Don Leopoldo Eijo Garay concluyó de rezar el rosario de la tarde, junto con las personas de su servicio, en la modesta capilla del palacio episcopal. Despidió a la mayoría de ellos e indicando a Paquito y a Regina que le siguieran, ascendió la escalinata, recorrió el pasillo del piso superior y alcanzó su despacho. Se quitó entonces el solideo de la coronilla, lo dejó en la mesa e hizo un gesto al fámulo para que le ayudara a desprenderse del roquete. Al fin, se sentó en el sillón y, suspirando, apoyó los codos en la mesa.
—Anda, quedaos un rato conmigo los dos —dijo—. Tengo ganas de relajarme un poco antes de la cena. Y, por favor, Regina, tráeme una copita de jerez.
Paquito se acomodó en una silla, frente al Patriarca, y la secretaria salió del despacho y regresó al poco con una bandeja de plata sobre la que portaba una copa de cristal tallado y una botella de Tío Pepe. Dejó la copa sobre la mesa, delante del obispo, y comenzó a servir el licor.
—Quieta, quieta, no te pases, Regina…, que después se me sube a la cabeza y le digo tonterías al Señor en mis oraciones.
—Pero, Patriarca, si luego me va a pedir usted la segunda, como siempre.
—Ah, carallo. Pues nunca me he dado cuenta. ¿De verdad lo dices?
Y guiñó un ojo a Paquito.
Monseñor había tenido un día ajetreado y sentía una cierta fatiga mental. Por la mañana, había ido a visitar al Generalísimo Franco en el palacio de El Pardo y, durante la tarde, recibió en la sala del trono del palacio episcopal a Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei.
El Caudillo le esperaba en su despacho, vestido con traje gris, corbata oscura y zapatos negros de empeine blanco. En la solapa izquierda de su chaqueta brillaba una pequeña cruz laureada de San Fernando, bordada con hilos de oro. Eijo entró precedido de un ujier uniformado como un almirante del siglo XVIII, que al instante se retiró y cerró la puerta detrás de él. Cualquiera que los viera sin haberlos conocido antes, pensó Eijo, no sabría en un primer momento quién era el jefe y quién el subalterno.
Franco se levantó del sillón, rodeó la mesa y besó el anillo que le ofrecía el Patriarca. Luego, condujo al obispo hasta un sofá y los dos hombres se sentaron en los extremos. Como siempre, en la mesa del despacho del jefe del Estado se apilaban las carpetas repletas de documentos. Eijo señaló los legajos:
—Nadie diría que ahí se encierra todo lo que concierne a España, Generalísimo.
—Es un trabajo de titanes gobernar un país, Patriarca.
—Pero el nuestro tiene la suerte de contar con alguien que sabe hacerlo.
—¿Por qué nos atrae tanto el poder, Patriarca? No es tan amable para quien lo posee como pueden pensar los que no lo tienen. Es una pregunta que me hago a menudo.
—Porque no poseerlo supone una humillación ante quienes lo poseen. Es orgullo, sobre todo.
El Caudillo encogió los hombros y adoptó una actitud fatalista.
—Soy un servidor de la patria y un servidor de Dios. Con usted puedo mostrarme humilde, Patriarca, pues me conoce bien. Le diré que muchas veces temo equivocarme, pero siempre he creído que el error de uno solo, y el mío en particular, es menos grave que el error de varios. Me he educado en la milicia.
—Yo he crecido en el seno de la Iglesia y comparto su idea sobre el gobierno de uno solo. Después de todo, nosotros tenemos un Papa como único padre.
—Un Papa elegido.
—Pero con poder absoluto.
—Pío XII es un gran Papa.
—Sabe adaptarse a los tiempos que corren en Europa. Como se adaptó a los de ayer.
—A todos nos gustaba más la Europa de antes de la Segunda Guerra Mundial. Pero, en fin…, hay que afrontar la realidad cuando se gobierna, sea en el Vaticano o en Madrid. Por cierto, no le he ofrecido nada. ¿Desea tomar algo, Patriarca, un café o una infusión?
—No, no, Generalísimo. No debo quitarle mucho tiempo.
—Siempre es un placer recibirle, Patriarca.
—Pero ya sabe que nunca le molesto por asuntos banales. De modo que voy al grano, con su permiso.
—Le escucho.
—He oído que va a proceder a una reforma de las juventudes falangistas. Y como consiliario que soy del Frente de Juventudes, cargo para el que su excelencia me nombró al final de la guerra, creo que debo de estar al tanto de lo que ocurre.
—Tiene usted todo el derecho, Patriarca, debió ser informado. Y ha oído bien: vamos a retocar un poco algunos flecos del régimen. Por cierto, ¿cómo es que lo sabe?
—Bueno, de hecho, más que oír, he leído el proyecto sobre los jóvenes que van a presentarle para su aprobación. Me lo ha mostrado Estebita.
—Se refiere usted a Esteban Bilbao, el presidente de las Cortes.
—Somos buenos amigos, Generalísimo, y le llamo así de forma amistosa.
—Sí, sí, ya sé… Y ambos gozan de toda mi confianza, aunque Estebita tiene la lengua un poco larga.
—Quería advertirle sobre un punto de ese proyecto, excelencia.
—He dado la orden, Patriarca, de que se reforme el Frente de Juventudes porque quiero descargar de contenido falangista mi Régimen. Ya sé que usted se siente casi tan falangista como hombre de Dios…
—No tanto, Generalísimo: Dios está por encima de cualquier poder terrenal.
—Pero, entre todas las fuerzas políticas terrenales, usted se inclina hacia los falangistas. Me han dicho que le llaman el «obispo azul».
—Me gustan más los falangistas que los requetés o los monárquicos, no se lo voy a negar. Son menos blandones, menos meapilas, como se suele decir.
—A mí me desconciertan con su palabrería. Con eso del ademán, el quehacer, los luceros y el puesto que tienen allí. Ya no se sabe de lo que hablan.
—Tienen que llamar la atención. De todas formas, excelencia, yo soy en lo terrenal, por encima de todo, franquista.
—Cómo le agradezco su lealtad, Patriarca. No sabe cuán solitario es el poder y el esfuerzo sobrehumano que supone servir a España… Y en lo político, comparto por lo general sus criterios: me gustan más los falangistas que otros. Lo que sucede es que, en este momento, después de haber firmado los acuerdos con Estados Unidos, el Régimen debe ser aceptado por la Europa liberal. Y a todo lo que desprenda aroma a fascismo debemos aplicarle un perfume nuevo.
Franco miró hacia lo alto y suspiró antes de añadir:
—La historia manda sobre los hombres, querido Patriarca, y los fascismos, después de todo, perdieron la guerra, nos guste o no. Y ahora se ha producido un cambio conveniente para nosotros. Los americanos, como los europeos, tienen como principal enemigo al comunismo. Y ahora, hay una ventaja añadida para España, pues los españoles hemos sido los únicos en derrotar a los comunistas y en desterrar hasta sus últimos vestigios el fatal espíritu de la mal llamada Ilustración. ¿Lo entiende usted, Patriarca? Contamos con más experiencia que otros en cazar comunistas, aquí en España les dimos una buena zurra.
—Lo entiendo muy bien, excelencia. Pero no es eso lo que me Preocupa. El proyecto que ha pasado por mis manos tiene un fuerte Contenido laico, suprime las capellanías y reduce el papel de la Iglesia en la organización juvenil casi a cero. Y la Iglesia, como Pilar fundamental de nuestro Régimen, no quiere que los jóvenes se descarríen hacia el ateísmo.
—No he leído aún el texto definitivo.
—Lo que he venido a pedirle, Generalísimo, es que lo lea a la luz de la fe y no sólo de la conveniencia política. Que no quede la Iglesia al margen, para ser concretos.
—No tenga duda de que así se hará, Patriarca.
Eijo hizo intención de levantarse.
—Espere un instante, por favor, espere… —dijo Franco—, quiero consultarle algo. No lo he hablado con nadie y no creo que sea asunto médico ni cosa parecida. Quizá usted es la persona para hablarlo… A veces tengo la sensación, cuando estoy solo, de que hay fantasmas moviéndose a mi alrededor. No me hablan. Parecen vigilarme, como si quisieran recordarme algo con su sola presencia. Creo que intentan despertar en mí el remordimiento y el arrepentimiento de algo que consideran pecaminoso. ¡Van listos! En mi alma no hay lugar para tales debilidades, porque siempre he estado del lado de Dios. Visten harapos y sus rostros apenas se dejan ver, tienen los ojos hundidos y aspecto famélico. Caminan descalzos… Y…, en fin, tienen sangre en el pecho. Estoy aburrido de sentirlos.
—¿Quiénes cree que son, excelencia?
—No lo sé, Patriarca.
—¿Le dan miedo?
—Me incomodan: no temo a nada ni a nadie, como usted sabe.
—No les mire entonces, no les haga caso. Acabarán por desaparecer. No obstante, como yo le he absuelto de toda culpa durante los años que fui su confesor, si lo precisa de nuevo, excelencia, le absuelvo otra vez.
—Hace mucho que no me confieso con usted, Patriarca.
—A mi edad, me cuesta ya un poco desplazarme, excelencia. Además, ¿de qué podría confesarse el hombre que salvó a la Patria y que a todas horas se desvela en sus cuidados por protegerla del mal?
—Todos los hombres somos pecadores…, aunque yo no sea de los peores.
—No todos pecan, Generalísimo.
—¿Usted no lo hace?
—Yo no necesito confesarme a nadie, porque me confieso yo solo. Pero hablamos de vuestra excelencia. ¿En qué cree que peca? —Eso es lo que me asombra: que no lo sé, Patriarca.
—Repasemos juntos los peores pecados, los capitales. ¿Es soberbio?
—No me tengo por tal, sé escuchar cuando es necesario.
—¿La avaricia le domina?
—Tanto tengo que ni sé lo que poseo; de eso se ocupa mi esposa.
—¿Y la lujuria?
—Hice lo justo para tener descendencia.
—¿Se deja llevar por la ira?
—Soy frío. Ni siquiera me tiembla la mano para firmar sentencias de muerte. Otra cosa son los fantasmas del pasado… —¿Y cómo anda con la gula?
—Con un filete a la plancha o un pescado hervido, voy que chuto. Y no bebo ni un vaso de vino en las comidas. Si acaso, un mosto de cuando en cuando… Pero eso no es un pecado capital, supongo.
—En todo caso, sería una extravagancia irreparable, excelencia… Y en fin, la envidia…
—¿A quién puede envidiar el vencedor de una guerra y dueño absoluto de los destinos de la Patria?
—¿Lo ve? —concluyó don Leopoldo—. Usted no precisa confesión. Trazó la señal de la cruz en el aire, ante el rostro de Franco, mientras repetía la fórmula:
—Ego te absolvo pecatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
Añadió a renglón seguido:
—Y no tenga remordimiento por esos fantasmas. Sabían que estaban jugando con fuego, el fuego de la ira del Señor…, que por cierto es un pecado capital permitido tan sólo al Altísimo.
—No tengo remordimiento ninguno, Patriarca, ya lo sabe: entre nosotros no cabe la hipocresía. Había que extirpar la mala hierba después de la guerra, quemar los rastrojos. Y esa responsabilidad debía caer sobre mis hombros. Si esos espectros quieren decirme que aquello fue un crimen, yo puedo responder que la Historia debe construirse a veces sobre la muerte y que el cuerpo de la Patria se lava a menudo con sangre.
—La Iglesia no tiene nada que reprocharle, Generalísimo. En las antiguas Cruzadas también se vertió sangre. De modo que no podemos llamar crimen a lo que fue necesidad, excelencia. Y no mire a esos fantasmas. Acabarán por desaparecer de su lado.
—Eso espero, Patriarca. No se puede fusilar a una sombra.
Unos minutos más tarde, satisfecho, con pasos majestuosos, monseñor Eijo Garay abandonaba el palacio de El Pardo. Dos soldados de la Guardia Mora presentaron sus armas al tiempo que cruzaba el portalón principal. Eduardo le abrió la portezuela trasera del coche, quitándose la gorra e inclinando el cuerpo mientras le daba paso. El automóvil se alejó de los señoriales jardines camino del corazón de Madrid.
La conversación con Franco trajo a la memoria del Patriarca lo años que siguieron al fin de la guerra. Se acordaba de sus visitas las cárceles, sobre todo a la de Porlier, donde los presos, muchos de ellos condenados a muerte, formaban para escuchar sus sermones y rezar con él suplicando el perdón de Dios. También le vinieron a la memoria las cartas que recibía de las esposas de los hombres condenados a muerte, en las que le suplicaban piedad y le pedían que intercediese por sus vidas ante Franco. Eijo respondía siempre con la misma misiva, cuyo texto todavía era capaz de repetir palabra por palabra: «Señora viuda de… En contestación a su carta, pidiéndome que intervenga a favor de su familiar condenado a dar cuenta a Dios de sus culpas, siento mucho manifestar a usted que no me es posible hacer otra cosa en su favor que rogar a Dios Nuestro Señor que le dé lo que más le convenga».
Es verano, 15 de agosto de 1940, y sobre el patio de la cárcel de Porlier se derrama un calor africano. Don Leopoldo Eijo Garay, contándolos mentalmente uno por uno, ha subido los diez escalones del estrado de madera que domina, como un patíbulo de tosca construcción, la explanada del presidio. A su izquierda, un clérigo le protege del sol con una sombrilla negra. El Patriarca se apoya en el atril con las dos manos y pasea la mirada ante la multitud de hombres alineados, todos ellos en posición de firmes. ¿Mil presos, dos mil acaso?… Tal vez más, porque don Leopoldo nunca ha sido ducho en calcular un número cuando es tanta la muchedumbre. Pudieran muy bien parecer un regimiento militar por la manera de formar, pero carecen de uniforme. Visten ropas que sor casi harapos y algunos se protegen la cabeza con una boina o un pedazo de tela de saco: no obstante, la mayoría muestra los cráneo: rapados casi a ras del cuero cabelludo. Eijo distingue los rostros d(los reos de las primeras filas. Muchos de ellos muestran facciones muy marcadas y huesudas, piel cenicienta y ojos grandes que miran con asombro. Al fondo del patio, amarrados a los barrotes de las ventanas de las celdas, cuelgan al sol calzoncillos y camisetas. A su espalda, el oscuro paredón de ladrillos en donde, hasta hace unos pocos meses, se fusilaba a los condenados a muerte, aparece adornado con un gran emblema del águila del Régimen, que sujeta con sus garras el yugo y las flechas de Falange. Lo han pintado los propios presos. Los rastros de sangre se han borrado de los ladrillos, pero quedan los impactos de las balas de los pelotones de fusilamiento. Ahora, a los reos de pena capital se les ejecuta en los cuarteles de campamento y en los cementerios del extrarradio de la ciudad. Esta mañana, no hay nubes sobre el cielo ancho y feroz de Madrid.
Vestido con su sotana color violeta bajo el roquete blanco, el pectoral colgado del cuello y el solideo morado sobre la coronilla, Eijo se inclina un poco hacia delante, siempre sujeto con sus dos manos al atril, y recita de memoria:
—Signum magnum apparuit in cuelo: mulier amicta sole, et luna sub pedibus ejus, et in cespite, ejus corona stelarum duodecim.
Yergue el cuerpo el obispo y, de inmediato, traduce:
—Apareció en el cielo un gran prodigio; una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas. Retira las manos del atril.
—Era la Virgen en su ascensión a los cielos, cuya fiesta conmemoramos hoy y a la que convocamos también a los pecadores. ¡Sí, a los pecadores, a los ateos y a los que han pregonado y celebrado el fin de Dios! Y vosotros estáis entre ellos, infelices condenados.
Da un paso hacia atrás y contempla la formación. Alrededor del rectángulo del patio y al pie del estrado, hacen guardia decenas de vigilantes armados con fusiles máuser. Apenas se percibe un leve ruido en la enorme explanada tapizada de tierra pardusca. Eijo sabe que todos los ojos están puestos en su figura y todos los oídos abiertos para escucharle.
Vuelve a inclinarse hacia delante.
—Y ese día dijo la Virgen al Señor: «Me llamarán dichosa todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el que es Todopoderoso y cuyo Nombre es santo; y su misericordia se extiende de generación en generación a los que le temen».
Nueva pausa. Lejos, un preso ha caído desmayado, vencido por el sol. Nadie se mueve en su ayuda.
—A todos los que le temen… ¡Temedle pues! Sólo así será posible que su misericordia os alcance. Y si vuestra vida no es salvada en la mezquina Tierra, que al menos lo sea en el Reino de los Cielos por la inmensa caridad del Señor. ¡Orad conmigo! «Padrenuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino…».
El coro ronco de las voces de los presos y los guardias se alza en la explanada. Concluido el breve rezo, Eijo ordena:
—Y ahora, ¡cantad conmigo!
Salve Regina, Mater misericordiae
Vita dulcedo, et spes nostra salve.
Ad te clamamus, exsules filii Heave.
Ad te suspiramus gemeentes et flentes
In hac lacrimarum valle…
Cierra los ojos Eijo cuando, poco después, el coro de la multitud formada ataca las últimas estrofas:
O clemens, O pia,
O dulcis Virgo María.
Al abrirlos, el sol parece haberlo cegado todo. Pero las formas van dibujándose de forma precisa en unos pocos instantes. Varios cuerpos de hombres han caído al suelo durante el canto y yacen desvanecidos sobre la dura tierra. Eijo dicta una nueva orden:
—¡Todos de rodillas! Con ambas rodillas, no con una sola. Y la cabeza baja.
La multitud de presos obedece como ante una voz militar. Eijo traza la señal de la cruz en el aire.
—Que más tarde o más temprano, aquí en la Tierra o arriba en los Cielos, vuestros pecados sean perdonados y que la misericordia infinita del Señor redima vuestros crímenes. In nomine Patris et Filii Spiritus Sancti.
Un coro de voces responde:
—Amén.
—Podéis levantaros.
Se alzan los cuerpos miserables, algunos con esfuerzo. Una leve polvareda se levanta junto a ellos. Hay nuevas sombras tendidas en el patio. Eijo vuelve el cuerpo hacia la escalera del patíbulo.
—¿Camarada alcaide? —invita Eijo, con un gesto, al hombre que espera al pie del estrado.
Tocado por una boina roja, ataviado con pantalón oscuro, camisa azul de mangas recogidas sobre el codo, un bordado de yugo y flechas rojas sobre el bolsillo izquierdo de la pechera y correaje negro con hebilla cruzando desde el hombro a la cintura, un hombre menudo de piel blanquecina y gafas de gruesos cristales trepa los escalones y se sitúa junto a Eijo. Alza el brazo derecho hacia el cielo y todos los presos y los guardias le secundan con el mismo saludo. Eijo levanta también el suyo, pero recordando a Franco, lo deja ligeramente doblado, sin tensar el músculo. El director de la cárcel comienza a cantar el himno falangista y las voces de los presos y los vigilantes se alzan de nuevo en coro:
Cara al sol con la camisa nueva
que tú bordaste en rojo ayer…
Por el rostro de monseñor cruza una sonrisa que nadie descubre. Le hacen de pronto gracia la situación y el canto. Más de cara al sol no se puede estar, desde luego…; pero camisas nuevas no hay ninguna, salvo la del director del presidio.
Finaliza el himno:
¡Arriba escuadras a vencer,
que en España empieza a amanecer!
Sí, se dice, menudo amanecer para algunos de los que están allá abajo…, amanecer de fusiles y paredones si Franco firma sus sentencias.
Toma de nuevo la palabra:
—Que Dios os perdone, infelices pecadores. Y ahora, para que seáis conscientes de su infinita benevolencia, el Caudillo ha decidido, inspirado por la Misericordia del Señor y en celebración de la Ascensión de la Virgen a los Cielos, conmutar a veinte de vosotros la pena de muerte por la de cadena perpetua. El camarada director procederá a leer la lista cuando yo me ausente.
La multitud se arrodilla mientras Eijo Garay desciende los escalones. Cruza junto a la primera hilera de presos camino de la puerta que da al interior del presidio. Ve a un hombre que sujeta la boina entre sus manos. Todo su cuerpo tiembla: las rodillas que apenas le sostienen sobre el suelo, los brazos, las mandíbulas, los labios… El hombre le mira y parece que quisiera decirle algo. Pero no atina a hacerlo o no se atreve. En sus ojos brillan las lágrimas y mechas de cabello sucio le caen sobre la frente. Los pómulos se marcan rotundos bajo la piel oscurecida en la que puntea una barba grisácea de dos o tres días. Su mirada despierta miedo, su gesto hipnotiza. Eijo se detiene un instante junto a él.
Con voz trémula, el hombre acierta a hablar:
—Soy de Pontevedra…, señoría…, un simple pescador que ningún mal le hizo a persona alguna.
Eijo hace un gesto al clérigo que le acompaña.
—Toma nota de su nombre. Y dáselo de inmediato al alcaide. Le dices que, si no está, lo incluya en la lista que va a leer, que ya me ocupo yo de hablarlo con el Caudillo. Y me das a mí también el nombre.
El preso se arroja a los pies del Patriarca. Llora, intenta besárselos. Pero Eijo se aparta con gesto de asco.
—Reza por tus pecados. Y dale las gracias a mi padre, que fue pescador y murió en la mar.
Regresaba del palacio de El Pardo y, ausente de la realidad mientras recordaba, el Patriarca reparó que el coche ascendía la cuesta de Segovia camino del cercano palacio episcopal. Sintió de pronto un retortijón en las tripas y, exento de pudor, se alivió sin reparos. Abrió la ventanilla y el gélido aire madrileño entró en el coche rascándole la piel.
—No sé qué le sucede a este coche con los olores, Eduardín —dijo al chófer.
—Sí que es raro, reverendo Patriarca…
—Habrá que llevarlo al taller. Ocúpese de ello un día de estos. —Como disponga su excelencia reverendísima; pero no me parece que sea asunto de mecánica.
—Yo de esas cosas no entiendo. Pero algo le marcha mal en las tripas.
—Eso sí que es más probable, excelencia reverendísima: cuestión de tripas.
—Serán los años.
—Puede que sí, reverendísimo señor Patriarca. Con los años, los coches pierden el pudor.
—Son como nosotros: cuando envejecemos, no nos abochorna casi nada. ¿No crees, Eduardín?
—Es usted un sabio, excelencia.
—¿Sabes, hijo? Una de las mejores cosas que tiene ser obispo es que puedes escoger chófer. Y yo acerté eligiendo a un gallego. Me siento muy orgulloso de ti, Eduardín.
—Muchas gracias, reverendísimo señor Patriarca.
Desde el trono de su salón de palacio, vio avanzar hacia él a don Josemaría Escrivá de Balaguer. Vestía sotana negra, no era particularmente alto y, al caminar, parecía balancearse hacia los lados, como si anduviese a duras penas sobre la cubierta de un navío en un mar agitado. Su voz sonaba aflautada y dulzona, levemente infantil. Eijo Garay no lograba comprender cómo aquel hombre Podía atraer a tanta gente hacia su orden religiosa ni en qué podía residir su carisma. Al Patriarca le parecía que poseía un cerebro inmaduro, una mentalidad casi infantil. «Los designios del Señor son inescrutables», se dijo cuando ya el otro llegaba a los es calones, subía los dos peldaños, se inclinaba ante él y besaba su anillo.
—Anda, Josemari, siéntate —dijo señalando una de las sillas.
—Como siempre, es un honor que me haya llamado, reverendísimo señor Patriarca. Nunca olvidaré que fue usted quien primero dio su aprobación diocesana a nuestra Obra…, pese a la dura oposición de algunas órdenes religiosas de mucho peso.
—¿A qué órdenes religiosas te refieres?
—Su excelencia reverendísima, lo sabe usted bien.
—Pues no tengo una idea clara, la verdad.
Escrivá compuso un gesto grave y las cejas parecieron cerrarse sobre sí mismas, como si se hubieran movido para unirse en el entrecejo. La expresión le recordó a Eijo a una caricatura del Diablo que había visto recientemente en La Codorniz, una revista de humor que leía cada semana.
—Los jesuitas, por supuesto —dijo Escrivá.
—Ah, los jesuitas…
—Son traicioneros, como Judas.
—¿No me digas? Yo creí que eran sólo jesuíticos.
—Y engañosos.
—El rencor es un pecado, Josemari.
—Disculpe, su excelencia reverendísima. Me confesaré esta misma tarde, se lo prometo, Patriarca. Y le ruego encendidamente que me perdone.
—Anda, anda, por mi parte estás perdonado. Y vayamos al grano.
El Diablo desapareció del rostro de Escrivá y, en su lugar, asomó de nuevo su sonrisa de niño candoroso y algo pícaro.
—Te he llamado —continuó Eijo— porque quiero que dirijas los esfuerzos de tu Obra hacia ciertos asuntos.
—Le debo toda mi obediencia, Patriarca.
—Verás, se trata de algo muy sutil. Afina tu atención, haz un esfuerzo, hijo.
—Soy todo oídos, reverendísimo Patriarca.
—Te diré que, en cierto sentido, estoy preocupado por la evolución de los asuntos políticos. Ya sabes que soy amigo personal del Generalísimo Franco y de Pío XII, e imaginarás que he tenido algo que ver con la firma del Concordato entre España y el Vaticano…
—Estoy convencido, Patriarca: su mano es muy larga.
—No califiques de mano larga a la prudencia, hijo. En asuntos que conciernen a la Iglesia, soy capaz de controlar las situaciones delicadas. Pero en las cuestiones meramente políticas, se me escapan muchos hilos. El pacto con los Estados Unidos, ¿tú lo hubieras firmado?
—Desde luego, Patriarca. Los americanos son los dueños del dinero en el mundo. Y el dinero mueve tantas montañas como la fe.
—Lo que sucede es que ese pacto contiene acuerdos no escritos. Y entre ellos, la exigencia de dotar a la política española de una apariencia más liberal. Habrás percibido que, en el último cambio de gobierno, hay menos presencia de falangistas y mayor número de católicos.
—Eso ha sido una grata noticia, Patriarca. No aguanto a los falangistas: se mofan de mi persona.
—No es tan grata la noticia, hijo, no tan grata… Franco pretende darle al Régimen una apariencia de liberalidad. Y es una atinada decisión, porque el mundo ha cambiado desde el final de la Guerra Mundial y hay que adaptarse lo mejor posible a la Europa que nos rodea, sin abandonar por ello las esencias de nuestro Régimen, que es cristiano y anticomunista.
—Lo sé.
—Pero en todo esto hay un riesgo evidente: que en los movimientos cristianos comience a infiltrarse el enemigo.
—¡El Diablo!
—Llama como quieras al comunismo.
—¡Sí, el Maligno!
—Lo que quiero pedirte, Josemari, es que gente de tu Obra se acerque a los movimientos de base cristiana, como la HOAC.
—Pero esos son movimientos obreros y la Obra trabaja con las élites de la sociedad.
—No te estoy pidiendo que envíes a tus banqueros a los andamios. Pero sí que escojas algunos jóvenes y…, ¿cómo decir?…, les insistas en que trabajen un poco en el interior de esos movimientos: las Hermandades, las organizaciones de la juventud cristiana…
—Lo intentaré.
—Hazlo sin demora. Y dentro de unas semanas me traes un informe.
—Haré cuanto pueda, excelencia reverendísima.
—Pues eso es todo, Josemari. Te quedo muy agradecido.
—El agradecido soy yo. Por su infinita bondad y por el privilegio que me otorga en el trato.
Escrivá besó su anillo, se levantó y se encaminó hacia la puerta, marchando sobre la alfombra roja con pasos torpes. Eijo Garay sintió entonces un impulso infantil: levantarse, correr tras él y darle una patada en el culo. Pero se contuvo.
El día le había dejado satisfecho. Se acercó la copa a los labios y bebió un hilo de jerez. Estaba muy frío, como a él le gustaba.
—Bueno, Paquito —dijo al fámulo—, ¿has visto a Escrivá de Balaguer?
—Sí, señor Patriarca, cuando salía de ser recibido por usted. —Venga, haznos reír un poco a Regina y a mí.
El chico se levantó y comenzó a caminar por la habitación, imitando los andares del fundador del Opus Dei, mientras dibujaba en los labios una risa bobalicona. Luego, se detuvo ante el obispo y, aflautando la voz, dijo:
—Reverendísimo Patriarca, ¿a quién hay que querer más?: ¿a la Virgen o a Jesucristo? Es una duda que no me deja vivir. Dígame, dígame, reverendo Patriarca: ¿a la Virgen o a Jesús?
Regina y Eijo reían a coro.
—Pues al Creador, idiota —respondió Eijo.
—Ay, ay, señor Patriarca, cuán sabio es usted. Pero después de Creador, ¿a quién más? ¿A la Virgen o a Jesús?
—A quien te parezca mejor, cretino.
—Ay, ay, qué cosas dice, señor Patriarca… Y dígame, ¿a quién quiere usted más, a los jesuitas o al Opus Dei?
—Los jesuitas son inteligentes, pero un poco traidores. Y vosotros sois honrados, pero tontos.
—Ay, ay, señor Patriarca. Los jesuitas son felones y fementido: —Y tú eres gilipollas, Josemari.
—¡Por favor, reverendo Patriarca! —exclamó Regina entre risas.
—Vamos, Regina, no me digas que hay otra palabra mejor para definir a semejante necio. Recuerda que soy académico de Lengua…
Rieron durante casi media hora con las imitaciones de Paquito, quien caricaturizó por turnos a Escrivá, a monseñor Morcillo y a varios ministros falangistas. Luego, Eijo Garay terminó su jerez, se levantó y despidió al muchacho. Mientras recorría el pasillo camino del comedor, se apoyó como de costumbre en el brazo de su secretaria.
—Me ha dado por pensar, Regina, que ese chico…, el sacerdote polaco se va a sentir muy solo en navidades. Yo sé bien lo que es eso, porque cuando era joven pasé muchas navidades en soledad. Llama al seminario mañana temprano y le invitas a cenar en Nochebuena. Y dile también que me ayudará después en la misa del gallo. Dormirá en el palacio, así que hay que prepararle una habitación para esa noche.
—Como usted disponga, Patriarca.
—¡Qué gracioso es Paquito! ¿Verdad? No he tenido un fámulo más divertido.
—Si supieran Escrivá y Morcillo y otros cuantos más lo que usted opina de ellos…
—Morcillo ya lo sabe, porque en el fondo, muy en el fondo, no es del todo bobo. En cuanto a Escrivá, no le da el cerebro para tanto. Es un solemne mentecato.
Stefan temía las navidades. Al aproximarse, sentía que su espíritu comenzaba a temblar. Y ahora, cuando quedaban dos días para la Nochebuena, tenía miedo ante la amenaza de la inmensa pena que, bien lo sabía, iba a acometerle.
Casi todas las navidades de su vida, hasta donde su memoria llegaba, habían sido tristes. Por lo menos, desde 1939. Antes, de una manera vaga, Stefan recordaba con emoción aquellas fiestas alegres en que venían a su casa los hermanos de su madre y sus numerosos primos. Primero, en la Nochebuena, se daban unos a otros los pedacitos de una oblea de forma rectangular, consagrada antes en la Iglesia del barrio por el sacerdote, deseándose felicidad para el tiempo venidero y disculpándose por las querellas y las riñas. Luego, todos contemplaban el cielo mientras atardecía, y cuando la primera estrella asomaba en el firmamento, su madre decía: «Podemos empezar». Salían entonces a la mesa los doce platos distintos que iban a constituir la cena; entre ellos, las sopas de remolacha o de setas y las sabrosas carpas de lago, un guiso obligatorio de Nochebuena en casi todos los hogares del país. Las tartas de manzana, requesón y amapola cerraban en suntuoso banquete. A Stefan le gustaba especialmente un postre que llamaban Kutia.
Los regalos que dejaba en la casa el siempre invisible San Nikolakis, venían después, y también los villancicos, coreados por grandes y chicos. Su padre, en ocasiones, para unirse a la fiesta, interpretaba alguna vieja canción sefardí. La celebración se cerraba cuando la familia al completo, con excepción de su padre, se unía a todos los vecinos de la parroquia para escuchar a partir de las doce de la noche la misa del pasterka, del pastor.
Aquella alegría comenzó a diluirse en 1939, con la escasez que atenazó Varsovia tras la entrada de los alemanes y la tristeza que invadió las almas de los habitantes de una ciudad ocupada. No había mucho que agradecerle a Dios por aquellos días, aunque la fe di todos sus vecinos y la suya propia creció aún más ante la adversidad. Fue en ese año de 1939, a la edad de trece, cuando decidió convertirse en sacerdote, de la mano del hombre que más había admirado en su vida: el padre Czeslaw.
Comenzó entonces su miedo a las navidades. Los viejos iban muriendo, o eran deportados a los campos de exterminio como su padre. Y también murieron muchos jóvenes, igual que Tomek, durante el levantamiento de Varsovia. Su padre se unió a la lista de los que se fueron para siempre a poco de regresar de Mauthausen. Después, en su hogar, sólo quedó una inmensa pena por los ausentes.
Años más tarde, durante su estancia en Roma, descubrió una nueva forma de tristeza navideña: la que le producía la soledad. Tan sólo regresó en una ocasión a Varsovia desde su marcha a Italia. Fue en 1951, tres años después de abandonar la ciudad. Y aquella Nochebuena no hubo tíos ni primos, ni canto de villancicos, ni carpa, ni tarta de amapola y ni siquiera una primera estrella en el cielo, como si todas ellas tuvieran vergüenza de mirar a los seres humanos. En la repisa, sobre la chimenea, estaban los retratos de Martin y Tomasz Berman. Stefan y sus hermanas hicieron cuanto estuvo en su mano por alegrar la noche a su madre, pero la pena pesaba sobre los hombros de todos. Después, al salir a la calle, vieron tanques rusos vigilando en las esquinas. Durante la misa del pastor, los cantos de los vecinos no sonaban con gozo sino acongojados. El cura ya no era el viejo y jovial párroco al que Stefan recordaba con tanta claridad: lo habían fusilado los alemanes en 1944.
Pero incluso ese sufrimiento se le hacía a Stefan menos gravoso que la soledad de sus navidades en Roma, en el internado de la Universidad Gregoriana, en donde sólo quedaban aquellos clérigos que no tenían ningún lugar adonde ir.
Y ahora sucedía lo mismo en Madrid. La mayoría de los seminaristas habían abandonado el centro durante las cortas vacaciones. El propio rector se había ausentado y, en su lugar, ocupaba la dirección del seminario el jefe de estudios, Pedopalomo. De los pocos jóvenes que, por razones de orfandad o de lejanía de sus casas, iban a pasar las fiestas en el seminario, Stefan tan sólo había tenido un cierto trato con Ángel Páramo. Pero era un muchacho retraído y melancólico y en nada o muy poco iba a servirle para animar su desconsolada Nochebuena. A Stefan le habían contado que el padre de Páramo combatió en el lado de los republicanos durante la Guerra Civil y que fue fusilado, pocos meses después de concluida la contienda, en el patio de un cuartel madrileño.
Stefan había sentido en su ánimo un hondo desasosiego cuando, al poco de instalarse en el seminario, se enteró de que había allí muchachos como Páramo, hijos de «rojos» pasados por las armas en los penales franquistas. Un día, durante el sermón de la misa de las siete de la mañana, el rector se refirió a ellos para ensalzar la tarea evangelizadora del propio seminario. Dijo que estaban allí por deseo del obispo de Madrid, don Leopoldo Eijo Garay, como parte de un programa destinado a «la poda de los jóvenes brotes crecidos en los árboles podridos, para injertarlos luego en los árboles sanos». El rector atribuyó la sombría frase al propio Patriarca de las Indias Occidentales. Algunos seminaristas originarios de familias franquistas comenzaron a conocer a los huérfanos de guerra como «los pútridos» y el mote acabó por popularizarse entre todos los alumnos, lo que a Stefan le parecía una infamia indigna de un centro religioso. Esa no era la Iglesia cuya fe él había abrazado en la Varsovia ocupada por los nazis.
Ahora, ausente el rector, Pedopalomo parecía feliz, a toda hora esponjado de satisfacción y jubiloso. Rondaba en todo momento a los jóvenes «pútridos» y Stefan temía que, quizá, alguno de ellos acabaría convertido en víctima de aquel hombre en plena celebración del nacimiento de Cristo.
El día anterior a la Nochebuena, Pedopalomo se acercó a Stefan durante el almuerzo. El joven polaco sorbía en soledad, arrimado al extremo de una de las largas mesas del comedor, el líquido de un tazón de caldo de verduras con sabor a repollo rancio. Trataba de recordar con precisión los rostros de su madre y sus hermanas y lo lograba vagamente. Era extraño, se dijo: si cerraba los ojos, podía dibujar con exactitud los rasgos de Tomek y los de su padre; pero no sucedía lo mismo con su madre y sus hermanas. Quizá la muerte sea el mejor cincel de la memoria.
Se había apartado de la compañía de los seminaristas que quedaban durante esos días en el centro, casi todos «pútridos», que en ese momento almorzaban en la enorme sala, acurrucados en el extremo de otra mesa, lejos de Stefan, como pájaros ateridos en el invierno.
Le sobresaltó notar en su espalda, de súbito, el calor de una mano que se posaba en su hombro izquierdo. Giró la cara y encontró la sonrisa blanda de Pedopalomo. Su presencia le produjo, al instante, una sensación de incomodidad y repulsión.
—Eres un muchacho con suerte, padre Esteban. El Espíritu Santo parece protegerte.
—¿Qué sucede, padre Rafael?
—Ha llamado la secretaria de don Leopoldo Eijo Garay…, el Patriarca, ya sabes. Mañana te espera en su palacio para cenar. ¡Dios del cielo! ¡Una Nochebuena en el palacio episcopal! En mi vida podría yo disfrutar de un privilegio semejante. Ya ves, acabas de llegar y ya te invita el obispo. Tienes suerte.
—¿A qué hora debo ir?
—Te cita a las nueve de la noche. Sé puntual.
—Lo seré.
—Creo que duermes allí. Y debes llevar tu roquete, porque tienes que ayudar al obispo en la misa del gallo que celebrará en San Isidro y, al día siguiente, en otra misa de Navidad que dirá en algún otro lado. Yo sólo he visto al Patriarca en dos ocasiones, es un hombre imponente. Amigo del Generalísimo Franco, además… Suerte, suerte… Si fueses español, llegarías a obispo, seguro. ¡Qué privilegio!
—Lo es.
—Da la impresión de que el asunto te deja algo frío, padre Esteban.
—Los polacos exteriorizamos poco nuestros sentimientos. Pero me siento muy halagado, padre Rafael.
—Si tienes ocasión, dile al obispo que en el seminario se te trata muy bien, mejor que eso: excepcionalmente. Y si lo ves oportuno, habla elogiosamente de mí ante el Patriarca. ¡Mira a ver, mira a ver!
Cuando alzaba la voz, a Pedopalomo le salían de la boca gotas de saliva con la velocidad de los perdigones de una escopeta de caza. Había que ladear el rostro para evitar sus proyectiles.
—Lo intentaré, señor.
—¡Ay, qué favor tan grande te otorga el Patriarca! ¡Qué el Espíritu Santo te bendiga!
Stefan sintió el fino salivazo cruzar junto a la punta de su nariz. Al fin, el jefe de estudios le golpeó suavemente el hombro por dos veces y se alejó en busca de la compañía de los otros muchachos. ¿Cómo tomaría el Patriarca que le hablase de un tal Pedopalomo y de los rumores sobre su proxenetismo?, se preguntó Stefan.
Miró hacia la mesa en donde comían los otros jóvenes. Ahora reían, parecían gastarse bromas. Sintió remordimiento por no estar el siguiente día en la cena con ellos: le parecía una suerte de pequeña traición. La cena con el Patriarca turbaba su ánimo.
Se acostó muy tarde, repasando las ceremonias de la misa, pues hacía meses que no decía ninguna. Y por la mañana, se quedó dormido y no asistió al oficio de las siete, ni al desayuno, ni a las primeras oraciones. Pero no pareció que nadie se lo tuviera en cuenta. En lugar de ello, recibió una espléndida sonrisa de Pedopalomo cuando se cruzó con él en el pasillo que conducía a la biblioteca. Por fortuna, no le dijo nada y Stefan escapó de la mojadura de su saliva.
Satisfecho, esponjado, chusco y alegre, el Patriarca trinchó el capó y repartió los pedazos entre los comensales, antes de servirse a s mismo un muslo y rociarlo con abundante salsa. Se sentaban en una mesa redonda y amplia, en el comedor privado del palacio episcopal. Eijo había situado a Stefan a su derecha y, a su izquierda, a la secretaria Regina, en tanto que, dándole frente, se sentaba el fámulo Paquito. Con discreción y presteza, dos monjas, vestidas con manto sencillo y toca blanca, oficiaban de camareras y entraban y salían de la sala atendiendo en todos los detalles el servicio de la mesa.
Antes de hincarle el diente al muslo del ave, el Patriarca canturreó el estribillo de un tema popular:
Échale, échale guindas al pavo,
que yo le echaré a la pava.
Azuquítar, canela y clavo,
que yo le echaré a la pava.
Luego le guiñó el ojo a Paquito, rugió imitando a un felino hambriento y dio un bocado a la carne. El Patriarca se sentía particularmente contento en la Nochebuena. Y monseñor Eijo Garay, cuanto estaba alegre, tenía la costumbre de cantar y gastar bromas.
——¿Te gusta el capón, padre Esteban? —preguntó todavía con la boca llena.
—Creí que era un pavo. No sé qué es un capón, pero está muy sabroso.
—Un capón es un pollo capado que, al carecer de genitales, engorda. Como un eunuco, pero en ave. ¿Tú te comerías un eunuco, Regina?
—Calle, calle, reverendísimo señor Patriarca.
——¿Y tú, Paquito?
—Si tengo hambre, desde luego.
—Como debe ser… Aunque, como dice tu amigo Escrivá, la gula es la vanguardia de la impureza. ¿No es así?
—Un día es un día, amado Patriarca —Paquito imitaba la voz de Escrivá—, ¿o acaso no multiplicó Jesús los panes y los peces en el lago Tiberíades y él mismo se tomó unas chatos de vino en los bodorrios de Caná?
—Bien dicho, Josemari, bien dicho…, cuánto me vas mejorando en perspicacia. Y dime tú, padre Esteban, ¿qué coméis en la Nochebuena los polacos?
—Lo tradicional es que se sirvan doce platos distintos y no debe de faltar la carpa de lago, preparada de distintas formas. Pero desde hace muchos años, la mayoría de la gente no tiene medios suficientes para preparar doce platos.
—Una pena, una pena… Aquí en España, ya hemos pasado la peor época del hambre y por fin se terminó el racionamiento, Dios sea loado. En las navidades, muchas familias comen ya tres platos: sopa, pescado o carne, además del postre.
—No exagere, Patriarca —le corrigió Regina—, la mayoría de la gente sigue con el cocido, las lentejas, los huevos con torreznos y la ropa vieja.
—¡Qué sabrás tú, mujer, si no sales de palacio! —respondió Eijo con cierta irritación.
Luego, se volvió a Stefan y añadió:
—Aquí en España, durante las navidades, la gente tira la casa por la ventana, como lo oyes. ¿Conoces la expresión tirar la casa por la ventana?
—En Roma arrojan los muebles viejos a la calle el día de Año Nuevo. Y también tiran lentejas, no sé por qué.
—No es lo mismo. Aquí la expresión se usa para decir que la gente no repara en gastos, o que se gasta generosamente todo lo que tiene.
El Patriarca concluyó su porción de ave en un santiamén, apenas con cuatro o cinco bocados más. Se recostó luego ufano en la silla y, con las palmas de las manos, se golpeó por dos veces el estómago. Al punto, dejó escapar un recio eructo.
—¡Olé! —exclamó Paquito.
Y el Patriarca lanzó una imponente carcajada.
Más tarde, en un salón anejo, los cuatro tomaron café y turrón, acomodados en sillones tapizados de rojo. El Patriarca ofreció una copita de orujo de hierbas a Stefan.
—Nunca bebo, reverendísimo señor Patriarca, muchas gracias.
—Bien, bien…, es una sana costumbre. Yo hago la excepción en Nochebuena. Es un orujo que me envían de mi tierra, Galicia. Nací allí, aunque me crie en Sevilla; por eso tengo acento andaluz. Pero me siento gallego.
Eijo se giró hacia la puerta y dio dos palmadas. Una de las monjas asomó la cabeza.
—Venga, hermana, traiga las panderetas.
—Sólo hay dos —respondió la religiosa.
—Pues eso, mujer, las dos. ¿Y no hay zambombas y sonajas?
—No creo, reverendísimo señor Patriarca.
—Estamos buenos…, en casa del obispo cuchillo de palo. Pues traiga lo que haya. Y si se encuentra un arpa o un trombón, los trae también.
Eijo movió la cabeza hacia los lados mientras se dirigía a Regina:
—Estas monjitas sólo saben rezar; no valen ni para cantarle a Dios…
Se volvió de nuevo a Stefan:
—Vamos a entonar unos villancicos. A ver si esa bobalicona nos trae los instrumentos.
Regresó la monja y Eijo entregó las panderetas a Regina y Paquito. Por su parte, comenzó a dar golpecitos rítmicos con la cucharita en la taza de café mientras iniciaba el canto, al que de inmediato se unieron el fámulo y la secretaria. Tenía buen oído el prelado, en tanto que los otros dos desafinaban a menudo:
Los pastores son, los pastores son
los primeros que en la Nochebuena
fueron a cantarle
su canción de amor…
Siguió otro villancico:
En el portal del Belén
hay estrellas, sol y luna,
la Virgen y san José
y el niño que está en la cuna.
Y un estribillo de ritmo más festivo:
Ande, ande, ande, la Marimorena,
ande, ande, ande, que es la Nochebuena.
—Ahora, vamos con una divertida —añadió el Patriarca—. Y comenzó:
Cantaaaa el galloooooo…
A coro, respondieron Regina y Paquito:
Canta el gallo…
con el kirikiri, con el kiririkiriiii…
Y don Leopoldo:
laaaa galllinaaaaa…
Respuesta:
La gallina
con el cara cara, con el cara caraaaaa…
Eijo:
looooooooooos polluelooooooos…
Ellos:
los polluelos
con el pío pío, con el pío paaaaaaa…
Los tres unieron sus voces en el final de la canción:
Se arma un lío,
con el kiri kiri,
con el cara cara,
con el pío pa.
Cuando concluyeron, el Patriarca se volvió hacia Stefan:
—¿En tu tierra no se cantan villancicos, padre Berman? —Claro que se cantan, señor Patriarca.
—¡Pues canta uno, diantre!
Stefan sintió que su piel enrojecía:
—Tengo muy mal oído.
—Eso da igual. ¿No te has percatado de los berridos que da Regina al cantar? Parece un gato al que le pisan la cola. Y Paquito es como un pato afónico. Pero ¡en Nochebuena tiene que cantar todo el mundo, incluso los que no saben!
—Yo, reverendo…
—No hay peros que valgan, padre Stefan.
Sonrojado, Stefan comenzó a cantar con voz entrecortada un de los tradicionales villancicos aprendidos en su infancia.
Bóg sié rodzi, moc truchleje,
Pan niebiosów obnazony!
Ogien krzepnie, blask ciemnieje,
Ma granice Nieskonczony.
De súbito, muchas escenas antiguas desfilaban en su memoria. Y sintió deseos de llorar. Alegres y jaraneros, el Patriarca, Regina y Paquito acompañaban la canción con las panderetas y la cucharilla.
Wzgardzony okryty chavala,
Smierteely Król nadw Wiekami!
A Slowo cialem sié stalo
I mieszkalo miédzy nami.
Pudo terminar la canción y contener las lágrimas; tan sólo una leve humedad blandeaba sus lacrimales. Los otros le aplaudieron.
El Patriarca le sonrió con afecto.
—Un villancico muy melancólico. Suena triste, tiene el aire de un lamento, como si el nacimiento de Cristo fuera un hecho triste ¿puedes traducirlo?
—Más o menos es así:
Dios está naciendo, el poder tiembla.
El Señor de los Cielos está desnudo.
El fuego se vuelve hielo,
la luz se oscurece,
tiene fronteras el Infinito.
Despreciado, cubierto de gloria, y mortal, el Rey de los Siglos.
La Palabra se hace cuerpo
y vive entre nosotros.
Sintió de nuevo deseos de llorar.
—Es una letra realmente poética. Pero eso de que el fuego se vuelve hielo y la luz se oscurece…, ¿no sería mejor que el hielo se vuelva fuego y en la oscuridad se haga la luz? —añadió Eijo—. En fin… ahora, el turno de nuestra mejor canción. —Se volvió hacia Regina y Paquito—. ¿Vamos a ello?
Forzando la voz para darle mayor hondura, Eijo atacó la primera estrofa de la «Salve marinera»:
Salve, estrella de los mares,
de los mares iris de eterna ventura,
Salve, ¡oh Fénix de hermosura, Madre del divino amor!
De tu pueblo, a los pesares
tu clemencia de consuelo.
Fervoroso llegue al cielo y hasta Ti,
y hasta Ti nuestro clamor.
El Patriarca concluyó su solo y animó a Regina y Paquito a unirse al coro, mientras movía los brazos en el aire como si fuera un director de orquesta.
Salve, salve, Estrella de los mares,
salve, salve, Estrella de los mares.
Sí, fervoroso llegue al cielo,
y hasta Ti,
y hasta Ti nuestro clamor.
Salve, salve Estrella de los mares, Estrella de los mares.
Salve, salve, salve, salve.
—¡Estupendo, estupendo…! —exclamó Eijo al terminar—. Muchacho —dijo volviendo el rostro hacia el joven clérigo—, mi padre era pescador. Murió en un barco volviendo de La Habana y yo nací un poco después de su fallecimiento. ¡Para que luego digan que el pescado es caro! Así es que me gusta esta salve; es mi homenaje a un padre que no conocí. Y a causa de esa muerte, empobrecida, mi madre tuvo que irse a Sevilla, donde vivía uno de sus hermanos y podía darme una educación. Por esa razón me crie en Andalucía. Pero me gusta recordar de cuando en cuando mi tierra natal.
Se inclinó levemente hacia su derecha y puso una mano en el hombro de Stefan.
—No eres el único aquí que tuvo una niñez infeliz. Paquito tampoco tiene padre. Pero a todos nos espera en el cielo el que es Padre de la humanidad entera, en una eternidad sin huérfanos. Anda, chico, sécate un poco los ojos, que tenemos que prepararnos para la misa del gallo.
Enfundado en la sotana cubierta con un alba, portando en la mano una larga pértiga con dos anillos de metal engarzados en la madera a media altura, el fámulo Paquito cruzó el umbral de una de las portaladas de la concatedral de San Isidro y avanzó hacia el ancho patio bajo la fría cúpula celeste de aquella Nochebuena de 1954. Golpeó por dos veces el suelo con la base de la pértiga y sonaron los aros como campanillas. Clamó al instante:
—¡Paso a su excelencia reverendísima el Patriarca de las Indias Occidentales y obispo de Madrid-Alcalá, don Leopoldo Eijo Garay!
Repitió por dos veces el golpe y el anuncio, mientras cruzaba el pasillo abierto entre personalidades del Régimen y los fieles que aguardaban la llegada del prelado: una turbamulta de militares, clérigos, políticos con uniformes falangistas y mujeres ataviadas de negro y tocadas con altas peinetas y mantillas oscuras.
Precedido por un palafrenero que sujetaba el freno de la caballería, sobre los lomos de una aburrida mula blanca enjaezada con silla de terciopelo y anteojeras y muserolas de raso rojo, don Leopoldo Eijo Garay asomó en el patio de la concatedral de San Isidro: imponente, cesáreo, como un emperador que regresa triunfante de una gloriosa campaña. Vestía capa pluvial sobre la casulla, el pectoral de oro se mecía con pesadez colgando del cuello y la mitra rematada con ínfulas le confería el aspecto de un faraón. En la mano izquierda sostenía las riendas de la acémila y con la izquierda sujetaba el báculo. Detrás de él, varios monaguillos vestidos de rojo formaban una pequeña escolta; entre ellos, asombrado y muerto de frío, marchaba Stefan Berman, con la sotana cubierta tan sólo por el roquete blanco.
Autoridades y fieles aplaudieron con estrépito al prelado y se escucharon incluso algunos vítores. Paquito clamó por cuarta vez, ya en las proximidades de la puerta que daba al templo:
—¡Paso a su excelencia reverendísima el Patriarca de las Indias Occidentales y obispo de Madrid-Alcalá, don Leopoldo Eijo Garay!
Llegó la mula a la orilla del portón, dos mozos acercaron una escalerilla y, ayudado por el palafrenero, desmontó el Patriarca y bajó los escaloncitos de madera hasta alcanzar el suelo. Don Esteban Bilbao, presidente de las Cortes, se acercó hasta el prelado, tomó su mano y se inclinó al tiempo que besaba su anillo.
—Gracias por venir, Estebanín —dijo don Leopoldo.
—Faltaría más, reverendísimo señor Patriarca: antes que nada, soy un buen cristiano. Y una misa del gallo dicha por usted vale ante Dios lo que dos misas de otro.
—No me diga usted eso, Estebanín, no me diga usted eso…
El cortejo entró en la concatedral de San Isidro, atiborrada de fieles. Sonó el órgano alzando ecos en las altas bóvedas y en las covachuelas de las capillas. Al llegar al altar, el párroco y el coadjutor del templo ayudaron al obispo a desprenderse de la capa y la mitra. Eijo entregó el báculo a un monaguillo, se ajustó la casulla y la estola, se recolocó el solideo y volvió el rostro buscando a Stefan. Cuando dio con él, le hizo un gesto para que se aproximara. Y tomándole del brazo, le condujo hacia el altar.
—Vamos, hijo, supongo que estarás emocionado —murmuró casi al oído del sacerdote.
—Es un privilegio, Patriarca, un gran privilegio actuar hoy como ministro vuestro en una misa tan importante. No sé si estaré a la altura.
—Piensa que es sólo una misa más, aunque la llaman del gallo y estemos rodeados de pavos, pavas y algunos capones. ¿Celebráis esta misa en tu país?
—La llamamos misa del pastor.
—Pues entonces estás como en casa. ¿Tienes las manos frías? —Un poco, siempre me pasa en los inviernos.
—Caliéntatelas bajo las ropas, no se te vaya a caer el copón en plena misa.
Emprendieron la ceremonia, entre himnos rituales y solemnes rezos en latín cuyo sentido nadie salvo los clérigos entendía.
Eijo pidió a Stefan que se quedara unos minutos con él en el saloncito, antes de retirarse para dormir. Despidió a Regina y Paquito después de pedir una copa de jerez a la secretaria y se hundió en su sillón de cuero.
—Nos unen muchas cosas, padre Stefan: una infancia pobre y con desgracias entre los seres queridos, la fe en nuestro Dios… ¿Cuándo descubriste tu vocación?
—Era muy niño, pero recuerdo perfectamente el día que lo decidí. Mi madre era religiosa… ya se lo he dicho, Patriarca. Y mi padre era judío y no practicaba la fe de los suyos, sino que se manifestaba abiertamente como agnóstico. Sin embargo, creo que lo que me empujó a la religión fue la admiración que sentía por un sacerdote del colegio, el padre Czeslaw, un hombre muy enérgico y muy valiente. Los alemanes habían invadido nuestro país y él no dudaba en criticar la invasión delante de quien quisiera escucharle. Luego…, me salvó la vida ayudándome a huir junto con otros chavales de Varsovia, durante el levantamiento. Le mataron los alemanes ese mismo día.
—La guerra es lo más terrible que existe, hijo. Pero son peores aún las guerras entre hermanos, como fue la nuestra.
El Patriarca guardó silencio y, por unos minutos, con los ojos cerrados, se hundió en sus pensamientos, como si ignorase de pronto la realidad que le circundaba. Cuando volvió a hablar, parecía haberse olvidado de Stefan.
—Lo peor, sí, lo peor… Estás viendo lo que sucede alrededor, sabes que hay tensión, sabes que los odios flotan en el aire, que hay gente que desea matar a otra gente… Pero cuando la guerra estalla, te coge de improviso, piensas que no es posible, casi te frotas los ojos… ¿Cómo puede ser? Ejércitos que se buscan para aniquilarse, hombres que marchan cantando hacia la muerte… ¿Cómo, cómo es posible algo así? ¿Un mal sueño? Y muertos, miles de muertos todos los días, decenas de miles de muertos todos los meses, centenares de miles cada año…, una guerra que no crees que vaya a terminar nunca.
De pronto, Eijo pareció tomar conciencia de la presencia del joven sacerdote.
—¿Tú puedes comprenderlo, padre Stefan? —dijo.
—He oído decir que la Iglesia consideró esa guerra una cruzada.
—Eso dijo Pla y Deniel, el primado de España. Y a Franco le gustó la idea. Y sí, sí…, era necesaria la guerra. Lo era porque la Iglesia estaba perseguida y porque podía desaparecer si ganaba el comunismo. Muchos sacerdotes murieron, miles de sacerdotes. Sí, era necesaria. Como también es necesaria la vigilancia, ahora en la paz, para extirpar cualquier brote de comunismo antes de que arraigue en la tierra. Porque siempre hay siembra para el mal… Pero una cosa es la necesidad y otra la lógica. ¿Cómo es posible tanto horror, Stefan? ¿Y cómo es posible, después de eso, que los hombres nos creamos justos e inocentes?
Eijo Garay tomó la copa de jerez, dio un sorbo, y la dejó mediada de nuevo en la mesa. Se levantó.
—Es hora de dormir, muchacho. Vamos, acompáñame hasta mi aposento. ¿Te han mostrado ya el tuyo?
—Sí, reverendísimo señor Patriarca.
El obispo se apoyó en el brazo del joven mientras recorrían el pasillo.
—Mañana oficiarás la misa conmigo. Iremos a un colegio de monjas. Cada año escojo un lugar distinto para la misa de Navidad. Y luego almorzaremos de nuevo en palacio. No está bien que los jóvenes estéis solos en las fiestas navideñas.
—Le estoy muy agradecido, Patriarca.
—Quédate en palacio hasta pasado mañana si quieres: es domingo y nos comeremos unas buenas judías con liebre.