La perezosa luz del amanecer invernal iba asomando al otro lado de la ventanilla del compartimento del vagón y, entre las sombras que impedían al entorno desnudar sus perfiles, el joven sacerdote vislumbró, primero, la velada figura de un poste de telégrafo; luego, el esqueleto trémulo de una casa agazapada tras una hilera de olmos; después, el difuso vallado de un corral en donde se movían como ondas acuosas los espectros de una vacada; y más tarde, las tapias imprecisas de un cementerio. El ferrocarril transitaba muy despacio sobre la marchita campiña, todavía empapada por la lluvia de la noche y tiritante bajo el frío de la aurora. Corrían los primeros días de diciembre del año 1954.
Avanzó la mañana y la niebla sustituyó a las sombras y abrazó la tierra. El sol trepaba por el cielo como una naranja de colores turbios, envuelto por la boira, y no era posible distinguir si, más lejos, las montañas cerraban el horizonte, e incluso si cerca del tren se tendía un paisaje de bosques o, por el contrario, una llanada de campos roturados para la siembra próxima. A veces, charcas de agua oscura asomaban debajo de la ventanilla, también caseríos humillados y, en sus cercanías, las burdas figuras de los silos. Olía a carbonilla y a ese aroma acre y metálico que acompaña a la bruma. El día iba creciendo feo y enmohecido. Pero al joven no le producía ninguna sensación de desconsuelo. Porque desde mucho tiempo atrás sentía que la niebla le protegía.
Stefan Berman tenía veintitrés años. Era alto, delgado en extremo, de piel pálida, rostro barbilampiño, ojos grandes y claros, cejas pobladas y pelo azabache y liso, con un flequillo que caía levemente sobre la frente. Sus anchos hombros marcaban la osamenta bajo sus ropas y, quizá a causa de ello y de sus delicadas mejillas, su apariencia ofrecía un aire de fragilidad. No obstante, la sotana escondía un cuerpo musculoso y nervudo. Era un guapo muchacho, en cualquier caso.
Se había acomodado junto a la ventanilla, dando frente a la marcha del tren, que se dirigía al sudoeste. El campo corría a su derecha y, para distinguirla bola mezquina del sol, debía de inclinar un poco el cuerpo hacia delante y girar la cabeza levemente sobre su hombro. El asiento de al lado lo ocupaba un niño de cuatro o cinco años, menudo y silencioso, y en las plazas contiguas viajaban dos mujeres jóvenes, una de ellas, sin duda, la madre del niño, pues no cesaba de ocuparse de él y de regalarle las mejillas con ocasionales y dulces caricias. Morenas, flacas, las piernas tapadas con largas faldas oscuras y vestidas de medio cuerpo arriba con blusas abotonadas hasta el cuello, las dos muchachas parecían hermanas. Ambas exhibían cabellos alisados y recogidos en moño sobre la coronilla. No eran bellas, pero transmitían sensación de vigor y limpieza. Entre las dos, en el suelo, las cabezas de tres gallinas de plumaje blanco y cresta amarilla asomaban de un cesto de mimbre. De cuando en cuando, una de las aves cacareaba suplicando un auxilio que nadie iba a brindarle.
Dando frente a Stefan, se sentaba un hombre próximo a los sesenta años, dueño de una prominente barriga, rostro ancho y colorado, bigote blanco y escaso pelo cano. Vestía un traje oscuro arrugado y una corbata negra, corta y estrecha. El sacerdote pensó, al verlo subir en la estación de Barcelona, que tenía un aspecto de maestro maligno. Le inquietaba, sobre todo, el siniestro sombrero de ala ancha con que se cubría y el recio bastón de madera oscura que sujetaba entre su pierna y el brazo del asiento. Le recordaban, de pronto, el tocado de un verdugo y el garrote de un policía nazi.
Al lado, una mujer remilgada y flaca, de parecida edad a la del hombre y vestida con esmero, tejía una labor de punto con hábiles movimientos de los dedos, sin despegar los ojos de las agujas y de la manga de lana que iba naciendo de las hebras de un gran ovillo color rosa. Ni siquiera el balanceo del tren y sus ocasionales frenadas la distraían de su labor. A veces, el hombre le susurraba algo cerca del oído. Y ella asentía con un movimiento de la cabeza, sin responder ni levantar la vista.
Las dos plazas restantes de aquel compartimento de segunda clase del tren expreso Barcelona-Madrid las ocupaban una pareja de hombres de mediana edad. Vestían humildemente, con los cuellos de la camisa cerrados hasta el botón superior y sin corbata. Uno de ellos tenía el rostro largo, un espeso mostacho negro y pelo muy corto. El otro, de cara redonda y barbada, se cubría la cabeza con una boina negra.
La niebla se espesaba y su manto protector confortaba el espíritu de Stefan. Era su cuarto día de viaje desde que salió de Roma y el quinto tren en que viajaba. El primero le había llevado hasta Génova; luego, tomó otro hasta la frontera francesa; en un tercero se desplazó a Niza, y con el cuarto había cubierto el recorrido a Perpiñán. Desde allí, había viajado en autobús para alcanzar la frontera española, y después de llegar a Barcelona, viniendo de Port Bou, durmió en una húmeda pensión de las Ramblas. Ahora se dirigía hacia Madrid.
Durante casi todo el viaje había llovido. El sol asomó tan sólo durante un par de horas, cuando salió de Niza rumbo a Perpiñán. A Stefan le pareció muy hermosa la visión del Mediterráneo francés, sereno, bruñido y, bajo el sol enrojecido de la mañana, tocado por una fulgurante luz color membrillo. Desde la falda de una montaña, admiró las casas encaladas, con ventanas y balcones pintados de brillante azul, que se derramaban sobre el mar como una esplendorosa catarata. Aquella visión duró apenas unos minutos, Después, volvieron la lluvia y la bruma.
Una hora más tarde de la salida de Barcelona, entró en el compartimento un hombre pequeño, que vestía un uniforme raído y una gorra de plato que le caía grande. Recogió uno por uno los billetes de los pasajeros y procedió a picarlos. Tras él asomaron dos guardias civiles. Portaban subfusiles colgados del hombro y recios capotes. Uno de ellos, el de más edad, lucía galones de cabo en las hombreras y un imponente mostacho negro sobre los labios, con las guías apuntadas hacia lo alto. Cuando el revisor concluyó su trabajo y abandonó la cabina, los dos guardias ocuparon su puesto y pidieron la documentación a los viajeros.
Stefan le entregó el salvoconducto y el pasaporte al guardia del bigote. El salvodonducto se lo habían extendido en la embajada española de Roma.
—Así que polaco —dijo el cabo como si rumiara las palabras mientras le devolvía los documentos. Tenía acento gallego—. Un padre muy joven… ¿Es usted seminarista o ya le han hecho cura?
—He sido ordenado hace unas semanas. Todavía se me hace raro que me llamen padre.
—Como en la Iglesia no llevan galones —el guardia se tocó la hombrera—, no hay quien los distinga a ustedes. Igual se topa uno con el Papa y lo toma por un párroco de aldea. Manda carallo…
Se rio de su propia broma e hizo un amago de saludo llevándose la mano al borde del brillante tricornio.
—Sea usted con Dios, curita.
Los dos hombres del extremo de enfrente carecían de documentación y discutían con el otro guardia. Alegaban que la habían perdido en el último viaje que hicieron para vendimiar en Francia, el último mes de septiembre, y que precisamente en Zaragoza pensaban obtener una nueva.
—¿Y dónde está la denuncia de la pérdida? —intervino el cabo—. ¿Y por qué no lo han denunciado en Barcelona? Los extravíos de documentación personal hay que reportarlos de inmediato en la comisaría o en el cuartelillo más próximos. Y, además, ¿cómo pasaron la frontera sin papeles?
No llevaban con ellos denuncia alguna.
—Sois considerados desde ahora sospechosos —concluyó el guardia del mostacho—. Y lo que tengáis que alegar, lo explicáis en el cuartel de Zaragoza. Ahora os venís al vagón de adelante con nosotros.
Los hombres tomaron del maletero dos valijas de cartón. Una de ellas, atada con una cuerda, se escurrió de las manos de su dueño mientras la bajaba, fue a dar a sus pies, se abrió y una veintena de navajas y cuchillos de diversos tamaños y diseños cayó al suelo del compartimento. El hombre se apresuró a recogerlos.
—¡Buen armamento! —dijo el del mostacho al tiempo que descolgaba la carabina de su hombro—. ¿A qué tanta arma?
—Somos cuchilleros y también afiladores —dijo el otro hombre. Y abrió su maleta y mostró una pequeña rueda de afilado.
—¿Y dónde están los papeles que acreditan su oficio? —Los perdimos también en Francia.
—Sin documentación, sin crédito ninguno y con un cargamento de armas blancas… Buenos estáis: lo que vosotros habéis perdido en Francia es la vergüenza. Venga, recogedlo todo y p’alante.
Salieron los cuatro. El hombre con aspecto de maestro dijo en voz muy alta:
—¡Vaya, vaya!
Luego se inclinó sobre sus rodillas y se dirigió a Stefan:
—En estos tiempos hay que andar con ojo, la guerra fue ayer mismo y, además, hay mucha delincuencia.
Stefan le contestó con un movimiento de cabeza y una leve sonrisa.
—Polaco ha dicho, ¿no? ¿Y cómo se las arregla un cura con el comunismo en su país?
—He vivido en Roma durante los últimos años.
—Habla muy bien el español.
—Lo he estudiado durante más de dos años.
—¿Y en sólo ese tiempo lo habla así de bien? Vaya, vaya…, si casi parece usted español.
—La gente de mi país tiene mucha facilidad para las lenguas extranjeras.
—Eso es un regalo de Dios.
—Es una cuestión histórica. Polonia es una nación pequeña y a menudo ha sido invadida por los vecinos más poderosos: los rusos y los alemanes, principalmente. Y para sobrevivir, nos hemos visto obligados a aprender la lengua de los invasores.
—Los españoles somos unos zopencos para los idiomas. Yo estudié francés en el bachillerato, casi cuatro años, y no me saca usted del «oui, monsieur».
—Ustedes han sido un imperio y han impuesto su lengua, no han necesitado aprender la de los más poderosos.
—Ya veo que conoce nuestra historia.
—También la he estudiado durante dos años.
—Y es verdad —se recostó ufano en el asiento—, hemos sido un imperio muy importante. ¿Sabe lo de Felipe II, eso de que en su imperio el sol no se ponía?
—Lo he leído.
—Sí, señor, el mayor imperio de la historia según dicen quienes más saben.
Volvió a inclinarse hacia delante.
—Supongo que será usted un huido del comunismo. Porque en Polonia hay comunismo, ¿no?
—No huyo de ninguna parte. He estudiado becado en Roma. Y ahora vengo a España a seguir mi formación en teología.
—Pero el comunismo es horrible, ¿no?
—Eran peores los nazis. Arrasaron mi ciudad, Varsovia, en 1944, y mataron a miles de personas. Querían que desapareciésemos como raza y como nación.
—Los alemanes fueron los aliados de Franco en nuestra guerra contra el comunismo. Aunque hiciesen por ahí algunas barbaridades, los españoles estamos en deuda con Hitler.
El sacerdote sintió que se encendían sus mejillas. Respondió:
—En Varsovia mataron a muchos de mis amigos y familiares, mi hermano entre ellos: tenía dieciséis años. Y encerraron a mi padre en Mauthausen, un campo de concentración. Cuando salió, estaba muy enfermo y murió al poco.
—Vaya, lo siento.
—También mataron a muchos de mis vecinos, gentes que no habían tomado las armas, gente que no se sublevó en agosto del 1944. Hitler ordenó a sus hombres que Varsovia desapareciese del mapa.
—Yo había oído que los alemanes perseguían principalmente a los judíos.
—¿Un vecino o un amigo no puede ser judío? ¿Y por qué no un familiar?
—Ya sabe…, los judíos, los masones, toda esa caterva…
Stefan percibía la furia que iba creciendo en su ánimo. Pero desde años atrás intentaba aprender a dominar su corazón apasionado. Pensó que, ahora, más que otras veces, sería imprudente seguir con aquella charla. Decidió darla por terminada. De súbito, una de las gallinas del cesto de mimbre acudió en su ayuda, como si sintiera el nerviosismo y la ira del joven clérigo, lanzando un imponente cacareo al que se unieron de inmediato sus dos compañeras. Stefan se volvió al niño que se sentaba a su lado, le acarició la cabeza y dijo:
—Están asustadas, ¿eh?
Después miró a su interlocutor:
—Creo que no debemos hablar de esas cosas delante de un niño…, aunque el niño fuera judío. ¿No le parece?
El niño apartó la mano de Stefan de su cabeza y balbuceó señalando a las aves:
—Las vamos a matar a las tres.
Se llevó la mano al cuello.
—Asín —añadió.
Y movió la mano de canto, de izquierda a derecha, simulando la acción del degüello.
—Vaya, vaya con el niño… —dijo el hombre.
Se dirigió de nuevo a Stefan:
—Ya ve usted, los niños españoles saben muy bien lo que es la muerte. Además, aquí no tenemos niños judíos.
Y se echó a reír a grandes carcajadas, sujetándose el vientre con una mano y palmeando con la otra la rodilla de su esposa, sin conseguir distraerla de su labor de punto.
Stefan cerró los ojos y simuló que trataba de dormir. Luchaba por contener la cólera que invadía su espíritu. Se acordó de su padre. Y se llevó la mano al bolsillo izquierdo de la sotana para apretar con fuerza entre los dedos el viejo brazalete rojo y blanco.
Avanzan entre la niebla, agachados, por las calles estrechas, sudorosas, oscuras y desiertas, de asfalto mellado por los bombardeos. Son siete: el padre Czeslaw y seis seminaristas, púberes mañana, esta tarde todavía niños; pero en su ánimo se sienten ya hombres crecidos, puesto que han sorteado muchas veces la muerte. El más pequeño es Stefan y marcha protegido en medio de la hilera: lleva un pantalón raído, una camisa verde, desgarrada en el hombro derecho, y un gorro negro aplastado sobre la cabeza. Calza zapatos de suelas desgastadas, abiertos en las punteras como las bocas de dos pequeños cocodrilos. Pese que el padre Czeslaw ha ordenado que nadie lo llevase consigo, Stefan ha guardado su brazalete rojo y blanco en el bolsillo del pantalón: es mucho más que un trapo; es su orgullo, la prueba de su coraje, y no le importa arriesgar la vida por ello. Lo aprieta con los dedos y siente que le transmite calor. Es la enseña de los patriotas, la que llevaba su hermano al morir y la que él ha heredado y defendido. Nadie podrá decirle nunca que no estuvo junto a los hombres del Ejército Patriótico en la rebelión de Varsovia. Finaliza el mes de agosto de 1944, son los últimos días de la batalla por la ciudad.
En la distancia, se escucha el fragor del cañoneo alemán. Del cielo cuelgan nubes pesadas, pintando la amenaza de una tormenta próxima, y las humaredas de los incendios se desmelenan y desgarran en el espacio, arrastradas aquí y allá por un viento muy fuerte. En una plazuela del centro de Stare Miasto hay cadáveres en el suelo. Y un caballo despanzurrado, enganchado a un carro al que le falta una rueda. Y más allá, un soldado de las SS cuelga ahorcado de una farola, sin botas ni cartucheras. El ventarrón balancea el cadáver como con un movimiento parecido al del péndulo de un reloj.
Alcanzan la boca de la alcantarilla.
—Está abierta —susurra con júbilo el padre Czeslaw—. ¡Vamos, chicos!
Es una marcha agotadora. Huele a ácido sulfhídrico y los ojos escuecen. Tienen que avanzar apoyándose sobre las manos y los pies, a veces sobre los codos y las rodillas, para no dar con la cabeza en el techo estrecho del túnel, arrastrándose sobre el barro escurridizo, rodeados por el fétido olor de la putrefacción y las aguas fecales. La única luz es la que produce con languidez la linterna del padre Czeslaw. De cuando en cuando se abren galerías en los lados del estrecho corredor. Podrían extraviarse. Pero Stefan confía plenamente en el sacerdote que los conduce: es fuerte, valiente, animoso y ha recorrido numerosas veces las alcantarillas en las últimas semanas, llevando informaciones a los combatientes, salvando muchas vidas del mismo modo que hoy trata de salvar las de los seis chicos.
Jadean, uno de los chavales gime, el sacerdote musita palabras de aliento. Los bombardeos resuenan en el túnel, como si recogieran el fragor de la explosión en un puño y lo llevaran de un lado a otro de la ciudad. En ocasiones, un tanque alemán atraviesa las calles y cruza sobre sus cabezas. La galería tiembla entonces y parece que el techo fuera a desmoronarse sobre ellos. Pero Stefan no siente miedo de los tanques. Le aterrorizan mucho más las ratas que oye correr en ocasiones a su lado, profiriendo pequeños chillidos. Teme que le muerda alguna y le contagie de rabia o de peste.
Hace calor, la humedad empapa su camisa, el barro se agarra a sus zapatos, moja las puntas de los dedos de sus pies, le ensucia las manos, las rodillas y los codos. ¿Cuánto falta? ¿Tendrá fuerzas para llegar?
No sabe si ha transcurrido una hora. O si han sido dos. Una luz asoma al fondo de la galería, que va agrandándose conforme se acercan a ella. El padre Czeslaw apaga su linterna.
—Ya muchachos, ya está —dice en voz baja.
Salen son sigilo, despacio, detrás del sacerdote. Las explosiones parecen más cercanas. Ráfagas de luz rastrean el cielo que comienza a oscurecerse camino de la noche. Delante, Stefan reconoce el lugar: es el cementerio. Cuatro años antes, vivía con su familia cerca de aquí y muchos días, tras la jornada escolar, venía a jugar entre las tumbas, con sus amigos del barrio, a guerras imaginarias y a cuadrillas de bandidos perseguidas por agentes de la ley. A él le gustaba el papel de forajido.
Cruzan la calle a la carrera. Atraviesan el portón y se pierden entre los árboles y las tumbas. Y de pronto, huele a carne, gasolina y madera quemadas, un olor abominable y dulce, olor a muerte: el hedor del Infierno, piensa Stefan.
En la explanada, en el círculo que forman varios panteones, los cadáveres se amontonan unos sobre otros. ¿No ha habido tiempo para enterrarlos o los han matado allí mismo? Muchos están a medio quemar, entre restos de maderos negros. Hay niños, mujeres, ancianos, pocos hombres jóvenes. ¿Son cien, ciento cincuenta?… Los chicos se han quedado quietos, contemplando el paisaje de la barbarie.
—¡Vámonos, chicos, no miréis! —dice el cura.
¿Y por qué no?, piensa Stefan. ¿No han visto escenarios semejantes tantas veces, durante tantos días y en tantos lugares de Varsovia?… En los hospitales, de donde los SS han sacado a los enfermos y al personal sanitario y los han fusilado y les han prendido fuego con gasolina; en los colegios en que han asesinado a los alumnos y a los maestros; en los barrios bombardeados donde se sospecha que se esconden guerrilleros del Ejército Patriótico; en las iglesias que ofrecen refugio a la gente aterrada. Han disparado contra todos y contra todo, sin reparar en sexo ni en edad. Están asesinando a Varsovia entera. ¿Por qué no verlo? Stefan piensa que hay que mirar para no olvidar.
El padre los lleva hacia el extremo del camposanto, a una plazoleta, escondida junto a un bosque de cipreses. Stefan reconoce el lugar; ha jugado muchas veces allí, con su padilla de amigos y su hermano Tomek. Un poco más allá se encuentra la valla trasera del camposanto. Y al otro lado hay una pequeña carretera que conduce hacia el Vístula. Las tumbas son en esta zona muy antiguas y las estelas de algunas de ellas se inclinan hacia los lados, como si les pesaran los años. En la mayoría apenas pueden leerse las letras cinceladas sobre la piedra. Las luminarias alumbran el cielo de Varsovia.
El padre Czeslaw les ha repartido unos emparedados de pan duro y carne seca. Los chicos tocan a uno por cabeza. Para el sacerdote no hay ninguno.
—Tratad de dormir, no hace frío —dice mientras se tiende sobre la hierba.
Pero Stefan no duerme. Se acuerda de su hermano Tomasz, de Tomek, como le llamaban en casa, muerto en los primeros días del levantamiento. Y piensa en su padre, de quien nadie sabe nada: los alemanes se lo llevaron hace más de un año, con muchos otros judíos, tras la rendición del gueto. Hace dos semanas, su madre y sus hermanas pequeñas han podido escapar de Varsovia, al otro lado del río Vístula, con documentos de gente que ha muerto y que ahora sirven a los vivos. Piensa que quizá hayan podido alcanzar las líneas de los soviéticos, muy cercanas a la ciudad, y ya estarán a salvo. Cierra los ojos y ora por todos: por sus padres, por sus tres hermanas, por su hermano Tomek… «Tenía dieciséis años», dice entre dientes, casi en voz alta, interrumpiendo el avemaría que rezaba en silencio.
Se ha quedado dormido sin darse cuenta. El padre Czeslaw le mueve con suavidad el hombro.
—Vamos, Stefan, despierta. Es de día. Y hay niebla, mucha niebla…, estamos de suerte.
Lo primero que ve son los serenos ojos azules del sacerdote. Luego, mira alrededor. Casi todo está oculto bajo la espesa bruma: las copas de los cipreses, las tumbas inclinadas… Stefan percibe un inmenso alivio y se da cuenta de que sentía temor a la llegada del día.
Y que tuvo mucho miedo, un miedo hondo e irreconocible mientras viajaban por las alcantarillas. Ahora siente un inmenso agradecimiento a la niebla, la reconoce de pronto como una amiga protectora. Y confía en el padre Czeslaw, más que en nadie en el mundo.
—Espero que llegue —dice el sacerdote con temor, tratando de vislumbrar algo vivo a través de la espesa bruma.
Pasa una hora antes de que se oiga el motor de un coche. Cuando el sonido del motor se acerca, ven la luz de unos faros entre la cortina neblinosa. A todos les palpita el corazón con fuerza.
Entre las sombras de los cipreses, asoma la figura uniformada de un soldado alemán.
—¡Otto! —dice el padre Czeslaw.
—¡Ja! —responde el soldado.
—No tengáis miedo —les dice el sacerdote a los chicos mientras se levanta—, algunos alemanes nos ayudan. Vamos.
Es un camión. Otto, el padre y los muchachos descargan haces de cañas cortadas en láminas, como las que se usan, atándolas, para formar los cercados de los huertos. Después, tienden mantas sobre el suelo de la caja.
—Todos arriba —ordena el sacerdote—. ¡Ánimo, muchachos!
—¿Usted no viene, padre? —pregunta Stefan.
—Yo tengo que seguir ayudando en Varsovia.
—Entonces yo me quedo, padre. Si va usted al martirio, yo quiero estar junto a usted.
El sacerdote sonríe y le acaricia la cabeza:
—No tengo noticias de que Dios haya dispuesto que mueras ahora, muchacho. Y en cuanto a mí, no pienso en morir mientras no sea necesario. Vosotros sois todavía ángeles, os queda mucho tiempo para ser mártires.
Mira alrededor:
—Dios bendiga esta niebla.
Los otros chicos han subido al camión.
Stefan toma la mano del sacerdote y la besa. El padre Czeslaw le abraza y luego le empuja.
Otto y el cura los cubren con mantas. Y colocan encima los haces livianos de las cañas.
Parte el camión. Stefan no puede ver nada a su alrededor, sólo siente la respiración de sus compañeros y el llanto quedo de uno de ellos. El vehículo brinca sobre duros caminos y los huesos se golpean contra el suelo de metal. A veces se detiene y se oyen voces afuera. En alemán. Entonces, Stefan siente un pavor muy hondo. Luego continúa la marcha. El cansancio y el hambre le vencen.
No supo calcular bien los días que tardaron en alcanzar Cracovia, ocultos bajo las mantas y las cañas. Quizá fueran tres. Viajaban durante los atardeceres y las madrugadas, descendían para dormir en la hondura de los bosques y apenas comían. Después, ya en la ciudad, permanecieron ocultos en el sótano de un monasterio, hasta que los alemanes abandonaron Polonia y las tropas soviéticas ocuparon su lugar.
Stefan volvió a Varsovia pocas semanas después de la rendición del Eje, tras la caída de Berlín en manos del Ejército Rojo. No reconoció aquella ciudad derrotada y en ruinas, con las calles convertidas en altos túmulos de cascotes y adoquines, una ciudad de torreones vencidos y fachadas rotas que mostraban el interior herido de las viviendas, como si una mano vigorosa y profanadora les hubiera arrancado el vestido de un violento tirón, desdeñando cualquier género de pudor. Los rojos tranvías aparecían volcados o reventados en las avenidas, desgarrados por la metralla, mientras las vías del tendido de acero parecían alzarse del suelo como lanzas y ganchos amenazadores. Ya habían retirado los cadáveres, pero Varsovia olía aún a muerte; también a gas, azufre, gasolina y madera quemada. La gente formaba colas para recoger raciones de comida junto a los camiones del Ejército Rojo.
Encontró a su madre y a sus hermanas. Su padre no apareció hasta meses después. Fue rescatado, muy enfermo, del campo de exterminio de Mauthausen, y hubo de reponerse en un hospital americano antes de poder regresar a casa. Sobre el lugar en donde enterraron a Tomek, se había derrumbado un almacén de varias plantas y era imposible rescatar su cadáver.
Pero a muy poca gente le importaban los muertos en singular, dentro de una ciudad en la que, apenas en un mes, habían perecido ochocientas cincuenta mil personas bajo las bombas y las balas alemanas. Tomasz Berman era uno más de los héroes en plural, pero eso significaba muy poco para nadie que no fuera de su propia familia.
Stefan supo también que el padre Czeslaw murió el mismo día en que les ayudó a él y a sus compañeros a huir de Varsovia. Mientras regresaba hacia el centro de la ciudad, los hombres de las SS abrieron las bocas de las alcantarillas, arrojaron gases tóxicos y granadas, y ametrallaron a todos los que escapaban a la asfixia del interior de las galerías subterráneas: tanto daba que fuesen ratas como seres humanos.
En el seminario, nadie propuso la beatificación del padre Czeslaw. Como Tomasz Berman, era un nombre perdido entre los de otros muchos miles de mártires.
La estación de Zaragoza olía a carbonilla y el cielo se oscurecía sobre el galpón del edificio central. Renqueando, el tren había entrado en la ciudad y todos los otros pasajeros del compartimento de Stefan recogieron sus bultos y sus maletas, preparándose para abandonar el vagón. Tan sólo él continuaba viaje hasta Madrid.
El hombre que le daba frente se echó sobre los hombros un recio y desgastado abrigo de paño de color marrón, se colocó el sombrero negro de ala ancha sobre la cabeza y tomó su bastón.
—Que tenga buen viaje, padre —dijo—. ¿No nos da la bendición?
—Que Dios le perdone —respondió Stefan.
—Vaya, vaya… El que no perdona es usted, por lo que se ve. Es un cura muy raro.
La mujer tiró de la manga del gabán del hombre.
—Venga, vamos pa’ casa, Eulogio. Y déjate de broncas, que siempre andas a la greña.
—El cura este huele a comunista —añadió el hombre mientras salía de la cabina.
—Tú hueles comunistas hasta en la sopa —concluyó la mujer—. ¿Es que no mataste bastantes en la guerra?
—No a todos los que lo merecían.
Stefan se quedó solo. Bajó la ventanilla y el aire helado de diciembre entró en el compartimento. Enseguida notó en las manos el dolor que le producía el frío, una sensación que arrastraba desde que era un niño. Los viajeros descendían de los vagones. Vio a los dos vendedores de navajas, conducidos por la pareja de guardias civiles, caminando hacia el edificio de la estación con paso cansino. También, a las dos mujeres con su cesto de las gallinas y el pequeño niño amigo de la muerte.
Se acordó de su padre. Había fallecido un año antes de que Stefan se marchase a Roma, fulminado por un ataque al corazón; y aunque no era creyente y sí un fervoroso comunista, lo habían enterrado en el cementerio judío, al lado de la tumba de sus padres y sus hermanos, como él pidió poco antes de morir.
El joven cura pensó que Martin Berman no había tenido suerte en su vida. Los suyos le consideraron casi un renegado cuando se casó con una mujer católica por el rito romano y permitió que bautizaran a sus hijos en una parroquia de Varsovia. Y hubo de mudarse a otro barrio de la ciudad ante el vacío que le hicieron la mayor parte de sus vecinos e, incluso, algunos familiares. Sin embargo, Martin había regresado junto a ellos para luchar en el gueto durante abril del 43. Fue hecho prisionero y los alemanes lo deportaron a Mauthausen tras la derrota del levantamiento. Sobrevivió al horror y a las cámaras de gas, pero las conducciones de su corazón quedaron dañadas como tuberías atacadas por el óxido. Murió en 1947, con tan sólo cincuenta años de edad. No, no tuvo suerte, pensó de nuevo Stefan.
Le recuerda días antes del alzamiento del gueto, en el 43, y de que desapareciera durante más de dos años de Varsovia. Inclinado y concentrado en su tarea, Stefan sólo puede ver su pelo crespo, recio y negro. Martin Berman está encerrado en el rincón de un pequeño cuartucho al fondo de la casa, malamente iluminado por la luz amarilla de una bombilla. Martin trabaja con pequeñas herramientas, modelando una pulsera de plata, bajo la luz de un pequeño flexo que alumbra sus manos, y se ayuda con una lupa de las que se aplican al ojo a través de un pequeño tubo negro.
Le ve entrar, interrumpe el trabajo y deja la lupa a un lado. Alza la cabeza. Sonríe. A Stefan siempre le ha tranquilizado la sonrisa de su padre y el gesto burlón que se dibuja en su rostro cuando mueve levemente la comisura del labio hacia la derecha.
—¿Qué quieres, Stefan?
Pero no le deja responder:
—Ya sé…, vienes a decirme lo del seminario.
—¿Te lo ha dicho mamá?
—Ella me lo cuenta todo, Stefan.
—¿Y te parece bien?
—No serviría de mucho oponerme a algo que deseáis tu madre y tú.
Y se ríe.
—Tú eres judío, padre.
—Eso no significa para mí otra cosa que un lazo familiar, yo no tengo dioses. Puedes hacerte cura si ese es tu deseo.
—Gracias, padre.
—Y dejar la Iglesia cuando te dé la gana. A los trece años suelen hacerse algunas tonterías.
—Tengo mucha vocación. Quisiera ser un héroe y un mártir.
—No digas tonterías, hijo mío. Cuando se quiere ser un héroe, se muere pronto. Y el martirio no lleva más que al sufrimiento. Busca razones mejores. ¿Crees en Dios?
—Claro, padre, ¿cómo no habría de creer?
—Siempre tendrás tiempo para rectificar, eres muy joven. Se acentúa su gesto burlón.
—Seré un buen cura.
—Tal vez llegues a Papa.
—No voy al seminario pensando en eso.
—Olvida el martirio.
Stefan guarda silencio.
—De todas formas —añade Martin—, en Varsovia todos vamos a tener ocasiones de sobra para ir al martirio, los creyentes y los que no lo somos. Te deseo mucha suerte, Stefek. Sentiré no verte en casa a diario.
Martin se levanta.
—Anda, abrázame, hijo.
Nota la fuerza en los brazos de adulto y su olor a hombre. Y sabe que hay emoción en el abrazo. Cuando se separan, ve humedad en los ojos de su padre. Pero, a pesar de todo, Martin sonríe con guasa.
—Es gracioso que un ateo comunista haya criado unos hijos tan católicos y tan religiosos. Bueno…, eso ha sido cosa de tu madre. Pero no me parece mal que mantengamos buenas relaciones con el cielo, no sea que Dios, después de todo, exista.
Vuelve a su mesa, se coloca la lupa en el ojo y continúa el trabajo.
Cuando regresó de Mauthausen, la mirada vivaz de Martin Berman se había agotado y de su fuerte pelo apenas quedaban unos pocos mechones blancos sobre la calva arrugada. Estaba muy delgado, su espalda se encorvaba y los fuertes hombros parecían haber recortado su anchura. Incluso, al menos en apariencia, resultaba más bajo. Nunca volvió a trabajar tantas horas como lo hacía antes. Y el rictus burlón había desaparecido para siempre de sus labios.
Notó que le golpeaban en el hombro. Era el revisor.
—Tiene usted que subir la ventanilla, padre. Hoy viene viento del Moncayo y lo congela todo.
—Lo siento —respondió Stefan mientras empujaba la ventanilla hacia arriba ayudándose de las dos manos—. ¿A qué hora seguimos viaje a Madrid?
El hombre miró el reloj:
—Nunca se sabe bien. Hemos llegado a Zaragoza con un retraso de media hora. Yo creo que en veinte minutos, más o menos, estamos otra vez en camino. Hay que echarles de comer a las calderas y de beber al depósito de agua. ¿Por qué no baja y se compra un bocadillo? Tiene tiempo sobrado hasta que salgamos y aún quedan muchas horas hasta llegar a Madrid. Deje usted la maleta aquí y estese tranquilo, que yo le echo un ojo de cuando en cuando.
Hacía mucho frío en el andén, un frío como la cuchilla de un sable que amenazaba con cortarle los dedos. A pesar de la helada, los vendedores ambulantes paseaban de un lado a otro pregonando su mercancía a voces: dulces, cerillas y cigarrillos expuestos en cajas abiertas que colgaban con dos correas de su cuello, cestos con bocadillos de quesos y chacinas, cubos repletos de botellas con refrescos, botas de vino, coñac y anís que servían en vasitos de botellas sin etiqueta, rollos de basto papel higiénico, bufandas de paño… En ocasiones, los vendedores se acercaban a las ventanillas cerradas de los compartimentos y elevaban el cubo o la cesta para mostrar su oferta a los pasajeros que se refugiaban del frío en el interior de las cabinas.
Entró en el vestíbulo de la estación y buscó el bar. Era un local estrecho con el suelo lleno de desperdicios de comida, papeles y colillas. El humo de los cigarros de picadura pendía del aire.
Tomó un café y un trozo de bizcocho. Al fondo del mostrador, los dos guardias civiles bebían de un par de pequeñas copas de aguardiente. A su lado, apoyados contra la pared, estaban los hombres de los cuchillos, sujetando sus maletas, en silencio.
Stefan los contempló unos instantes. Miraban en su dirección, pero no parecía que le vieran.
Apuró las últimas gotas del café, pagó la consumición y se acercó al grupo. El guardia del bigote, apoyado sobre la barra, le saludó con un golpe en el tricornio.
—Hola, padre. ¿Quiere beber un chispazo de anís seco? —le dijo sin moverse. Y luego señaló al camarero del otro lado del mostrador—. Está muy bueno, lo han traído de Santander unos buhoneros. Y además, invita la casa, como siempre.
—No tomo nada, gracias. Pensaba si estos dos hombres querrían comer algo —señaló a los cuchilleros—. Puede que tengan hambre. El guardia le miró de arriba abajo y enderezó la figura.
—Oiga, curita. Estos hombres no necesitan otra cosa que acreditar quiénes son. Después, ya comerán.
—Me gustaría pagarles un bocadillo.
—Mire, padre, usted no es español y no sabe de estas cosas. Aquí en España los curas se ocupan de sanar las almas y los guardias de arreglarles el cuerpo a los que se desmandan. Y estos dos no necesitan por ahora confesión. Deje usted las cosas estar, que cada profesional sabe su oficio.
—Es una cuestión moral.
—Ya, ya, padre… Dar de comer al hambriento y cosas de esas. Uno ha ido a la catequesis. Pero la moral, en España, se la han llevado los muertos. Tome una copita o vuélvase a su vagón, padre. Y se lo digo con todo el respeto que se le debe a la Santísima Madre Iglesia.
Stefan dudó unos pocos segundos. Los ojos del cabo no se retiraban de los suyos. Uno de los hombres le sonrió levemente, mientras el otro continuaba mirando hacia la nada.
Se dio la vuelta, salió del local y regresó al tren.
—¡Papel higiénico, padre, papel higiénico! —le gritó un chiquillo vendedor mientras subía la escalerilla del vagón—. Pa’ las cagaleras del camino, padre, pa’ las cagaleras.
Un grupo de coleguillas del chaval comenzó a corear el estribillo mientras se reían con ruido:
—Pa’ las cagaleras del camino, padre, pa’ las cagaleras del camino.
Eran seis o siete, casi todos vestían pantalones cortos, la mayoría zapatillas de esparto sobre calcetines muy viejos y jerséis andrajosos; algunos de ellos se cubrían la cabeza con una gorrilla. Aireaban sobre sus cabezas rollos de basto papel de color grisáceo.
De pronto, a Stefan le vino a la memoria la imagen de los niños del gueto de Varsovia. Eran muy parecidos a estos, tan audaces como empobrecidos. Dio un paso hacia ellos, sin pensar en qué iba a decirles; pero los críos huyeron asustados hacia el interior del vestíbulo.
En el compartimento, el resto de las plazas estaban ocupadas por jóvenes vestidos con uniformes color caqui. Cuando el tren arrancó, uno de ellos le explicó a Stefan que eran soldados recién licenciados, después de dos años de duro servicio militar en los Pirineos. «Nadie ha criado nunca tantos sabañones como nosotros», dijo. Se les veía alegres y se manifestaban con ruidosa jovialidad. Le ofrecieron tabaco, trozos de bocadillos y vino en bota. Seguían en el tren hasta Madrid y Stefan casi no pudo descansar, pues los muchachos apenas interrumpieron su alborozo durante el resto del viaje. En los compartimentos vecinos viajaban varias decenas de jóvenes como ellos, de modo que su vagón era un jaleo de idas y venidas, voceríos alborozados, cánticos de mili y batahola de carcajadas.
Cerca ya de su destino, muy bebidos, los muchachos del compartimento cantaron desafinadamente a modo de despedida:
Ardor guerrero vibra en nuestros huevos y de amor patrio hinchadas las pelotas, entonemos el himno sacrosanto y que le den por saco a las trompetas…
En la memoria de Stefan seguía grabada la actitud ausente de uno de los vendedores de cuchillos, aquel que parecía mirar hacia ninguna parte o que contemplaba el pasado leyendo en sus propios recuerdos. Y pensó que quizá la sensación de vacío que ahora le inundaba podía parecerse a la trágica desesperanza que emanaba de los ojos de aquel desconocido.
Nos han buscado a todos y nos han traído hasta aquí. Mejor dicho: han buscado a todos los que quedamos, porque papá no está desde que desapareció en la rebelión del gueto, el año pasado. Mamá, las tres pequeñas y yo miramos a Tomek con estupor. Mejor, lo que fue Tomek hasta hace unas horas. Tiene una mancha de sangre en la camisa, a la altura del pecho, en el lado izquierdo. Quiero pensar que eso significa que ha muerto instantáneamente, que el disparo le ha alcanzado el corazón y no ha tenido tiempo para sentir dolor. Todos lo querían y yo le admiraba. Ayer cumplió los dieciséis años y hoy está muerto.
Han pasado diez días desde que comenzó la sublevación de la ciudad, el primero de agosto. Tomek repartía el boletín informativo de los patriotas y también servía como correo entre el cuartel general de Stare Miasto, nuestra Ciudad Vieja, y los hombres del Ejército Patriótico que mantienen posiciones en las afueras, cerca del Vístula, no muy lejos de los soviéticos.
¿Por qué no viene el Ejército Rojo a liberarnos del asedio, por qué no atacan a los alemanes? Si lo hubieran hecho, seríamos libres y Tomek no estaría muerto. Pero permanecen quietos, parados al otro lado del río, esperando a no sé qué momento para iniciar el asalto. ¡Dios mío! ¿Por qué la guerra tiene que ser un cálculo militar y no un súbito acto de coraje contra la injusticia? Así ha actuado nuestra Varsovia: se ha alzado contra la ocupación sin calcular sus fuerzas. ¿Venceremos? ¿Nos matarán a todos?
Tomasz recorría las alcantarillas llevando órdenes y mensajes vitales para la comunicación entre los patriotas. Y cruzaba las calles batidas por el fuego de los alemanes, rápido como un ciervo, valeroso como un lobo. Ahora tiene los ojos cerrados y su piel parece más pálida que nunca. Le he tocado una mano y la siento helada. El cuerpo está muy rígido. Sus bellos cabellos trigueños parecen ramilletes de flores desfallecidas. Mamá le acaricia el rostro sin cesar. Vamos a enterrarlo al pie del gran almacén de los muebles Milosz, en el barrio de Muranow, no muy lejos de donde lo mataron hace unas horas. Cuando la guerra termine, lo exhumaremos para volver a darle sepultura cristiana en nuestro cementerio. Ahora esperamos al cura para el responso.
Nos han contado que lo han matado por un exceso de valor. 1 Hubo un ataque sorpresa de una sección del Ejército Patriótico contra una patrulla de las SS. Una veintena de enemigos cayeron abatidos y los patriotas lograron incendiar un tanque. Tomek y otros muchachos corrieron a recoger las armas y las municiones de los SS y en ese instante, uno de ellos, se levantó del suelo y disparó con su pistola. Tomek cayó alcanzado en el pecho. Uno de nuestros soldados acabó con el alemán con una ráfaga de metralleta. Pero Tomek había muerto. Ya era un héroe anónimo de la Varsovia arrasada.
¿A quién le importa hoy un muerto singular salvo a los que le amábamos? El día 2, cuarenta y ocho horas después de comenzar la revuelta, una patrulla de las SS mató a casi todos los sacerdotes de un residencia de jesuitas y prendió fuego a los cadáveres. El día 4 se hablaba ya de dos mil quinientos muertos en la ciudad. Dicen que la orden de Hitler era ejecutar a todos los varsovianos y varsovianas, niños, jóvenes o ancianos. Se dispara en la calle contra cualquier civil y se aniquila a la gente en los hospitales, en las escuelas, incluso en las iglesias. «Los polacos dejarán de ser un problema para nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos», cuentan que ha dicho Himmler, el carnicero de nuestra ciudad. El día 5, en los barrios de Ochota y Wola, se afirma que han muerto treinta y cinco mil personas asesinadas a sangre fría. Algunos aseguran que son cincuenta mil. La gente se esconde en los sótanos para protegerse del terror. En las afueras de Varsovia, los patriotas luchan cuerpo a cuerpo contra los atacantes alemanes. Cualquier sospechoso de participar en la revuelta que cae en manos de las SS, de inmediato es pasado por las armas.
Es raro, pero no puedo llorar. Mi madre y mis hermanas lloran por mí. Ha llegado el sacerdote. Oficia una breve ceremonia. Un rezo, una bendición. La tumba ya está excavada junto al muro del almacén. El llanto de mi madre se convierte en un grito agudo y prolongado cuando cuatro hombres trasladan el cuerpo de Tomek hasta el borde del hoyo. Me acerco, desprendo el brazalete rojo y blanco de su brazo y le pido al sacerdote que lo ate en el mío. Mi madre me mira desolada y dice simplemente: «No, tú no, Stefek». Pero el cura hace como que no oye y lo afirma a la altura del bíceps de mi brazo izquierdo. Siento que algo de mi hermano no ha muerto todavía. Bajan su cuerpo a la sepultura y yo arrojo el primer puñado de tierra sobre su pecho.
Cerró los ojos y el rostro claro de Tomek asomó en su memoria mientras los soldados licenciados del compartimiento cantaban borrachos y el tren entraba en Madrid.
Recordó por un instante el día en que la pandilla de chiquillos había estado jugando a la guerra en el cementerio. Era una tarde de abril cálida y luminosa. Cuando el sol comenzaba a esconderse, Stefan y su hermano mayor emprendieron el regreso a casa. Antes de cruzar el portón del cementerio, Stefan se detuvo. Miró a su hermano y preguntó:
—¿Habrá guerra de verdad, Tomek?
—Creo que sí.
—¿Contra quién?
—Contra los alemanes o contra los rusos, cualquiera de ellos: unos y otros siempre quieren invadirnos, está escrito en nuestros libros de historia.
—¿Y qué haremos?
—Lucharé contra quien sea por Polonia. Y seré un héroe, se hablará de mí, ya lo verás.
—¿Crees que volverá papá algún día?
—Estoy seguro. A veces, por la noche, cuando empiezo a dormirme, oigo su voz. Me habla desde el lugar en donde se encuentra. Dice que vendrá pronto.
—Si hay guerra, yo lucharé a tu lado, Tomek. Yo también seré un héroe, seré un héroe como tú.
Abrió los ojos y contempló a los soldados que cantaban a su alrededor. Estaban en la plenitud de la vida y quizá soñaban con un futuro esperanzador, liberados al fin de las ataduras. Stefan pensó que él, sin embargo, había crecido bajo la vigilancia de la muerte y sin saber siquiera lo que significaba la esperanza.
Madrid le pareció una ciudad encogida bajo la pesadumbre y el desconsuelo cuando cruzó las puertas de la estación de Atocha y asomó a la calle. Se encontró junto a una enorme plaza, desangelada y malamente alumbrada por unas cuantas farolas de mezquina luz amarillenta, que arrancaban del pavimento mojado por la lluvia reflejos de cobre sucio. Había caído ya la noche. Sosteniendo su maleta de madera, Stefan se dirigió hacia la parada del tranvía que le había indicado un operario de la estación. Por suerte, ahora tan sólo caía sobre sus hombros un leve chirimiri. Pero las gotas de agua eran muy frías. En la parada aguardaba media docena de personas, entre ellas un guardia de tráfico, de uniforme oscuro y casco y correaje blancos.
Tardaba en llegar el tranvía y la llovizna comenzaba a calar su liviano gabán a la altura de los hombros. Del borde de su tejo se escurría un hilillo de agua a la altura de la sien derecha. Los pocos coches que cruzaban frente a la parada tenían formas cuadradas y eran casi todos negros, con sus ruedas de repuesto encajadas sobre los guardabarros delanteros.
Vio acercarse al vehículo: un vagón largo, blanco en su parte superior y oscuro, tal vez azul, en la caja inferior. El trole corría inclinado bajo el cable eléctrico y provocaba a veces un vivo chisporroteo. Stefan siguió a los viajeros que le precedían, trepó la escalerilla y esperó su turno para pagar al hombre que, encajonado en un pequeño compartimento, tomaba las monedas y entregaba los tíquets. El guardia pasó el primero y, después de saludar al cobrador con un movimiento de cabeza, se sentó próximo a él y ambos comenzaron a charlar sobre fútbol.
Era ya tarde y en el coche no viajaban demasiados pasajeros, pero todos los asientos estaban ocupados. Stefan se arrimó a una de las barras de sujeción, cerca de una ventanilla, y colocó la maleta entre sus pantorrillas. Una mujer de unos treinta años, que ocupaba un asiento próximo, le sonrió, se levantó y dijo:
—¿Quiere usted sentarse, padre?
—No, por favor… —respondió avergonzado.
—De verdad, padre, de verdad.
—No, no, muchas gracias.
Notaba una leve quemazón en sus mejillas.
Comenzó a llover con más fuerza mientras el vehículo trepaba cansino por la desierta calle de Atocha. Alcanzaron Antón Martín y, cerca de la plaza de Jacinto Benavente, pasaron junto a un teatro del que, terminada la función, salía una multitud de sombras a la calle oscurecida.
El tranvía continuó viaje por callejones sinuosos, empapados y dormidos. De cuando en cuando, para solicitar parada, los viajeros tiraban de una cuerda que corría a lo largo del techo y se oía un sonido parecido al golpe alegre de una campanilla. El vehículo iba quedándose vacío: muchos asientos estaban ahora libres, pero Stefan prefería continuar en pie. Dejaba a la melancolía crecer en su interior; en cierta forma, quería creer que tantas cosas perdidas y sentimientos ya casi olvidados, que todos aquellos que habían muerto o aquellos a los que había abandonado, le acompañaban ahora en su camino solitario hacia el futuro.
Tomaron una calle recta y más ancha. Al fondo, las luces de las farolas iluminaban el corpachón de una iglesia monumental, rematada por una gran bóveda y dos torreones. Stefan preguntó a un pasajero.
—San Francisco el Grande: así es, padre —confirmó el otro.
Tiró de la cuerda, sonó la campanilla y Stefan descendió del tranvía, que se alejó renqueante hacia la izquierda del templo. Ya no llovía.
Siguió la pequeña calle que se abría a la derecha de la fachada del gran templo. Pasó la primera esquina. Una alta verja protegía un pequeño parque en el que crecían, sombríos, varios pinos de robustas ramas. Detrás, un sólido edificio se alzaba tenebroso bajo el cielo cubierto de la noche. Apenas tres o cuatro ventanas mostraban una tímida luz. Corría un aire muy frío y empapado por las lluvias recientes.
Stefan miró a su derecha, hacia el lugar de donde venía el viento. Era la nada, el vacío, la ausencia de casas y de luces, como si el mundo se cortara allí mismo y se derrumbara en un hondo agujero sin fondo. Acaso allí detrás comenzaba el Infierno, se dijo. O tal vez había alcanzado la última frontera física de su propia existencia. Sintió un hondo escalofrío y, al punto, una inmensa pesadumbre. Porque sabía que se estaba jugando la vida.
Pulsó el timbre. En uno de los pilares de la entrada, una inscripción cincelada en una placa de metal anunciaba: SEMINARIO CONCILIAR. Mientras aguardaba, hundió su mano izquierda en el bolsillo de la sotana, bajo el gabán, y apretó con fuerza el brazalete rojo y blanco.
Unos minutos después, la puerta del edificio se abrió y una línea de luz llegó hasta el portón, atravesando el jardín con el trazo de un rayo. Oyó ruido de cerrojos. Y la puerta metálica se movió hacia dentro y asomó la figura de un hombre viejo, delgado, de pequeña estatura, y vestido con un mono azul.
—Soy el padre Stefan Berman —dijo.
—Sí, padre Berman —respondió el hombre—, le estábamos esperando. Soy José, el conserje; a su servicio, padre. ¿Ha tenido un buen viaje? —preguntó mientras se hacía a un lado.
—Ha sido muy largo y un poco fatigoso; pero he llegado bien, muy bien —dijo.
Traspasó el portón y caminó sobre las baldosas de piedra hacia la puerta principal del edificio. José le condujo a la cocina y le sirvió unas galletas y un vaso de leche caliente. Después, le acompañó hasta los dormitorios. Entró procurando no hacer ruido, guiado por la linternita del conserje hasta su litera. A su alrededor, se escuchaban los ronquidos de algunos seminaristas.