Capítulo 5

Un sol de luz lacerante golpeó en los ojos de Stefan cuando cruzó la puerta del palacio, siguiendo los pasos de don Leopoldo Eijo Garay. La claridad del día le hizo sentir un gozo nuevo para él, después de tantas jornadas de nieblas y de lluvias sobre los hombros de un Madrid aterido. La desconocida luminosidad de la ciudad despertaba en su ánimo un hervor de vitalidad. El cielo refulgía con la tonalidad del acero y las escasas nubes que lo recorrían se deshilachaban, se encogían en formas afiladas y se estiraban como agujas.

El frío era intenso, sin embargo. Con premura, Eduardo abrió la puerta trasera derecha del coche al Patriarca y luego corrió a hacer lo propio con la del otro lado para dar paso a Stefan. Una vez en el interior del vehículo, los dos religiosos se arrebujaron con sus capas, negra la del sacerdote, «magna» y recamada con símbolos la del prelado. El joven clérigo se cubría con una teja negra, mientras que el obispo llevaba en la mano la mitra con cintas y, encajado en la coronilla, el liviano solideo de seda. Paquito, portando el pesado báculo, saltó al lado del chófer, vestido de monaguillo, con capa negra sobre la sotana roja y la muceta blanca.

—Eduardín —dijo monseñor—, dale mecha a la calefacción, que nos pelamos.

Arrancó el coche. Descendieron hasta dar con la calle Mayor y doblaron por Bailén hacia el Norte. Luego, el automóvil subió por el lateral de la plaza de España, siguió un pequeño tramo de Gran Vía y giró a la izquierda para tomar la calle Ancha de San Bernardo. En dirección a la glorieta, un cansino tranvía trepaba la empinada cuesta. Apenas se veían gentes en la mañana festiva.

—Esa es la facultad de derecho. —Eijo Garay señaló a su izquierda para indicar un caserón de muros recios, a mitad de San Bernardo—. He oído que últimamente anda un poco revolucionada.

—¿En qué sentido, Patriarca? —preguntó Stefan.

—Cuestiones políticas. Hay cierto malestar contra el SEU por parte de algunos sectores estudiantiles… Grupos de católicos descarriados, dicen, quizá influidos por los comunistas, quién sabe.

—No sé qué es el SEU, señoría.

—El sindicato de los universitarios de España. Humm…, por decirlo así, la organización de los jóvenes que creen en la Falange y que veneran al Caudillo como su jefe supremo y natural. Más o menos eso.

Alcanzó el auto la glorieta de San Bernardo y siguió hasta alcanzar la de Quevedo. Después, dobló en dirección a la de Iglesia y, al fin, a mitad de la calle Martínez Campos, Eduardo detuvo el coche en el portalón del Colegio Madre de Dios, un centro de enseñanza regentado por las Hermanas de San Eustaquio.

El edificio era un feo mastodonte de ladrillo rojo, con un rácano patio delantero poblado de árboles entristecidos por el invierno. A Stefan le recordaba, en cierta forma, al seminario en donde vivía. Y reparó en que ambos edificios compartían un aspecto carcelario. Pero el cielo luminoso le alivió de la tristeza que súbitamente amenazaba con invadir su ánimo.

Una turba de mendigos y pordioseros se abalanzó sobre el Patriarca cuando descendió del coche, en demanda de limosna y con hambre de besamanos. Entre Eduardo y dos conserjes del centro escolar, lograron a duras penas apartarlos del paso del prelado, que pareció no hacerles caso en absoluto. Pero al traspasar el portón de hierro de la entrada y ganar el pequeño jardín delantero, tomó el relevo de los menesterosos una horda de tocas blancas, que bajaban por los dos tramos de la escalera de piedra granítica aleteando como un bando de excitados pájaros marinos. Las monjas formaban círculos anhelantes alrededor del Patriarca, turnándose para alcanzar su mano, reclinarse ante él y posar los labios en el anillo episcopal. Chocaban entre sí las extrañas geometrías de sus tocas de lienzo almidonado, parecidas a ingenios de papiroflexia. Y del corro de agitadas religiosas se alzaba un clamor de vivas y aleluyas parecido al de las gaviotas cuando vuelan tras los barcos de arrastre, al acecho de los peces de escaso valor que los marineros tirar al agua a paladas.

Sudoroso y, pese a todo, ufano como un cetáceo que se sabe rey de los océanos, don Leopoldo dejaba colgar la mano blanda delante de sí, prisionero entre el portón, detrás del que clamaban lo indigentes, y la escalera, donde el hervidero de monjas se derramaba acometido por un cierto furor místico. Monseñor se había colocado la mitra sobre el solideo y con la otra mano sostenía el báculo. El sol extraía reflejos dorados de los bordados de su cap «magna».

Afuera, Stefan y Paquito esperaban rodeados de pedigüeños escuálidos y tullidos de todas las variedades de la desdicha, que les tendían sus cacillos en demanda de limosna. Paquito les mostró las palmas vacías de sus manos:

—¿Qué voy a daros si no tengo ni para comprarme un cartucho de pipas de girasol? Y al cura —añadió señalando a Stefan— no le pidáis nada, que es polaco y todavía no sabe lo que es una perra gorda.

—¡Hermanas, hermanas —clamó la voz de la madre superiora desde arriba de la escalera—, dejad paso al reverendísimo señor Patriarca, dejadle paso!

No sin dificultades, el obispo se abrió camino entre el revoloteo de negros ropones, tocas como velámenes de bergantín, y crucifijos que se balanceaban en el aire colgando de los cuellos monjiles. Una vez en lo alto y antes de alcanzar la puerta principal, don Leopoldo se volvió, buscó con la mirada a Stefan y le indicó que se le uniera. El joven sacerdote corrió presto al encuentro del Patriarca, trepando los peldaños de granito, y casi a empujón limpio, entre la bandada de excitadas aves conventuales.

Al fin, precedidos por la superiora, que previamente se inclinó ante el prelado y besó su anillo, los dos religiosos atravesaron el vestíbulo y alcanzaron una salita, en donde la monja les invitó a sentarse.

—¿Quiere su reverencia el Patriarca un vaso de agua? Y disculpe todo el jaleo de la entrada: las hermanas le adoran a usted como a un santo.

—No tengo sed. ¿Cuánto tiempo falta para la misa?

—Una media hora, excelentísimo y reverendísimo señor Patriarca. Pero he pensado, si no hay inconveniente por su parte, que podría visitar unos instantes a nuestros pobres y darles su bendición. Tenemos veinte acogidos a nuestra caridad: comen y cenan aquí.

—¿Son esos los que estaban ahí afuera?

—No, Patriarca, los nuestros son pobres escogidos. Los de la puerta son una peste…; debí avisar esta mañana a la policía para que nos limpiase un poco la entrada del colegio en previsión de la llegada de su excelencia. ¿Querrá ver a los nuestros un momento?

—No tengo inconveniente, sor…, sor ¿qué?

—Sor Francisca, reverendísimo. Si le parece, reverendísimo señor Patriarca, les entrega usted a nuestros mendigos la limosna navideña que hemos dispuesto para ello.

—Con gusto, sor Francisca.

La superiora le tendió una bolsa con monedas.

—Un duro para cada uno —dijo.

Salieron de la salita y recorrieron un largo pasillo, desde cuya altura una fila de claraboyas filtraba la luz poderosa de la mañana, que se volvía amarilla al chocar con los muros de la galería, pintados del color del albero.

La veintena de miserables, hombres y mujeres, casi todos de edad avanzada, se hincaron de rodillas cuando el Patriarca entró al cuarto desnudo de muebles, sin otro ornamento que un gran crucifijo de madera negra clavado en una pared. Don Leopoldo se acercó hasta ellos y fue depositando la moneda de cinco pesetas en las palmas de las manos que se tendían hacia él. Luego, se dirigió a la puerta y, desde allí, hizo la señal de la cruz.

—Que Dios os bendiga y os alivie de vuestras necesidades. Rezad por ello y así merecedlo.

—Algunas de las alumnas del centro quieren confesión antes de comulgar, señor Patriarca —dijo sor Francisca, mientras recorrían de nuevo el pasillo.

—¿Son muchas?

—Creo que cuatro o cinco.

—Entonces que las confiese el padre Stefan, tienen que ir entrenándose. Yo me iré preparando para la misa. ¿Han llegado nuestros ornamentos?

—Están en la sacristía, excelencia: los trajeron esta mañana temprano.

—Allí le espero cuando termine las confesiones, padre Stefan.

Fue la última en acercarse al confesionario. A través de la rejilla de madera, Stefan distinguió unos ojos muy negros y unos labios carnosos. Olía a lavanda y transmitía un leve aliento cálido. Tenía una voz dulce y bien timbrada. Stefan percibió que su pulso se aceleraba.

—¿Cómo te llamas, hija?

—Pilar…, María del Pilar.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete, casi dieciocho.

—Ya terminas el colegio, entonces…

—En junio haré el examen de preuniversitario para entrar en la universidad.

—Dime, si deseas hacerlo, cuáles son tus pecados. Supongo que no son muchos a tu edad.

—A veces pienso en los hombres, que los abrazo y los beso.

—Eso es algo natural.

—¿No es pecado? Pero…, a veces pienso otras cosas. —¿Qué otras cosas?

—En su sexo.

Stefan se sentía turbado. Acertó a decir:

—Reza tres avemarías y procura no seguir con esas ideas hasta que te cases.

—Es que…, hablo de ello con mis amigas. A ellas les da miedo dejar de ser vírgenes; a mí, no tanto. No creo que el sexo sea maligno. Si Dios lo creó y creó el placer, ¿cómo puede luego negarlo? Tampoco estoy segura de que exista el pecado. Si Dios creó tantas otras cosas en el corazón de los seres humanos, como la envidia y el odio, por ejemplo, ¿por qué lo condena luego la Iglesia? No estoy muy segura de Dios.

—Déjalo ahí… —cortó Stefan—. Reza lo que te he dicho.

—Quiero comulgar.

—Ego te absolvo pecatus tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.

—Amén —respondió ella.

Salió del confesionario a tiempo de ver a la chica, que se alejaba hacia la derecha, camino de la puerta de la capilla. A pesar del sobrio uniforme que vestía, se adivinaba una bonita figura bajo la falda y el chaleco oscuros. Sobre su espalda se derramaba una gruesa trenza negra. Quizá sintiéndose observada, la muchacha se detuvo un instante y volvió el rostro. Era muy bella. Sus ojos se encontraron con los de Stefan y el sacerdote percibió que sus mejillas enrojecían. Suerte que apenas había luz, pensó el joven. Ella le sonrió con timidez y, de inmediato, giró la cara y ganó con rapidez la salida.

Pilar había encontrado plaza junto al pasillo, en la cuarta fila de bancos, detrás de la superiora, las monjas del colegio y los profesores y profesoras laicos. Desde allí podía contemplar sin rubor, y no muy lejano, al joven sacerdote que la había confesado, tan alto como guapo, tan esbelto como fuerte. Algunas de sus compañeras parecían pensar lo mismo, porque se cruzaban entre ellas miradas indicándose unas a otras con sutiles movimientos de barbilla la dirección en donde se encontraba el cura: en un lado del altar, cerca del Patriarca, próximo a la imagen blanca de María Milagrosa, asumiendo su papel de ministro de la Eucaristía. No obstante, Pilar sentía que, en cierta manera, existía ya entre ella y el sacerdote una complicidad nacida en los breves instantes de su confesión.

Santiguándose, don Leopoldo comenzó la misa. Stefan, Paquito, que oficiaba de monaguillo, y todas las religiosas y fieles congregados en los bancos se santiguaron a imitación del Patriarca.

In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti —recitó el prelado—. Amen. Introibo ad altare Dei.

—Ad Deum, qui laetificat juventutem meam —respondió Stefan.

Los dos hombres vestían casullas blancas con bordados de oro sobre las albas. También portaban sendas estolas del mismo color litúrgico, adornadas con cruces doradas.

Judica me, Deus —continuó el Patriarca—, et discerne causam meam, de gente non sancta, ab Nomine iniquo et doloso erue me.

Quia tu es Deus, fortitudo mea —siguió Stefan—; quare me repulisti et quare tristis incedo dum affligit me inimicus.

A Pilar siempre le habían aburrido las misas. Pero quería que aquella durase mucho tiempo. Le gustaba cómo movía las manos el cura, la suavidad de sus gestos. La vestimenta blanca resaltaba la negrura de su pelo y eso le confería, a los ojos de la muchacha, una virilidad inequívoca. Al mismo tiempo, Pilar sentía una curiosidad nueva sobre sus sentimientos. ¿Qué era aquel desasosiego que le producía la presencia de aquel hombre?

Rezó monseñor Eijo el confíteor y llegó el turno de su confesión a Stefan:

Confiteor Deo omnipotenti, beatae Mariae semper Virgini, Beato Michaeli Archangelo, Beato Joanni Baptistae, sanctis Apostolios Petro et Paulo, omnibus Sanctis et Tibi, Pater, quia peccavi nimis cogitatione, verbo et opere; mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa.

Su voz brotaba vehemente y sonora, y Pilar percibió un leve estremecimiento en su espíritu cuando, concluyendo el rezo y mientras entonaba el mea culpa, el sacerdote se golpeó por tres veces el pecho en señal de contrición. Le temblaban las rodillas y un hondo calor trepaba por su cuerpo, crecía de temperatura en el cuello y ardía casi en sus sienes. Sintió que podría llegar a desvanecerse.

Después del Kyrie Eleison, don Leopoldo ha leído la Epístola. Y ahora, cede a Stefan el privilegio de leer el Evangelio. El sacerdote lo hace en español:

—«En aquel tiempo se promulgó un edicto de César Augusto mandando empadronar a todo el mundo…».

No le es posible retirar sus pensamientos de la muchacha. Cuando hace alguna pausa en la lectura, alza los ojos y su mirada se clava en otra mirada que le espera más allá, junto al pasillo que se abre entre las dos filas de largos bancos: una mirada negra y dulce, ojos grandes que parecen llenar todo su rostro.

»y todos iban a empadronarse, cada cual a la ciudad de su estirpe. José, pues, como era de la casa y familia de David, vino desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David, llamada de Belén, en Judea, para empadronarse con María, su esposa, la cual estaba encinta, y sucedió que estando allí le llegó la hora del parto».

En las primeras filas se sientan las monjas con sus hábitos negros y las blancas tocas surgiendo de sus cabezas como hélices de aeroplano. Detrás, los profesores laicos. Después, las hileras de bancos acogen a las muchachas y las niñas del colegio. Visten sin excepción el uniforme escolar: camisa blanca con corbatín a rayas, rebeca de mangas largas y falda tableada, ambas prendas de azul marino. Y cubren sus cabezas con un pequeño velo blanco. Las últimas filas las ocupan los familiares que han venido a traer a las alumnas a la solemne misa de Navidad.

Pero todos los rostros aparecen borrosos ante Stefan cuando levanta la vista del libro y mira hacia delante. Sólo el de la chica morena parece dibujar con exactitud sus contornos. Stefan percibe que su lengua podría temblar y su dicción volverse defectuosa. Baja los ojos al Evangelio. Duda un instante, ha perdido el hilo de la lectura. Pero consigue dar con el párrafo pasados un par de segundos. Respira aliviado mientras continúa:

—«… Dio a luz a su Hijo primogénito, y envolvióle en pañales y recostole en un pesebre porque no hubo para ellos lugar en el mesón. Estaban velando en aquellos contornos unos pastores y haciendo centinela de noche sobre su grey. Cuando de improviso un Ángel del Señor apareció junto a ellos y cercoles con su resplandor de luz divina. Lo cual les llenó se sumo temor. Díjoles entonces el Ángel: "No tenéis que temer, pues vengo a daros una nueva de grandísimo gozo para todo el pueblo, y es que hoy ha nacido en la ciudad de David el Salvador, que es el Cristo o Mesías, el Señor nuestro. Y sirvaos de seña que hallaréis al Niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre".»

Nota que le arden las manos y las mejillas cuando alza de nuevo el rostro y sus ojos cruzan sobre las tocas de las hermanas y se clavan en los de ella, que son para Stefan como imanes: iris azabaches, un negro de vehemencia que ahora le parece el fuego más asolador, el alma misma de una llama que por fuerza debe ser negra. Tiembla su voz mientras concluye:

—«… Al punto mismo se dejó ver con el Ángel un ejército numeroso de la milicia celestial, alabando a Dios y diciendo: "Gloria a Dios y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad".»

Cierra el Evangelio. La muchacha no le mira ahora. Ha inclinado la cabeza y Stefan sólo alcanza a ver el velo blanco. Percibe en su ánimo una leve sensación de desaliento.

Da unos pasos hacia atrás mientras el Patriarca avanza hacia el centro del altar y comienza a rezar el credo. No aparta la mirada de la chica. Pero ella continúa con el rostro oculto.

Credo in unum Deum Patrem omnipotentem… —proclama el Patriarca mientras el coro de los fieles se une a la oración. Y ella alza de pronto la cabeza y sus ojos van directos a mirar en los de Stefan. Y él sonríe. Y cree ver, en la distancia, cómo se dibuja también una sonrisa en los labios carnosos de la chica. ¿Será cierto o pura ilusión? En todo caso, la mirada de la mujer no sonríe, hay en ella algo parecido a una súplica. ¿Estará llorando?

—… et incarnatus est de Spiritu Sancto, ex María Vírgine, et homo factus est —concluye el Patriarca.

Y Stefan desearía bajar del altar y abrazarla, enjugar sus lágrimas, si es que llora, y besar sus ojos húmedos y después sus labios.

Él la miraba, sin duda, y había notado que ella también lo buscaba con sus ojos. ¿Reconocería a la chica que poco antes le había confesado sus pensamientos?, se preguntó Pilar. Un poco avergonzada, inclinó la barbilla y abrió su misal entre las manos, mientras Stefan concluía la lectura del Evangelio.

Sonaban las últimas frases del credo en la voz del obispo cuando Pilar volvió a alzar la cabeza. Él la estaba mirando. ¿Sonreía acaso? Sintió rubor y, de inmediato, percibió cómo crecía en su ánimo una inmensa pena. Jamás había percibido una emoción parecida a la vista de un hombre. Su mirada se nubló mientras trataba de sonreírle. ¿Lo vería él? Sin duda la miraba, sin duda sus ojos no se apartaban de ella. Y Pilar volvía a temblar.

Don Leopoldo descubría el cáliz, tomaba la patena con la hostia, hacía la ofrenda del pan y luego del vino. Y las monjas, las muchachas, las niñas y los familiares formaron la cola para recibir la comunión de manos del Patriarca.

Pilar se acercó despacio hacia el reclinatorio. Se arrodilló frente al obispo y entornó los ojos mientras abría los labios y ofrecía la lengua. Y en el instante mismo en que recibía la sagrada forma, alzó la mirada y la dirigió hacia Stefan, que permanecía levemente retirado a la derecha del Patriarca. Los ojos de él la miraban con intensidad, vehementes.

La muchacha bajó la cabeza mientras giraba sobre sí misma y regresaba hacia su banco. Estaba segura de que la mirada del sacerdote no se apartaba de su cuerpo.

Sus labios gruesos, sus ojos de virgen silvestre hincándose de pronto en los suyos, buscándole, reclamando su atención…, la fuerza de la Naturaleza desvariada se apodera del alma de Stefan. ¿Es amor o tan sólo deseo? La boca de la chica se cierra, sus labios se mueven hacia delante con sutileza y Stefan sabe que quisiera besarlos.

A la ceremonia de la comunión, ha seguido un coro de villancicos interpretado por las alumnas del parvulario. Las voces arcangélicas han cantado coreadas por los fieles en los estribillos:

Los pastores son,
los pastores son, los primeros que en la Nochebuena
fueron a cantarle su canción de amor…

Y a su conclusión, el Patriarca ha cerrado la misa con el sanctus y la sentencia final de la Eucaristía:

—¡Benedictus qui venis in nomine Domini! ¡Hossana in excelsis!

La salida de las alumnas, al finalizar la misa, tiene un cierto aire de desfile. Cantan:

¡Adelante, Jesús nos reclama!;
levantemos en triunfo su Cruz,
el ardor de la fe nos inflama;
pasaremos igual que una llama,
proyectando en el mundo su luz…

Mientras todos abandonan la capilla, entre la confusión de tocas de monjas, velos de muchachas, mantillas y uniformes militares, Stefan apenas ha podido distinguir la figura de Pilar. Se siente náufrago. No le es posible aceptar la idea de que jamás volverá a verla.

Pilar salió de la Iglesia junto a sus padres y su hermano menor. Volvió la cabeza hacia el altar en un par de ocasiones, pero no alcanzó a distinguir la figura del sacerdote. Tenía ganas de llorar. Pensar en que tal vez nunca más se encontraría con él le producía una angustia que dificultaba su respiración.

Su padre, que bajaba la escalera a su lado enfundado en su uniforme de gala, con las estrellas de general de brigada de Artillería en la gorra y las hombreras y la pechera cuajada de medallas, reparó en el gesto grave de la joven:

—¿Qué te pasa, Pili?

—Me emocionan los villancicos —se le ocurrió decir.

—Piensa en que hoy nos espera un buen pavo para el almuerzo y turrones de Casa Mira, esos que tanto te gustan. Vamos a esperar al Patriarca en la puerta, por si hay ocasión de saludarle.

Pilar trató de sonreír mientras se enjugaba las lágrimas. Sentía que su desconsuelo era tan hondo que su vida se vaciaba de sentido.

—Te has puesto un poco nervioso en la lectura del Evangelio, muchacho —le dijo a Stefan don Leopoldo mientras abandonaban la sacristía y regresaban junto a la madre superiora.

—Fue un gran privilegio que me encargara de la lectura, Patriarca.

—No sé si es preceptivo. Pero el obispo de Madrid hace lo que le da la gana en su diócesis —Eijo dio un par de golpecitos en el hombro del sacerdote—. Y además, me agrada tu compañía.

Luego, acercó los labios al oído de Stefan:

—En cuanto podamos, nos vamos echando humo. Estas monjas suelen ser muy pesadas. Y en palacio tenemos un buen rodaballo que me ha enviado el capitán general de Vigo.

Las hermanas habían dispuesto un pequeño refrigerio en la salita: pastas, pastelillos, chocolate y café.

—Ha sido un inmenso donativo el suyo, reverendo Patriarca: escogernos este año para la misa de Navidad. No sabe lo que significa para nosotras.

—No tiene que agradecerme nada, sor…

—Sor Francisca.

—Sor Francisca.

—He dispuesto que las hermanas borden para usted una casulla morada con hilo de oro, para tiempo de Cuaresma. ¿Le parece bien o prefiere un color diferente para la celebración del año litúrgico? Tenemos dos buenas bordadoras entre nosotras.

—La de Cuaresma me parece bien. La recibiré con gusto.

—Y en fin, ya que le tengo aquí en persona, reverendísimo señor Patriarca, querría pedirle a su excelencia un pequeño favor. —Si está en mi mano hacerlo…

—El cura que nos dice la misa los domingos ha envejecido, ha perdido muchas facultades, se confunde en la misa…, incluso parece que un día se nos va a quedar traspuesto en plena Eucaristía. ¡Imagine usted si se nos muere diciendo misa! Además…, bueno, yo creo que se olvida del lugar en donde está muchas veces. El otro día, mientras daba la Santa Comunión…, no sé si debo contárselo…, ventoseaba en el altar.

—No me diga. ¡Lo que hay que oír, Santo Cielo! —respondió el Patriarca tratando de no reírse.

—Lo que quería pedirle es si podría usted enviarnos a un cura más joven para sustituirle.

—Pues aquí mismo lo tiene usted, sor Francisca —dijo el prelado señalando a Stefan—. Joven y aplicado como el que más. ¿Te parece bien, muchacho?

Sonrojado, Stefan asintió con la barbilla.

—No se hable más, sor Francisca —añadió el Patriarca—. Llame usted a mi secretaria, Regina, y concrete los detalles para que ella se ponga en contacto con el antiguo cura y organice bien las cosas. ¿En qué fecha será la próxima misa?

—Cuando terminen las vacaciones navideñas, insigne Patriarca, o sea, el primer domingo después del día de Reyes, que este año cae en el 9.

—Pues tendrán ustedes un curita joven y, a mi parecer, incluso guapo. Se llama padre Esteban, por si no lo saben.

Y don Leopoldo miró con sonrisa guasona y paternal al sacerdote.

—Bienvenido, padre Esteban —dijo sor Francisca.

Salieron los dos religiosos, con Paquito y Eduardo abriéndoles camino entre las monjas hasta ganar el portón de hierro. Don Leopoldo reparó de pronto en el militar que, al pie de la escalera, le saludaba, cuadrándose y sacudiendo el manotazo eléctrico y pertinente en la visera de la gorra. Se detuvo y le miró.

—Pero ¡hombre, Julián! —dijo al fin—. Si no te conocía, tan peripuesto con tu uniforme de gala.

El general de brigada se quitó la gorra, hizo ademán de hincar la rodilla ante el prelado, tomó su mano y besó el anillo episcopal.

—Querido Patriarca…, desde Burgos no le he vuelto a ver. ¡Qué alegría que me conozca!

—¿Cómo voy a olvidarme, muchacho? Vaya, vaya: por lo que veo, ahora general de brigada… Te dejé de comandante, si mal no recuerdo.

El militar se hizo a un lado y señaló hacia su mujer.

—Ella es Pilar…, no se acordará, a pesar de que nos casó.

La esposa se inclinó a besar el anillo del obispo. Don Leopoldo reparó en que se trataba de una mujer sumamente hermosa.

—Debí de casaros estupendamente, porque vuestros hijos parecen bien criados —repuso Eijo.

—Se llaman Pili y Julianito.

La muchacha y el niño se inclinaron ante el obispo. La chica tenía un enorme parecido con la madre.

—Ya veo que tu hija estudia aquí —dijo don Leopoldo reparando en su uniforme.

—Esa es la razón que nos ha traído a la misa de hoy —respondió el militar— y no sabe qué alegría supone verle de nuevo. Tantas veces les he dicho a mis hijos que usted nos casó… Es un honor volver a verle, Patriarca.

Eijo señaló a Stefan, que permanecía quieto y pálido unos pasos más atrás.

—Mira, muchacha —se dirigió a Pilar—, este sacerdote va a ser vuestro nuevo capellán después de las fiestas. Espero que no tengáis que confesarle demasiados pecados. El padre Esteban es polaco, pero habla un estupendo español. ¿Qué tal tus estudios, niña?

—Flaquea en lenguas, Patriarca —intervino la esposa del general de brigada.

Eijo sonrió y miró a Stefan mientras la mujer continuaba hablando:

—Está bien preparada en casi todo, pero el latín se le atranca, y este año se examina de Preuniversitario. Como se ha empeñado en ir a la universidad…

—El padre Esteban sería un buen profesor —añadió Eijo.

—No sé qué opinarás tú, Julián —respondió ella.

—Yo ya sabes lo que opino: que no sé qué pinta una mujer en la universidad. Pero como sois tan cabezonas las dos… Haz lo que te venga en gana.

—Os ponéis de acuerdo y me llamáis, hija mía —cortó don Leopoldo, dirigiéndose a doña Pilar.

Los dos, Pilar y Stefan, eludían sus miradas al tiempo que sus ojos anhelaban encontrarse. Mientras el Patriarca dialogaba unos instantes con el general de brigada, las palmas de las manos de Stefan sufrían el súbito ataque de un sudor cálido, a pesar del frío que rondaba fiero a su alrededor. Entretanto, Pilar creía percibir que la piel le ardía, a la altura del pecho, al tiempo que el aire helado del mediodía invernal mordía sus orejas.

Ninguno de los dos jóvenes lograba entender nada de cuanto hablaban el prelado y el militar. En sus oídos, las palabras de los otros eran como un rumor, un estrépito de voces.

Piensa Stefan:

«¡Su mirada!: ¡un ascua que cruza el aire y quema cuanto se opone a su paso, hasta alcanzar mi corazón seco, igual a las hojas del otoño, y que lo hace arder como las teas impregnadas de resina!».

Piensa Pilar:

«Esa timidez que enamora, esa belleza masculina en el rostro, ese cuerpo vigoroso y desierto de hembra, esa virginidad de un hombre que ha sido creado para ser amado por una mujer sana».

Tras la despedida, mientras el general de brigada y su familia subían a su coche oficial, el prelado y Stefan alcanzaron el suyo, marchando a duras penas entre la muchedumbre de mendigos que solicitaban al obispo algunas monedas para poder comer en el nombre de María Santísima, por el favor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, e incluso por lo que más quiera, excelencia reverendísima, que el hambre achucha.

Pero el Patriarca no le concedió a ninguno la limosna de una mirada y menos todavía la de una perra chica.

Don Leopoldo golpeó levemente con los dedos en la rodilla de Stefan después de acomodarse en el interior del coche:

—Las monjitas te darán algún pago por cada misa, es la costumbre. Así aumentas un poco el presupuesto para tus gastos. Y si además te caen unas clases de latín con la niña…, vas a nadar en la abundancia. Esos son gente rica. Si me llaman, no te apures, que te negocio un buen pico.

—No imagina lo agradecido que le estoy, Patriarca.

Por indicación del obispo, Eduardo tomó una ruta distinta para el regreso a palacio: siguió por Eloy Gonzalo hasta la glorieta de Quevedo, y en lugar de continuar hacia Gran Vía, dobló a la derecha, tomó Bravo Murillo y desembocó en Cea Bermúdez. Desde allí, viró hacia el oeste en dirección a la Moncloa.

Pronto, pasada la calle de Galileo, edificios arruinados por la guerra, algunos desmontes y poblados de gitanos, que alzaban sus chabolas en la vecindad de enormes basureros, asomaron en el lado derecho del recorrido.

—Quería que echases un vistazo a estos andurriales madrileños, muchacho —dijo el obispo—. Por esta zona se libró una de las más largas y duras batallas de la guerra contra el comunismo. ¿Ves aquellas paredes derruidas, sobre aquel pequeño otero? Son los restos de un viejo cementerio, el camposanto de Vallehermoso. En esas tapias fueron fusilados muchos creyentes y sacerdotes tan sólo por alentar en su pecho nuestra fe católica. Pero ¿qué voy a decirte a ti sobre el comunismo, si lo has vivido en propia carne y en tu país?

Stefan asentía y miraba el paisaje de un Madrid desolado y miserable a través de la ventanilla del automóvil. Miraba, pero no veía. Ni sentía nada ante la pintura de destrucción y pobreza que le mostraba el Patriarca.

Sus pensamientos trataban de dibujar en su mente el rostro de Pilar. Y su corazón se ensanchaba ante la certeza de que la volvería a ver al cabo de pocos días. No pensaba en lo que haría en el momento de encontrarse de nuevo con ella. En el interior de su ánimo parecía dar brincos un potro joven sin domar al que no reconocía.

El general de Artillería don Julián Martín-Marcos miraba de soslayo y con cierta perplejidad a su hija mientras almorzaban aquel sábado de la Navidad de 1954 en el espacioso comedor de su vivienda, un primer piso de la calle de Castelló. Don Julián presidía la mesa flanqueado por su mujer, doña María del Pilar Cifuentes y por su demoníaca suegra, doña María del Pilar García Ruiz. Al lado derecho de su esposa se acomodaba su suegro, don Julián Cifuentes Vega, ingeniero jubilado y una de las más importantes fortunas burgalesas. A su vera, ocupaba plaza doña Margarita Lucas Ortiz, madre de don Julián y viuda don Agustín Martín-Marcos del Valle, padre de don Julián, que murió siendo un joven teniente de caballería en la batalla de Annual, durante la guerra del Rif, en el año 1921, cuando don Julián contaba nueve años. En el lado opuesto de la mesa ovalada almorzaban sus hijos Pili y Julianín. Dos mujeres de edad madura, uniformadas con largos vestidos negros y cofias y mandiles blancos, servían la mesa.

La luz poderosa del sol atravesaba las cortinas y henchía una sala ornada de cuadros alegres, la mayoría de pintores inspirados en el pincel de Sorolla, y muebles de maderas nobles embellecidos por la pátina del tiempo. Mientras le hincaba el diente al pavo asado, el militar dirigía ojeadas hacia Pili y se decía que la chica estaba a todas luces metida en plena bobería de la adolescencia. ¿Le habría picado ya el bicho del amor? Esa mañana casi lloraba al salir de misa. ¡Y según ella, por un vulgar villancico que podía cantar media España de memoria! Después, pareció alelada de regreso a casa, a bordo del coche oficial. Y ahora, apenas comía y, de cuando en cuando, sonreía para sí, como si hablara con ella misma. Además, no atendía a casi nada de cuanto se hablaba en la mesa. Todo ello resultaba aún más extraño, se decía el general de brigada, si se tenía en cuenta que el día anterior, durante la cena de Nochebuena, la actitud de la chica fue alegre y desenfadada. Como solía ser casi siempre Pili. Y ahora estaba allí enfrente cabalgando una nube; como en Babia, vamos. Quizá el paso de la adolescencia la estaba volviendo algo chiflada. ¡Esa idea estúpida de ir a la universidad!

Con cuarenta y tres años recién cumplidos, don Julián era un militar de fulgurante carrera. Había nacido en Madrid, pero al salir de la Academia General, en 1934, fue destinado a Burgos. Y allí le sorprendió el levantamiento de Franco de julio de 1936, cuando tenía veinticinco años. No dudó un instante sobre cuál iba a ser su bando en la guerra que empezaba. Se unió a los oficiales alzados en la ciudad, en apoyo de la rebelión militar, y en apenas unas horas lograron conquistarla. Cuando Franco llegó a Burgos en octubre e instaló allí su cuartel general, el joven Julián fue escogido como uno de los oficiales ayudantes del Estado Mayor del Gobierno del general rebelde. Unos meses después, ascendió a capitán. Y antes de concluir la guerra, ya era uno de los generales de brigada más jóvenes del Ejército de Franco.

El nombre de su padre pesó sin duda en la elección para el puesto que ocupaba. Porque aquel teniente de caballería que había luchado en la primera guerra del Rif, murió heroicamente en la última carga de caballería, durante la batalla de Annual, mandada por el teniente coronel Fernando Primo de Rivera, caído también en el curso del combate. El cuerpo del teniente Agustín Martín-Marcos del Valle fue repatriado tres años después de la batalla y enterrado en Madrid con honores militares. A título póstumo, recibió la Medalla Militar Individual al Valor.

Don Julián no escuchó un solo tiro en la guerra salvo los pocos que se dispararon en las primeras horas de la rebelión en Burgos. Los tres años de conflicto, permaneció en la ciudad. Allí había conocido a Pilar al poco de llegar, una hermosa muchacha de dieciocho años, hija de una de las familias burgalesas más acaudaladas. Se casó con ella en noviembre de 1936 y la ceremonia fue oficiada por el propio monseñor Eijo Garay, que logró escapar de Madrid antes de que fracasara en la ciudad la rebelión militar y buscó refugio en Burgos, bajo el ala protectora de Franco. Pili nació en junio de 1937, una niña ochomesina. A la conclusión de la guerra, la familia se trasladó a Madrid, donde el joven Julián siguió medrando, de oficina en oficina y sin pisar un solo cuartel.

El general de brigada don Julián Martín-Marcos era un hombre de suerte. Respetado en el Ejército, heredero del apellido de un héroe, condecorado en numerosas ocasiones por sus méritos de despacho, héroe a su vez de una guerra sin haber participado jamás en una batalla, autor de uno de los más importantes braguetazos que se recordaban en la ciudad de Burgos, tenía una hija muy guapa que era la gran pasión de su vida. Con la intensidad con que quería a Pili nunca había querido a nadie. Ni siquiera a su madre, ni tampoco a su esposa.

Ni por supuesto a su amante, Leonor Antúnez, una prostituta a quien conoció en un lupanar de lujo y a la que retiró del oficio, poniéndole un piso en Madrid, en el que se encontraban, al menos, dos o tres veces por semana.

Leonor no era, sin embargo, la única mujer de su vida al margen de su esposa. Por el gusto de la variedad, frecuentaba otras rameras en un exclusivo burdel de la Gran Vía, de cuando en cuando, con sus amigos de la milicia. «Cambiar de yegua alegra la cabalgada», solía comentar a sus camaradas, seguro de que provocaría un coro de risotadas cuarteleras.

Porque don Julián Martín-Marcos era un soldado de los de antaño: temeroso de Dios, héroe de oficina, guardián severo del nombre de su familia, respetuoso de las tradiciones, amigo del poder y de la fortuna, y redomado putañero. Eso sí: a quien tocara a su hija Pili, lo castraba.

Pilar inclina el rostro sobre el plato, corta la carne en pequeños pedazos, juega con ellos antes de llevárselos a la boca, uno a uno, despacio, sin percibir a qué sabe el pavo, cuestión que, por otra parte, en este momento le importa un bledo. Ni siquiera piensa en los turrones de Casa Mira que vendrán después, sus dulces favoritos y con los que sueña todo el año. Habla para sí misma, tratando de no mover los labios, con la intención de que nadie note nada.

«Esteban…, nunca he conocido a nadie con ese nombre. Creo que es un nombre que no me gustaba. Pero ahora sí me gusta. ¿Cómo se dirá en polaco? Me gustaría llamarle Esteban en polaco y de una manera muy suave. Tengo que buscar un mapa en el que aparezca Polonia. Y saber todo lo que le ataña. Porque estoy segura de que su sacerdocio ha sido, en cierta manera, una obligación. ¿Preferiría a su Dios antes que a mí? Quisiera pensar que no».

«Pero no debo imaginar ahora nada que tenga un signo negativo. Quiero quedarme con esa timidez suya que he percibido al verle de cerca… ¿Creerá que no me he dado cuenta de su forma de mirar? Yo soy tímida, pero al verle así, ruborizado y mudo, me apetece volverme de pronto descarada. Y voy a ser descarada con él en cuanto vuelva a verle. Muy descarada. Porque sé que él no podría hacer un solo movimiento hacia mí, que se quedaría inmóvil y en silencio. Tengo que ser yo quien le empuje a moverse y hablarme…, para que un día me abrace».

La voz de su madre le devuelve de pronto a la realidad del entorno:

—Pero, Pili, niña, termina el pavo, que te estamos esperando para los postres.

—Y van a salir ya los turrones de Casa Mira —dice don Julián mientras observa a su hija con gesto preocupado.

Pili le devuelve una sonrisa forzada. Contempla a su padre, orondo y satisfecho en la cabecera de la mesa. El muy presuntuoso ignora que su hija le detesta. Si lo supiera, le daría un patatús, como dice la idiota de su madre, doña Margarita, la abuela de Pili, que ahora chupa con la lengua, a sorbetones, la grasa del pavo con que se ha pringado los dedos.

Luces sombrías se mueven al pie del edificio, al otro lado del cristal de la ventana, bajo el cielo sin luna que domina el oeste de Madrid. Stefan mira la ciudad desde allí, en su cuarto del último piso del seminario. Y luego alza los ojos hacia el espacio y distingue una horda de estrellas que proponen una infinidad de mundos secretos. ¿En cuál de ellas habitará Dios? ¿Se encontrará mucho más allá de la luz y de la sombra? ¿Y le estará mirando a él, leyendo en su alma y viendo su deseo de latir y florecer? ¿Estará juzgándole?

Se desnuda y se entierra en la cama para protegerse del frío. Pronto, el calor de su propio cuerpo le conforta. Pero hay otro calor que surge desde mucho más adentro. Con los ojos cerrados, intenta dibujar el rostro de la muchacha que ha conocido hace unas horas e imaginar su cuerpo desprovisto de ropas.

Dibuja un escenario irreal en el que no hay nadie más que ellos dos, Pilar y él. Están desnudos y yacen juntos en un lecho.