Componiendo una mirada oceánica y la marmórea barbilla apuntada como la proa de un navío hacia las alcobas del cielo, don Leopoldo Eijo Garay, obispo de Madrid y augusto Patriarca de las Indias Occidentales, sujeta la Sagrada Forma con los índices y pulgares de ambas manos, la eleva sobre su cabeza y, solemne, pronuncia ante el micrófono los vocablos del sagrado ritual, apoyando el esfuerzo de su voz sobre la garganta, en lugar de hacerlo sobre el paladar:
—Corpus Christi.
Las graves palabras, con su vigor multiplicado a través de potentes altavoces, alzan ecos bíblicos en las bóvedas de la iglesia de Santa Bárbara.
A continuación, mayestático, revestido de casulla blanca con bordados de hilo de oro, lleva la liviana oblea hasta sus labios entreabiertos y cierra levemente los ojos mientras la ingiere.
Tras unos segundos de recogimiento, ceremonioso, levanta el cáliz dorado:
—Sanguinem domini nostri Jesus Christi custodiat animam meam in Vitam aeternam.
Y bebe de la copa un sorbo del vino rojo que corre con aspereza por su garganta.
Después, alarga la mano hacia el acólito que espera a su derecha, vestido con una sencilla alba sobre la negra sotana. Y sin mirarle, recibe el copón que el servidor ha extraído de la custodia. Al fin, con aire principesco, da unos pasos hacia el reclinatorio. Extrae con su mano derecha una forma del recipiente y la extiende con pulso firme hacia el hombre que, arrodillado sobre un cojín granate y ricamente engalanado, espera la comunión. Recita con voz pausada y siempre honda:
—Corpus Dominus nostri Jesuchristi custodiat animam tuam in vita eternam.
El soberbio militar viste guerrera caqui del arma de Infantería cubriendo la camisa azul. Le cruza el pecho el fajín rojo de general y, sobre el bolsillo izquierdo, brilla la Cruz Laureada de San Fernando. Pequeño de estatura, calza pantalones bombachos y refulgentes botas de montar, de cuyos talones sobresalen las ruedecitas puntiagudas de las espuelas plateadas. En la mano derecha sujeta la boina roja con que completa su uniforme, mientras la izquierda descansa sobre el borde del reclinatorio. Descubierta, su cabeza luce una calva extensa, que se ensancha aún más en la coronilla, un islote sonrosado entre pelillos castaños. A su lado, en pie, un oficial asistente sostiene con las manos enguantadas, en posición horizontal, la espada del guerrero.
Los labios del militar se abren bajo el fino bigote para recibir la comunión.
—Corpus Christi… —repite majestuoso el prelado.
Y el Generalísimo Francisco Franco, Caudillo Victorioso por la gracia de Dios, en lugar de disolverla empapándola en saliva, engulle la Sagrada Forma con un sonido que rebota en la cúpula del templo con el eco de un «¡Glup!».
Monseñor Eijo recordaba ahora aquel día de mayo de 1939 como una de las grandes ocasiones de su vida. Sentía nostalgia de los tiempos seguros y teñidos de un barniz de gloria y de virtud, en tanto que desconfiaba, y hasta alentaba un leve temor, por la incertidumbre de un presente sobre el que flotaban a su parecer sombras amenazadoras.
Esa tarde de sábado, 9 de diciembre de 1954, procedía a vestirse, ayudado por su joven fámulo, para acudir a una reunión en Toledo con otros tres ilustres monseñores: el primado y arzobispo de Toledo, Enrique Pla y Deniel, el nuncio del Vaticano, Ildebrando Antoniutti, y el obispo de Bilbao, Casimiro Morcillo. No se trataba de una reunión formal, sino de un encuentro discreto, del que el propio Eijo había sugerido su oportunidad, aprovechando que Morcillo, antiguo obispo auxiliar de Madrid, se encontraba de paso en la ciudad. Al Patriarca le preocupaban ciertas noticias que habían llegado a sus oídos sobre movimientos de signo insurgente en el seno de algunas organizaciones católicas que trabajaban con colectivos obreros. Como siempre a lo largo de su vida, opinaba que los males debían de ser atacados y extirpados de raíz. Y él siempre presumió de poseer buen olfato para detectarlos a tiempo.
—¿Cuántos años has cumplido, Paquito, doce o trece? —preguntó al pequeño sirviente mientras este procedía a abrocharle los últimos botones de la sotana negra.
Nunca se acordaba con exactitud de la edad del chico.
—Catorce, señor Patriarca.
—Vas siendo un hombre. Tendrás que ir pronto al seminario.
—Monseñor olvida que ha ordenado que me den plaza para el curso próximo.
—Ah, sí, claro… Es una pena, tendré que buscarme otro fámulo. Dio un leve pellizco en la mejilla del chaval.
—Y pocos habrá tan listos como tú —agregó.
—¿A qué hora debo de esperar al santo Patriarca?
—Antes de cenar ya estaré de vuelta: a eso de las nueve o nueve y media. Anda, acércame el bonete, que hoy parece que sopla el cierzo.
—¿Le pongo la capa?
—Déjala ahí —y señaló un silloncito junto a la puerta—, ya me la pondré yo al salir.
La secretaria entró en el aposento después de golpear por dos veces, con levedad, en la hoja entreabierta de la puerta. Regina era una mujer de corta estatura, rostro insípido, gestos resueltos y pequeños ojos azules que se movían vivaces detrás de las gafas de grueso cristal. Vestía una falda tableada de color oscuro, que bajaba hasta cubrir sus rodillas, y una blusa abotonada hasta la nuez y rematada por un cuello blanco de encaje. Un cíngulo le rodeaba el talle.
—El coche está listo, señor Patriarca. Y el secretario de don Casimiro Morcillo ha llamado para decir que el señor obispo llegará dentro de un cuarto de hora, más o menos.
—¿Qué hora es, Regina?
—Las cinco.
—Estaré en la sala del trono. Y saldremos de palacio a las cinco y media. De aquí al arzobispado de Toledo llegamos en poco más de una hora. No hay que presentarse con antelación a las citas, eso te quita importancia y hace creer a los otros que les rindes pleitesía; ni tampoco muy tarde, pues disminuye tu prestigio y te da fama de descuidado. Dile al chófer que espere en la puerta a las cinco y media con el motor en marcha. Y cuando llegue Morcillo, me avisas.
—Como ordene el señor Patriarca.
—Ah, Regina, y no te olvides de indicarle al obispo que pase por la sala de baños, no sea que se orine durante el viaje y me manche el asiento.
Rio la mujer.
—¡Siempre con sus bromas, Patriarca!
—No son bromas, Regina. ¿No sabes que tiene el punto flojo? Se volvió hacia el criado y le guiñó el ojo:
—¿Verdad que sí, hijo mío?
El chico dejó escapar una leve risa.
—Cuando era obispo auxiliar del reverendo Patriarca —dijo el fámulo—, siempre estaba yendo al servicio. A lo mejor es que tenía miedo a su ilustrísima.
—Por si acaso, no estaría de más poner un orinal en el maletero del coche. Díselo al chófer, Regina.
—Qué cosas tiene usted, Patriarca…
Y Regina abandonó el aposento moviendo la cabeza para los lados.
Monseñor Eijo tomó del hombro al chico y lo llevó hasta la puerta.
—¿Tú qué crees, hijo: se cagaba o se meaba?
—Yo creo que se meaba, porque nunca olía.
—Bueno, bueno…, eres un chaval muy observador. Anda, ya puedes irte a estudiar. Luego nos veremos.
Salió el chico. Monseñor desanduvo el camino hasta el cuarto de baño y se contempló en el espejo. A pesar de sus setenta y siete años, era un hombre ágil, dotado de una singular energía y una memoria prodigiosa. Solía decir que las virtudes del cerebro eran como los músculos y que él las había trabajado, entrenado y endurecido con tesón en su juventud, durante los nueve años que permaneció estudiando en Roma.
De rostro alargado y algo mofletudo, gacha papada, tez colo yeso, barbilla rotunda, boca lagartuna, nariz granítica, mirada felina y orejas vigilantes, monseñor Eijo poseía una estatura media y u cuerpo recio. En su voz bailaba un cantarín acento conservado desde los días de su infancia sevillana, pero le gustaba bromear al estilo de Galicia, su tierra natal: de forma cáustica, con cierta ambigüedad. No obstante, a duras penas admitía la mordacidad en los otros. Por encima de todo, monseñor Eijo Garay guardaba un profundo y acerado sentido de la jerarquía. Y él se consideraba instalado en el escalón más alto.
Ni siquiera aceptaba subordinarse al nuncio Antoniutti. Entre otras razones, porque monseñor Eijo era amigo personal de Pío XII, desde los días en que estudiaron juntos en Roma, a tal punto que nunca se refería a él como Papa o Santo Padre, sino como Gellin, el diminutivo de su nombre de pila, Eugenio. Por ello, no le preocupaba quienes pudieran estar escuchándole cuando, en ocasiones, decía sobre Antoniutti en público: «Es un nuncio de pacotilla. No sé cómo a Gellin se le ocurrió enviarnos de embajador a semejante mastuerzo».
Tampoco Pla y Deniel le merecía afecto, sobre todo desde que le arrebató el arzobispado de Toledo, tras una dura batalla diplomática en la que Franco perdió la partida frente a Pío XII, a quien convencieron sus asistentes y el propio nuncio para que apoyase a Pla. Eijo debía de mostrarle respeto debido a su rango de priorado de España. Pero una cosa era respetarle en apariencia y otra muy distinta pensar que el primado era un hombre respetable. Ante sus más íntimos colaboradores, definía a Pla como «vendedor de mulas», en recuerdo de un tosco personaje de una novela picaresca.
En cuanto a Casimiro Morcillo, tercero de los eminentes clérigos convocados por Eijo aquella tarde, el Patriarca se sentía decepcionado con él. Había alcanzado el rango de obispo de Bilbao cinco años antes, después de servir como obispo auxiliar de Madrid, a las órdenes de Eijo, durante siete años. En los ambientes eclesiales y políticos, se consideraba que tenía por delante una carrera brillante. Pero Eijo lo veía blando e hipócrita, en especial por sus actitudes aduladoras hacia Antoniutti. Y en cuanto se le presentaba la ocasión de ridiculizarle, no la desperdiciaba. «Un obispo tiene que aprender a caminar con majestuosidad, con el porte propio de su rango —decía de él—. Y Casimiro siempre anda como si fuese pisando huevos».
Pero eso no era lo peor, en opinión de Eijo. Casimiro Morcillo había sido uno de los principales impulsores del movimiento de Acción Católica, organización religiosa en la que participaban activamente miembros de la sociedad laica. Eijo había recibido noticias de la policía política que señalaban a algunos sectores de la organización como responsables de un desplazamiento hacia posiciones izquierdistas, particularmente aquellos que hacían apostolado obrero, como las llamadas Hermandades Obreras de Acción Católica, las HOAC. Y eso era algo que alarmaba a don Leopoldo. La reunión solicitada por el Patriarca tenía ese asunto por objeto. Pensaba que Morcillo, con toda probabilidad, no se habría enterado de nada. Y ello le confirmaba su opinión sobre tan poco fiable personaje: «Tiene el cerebro de un embutido, como su apellido indica», decía con frecuencia.
Frente al espejo, se pasó un peine por los cabellos cortados casi al ras. Volvió a la habitación, enfiló el pasillo, entró en la sala de ceremonias del palacio arzobispal y encendió las luces.
Con paso lento y de nuevo solemne, recorrió el camino trazado por la larga alfombra, ascendió los dos peldaños del estrado y se sentó en el regio trono que había hecho instalar en aquel salón principal de palacio a poco de ser nombrado titular del obispado madrileño, treinta y dos años antes.
Respiró hondo, inclinó levemente el cuerpo hacia un lado y dejó escapar una sonora ventosidad. «Este, para el nuncio», dijo en voz alta. Luego, cerró los ojos. Y volvió sus recuerdos a aquel día 1 glorioso de mayo de 1939.
Sopla el aire con fuerza. La mañana es soleada y fresca. Se ve a sí mismo esperando, justo al lado del cardenal Gomá, primado de España, en la puerta del templo de Santa Bárbara, arriba de la escalinata de piedra gris. El pórtico, las columnas, las estatuas, los pilares, los relieves, los ricos tapices que cuelgan de los muros… todo es granito, mármol e hilo de oro alrededor suyo. Viste una j muceta roja sobre el roquete de seda. Se cubre la cabeza con el solideo morado propio de su jerarquía. En su dedo anular destaca el grueso anillo episcopal, de su cuello cuelga el pectoral de oro y calza las sandalias de tela del Pescador, la modesta seña de identidad de los siervos de Cristo. Abajo, a ambos lados del jardincillo en donde crecen unas pocas acacias y dos magnolios, los pequeños falangistas, chicos y chicas de trece y catorce años, vestidos con camisas azules y tocados con boinas rojas, han formado dos filas a los lados de la ancha alfombra roja que se tiende desde la calle hasta el pórtico del templo. Los jóvenes portan ramas secas de palma, largas, curvadas y amarillas, como las del Domingo de Ramos, símbolo de alegría, victoria y fe irreductible. Hay un sabor bíblico bajo el sol luminoso de la mañana.
La calle de Bárbara de Braganza está llena de gente y cortada al tráfico de coches y tranvías. En los balcones de las casas ondean banderas rojas y gualdas y los carteles pregonan el nombre de Franco y el lema de Falange, ARRIBA ESPAÑA, en grandes letras negras. Gigantescos retratos del Caudillo adornan algunas fachadas. Junto a la verja principal del jardín de la iglesia, a uno de los lados de las puertas de entrada, una compañía de la Legión y una banda militar aguardan la llegada del triunfador de la guerra.
Se acuerda de su madre, la humilde y analfabeta criada de Vigo: Generosa Garay, viuda de un pescador con mala suerte que murió en un barco que le traía de Cuba por un golpe de la botavara que lo arrojó a la mar; la mujer que gastó su vida en casa de grandes señores fregando suelos, limpiando váteres y sacudiendo alfombras. Y luego, su viaje a Sevilla cuando él apenas era un niño, huyendo los dos de la pobreza para refugiarse en la casa del tío Víctor. Ahora, ese niño se ha convertido en obispo de Madrid y aguarda al vencedor de la Cruzada, que se arrodillará ante él dentro de unos minutos. Siente que la sequedad se agarra a su garganta mientras se humedecen sus ojos.
Pero hoy es tiempo para la dicha, la solemne consagración del Caudillo como vencedor de la guerra. Se oyen vítores en la calle, la multitud rugiente. Más allá del jardín se detiene un Rolls Royce descapotado y pintado de luto, con grandes llantas blancas y negras, rodeado por los caballos azabaches y roanos de la Guardia Mora. Hay un toque de corneta largo y prolongado. Y la banda comienza a tocar el ritmo alegre de la «Marcha de Infantes»:
Chunda ta chunda, chunda ta chunda,
Chunda ta chunda, chunda tachan.
Allí llega. Seguido por sus más heroicos generales, aquellos que han logrado la condición de laureados, y flanqueado por dos jerarcas falangistas vestidos con uniformes negro catafalco, camisas azules y corbatas como crespones, Agustín Aznar a su derecha y el ministro Ramón Serrano Suñer a su izquierda, Franco avanza seguro de sí, con paso raudo, apresurado, sonriente, el culo pizpireto. Lleva en su mano izquierda la Espada de la Victoria, el acero con el que ganó la guerra hace poco más de mes y medio y que hoy va a entregar a la Iglesia, a los pies del Cristo de Lepanto, traído el día anterior de la catedral de Barcelona. Los chicos de Falange gritan febriles: «¡Franco, Franco, Franco!» mientras saludan con el brazo alzado y extendido hacia delante. El Caudillo responde con el mismo saludo, pero doblando el codo. Y monseñor se acuerda de que Hitler y Mussolini hacían lo mismo: saludar con un leve aire de desgana a la marcialidad de sus rendidos servidores.
Sube la escalinata con agilidad, pese a su cuerpo regordete. La borla del fajín le baila en la cintura. Parece que intenta seguir el paso del alegre son que interpreta la banda. Pero le falta garbo a ese cuerpo algo ranudo, piensa el obispo.
Chunda ta chunda, chunda ta chunda.
Chunda ta chunda, chunda tachan.
Un sonoro golpe de platillo pone fin a la «Marcha de Infantes» cuando Franco alcanza el pórtico del templo, se acerca hasta el Patriarca, se desprende de la boina roja, inclina el cuerpo y besa, primero, el anillo episcopal de Eijo Garay y, a renglón seguido, la cruz de oro que cuelga de su pecho.
—Señor Patriarca, son las cinco y cuarto y monseñor Morcillo está abajo.
Don Leopoldo Eijo Garay abrió los ojos al oír la voz de Regina y vio el rostro redondo y calmo de la mujer abajo del estrado. Casi se había quedado dormido.
—Sí, sí… Anda, ve al dormitorio y tráeme la capa y el bonete. Ya voy.
Se levantó con pereza del trono. No le apetecía demasiado la reunión de la tarde, sobre todo si pensaba en los tres jerarcas con los que iba a encontrarse. Los detestaba a todos, pero era preciso hablar con ellos.
Le vino un nuevo retortijón a la barriga. El cocido del almuerzo estaba pasándole factura.
De modo que dejó escapar una nueva ventosidad:
—Este, para el primado Pla y Deniel —proclamó en la soledad de la mayestática sala.
Regresaba Regina con el bonete y la capa.
—¿Le has dicho al chófer que ponga el orinal en el maletero? —Señor Patriarca…, ¿cómo voy a decirle yo eso?
—Ya veremos a ver quién limpia luego el auto si tenemos accidentes de viaje. Te hago responsable, Regina. Anda, ayúdame a ponerme la capa.
—Por cierto, Patriarca: han llamado del seminario para informarle de que el joven cura polaco llegó anoche a Madrid.
—Ah, muy bien, muy bien. Recuérdamelo mañana. Me gustaría que viniese a verme un día de estos… Y oye, Regina, que me dejen lista la cena, cualquier cosa, algo ligero y frío. Si vengo a horas decentes, quiero hablar con el comisario Casado. Le llamaremos luego…, ya sabes, a ese teléfono especial; no al despacho.
Regresó al baño. Se pasó de nuevo el peine por aquella suerte de sombra de pelillos erizados que le punteaba el cráneo y se colocó con lentitud el bonete. Quería que Morcillo esperase abajo unos cuantos minutos. Después, tomó de la mesilla de noche el libro con las cartas de san Pablo y buscó la Epístola I a los Corintios, cuya lectura había comenzado el día anterior:
¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le aniquilará. Porque el templo de Dios es santo y ese templo sois vosotros. Nadie se engañe: si alguno entre vosotros cree que es sabio según este siglo, hágase necio para llegar a ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios. Pues escrito está: «Él caza a los sabios en su astucia». Y otra vez: «El Señor conoce cuán vanos son los planes de los sabios».
Cerró los ojos don Leopoldo. Sí, un siglo de necios, de necios que se creyeron sabios y destruyeron el templo de Dios. Pero Dios, con su justa ira, había aniquilado a los sabios necios en una Cruzada necesaria y sangrienta. Y su obra redentora no había concluido todavía.
Al nuncio, a Pla y a Morcillo podían pillarlos los traidores en la inopia; incluso, en la refriega, caerles algún tortazo perdido de la ira de Dios. Eijo, por su parte, tenía la seguridad de estar exento de cualquier estropicio del furor divino. Tan sólo porque se sabía más inteligente.
Descendió la escalinata con lentitud y estudiada pomposidad. Monseñor Morcillo paseaba inquieto en el vestíbulo, vestido con sotana y capa negras y cubierto con una teja del mismo color. Desde arriba, a Eijo le pareció un pequeño ejemplar de la familia de los córvidos, una especie de grajo.
Llegó a su altura. Los dos hombres se saludaron con un blando apretón de manos.
—¿Cómo está su ilustrísima? —preguntó Eijo Garay.
—Muy bien, muy bien, su excelencia reverendísima. ¿Y usted? —respondió Morcillo.
—Patriarca, querido Casimiro: se me dice Patriarca… Un privilegio papal. Me lo concedió mi amigo Gellin, como bien sabe usted. Y no sólo eso: es vitalicio y nadie lo heredará a mi muerte. Soy el único Patriarca de las Indias Occidentales.
—Olvida al obispo de Lisboa; también es Patriarca, en su caso de las Indias Orientales…
—Paparruchas, Lisboa es un pueblo.
Y el obispo de Madrid dio un golpecillo leve en el hombro del obispo de Bilbao.
Morcillo era un hombre pequeño y delgado, de rostro color ceniza, turbias cejas, ojos entristecidos por la disconformidad y labios tallados por la ambición. La teja de anchas alas cubría una cabeza apepinada, tan monda como lironda. Tenía en esa época poco más de cincuenta años.
—El coche está en la puerta, Patriarca —interrumpió Regina.
—Vamos, monseñor —dijo el Patriarca mientras empujaba hacia: delante a Morcillo.
Sopló un viento helador cuando se abrió el portón del palacio. El chófer, un hombre alto y fuerte, vestido con uniforme azul os-1 curo de pechera cruzada y diez botones en paralelo, pantalón bombacho y botas altas, se quitó la gorra de visera e hizo amago de cuadrarse al modo militar. Abrió la puerta trasera derecha, la que daba a la fachada del obispado.
—Ande, pase usted por el otro lado —señaló Eijo a Morcillo, dándole un empujoncillo en el hombro izquierdo para apartarle de su camino.
Morcillo rodeó el coche por la parte delantera, mientras Eijo subía al vehículo y arrebujaba los faldones de su larga capa. Tras cerrar la puerta, el chófer corrió en pos de Morcillo, intentando llegar a tiempo para abrir la del prelado de Bilbao. El automóvil era un Citroén 15 Ligero, negro y reluciente, con asientos de cuero también negro.
En el breve espacio de tiempo que transcurrió entre el cierre de una portezuela y la apertura de la otra, Eijo lanzó entre sus ropones otro pedo de soberbia fogosidad. «Este para ti, Morcillo, mentecato», musitó.
El coche tomó por San Justo en dirección a la calle Mayor. Cuando cruzaban frente a Capitanía General, los gases comenzaron a abrirse paso bajo las vestiduras de Eijo Garay y un olor a huevos podridos inundó el aire.
—Anda, Eduardín —dijo el obispo madrileño al chófer—, baja un poco la ventanilla.
Se volvió hacia Morcillo.
—Abríguese, monseñor, que el viento es serrano, del norte… Morcillo arrugó el entrecejo:
—Este coche huele a menudo muy mal.
Se dirigió de nuevo al chófer:
—¿No será un problema de la calefacción, Eduardín? —No me parece, reverendísimo señor Patriarca.
Intervino Morcillo:
—Espero que, de aquí a Toledo, podamos llevar la calefacción puesta.
—Eso deseo yo también, buen Casimiro…
Dobló el auto hacia la izquierda y tomó la calle Bailén, sobre el Viaducto. Nubes zarrapastrosas volaban como raudas cornejas hacia los campos extremeños. Apenas caminaban gentes por la calle batida por el aire turbio y helado. Dejaron a la derecha el hosco templo de San Francisco el Grande y los dos prelados se santiguaron cuando el coche se arrimó al enrejado tras el que crecía la piedra gris de la fachada, rematada por tres torres exentas de garbo. Una veintena de pedigüeños mutilados, algunos ciegos con sus niños lazarillos y unas pocas mujeres limosneras que se arrimaban al pórtico para protegerse del frío acudieron con avidez hacia el coche cuando este se detuvo. Don Leopoldo Eijo Garay bajó la ventanilla y arrojó un puñado de perras chicas y gordas, confundidas con algunas monedas de real, a los mendigos que se acercaban temblorosos: unos de piernas inútiles que corrían sobre carritos fabricados con cajas de pescado y ruedas de patinete, otros de muleta tallada a mano y muñón bajo el calzón cortado, varios mancos con garfio retador en la muñeca y unos pocos de cabellera devorada por la sarna. Le pareció al prelado que casi todos miraban con ojos distraídos. Pero sus pensamientos se apagaron ante el rumor de un coro desafinado que recitaba: «¡Viva el señor Patriarca!». Los niños, más raudos y avispados que los adultos, se llevaron la mayor parte de las monedas. Y Eijo, con presteza y rapidez, subió la ventanilla girando la manivela y ordenó seguir al chófer.
—Creo que la lepra está en retroceso, monseñor —le dijo a don Casimiro Morcillo mientras el coche trepaba un repecho de la Vía de San Francisco, para bajar después hacia la Puerta de Toledo.
—Dios sea loado —respondió el obispo de Bilbao.
Los templos y palacios de Madrid se ocultaban a sus espaldas mientras que, alrededor de la carretera de asfalto arruinado por las lluvias de los días anteriores, crecía la extensión de las barriadas humilladas bajo el cielo del invierno, poblados de centenares de chabolas construidas con adobes y rematadas por irregulares techos de tejas rotas. Numerosas fogatas ardían a los lados de la carretera y alrededor de cada una de ellas, en grupos pequeños, se agrupaban mujeres que guisaban en negros pucheros, mientras los niños jugaban cerca de las hogueras con peonzas y chapas.
Un paisaje de grabados goyescos. Niños de cabezas rapadas, mujeres de cabellos desgreñados, perros flacos que hurgaban entre las basuras, ancianos que arrimaban al fuego sus figuras trémulas, rostros perversos, miradas furibundas, diablos escondidos entre las gentes, una multitud aterida por el frío y el hambre entre la que no se distinguían hombres jóvenes.
Monseñor Eijo Garay señaló hacia el exterior:
—¿Lo ve usted, Morcillo? Ese es el semillero de una nueva revuelta.
—Pero nada puede hacerse, Patriarca: el país está en la bancarrota… La guerra desangra a las naciones y nuestra Cruzada ha sido muy dolorosa. Es triste no ver hombres robustos en estos arrabales.
Pasaban junto al vallado de un cementerio cuyas paredes, derruidas por el tiempo, dejaban ver las filas de lápidas del interior, entre los bosquecillos de cipreses.
—Sí que puede hacerse algo, monseñor Morcillo, sí que puede hacerse… Hay que sacar a los curas de las fábricas y traerlos aquí a predicar la mansedumbre y la paz. En las fábricas y los talleres, los curaos se contaminan, empiezan a escuchar a los comunistas. Además, la labor de estos años de paz peligraría. ¿De qué van a servirnos las campañas de reeducación de presos políticos en las cárceles, por ejemplo? Mientras sanas por un lado, por el otro se cuela la peste.
—No veo claro el problema.
—Pues tendrá usted los ojos en salva sea la parte, con perdón. ¿Hace mucho que no visita las hermandades de Acción Católica?
—Acción Católica lleva a cabo una espléndida tarea evangelizadora en la sociedad seglar, Patriarca.
—No digo que no. Pero ¿sabe usted bien qué son esas asociaciones? Por ejemplo, ¿en esas puñeteras hermandades dedicadas a los obreros? Se llaman las HOAC, ¿no? Debería informarse.
—No sé de qué me habla, Patriarca. Las HOAC son la alternativa cristiana a los problemas de justicia social. Para eso han nacido. En cierto modo suponen un freno al comunismo.
—¿Y no puede convertirse en un puente?
—Dígame usted qué es lo que sucede.
—De eso hablaremos en Toledo. Y le recuerdo que yo no conozco Acción Católica tan a fondo como usted.
—Me preocupa lo que dice, Patriarca.
—Despabile, monseñor, despabile.
Morcillo quedó en silencio.
—Y cambiando de tema, monseñor. Ha llegado al seminario el joven cura polaco.
—¿Qué cura?
—Desde que se ha ido a la diócesis de Bilbao, anda usted en la inopia, querido obispo. ¿No recuerda que Acción Católica ha propuesto un plan de incorporación gradual de sacerdotes de los países del Este a los centros de enseñanza religiosos en España?
—Sí, claro.
—Pues la idea es de su querida Acción Católica. Se trata de convertir a España en una especie de refugio del catolicismo perseguido en Europa y, al tiempo, de ofrecer a su clero una formación integral en la lucha espiritual contra el comunismo, que de eso sabemos mucho, desgraciadamente, en nuestro país. El curita polaco es el primero. Pero si el asunto funciona bien, vendrán otros jóvenes sacerdotes. Al Papa le preocupa mucho Hungría, en donde la Iglesia está siendo bárbaramente perseguida.
—Ya sé, ya sé, Patriarca. Sé que el Santo Padre está haciendo cuanto puede para que los comunistas húngaros dejen salir de la cárcel al cardenal Mindszenty. Y sé que tanto Polonia como Hungría son para nosotros como los episodios de una nueva Cruzada…
—Espero que salga bien el invento. Un día de estos recibiré al muchacho. Si el asunto funciona, traeremos húngaros. Por cierto, que se trata de una idea que no ha trascendido más allá de los muros de nuestra Iglesia. En esto, los políticos no tienen nada que opinar, ni nada que saber. ¿Está claro, señor Morcillo?
—¿Ni siquiera Franco?
—Franco es cosa mía. En asuntos religiosos, yo soy sus oídos y sus palabras.
La luz desfallecía mientras un pegajoso fulgor grisáceo se adhería al cielo, a su derecha, hacia Occidente. Por la destartalada carretera transitaban algunos camiones renqueantes y, de cuando en cuando, carcamálicos autobuses atestados de gente. Cruzaron junto a una reata de burros que, guiados por un hombre montado en una mula y en dirección a Madrid, cargaban pellejos de vino amarrados a los costados.
Más adelante, los campos muertos del invierno abrazaron la carretera ahora desierta. No había casas, ni huertos, ni signos de presencia humana. Un lóbrego nubarrón ceñía la llanada, allá lejos, por donde Toledo.
Eijo cerró los ojos y simuló dormir. Le aburría Morcillo. Así que regresó a sus gloriosos recuerdos…
El general avanza hacia el altar, con la espada envainada en horizontal entre las dos manos. Sube los peldaños, desenvaina el acero, eleva el puño dorado hasta los labios y besa la cruz del arma. Tiende luego la hoja hacia el Cristo de Lepanto, rindiéndola a Su Suprema jerarquía, inclina la cabeza y, con los ojos cerrados, guarda silencio durante unos segundos. En todo el templo parece vibrar una presencia, quién sabe si un invisible aliento divino que recibe con benevolencia la rendida devoción del poder terrenal. Después, el Caudillo da dos pasos hacia el frente y deja el arma en los brazos del primado Isidro Gomá, quien la deposita a los pies del Cristo crucificado y hecho polvo. Franco se arrodilla y se persigna. La espada de la Victoria ya no le pertenece. Ahora está en los aposentos del Señor de las Batallas. Su voz resuena en las bóvedas del templo como el grito de un ave aliquebrada:
—Señor, acepta complacido la ofrenda de este pueblo que conmigo y por tu nombre ha vencido con heroísmo a los enemigos de la verdad, que están ciegos. Señor Dios en cuyas manos está el derecho y todo el poder, préstame tu asistencia para conducir a este pueblo a la plena libertad del imperio para gloria tuya y de la iglesia.
Después besa la bandera de Lepanto y se santigua ante la lámpara votiva del Gran Capitán, nobles reliquias viejas de la Patria traídas para su solemne consagración como Caudillo de la nueva Reconquista. De regreso a su sitial, encorva el espinazo ante el Patriarca, besa el anillo y recibe su bendición. Luego, mientras don Leopoldo Eijo Garay entona el tedeum, los ojos de Franco se humedecen de lágrimas contenidas con dificultad, una actitud ensayada con suma paciencia la noche anterior ante el espejo.
Te Deum laudamus:
te Dominum confitemur.
Te aeternum Patrem
Omnis terra veneratur.
Tibi omnes Angeli;
tibi caeli et universae
Potestates…
Sanctus, sanctus, sanctus,
Dominus
Deus Sabaoth
Pleni sunt caeli et terra
Maiestatis gloriae tuae.
Se escuchan toses fumadoras, carraspeos cazalleros, tintineo de sables y espuelas de espadones, crujidos de almidón de enaguas de beata, tocas monjiles y alzacuellos clericales, aleteos de chaqués de marqueses y terratenientes, secos golpes de abanico, rumores de mantones de Manila y de peinetas, chirridos tremebundos de la España eterna. Y Franco se acomoda en el sitial, frente al reclinatorio.
De espaldas al altar, toma la palabra el cardenal Gomá, primado de España y arzobispo de Toledo para leer, con marcado acento catalán, las palabras de salutación al nuevo Régimen enviadas por Pío XII desde Roma:
—«Con inmenso gozo, nos dirigimos a vosotros, hijos queridísimos de la católica España, para expresaros Nuestra paterna congratulación por el don de la paz y de la victoria con que Dios ha dignado coronar el heroísmo cristiano de vuestra fe y caridad, probado en tantos y tan generosos sufrimientos. Dios en su misericordia se dignará conducir a España por el seguro camino de la tradicional católica grandeza».
Gomá deja de leer, levanta la cabeza y agrega por su cuenta y riesgo:
—¡Gloria le dé el Cielo al Generalísimo que ha logrado no sólo vencer al enemigo ateo en cien batallas, sino desterrar para siempre de nuestra España los diabólicos pensamientos de Kant y de Rousseau! Gloria a la espada más limpia de Europa, como bien ha señalado el general Pétain, el más preclaro de los hijos de Francia.
El piadoso y sonoro suspiro de una señorona pone emotivo broche a la lectura del texto vaticano. Y llega el turno de nuevo al Patriarca, que sube con parsimonia, sereno y grave, la escalinata de mármol que conduce al púlpito. Una vez en lo alto, pasea la mirada por aquel bosque de cabezas que le contempla respetuoso.
Piensa otra vez en Generosa Garay. ¡Si ella pudiera verle! «¡Ay, ay, madre del alma!», dice para sus adentros. Él allí, en el predicatorio, el hijo encumbrado, mientras tantos ilustres le reverencian desde abajo. El hijo de la pobre sirvienta, allí, en la altura, recibiendo la pleitesía de sus amos. Siente un nudo en la garganta, deseos de llorar. Y recuerda también al niño seminarista, el más pobre de todos, el que recibía en el seminario de Sevilla el desdén de sus compañeros de noble cuna. Querría ahora recuperar en la memoria el rostro de su madre y besarlo, abrir bien los oídos para escuchar la voz de un pescador que, desde el fondo del océano, le dice que está orgulloso de su sangre. No obstante, tiene que sobreponerse a la emoción; los señorones esperan sus palabras. Eijo Garay gobierna hoy sobre sus almas; pero sabe muy bien que son ellos quienes sostienen su abolengo y su poder, que en el fondo no es otra cosa que un lacayo de lujo. La vida es siempre una negociación para los que nacieron humildes.
Habla con mesura, sin engolar la voz, y sus palabras resuenan en las altas bóvedas:
—La Espada de la Victoria es el triunfo de Cristo, el arma que simboliza los latidos del corazón creyente de España. A ti, Franco, Caudillo y General escogido por el Altísimo, debemos que España vuelva sobre sí y se encuentre a sí misma nuevamente. La entrega de tu espada vencedora al Cristo de Lepanto simboliza una vez más la unidad de las armas y los rezos que siempre distinguieron al Imperio Hispano, desde los días del gran Felipe II hasta los tuyos, Generalísimo. ¡Ojalá que Dios le devuelva a España el imperio que concedió a sus mayores! Ese imperio se sustancia en el supremo anhelo de nuestro Caudillo, intérprete fidelísimo del alma española, que significa sobre todo propagar la fe católica, apostólica y romana y darla traducida y plasmada en gloriosas epopeyas.
Calla unos instantes, respira, mira sus manos firmes, que se apoyan en el pretil del balconcillo. Su voz no flaquea cuando continúa:
—Nuestra España…, nuestra España, pueblo austero, sobrio, casto, generoso, fraternal, abnegado. Y así su Caudillo. Nunca las guerras hicieron bien a la moral, pero en ciertas ocasiones se volvieron necesarias para restaurar la fe de Dios nuestro Señor. Nuestra Cruzada ha marcado la hora de la liquidación de cuentas de la humanidad con la filosofía política nacida en la Revolución francesa. Benditos sean los cañones si en las brechas que abren florece el Evangelio.
Respira de nuevo con hondura y continúa:
—Y es así como algunos hombres han debido de cargar sobre sus hombros abrumados la tremenda responsabilidad de hacer la guerra para salvar la fe, tras el tremendo cataclismo de la dominación marxista. Así el mártir José Antonio Primo de Rivera, siempre presente en nuestras oraciones. Así nuestro Caudillo…, nuestro Caudillo victorioso, deparado por Dios a España. El guerrero justo vencedor del sovietismo, como otrora lo fueron del infiel aquel soberano a quien llamaban el Rayo de la Guerra, Carlos V, y su hijo Juan de Austria, triunfador en Lepanto, cuyo Cristo, que combatió en la batalla junto a los valerosos españoles de aquel entonces, está aquí junto a nosotros para recuperar el fuego ardiente del imperio.
Nueva pausa sobre el silencio de las cabezas que, desde allí, desde la altura, le recuerdan de pronto a las testuces del ganado encerrado en un corral.
—¡Ay de la nación que asiste indiferente a la ruina de la familia! ¡Ay de aquellos que se dejan vencer por el desánimo y no empuñan las armas cuando sangra el corazón de Cristo! ¡Gracias te damos, Caudillo Franco, por tomarlas en el nombre de Dios, de la familia y de la España eterna e imperial! Tu espada victoriosa es el símbolo de tu vigor cristiano y de tu fe sin mácula, de tu empeño en derrotar la mano cruel de los perseguidores de Cristo.
Salen. Brilla el sol de la primavera sobre las escalinatas y la fachada de la iglesia de Santa Bárbara. Los vítores se acallan cuando la banda de los legionarios acomete los sones del himno nacional. El generalísimo Franco, el cardenal Gomá y el obispo Eijo alzan el brazo junto al pórtico. En lo alto de la escalera, a las espaldas del militar y de los monseñores, a su vez saludan hacia el cielo desnudo de nubes los clérigos, diáconos y monaguillos, los ministros falangistas, los generales, las damas de alcurnia y un grupillo de monjas. Abajo, en los jardines, niños y niñas azules permanecen quietos, en posición de firmes, los delgados bracillos apuntando a las copas de los magnolios y las acacias.
Termina el himno y alguien grita vivas a Franco y arribas a España que centenares de voces corean al unísono. Ruge la multitud que se agolpa al otro lado del portón del jardín, en las aceras de la calle Bárbara de Braganza. Flamean las banderas de la Falange, pintada en negra pólvora y roja sangre, y la española, vibrante en torería grana y oro.
Y el espadón, ungido ya como Caudillo de Cristo, desciende la escalinata bajo el palio que sostienen los clérigos vestidos con roquetes, ahora sin sable, la calva esteparia al aire y en la mano izquierda la boina roja, saludando con el brazo doblado por el codo, sonriente, intentando con andares ranudos bajar los peldaños de piedra de uno en uno, cuando lo que le pide la cortedad de sus piernas son dos pasos por escalón.
De nuevo, resuenan alegres las notas de la «Marcha de Infantes», y monseñor Eijo Garay, majestuoso, condescendiente, conmovido, envía una sonrisa a los cielos en busca de su madre mientras secunda el gesto de Gomá y ambos clérigos bendicen al unísono las espaldas y el trasero del general que se aleja.
Se reúnen en una sobria salita del palacio arzobispal de Toledo. En las paredes el único objeto ornamental es un gran crucifijo de madera negra. Anochece afuera y una ostentosa lámpara de cristal lagrimea sobre la habitación con luz muy viva. Los clérigos se dejan caer con ruido de faldones sobre sus asientos, alrededor de una mesa redonda. El primado Pla y Deniel se ha reservado la presidencia, que tan sólo se distingue porque el respaldo de su silla es un poco más alto que los otros. A sus espaldas, un gran ventanal se abre a la arboleda en sombras del extenso jardín. Morcillo se sienta a la derecha de Pla, y Eijo a su izquierda. Enfrente, de espaldas a la puerta de la estancia, ocupa plaza la relamida figura del nuncio Antoniutti. Además de la mesa y de las sillas, no hay otro mueble en el cuarto salvo un reclinatorio de madera vieja. Sobre su lomo almohadillado de color rojo reposa un pequeño breviario de oscuras cubiertas de piel.
Encima de la mesa, brillan la plata de una tetera, una cafetera, un azucarero y una jarrita de leche, junto a varias tazas de porcelana azul y blanca, vasos de buen cristal, un sifón y una botella de Anís del Mono. Al arzobispo Pla y Deniel le gusta echarse un trago al coleto de cuando en cuando. Eijo, que nunca bebe anís, mira con curiosidad la etiqueta del envase, en la que aparece dibujado un primate que sostiene una botella en la mano izquierda y un pergamino en la derecha. Lo gracioso del simio es que no tiene cara de tal, sino que se parece a Charles Darwin.
Esta cuestión de los animales con cara de humanos hace reflexionar a Eijo Garay. ¿Y no tendrán los hombres antepasados no humanos? Mira alrededor. La nariz y la boca de Morcillo recuerdan a los de un can. Y mejor a un lebrel que a otra de cualquier raza. Tiene esa nariz olfateadora de los perros cazadores, negra, pelada y fea, con los morros siempre moqueando. Pero no está exento de una cierta elegancia, lo que le acerca al perro que, ora arrimado al brasero del señor, ora en la montería, lame las botas del amo cazador. En muy buena medida, piensa Eijo, le acomoda la casta de lebrel a Morcillo: un adulador en los pasillos del poder, escondido bajo los faldones de los aristócratas y presto a cazar un cargo de altura a la mínima oportunidad.
Pla y Deniel es roedor, sin duda; pero de los que vuelan, con unas orejas que dan la impresión de ponerse a dar vueltas sobre sí mismas en cualquier momento, como las aspas del autogiro. O sea: es un murciélago. O mejor: un vampiro, si se tiene en cuenta que es un experto chupador de influencias. ¿No le quitó al propio Eijo, con sus intrigas en los pasillos vaticanos, el puesto de primado de España después de la muerte de Gomá, acaecida en 1940? Vampiro, claro.
Antoniutti es un reptil, como tiene que ser la gente que sobrevive en el Vaticano, meca de las intrigas, palacio de las maquinaciones, cueva de los tejemanejes y escuela de los contubernios. Tiene la nariz afilada y picuda, labios que parecen a punto de abrirse para dejar salir una lengua bífida dispuesta a envenenar a quien se interponga en su camino; su hablar es melifluo, algo aniñado, y Eijo sospecha, por la manera cómo mueve las manos, que esconde una irrefrenable pasión homosexual. Sus gafas de gruesos cristales ocultan unos ojos desvitalizados, como si fueran los de un hombre muerto. Parece más víbora que culebra; o quizá, un reptil de una familia carnívora, como una anaconda de las que se encuentran en las selvas de América Latina, capaces de tragarse a un niño. ¿A cuántos obispos y cardenales habrá devorado en su carrera para alcanzar el puesto que ocupa?
¿Y cómo le verán ellos a él?, se pregunta ahora. Descarta de inmediato la idea de que puedan compararle con bicho alguno. Al fin y al cabo, carecen de la imaginación y la inteligencia suficientes para ello. Y Eijo Garay se considera a sí mismo el más alejado del reino animal de todos los presentes en la reunión de hoy.
—¿El Caudillo sabe que se celebra esta reunión, reverendísimo señor Patriarca? —pregunta el nuncio Antoniutti con un gesto malévolo y echando levemente el cuerpo hacia delante—. Cuando se trata de política, ya sabe usted, monseñor, que la Iglesia debe colocarse un paso por detrás.
—Tiene usted razón, venerable nuncio —responde Eijo—. Hay que dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Pero del Caudillo me ocupo yo. No olvide que formo parte de la regencia tripartita que le sucedería si fallece súbitamente, no quiera Dios… Por algo será que estoy ahí…
—Sí, sí, ya tenemos noticia de su amistad privilegiada —responde Antoniutti mientras recuesta sus pesadas espaldas contra el alto respaldo de su silla.
—Simplemente quería informarles a ustedes sobre ciertas noticias que me preocupan. Pretendo, también, y espero que sea posible, que podamos llegar a una cierta unidad de criterio para atajar males mayores. ¿Les parece bien, reverendísimos padres?
—Siga, siga, Patriarca —indica el primado Pla y Deniel después de dar un sorbito a su vaso de anís con sifón.
—No les cansaré mucho. Sabrán ustedes, y usted lo sabrá mejor que ninguno, señor nuncio, que hace dos años se celebró en Roma el congreso de las Asociaciones Cristianas del Trabajo, o del Lavoro, las ACLI, creo que las llaman así…
Ildebrando Antoniutti asiente moviendo la cabeza como un muñeco de guiñol. Eijo dirige sus ojos hacia los de Casimiro Morcillo.
—Y supongo que sabrán que hubo allí dos representantes españoles de esas hermandades de Acción Católica, las que llaman HOAC. ¿Lo sabe, monseñor Morcillo?
—He oído algo.
Eijo gira el rostro hacia Enrique Pla y Deniel, que rellenaba su vaso con un sonoro chorro de sifón y unas gotas de licor.
—Ya sabemos que, desde hace unos años, Franco se ha acercado más a las tesis de los políticos cristianos, sus amigos, reverendo primado, y ha dejado un poco de lado a los falangistas.
—Mis amigos… Lo sé muy bien —dice Pla sosteniendo su mirada y con media sonrisa en los labios.
—Lo sabe y lo disfruta, monseñor, pues fueron ellos, con el apoyo de Roma —y ahora lanza una ojeada rauda hacia Antoniutti—, quienes consiguieron nombrarle arzobispo de Toledo y primado de España.
—… en lugar de escogerle a usted, ilustrísimo señor Patriarca, el tan afamado y poderoso Obispo Azul —interrumpe Pla.
—Eso es agua pasada, arzobispo —responde con fastidio Eijo—. Además, Franco tenía que aceptarlo de esa forma, porque la Historia manda sobre los hombres. Y por cierto, ahora que hago memoria: ¿no fue usted quien ideó aquello de que la Guerra Civil era una Cruzada?… Pelillos a la mar: hoy son otros tiempos y ustedes bien lo saben… Bueno, quizá Morcillo, allí arriba en las Vascongadas, no ha oído hablar de nada.
El obispo de Bilbao deja escapar un breve gruñido.
—Allí arriba, como usted dice, nos enteramos de todo.
—Menos de lo que pasa en Acción Católica —añade Eijo.
—Las HOAC —replica Morcillo— han nacido para frenar el comunismo, como todas las asociaciones cristianas de trabajadores. Y si mal no recuerdo, no hace mucho que el cardenal Pizzardo, que alienta el trabajo de estas asociaciones, ha sido terminante a este respecto. Recito su frase textualmente: «El comunismo es el enemigo más poderoso que jamás ha tenido la Iglesia». ¿No es así, señor nuncio?
Interviene Antoniutti.
—Así es, monseñor Morcillo, así es. Pero dejemos esas cosas ahora… Vayamos al caso que nos ocupa. Siga, por favor, señor Patriarca.
—Hasta este punto, todo está muy bien, monseñores —continúa Eijo—. Pero hay algunas cosas que han cambiado.
Mira alrededor. Los otros le contemplan expectantes. El nuncio dibuja sonrisas grasientas, Morcillo olfatea el aire en busca de liebres imaginarias y las orejas de Pla apuntan hacia Eijo.
El Patriarca apoya los antebrazos en la mesa y comienza a explicarse:
—Es cierto que los tiempos han cambiado y que España no puede ser ya un país aislado del mundo y que necesita abrirse a Euro pa. Pero eso no quiere decir que se dejen rendijas por las que pueda colarse el comunismo, al que tanto nos ha costado derrotar. Hay un factor que ahora nos favorece: la Guerra Fría. El propio Pío XII ha puesto freno a ciertas desviaciones de la doctrina con su carta encíclica Humani Generis y ha debido de corregir las teorías demasiado revolucionarias, yo diría que casi heréticas, de ciertos teólogos. Para ser claros: algunos han sido enviados a la calle, que es lo que se buscaban, como muy bien sabe el señor nuncio. Pero el enemigo acecha y quizá está dentro.
Carraspea y bebe un sorbo de la taza de café frío que reposa delante de sus manos:
—Supongo que han oído hablar ustedes del teólogo Jacques. Maritain e imagino que les suena su libro Humanismo integral —mira alrededor y detiene los ojos en Morcillo—. Bueno, pues si no lo conocen, porque todavía no ha sido traducido del francés, yo, que sí lo he leído, les diré que, en síntesis, propone una especie de revolución cristiana contra la explotación del capitalismo y no descarta, al mismo tiempo, una aproximación a las teorías de Carlos Marx. Las tesis de Maritain han posibilitado que se cree un movimiento, particularmente en Francia, que llaman de sacerdotes obreros, esto es: sacerdotes que llevan a cabo su obra pastoral en las barriadas humildes de los proletarios. Lo que sucede es que esa tarea pastoral se ha convertido, a menudo, en una especie de alianza con los representantes sindicales del comunismo. Y ahí nace la amenaza: porque el huevo de la serpiente cría serpientes. Y la serpiente está incubando, me temo, dentro de la casa del Señor.
Hace una nueva pausa. Ninguno de sus interlocutores parece deseoso de intervenir.
—Por fortuna, se han tomado también medidas concretas desde el Vaticano, como el nuncio bien sabe —asiente Antoniutti desde su silla, esta vez sin sonreír— y el problema ha sido atajado en Francia. Pero en Italia, en donde no hay curas obreros, sí que crece la influencia de los católicos que se llaman a sí mismos de izquierdas y que proponen un acercamiento a los comunistas. Al mismo tiempo, los comunistas liman sus posiciones antirreligiosas para hacer creer a las ingenuas ovejas católicas que ya no son lobos. ¿Ven el problema, reverendísimos padres?
Inclina aún más el cuerpo sobre el tablero:
—La presencia de españoles en el congreso de Roma de hace dos años ha dado alas a los «maritanistas» españoles, por así llamar a los entusiastas del teólogo Maritain. Y sobre todo, hay gentes, digamos que de ideas ambiguas, que están influyendo poderosamente en las organizaciones de Acción Católica y, quizá, tomando ya contactos con militantes clandestinos del Partido Comunista. Esa es la cuestión.
Mira a Morcillo. Antoniutti y Pla le imitan. El obispo de Bilbao se revuelve en su silla y alza la nariz:
—Me parece un poco exagerado. ¿De qué personas ambiguas habla usted, Patriarca?
—Le daré dos nombres: Jaime Rebollosa y Tomás Castellón. Bueno, al primero le gusta que le llamen Jaume…, esas cosas de los catalanes. ¿Los conoce?
—No los he visto en persona, pero sé quiénes son. Y están perfectamente controlados.
—No lo tenga por seguro. Su influencia va extendiéndose como el fuego de Satán, créame. Y no olvide que los dos estuvieron del lado republicano durante la Cruzada y que permanecieron un cierto tiempo en la cárcel después de la victoria. Mala hierba… A Castellón le conocí a poco de concluir la guerra. Es un hombre tenaz, firme en sus ideas, el tipo de enemigo que resulta más peligroso. El otro, Rebollosa, está algo chiflado. Creo que su mujer le dejó hace poco.
—Vuelvo a decirle que están perfectamente controlados.
—No se fíe, no se fíe… Puede haber infiltraciones comunistas en las HOAC, en las JOC, en la Asociación de Propagandistas…, en todas las secciones de su Acción Católica, monseñor Morcillo. Rebollosa y Castellón son predicadores convincentes, sobre todo cuando se dirigen a molleras por lo general vacías y apenas cultivadas, como las de los obreros. Además, Castellón se ha instalado en un barrio de chabolas de las afueras para desarrollar allí su obra pastoral…, entre los pobres. Pero a mí me huele a algo peor que a obra pastoral.
—¿Quién le ha dicho a usted todo eso? —pregunta Antoniutti.
—Tengo oídos por todas partes —responde el Patriarca.
—¿De la policía política?
—¿Acaso son malos oídos los de la policía cuando está de nuestro lado, señor nuncio?
Eijo se vuelve hacia Pla y Deniel.
—¿No dice usted nada, venerable primado?
—He oído cosas, pero no hago caso de las maledicencias —responde Pla y Deniel, a quien la pregunta le ha pillado con el vaso de licor con soda en los labios.
—Claro que ha oído: últimamente nombra usted muchos ministros. ¿No es cosa suya lo de Ruiz Jiménez, el ministro de Educación?
—Es un joven cristiano muy valioso. Tiene algunas ideas modernas, pero se le pasarán.
—¿Quiere decir que tiene ideas liberales?, ¿o acaso son ideas comunistas?
Las orejas del primado se vuelven rojas como guindas.
—Yo no he dicho eso —responde Pla.
—Bueno, bueno, dejemos de lado viejas rencillas… —interviene Antoniutti—. ¿Y qué propone que se haga, Patriarca?
—Sencillamente que estemos alerta y coordinemos esfuerzos. Sea como fuere, todos navegamos en el mismo barco. Así que propongo que, por una parte, el señor nuncio nos tenga al tanto de lo que se oye en Roma sobre los españoles que participan en el movimiento obrero internacional católico, pues supongo que el Vaticano tendrá también buenos oídos. Y que, por otra parte, el señor Morcillo mire debajo de sus propias alfombras y nos dé noticia de lo que encuentre. Sobre todo si hay cucarachas de color rojo.
Se frota la barbilla antes de añadir, como si hablara para sí mismo:
—Hummm… Ideas modernas en la cabeza de un ministro.
—¿Y qué pinto yo en todo esto, Patriarca? —pregunta Pla, mientras pimpla su tercer vaso de antropoide dulce con agua gaseada.
—Usted es el primado de la Iglesia en España, monseñor, y debe de estar al corriente de cuanto ocurre. Además, su influencia en el sector católico del gobierno es vital. Usted puede ocuparse de los ministros cristianos y yo de los falangistas, aunque anden en estos tiempos en retroceso político. Pero no olvide que nuestra Iglesia está siempre por encima del poder terrenal. Investigue, investigue, señor arzobispo…, influya, influya. Por mi parte, voy a poner en marcha un programa de captación de trabajadores católicos con la organización de Hermandades Sindicales Obreras dentro del sindicato oficial, unas hermandades distintas a las de la HOAC, para entendernos. Hay que adelantarse a los «maritanistas». Tenemos que hacer crecer, en la raíz misma de los problemas, un anticomunismo competitivo y militante. Y en fin, se trata de recuperar la doctrina social de León XIII, que es la nuestra, y oponerla al marxismo y al «maritanismo». Esa es la idea. Contra el Manifiesto Comunista de Carlos Marx, nuestra mejor arma es la Rerum Novarum de León XIII. Les ruego que vuelvan a leerla…
—¿Qué dirá Franco? —corta Antoniutti.
—Yo siempre estoy al lado de Franco, suceda lo que suceda. Y también del lado del Papa, mi querido compañero de estudios en Roma, mi buen amigo Gellin. Los dos, Franco y Gellin, saben muy bien que mi fidelidad hacia ellos es total, sin condiciones.
Volvía el automóvil hacia Madrid, ya en plena noche. El cielo huérfano de luna parecía no existir, lo mismo que la tierra, y los faros amarillos del vehículo desnudaban un pavimento de color pardo, semejante a un túnel que se abriera ante ellos camino de la nada. Morcillo dormía al lado de Eijo.
Una liebre saltó ante el haz de luz y corrió hacia delante siguiendo el trazo de la estela luminosa, como si hubiese sido hipnotizada, incapaz de apartarse del camino del auto.
—¿La sacudo, Patriarca? —preguntó el conductor.
—A por ella, Eduardín —respondió el prelado.
Aceleró el chófer, el animal desapareció bajo el auto y al instante se oyó un golpetazo bajo los asientos de atrás. Eduardo frenó y detuvo el coche, que dejó al ralentí mientras bajaba del vehículo en busca del animal. El aire helado de la noche golpeó en el rostro de Eijo, que subió el rebozo de su capa hasta más arriba de las narices.
Morcillo se había despertado y, con cierto sobresalto y casi a gritos, preguntó a Eijo:
—¿Qué pasa, hemos pinchado?
—No, monseñor. Sucede que el coche es más rápido que los lebreles cuando de atrapar liebres se trata.
—No le entiendo, Patriarca.
—Quiero decir que el domingo, en mi palacio, habrá habichuelas con liebre para el almuerzo. ¿Le apetecería comerlas conmigo?
—El domingo debo decir misa en Bilbao.
—Es una lástima. Siempre creí que a usted le chiflaban las liebres.
—Detesto comer liebre, lo mismo que el conejo. ¿De dónde saca usted esas cosas? No le entiendo, Patriarca… Creo que voy a dormir otro poco.
¿No se me entiende? Es gracioso. Pues soy como una laguna de aguas claras, como un espejo sin rajaduras. Te estoy llamando mentecato, Casimiro, chucho faldero.
Pero ¿cómo has de entenderme si yo soy todo lo contrario que tú? Cuando era un niño, allá en Galicia y después en Sevilla, decidí que no me inclinaría nunca más ante los poderosos, que alcanzaría a ser mi propio dueño. Señores habrá siempre, pues es cosa de la naturaleza humana, y el propio Dios no nos hizo iguales, sino hermanos. Pero una cosa es acatar su jerarquía y otra humillarse ante ellos. Yo sirvo a los intereses de los amos, pero por encima de ellos está Dios, y yo represento a Dios en esta diócesis y son ellos quienes se inclinan ante mí. Soy una especie de capataz del espíritu: para que lo entiendas, Casimiro. ¿Y sabes qué hacemos los capataces del espíritu? Servimos a los señores sin inclinarnos, mientras que todos los otros siervos se inclinan delante de nosotros y, en ocasiones, los propios amos se arrodillan ante nuestra presencia durante los actos sagrados.
¿Cómo se logra eso?, preguntarías ahora si me escuchases. Y yo te diría que ya no estás a tiempo de practicarlo, aunque tal vez sí de comprenderlo. Nunca has valido mucho para el estudio, sospecho. Pero el estudio es la base de todo poder. El estudio sumado a la voluntad, Casimiro. Te lo explicaría de otra manera: si se perfecciona la voluntad, se puede llegar a ser, no sólo más que un rey, sino casi Dios mismo. Pero eso hay que comprenderlo a tiempo. Y a tu edad, Casimiro, ya no es posible.
Mis años romanos, nueve en total, son mi más íntimo orgullo. En ellos está la base de mi independencia. Mis licenciaturas en teología, filosofía y derecho canónico no son simplemente títulos universitarios; son la base sobre la que se cimenta mi poder. Y el dominio del latín, el griego, el italiano, el francés y el inglés me abre puertas que, ante muchos de vosotros, permanecerán siempre cerradas. Mira a tu alrededor, Casimiro: ¿cuántos de nuestros pavonados ministros, de nuestros victoriosos generales y de nuestros altivos prelados pueden ir por el mundo haciéndose entender en lenguas ajenas? Muy pocos.
Yo sí puedo.
¿Cuántos de nuestros compañeros de la Iglesia han podido alcanzar la gloria de ser académicos de la Lengua? Muy pocos. Yo sí he podido.
¿No has oído hablar de ese día de mayo 1927 en que las puertas de la Real Academia se abrieron para recibir a don Leopoldo Eijo Garay, el vástago de Generosa, una humilde fregona de Vigo?
¿Sabes de qué les hablé en mi investidura? De la oratoria sagrada en España.
¿Tienes tu alguna idea sobre eso? He oído alguno de tus sermones. Y son planos, exentos de gracia, aburridos y pesados como el plomo. Te diré, pues, que el arte del discurso, en la política y en la religión, reside sobre todo en la naturalidad y en la convicción. Así lo dije aquel día de mayo dirigiéndome al más importante auditorio que jamás me haya escuchado, ante las mentes y las plumas más ilustres de España. «El sermón, como el discurso —proclamé—, debe trazarse escalonando los razonamientos, levantando cada vez más la llama del afecto en justa proporción con el fin designado, y cuidando mucho de que las diversas partes guarden entre sí trabazón y orden lógico, única forma de poner cerco a la inteligencia para que se rinda a la verdad».
Nunca olvidaré los aplausos que recibí aquel día, el mejor premio que existe para el aprecio de uno mismo. Constituyeron la más hermosa música de mi existencia entera. Y fíjate bien, Casimiro, que yo venía a ocupar ni más ni menos que el asiento dejado vacante por don Antonio Maura, uno de los más grandes oradores que ha dado España. Y logré emocionar al más respetable auditorio que imaginar cabe, hasta el punto de que algunos lloraron mientras yo hablaba. Me acordaba, al oír la cerrada salva de los aplausos, cuando concluí mi lección, de lo que dijo san Jerónimo: «Que las lágrimas de tus oyentes sean tus alabanzas».
Voluntad, estudio… y coraje. Y fe, sobre todo la fe. La fe en tu destino, un destino unido al destino de la patria y de la Iglesia.
Así los poderosos te rendirán pleitesía, así se inclinarán a besar tu anillo.
¿Y sabes un secreto, Casimiro? ¿Por qué crees tú que Franco me quiere y me respeta? Porque somos iguales. Porque los dos venimos desde muy abajo, porque hemos visto a un palmo de nuestras narices los zapatos lustrosos de los señores. Y hemos sabido, merced a nuestra voluntad, poner sus narices a un palmo de los nuestros.
Pero qué digo, Casimiro… Quizá ya es tarde para ti. No es tarde, sin embargo, para que lo sepas.
Y vete despabilando, que ya titilan ahí delante las frías luces dé Madrid. No sabes lo que me gustaría despertarte a pedos; pero no me vienen ganas. ¡Qué lástima!
Regina y Paquito le esperaban en lo alto de la escalera.
—Tiene servidos unos embutidos y le he dejado un tazón de caldo calentito, Patriarca —dijo la secretaria.
—Muy buena idea, Regina, muy buena idea. Está fría la noche. Miró a Paquito por encima de su hombro mientras el chico le despojaba de la capa.
—Hale, chaval, vete a la cama: tienes cara de cansado.
—¿No le ayudo a desvestirse, Patriarca?
—Ya me arreglo yo.
La mujer le siguió hasta el comedor. Antes de sentarse a la mesa, don Leopoldo se detuvo junto a la mesilla en donde reposaba 4 el teléfono.
—¿Qué hora es, Regina?
—Pasan unos minutos de las diez y media, Patriarca.
—Entonces llama al comisario Casado.
Un minuto después, Regina le pasaba el auricular y don Leopoldo preguntaba con cortesía si no era demasiado tarde.
—Siempre a sus órdenes, reverendo Patriarca, a cualquier hora que usted lo disponga —respondió el policía—. ¿En qué puedo servirle?
—Poca cosa, Casado, poca cosa… Me interesaría tener algunos datos sobre el ministro Ruiz Giménez…, sus contactos, sus amistades, con quién se ve fuera de los programas oficiales…, sus ideas…
—No hay problema, señor Patriarca. Tengo hombres en su ministerio. Dentro de unos días le daré mi informe.
—No hay prisa, Casado, no hay prisa. Y eche también una ojeada a esas Hermandades Católicas que están naciendo por ahí, las HOAC las llaman.
—A sus órdenes, reverendísimo señor Patriarca.
Colgó.
—Bueno, Regina, puedes irte a la cama.
—Deje que le sirva, Patriarca.
—Ya me sirvo yo, mujer, hasta ahí llego. Y no olvides hacerme un hueco en la agenda un día de la semana que viene para ver al curita polaco.