias y persiguió y mató a centenares de sacerdotes? Puede resultar grotesco, ¿verdad? Lo pagué con la cárcel, aunque salí pronto de allí.

—Yo soy cristiano y luché contra los nazis.

—Esa es la cuestión: que los cristianos de hoy, me refiero a los verdaderos cristianos, vivimos en la tierra de nadie, entre el comunismo ateo y el capitalismo injusto y farisaico. Y soportando una Iglesia gregaria aliada con el dinero y la represión.

De pronto, Stefan se dio cuenta de que no se sentía cómodo en presencia de aquel hombre. Su vehemencia parecía encerrar una debilidad extrema.

—¿En qué puedo ser útil aquí, Jaume?

—En cierto sentido, los polacos y los españoles vivimos una situación parecida. Vosotros estáis oprimidos por el comunismo estalinista y nosotros por el fascismo franquista, aliado de la jerarquía eclesial. No sé si me explico… Quiero decir que hay otra vía, la francesa de Jacques Maritain, que yo he estudiado; o la italiana, una vía que tú conoces bien, Esteban. Algunos cristianos proponemos un nuevo humanismo y podemos trabajar contra la dictadura. Los cristianos de ahora debemos practicar la denuncia profética. Necesitamos gente de tu experiencia, los que hayáis luchado contra el fascismo o el nazismo, de una forma o de otra.

Jaume miró hacia los lados, inquieto, antes de seguir hablando. Bajó un poco el tono de voz:

—Lo que tratamos de hacer en las HOAC es evangelizar al proletariado. No podemos dejar que el pueblo se aleje de la Iglesia porque la jerarquía sea aliada del franquismo y de la represión. Y para eso debemos de competir con los comunistas en su propio terreno.

—Eso no explica qué puedo hacer yo.

—Tienes una doble experiencia: la de Polonia, en donde la Iglesia sufre persecución; y la de Italia, en donde las bases cristianas lucharon en la guerra junto a los comunistas, contra el fascismo. En cuanto a tu función aquí, consistiría, esencialmente, en integrarte en algunos cursillos apostólicos que ofrecemos a nuestros dirigentes obreros.

—¿Cómo profesor?

—Digamos, mejor, que como experimentado cristiano en la denuncia profética.

—No puedo participar en nada que sea público.

—Serían reuniones secretas y con asistencia de muy poca gente y muy escogida. Nadie sabría siquiera quién eres.

—¿Y eso es todo?

—Más adelante, dentro de un año o dos, tendremos que establecer contactos con los comunistas para poner en marcha organizaciones obreras clandestinas que actúen contra el franquismo. Ahora es muy temprano para eso. Ellos no se fían de nosotros ni muchos de los nuestros confían en ellos. En España ha corrido mucha sangre, ya lo sabes. Y hace muy poco tiempo.

—¿Tú desconfías de los comunistas?

Una nube pareció cruzar la mirada de Rebollosa.

—En el fondo, creo que los odio, aunque el odio no sea cristiano. Mi mujer desapareció hace más de siete años y creo que fueron ellos quienes la secuestraron, para embarrar mi nombre. No sé…, algunos compañeros me dicen que ella está en un convento. Pero yo creo que han sido los comunistas.

—Lo siento.

Rebollosa suspiró:

—No importa; por encima de todo está nuestra obra evangelizadora. Y te repito: nuestra mejor arma es la denuncia profética. Cristo estaba contra la injusticia y no podemos ceder esa bandera la marxismo. Si hay que colaborar con ellos un día, lo haremos. Pero en la vanguardia de la lucha marchará la Cruz. Lo que quiero decir es que ellos nos ganan en experiencia. Y para eso, para llegar a estar en condiciones de igualdad en la teoría y la organización, necesitamos a gente formada como tú.

—¿Cómo empezaríamos?

—Cada semana, me llamarás al teléfono de siempre. Ya te iré diciendo lo que hay que hacer. ¿Te hace falta dinero?

—Sólo para pagar este café.

—Cuando lo necesites, pídelo. No tenemos mucho, pero algo podemos darte.

—Creo que voy a ganar un poco diciendo misas en un colegio. Y tal vez, con algunas clases particulares de latín. Le he caído bien al Patriarca don Leopoldo Eijo y me está ayudando. Es un hombre generoso.

—¿El Patriarca…, generoso? Es un canalla.

—No lo he notado.

—Ya hablaremos de eso otro día, más despacio. El Patriarca… En fin, eso es todo, padre Berman. Saldremos de aquí separados. Primero me iré yo. Espera seis o siete minutos y te vas.

Rebollosa movió la cabeza hacia los lados, como un toro de lidia que despachara cornadas a diestro y siniestro. Clavó luego sus ojos vehementes en los de Stefan.

—El Patriarca…, hummm.

Luego le tendió la mano. El fuerte apretón pretendía ser un signo de cálido aprecio. Pero a Stefan le pareció una expresiva señal de escondida violencia.

Jaume Rebollosa descendió hasta San Francisco el Grande y siguió luego calle de Bailén adelante hasta alcanzar la plaza de la Ópera. Tenía andares de plantígrado y la apariencia de un toro de casta brava. Hundidas las manos en los bolsillos del abrigo oscuro, la cabeza enterrada entre las altas solapas puntiagudas, rumiaba su cólera recordando a su mujer. Ni un solo día se apartaba de sus pensamientos. ¿Por qué le habría dejado? ¿Estaría con otro? ¿Se escondería en un convento? Lo del secuestro de los comunistas era un invento suyo, una forma de ocultar su vergüenza ante los otros.

Pensando en el joven polaco, le vino a la memoria el Patriarca. ¿Generoso semejante hijo de Satanás disfrazado de santo venerable?

Trepó la escalera del tranvía cuando el vehículo se detuvo en la parada del Palacio Real y buscó asiento en su interior, en donde suponía que haría menos frío. Un escaso número de viajeros, siete u ocho, ocupaban el coche, que marchaba alegre, haciendo sonar su campana para alertar a los peatones, bajo el día luminoso de invierno.

Mientras viajaban en dirección a la Moncloa, Jaume miraba hacia su izquierda y podía ver, a la altura de la Cuesta de San Vicente, cómo Madrid se desplomaba, a la vera del río, hacia los barrios humildes y los desmontes del oeste. Sus pensamientos, no obstante, volaban hacia otro lado.

Volaban hacia una esplendorosa mañana de primavera en los montes que circundan el valle del Lozoya. Finalizaba mayo de 1939 y la guerra había concluido apenas dos meses antes. Cerca del pequeño pueblo de Gargantilla de Lozoya, en las extensas dehesas que se abrían junto a las caderas de los cerros, iban creciendo los barracones que los propios presos del campo de concentración, combatientes republicanos derrotados, levantaban durante los atardeceres, Rebollosa entre ellos.

Recordaba, como contraste a la dureza de la vida presidiaria, el aire de la primavera, perfumado con fragancias de coníferas, lavanda, piorno y lilas. Los bosques de álamos y fresnos crecían airosos en las orillas del río y en los bordes de los prados, y desde allí trepaban hacia los montes al encuentro de los robledales y de los pinares, y el suelo estaba cubierto por la hierba jugosa y lozana. A veces, las cigüeñas volaban sobre los galpones o chapoteaban en las orillas de las charcas en busca de lombrices y de pequeños anfibios. En la cumbre de Navafría, al otro lado del río, el perfil azulado de la montaña guardaba brochazos de la nieve caída durante el invierno, lo que le daba la apariencia de un manto confeccionado con el pelaje de un caballo pinto. En los amaneceres, se oían los sutiles trinos de los ruiseñores de las arboledas que sombreaban los arroyos cercanos. Al atardecer, comenzaba el guitarreo de los grillos. Y a la noche, surgiendo de los bosques oscuros, podía escucharse el angustiado ulular de las lechuzas.

La jornada de los presos se iniciaba cuando la primera claridad de la mañana brotaba rosácea de las llanuras que se escondían más allá de las montañas del oriente. Un toque de corneta y cientos de internos saltaban de sus jergones, comidos por las picaduras de las chinches y los piojos, muchos con la piel del rostro marcada por la huella de la sarna, algunos casi cegados por el tracoma, todos demacrados y muy flacos. Salían corriendo de los barracones de adobe, de suelo de tierra alisada y muros aún sin techar, para formar en hileras ante las escuadras de soldados que los vigilaban con las carabinas apuntando hacia ellos. Los oficiales hacían el recuento de los presos, barraca por barraca. Cada día faltaban diez o doce en el campo, los que no habían logrado levantarse de su colchoneta a causa de la difteria, las fiebres de Malta, la disentería, la tuberculosis o el paludismo. La mayor parte de ellos iban a morir en las horas o días siguientes y sus cuerpos serían enterrados en fosas comunes.

Allí, a la fría hora de la alborada, tiritaban envueltos en sus harapos, en posición de firmes, sobre la escarcha, bajo las últimas estrellas de un terso cielo en donde la luz crecía limpiamente. Los capellanes daban el relevo a los militares y recorrían las hileras de hombres famélicos repitiendo «Dios os perdone», mientras hacían la señal de la cruz sobre su pecho, una vez tras otra. Luego, quietos ya ante las formaciones de internos, iniciaban un padrenuestro y tres avemarías, que debían ser recitados por los reclusos. Al fin, volvían los oficiales y, con el brazo derecho alzado hacia el cielo, los presos cantaban el «Cara al Sol» y coreaban los vivas a Franco y los arribas a España.

Desde allí, en larguísimas filas, los hombres se dirigían hacia las cocinas a recoger una manzana, a menudo agusanada, y un tazón con una hirviente infusión de achicoria. Y bebiéndolo a toda prisa, con la garganta todavía abrasada por el fuego del brebaje, seguían hasta los almacenes a recoger las herramientas: picos, palas, tornillos, mazas, largos clavos de acero… Luego, siempre amenazados por los mosquetones de sus guardianes, trepaban las lomas que daban al oeste y, tras una marcha de media hora, alcanzaban las obras del tendido ferroviario.

Trabajaban hasta bien entrada la tarde, según decidía el oficial de turno de mando. Tan sólo a mediodía, interrumpían durante media hora su quehacer para recibir, como ración para el almuerzo, dos sardinas en aceite, un pedazo de pan duro, dos higos secos y una onza de chocolate. El agua se tomaba en cazos, recogiéndola de grandes bidones de metal que aún conservaban el sabor de la gasolina que almacenaron antes. En las horas previas al anochecer, regresados ya al campamento, los presos se ocupaban en continuar las obras de albañilería de sus barracones.

La cena solía consistir en una repetición de la comida: sardinas, pan, higos y chocolate, aunque en ocasiones recibían un tazón con sopa de berzas y trozos de queso de consistencia pétrea. Antes de dormir, todos los presos formaban de nuevo, rezaban dirigidos por el capellán y cantaban otra vez el himno de los vencedores de la guerra.

Rebollosa recordaba un atardecer de comienzos de junio en que un grupo de seis presos de su barracón no coreó las oraciones. El sacerdote no pareció reparar en ello. A la conclusión de los rezos, cuando el oficial de guardia ordenó el saludo falangista antes de iniciar el canto del «Cara el Sol», los hombres continuaron mudos, sin alzar el brazo al modo de los falangistas. El oficial ordenó a los otros internos interrumpir el himno, se acercó hasta el grupo y gritó:

—¡A cantar todos!

Uno de los presos dio un paso adelante y alzó el brazo izquierdo sobre su cabeza, cerrando el puño.

—¡Nos cagamos en Dios y en Franco! —gritó—. ¡Viva la República!

Varios soldados armados los separaron de la fila y los llevaron hacia el río, acompañados de un alférez. Cuando todos los otros presos concluyeron el canto de Falange, se oyeron disparos en la lejanía, abajo del valle, allí donde discurrían las aguas del Lozoya.

Jaume recordaba al más joven del grupo: un muchacho moreno, de mirada inquieta, al que apodaban Culebrilla, quizá a causa de que era extremamente delgado y muy nervioso. Unas pocas noches antes, el chico le había contado que no tenía hermanos y que sus padres, que militaban en el anarquismo, habían muerto fusilados en la plaza de toros de Badajoz cuando las tropas de Franco tomaron la ciudad.

—En la vida, sólo me queda morir bien —le había dicho—. Yo participé en la defensa de Badajoz y, cuando me juzguen, me condenarán a muerte. ¿Qué gano esperando?

—¿No puedes confiar en Dios? Yo podría enseñarte a creer —le respondió Rebollosa.

—Dios no existe —agregó el chico—. Y si existiese, sería un hijo de puta. Lo único que quiero es aprender a morir a la torera, delante de los cuernos de la bestia.

Jaume Rebollosa todavía puede traer a su memoria el exacto sonido de los disparos, allá abajo, a la vera del río, mientras el tranvía, renqueante, quejoso, trepa desde Ferraz la cuestecilla de una calle estrecha, en dirección a la ancha calle de la Princesa.

Tampoco olvida el nombre de Eijo Garay después de la conversación con el padre Bennan. Ni su imagen, ni sus palabras…, aquel primer día en que lo vio: erguido bajo el sol, orgulloso y temible, sólido como un titán y pavoroso como un cíclope, cubierto con la muceta roja, su mirada de Belcebú enfurecido, la voz que se alzaba sobre las jugosas y doloridas faldas del Guadarrama, un monarca terrorífico reinando en los pradales de Gargantilla de Lozoya.

Es domingo y finaliza junio. Hoy no trabajan. Y no porque sea festivo, pues en el campo de concentración no hay días de descanso. La razón es que viene el obispo de Madrid-Alcalá, el Patriarca don Leopoldo Eijo Garay, que dirá misa y dará la comunión a los presos. Hay también rumores de que el prelado puede anunciar el traslado de algunos internos de Gargantilla a las cárceles de Madrid. Cualquier lugar es mejor que un campo de concentración, piensan los reos.

Toda la tarde del sábado han trabajado haciendo banderitas de papel: rojas y gualdas, rojas y negras. Y durante toda la semana anterior, han ensayado la «Salve marinera» después del reparto de la cena, allí, al aire libre, de nuevo en formación. A Jaume no le gusta esa canción, la encuentra pretenciosa y boba, con una letra carente de sentido. ¿Qué quiere decir eso de «iris de eterna ventura»? Pero la ha aprendido de memoria, como todos los otros.

Se forman largas filas para la confesión, antes de la llegada del prelado. Por alguna razón que ignora, a Jaume le han hecho pasar el primero, delante de todos los otros presos de su barracón. Al fondo de la explanada, sentado en una silla, enfundado en una sotana negra, el cura le espera. Es un hombre de unos cincuenta años, calvo, de rostro redondo y ojos negros de luz vigorosa. Le está mirando mientras se acerca. Y cuando llega a su altura, le indica que se arrodille a su lado.

—Te llamas Jaime Rebollosa, ¿no es verdad, hijo?

—¿Cómo lo sabe, padre?

—Eso no viene al caso. Sé que eres católico.

—Un buen católico, padre. Me convertí a la fe en 1933, en el Escorial, después de leer Las confesiones, de san Agustín, cuando tenía treinta y seis años. Y desde entonces, sólo vivo para Cristo. Ahora tengo cuarenta y dos.

—¿Y qué haces aquí?

—Durante la guerra me quedé en Madrid y los obreros me eligieron como su representante ante los directivos de la empresa, a pesar de ser ingeniero. Lo entendí como un servicio al Señor. Porque Cristo me mostró el camino hacia la humildad y su mensaje fundamental está, para mí, en la pobreza y el sacrificio.

—Ya, ya… —cortó el cura—. Todo eso lo sabemos bien, hijo.

—Yo seguí las indicaciones de Pío XI en su encíclica Quadragesimo Anno y, antes de comenzar la guerra, estaba consagrado de lleno al apostolado obrero. Yo creo en Cristo como Comunión de Vida, comunión de bienes y comunión de acción…

—Sí, sí, dejémoslo… ¿Y por qué crees que estás aquí, hijo?

—Lo ignoro. No he participado en ninguna batalla, ni siquiera en la de Madrid. No he oído otros tiros que los de los primeros meses de la guerra, porque el frente no estaba lejos del barrio en donde vivía. Y durante los tres años que duró, recé a diario, me formé en el pensamiento religioso y ahondé en mi profunda fe en Cristo. Cuando la guerra concluyó, me entregué de inmediato. Y me enviaron a este campo…, eso es todo… Pero quisiera sobre todo confesarme, hace años que no lo hago.

—¿De qué te acusas, hijo?

—En estos años he cometido pecados de orgullo, egoísmo, altanería y creo que avaricia, pues a veces me he adelantado a mis compañeros de campo, con ansiedad, a tomar mi ración de comida… Me he dejado llevar por la ira y, en ocasiones, he mentido.

—¿Y la lujuria?

Jamás he pecado de lujuria en este tiempo. Soy casado y mi mujer es tan profundamente católica como yo. Dios no nos ha concedido la fortuna de tener hijos.

—¿No te has masturbado?

—Nunca desde que me convertí a la fe de Cristo.

—Bien, bien, Rebollosa… Ego te absolvo in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Luego rezarás cuatro padrenuestros y ocho avemarías.

—Gracias, padre.

Jaume hace ademán de levantarse.

—Espera, hijo, espera un instante. Me dices que no has ido contra el Régimen, ni contra Franco.

—No, padre. Durante la guerra sólo recé, me formé como católico y seguí haciendo apostolado entre los obreros de mi empresa.

—Es probable que seas enviado a una cárcel de Madrid.

—Significaría mucho para mí…, quizá podría ver a mi mujer.

—Y tal vez allí ganarías pronto la libertad si se te incluyese en el programa de redención de penas por buen comportamiento y fidelidad al Régimen.

—Si un día soy libre, dedicaré todos mis esfuerzos a Cristo.

—Dime una cosa, hijo: ¿conoces en el campo a algunos que estén implicados en actividades contra Franco?

—No hablamos de política aquí, padre, no hay tiempo más que para trabajos y padecimientos. Y todos desconfían de todos, menos los que se conocieron en el frente. Hay quien dice que hay falangistas infiltrados entre los presos. Se dicen muchas cosas…

—¿Y sabes de algún comunista o socialista importante que ande por aquí camuflado entre los internos? Que nos ayudases a encontrar aquí a algunos enemigos de Franco y de Cristo te podría resolver muchas cosas…

Jaume se levanta. Se siente indignado, él nunca denunciaría a nadie, ni a su peor enemigo.

—No, no conozco a ninguno —responde escueto.

El cura alza la mano despidiéndole.

—Vale, vale, lárgate ya —dice fastidiado.

Protegido por una veintena de soldados, acompañado por dos capellanes y asistido por dos monaguillos, don Leopoldo comenzó la misa en una explanada del campo, bajo el calorón de un verano precoz, ante los centenares de hombres harapientos obligados a seguir de rodillas el curso entero, casi una hora, de la celebración religiosa.

Mediada la ceremonia, el Patriarca dictó un breve sermón:

—¡No oigo en este lugar los latidos del corazón creyente de España! ¡No, no los oigo! Solamente escucho en vuestros murmullos, mientras rezáis sin gana, los ecos de aquellas crueles voces del ayer que demandaban la persecución de Cristo. Sea Satanás con ellas para siempre. Porque la defensa heroica que hizo la verdadera España de la fe católica y del Romano Pontífice, la lucha de quienes odiaron y condenaron los enemigos de Dios, ha salido de nuevo victoriosa. Y aquí he venido para recordároslo. Y para deciros que Dios ha devuelto a España la fe de sus mayores y que vosotros sois el símbolo todavía vivo de la derrota del mal. Nunca las guerras hicieron bien a los hombres, pero en ocasiones fueron necesarias para extirpar la simiente del Diablo. Vosotros sois parte de esa maligna cosecha y los peores de entre vosotros seréis extirpados de la tierra un día u otro. Para lo demás, los que aún podéis creer en el arrepentimiento, existe un pequeño agujero que lleva a la redención. Intentad ver esa luz, pedid perdón por los pecados, entregad el alma a Dios y vuestra voluntad a Franco y a la nueva España. Yo espero la conversión de muchos de vosotros, descarriados e idiotas, a quienes también amo, pese a todo, con entrañas fraternales. Y ahora, cantad conmigo la Salve y suplicad a Dios para que os exima de algunas de vuestras terribles culpas.

Todos corearon el himno:

Salve, Estrella de los mares,
de los mares iris de eterna ventura…

Eijo dio la comunión a los primeros reos. Luego, tomaron su lugar los capellanes, mientras el Patriarca, agobiado por el calor, se retiraba a descansar al barracón de los jefes del campo, dando por concluida su participación en la misa antes de tiempo.

Dos horas después, abandonaba el lugar a bordo de su Citroén negro. Los presos formaron fila en el camino de salida. Cada uno de los internos agitaba una banderita de papel en la mano, unos la nacional, roja y gualda, y otros la falangista, roja y negra. A Rebollosa le cayó en suerte la enseña de Falange.

Por la tarde, en la pared del barracón de cocinas, clavaron un papel en el que figuraba una exigua lista de presos, con apenas una veintena de nombres: los de aquellos que serían trasladados a las cárceles de Madrid. Al cabo de una semana, en la caja de una destartalada camioneta, Jaume Rebollosa abandonaba Gargantilla de Lozoya para ingresar en la prisión de Porlier.

Permaneció en Porlier hasta el verano siguiente, en celdas en donde convivían hacinados los reclusos y las ratas, malcomiendo, rodeado de un olor a carne enferma y aire podrido que se agarraba a su piel con rabia y que el recio jabón carcelario, áspero como una lija, era incapaz de borrar. Muchos de los presos estaban condenados a muerte y las «sacas» se sucedían de forma constante: casi todas las semanas, decenas de hombres eran recogidos en las celdas por sus guardianes y nunca más regresaban. Se anunciaban ocasionales amnistías para grupos de internos con motivo de algunas celebraciones militares y religiosas. Pero la mayor parte de las sentencias se cumplían. Los camiones militares se llevaban a los reos de muerte, por las noches, a las tapias de los cementerios de los poblados de Fuencarral y de El Pardo, o a los paredones de los cuarteles de Carabanchel.

Rebollosa volvió a ver a Eijo Garay, por segunda y última vez en su vida, el día de la Virgen de Agosto de 1939. Lo recordaba allí lejos, sobre un estrado que los presos habían construido con tablones, vestido con su sotana violeta, el roquete blanco y el solideo sobre la coronilla, protegido por una sombrilla negra, mientras los internos desfallecían en el patio bajo la ferocidad del sol. Desde la altura los maldecía y amenazaba:

—Pecadores, ateos, indignas criaturas de la vida… Habéis pregonado y celebrado el fin de la Iglesia y al fin os veis como infelices condenados… Si vuestra alma no es salvada en la mezquina Tierra, que al menos lo sea en el Reino de los Cielos… Sabed que sois los perdedores de una guerra ganada por Dios… Arrepentíos, rezad, cumplid vuestras condenas. ¡Rendid vuestro orgullo! O bien huid y no volváis. Dejadnos nuestra paz. Llevaos vuestra guerra. Muy pronto, si persistís en la altanería y no renegáis de vuestros crímenes, tendréis que pelear cada uno con vuestras soledades.

Aquel día se anunciaron los nombres de unos pocos amnistiados. Y unas semanas después, acogido al programa de redención de penas, y con el aval exterior de algunos amigos católicos influyentes, Jaume Rebollosa recuperó la libertad.

Pero estaba decidido a luchar contra aquel estado de opresión bendecido por la Iglesia oficial. Se prometió a sí mismo, ante Cristo, que nunca sería miembro de esa Iglesia y que empeñaría lo que le restaba de vida en «desenmascarar el catolicismo burgués capital-farisaico», como le gustaba llamarlo. Unos pocos años más tarde, fundaba con otros cristianos afines a sus ideas las Hermandades Obreras de Acción Católica, las HOAC.

La libertad, por otra parte, no trajo la paz a su alma sobre todo. Desde la desaparición de su mujer, en 1947, Rebollosa sentía que su existencia cabalgaba a lomos de un potro de tortura. En 1950, había escrito a un sacerdote amigo:

Los comunistas saben dónde está ella y se dice que están en tratos con ella, y que incluso le han dado dinero. Parece que está en Cataluña (¿Barcelona? ¿Gerona? ¿El monasterio de Montserrat?) y esperan llenarme de barro por ese lado. Estoy desorientado, aunque lo miro como una prueba que el Buen Dios me regala y que seguramente será muy útil para mi humildad… Por eso, aunque lo de mi mujer es estrambótico, yo no quiero alborotar el gallinero.

Sonaban justamente las campanadas de una iglesia cercana, anunciando las cuatro de la tarde, cuando Pedro Gassen, Matías, vio cruzar la sombra negra de un cura desde la acera del Palacio Real y dirigirse hacia él. Pedro fumaba un cigarro, en pie, bajo los árboles desnudos del centro de la plaza de Oriente. Tiró el cigarrillo mientras sentía crecer la repulsión que le producía el próximo encuentro con el clérigo.

Había visto a los sacerdotes bendiciendo a las tropas de Franco durante los días de la revolución de Asturias de 1934, siendo un niño de siete años; los había escuchado reclamar, enarbolando una cruz sobre las cabezas de los obreros rebeldes apresados, el Juicio Final para todos los comunistas, anarquistas y socialistas; y los había seguido cuando acompañaban a los prisioneros, cantando letanías de muerte en sus oídos, mientras estos eran conducidos por los pelotones de soldados regulares hacia el cementerio de Oviedo, en cuyas tapias iban a ser ajusticiados.

Uno de aquellos fusilados fue su tío materno, el tío Paco, un joven anarquista enrolado en las filas de la revolución asturiana, que se rindió al concluir la última batalla. Pedro acompañó a su madre una madrugada a recoger su cuerpo. No olvidaría el gesto adusto de aquel oficial de infantería que, junto a un sacerdote, caminaba entre los cadáveres mientras decenas de gentes, en su mayoría mujeres, buscaban entre los fusilados a sus familiares. Cuando encontraron a su tío, el militar tomó nota de su nombre e hizo un gesto al cura. El clérigo dijo algo inaudible que parecía una oración e indicó a los sepultureros la fosa común que se encontraba unos metros más allá. Pedro podía aún reproducir con exactitud en su memoria el tono y el timbre de la voz de su madre cuando preguntó:

—¿No habrá un nombre en su tumba? Se llamaba Francisco Álvarez.

—¿Acaso merecen un nombre cristiano los enemigos de Cristo? —respondió el sacerdote.

Pedro Gassen pasó luego la guerra en Barcelona, con su madre y sus dos hermanos, mientras su padre combatía con las brigadas anarquistas en el frente de Aragón. Ahora, de pronto, mientras el sacerdote cruzaba la calle, recordaba aquel día en que regresaron los hombres vencidos, entre ellos su padre. Venían con los rostros demacrados, barbas de varios días, muchos ya sin armas, los ojos mirando a la vida como si ya nunca más pudieran volver a confiar en ella. Apenas hubo tiempo para recoger unos cuantos enseres. Encontraron plaza en la caja de un camión atestado de fugitivos que huían de las tropas de Franco. Y cruzaron andando la frontera con Francia. Recordaba también los meses atroces del campo de concentración en Arlés, la comida nauseabunda, el frío terrible, los sabañones, la tuberculosis, las disenterías, y sobre todo a los muertos.

Aquel hombre que caminaba hacia él envuelto en la capa negra y tocado por tejo del mismo color, simbolizaba tantas vejaciones de tantos años… Y sin embargo, debía trabajar con él.

Llegó a su altura.

—¿El hombre de Roma? —preguntó Pedro.

—¿Matías? —preguntó a su vez el sacerdote.

—Ese es mi nombre de guerra.

Se estrecharon las manos.

—Vamos —dijo Pedro.

—¿Adónde? —se interesó Stefan.

—Al piso clandestino.

La casa se encontraba en la esquina de las calles de Santo Domingo y Campomanes. Había que subir hasta el quinto piso, el último del inmueble, por una escalera estrecha y lóbrega, con peldaños de madera que se quejaban como invisibles seres doloridos bajo las pisadas de los hombres. La pequeña vivienda consistía en un dormitorio-salón, amueblado con una cama, una mesa, una silla, una estufa y un armario con espejos en las puertas, además de una minúscula cocina con fogón de carbón y un mezquino servicio que contaba con la taza de váter y una palangana. La única ventana de la sala daba a un estrecho patio interior. Pero si se miraba hacia lo alto, podía avistarse un pedazo de cielo que, a esa hora de la tarde, brillaba engalanado por una luz poderosa próxima al atardecer. Stefan pensó que esa luz era capaz por sí sola de borrar la tristeza de la habitación.

—No hay portero en la finca —dijo Matías, al tiempo que encendía un cigarrillo y un fuerte olor a picadura inundaba la habitación—, lo cual te dará más posibilidades de entrar y salir clandestinamente. De todos modos, procura venir a horas tempranas de la mañana o bien entrada la noche. Los más peligrosos son los serenos, la mayoría trabajan para la policía. Recuerda una cosa: nunca debe venir los lunes o los martes, esos días otros usamos el piso. Toma las llaves: la del portal y la de la casa.

—No me has dicho para qué necesito este piso.

—Pues para algo tan sencillo como cambiarte de ropa. Cuando vayas a las reuniones con los obreros católicos, las que organiza Rebollosa, nunca debes vestir de sacerdote. Ni cuando vuelvas a encontrarte conmigo. ¿Conoces a Rebollosa?

—Esta misma mañana he estado con él.

—¿Y no te ha dicho que tomes la precaución de usar ropa de paisano cuando vayas a su encuentro?

Matías movió la cabeza hacia los lados.

—Estos meapilas… ¿Sabes la historia de su mujer?

—Algo me ha dicho sobre un secuestro.

—Son pamplinas. No sé si le ha dejado por otro o se ha metido en un convento. Lo que está claro es que no le aguantaba. Y él se ha vuelto medio loco.

—¿Cómo sabes tanto?

—Tengo amigos que trabajan a su lado.

Stefan contempló al hombre que tenía ante él. Podía pasar de los treinta años de edad, pero había algo en él que le hacía parecer más viejo. Tenía un rostro pétreo, no sonreía, en su barbilla punteaba una barba dura y en sus mejillas quedaban huellas de una viruela antigua. Miraba de soslayo, nunca de frente. No muy alto, era ancho y de apariencia fornida, dotado de unas manos grandes de dedos poderosos. Vestía un largo abrigo de paño barato sobre un traje de pana.

Matías sacó una cinta métrica del bolsillo.

—Uno de estos días te dejaré aquí algo de ropa normal. De modo que voy a tomarte las medidas aproximadas. No soy sastre, pero me las arreglo. La vida enseña más que la escuela.

Le fue midiendo los hombros, la cintura y la longitud de las piernas. Luego, anotó los números en un cuadernillo.

—¿Quién más tiene llave? —preguntó Stefan.

—Sólo yo.

—Eres del Partido Comunista, ¿no?

—Eso no se pregunta; si lo supones, es cosa tuya.

—¿Cómo entraré en contacto contigo?

—Tienes un teléfono. No lo uses nada más que cuando recibas en el seminario una llamada de parte de Matías o encuentres una nota aquí, sobre la cama. Y llámame siempre desde locutorios o bares, nunca desde el seminario. Después de Navidad, tendremos una larga charla, espera a que te telefonee. Y recuerda: ni los lunes ni los martes puedes venir aquí. Los demás días, el piso es todo tuyo. Incluso para traerte una amiguita, si te hace falta un desahogo.

—No digas tonterías.

—Nunca se puede decir que de esta agua no beberé ni este cura no es mi padre, lo aprendí de pequeño.

Al volver a la calle, el sol fuerte del invierno le hirió en los ojos. Continuaba con el alma revuelta tras el encuentro con el cura. Y le había traído de nuevo al presente el recuerdo de aquellos años en Francia: la guerra, la muerte del padre en la lucha contra los nazis junto a la resistencia francesa, la penuria y, al fin, el regreso.

Estaba en el Partido Comunista porque era la única organización capaz de enfrentarse al franquismo. Pero en el fondo, no aceptaba las nuevas tesis de acercamiento paulatino a los sectores más avanzados de la Iglesia y a los intelectuales liberales del país.

Si a Pedro Gassen le dejasen hacerlo, fusilaría a todos los curas. Esa era la primera revolución necesaria para España.

Cuando Matías abandonó el piso, Stefan se sentó en el borde de la cama y paseó la mirada por las paredes vacías. De pronto, sentía que un desánimo sin fondo le invadía el espíritu y el cuerpo. ¿Qué hacía en aquella habitación sin alma, de muebles despoblados de calor humano y sin nada alrededor que comunicase un aliento de vida? ¿Qué hacía en aquella ciudad de vientos helados, de gentes arruinadas y multitudes de miserables? Y sobre todo, ¿por qué había abandonado su tierra y vivía tan lejos de los suyos?

Cerró los ojos. Pensó en los años en Roma y no encontró en sus recuerdos la emoción que otras veces le inundaba el alma. ¿Fue feliz en Roma? No podría responder ahora a esa pregunta. ¿Y quién era en Madrid? Un hombre perdido, inmerso en una misión que, de súbito, parecía perder todo el sentido con que había ido creciendo durante sus años romanos.

Intentó penetrar un poco más entre las sombras de su afligido espíritu: si pudiera regresar a algún lugar en el tiempo de su vida pasada, ¿cuál escogería? De inmediato, saltó a su memoria su hogar en Varsovia, cuando todos estaban vivos y alegres y los alemanes no habían invadido el país. Recordaba una vez más el pequeño taller de joyería de su padre y pensó que, sin la guerra, sin destrucción ni desasosiego, él podría haber vivido como él, con el mismo oficio tranquilo y desprovisto de trascendencia, haber disfrutado de una existencia modesta y feliz como fue la de su padre hasta el comienzo de la invasión. ¿De qué le valían sus estudios de lenguas, de teología, de filosofía, si no era capaz de construir un breve espacio de felicidad para sí mismo?

Si al menos Paolo estuviese con él, para darle amistad y fuerza…

Abrió los ojos. Tenía deseos de llorar, a solas en aquella habitación humilde y fea. Se levantó y fue hasta la ventana. Allá en lo alto, un pedazo de terso cielo azul abrió una breve luz de vitalidad en su espíritu.

Desde su primera conversación, le fascinó Paolo, aquel hombre que desapareció sin cruzar una sola palabra con él cuando se encontraron, junto con Salvatore, en la taberna romana de la Cuccagna. Su imagen de hombre huraño y desconfiado se esfumó cuando, un mes más tarde, en el mismo local y en parecida hora, Paolo se desprendió de la gabardina y el sombrero, se arregló el peinado moviendo los dedos como rastrillos entre la recia mata de pelo azabache que cubría su cabeza y le dirigió una sonrisa vibrante desde sus labios gruesos y abiertos, que dejaban ver una dentadura formada por pequeñas losas de mármol de talla bien labrada, como los peldaños de una escalinata latina. Sin duda era un seductor de almas. Y la de Stefan cayó rendida en unos pocos minutos.

Paolo tendría en esa época alrededor de cuarenta años y era alto y fuerte. Siempre vestía, incluso en el verano, un traje oscuro, camisa blanca y corbata negra.

Paolo hablaba acompañando sus palabras con vehementes movimientos de las manos. Napolitano, había hecho la guerra con las guerrillas partisanas, hombro con hombro con los comunistas, aunque era un católico de fe inquebrantable. Detestaba a los fascistas italianos.

—Eran cobardes, como niños que jugasen a la guerra. Pero si pensaban que eras más débil que ellos, se convertían en bestias, torturadores, ladrones, asesinos…

Tampoco le gustaban los norteamericanos.

—Los conocí bien en Nápoles, mi ciudad, después del desembarco aliado, y combatí junto a ellos, con nuestras milicias partisano, en el camino a Roma, incluida la terrible batalla por Montecassino. Vi a los americanos cómo trabajaban en Nápoles, por llamar trabajo a lo que hacían mientras llegaba la hora de marchar de nuevo al frente. En Nápoles, todo era miseria y hambre cuando llegaron aquellos muchachos limpios y con los bolsillos llenos de dólares. La ciudad se transformó en un inmenso burdel: madres, hermanas, esposas, hijas…, la mayoría de ellas en la cama de los americanos por unos pocos dólares o por un paquete de cigarrillos o unas latas de conserva. Y era tanta la competencia que una mujer llegó a valer un dólar. En cuanto a los hombres napolitanos, aprendieron a robar, y a vender y a comprar en el mercado negro, bien nutrido de productos norteamericanos. ¿Sabes lo que hicieron algunos soldados americanos que viajaban en los furgones militares de abastecimiento? Yo lo vi en una ocasión. Uno de aquellos camiones, cargados de comida, medicinas, herramientas y tantas cosas necesarias, se detuvo en una calle, los niños se sujetaron a la caja para intentar llevarse todo lo que pudieran, acuciados por el hambre. Pues bien: los soldados que iban arriba vigilando, cuando vieron las manos de los niños agarrándose al borde de la caja para intentar meterse adentro, la emprendieron a bayonetazos y a varios de ellos les cercenaron tres o cuatro dedos.

Entonces, Paolo cerraba los puños y los agitaba en el aire, como haría un actor del cine mudo para mostrar su furor unido a la impotencia.

—Detesto al capitalismo, porque lo vi de cerca; lo vi, digamos, en su forma más extrema de manifestación, abriéndose camino entre el sufrimiento y la humillación de los miserables.

Ponía la mano vigorosa sobre el antebrazo de Stefan.

—No obstante, no caminamos en tierra de nadie. Aquí el comunismo está cambiando, conozco muy bien a muchos comunistas, porque he combatido junto a ellos. Y en cuanto a la Iglesia, no tiene por qué ser la que representa este Papa, antiguo aliado del Fascio y de los nazis. Hay cardenales que buscan una alternativa mucho más avanzada para devolver a Cristo a los suyos, a los pobres… Se habla de algunos como Roncalli y Montini, que pueden llegar a ser próximos papas. Y ahí entramos nosotros, Stefan…, porque somos gente de la Iglesia de Cristo y nuestra obligación es empujar para cambiarla.

Sonreía de tal forma, con su voz cantarina y, al tiempo, se mostraba tan seguro de cuanto decía, que Stefan no podía hacer otra cosa que rendirse a la fuerza telúrica de Paolo.

Durante los cuatro años posteriores, Stefan mantuvo una incesante actividad paralela a sus estudios. Animado por Paolo, leyó los trabajos del francés Maritain y sus discípulos, Chenu, De Soigne, Godir y Daniel, y se sintió fascinado por las teorías del alemán Theo Pirker, que proponía una suerte de «revolución cristiana permanente». Siempre junto a su nuevo amigo italiano, asistió a numerosas reuniones de obreros católicos con sacerdotes de la corriente Nueva Teología y a cursos de organización y acción sindical. Paolo también le dio a leer el Manifiesto comunista de Carlos Marx y, durante muchas horas de muchos días, hablaron de los puntos en común que tenían el cristianismo original y las tesis iniciales del marxismo.

El lugar de sus encuentros había cambiado. Algún festivo, cuando Stefan podía ausentarse del colegio después de la misa, Paolo le citaba en la piazza de Renzi, cerca de la iglesia de Santa María en Trastevere, en una pequeña y humilde osteria conocida como Augusto, cuyos dueños, una familia del cercano pueblo de Frascati, eran amigos suyos. Allí, una vez por semana, charlaban largo tiempo, desde la hora del desayuno hasta la del almuerzo. Solían quedarse a comer un plato de pasta a mediodía y, a la caída de la tarde, acudían juntos a oír misa en Santa María. Stefan admiraba los mosaicos dorados de aquel ábside magnífico mientras oraba. Todo era tan vivo y luminoso, tan diferente a su Polonia natal…

—Sólo Dios nos separa de los comunistas —decía Paolo en aquellas charlas en un rincón de Augusto, arrimados a una mesa de madera ante dos tazas de café—. Pero podemos luchar juntos en muchos terrenos, como lo hicimos contra los nazis alemanes en Italia, a la caída del Fascio. Hoy, nuestro enemigo es el mismo: la injusticia social y la explotación. ¿No arrojó Cristo del templo a los mercaderes usando el látigo? La suya fue una ira santa, como debe ser la nuestra ante la injusticia del capitalismo. Cuando lo derrotemos, hablaremos de Dios tranquilamente…

Un día, algunos meses después de su primer encuentro a solas, Paolo le propuso ingresar en el Movimiento Pax. Y Stefan aceptó sin apenas dudar.

—¿Cuál es mi tarea? —preguntó sencillamente.

—Ayudar a la transformación de la Iglesia desde dentro. Pero debes saber que es un movimiento en cierta forma clandestino, vetado a los religiosos, y que si te descubren las autoridades vaticanas, puedes ser expulsado de la Iglesia. Pío XII trata de ponernos fuera de la ley.

En los dos años que siguieron, asistió a frecuentes reuniones secretas en las que a menudo participaban militantes comunistas. Empezó a interesarse por las teorías de Marx y se dio cuenta de que iba acercándose más y más al marxismo mientras se alejaba de la Iglesia tradicional. Veía a Cristo con un nuevo rostro, el de un hombre rebelde, enfurecido ante la impiedad del capitalismo salvaje, el Cristo iracundo que arrojaba a latigazos a los mercaderes del templo sagrado.

Un día le comunicaron que debía ir a España, arropado por una beca de estudios que concedía la Acción Católica española. Stefan tampoco dudó en esta ocasión. Paolo le dio las instrucciones y le habló de Jaume Rebollosa:

—No está afiliado a Pax, pero guarda un rencor profundo hacia la Iglesia española, aliada de Franco. Puedes confiar en él, aunque sea un hombre un poco blando, demasiado beatífico y algo místico. Rebollosa es uno de los fundadores de las Hermandades Obreras de Acción Católica, las HOAC les llaman, que son sociedades católicas de signo progresista. Incluso han enviado delegaciones a Italia para algunos congresos obreros. Necesitarán tu experiencia y que los animes hacia la colaboración con todos los sectores obreros antifascistas. Pero de todas formas, fíate más de los comunistas que de los místicos de las HOAC, pues son como el propio Rebollosa, algo blandos. Tu contacto con Pax, al principio, será sólo a través de los comunistas españoles.

—¿Cómo me encontraré con Rebollosa y los comunistas? Paolo sacó un papel del bolsillo.

—Aquí tienes dos teléfonos: el primero es de Rebollosa; el segundo, de un tal Matías, el contacto de Salvatore…, ya sabes, un comunista. Memorízalos y llámales cuando lleves unos días en España.

Sobre todo, Stefan recordaba una tarde en que Paolo y él caminaron juntos desde el Trastevere hasta Campo dei Fiori. Al joven sacerdote le gustaba, más que ninguna otra en Roma, aquella plaza repleta, en las horas de luz, de puestos de flores y verduras, de tenderetes de ropa usada y comerciantes que anunciaban a gritos los embutidos de Emilia Romagna y los quesos duros de Parma y cremoso de Gorgonzola, las botellas de recia grapa y los vinos peleones de Sicilia. Era un espacio lleno de gatos gordos como conejos de granja, de perros famélicos como galgos de aldea, de contrabandistas de tabaco americano y de desvergonzadas vendedoras que exhibían, bajo sus blusas ajustadas, pechos como pellejos de vino.

Siempre le había llamado la atención la estatua de aquel monje negro, oculto bajo la capucha, que se alzaba en el centro de la plaza y en cuyo pedestal se leía: A BRUNO, IL SECOLO DA LUI DIVINATO QUI DOVE IL ROGO ARSE. Varios bajorrelieves en bronce, en las cuatro caras del basamento, mostraban una secuencia amarga, la de un tumultuoso juicio y, al fin, la de un hombre condenado al fuego.

—Nunca he sabido quién es —dijo Stefan al pie de la figura de bronce negro que sostenía un libro entre las manos y ocultaba el rostro tímido bajo la capucha frailuna.

—Uno de los nuestros —respondió Paolo—, un pensador cristiano que se rebeló contra la irracionalidad. Bruno combatió el oscurantismo, la fe ciega, y todo ello en nombre de la ciencia y sin renunciar a su fe. Lo quemaron en la hoguera por decisión del Papa, tras un juicio injusto. ¿Qué podía y puede esperarse del Vaticano? Una y otra vez, la historia se repite. Pero siempre existiremos gentes como tú y como yo, cristianos críticos, los únicos capaces de salvar la fe y recuperar el mensaje de Cristo. Giordano Bruno es parte de la historia rebelde y heroica de nuestra Iglesia… Como te decía: es uno de los nuestros. Pero espero que nosotros disfrutemos del heroísmo y nos ahorremos el martirio.

—No me gustaría que me quemasen, la verdad —añadió Stefan.

Recuerda el último abrazo de Paolo, en la estación Termini de Roma, un abrazo firme, vehemente y cálido. Los altavoces acaban de anunciar la salida para dentro de un minuto del tren con destino a Génova. Han oído misa en Santa María la Maggiore, abajo de la vía Cavour. Y luego han ascendido hacia la Termini. A Stefan le turba levemente el recuerdo de María, la ramera que conoció un verano y que no quiso cobrarle sus servicios.

—Y recuerda que la nuestra es una tarea que le hubiese gustado a Jesús —dice Paolo separando el cuerpo y agarrando todavía con sus manazas los antebrazos de Stefan—. El Papa no es un enemigo, pero sí alguien que se ha desviado del mensaje hondamente humano de nuestro Cristo. Escríbeme.

—Lo haré.

Y de súbito, mientras asciende la escalerilla del vagón, Paolo se descubre, coloca el hueco del sombrero contra su corazón y canta una tonada napolitana:

Vide mare quant’e bello!
Spira tanta sentimento…
Comme tu, a chi tiene mente,
Ca, scetato, o’suma!

Al llegar al estribillo, Paolo hizo un cambio en la letra:

Ma nun mme lassá,
Nun darme stu turmento…
Torna a tua Roma.
Tanme campó…

Las lágrimas se escurren por las mejillas de Stefan hasta moja las comisuras de sus labios, que dibujan una sonrisa entristecida.

Roma se aleja mientras las vaharadas de vapor de la locomotor impiden la visión de la ciudad, más allá de los cristales de las ven tonillos. Huele a carbón quemado. ¿Será para no volver nunca?, se, pregunta Stefan, atribulado.

Y luego, el cristal se aclara y se divisan desmontes más allá de tren. Y barrios de tristeza empobrecida y niños que saludan el pass del ferrocarril, desde las chabolas miserables, con pañuelos blanco que parecen palomas.

Salió a la calle y aún lucía el sol acerado del invierno, viniendo sesgado desde las ralas praderas que se tendían más allá de las espaldas del Palacio Real. El frío pegaba duro sobre los altos de la ciudad, pero el aire se había detenido y, bajo las ropas, podía conservar un poco del calor de su cuerpo. Tenía que escribir a Paolo se dijo. Ahora le echaba de menos, en verdad le añoraba. Quería un amigo a su lado.

Al entrar en el seminario, Pedopalomo le abordó en el vestíbulo.

—Estaba esperándote, padre Esteban. Ha llamado la secretar del Patriarca. Dice que vayas a comer a palacio el día de Rey(¿Cómo has logrado tanta influencia?

—El Patriarca es un hombre generoso.

—¿Le has hablado de mí?

—No he tenido ocasión, padre Rafael. Lo haré el día de Reyes.

—Te estaré inmensamente agradecido, padre Esteban. No lo olvides…

Subió a su cuarto, colgó los ropones en el armario y se dispuso a escribir a Paolo.

Caro Paolo:

He tardado en escribirte porque hay poco de interés que contar. Y sin embargo, son muchas las cosas que me han sucedido, cosas sutiles y de poca importancia en apariencia, pero de suma hondura si las miro desde otros ángulos. Hoy mismo tomé contacto con los amigos que me recomendabas y, en breve, nos veremos de nuevo para ver cómo trabajar en los proyectos de estudio en común. Todo va bien.

Vivo en un lugar muy frío y extraño, el seminario Conciliar de Madrid. Esta es una ciudad sórdida y triste. O quizá es la impresión que tengo de ella, a causa del invierno feroz que la abraza en estas primeras semanas de mi vida aquí. Me recuerda a la arrasada Varsovia de la posguerra, aunque la destrucción aquí no es tan terrible como lo era en mi ciudad por aquellos días. Lo peor, lo que me deprime un poco, es el frío, como te digo; unido a la miseria y la tristeza en la mirada de muchas gentes humildes con las que te cruzas en las calles. No sé explicarte bien por qué, pero veo miedo en el ambiente. Nada es como en Italia, en la Roma alegre, pobre y libre de los años más felices de mi vida. Añoro a mis amigos y mis años romanos y, en especial, a ti, querido Paolo.

He trabado una cierta amistad con el obispo de Madrid, a quien llaman Patriarca. Su nombre es Leopoldo Eijo Garay, no sé si has oído hablar de él. Es amigo personal de Franco y un hombre muy formado intelectualmente. No sé por qué extraña razón, se está portando conmigo de forma muy generosa. Tiene sentido del humor y muestra una gran ironía ante todo; es sumamente inteligente y sabe lenguas diversas y teología y filosofía… No sé, quizá en su fuero más íntimo, sea un hombre dotado de un cierto escepticismo. Su origen familiar es muy humilde, mucho más que el mío. Eso me hace pensar que, por encima de la fe, lo que le mueve a interpretar el papel que representa son el orgullo y un íntimo afán que no sé si calificar como de supervivencia. Le he tomado afecto, debo decírtelo, pese a ser tantas las cosas que nos separan. Creo que ve en mí algo que le recuerda a sí mismo y a mí no deja de atraerme su personalidad, lo reconozco. Por el momento, me ha invitado a comer y cenar con él los días de Navidad y Nochebuena y también voy a almorzar en su palacio la próxima festividad de Reyes, dentro de dos días. Trata además de conseguirme clases particulares de latín para que pueda ganar algún dinero y, en principio, voy a decir las misas dominicales en un colegio de monjas, lo que me servirá para apuntalar un poco mi frágil economía, que, más que frágil, es inexistente. En estos momentos, para que te hagas una idea, no tengo más que cincuenta pesetas en el bolsillo, en diez monedas de cinco, que en España llaman «duros».

Quisiera contarte algo más sobre cuanto me sucede, pero no me atrevo por ahora. Siento hastío y desánimo, como si la fe me fallase en el alma…, a veces pienso que desearía no ser sacerdote, sino tener otra vida: formar una familia con una mujer al lado, quizá dedicarme a diseñar y arreglar joyas como hacía mi padre antes de la guerra. ¿Quién soy yo para redimir al mundo?, me digo ahora mientras te escribo. No quiero ser un mártir, como nuestro Bruno, el sufrido filósofo de la estatua que me mostraste en el Campo del Fiori. ¿A quién le arregla la muerte? Yo no la quiero para mí.

Pero no te preocupes, que todo esto no es muy serio. Son momentos malos que debo de confesar a alguien. Y a nadie mejor que a ti puedo contarlo, caro Paolo. E insisto: nada de todo esto va a impedir que dedique mi esfuerzo a lo que bien sabes. Te escribiré pronto.

Un cálido saludo de tu amigo.

STEFAN