Capítulo 3

El Patriarca le espera, padre. La mujer, vestida con falda y blusa de color azul oscuro, le indicaba la puerta del salón de recepciones del obispado. Era pequeña de estatura, algo gruesa y su rostro de galleta exhibía un gesto grave. Tras los cristales de las gafas, sus ojos azules miraban con fijeza al sacerdote. Eran las once en punto de la mañana de un viernes de mediados de diciembre.

Stefan se levantó, dejó la teja y la capa sobre la silla y se acercó hasta ella.

—Debe darle el tratamiento de Patriarca, precedido de reverendísimo o excelentísimo, como le parezca —dijo la mujer—. Al entrar, diríjase hacia él, suba los dos peldaños de la escalera, arrodíllese y, cuando le tienda la mano, bese su anillo. Permanezca arrodillado hasta que le indique que se siente: lo hará con un gesto de la mano, señalando las sillas. Baje entonces los dos escalones y ocupe la del centro de las cinco que hay dispuestas ante el trono. Al terminar, repita la ceremonia y suba a besarle la mano. Y cuando alcance la puerta para salir, vuelva a arrodillarse y santígüese antes de abrirla. ¡Ah!, y otra cosa: antes de decir nada, espere a que él hable primero.

Stefan asintió. La mujer movió el picaporte y empujó la pesada puerta hacia dentro.

En el fondo de la sala, sobre un estrado, bajo un gran crucifijo en el que agonizaba la ensangrentada figura de un Cristo de madera, don Leopoldo Eijo Garay, imponente y con un aire de elegante fatiga, se sentaba en un trono barnizado de oro y forrado, en el respaldo y el asiento, de terciopelo color púrpura. Cinco sillas vacías, debajo de los escalones, formaban hilera. Una larga alfombra roja conducía desde la puerta a los pies del sitial. En uno de los lados de la sala, un par de decenas de sillas aparecían dispuestas en filas, en previsión de recepciones con grupos numerosos de gente.

Stefan se notaba muy torpe mientras caminaba hacia el obispo. Aún tenía los dedos insensibles por el frío de la mañana. Sentía la mirada del prelado recorriendo su figura y ello le turbaba. Notaba la piel encendida a la altura de los pómulos, el signo inequívoco de una timidez que, con frecuencia, era incapaz de ocultar. Cruzó entre las sillas, subió los dos escalones, se arrodilló y, cuando Eijo le tendió la mano derecha, humilló la cabeza y posó los labios sobre la ovalada piedra verde que engarzaba un rutilante anillo de oro abrazado a la falange del anular.

Stefan soltó la mano del Patriarca y esperó. Eijo vestía una sotana negra y se cubría los hombros con una muceta del mismo color, mientras que alrededor de su coronilla se agarraba, cual garrapata, un solideo de seda morada. El pectoral pendía flácido de una cadena gruesa, quedando la cruz de oro a mitad del pecho. Al sacerdote le pareció que el rostro de aquel hombre recordaba a un lagarto, un bicho que anda siempre despistado y que, al tiempo, no baja jamás la guardia. Y percibió en su ánimo un leve sentimiento de temor.

Eijo pensó de inmediato que aquel joven le agradaba. Caminaba con un andar pausado y flexible y su barbilla alzada rechazaba cualquier sombra de timidez en su actitud. Al obispo le recordaba en cierto modo a un cisne y, sin duda, era un muchacho atractivo.

Le indicó que se sentara después del preceptivo beso del anillo. Y le observó fijamente durante unos segundos antes de hablar. El joven ocupó la silla sin recostarse en el respaldo y con las manos cruzadas sobre el faldón de la sotana, a la altura de las rodillas, de tal modo que su espalda quedaba un poco encorvada y el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante. «Bueno, algo tímido sí que parece», pensó Eijo.

—Bienvenido a España…, Stefan, ¿no es así?

El sacerdote asintió:

—Stefan Berman, reverendísimo señor Patriarca.

—Te llamaremos Esteban, a la española. En cuanto a tu apellido, no suena muy polaco. Allí casi todos terminan en insky, owsky, cosas así, según tengo entendido…

—Mi padre era judío, reverendísimo señor Patriarca. —¡Qué curioso!

—Pero mi madre es católica y todos los hijos fuimos bautizados en la fe de Cristo, reverendísimo padre. Por otra parte, Berman es un apellido muy común en Varsovia. Así se llama uno de los hombres más importantes del régimen actual. Y mucha otra gente…

—Tu padre ha muerto, por lo que dices.

—Lo internaron en el campo de concentración de Mauthausen y salió de allí muy enfermo. No llegó a vivir dos años desde el fin de la guerra.

Stefan se frotó ahora las manos y echó una leve ojeada hacia uno de los lados, como si hubiera sentido una presencia incómoda.

—A mí no me gustan los alemanes, muchacho, no te preocupes. Y cuéntame, ¿cómo está nuestra querida y sufriente Polonia?

—No he vuelto a visitar mi país desde que me fui a Roma, en 1948. Pero por las noticias que me envía mi familia, creo que todo va muy mal, reverendísimo señor Patriarca. Pobreza, racionamiento…, y bueno, ya sabe, los rusos. Somos, como casi siempre en nuestra historia, un país ocupado.

—Estáis todos en nuestros corazones, muchacho.

—Quisiera agradecer a su excelencia reverendísima que me hayan brindado la oportunidad de venir a España a continuar mis estudios.

—Es lo menos que podemos hacer desde la Iglesia española para ayudar a nuestros hermanos polacos. Te quedarás aquí los años que desees…

—Gracias, reverendísimo señor Patriarca. Mi objetivo es quedarme un largo tiempo.

—Hablas muy bien el español, por cierto. ¿Conoces otros idiomas?

—Inglés, italiano y ruso. Puedo leer bien alemán. Y tengo nociones de francés y de portugués. Y claro, sé griego y latín.

Eijo se inclinó hacia delante y miró en los ojos del joven mientras recitaba en latín:

Urbs antigua fuit (Tyrii tenuere colonz), / Khartago, Italiam Tiberinaque longe / ostia, dibes opun studiisque asperrima belli; / quam Tuno fertur terris magis omnibus UNAM / posthabita coluisse Samo: hic illius arma, / hic currus fuit; hoc regnum dea gentibus est, / si qua fata sinant, iam tum tenditque fevetque.

Calló y, todavía encorvado levemente, movió la mano hacia delante invitando al joven a seguir. Stefan continuó los versos:

Progeniem sed enim Troiano sanguine duci / audierat, Tyrias olim quae verteret arces; / hinc populum late regem, bello que superbum, / venturum excidio Libyae: sic voluere Parcas.

El Patriarca compuso un gesto de satisfacción y se recostó en el respaldo del trono.

—El gran Virgilio, el gran Virgilio…

Suspiró, y al hablar de nuevo, lo hizo en griego:

Cai eán tauta poieté, dicaia peponzós, egó esomai hiflimón autós te cai oí ueis álla gar ede ora apienai, emoí men apozanonuméno, himin de biosoménois. Opóteroi de emó erjontai e epi ameinon pragma, ádelon pantí píen e to zeo.

Eijo se interrumpió y añadió:

—¿Sabes qué es?

—Platón, el final de la Apología de Sócrates, reverendísimo señor Patriarca. Pero, lo siento, no lo conozco de memoria.

Sonrió el obispo. El muchacho le agradaba cada vez más.

—¿A qué se dedicaba tu padre, muchacho?

—Tenía un taller de joyería. Antes de la guerra vivíamos con cierta holgura, a pesar de que éramos cinco hijos. Pero cuando regresó de Mauthausen, al principio, nuestra existencia se volvió casi miserable. Ahora, los míos han mejorado: mi madre trabaja en una fábrica y también dos de mis tres hermanas. Mi hermano mayor… Tomek…, también murió, Patriarca. Lo mataron los alemanes durante la sublevación de agosto del 44.

—Dios lo tenga en la Gloria, hijo…

Calló el Patriarca, pero siguió mirando con fijeza al sacerdote. Stefan se movió en la silla. Nervioso, se llevó las manos a los labios Y sopló vaho en sus dedos.

—Ya veo que eres friolero.

—Sólo son los dedos… Bueno, si su excelencia reverendísima cree que debo irme ya…

—No, no te vayas aún, muchacho. Dime, ¿cómo está nuestra Roma? ¿Te gustó estudiar allí?

—Es una ciudad maravillosa, monseñor. Y considero un privilegio haber vivido en ella durante ocho años. Me licencié en filosofía.

—Pareces un joven voluntarioso y eso me complace. Yo también estudié en Roma y tengo la licenciatura de filosofía, como tú. Y otras dos más, en teología y derecho canónico. En lenguas, sin embargo, me llevas una pequeña delantera. Por cierto, ¿llegaste a ver al Papa alguna vez?

—Tuve esa dicha hace dos años, reverendísimo señor Patriarca. Su santidad ofreció una pequeña recepción a los sacerdotes y seminaristas de los países del Este de Europa que residíamos en Roma. Fue un consuelo su bendición y la experiencia más emocionante de mi vida.

—Gellin es un gran amigo mío… Así le llamo yo, por el diminutivo de su nombre de pila, Eugenio. Estudiamos juntos en Roma. Y fue él quien me distinguió con el título de Patriarca de las Indias Occidentales. Es un título vitalicio e intransferible, ¿sabes? Nadie lo ostentará después de mí, morirá conmigo. Ya ves el grado de amistad que nos une a Pío XII y a mí.

—Sí, venerable Patriarca.

—También nos unen nuestros sentimientos contra el comunismo. Sin embargo, por lo que se refiere a los nazis, yo los detestaba bastante más que él. Los nazis preconizaban una sociedad atea y en eso se diferencian esencialmente de los falangistas españoles. José Antonio Primo de Rivera era un creyente profundo y cabal. ¿Lo sabías?

—No, excelencia reverendísima, no sé mucho sobre la España de hoy. La política me interesa poco.

Tosió el Patriarca antes de continuar:

—Eso está bien, muchacho, eso está bien… Bueno, a lo que iba: ¿dónde te alojan dentro del seminario?

—En el dormitorio colectivo.

—¿Y qué tal es el sitio?

—No me importan las incomodidades, reverendo Patriarca.

—¿Es cierto que hay ratas?

—Las oigo correr durante la noche.

—Son malos tiempos los de ahora… Me ocuparé de que te trasladen a un alojamiento individual. Y en cuanto a tu vida cotidiana, no me parece muy conveniente que sigas un horario tan estricto como el de los seminaristas. Después de todo, ya estás ordenado. Así que, fuera de las horas de estudio, meditación y servicios religiosos, tendrás libertad para salir a diario. Hablaré de todo esto con el rector. Y en fin, alguna vez se te pedirá que digas misa en colegios o en conventos. Y tal vez te llame de cuando en cuando para que me acompañes en algún que otro acto diplomático…, por tu dominio de los idiomas. ¿Tienes algo especial que pedirme, hijo?

—Nada, reverendo Patriarca. Su excelencia reverendísima es muy generoso conmigo.

—Sigue al margen de la política y procura apartarte de cualquiera que te ronde con asuntos de esa naturaleza.

—No sé a qué se refiere su excelencia reverendísima.

—Sólo quiero decirte que huyas de la política como de la peste.

—Desde luego, señor Patriarca.

—Creo que Acción Católica ha tenido por fin una idea buena al arreglar tu viaje a España.

—Estoy muy agradecido a Acción Católica por ello, Patriarca.

—Son buena gente, pero no tan inteligentes como ellos piensan. Si les frecuentas poco, mejor para ti, sobre todo si son afiliados de las HOAC y las JOC. Puedes irte, joven Stefan… Y abrígate bien al salir, que en esta calle corre fuerte el aire del invierno.

—El frío sólo me afecta a los dedos, reverendísimo señor Patriarca, me pasa desde niño.

Eijo siguió mirando con fijeza al joven sacerdote mientras se alejaba camino de la puerta. Cuando se giró, para arrodillarse y santiguarse antes de salir, el obispo le envió una sonrisa y una bendición.

Regina entró antes de que la puerta se cerrara y se acercó hasta el trono.

—¿Qué te ha parecido el muchacho? —preguntó Eijo.

—Es un joven muy apasionado.

—¿Tú crees? No sé en qué puedes haberlo notado.

—Eso se ve en la mirada, Patriarca. Y en la contención en los movimientos. Es un hombre que intenta sujetar el Diablo que lleva dentro.

—¡Cómo exageras en tu perspicacia, Regina! ¿Y crees que es un, joven atractivo?

—Es buen pimpollo y puede atraer a muchas mujeres. Tiene un aire angelical, despierta sentimientos maternales.

—¿Crees que debo permitir que diga misa en algún convento de monjitas?

—Sabrá sujetarse… Le conviene contenerse, Patriarca.

—Eres algo meiga, Regina. No sé cómo te tengo de secretaria, si la Iglesia no acepta la brujería. Será porque vengo de tierra de meigas. Anda, vamos al despacho y me llamas por teléfono al rector del seminario.

Bajó del estrado con agilidad impropia de un hombre de setenta y seis años. Mientras caminaban hacia la puerta, se apoyó en el brazo de Regina:

—¿Sabes una cosa? Ese chico me recuerda a mí mismo. Creo que por eso me agrada.

—Nadie diría que es usted apasionado, señor Patriarca.

—Es que me contengo, Regina, me contengo… En realidad, llevo dentro de mí al mismísimo Diablo.

El viento helado le arañó las mejillas cuando la puerta del palacio episcopal se cerró detrás de él con malhumor de goznes. No sentía apenas los dedos. Se subió los bordes de la capa más arriba del cuello para cubrirse la barbilla, y con la mano derecha sujetó a duras penas la teja, que amenazaba echar a volar como un disco de tiro al plato. El aire entraba en la estrecha calle de San Justo atacando desde Mayor como un gélido turbión, y Stefan optó por echar a andar hacia la izquierda, hasta alcanzar la Cava Baja, a pesar de que ello suponía dar un leve rodeo en el camino hacia el seminario. Llevaba nueve días en Madrid, pero ya conocía bien el frío que martirizaba la ciudad en el invierno, bajando desde las nieves del Guadarrama hasta las alturas de los jardines de Sabatini, el Palacio Real, la plaza de Oriente, el Viaducto y las Vistillas. Al fin, el ventarrón pareció desvanecerse cuando alcanzó la esquina de la calle de Segovia y cruzó al otro lado. Una boina gris cubría el cielo, sobre las torres, los campanarios y las agujas de la urbe vieja.

Las Navidades se aproximaban y, en la plaza de Puerta Cerrada, junto a la esquina de la Cava, un organillero hacía sonar tintineantes villancicos, mientras que, enfrente, una mujer vestida enteramente de negro asaba castañas y las ofrecía en cucuruchos de basto papel a los escasos peatones que pasaban por el lugar. El caliente olor que desprendían los frutos al tostarse en la estufa le gustaba a Stefan desde que lo percibió por primera vez, unos pocos días antes, y durante unos segundos se detuvo, bajó el rebozo de su capa y quiso creer que aspiraba un aroma de bosques, como los de Polonia. Al tiempo, un leve aguijón le picó en el estómago.

Ascendió la curvada y agosta vía, que se empinaba levemente en su tramo final. En la calle abundaban las tabernas oscuras y el olor a vino recio emanaba de sus lóbregos vestíbulos. Algunos hostales de turbio aspecto anunciaban sus nombres en los balcones. A medio camino, junto a la esquina de la calle del Almendro, una desordenada cola de personas esperaba su turno a la trasera de un carro cargado con carbón. Sobre el vehículo, un muchacho de rostro y brazos tiznados iba tomando los cubos de cinc que le tendía la gente y, llenos ya de mineral, los pasaba a su patrón, quien esperaba subido al pescante a que sus dueños girasen por turno alrededor del carro, para cobrarles el importe antes de devolvérselos. La mula del tiro, con la carota casi tapada por anchas anteojeras de cuero, daba cuenta de su ración de cebada, el hocico hundido en un morral de arpillera que le colgaba de lo alto del cuello.

Ganó la plaza siguiente, la del Humilladero, de nuevo azotada por el aire que soplaba en remolinos. Numerosas mujeres de aspecto menesteroso entraban y salían por las portaladas del mercado del la Cebada, cargando grandes capachos y cestos, los unos vacíos y los otros llenos. En la acera contraria, carretones tirados por mulas y borricos formaban fila mientras los carreteros, con las boinas negras caladas hasta el borde de las orejas, se agrupaban y fumaban tabaco de picadura arrimados al edificio para protegerse del frío. El viento salvaje transportaba olores a pescado podrido.

Por todas partes menudeaban los vendedores ambulantes: loteros con los décimos prendidos en la pechera de la chaqueta; mujeres que colgaban de sus cuellos cajas de metal, sostenidas por dos correas de cuero, en donde ofrecían cigarrillos de Pall Mall o Camel por unidades, cajas de cerillas, papel de fumar marca Bambú y mecheros de yesca amarilla; chicos que cargaban al hombro ristras de botas de cuero atadas unas a otras por los cordones. Un afilador movía la muela de esmeril sobre el caballete de madera, ante un grupo de mujeres que esperaban turno, y las chispas que despedían los filos de los cuchillos volaban en el aire frío como estrellas fugaces en la noche. Más allá, otro hombre lañaba pucheros de hierro.

En la plazuela, junto a los muros de la espalda de la Iglesia de San Andrés, un gran número de mendigos y tullidos, hombres, mujeres y niños, se acurrucaban esperando la suerte de una limosna. Stefan acortó la velocidad de su paso y fue mirándolos con detenimiento mientras caminaba hacia la Carrera de San Francisco. Los otros le devolvían la mirada, algunos con frialdad, otros con resignación, los más con un gesto suplicante. Pero nadie le pedía nada.

Uno de ellos le llamó la atención más que ningún otro. Era un hombre alto, barbado y todavía joven, que se cubría con una boina y que sostenía sobre los hombros una ancha manta de tela recia y áspera. No estaba solo. Sus brazos, tapados por el cobertor, apretaban contra su cuerpo a dos niños, de los que tan sólo alcanzaban a verse los pies calzados, como los del hombre, con botas fabricadas con trapos y cuerdas.

Stefan miró en los ojos del mendigo. El otro no retiró los suyos Stefan pensó que no había resignación, ni súplica, ni un asomo d violencia u odio en la mirada de aquel hombre. Era temor.

Y de pronto, sintió que se encontraba en Varsovia, en su Varsovia en ruinas tras la represión nazi. Nada en el paisaje madrileño se parecía a su ciudad; no se tendía ante sus ojos el triste universo de los cascotes, las escombreras y los edificios derruidos de la Varsovia que abandonó ocho años antes. Pero la tristeza, el hambre y el miedo eran los mismos.

Cuando Stefan regresó de Cracovia a Varsovia, en febrero de 1946, los rusos ya ocupaban todo el territorio polaco, Berlín había caído ante el Ejército Rojo y Alemania capitulaba sin remedio. Le costó reconocer su ciudad, arrasada por las bombas y los incendios, casi una réplica de la Hiroshima que mostraban las fotos de los diarios. Y tuvo que hacer un esfuerzo para no llorar cuando abrazó al fin a su madre y sus hermanas. Estaban muy delgadas y parecía que les hubieran crecido los ojos, como si quisieran salirse de sus rostros para buscar un mundo mejor al que poder mirar con esperanza. No había noticias de su padre, pero todos se negaban a darle por perdido.

Apenas se veían hombres por las calles. O habían muerto o se encontraban enrolados en los ejércitos ruso, inglés y americano. El AK, el Ejército Patriótico vencido en el levantamiento de Varsovia, casi no existía como organización política y su lugar lo ocupaban los comunistas polacos, aliados de los rusos.

A diario, en las esquinas de las grandes avenidas, entre los muros derruidos de las casas, las montañas formadas por los cascotes, la basura quemada y los vehículos destrozados en la reciente batalla, gentes famélicas, vestidas con ropas que a todos parecían venirles grandes, formaban cola ante los camiones del Ejército Rojo que repartían alimentos para la subsistencia de la población civil. Varsovia olía a goma y a detritus devorados por el fuego. Durante las noches de aquel primer invierno de la posguerra, muchos miles de varsovianos improvisaron hogares entre las ruinas, viviendas que más parecían cuevas de roedores que habitáculos humanos. En las tétricas noches batidas por el frío y la nieve, la ciudad se agarraba a la vida en miles de hogueras que ardían, bajo el cielo indiferente y negro, en los humillados rincones de una urbe convertida casi en un cementerio.

En abril apareció tío Jakub, un primo de su padre. Stefan lo había visto un par de veces durante los años anteriores a la guerra. Era judío y participó en el levantamiento del gueto en el año 43. Logró escapar con vida y, de inmediato, se afilió al Partido Comunista de Polonia, cuyos militantes, en pequeño número todavía, combatieron junto al Ejército Patriótico en el alzamiento de Varsovia del 44. A poco de producirse la ocupación rusa, ya se hablaba de él en la ciudad como uno de los principales hombres de confianza de los soviéticos.

Fue tío Jakub quien buscó para ellos una casa nueva en donde alojarse, al otro lado del Vístula, ya que la suya amenazaba con el derrumbe tras haber sido alcanzada por una bomba en los últimos días de la sublevación de Varsovia contra los nazis. Desde entonces, no les faltó nada de cuanto era sustancial para sobre vivir.

En noviembre, tío Jakub logró localizar a su padre entre un grupo de antiguos prisioneros del campo de Mauthausen que se reponían en el hospital americano de un pueblo del Occidente alemán. El día que Martin Berman entró en la casa, viejo, encorvado, muy débil y con la mirada vencida, tío Jakub trajo refrescos y gaseosas, una botella de vino y pasteles. Todos rieron por la alegría del regreso y luego lloraron al recordar a Tomek.

Stefan se ordenó sacerdote pasados dos años de aquello. Y en 1948, poco después de que se fuera a estudiar a Roma, los comunistas polacos, sostenidos por el Ejército Rojo que ocupaba el país, se hicieron con el poder, implantaron la dictadura y comenzaron la represión contra los supervivientes del Ejército Patriótico, sus antiguos compañeros de revuelta. La troica que controlaba el Estado la constituían tres hombres. Boleslaw Bierut era el primero; Hilary Minc, Mirsky, el segundo; y el tercero, Jakub Berman, el tío Jakub.

Faltan cuatro días para que emprenda viaje a Roma y tío Jakub le ha llamado a su despacho, en el Ministerio de los Servicios de Seguridad.

—Supongo que eres consciente de que, como sacerdote, puedes ser considerado casi como un enemigo del nuevo régimen, querido sobrino. Pero también eres consciente, supongo, de que se te da un pasaporte y se te permite salir a Occidente por un permiso que yo he extendido.

Con mirada lobuna, tío Jakub escruta su rostro desde el otro lado de la enorme mesa de nogal. Jakub es un hombre menudo, de hombros inclinados hacia delante y manos muy pequeñas, de piel delicada y casi transparente. Sin embargo, su actitud transmite un gran vigor interior. Tiene cabellos lisos y prematuramente blancos, pues todavía está lejos de la vejez. Viste un traje oscuro y una corbata delgada y negra. Se ha dejado crecer una espesa perilla en los últimos meses y es evidente que se la tiñe, pues su color azabache se da de puñetazos con las canas de la cabeza. Eso piensa Stefan mientras echa una ojeada al retrato que cuelga a las espaldas de tío Jakub: un Lenin de cuerpo entero con las manos en los bolsillos y las piernas abiertas. ¿Será la causa de la perilla del tío?

—Yo nunca podré ser tu enemigo, tío Jakub. Has hecho mucho por nosotros… Nos devolviste a mi padre y también la dignidad. —¿Por qué crees que te he llamado, Stefan?

—Supongo que para que te dé las gracias porque me permitís irme a Roma a proseguir mis estudios, tío Jakub.

—No es sólo eso… ¿Qué piensas del comunismo, Stefan?

—El Ejército Rojo expulsó a los nazis. Fueron los nazis quienes mataron a mi hermano y deportaron a mi padre. ¿Qué puedo pensar?

—No te he preguntado por los nazis. Sé que la Iglesia católica oficial siente que el comunismo es su enemigo, el más peligroso enemigo, si me apuras. A Pío XII le gustaban mucho más los nazis…

—La Iglesia polaca combatió en Varsovia contra los nazis. Yo también participé en la revuelta cuando era un niño: creo que lo sabes, tío Jakub.

—Sí, sí… Y también sé que vuestro primado, el obispo Wyszynski, fue capellán castrense del Ejército Patriótico, durante el levantamiento… Pero te estoy preguntando sobre el comunismo, no sobre la sublevación contra los nazis.

—En el seminario no hemos hablado de estas cosas en los últimos años.

Tío Jakub sonríe, se levanta de su sillón, rodea la mesa y se acerca por detrás a Stefan. Le coloca las manos sobre los hombros.

—Parece que hubieses estudiado con los jesuitas, querido sobrino: sabes eludir muy bien las preguntas. ¿Te gusta Pío XII, el amigo de Hitler?

—Es el Papa y yo soy sacerdote. Si no me gustase Pío XII, podría hacer nada: le debo obediencia.

Stefan se gira y mira a su tío, que sigue sonriendo.

—En fin —añade tío Jakub riendo con fuerza—, ya veo que no podré sacarte una respuesta concreta salvo que aplicase sistemas científicos de interrogatorio… Es importante, no obstante, que sepas una cosa: hay gente en la Iglesia polaca, y entre ellos obispos muy importantes, que están comprometidos con nosotros. Uno de ellos pidió un pasaporte para ti. Y yo lo he concedido. Sin ese pasaporte, no hubieses podido salir nunca del país. Pero eres mi sobrino y confío en ti. No obstante, vamos a ir directos al asunto para el que quería verte: ¿has oído hablar del Movimiento Pax?

—He oído algo sobre su fundador. ¿Se llama Piasecki?

—Boleslaw Piasecki, un hombre muy interesante, un filósofo que propone un acercamiento entre la Iglesia católica y el comunismo. Después de todo, ¿no perseguían Cristo y Marx un mismo objetivo, la justicia, el fin de la pobreza?

—No he leído a Marx.

—¿Por qué han de ser enemigos la Iglesia y el socialismo, Stefan? Pregúntate eso. El enemigo era Hitler y ha sido derrotado… ¿Recuerdas que Varsovia debía desaparecer de la faz de la Tierra? ¿Recuerdas a tu hermano y a tu padre? Hitler era el amigo de vuestro Papa, pero muchos católicos no quieren a este Papa. Te lo digo yo que lo sé bien. Ahora hay nuevos enemigos en el horizonte de nuestro pueblo y nuestra lucha…

Tío Jakub se levanta:

—Pero ¡dejémoslo! Mi querido Stefek, te deseo suerte en Roma.

El joven clérigo abraza el cuerpo menudo y delgado del hombre. Tío Jakub le toma del brazo y le conduce hacia la puerta. Antes de alcanzarla se detiene.

—De todas formas, Stefan, en alguna ocasión tendré que pedirte algún que otro favor. ¿Lo harás?

—Te debo mucho, tío Jakub.

—Nos interesa tener a algunos de los nuestros en Italia. Pasado un cierto tiempo, te pediremos algunos favores y espero que nos ayudes. Debes comprender que tu familia vive en Varsovia y que tú eres sacerdote, que perteneces a una Iglesia que oficialmente es enemiga del régimen y que, sin embargo, te hemos dejado salir. Debemos proteger a los nuestros: tú, a tu familia y yo, a vosotros, pero también a mis camaradas. ¿O no?

Stefan afirma con un movimiento de la cabeza. Se siente turbado, con un hondo malestar que le sube desde el estómago hasta la garganta.

Tío Jakub suelta su brazo y se lleva la mano al mentón mientras alza los ojos hacia el techo.

—Humm. Busquemos un nombre de fácil recuerdo. A ver…

Tomek…; sí, Tomek. Nunca olvidarás a Tomek, ¿verdad?

—Claro que no, tío Jakub.

—Ninguno lo olvidamos… En fin, algún día te llamará alguien en Roma y te dirá que es Tomek y quien te hablará en ese instante será, en realidad, tu tío Jakub, que se queda en Varsovia a cargo de los tuyos. No sientas entonces remordimientos: cuando te busquemos, piensa que sirves a Polonia, ese país por el que tantos dieron su vida, incluido nuestro querido Tomek.

Calla un instante antes de continuar:

—A otros sacerdotes, e incluso a jerarquías de tu Iglesia, les pedimos que firmen un documento de fidelidad y compromiso. Tendrás que hacer lo mismo, es un trámite necesario, hijo. Entiende que es preciso, aunque seas de mi familia.

—Lo entiendo.

Tío Jakub se detiene en la puerta, impidiendo el paso de Stefan.

—Se me ocurre otra cosa… Te quedan unos pocos días en Varsovia. ¿Estás muy ocupado mañana?

Stefan va a responder, pero tío Jakub no le deja hablar.

—Estupendo, estupendo… A las doce estarás en el despacho de Piasecki. Yo me ocupo de todo, te recibirá encantado. Ahora, cuando salgas, pídele a mi secretario la dirección, ya la tiene preparada. Y dame otro abrazo, muchacho.

Luego, el hombrecillo se aparta y le abre la puerta.

Durante los días que siguieron, Stefan alentó una extraña sensación, como si una inmensa soledad hubiera caído sobre sus hombros. Ni siquiera se atrevió a rezar en varios días. Le parecía comprender, de pronto, al Ángel Caído y su dolor sin tregua ni fin. Al mismo tiempo, en sus oídos se había clavado una de las preguntas del tío Jakub: «¿Te gusta Pío XII, el amigo de Hitler?». Se repetía la pregunta mientras en su memoria asomaban los rostros de su padre y de su hermano Tomek.

Sorprendía la extrema palidez del rostro del hombre fatigado que le esperaba en un despacho en penumbra, aquella mañana de verano, tres días antes de su viaje a Roma. Boleslaw Piasecki parecía un individuo enfermo y tosía con frecuencia, como si sus pulmones hubiesen sido mordidos por un mal irreparable. Hablaba con voz muy baja, despacio, escogiendo con cuidado las palabras. Quizá no había cumplido los cincuenta años, pero mostraba una vitalidad herida, como una persona de salud delicada que hubiese pasado de largo los ochenta.

Piasecki le hablaba sobre la ideología de Pax.

—Los católicos no podemos consentir que otros empuñen por nosotros la bandera de la justicia social, padre Stefan. Cristo echó a los mercaderes del templo, pero la Iglesia, en los siglos posteriores, se acomodó con los poderosos. En Pax pretendemos hacer nuestra esa bandera y desarrollar y modernizar las ideas que plasmaron en sus encíclicas León XIII y Pío XII.

Tosió el filósofo.

—¿Ha leído usted, padre, las encíclicas Rerum Novarum y Quadragesimo Anno?

—Apenas las he ojeado.

—La realidad de la historia las ha desfasado. Pero al menos suponían un paso adelante, un intento del Vaticano por adaptarse a nuevas realidades sociales y políticas. Lo que sucede es que el actual papa, Pío XII, ha dado marcha atrás con su benevolencia hacia el nazismo. La Iglesia oficial está de nuevo con los poderosos y desdeña a los humildes.

—Yo debo obediencia al Papa.

—Un buen católico, y yo me considero un cristiano como el mejor, sólo debe obediencia a Cristo, padre Stefan. En el seno del catolicismo están surgiendo nuevas ideas, las de Jacques Maritain, principalmente, que propone una sociedad igualitaria, fraterna, justa y la propiedad comunitaria de los medios de producción. ¿Por qué debemos de ser enemigos del marxismo? Más aún, yo creo que nuestra obligación como cristianos es tomarles la delantera, ser la avanzadilla de la lucha contra la pobreza. ¿No fue Cristo el primer hombre que dio el paso a favor de los pobres de la Tierra?, ¿por qué no aunar esfuerzos con los comunistas en una lucha común por la justicia? Nos unen más cosas de las que nos separan…

—No he leído a Maritain y sé muy poco de Marx.

Piasecki se levantó, tosió otra vez y tomó de la mesa una cartera.

—Aquí dentro tiene el libro más importante de Maritain, Humanismo integral, y varios documentos que explican los principios en que se inspira nuestro Movimiento Pax: lo he preparado todo para usted. Léalos sin prejuicios en Roma, padre Stefan. En Europa occidental, principalmente en Italia y en Francia, hay muchos católicos que no están de acuerdo con el conservadurismo retrógrado del Vaticano, entre ellos muchos sacerdotes. Y hay cardenales que están en una línea muy opuesta a Pío XII. Tal vez uno de ellos sea el próximo Pontífice. Y entonces la Iglesia dará un giro de muchos grados, se acercará de nuevo a Cristo.

Piasecki le despidió con un blando apretón de su pequeña mano, empapada de humedad caliente.

—Nuestra gente le buscará en Italia, Stefan.

Descendió la Carrera de San Francisco. Absorto en sus pensamientos y recuerdos, no reparó en que caminaba por el centro de la calle y hubo de saltar con urgencia a un lado cuando sintió a sus espaldas el golpe de campana de un tranvía.

—¡Qué la calle no es sólo de los frailes, cegato! —le gritó el conductor cuando el vehículo pasó a su lado, casi rozándole. Era uno de esos viejos tranvías de trole que aún transitaban las callejuelas del casco antiguo de la ciudad, un carricoche con dos plataformas abiertas a la calle, asientos de madera y chicos aupados al ancho guardabarros trasero que eludían de ese modo el pago del billete.

La pétrea fachada y los desangelados torreones de San Francisco el Grande cerraban la calle bajo el cielo enmohecido. Stefan cruzó la ancha vía de Bailén, dobló por el callejón de San Buenaventura antes de alcanzar la verja del templo para evitar que los mendigos se le acercaran en turbamulta, y se dirigió hacia el portón de hierro del seminario Conciliar. Caminando sobre las losas de piedra gris, atravesó el jardincillo entre dos altas coníferas y se detuvo un instante para leer el texto en latín escrito sobre el bastidor: «Seminarium iunoribus ad sacerdotium informandis». Luego, empujó la puerta del sobrio edificio. Antes de alcanzar las dos columnas del vestíbulo, el conserje salió del pequeño cuarto que había a la derecha de la entrada.

—Padre Berman, espere.

Se detuvo.

—Sí, José, dígame.

El hombrecillo, vestido con su habitual mono azul, se acercó su lado, tomó su mano e hizo ademán de besarla, apenas tocándola con los labios.

—El rector me ha dicho que quiere verle.

—¿Dónde está?

—En la capilla con los muchachos, es la hora del rezo.

—Es verdad: no había reparado en ello.

—Me ha dicho que le espere aquí.

—Me incorporaré a la oración, no es tarde.

Entró en la capilla, una sencilla nave de altos techos, bancos de madera y un sobrio altar que presidía una pintura de Cristo. La trémula luz de la mañana invernal penetraba con desgana desde siete pequeñas vidrieras arriba de las paredes. Cerca de dos centenares de seminaristas, arrodillados y con las cabezas inclinadas, recitaban a coro la oración que dirigía el rector, quien a su vez se arrodillaba un par de metros por delante de ellos sobre su reclinatorio, de cara al altar, la negra sotana cubierta por un roquete blanco. Stefan se acomodó en un extremo del último banco, a la derecha del pasillo, hincó las rodillas y se unió a los rezos. Su altura le permitía elevar la cabeza por encima de casi todos los muchachos que oraban en las filas delanteras y, desde allí atrás, distinguía un paisaje de tonsuras que, por un momento, le pareció un océano cubierto de medusas muertas.

—Se ve que le has caído bien el Patriarca —dijo el rector—. Te has convertido en un enchufado.

—No sé qué es un enchufado, reverendo padre —contestó Stefan.

—Más o menos, una persona que obtiene privilegios por parte de alguien poderoso, sin que a esos privilegios los apoyen méritos propios.

—Yo no he pedido nada, señoría. Más aún, no me importa seguir en el dormitorio colectivo. Y en cuanto a las salidas a la calle, no crea que voy a abusar mucho: ahí fuera hace frío y no tengo dinero ni para pagarme una entrada de cine.

—No imaginaba a un polaco friolero.

—Los polacos odiamos el frío, porque crecimos a su lado y sabemos el daño que hace.

Francisco Cañete, el rector del seminario Conciliar, era un hombre de complexión fuerte, mediana estatura, rostro cuadrado y pelo negro y crespo. Su despacho lo componían una mesa con un crucifijo de madera, un teléfono negro y un breviario, un cuadro de san José de Calasanz colgado de una pared y dos sillas. La ventana daba a los jardines y patios del seminario. El rector había conducido hasta allí a Stefan, al concluir la oración, y los dos hombres permanecían en pie. Por encima del hombro de Cañete, el joven cura distinguía el campo de fútbol, en donde se afanaban unos cuantos seminaristas jugando un partido. Hasta el despacho llegaba la algarabía de sus voces.

—Las órdenes del Patriarca no pueden desoírse, padre Esteban. Así que irás a un dormitorio privado. En cuanto a mí, me da lo mismo en dónde te alojes. Lo único que quiero que sepas es que, tal vez, el asunto te reste popularidad entre los muchachos.

—Le recuerdo, reverendo padre, que yo estoy ordenado hace años.

—En el seminario estás en calidad de estudiante de teología.

El rector abrió un cajón y extrajo una pesada llave sujeta a una tablilla de madera en la que se leía el número 26. Se la tendió a Stefan.

—Toma, irás al último piso, es el más tranquilo. Tendrás libertad para salir después de las horas de clase. Y si quieres, puedes n cenar en el seminario.

—No tengo dinero para cenar en ninguna parte, reverendo padre. Sólo recibo una pequeña asignación de Acción Católica. Me llega para el tranvía y poco más.

—Eso no me incumbe. Pero los horarios sí que son cosa mía. A las once se cierra la puerta del seminario. Si no estás aquí, arréglatelas para dormir donde puedas. Creo que en el metro duerme mucha gente y se está caliente…, te lo digo por si acaso. Por las mañanas, te puedes ahorrar la misa. Pero cuando te toque turno de limpieza, te pones a trabajar como cada quisque, en esto no hay enchufados. En cuanto a las horas de oración, del almuerzo y de la cena, puedes hacer lo que te venga en gana…

—No he sido yo quien ha elegido esta situación, reverendo padre… Yo quiero ser uno más en el seminario. Si no le soy simpático, no es culpa mía. Fue el Patriarca quien le llamó, no yo.

Stefan percibió de pronto la turbación del rector y pensó que su manera de frotarse las manos significaba sencillamente que se había asustado un poco.

—Espero que le digas al venerable Patriarca que sus órdenes han sido atendidas de inmediato y con sumo placer.

—Eso haré si hay ocasión, reverendo padre.

El rector hizo una pausa para sacarse el roquete por la cabeza. Lo colgó del respaldo de una silla, se alisó el pelo con las dos manos y continuó:

—Sobre los estudios, no tengo nada que decirte. De ellos depende que sigas aquí y me imagino que andarás despabilado.

—Es un objetivo fundamental para mi vida progresar en teología reverendo padre.

—Hasta ahora eres un buen alumno, por lo que sé…

Stefan miró en los ojos de aquel hombre. Sintió que, de pronto, lo tenía en sus manos.

—Entre el Patriarca y yo hay muchas cosas en común: las lenguas, la juventud en Roma, la filosofía… Ahora quiero emularle y conseguir un doctorado en teología. Es un hombre admirable.

—Sin duda, sin duda, padre Berman… Espero que te encuentres bien en la nueva habitación.

El rector se sentó en la silla más próxima a la ventana.

—Por cierto —añadió—. Apenas hemos hablado desde que llegaste al seminario. ¿Quieres que comamos juntos? Anda, siéntate. —No me gusta que nadie piense que soy un…, un enchufado.

¿Es esa la palabra?

—Como desees. Si te hace falta alguna cosa, no dudes en pedírmela.

—Gracias, reverendo padre.

Giró sobre sí mismo y abandonó el despacho alentando un sentimiento de victoria.

Al fondo del vestíbulo de entrada, a los lados de la puerta de la capilla, dos anchas escaleras trepaban hacia los pisos superiores, en donde se encontraban los dormitorios colectivos, los servicios comunes y las duchas. Las salas de estudio y clase, así como la biblioteca, el comedor y la cocina, ocupaban el ala izquierda de la planta baja del caserón. Fuera, a la espalda del edificio, se extendía lo que en el seminario llamaban la Huerta, una gran explanada en donde, pese a su nombre, no existían cultivos desde años atrás. Crecían allí árboles dispersos: pinos, sobre todo, y también castaños, acacias y dos manzanos. En un extremo, arrimada al edificio, una zona se destinaba al secado de ropa y, por aquellos días, numerosas sábanas, manteles y sotanas colgaban de las cuerdas en espera de un sol improbable. Más allá, un campo de fútbol de tierra, con toscas porterías talladas en troncos de árbol, cerraba el espacio de la explanada. Desde allí, el terreno se desplomaba hasta una valla de ladrillos y, al otro lado, caía broncamente, como un precipicio, hasta casi las orillas del río Manzanares. Madrid asomaba a la derecha y a la izquierda, trazada en desmontes irregulares. Aún podían distinguirse edificios heridos por la guerra, con ventanas que eran como las órbitas de ojos vaciados a cuchillo.

Salió a la Huerta antes de recoger sus ropas y sus libros de la taquilla del dormitorio colectivo y llevarlas a su nuevo alojamiento. Caminó hacia el campo de fútbol, en donde jugaban los jóvenes seminaristas, y se apoyó en el tronco de un árbol para seguir el curso del partido. Algunos le saludaron con jovialidad y él respondió sonriéndoles y alzando la mano. La pelota salió fuera del campo unos minutos después y varios muchachos le animaron a incorporarse al juego. Pero Stefan negó con la cabeza, sin cesar de sonreír.

Era un buen futbolista y eso le había hecho popular en el centro desde los primeros días. Además, su condición de único extranjero y, en particular, de hijo de «la Polonia mártir», como allí calificaban a su país, despertaban cálidas simpatías a su alrededor.

A Stefan, sobre otras cosas, le llamaba la atención el humor con que soportaban aquellos jóvenes religiosos españoles la severa disciplina que reinaba en el centro. Los seminaristas aplicaban apodos a todas las jerarquías y, de ese modo, al rector le llamaban Padre Piedra, en tanto que el jefe de estudios, el padre Rafael, era conocido como Pedopalomo. Era un hombre minúsculo y frágil, dotado de un malhumor que rozaba en ocasiones la histeria. Cuando se dejaba llevar por su furor contra algún seminarista, dejaba escapar perdigones de saliva de la boca. En las meditaciones religiosas en las que intervenía, su tema favorito era el Espíritu Santo, por el que sentía una gran devoción. Se decía que, años atrás, solía írsele la mano hacia la entrepierna de los seminaristas más jóvenes y que, a causa de ello, hubo que acallar unos pocos escándalos expulsando a algunos muchachos del centro.

Los días de paseo eran los jueves. Para todos aquellos jóvenes internos, constituían una jornada de especial euforia. Salían en filas de tres, en ternas, una extraña formación que respondía a una rara lógica, como le explicaron a Stefan poco después de su llegada a Madrid: si los muchachos marchaban de dos en dos, podría darse el caso de que surgieran romances e, incluso, conspiraciones; pero yendo de tres en tres, era difícil que se produjera una amistad de excesiva hondura. «Numquem duo, semper tria», rezaba la norma.

Los paseos consistían en largas caminatas hasta la Casa de Campo e, incluso, hasta la lejana Ciudad Universitaria. Tenían mucho de liberación después de una semana de obligado encierro y el alborozo se percibía desde las horas de la mañana. Incluso durante las primeras oraciones del día y en la misa que oficiaba el rector, Stefan creía percibir un ronroneo de excitación en los bancos de la capilla. A veces, tras los rezos, mientras desayunaban, bolitas hechas con miga de pan apelmazado volaban por encima de las mesas, en una silenciosa batalla de todos contra todos que Pedopalomo y sus ayudantes no lograban contener, por más que lanzasen amenazas y que, incluso, prometieran la suspensión del paseo. Luego, la salida a la calle se convertía casi en una fiesta de risas y bromas. El momento en que los muchachos debían atender con mayor cuidado era el cruce sobre el Viaducto, porque allí los más gamberros intentaban arrebatar la teja de la cabeza de los despistados para arrojarla al vacío como un platillo volador. Si alguna mujer hermosa se cruzaba en el camino de aquel desfile de capas negras, un rumor de sexos tan vehementes como estériles impregnaba el aire. Muchos días, en la soledad de su aposento, Stefan pensaba que España era un país de católicos criados a la fuerza sobre una fe no sentida, que vivía rodeado de agnósticos despreocupados, de diablos crecidos al arrimo de un Dios exigente.

Cargando su maleta de madera, Stefan ascendió la escalinata que llevaba a los pisos superiores. Hasta alcanzar el primero, era ancha y estaba construida con piezas de mármol blanco. Luego, se estrechaba y los viejos escalones de madera crujían doloridos al recibir los pasos del hombre. El último piso lo ocupaban las habitaciones de los profesores, que compartían un váter y un baño con lavabo y bañera situados al fondo del pasillo.

Su cuarto era pequeño, humilde, exento de adornos y dotado del mobiliario preciso: una cama con una cruz encima de la cabecera y una mesilla de noche, una mesa de trabajo con una silla arrimada, un armario en una de cuyas puertas había un espejo, un aguamanil con un jarro y una estufilla con un cubo de cinc al lado repleto de carbón. La única bombilla, que colgaba desnuda del techo al final de un cable negro, era de color amarillo. Hacía mucho frío en el dormitorio, pero Stefan encontró una caja de cerillas en el cajón de la mesa y encendió la estufa.

El lugar era triste, aunque la gran ventana que se abría hacia la Huerta trasera anunciaba para los días de sol un espléndido panorama. Ahora, el cielo ocultaba las montañas del Guadarrama y las nubes más bajas, húmedas y del color de la ceniza, parecían lamer los tejados de las casas más altas. La habitación de Stefan, pese a la anchura del ventanal, se encontraba casi en penumbra. Encendió la bombilla y una luz rala y gélida iluminó malamente la habitación. Aquel aposento no era un buen lugar para estudiar, convino Stefan, y decidió que le pediría una lámpara de mesa al rector.

Distribuyó sus libros y sus ropas en el armario, ocultando entre ellas el Manifiesto comunista de Carlos Marx, y depositó debajo de los calcetines el brazalete rojo y blanco que había pertenecido a su hermano Tomek y que él mismo había llevado después durante el levantamiento de Varsovia. Echó el pijama y la toalla encima del lecho y guardó en el cajón de la mesilla de noche el peine, el jabón, el cepillo, la pasta de dientes, la brocha y la navaja de afeitar.

Pero después de cerrar el cajón, dudó un instante y volvió a abrirlo. Tomó la navaja y sacó la hoja. Era de punta roma y, en la parte del filo, formaba una leve curva producida por el desgaste de los años. El mango estaba fabricado con el fino ámbar crecido en la sangre de los abedules de Polonia. Cerró la hoja y acarició la resina seca y luminosa de aquel fósil mineral. La navaja había sido de su padre. A Stefan, cuando era un niño, le gustaba contemplarle cuando se afeitaba: sin prisas, minucioso, apurando con delicadeza y cuidado los pelillos que se escondían en las comisuras de sus labios. A veces, al ver en el cristal del espejo al pequeño Stefan mirándole embelesado, el padre tomaba la brocha enjabonada y se la restregaba al niño por la nariz. Y en muchas ocasiones, cuando Stefan se lo pedía, le aplicaba espuma en un trozo de la mejilla y le pasaba la hoja de la navaja por el lado contrario al del filo para retirar el jabón de su piel.

La abrió de nuevo y pasó el canto frío del acero por su rostro. 4 Luego, la cerró y depositó un beso en la pieza de ámbar antes de devolverla al cajón.

Ordenó sobre la mesa los libros, los cuadernos, la pluma, el tintero, los dos lapiceros, el sacapuntas y la goma de borrar. Sobre la mesilla de noche, apoyándola contra la pared, dejó una foto en blanco y negro en donde aparecía junto a sus padres y hermanos cuando era un niño. Y dejó en un rincón del cuarto la maleta de madera. Después, tomó una silla. La acercó a la ventana y contempló el adusto paisaje de la ciudad, agobiada por el cielo cargado de nubes que amenazaban con lluvia.

Le invadió una sensación de desamparo y sus mejillas se poblaron de lágrimas.

Sólo tenía diecinueve años cuando llegó a Roma, en el invierno de 1948. La capital italiana vivía una dura posguerra y, durante el día, se mostraba como una urbe empobrecida y fría, poblada por numerosas gentes mutiladas y legiones de mendigos, azotados por el hambre y la tuberculosis. Roma parecía el hogar de un hombre rico caído en desgracia, con sus palacetes de muros desconchados y las altas portaladas que un día acogieron imponentes carruajes y que ahora eran vestíbulos de patios malolientes en donde abundaban las ratas y se amontonaban las basuras. En cuanto a las noches, las de Roma eran lóbregas y silenciosas, cerrándose sobre las largas calles oscuras y desiertas que parecían conducir a lugares infelices. Pero a Stefan la ciudad le pareció casi hermosa al recordar la dolorida Varsovia, la urbe espantada en donde deambulaban los seres humanos como vacilantes espectros.

Se había enjugado las lágrimas con un pañuelo. Mientras contemplaba desde la ventana de su cuarto el paisaje del Oeste madrileño, recordaba los años transcurridos en Roma. Pensaba que le debía todo cuanto era a aquella ciudad. Allí aprendió lenguas e historia, se licenció en filosofía y se ordenó sacerdote. Allí se hizo hombre. Y allí pecó.

Recordaba aquella tarde del segundo verano en la ciudad, cuando tenía veinte años. Hacía calor y Stefan sentía que el ardor de su piel no procedía de la temperatura exterior, sino que brotaba de su propio cuerpo. Percibía latidos desbocados en su corazón.

Había acudido a la misa solemne de Santa María la Mayor y, al concluir el servicio, sintió deseos de acercarse a los alrededores de la estación Termini. En el colegio en donde se alojaba sus compañeros solían hablar de aquella zona como una suerte de región prohibida de la ciudad, una frontera de vicio y de pecado en donde abundaban el contrabando, el alcohol y las prostitutas.

Descendió por la calle que salía detrás del templo y alcanzó la ancha vía Cavour. Tranvías de herrajes quejumbrosos subían la pequeña cuesta mientras Stefan caminaba despacio, procurando que el calor no despertara en su cuerpo un furor de sudores. Alcanzó la estación y dobló a la derecha, por la vía Giolotti. Había vendedores que ofrecían cigarrillos sueltos y papel de fumar, loteros, niños mendigos. Torció luego de nuevo hacia abajo, por la vía Gioberti. Allí estaban las primeras rameras.

En la esquina con la vía Filippo Turatti, sus ojos repararon en una de ellas. Mostraba sus pechos casi por entero y su falda abierta dejaba ver una buena parte de sus muslos. Calzaba sandalias de tacón muy alto y su melena era larga y negra. De sus orejas pendían dos grandes aros dorados. Stefan se quedó inmóvil, mirándola desde la acera contraria.

Ella reparó enseguida en su presencia. Sonrió, cruzó a paso vivo la calle y se plantó a su lado.

—Eres un curita muy guapo. No se ven muchos por aquí. ¿Me miras porque te he gustado o vienes en misión redentora?

Las mejillas del sacerdote enrojecieron. Se echó hacia atrás. Pero no sentía deseos de huir. La mujer expandía a su alrededor un fuerte aroma a colonia barata. Tenía cerca de cuarenta años y sus ojos eran grandes y verdes, como lámparas de jade. Sus labios rojos estaban teñidos de un fogoso carmín. Comunicaba una sexualidad animal.

—Ya veo, te gusto. Entonces, sígueme…, a distancia, para no comprometerte. Cuando entre en un portal, haz lo mismo un poco después. Te estaré esperando en el vestíbulo. Me llamo María.

La mujer tomó la vía Filippo Turatti y Stefan la siguió cuando había recorrido alrededor de cincuenta metros.

María entró en el portal de una casa baja que se alzaba entre dos altos edificios. Sobre la primera y única planta, en lugar de tejado se extendía una terraza con enrejado en la que crecían famélicas plantas oscuras que parecían agonizar. De las ventanas de las dos casas la ropa tendida colgaba en largas cuerdas.

Ella le esperaba en la oscuridad del zaguán.

—No tengo dinero —señaló Stefan.

La mujer vaciló. Luego se encogió de hombros y dijo:

—No me importa; me divierte ir con un cura, nunca lo he hecho. Cuando era una muchacha me gustaba el párroco de mi pueblo y nunca se lo dije. Me lo hubiera tirado, pero no hubo ocasión. Sea esta vez por él, la próxima pagarás.

Posó la mano en el brazo de Stefan mientras le hablaba y él creyó sentir que un lametazo de fuego entraba en su carne, atravesando como una tea encendida la manga de la sotana.

—No me has dicho tu nombre.

—Stefan… —murmuró. Y de nuevo sus mejillas enrojecieron.

No he sentido nunca una emoción semejante. Mis pensamientos se disuelven. El deseo quema la voluntad, abrasa los remordimientos, consume mi alma en el fuego. ¡Cuánto ansiaba acariciar algún día un cuerpo desnudo de mujer y sentirla gemir y tener su lengua cálida y húmeda dentro de mi boca y notar su piel sofocante y mojada! ¡Y besar sus senos de sabor salino, acariciar el vello de su pubis!

Y ella toca ahora mi sexo y siento que me diluyo entre sus manos y luego lo lleva hacia ella y me hace subir sobre su cuerpo y lame mi oreja y sus manos se enredan en mi pelo, sobre la nuca, y escapa de mí un hervor que llevaba años esperando brotar así, como la lava de un volcán que no ha muerto sino que dormitaba.

Era ese el anhelo eterno que siempre estuvo aquí, dentro de mí, y nunca logré ver hasta ahora. ¿Por qué lo nombran entre los pecados? Y sobre todo, ¿cómo olvidarlo?

María salió a la terraza a fumar un cigarrillo, cubierta tan sólo con un batín de seda rosa que a duras penas ocultaba su desnudez. Entre las plantas desfallecidas, sobre la sucia superficie de mármol sin fregar durante años, parecía una diosa melancólica. Una paloma coja de plumaje oscuro aleteaba en un rincón. Quizá le faltaba Poco para morir.

—¿Volverás, padre Stéfano? —preguntó sin volverse.

—No lo sé.

Bajó luego a la calle. Miró a la terraza cuando cambió de acera. Ella no estaba y la cortina de la ventana se movía en el aire. Stefan pensó que aquella diosa muy bien podría haber volado.

Alcanzó la piazza Manfredo Fanti. Era de forma cuadrada y toda su extensión la ocupaba un frondoso jardín en donde crecían jugosos magnolios. Stefan cruzó al interior. En el centro del parque se alzaba un edificio de pomposa fachada. Arriba del frontispicio, a los pies de la estatua de una diosa, se leía la palabra ACUARIO. Entró.

Había dentro un hombre que vendía los tíquets.

—No tengo dinero —dijo Stefan.

—Pase, padre, los curas no pagan en Roma.

En una pecera hincada en una pared, nadaban entre algas varios peces tropicales. Los contempló un rato y volvió a salir del edificio.

Mientras caminaba, de nuevo por Cavour, en dirección al Tíber, se sentía como un pez, incapaz de pensar ni tal vez de sentir. No percibía en su ánimo ni frío, ni miedo, ni sed, ni ambición, ni culpa, ni felicidad.

El sacerdote que le confesó fue magnánimo. Pero le obligó a jurar ante Dios, en aquel mismo instante y en la oscuridad cómplice del confesionario, que no volvería a hacerlo. Y Stefan juró sin estar seguro de que cumpliría la sagrada promesa.

Se encontraba estudiando a solas en la biblioteca del colegio de la universidad Gregoriana cuando el conserje vino a decirle que tenía una llamada de teléfono. Era una tarde de invierno y habían transcurrido casi dos años desde su llegada a Roma. Al acercarse el auricular al oído, escuchó el nombre tan amado y temido al mismo tiempo:

—Soy Tomek.

Quedaron en verse en la taberna de la Cuccagna, junto a la piazza Navona, a las cinco y media de la tarde del siguiente día. El sol comenzaba a retirarse y jirones de húmeda niebla cruzaban las calles, como hilos de bruma que un viento fuerte hubiese arrancado del interior de una gigantesca nube, rasgándola luego. En el cercano Campo dei Fiori, los vendedores de flores, frutas y verduras recogían sus puestos con melancólico trajín y de alguna parte brotaba un olor a repollo cocido y a claveles muertos.

Vestido con sotana, capa y tejo, Stefan resultaba inconfundible y el hombre le hizo una seña desde una mesa del fondo. No estaba solo, sino con otro al que presentó como Paolo. Delante de ellos, sobre el velador de mármol, había dos copitas de licor vacías. El falso Tomek era rubio, de ojos azules y cara aniñada, quizá de unos treinta años de edad, y vestía un traje oscuro con corbata negra anudada al cuello de una raída camisa blanca. El otro permanecía con la gabardina puesta y todos los botones abrochados, con el sombrero negro calado hasta casi cubrir las alborotadas cejas. Algo mayor que el primero, lucía un bigote espeso y sus ojos, muy grandes y muy negros, no cesaban de mirar a Stefan. Poco después de que el sacerdote se sentase a la mesa, Paolo se dirigió a su compañero en voz muy baja y de forma casi ininteligible para Stefan; al punto se excusó, se levantó bruscamente y se marchó, después de tocarse el ala del sombrero y sin ofrecer su mano a los otros dos. Stefan le siguió con la mirada hasta que cruzó la puerta y se hundio en la niebla. Era un hombre muy alto y, en apariencia, fuerte.

—No me llamo Tomek, como imaginarás —dijo de inmediato su compañero de mesa—. Mi nombre real es Salvatore. ¿Quieres tomar algo?

Stefan asintió y volvió el rostro hacia el mostrador. Dos jóvenes camareras se afanaban en servir desde la barra urgentes cervezas, cafés y copas de licor a los atareados y desarrapados mozos que atendían mesas. Era un local destartalado, de altos techos, que en aquel momento aparecía atestado de hombres y mujeres, la mayoría vendedores del mercado que tomaban un último refrigerio antes de retirarse a su casa, hablando todos al mismo tiempo y a voz en grito. Una densa humareda de tabaco se agarraba al techo y enturbiaba un poco más la temblorosa luz del establecimiento.

—Café —respondió Stefan.

Salvatore hizo una seña a un camarero, que le atendió al punto.

—¿Capuchino?

—Exprés.

—¿No te apetece un amaretto, padre?

El sacerdote negó con un movimiento de la cabeza.

—Sírveme a mí otro —ordenó Salvatore al mozo empujando levemente la copita.

No hablaron hasta que el muchacho regresó con las bebidas.

—¿Qué tal tu poderoso tío Jakub? —preguntó de golpe Salvatore.

Stefan se sintió turbado.

—No sé nada de él desde hace dos años…

Dudó antes de seguir:

—Tú eres la primera noticia que tengo de él.

Salvatore tomó un sorbito del verdoso licor y compuso un ligero gesto de aversión cuando el líquido atravesó su garganta.

—Yo soy comunista, como puedes imaginar. Aunque aquí en Roma el comunismo es diferente al de tu tierra. Tenemos los mismos objetivos, pero caminamos por vías distintas. ¿Sabes quién es Paolo?

Stefan negó con la cabeza.

—Paolo es un sindicalista cristiano, un hombre de fe, como tú. Pertenece al Movimiento Pax, ¿sabes lo que es?

—Conozco a Piasecki.

Salvatore dio otro sorbo de amaretto.

—Muchos cristianos lucharon hombro con hombro con los comunistas en la guerra contra el fascismo. Y ahora, en la paz, caminamos juntos en muchas organizaciones obreras. En cierto sentido, Cristo y Marx pueden parecerse, porque ambos repudiaban a los explotadores y a sus cómplices. Y ahí nace nuestro entendimiento. ¿Comprendes?

Stefan asintió con un gesto, sin pronunciar palabra.

—Tú odiabas a los nazis, supongo…, después de lo de Varsovia —añadió Salvatore.

—Luché en el alzamiento —afirmó, ahora con orgullo—, en las filas del Ejército Patriótico. Y mi hermano Tomek también: murió en combate.

—Tomek… Vaya…, resulta macabro que me buscaran ese nombre de guerra para tomar contacto contigo.

—Lo es.

—Como resistente, imagino que no sentirás mucho aprecio por un Papa que fue colaborador de los nazis, los destructores de tu ciudad, los asesinos de tu hermano.

—No siento aprecio por Pío XII. Pero tampoco soy comunista. Yo pertenecía al Ejército Patriótico durante el alzamiento de Varsovia.

—Los comunistas italianos no somos iguales. Hay una honda evolución en nuestro pensamiento. ¿Has oído hablar de Gramsci? No, claro. Representa una corriente revitalizadora del marxismo. Más o menos, lo que pretendemos es llegar a la revolución a lo largo de un proceso democrático y de formación intelectual de las masas. No creemos en los campos de concentración, ¿comprendes?

Stefan asintió.

—Y al mismo tiempo, la Iglesia más joven y dinámica tampoco se siente a gusto con Pío XII. Hay nuevos pensadores, sobre todo franceses, que proponen ideas nuevas, como Jacques Maritain. ¿Tampoco te suena?

—He leído un libro suyo, Humanismo integral.

—Entonces sabrás que esos pensadores sencillamente tratan de construir una Iglesia que rechace la injusticia social y que no sea una aliada de los explotadores y los poderosos.

Stefan dio el primer sorbo a su café. Quemaba todavía. Salvatore continuaba hablando:

—Las primeras ideas cristianas de signo liberador han surgido en Francia, pero los primeros movimientos de acercamiento con los comunistas se han producido en Italia, con la ACLI, la Associazioni Cristiane Lavoratori Italiani. Ya llevamos juntos varios años. Y representantes de otros países, como España, se han unido a nuestros trabajos, aunque han tenido que hacerlo de forma casi clandestina. Lo que quiero explicarte es que las cosas no son ya como eran al final de la guerra; y que en cinco años todos hemos cambiado mucho. Los que no han cambiado son Stalin y Pío XII. ¿Lo comprendes?

—Sé muy poco de política.

Salvatore bebió de nuevo y continuó:

—Stalin es viejo y, cuando muera, quizá cambien un poco las cosas en el Kremlin. Pero ahora, en Italia, nos importa menos lo que en Moscú se piense de nosotros.

Stefan se recostó en la silla.

—Parece que te tranquiliza lo que te digo.

Salvatore le despertaba confianza. Respondió:

—Yo no he tenido nunca interés en trabajar para los comunistas polacos. Pero mi familia está allí…, mis hermanas, mi madre. Soy el único hombre vivo de la familia: mi padre murió también, después de salir del campo de Mauthausen. Participó en el levantamiento del gueto contra los nazis, en el 43. Era judío.

—Sois una extraña familia: judíos, católicos, comunistas…

—Mi tío Jakub es judío también.

—Sí, curioso… —dijo Salvatore sonriente. Luego, apuró el amaretto y, alzando la mirada por encima de Stefan, indicó al camarero con un gesto que rellenase la copa.

—¿De verdad no quieres un amaretto, padre? Es una bebida áspera, pero gratificante: relaja.

—No me has contado lo que queréis de mí.

—Puedes convertirte en un estupendo agitador político. Necesitamos agitadores. Y no sólo aquí, sino en otros lugares de Europa. —Y mi tío, ¿qué opina de ello?

Llegó el nuevo amaretto, Salvatore bebió un poco y rio.

—No te preocupes por eso, haremos que se sienta orgulloso de ti. Le daremos informaciones diversas en tu nombre para que esté satisfecho. Los dirigentes de la mayoría de los países del Este SE contentan con cualquier cosa. Si fueran los de la Stasi de Alemania Oriental quienes se interesasen por ti, otro gallo nos cantaría… Esos tienen agentes infiltrados incluso en el interior de la Curia romana.

Stefan percibía que una cierta tranquilidad se instalaba en su espíritu. Y súbitamente confió en Salvatore.

—¿Y qué queréis de mí exactamente? —dijo.

—Ante todo, quiero que tengas una cosa clara: nosotros no te queremos como un rehén, sino como un aliado. En España, los contactos entre comunistas y cristianos progresistas apenas se han producido por ahora. Pero acabarán por encontrarse, es inevitable. Y gentes como tú podéis quizá hacer mucho allí.

—¿Un sacerdote polaco?

—Tú eres un católico que ha padecido en su país la opresión un régimen comunista. Yo creo que la Iglesia española te acogería como un refugiado, como una víctima. Si gente como Paolo, que tiene contactos con católicos de los movimientos obreros españoles, hiciese algunas gestiones, fácilmente podrías recibir una beca en Madrid.

—¿Y una vez allí…?

—Servir a la lucha por la justicia social.

Salvatore echó mano al bolsillo, sacó un cuadernillo y un bolígrafo y anotó un número de teléfono junto con el nombre de Paolo. Después, arrancó la hoja y se la entregó a Stefan.

—Puedes llamar a Paolo algún día si lo deseas o simplemente tienes curiosidad. Y no hacen falta nombres de guerra de ninguna clase, menos todavía si recuerdan algo macabro.

Salvatore se levantó, le tendió la mano y se la estrechó. Apuró luego la copa, dejó un puñado de monedas sobre la mesa y abandonó la taberna.

Stefan permaneció todavía unos instantes en el local. Cuando salió, era ya noche cerrada y la niebla se había espesado. Cruzó la calle y caminó por un estrecho callejón hasta alcanzar la piazza Navona. Bajo la bruma costaba distinguir los contornos de las estatuas, las fachadas de los edificios, los perfiles de las fuentes y las figuras de los escasos hombres y mujeres que transitaban la fría explanada, húmeda y desnuda. Olía a hollín. Pero Stefan se sentía invadido por un profundo alivio. De nuevo la niebla parecía protegerle.

Unos días después llamó a Paolo. Lo hizo, sobre todo, porque se sentía solo.

Recordaba aquella tarde del invierno de Roma mientras contemplaba los desolados desmontes y los pardos tejados del invierno de Madrid, bajo las nubes negras, desde la ventana de su nuevo aposento en el seminario. Le venía a la mente la atmósfera de la taberna de la Cuccagna, la pobreza de la ciudad romana, y la actitud alegre y libre de aquel comunista a quien no volvería a ver nunca más, un comunista tan distinto a su tío Jakub. Sin ser capaz de explicarse bien por qué, se sentía agradecido hacia él, pues creía entender que Salvatore le había redimido, en cierta forma, de sus sentimientos de culpa y que, al tiempo, había revitalizado una fe en sí mismo que creía perdida.

Desde aquella tarde en la taberna de Roma, intuyó que era posible sumarse a una nueva misión de naturaleza redentora, una tarea parecida a la lucha en las calles de Varsovia durante la rebelión del 44.

También por esas razones imprecisas llamó a Paolo.