AÑO CERO

Tu novia descubre que le estás pegando cuernos. (De hecho, ella es tu prometida, pero en cuestión de segundos eso no va a importar para nada.) Se podía haber enterado de una, se podía haber enterado de dos, pero como eres un cuero loco que jamás vació la latica de basura del correo electrónico, ¡se enteró de cincuenta! Sí, claro, cincuenta en un período de seis años, pero vamos, hombre… ¡cincuenta fokin jevas! Por el amor de Dios. Quizá si hubieras estado comprometido con una blanquita de mente superabierta, podrías haber sobrevivido. Pero tú no estás comprometido con una blanquita de mente superabierta. Tu novia es una cabrona salcedeña que no cree en nada; de hecho, la única advertencia que te hizo, lo que siempre te juró que jamás te perdonaría, fue serle infiel. Lo haces y te entro a machetazos, te prometió. Y, por supuesto, juraste que jamás lo harías. Lo juraste. Juraste que jamás.

Y entonces lo hiciste.

Ella se quedará por unos meses más por la simple razón de que han estado juntos por mucho tiempo. Porque han pasado por tantas cosas juntos: la muerte de su papá, el rollo con lo de tu cátedra permanente en la universidad, su examen para la reválida de derecho (aprobado al tercer intento). Y porque no es tan fácil deshacerse del amor, del verdadero amor. Durante un atormentado período de seis meses, viajarás a Santo Domingo, a México (para el entierro de una amiga) y a Nueva Zelanda. Pasearán juntos por la playa donde filmaron El piano, algo que ella siempre quiso hacer, y ahora, arrepentido y desesperado, le regalas el viaje. Está sumamente triste y camina sola por la playa, atravesando la arena brillante, sus pies descalzos en el agua helada, y cuando tratas de abrazarla te dice: No. Mira fijamente las piedras que se proyectan en el agua mientras el viento le tira el pelo hacia atrás. De camino al hotel, cruzando las desoladas y empinadas cuestas, recogen a un par de transeúntes que pedían bola, una pareja absurdamente mestiza, y tan enamorados que por poco los sacas del carro. Ella no dice nada. Después, en el hotel, llora.

Tratas todo truco habido y por haber para que se quede contigo. Le escribes cartas. La llevas al trabajo. Le citas a Neruda. Escribes un correo electrónico en masa en el que repudias todas las sucias con las que estuviste. Bloqueas los correos electrónicos de todas ellas. Cambias tu número telefónico. Dejas de tomar. Dejas de fumar. Te declaras adicto al sexo y comienzas a ir a mítines. Le echas la culpa a tu papá. Le echas la culpa a tu mamá. Le echas la culpa al patriarcado. Le echas la culpa a Santo Domingo. Te buscas un terapista. Cancelas tu Facebook. Le das las contraseñas de todas tus cuentas de correo electrónico. Comienzas a tomar clases de salsa como siempre habías prometido para que puedan bailar juntos. Alegas que estabas enfermo, le aseguras que fueron momentos de debilidad —¡Fue culpa del libro! ¡Fue la presión!—, y a cada hora, como un reloj, le dices lo arrepentido que estás. Haces de todo, pero un día ella simplemente se levanta de la cama y dice: Basta y: Ya, y entonces te tienes que mudar del apartamento en Harlem que han compartido. Contemplas negarte. Consideras declararte en huelga, una ocupación. De hecho, le dices que no te vas. Pero al final te vas.

Por un tiempo, rondas la ciudad como un mediocre pelotero de triple A que sueña con que lo llamen para las grandes ligas. La llamas por teléfono todos los días y dejas mensajes que ella jamás contesta. Le escribes largas cartas cariñosas, pero ella las devuelve sin abrir. Te apareces en su apartamento a horas inoportunas y en su trabajo en downtown, hasta que por fin su hermanita te llama, la que siempre estuvo de tu parte, y te habla directo: si tratas de contactar a su hermana una vez más, te va a poner una orden de restricción.

A ciertos tígueres eso no les importaría.

Pero tú no eres como esos tígueres.

Paras. Regresas a Boston. Jamás la vuelves a ver.

AÑO UNO

Al principio, pretendes que no te importa. Además, tú también habías estado acumulando un montón de quejas contra ella. ¡Claro que sí! Ella no te lo mamaba bien, no te gustaba el vello de sus cachetes, jamás se depilaba el toto, y nunca limpiaba el apartamento, etcétera. Por unas semanas, casi te lo crees. Por supuesto que vuelves a empezar a fumar, a tomar, dejas el terapista y los mítines de adictos sexuales, y te la pasas pachangueando con cueros como en los viejos tiempos, como si nada hubiera pasado.

I’m back, les dices a tus panas.

Elvis se ríe. Es casi como si jamás te hubieras ido.

Estás bien como por una semana. Entonces tu estado de ánimo se vuelve errático. Un minuto tienes que contenerte para no coger el carro e irte a verla, y el próximo estás llamando a una sucia cualquiera y diciéndole: Tú eres la que siempre quise. Pierdes la paciencia con tus panas, con tus estudiantes, con tus colegas. Y cada vez que oyes a Monchy y Alexandra, sus favoritos, lloras.

Y ahora, Boston, donde jamás quisiste vivir, donde te sientes como un exiliado, se ha convertido en un problema serio. No acabas de ajustarte a vivir allí a tiempo completo; no te acostumbras a que los trenes dejen de andar a la medianoche, a la melancolía de sus habitantes, a la ausencia total de la comida sichuan. Casi inmediatamente empiezan a pasar una pila de vainas racistas. Quizá siempre fue así, o quizá lo ves más claro después de todo el tiempo que estuviste en Nueva York. Gente blanca frena al llegar al semáforo y te grita con una furia horrorosa, como si le hubieras atropellado a la madre. Te da tremendo fokin miedo. Y antes que te des cuenta de lo que está pasando, te sacan el dedo y salen corriendo. Ocurre una y otra vez. En las tiendas te vigilan los guardias de seguridad y cada vez que pones pie en Harvard alguien te pide que muestres identificación. En tres ocasiones, unos blancos borrachos tratan de fajarse a trompadas contigo en tres diferentes barrios de la ciudad.

Lo tomas todo muy a pecho. Espero que alguien deje caer una fokin bomba sobre esta ciudad, vociferas. Esta es la razón por la cual nadie de color quiere vivir aquí. La razón por la cual todos mis estudiantes negros y latinos se van en cuanto pueden.

Elvis no dice nada. Nació y se crió en Jamaica Plain, y sabe que tratar de defender a Boston es como tratar de bloquear una bala con una rebanada de pan. ¿Estás bien?, te pregunta finalmente.

Chévere, dices. Mejor que nunca.

Pero no es así. Perdiste todos los amigos mutuos que tenían en Nueva York (te abandonaron por ella), tu mamá no te habla después de lo que pasó (tu novia le cae mejor que tú), y te sientes terriblemente culpable y terriblemente solo. Le sigues escribiendo cartas, con la esperanza de que algún día se las puedas entregar. Y sigues singando todo lo que te cruza el frente. Te pasas el día de Acción de Gracias solo porque no puedes darle la cara a tu mamá y te encabrona la idea de que otra gente sienta lástima de ti. La ex —así es como te refieres a ella ahora— siempre cocinaba: un pavo, un pollo, un pernil. Te guardaba las alas. Esa noche te emborrachas a tal extremo que necesitas dos días para recuperarte.

Crees que por fin has tocado fondo. Pero te equivocas. Durante la semana de exámenes finales te arrolla una depresión tan profunda que estás convencido de que debe tener su propio nombre. Te sientes como si te estuvieran deshaciendo con tenazas, átomo por átomo.

Dejas de ir al gimnasio y de salir a tomar tragos; dejas de afeitarte y de lavar la ropa; de hecho, dejas de hacer casi todo. Tus panas comienzan a preocuparse por ti, y ellos no son el tipo de gente que se preocupa. Estoy bien, les dices, pero con cada semana que pasa, tu depresión empeora. Tratas de describirla. Es como si alguien hubiera estrellado un avión en tu alma. Es como si alguien hubiera estrellado dos aviones en tu alma. Elvis viene y hace el shivá contigo en el apartamento; te da una palmadita en el hombro y te dice que lo cojas suave. Hace cuatro años, en una carretera a las afueras de Bagdad, a Elvis le explotaron un Humvee. La carrocería en llamas le cayó encima, atrapándolo por lo que le pareció había sido una semana, así que él sabe algo sobre el dolor. Tiene tantas cicatrices por la espalda y las nalgas y el brazo derecho, que ni siquiera tú, el duro, lo puedes mirar. Respira, te dice. Y tú respiras sin parar, como si fueras un corredor de maratones, pero nada te ayuda. Las cartas que escribes se van volviendo más y más patéticas. Porfa, escribes. Por favor, regresa. Sueñas que ella te habla como en los viejos tiempos, con ese español dulce del Cibao, sin ningún rasgo de rabia o desilusión. Entonces te despiertas.

No puedes dormir y hay noches, cuando estás borracho y solo, que te da un impulso loco y quieres abrir la ventana de tu apartamento en el quinto piso y dar un salto. Si no fuera por un par de cosas ya lo hubieras hecho. Pero: a) no eres el tipo de persona que se suicida; b) tu pana Elvis te tiene vigilado; está de visita todo el tiempo y se para al lado de la ventana como si supiera lo que estás pensando, y c) tienes esta absurda esperanza de que algún día ella te perdonará.

Pero jamás lo hace.

AÑO DOS

Apenas sobrevives los dos semestres. Ha sido un largo tramo de mierda y por fin la locura empieza a disiparse. Es como despertarse de la peor fiebre de tu vida. No eres el mismo de antes (¡ja, ja!), pero ya te puedes parar cerca de las ventanas sin sentir impulsos raros y eso es un paso adelante. Desafortunadamente has engordado veinte kilos. No sabes cómo ocurrió, pero ocurrió. Solo te sirven un par de jeans y ni uno de tus trajes. Guardas todas las viejas fotografías de ella, les dices adiós a sus facciones de mujer maravilla. Vas al barbero, te afeitas la cabeza al rape por primera vez en mil años y te cortas la barba.

¿Ya?, te pregunta Elvis.

Ya.

Una abuela blanca te forma un escándalo en un semáforo y tú simplemente cierras los ojos hasta que termina y se va.

Búscate otra jeva, te aconseja Elvis. Tiene a su hija en los brazos. Un clavo saca otro clavo.

Nada saca nada, le contestas. Nunca habrá otra como ella.

OK. Pero búscate otra jeva de todos modos.

La niña nació en febrero. Si hubiera sido varón, Elvis le hubiera dado el nombre Irak, según su esposa.

Estoy seguro de que estaba bromeando.

Ella mira hacia donde él trabaja en su camioneta. No lo creo.

Deja a su hija en tus brazos. Búscate una buena muchacha, dominicana, te dice.

Sostienes a la bebé con timidez. Tu ex jamás quiso hijos pero hacia el final hizo que te hicieras una prueba de esperma, en caso de que cambiara de opinión al último minuto. Le haces trompetilla en la barriga a la bebé. ¿Existe semejante prueba?

Te la hiciste, ¿no?

Cómo no.

Decides rectificar tu comportamiento. Paras toda actividad con todas las sucias de siempre, incluyendo la iraní con quien te acostaste todo el tiempo que estuviste con tu prometida. Quieres dar un giro positivo. Requiere esfuerzo —al fin y al cabo, los lazos con las sucias de siempre son el hábito más difícil de romper—, pero por fin logras alejarte y te sientes mucho más ligero. Lo debí haber hecho hace años, declaras, y tu amiga Arlenny, que jamás se metió contigo (Gracias a Dios, murmura), voltea los ojos. Esperas, dizque, una semana para que se desvanezca la mala energía y entonces empiezas a salir de nuevo. Como una persona normal, le dices a Elvis. Sin mentiras. Elvis no dice nada, solo sonríe.

Al principio está bien: recoges números telefónicos, pero no hay nadie a quien llevarías a conocer a la familia. Y después de un período inicial de abundancia, viene la sequía. Y no es solo una sequía, es fokin Arrakeen. Estás de pesca todo el tiempo, pero nadie ni siquiera se da cuenta de tu carnada. Ni las jevas que juran que les encantan los latinos, y hay una que cuando le dices que eres dominicano, te dice a la cara: Pal carajo y sale como un cohete por la puerta. Dices: ¿En serio? Empiezas a preguntarte si llevas una marca secreta en la frente. Cómo es que estas cabronas ya te conocen.

Ten paciencia, te urge Elvis. Está trabajando para un propietario del gueto y empieza a llevarte de acompañante cuando va a cobrar. Resulta que eres un refuerzo fenomenal. Con solo mirar y verte esa cara funesta, inmediatamente pagan todo lo que deben.

Pasa un mes, dos meses, tres meses y entonces llega un rayito de esperanza. Se llama Noemí, dominicana de Baní —aparentemente todos los domos en Massachusetts son de Baní—, la conoces en Sofia’s en los meses antes que cerrara, jodiendo a la comunidad latina entera de Nueva Inglaterra para siempre. Ella no es la mitad de la mujer que era tu ex pero tampoco es que sea nada. Es enfermera, y cuando Elvis se queja de su espalda hace una lista de todo lo que podría ser la causa. Es una muchachota y tiene una piel increíble, y lo mejor de todo es que no priva nada; de hecho, es buenísima gente. Le gusta sonreír y cuando está nerviosa dice: Cuéntame algo. Negativos: trabaja todo el tiempo y tiene un hijo de cuatro años llamado Justin. Me enseña las fotos; ese carajito tiene cara de rapero. Lo tuvo con un banilejo que ya era padre de cuatro otros niños con cuatro otras mujeres. ¿Y cómo se te ocurrió que esto sería una buena idea?, le preguntas. Fue una estupidez por mi parte, admite. ¿Cómo lo conociste? Igual que te conocí a ti, dice. Pachangueando.

Normalmente, las cosas jamás tomarían vuelo con alguien como Noemí, pero ella no es solamente agradable, sino que también es fly. Es una de esas hot mamas y, por la primera vez en más de un año, estás entusiasmado. El simple hecho de estar al lado de ella mientras la mesera busca el menú te produce una erección.

El domingo es su único día libre; el papá de cinco hijos cuida a Justin ese día, o mejor dicho, él y su novia nueva cuidan a Justin ese día. Tú y Noemí han caído en una rutina: los sábados la invitas a comer. Ella no tiene espíritu aventurero ninguno con la comida, así que siempre van a un restaurante italiano, y entonces se queda la noche contigo.

Dulcísimo ese toto, ¿eh?, Elvis te pregunta después de la primera vez que se queda en tu casa.

Pero tú no tienes ni idea: ¡Noemí no te ha dejado probar nada! Tres sábados seguidos se queda contigo, y son tres sábados seguidos sin nada. Besitos, manoseo, pero nada más. Trae su propia almohada, una de esas caras, de espuma, y su propio cepillo de dientes, y se lo lleva todos los domingos por la mañana. Te besa en la puerta cuando se va, pero a ti todo te parece demasiado casto y poco prometedor.

¿No toto? Elvis está asombrado.

No toto, confirmas. ¿Y qué es esto? ¿Estamos en sexto grado o qué?

Sabes que debes tener paciencia. Sabes que te está haciendo pasar una prueba. Probablemente ha tenido malas experiencias con tipos que la atropellan y salen corriendo. Por ejemplo, el papá de Justin. Pero la verdad que lo que te jode es que se lo diera a un sinvergüenza sin empleo, sin educación, sin nada, pero te esté haciendo a ti saltar por aros de fuego como si estuvieran en un circo. De hecho, te enfurece.

¿Nos vamos a ver?, te pregunta a la cuarta semana, y tú por poco dices que sí pero la imbecilidad te vence.

Depende, dices.

¿De qué? Se pone tensa y eso te irrita aún más. ¿Dónde carajo estaba esa reserva cuando dejó que ese banilejo se lo metiera sin condón?

Depende de si piensas acostarte conmigo o no.

Oh, qué elegante. En cuanto se te escapan las palabras sabes que te enterraste.

Noemí guarda silencio. Y entonces dice: Déjame colgar este teléfono antes que te diga algo desagradable.

Es tu última oportunidad pero, en vez de pedir perdón, le ladras: Está bien.

En menos de una hora te ha borrado en Facebook. Le mandas un texto exploratorio pero jamás te contesta.

Años después, cuando la ves en Dudley Square, ella se hará la que no te conoce y tú decides no forzar el tema.

Efectivamente, qué elegante, dice Elvis. Bravo.

Están cuidando a su hija mientras juega en un parque cerca de Columbia Terrace. Trata de ser reconfortante. Ella tiene un hijo. Eso probablemente no es para ti.

No, probablemente no.

Estas pequeñas rupturas son terribles porque te hacen pensar de nuevo en la ex. Directo a la depresión. Esta vez, te pasas seis meses sumido en pena antes de regresar al mundo.

Después que te recuperas, le comentas a Elvis: Creo que necesito un breiquecito de estas cabronas.

¿Qué vas a hacer?

Me voy a enfocar en mí por un rato.

Eso es una buena idea, dice su esposa. Además, las cosas solamente pasan cuando no las buscas.

Eso es lo que dice todo el mundo. Más fácil decir eso que decir Esta vaina es una mierda.

Esta vaina es una mierda, dice Elvis. ¿Te ayudó en algo?

No lo creo.

Rumbo a la casa, un Jeep te pasa a toda velocidad; el chofer te grita que eres un fokin osama. Una de las ex sucias publica un poema acerca de ti en el internet. Se llama «El puto».

AÑO TRES

Tomas tu breiquecito. Te enfocas en tu trabajo, en tu escritura. Empiezas tres diferentes novelas: una sobre un pelotero, otra sobre un narco, y otra más sobre un bachatero… y las tres son una mierda. Tomas tus clases en serio y, para mejorar tu salud, empiezas a correr. Corrías cuando eras más joven y ahora te convences de que necesitas hacerlo para no volverte loco. Y aparentemente, de verdad que lo necesitabas, porque cuando le coges el swing estás corriendo cuatro cinco seis veces a la semana. Es tu nueva adicción. Corres por la mañana y corres tarde en la noche cuando no hay un alma por los paseos del río Charles. Corres tanto que te parece que te va a dar un ataque del corazón. Cuando llega el invierno, tienes miedo de dejarlo —el invierno en Boston es una especie de terrorismo—, pero necesitas mantenerte activo más que nada y no paras aunque los árboles no tengan una sola hoja y los senderos del bosque estén desiertos y la escarcha te llegue hasta los huesos. Pronto solo quedan tú y un par de locos. Por supuesto, tu cuerpo cambia. Pierdes toda la gordura que vino con la tomadera y la fumadera y las piernas pronto parecen que son de otra persona. Cada vez que piensas en tu ex, cada vez que la soledad se te mete por dentro como un continente en llamas, te amarras los cordones de los tenis y te das a la fuga por los senderos y eso ayuda, de verdad que ayuda.

Al fin del invierno ya conoces a todos los otros que corren regularmente como tú y hay una muchacha que te inspira un poco de esperanza. Se pasan en los senderos un par de veces a la semana y es un placer mirarla, es como una gacela, qué economía, qué paso, y qué fokin cuerpazo. Por sus facciones dirías que es latina, pero tu radar no ha estado funcionando por un tiempo y piensas que igual podría ser morena. Siempre te sonríe cuando te ve. Consideras llamarle la atención fingiendo una caída —¡Mi pierna! ¡Mi pierna!— pero te parece que sería increíblemente cursi. Sigues esperando a ver si te la encuentras alguna noche en algún lugar.

Todo te va espléndidamente con las carreras hasta un día, a los seis meses, cuando sientes un dolor en el pie derecho. Algo te quema en el puente del pie y no mejora aun después de un descanso de varios días. Y pronto, hasta cuando no estás corriendo, estás cojeando. Vas a la sala de emergencias y el enfermero presiona con el pulgar, te observa cuando te retuerces del dolor, y declara que tienes fascitis plantar.

No tienes ni idea de lo que es. ¿Cuándo puedo correr de nuevo?

Te da un folleto. Algunas veces se cura en un mes. Algunas veces seis meses. Algunas veces un año. Él hace una pausa. Algunas veces necesitas aún más tiempo.

Eso te entristece tanto que cuando llegas a la casa te metes en la cama a oscuras. Tienes miedo. No quiero volver a caer en el hueco de nuevo, le dices a Elvis. No tienes por qué, te contesta. Pero como eres un terco, tratas de seguir corriendo y el dolor empeora. Por fin te das por vencido. Guardas los tenis para correr. Duermes hasta tarde. Cuando ves a otra gente por los senderos, viras la cara. Hasta lloras frente a las ventanas de las tiendas de artículos deportivos. De la nada se te ocurre llamar a la ex, pero por supuesto ella no contesta. El hecho de que no ha cambiado su número telefónico te da cierta esperanza, aunque estás enterado de que tiene novio nuevo. Todo el mundo dice que la trata superbién.

Elvis te sugiere que pruebes yoga. Un estilo medio bikram que enseñan en Central Square. Y para colmo, las clases, es una locura como están de mujeres, te dice, mujeres al por mayor. Y aunque por el momento no estás muy interesado en las féminas, no quieres despreciar los músculos que has desarrollado, así que decides darle un chance. Lo de namasté te parece una tontería, pero te dejas llevar, y pronto estás practicando vinyasas como un experto. Elvis tenía toda la razón. Hay mujeres como loco, todas con los culos en el aire, pero ninguna ni siquiera te mira. Hay una blanquita chiquitica que trata de hablar contigo. Le impresiona que seas el único hombre en la clase que jamás se quita la camisa, pero te escabulles de su sonrisa plástica. ¿Qué coñazo harías con una blanquita?

Se lo meterías sin parar, sugiere Elvis.

Te vendrías en su boca, agrega tu pana Darnell.

Dale un chance, te pide Arlenny.

Pero no haces nada. Al fin de cada clase recoges todo rápidamente, limpias tu colchoneta y huyes. Ella se da por aludida y jamás te vuelve a decir nada otra vez. Pero algunas veces durante las sesiones te mira con ganas.

Pronto te obsesionas con el yoga y llevas la colchoneta a todas partes. Dejas de fantasear que la ex te estará esperando en frente de tu apartamento, aunque de vez en cuando todavía la llamas y dejas que el teléfono suene hasta que sale la contestadora. Por fin comienzas a trabajar en tu novela sobre un apocalipsis en los años ochenta —«por fin comienzas» quiere decir que escribes un párrafo— y en un arrebato de confianza empiezas a salir con una joven morenita que asiste a la escuela de derecho de Harvard y que conociste en el Enormous Room. Tienes el doble de su edad, pero ella es una de esos supergenios que terminó la universidad a los diecinueve años y es lindísima, en serio. Elvis y Darnell aprueban. Genial, te dicen. Arlenny repara. Es tan joven, ¿no te parece? Sí, es muy joven y singan cantidad y durante el acto se abrazan como si sus propias vidas dependieran de ello pero después, al terminar, se separan como si les diera vergüenza. Casi siempre sospechas que ella te tiene pena. Te dice que le gusta tu cerebro, pero cuando consideras que ella es más inteligente que tú, te parece dudoso. Lo que está claro es que le gusta tu cuerpo y no te deja de tocar. Debo volver al ballet, dice mientras te desviste. Pero entonces perderías ese culo, comentas, y ella se ríe. Lo sé, ese es el dilema.

Todo va bien, maravillosamente, hasta que, en el medio de un saludo al sol, sientes un cambio en la zona lumbar y pau, es algo así como un apagón instantáneo. Pierdes toda la fuerza y te tienes que recostar. Sí, te alienta el maestro, descansa si lo necesitas. Cuando termina la clase la blanquita te ayuda a ponerte de pie. ¿Quieres que te lleve a algún lugar?, pregunta, pero sacudes la cabeza. Caminar hasta tu apartamento es una odisea estilo Bataan. Cuando llegas al Plough and Stars, te agarras del palo de una señal de alto y llamas a Elvis al celular.

Se aparece en cuestión de segundos acompañado de tremendo mujerón. Es una caboverdiana de Cambridge. Tienen cara de haber estado singando. ¿Y esa quién es? Sacude la cabeza. Te arrastra a la sala de emergencias. Para cuando aparece la doctora, estás encorvado como un anciano.

Parece que es una hernia discal, anuncia.

Bravo, dices.

Estás en cama por dos semanas seguidas. Elvis te trae comida y te acompaña mientras comes. Te habla sobre la caboverdiana. Tiene una chocha perfecta, te dice. Es como si metieras el rabo en un mango caliente.

Lo escuchas por un rato. No termines como yo, le aconsejas.

Elvis sonríe. No jodas, nadie puede terminar como tú, Yunior. Eres un domo original.

Su hija tira tus libros al piso. No te importa. Quizá le dará curiosidad por leer, dices.

Así que ahora tienes jodidos los pies, la espalda y el corazón. No puedes correr, no puedes hacer yoga. Tratas de montar bicicleta, pensando que te vas a convertir en otro Armstrong, pero el dolor de la espalda por poco te mata. Decides que vas a caminar, sin variar. Caminas una hora por la mañana y una hora por la noche. No sientes ninguna descarga de adrenalina, ninguna presión en los pulmones, ningún shock a tu sistema, pero es mejor que nada.

Al mes la estudiante de derecho te deja por un compañero de clase. Te dice que la pasó bien pero que tiene que comenzar a ser realista. Traducción: Tengo que dejar de acostarme con viejos. Al poco la ves con el compañero en el campus. Es más blanco que tú pero a la vez es indiscutiblemente negro. Mide como tres metros y parece un dibujo de un manual básico de anatomía. Andan de la mano y ella está tan contenta que tratas de no envidiárselo, tratas de darle un poco de espacio en tu corazón. A los dos segundos un guardia de seguridad se te acerca y te pide identificación. Al próximo día, un blanquito en una bicicleta te tira una lata de Diet Coke.

Empiezan las clases y los cuadritos de músculos de tu vientre han sido reabsorbidos, como islitas en un mar de grasa. Escaneas los nuevos miembros de la facultad para ver si hay alguna posibilidad, pero no hay nadie de interés. Ves mucha televisión. Algunas veces Elvis viene a ver televisión contigo porque su esposa no permite que fume yerba en la casa. Se ha metido también en el yoga, especialmente después de ver cómo te fue a ti. Qué cantidad de cueros, dice, sonriendo. No quieres odiarlo.

¿Qué le pasó a la caboverdiana?

¿Cuál caboverdiana?, te pregunta secamente.

Vas mejorando poco a poco. Empiezas a hacer lagartijas y pull-ups y hasta algunos ejercicios de yoga, pero con mucho cuidado. Sales a comer con un par de muchachas. Una está casada y está buenísima en esa manera típica de las dominicanas treintonas de clase media. Te das cuenta que está contemplando acostarse contigo y mientras te estás comiendo las costillitas sientes que estás precalentando el bate. En Santo Domingo jamás se hubiera encontrado contigo así, te dice con gran generosidad. Casi todas sus conversaciones empiezan con «En Santo Domingo». Se está pasando un año estudiando en la escuela de negocios, pero a pesar de lo mucho que halaga Boston te das cuenta que extraña Santo Domingo y que jamás viviría en otro lugar.

Pero hay tremendo racismo en Boston, le dices como forma de orientación.

Te mira como si estuvieras loco. No hay racismo en Boston, te dice. También se burla de la idea de que haya racismo en Santo Domingo.

¿Así que ahora los dominicanos amamos a los haitianos?

Eso no tiene que ver con el racismo. Pronuncia cada sílaba. Eso tiene que ver con la nacionalidad.

Por supuesto que terminan en la cama. La pasas bien excepto que ella nunca se viene y no deja de quejarse del marido. Es exigente, y dentro de poco la estás acompañando a todo tipo de actividades en la ciudad y más allá de la ciudad: a Salem en Halloween y un fin de semana a Cape Cod. Nadie te para cuando estás con ella o te pide identificación. Siempre toma fotos pero nunca ninguna de ti. Les escribe postales a sus hijos cuando está en la cama contigo.

Al concluir el semestre, regresa a casa. Mi casa, no tu casa, dice con ponzoña. Siempre está tratando de probar que no eres dominicano. Si yo no soy dominicano, entonces nadie lo es, le contestas, pero a ella le hace gracia y se ríe. Entonces te desafía: Dímelo en español, y por supuesto no puedes. El último día la llevas al aeropuerto, pero no hay ningún beso devastador estilo Casablanca, solo una sonrisita y un abracito medio maricón y sus tetas falsas se apretujan contra ti como si fueran algo irrevocable. Escríbeme, le dices, y ella contesta: Por supuesto, pero ninguno de los dos se molesta en hacerlo. Con el tiempo borras su información de tu teléfono, pero no las fotos que tomaste de ella desnuda y dormida en tu cama, esas sí que no.

AÑO CUATRO

Empiezan a llegar por correo invitaciones a las bodas de tus ex sucias. No tienes idea de cómo explicar esta locura. Qué coñazo, dices. Le pides a Arlenny que te ilumine. Ella voltea las invitaciones. Es como dijo Oates: La mejor venganza es vivir bien, sin ti. Pal carajo con Hall & Oates, dice Elvis. Estas cabronas creen que nosotros somos los cabrones. Creen que nos va a importar esa vaina. Examina las invitaciones. ¿Me equivoco o es que todas las jevas asiáticas de este mundo se casan con blancos? ¿Está en sus genes o algo así?

Este es el año en el cual los brazos y las piernas te empiezan a causar problemas, se te adormecen de vez en cuando, parpadeando como las luces en la isla. Es una extraña sensación, como un cosquilleo. ¿Qué coñazo es esto?, te preguntas. Espero que no me esté muriendo. Probablemente estás haciendo demasiado ejercicio, dice Elvis. Protestas: Casi no estoy haciendo ejercicio. Probablemente es el estrés, te dice la enfermera en la sala de emergencias. Esperas que sea eso, y flexionas las manos, preocupado. De verdad que esperas que sea eso.

En marzo vas a San Francisco a dar una conferencia, pero no te va nada bien; no viene casi nadie más allá de aquellos que fueron obligados por sus profesores. Solito te vas a K-town y te atiborras de kalbi hasta que estás a punto de explotar. Manejas por la ciudad por un par de horas para ver qué hay. Tienes un par de amigos que viven aquí, pero no los llamas porque sabes que de lo único que van a hablar es de los viejos tiempos y de la ex. Conoces a una sucia que vive aquí, pero cuando por fin la llamas y ella oye quién es, te cuelga.

Cuando regresas a Boston la estudiante de derecho te está esperando en el vestíbulo de tu edificio. Te toma de sorpresa y te entusiasma, pero a la vez tienes cierto recelo. ¿Qué pasa?

Es como una mala telenovela. Te das cuenta que tiene tres maletas en fila en el pasillo. Y cuando miras bien ves que sus ojos persas están rojos de haber estado llorando y que se acaba de poner rímel.

Estoy embarazada, dice.

Al principio no entiendes. Bromeas. ¿Y?

Pendejo. Empieza a llorar. Probablemente es tu fokin hijo.

Hay sorpresas, hay todo tipo de sorpresas, y también hay esto.

No sabes qué decir ni cómo reaccionar, así que la invitas a que suba a tu apartamento. Cargas sus maletas a pesar de tu espalda, a pesar de tu pie, a pesar de tus brazos y del dolor que va y viene. No dice nada, solo sujeta su almohada contra su suéter de Howard University. Es una sureña con excelente postura y cuando se sienta te da la impresión de que está a punto de hacerte una entrevista. Después que le sirves un té, le preguntas: ¿Lo vas a tener?

Claro que lo voy a tener.

¿Y Kimathi?

Ella no entiende. ¿Quién?

Tu keniano. No puedes ni siquiera pronunciar la palabra novio.

Me botó. Él sabe que no es suyo. Juega con algo en su suéter. Voy a desempacar la maleta, ¿OK? Asientes y la miras. Ella es extremadamente bella. Piensas en ese viejo dicho: Muéstrame una mujer hermosa y te mostraré a alguien cansado de singar con ella. Pero dudas que tú te hubieras cansado de ella.

Pero podría ser de él, ¿verdad?

Es tuyo, ¿OK? Llora. Yo sé que no quieres que sea tuyo, pero es tuyo.

Te sorprende que te sientas tan vacío por dentro. No tienes idea si debes mostrar entusiasmo o apoyo. Te pasas la mano por los pocos pelos incipientes que te quedan en la cabeza.

Necesito quedarme aquí, te dice después, tras un polvo torpe e incómodo. No tengo dónde ir. No puedo volver con mi familia.

Cuando se lo cuentas a Elvis crees que se va a frikiar, que va a demandar que la botes. Temes su reacción porque sabes que no tienes fuerzas para botarla.

Pero Elvis no se frikea. Te da una palmada en la espalda, sonríe de oreja a oreja. Eso es fantástico, primo.

¿Cómo que es fantástico?

Vas a ser padre. Vas a tener un hijo.

¿Un hijo? ¿De qué coño estás hablando? Ni siquiera hay prueba de que sea mío.

Elvis no te escucha. Sonríe pensando en algo muy dentro de él. Chequea para estar seguro de que la esposa no lo puede oír. ¿Te acuerdas de la última vez que fuimos a Santo Domingo?

Claro que sí. Hace tres años. Todo el mundo la pasó superbién excepto tú. Estabas en medio de la gran depresión, lo que quiere decir que pasaste casi todo el tiempo solo, flotando de espaldas en el mar o emborrachándote en la barra o caminando por la playa al amanecer antes que nadie se despertara.

Sí, ¿y qué?

Bueno, dejé en estado a una muchacha durante esa visita.

No me fokin jodas.

Asiente.

¿En estado?

Asiente de nuevo.

¿Y lo tuvo?

Busca en su celular. Te enseña una foto de un niñito perfecto con la carita más dominicana que te puedes imaginar.

Ese es mi hijo, dice Elvis con orgullo. Elvis Xavier Junior.

Loco, tú no estás hablando en serio. Si tu mujer se entera…

Elvis se molesta. Ella no se va a enterar.

Decides pensarlo un rato. Estás en la parte trasera de la casa, cerca de Central Square. En el verano, estas cuadras están repletas de actividad, pero hoy hasta puedes oír un arrendajo trinando.

Los bebés son fokin caros. Elvis te da un puñetazo en el brazo. Así que prepárate, mi hermano, porque te vas a quedar en olla.

Cuando regresas a tu apartamento, la estudiante de derecho se ha apoderado de dos de tus clósets y casi todo tu lavamanos y, para colmo, ha tomado posesión absoluta de tu cama. Ha puesto una almohada y una sábana en el sofá. Para ti.

¿Cómo? ¿Ahora ni siquiera puedo compartir mi cama contigo?

No creo que me venga bien. Sería demasiado estrés. No quiero perder la barriga.

Es difícil discutir contra eso. Pero el sofá no es nada cómodo y cuando te despiertas por la mañana la espalda te duele más que nunca.

«Solamente a una prieta cabrona se le ocurre venir a Harvard a embarazarse. Las blanquitas no hacen eso. Las asiáticas no hacen eso. Solo las fokin negras y latinas. ¿Para qué carajo se molestan en que las acepten en Harvard si van a salir en estado? Podían haberse quedado en la misma cuadra de siempre para esa mierda.»

Eso es lo que escribes en tu diario. Cuando regresas de dar clases el próximo día, la estudiante de derecho te tira la libreta en la cara. Te fokin odio, grita. Espero que no sea tuyo. Espero que sí sea tuyo y que sea retardado.

Le chillas: ¿Cómo se te ocurre decir eso? ¿Cómo se te puede ocurrir decir algo así?

Va a la cocina y se sirve un trago y la sigues y le quitas la botella de las manos y echas todo su contenido en el fregadero. Esto es ridículo, dices. Pura telenovela.

Ella no te dirige la palabra por dos fokin semanas. Pasas el mayor tiempo posible en tu oficina o en casa de Elvis. Cada vez que entras en la habitación, ella inmediatamente cierra la computadora. No te estoy espiando. No me interesa lo que estás haciendo, le dices. Pero ella espera a que te vayas antes de seguir mecanografiando.

No puedes botar a la calle a la madre de tu hijo, Elvis te recuerda. Jodería al chama por el resto de su vida. Además, es un karma terrible. Deja que llegue el bebé. Verás como las cosas se arreglan.

Pasa un mes, dos meses. Te da terror decírselo a nadie, compartir la… ¿qué? ¿Las buenas noticias? Tú sabes que si Arlenny supiera vendría y le metería una patada por el culo y la pondría en la calle. Tu espalda es una agonía y los brazos se te entumecen con regularidad. El único lugar en el apartamento donde puedes estar solo es en la ducha y allí susurras: El infierno, Netley. Estamos en el infierno.

Después lo recordarás como el sueño de una fiebre terrible, pero en el momento todo se movía tan lentamente, y todo parecía tan real. La llevas a las citas médicas. La ayudas con las vitaminas y el resto de esa vaina. Pagas por casi todo. Ella no le está hablando a su mamá, así que todo lo que tiene son dos amigas que están en el apartamento casi tanto como tú. Son parte del grupo de apoyo de Crisis de Identidad Birracial y te miran con sospecha. Sigues esperando a que se derrita un poco pero ella mantiene su distancia. Hay días en los que mientras ella está durmiendo y tú estás tratando de trabajar, te permites el lujo de imaginarte qué tipo de hijo tendrían. Si será hembra o varón, inteligente o tímido. Como tú o como ella.

¿Ya tienen nombres?, pregunta la esposa de Elvis.

Todavía no.

Taína si es hembra, te sugiere. Y Elvis si es varón. Le tira un vistazo burlón a su marido y se ríe.

A mí me gusta mi nombre, dice Elvis. Yo se lo daría a un varón.

Por encima de mi cadáver, dice su mujer. Es más, este hornito está cerrado.

Por la noche, cuando estás tratando de dormir, ves la luz de su computadora por la puerta abierta del cuarto, oyes el sonido de sus dedos en el teclado.

¿Necesitas algo?

No, gracias. Estoy bien.

Vas a la puerta un par de veces y la miras, esperando que te invite a entrar, pero te lanza una mirada asesina y te pregunta: ¿Qué coñazo quieres?

Na, solo chequeando.

Cinco meses, seis meses, el séptimo mes. Estás dando clase, «Introducción a la ficción», cuando recibes un texto de una de sus amigas diciendo que le comenzaron los dolores, adelantada seis semanas. Te asaltan todo tipo de temores. La llamas por el celular pero no contesta. Llamas a Elvis pero no contesta tampoco. Así que arrancas solo para el hospital.

¿Usted es el papá?, pregunta la mujer en la recepción.

Sí, soy yo, dices tímidamente.

Te llevan por los pasillos y te dan una bata médica y te dicen que te laves las manos y te dan instrucciones sobre dónde te debes parar y te advierten sobre el proceso, pero en el instante que entras a la sala de parto, la estudiante de derecho chilla: No lo quiero aquí. No lo quiero aquí. No es el padre.

Jamás se te hubiera ocurrido que eso te podía doler tanto y tan profundamente. Las dos amigas vienen hacia ti pero ya te has ido. Viste sus piernas flaquitas y paliduchas y la espalda del médico y nada más. Te alegras de que no viste nada más. Te hubieras sentido como si hubieras violado su seguridad o algo así. Te quitas la bata; esperas un rato, y cuando por fin te das cuenta de lo que estás haciendo, te vas para tu casa.

No sabes nada de ella hasta que te llama una de las amigas, la misma que te mandó el texto cuando le atacaron los dolores. Iré a buscar sus cosas, ¿OK? Cuando llega, evalúa la situación con recelo. No te vas a volver psicópata, ¿no?

No, claro que no. Y después de una pausa, le exiges: ¿Cómo se te ocurre decir eso? Yo jamás en la vida le he pegado a una mujer. Y entonces te das cuenta cómo suena eso, como un tíguere que les hace daño a las mujeres todo el tiempo. Todo lo de ella regresa a las maletas y ayudas a la amiga a bajarlas a su yipeta.

Debes sentir tremendo alivio, te dice.

No le contestas.

Y ahí se acaba todo. Después te enteras de que el keniano la fue a ver al hospital y que cuando vio el bebé tuvieron una reconciliación emocionante; se perdonaron todo.

Ahí es donde metiste la pata, dice Elvis. Deberías haber tenido un hijo con tu ex. Entonces jamás te hubiera dejado.

Ella te hubiera dejado de todos modos, dice Arlenny. Créeme.

El resto del semestre resulta ser un fokin desastre. Recibes las peores evaluaciones de los seis años que has sido profesor. Tu único estudiante de color del semestre escribe: Dice que no sabemos nada, pero no nos muestra cómo podemos abordar estas deficiencias. Una noche llamas a tu ex y cuando oyes el click de la contestadora, dices: Deberíamos haber tenido un hijo. Y entonces cuelgas, avergonzado. ¿Por qué dijiste eso?, te preguntas a ti mismo. Ahora, sin duda, jamás te volverá a hablar.

No creo que la llamada sea el problema, dice Arlenny.

Mira esto. Elvis produce una fotografía de Elvis Jr. con un bate. Este niño va a ser una bestia.

Durante las vacaciones de invierno vas con Elvis a Santo Domingo. ¿Qué otra cosa vas a hacer? No estás en nada, y te pasas la vida moviendo los brazos cada vez que se te adormecen.

Elvis está superalborotado. Lleva tres maletas repletas de vainas para el muchacho, incluyendo su primer guante, su primera pelota y su primera camiseta de los Red Sox de Boston. Lleva como ochenta kilos de ropa y otras vainas para la mamá del chama. Lo había tenido todo escondido en tu apartamento. Tú estás en su casa cuando se despide de su mujer y de su suegra y de su hija. La hija no entiende lo que está pasando, pero cuando la puerta se cierra ella suelta un chillido que te aprieta como un alambre serpentino. Elvis se mantiene tranquilo. Piensas: Así mismito era yo. Yo yo yo.

Por supuesto que la buscas en el avión. No tienes otra opción.

Te imaginas que la mamá del niño vive en algún lugar pobre como Capotillo o Los Alcarrizos, pero jamás se te ocurrió que viviría en Nadalandia. Has ido de visita a Nadalandia un par de veces; pal carajo, tu familia salió de un lugar como este. Terrenos ocupados y convertidos de la noche a la mañana en barrios sin calles, sin luz, sin agua, sin conexión ninguna, sin nada, donde las casas maltrechas en las que vive la gente están una encima de la otra, donde todo es puro lodo y ranchitos y motos y jodienda e hijoeputas regados por todas partes que apenas te sonríen, como si hubieras llegado al borde de la civilización. Tienen que dejar la yipeta que alquilaron en lo último que queda del camino pavimentado y montarse en unos motoconchos; llevan las maletas a la espalda. Nadie les pone atención porque lo que ustedes llevan no se compara: ustedes han visto a un solo motoconcho cargar con una familia de cinco y un puerco.

Por fin llegan a una casita y sale la Baby Mama; es una bienvenida feliz. Te gustaría decir que te acuerdas de la Baby Mama del viaje anterior, pero no es el caso. Es alta y culona, exactamente como le gustan a Elvis. Debe tener veintiún o veintidós años y tiene una sonrisa irresistible, como Georgina Duluc, y cuando te ve te da tremendo abrazo. Así que el padrino por fin decidió venir de visita, declama con una voz ronca y campesina. También conoces a su mamá, a su abuela, a su hermano, a su hermana y a tres tíos. A todo el mundo le faltan dientes.

Elvis levanta al niño. Mi hijo, canta. Mi hijo.

El niño empieza a llorar.

La casita de la Baby Mama casi no llega a dos habitaciones, una cama, una silla, una mesita, un solo bombillo en el techo. Hay más mosquitos que en un campo de refugiados. Detrás de la casa hay un desagüe de aguas negras. Le das una mirada a Elvis, qué carajo. Las pocas fotos de familia en la pared tienen manchas de agua. Cuando llueve —la Baby Mama levanta las manos— todo se nos cae encima.

No te preocupes, dice Elvis, los voy a mudar este mismo mes si logro ahorrar el dinero.

La alegre pareja te deja con la familia y con Elvis Jr. mientras va a arreglar cuentas en varios negocios y a comprar algunas necesidades. Baby Mama también quiere presentarle a Elvis a todo el mundo, por supuesto.

Te sientas en una silla plástica frente a la casa con el niño en las piernas. Los vecinos te admiran con feliz avidez. Empiezan un juego de dominó y a ti te toca con el hermano malhumorado de la Baby Mama. Le toma menos de cinco segundos convencerte de que debes pedir un par de cervezas grandes y una botella de Brugal del colmado del barrio. También: tres cajas de cigarros, un salami y una botella de jarabe para la tos para una vecina cuya hija está congestionada. Ta muy mal, dice. Claro que todo el mundo tiene una hermana o una prima que te quieren presentar. Que tan más buena que el Diablo, te aseguran. Antes de terminar la primera botella de ron, las hermanas y primas empiezan a aparecer. Se ven un tanto ásperas pero admiras el esfuerzo. Las invitas a que se sienten, compras más cervezas y un poco de pica pollo malísimo.

Tú me dices cuál te gusta, te susurra un vecino, y te la consigo.

Elvis Jr. te observa con gran seriedad. Es un carajito lindísimo. Tiene picadas de mosquitos por las piernas y una postilla en la cabeza que nadie te puede explicar. De repente te dan ganas de cubrirlo con tus brazos y protegerlo con todo tu cuerpo.

Más tarde, Elvis padre te explica el Plan. En unos años me lo llevo para Estados Unidos. Le diré a mi esposa que fue un accidente, una sola noche borracho, y que no me enteré de nada hasta ese momento.

¿Y tú crees que eso va a funcionar?

Todo va a salir bien, te dice impacientemente.

Mi hermano, tu mujer no va a creer na de eso.

¿Y qué carajo sabes tú?, dice Elvis. Si na de lo tuyo jamás sale bien.

Eso no se lo puedes refutar. Los brazos te están matando, así que decides cargar al chama para estimular la circulación. Lo miras a los ojos. Él te mira a los tuyos. Parece preternaturalmente sabio. Irá al MIT, dices mientras le acaricias el cabello, que parece salpicado de granitos de pimienta. Empieza a llorar, así que lo bajas y lo observas mientras corretea de un lado a otro.

Y es más o menos en ese momento en que te das cuenta.

El segundo piso de la casa no está terminado y se ven las varillas saliendo de los bloques de cemento como horribles folículos retorcidos. Tú y Elvis se paran allá arriba y toman cerveza y miran más allá de los límites de la ciudad, más allá de todas las parábolas de antenas de radio que se ven en la distancia, hacia las montañas del Cibao, la cordillera central, donde nació tu padre y la familia entera de tu ex. Te deja sin aliento.

Él no es tu hijo, le dices a Elvis.

¿De qué estás hablando?

El niño no es tuyo.

No seas pesao. Si es igualito a mí.

Elvis. Le agarras el brazo. Lo miras fijo a los ojos. No comas tanta mierda.

Hay un largo silencio. Pero si es igualito a mí.

Mi hermano, no se parece a ti en nada.

Al día siguiente cargan al niño y regresan a la ciudad, a Gazcue. Literalmente tienen que espantar a la familia para que no los acompañen. Antes que puedan coger camino, uno de los tíos te aparta. Le deben comprar un refrigerador a esta gente. Entonces el hermano te aparta. Y un televisor. La madre te aparta. Y una plancha de pelo también.

El tráfico de regreso al centro se parece a la Franja de Gaza y hay un choque a cada quinientos metros. Elvis está constantemente amenazando con devolverse. Tú lo ignoras y contemplas el reguero de concreto roto, los vendedores con toda la mierda del mundo sobre sus hombros, las palmas cubiertas de polvo. El niño te abraza fuerte. Te convences de que eso no significa nada. Es igual que un reflejo de Moro, nada más.

No me obligues a hacer esto, Yunior, te ruega Elvis.

Insistes. Tienes que hacerlo, Elvis. No puedes vivir engañado. No sería bueno ni para el niño ni para ti. ¿No crees que será mejor saberlo?

Pero yo siempre he querido un hijo, dice. Es lo que he querido toda mi vida. Cuando estaba en esa vaina en Irak, lo único que pensaba era: Por favor, Dios, déjame vivir lo suficiente para tener un hijo, por favor, entonces me puedes dejar morir ahí mismo. Y mira, me lo dio, ¿ves? Me lo dio.

La clínica está en una de esas casas construidas al estilo internacional durante la época de Trujillo. Están en la recepción. Tienes al niño de la mano. El niño te mira con una intensidad lapidaria. Lo espera el fango. Lo esperan los mosquitos. Lo espera la Nada.

Dale, le dices a Elvis.

Francamente, tú crees que no lo hará, que todo terminará ahí. Que se llevará al niño y que regresará a la yipeta. Pero en vez, se lleva al niño a una habitación donde le toman una muestra bucal con hisopo y ya.

Preguntas: ¿Cuánto tiempo para los resultados?

Cuatro semanas, te contesta la laboratorista.

¿Tanto?

Se encoge de hombros. Bienvenidos a Santo Domingo.

AÑO CINCO

Te imaginas que ese es el fin del cuento, que los resultados no cambiarán nada. Pero a las cuatro semanas del viaje, Elvis te da la noticia de que la prueba es negativa. Pal coño de su madre, dice con amargura, pal coño de su maldita madre. Y entonces corta toda la comunicación con el niño y su mamá. Cambia el número de su celular y la dirección de su correo electrónico. Le dije a la cabrona que jamás me vuelva a llamar. Hay cosas que no se pueden perdonar.

Por supuesto que te sientes terrible. Te acuerdas de cómo te miraba el niño. Por lo menos dame su número, le dices. Piensas que les podrías mandar un poquito de dinero cada mes, pero él se niega. Pal carajo con esa cabrona mentirosa.

Piensas que lo tiene que haber sabido, muy adentro suyo, que quizá te llevó para que fueras tú quien le abrieras los ojos, pero dejas las cosas tranquilas. Decides no explorar el tema. Él va a yoga cinco veces a la semana ahora, está en las mejores condiciones de su vida, mientras que tú has subido otra talla de jeans. Cuando vas a casa de Elvis en esos días, su hija te saluda efusivamente, te dice Tío Junji. Es tu nombre coreano, bromea Elvis.

Es como si nada hubiera pasado. Quisieras poder ser tan impasible.

¿Piensas en ellos?

Sacude la cabeza. Jamás, y jamás lo haré.

La falta de sensación en los brazos y piernas aumenta. Regresas al médico y te mandan a un neurólogo que te ordena un IRM. Tienes estenosis por toda la columna vertebral, te explica el médico, algo impresionado.

¿Eso es malo?

Bueno, no es bueno. ¿Has hecho mucho trabajo pesado?

¿Como, por ejemplo, cargar mesas de billar para delivery?

Eso mismo. El médico bizquea cuando mira el IRM. Vamos a ver cómo te va con la terapia física. Si eso no funciona, entonces podemos hablar sobre otras opciones.

¿Como qué?

El médico, contemplativo, se toca las palmas de las manos. Cirugía.

Desde ese momento tu vida se va pal carajo. Un estudiante se queja de que eres demasiado vulgar. Te tienes que reunir con el decano que te dice más o menos que tengas mucho cuidado. Te para la policía tres fines de semana consecutivos. Una vez te bajan del carro y te sientan en el contén y te toca mirar el desfile de carros en frente de ti; los pasajeros te ojean sospechosamente. En la carretera, durante la peor hora de tráfico, crees que ves a tu ex por un segundo y se te aflojan las rodillas, pero resulta que no es ella, que es una latina cualquiera, otro mujerón vestida con un traje a la medida.

Por supuesto que sueñas con ella. Estás en Nueva Zelanda o en Santo Domingo o, improbablemente, años atrás en la universidad, en el dormitorio. Quieres que pronuncie tu nombre, que te toque, pero se niega. Sacude la cabeza.

Ya.

Quieres pasar página, exorcizar toda esta vaina, así que encuentras un apartamento nuevo al otro lado de la plaza con una vista de la silueta de los edificios de Harvard. Ahí están todos esos campanarios increíbles, incluyendo tu favorito, la daga gris que es la iglesia Old Cambridge Baptist. En los primeros días en el nuevo apartamento, un águila se asienta en el árbol muerto que queda frente a tu ventana en el quinto piso. Te mira directamente. Te parece un buen augurio.

Al mes la estudiante de derecho te manda una invitación a su boda en Kenia. Hay una foto en la cual los dos están vestidos en lo que supones es un atuendo tradicional keniano. Ella está flaquísima y usa demasiado maquillaje. Crees que vas a encontrar una nota, algo que te dé las gracias por todo lo que hiciste por ella, pero no hay nada. La dirección está escrita a máquina, no de puño y letra.

Quizá fue una equivocación, dices.

Arlenny te asegura que no fue una equivocación.

Elvis rompe la invitación y la bota por la ventana de la camioneta. Pal carajo con esa cabrona. Pal carajo con todas las cabronas.

Logras salvar un pedacito de la foto. Es su mano.

Te enfocas más que nunca, en tus clases, tu terapia física, tu terapia regular, tus lecturas, tus caminatas. Sigues esperando que se levante el peso que has sentido por tanto tiempo. Sigues esperando por el momento en que jamás volverás a pensar en tu ex. Pero no llega.

Le preguntas a todo el mundo: ¿Cuánto tiempo toma recuperarse?

Hay muchas fórmulas. Un año por cada año que estuvieron juntos, dos años por cada año que estuvieron juntos. Es cuestión de voluntad: el día que lo decidas, se te pasa. Nunca se te pasa.

Una noche invernal sales con tus panas a un club latino estilo gueto en Mattapan Square. Mata-fokin-pan. La temperatura afuera está a cero, pero en el club hace tanto calor que todo el mundo está en camisetas y el tufo es tan sofocante como un afro. Hay una jevita que no deja de tropezar contigo. Le dices: Pero, mi amor, ya. Y ella te contesta: Ya tú. Es dominicana y ágil y superalta. Jamás podría salir con alguien tan bajito como tú, te dice al principio de la conversación. Pero al final de la noche te da su número. Todo el tiempo Elvis está calladito en la barra, tomando trago tras trago de Rémy. Fue a Santo Domingo la semana anterior, un viaje relámpago solitario, un viaje de espionaje. No te dijo nada hasta después del hecho. Fue a buscar a Elvis Jr. y a su mamá, pero se habían mudado y nadie sabía nada de ellos. Ninguno de los teléfonos que tenía funcionaban. Espero que aparezcan, dice.

Yo también.

Te da por tomar unas caminatas larguísimas. Cada diez minutos paras y haces lagartijas y sentadillas. No es igual que correr, pero te sube el ritmo cardíaco y es mejor que nada. Después tienes tanto dolor de nervios que casi no te puedes mover.

Hay noches que sueñas estilo Neuromancer y ves a tu ex y al niño y a otra figura, que te es familiar, saludándote en la distancia. «En algún lugar, muy cerca, la risa que no era risa.»

Y entonces, por fin, cuando crees que ya lo puedes hacer sin explotar en un millón de átomos, abres un archivo que tienes escondido debajo de la cama. El Libro del Día del Juicio. Son copias de todos los correos electrónicos y las fotos de los días de cuernos, las que tu ex encontró y recopiló y te mandó por correo al mes de haber terminado contigo. «Querido Yunior, para tu próximo libro.» Probablemente esa fue la última vez que escribió tu nombre.

Lo lees de principio a fin (sí, ella lo encuadernó). Te sorprende lo fokin pendejo y cobarde que eres. Te mata reconocerlo pero es verdad. Te asombran los extremos de tu mendacidad. Cuando terminas de leer el libro la segunda vez, admites la verdad: Hiciste bien, negra. Hiciste bien.

Ella tiene toda la razón; esto sería tremendo libro, te dice Elvis. Un policía los ha parado y están esperando que el hijoeputa oficial verifique tu licencia. Elvis saca una de las fotos del archivo.

Es colombiana, dices.

Él silba. Que viva Colombia. Te devuelve el Libro. La verdad que debes escribir una guía de amor para infieles.

¿Tú crees?

Claro que sí.

El tiempo pasa. Sales con la muchacha alta. Ves a más médicos. Celebras el doctorado de Arlenny. Y una noche de junio garabateas el nombre de tu ex y le añades: La vida media del amor es eterna.

Se te ocurren un par de otras cosas. Entonces bajas la cabeza.

Al día siguiente revisas lo que escribiste. Por primera vez no quieres quemar las hojas o dejar de escribir para siempre.

Es un comienzo, le dices a la habitación vacía.

Y eso es todo. En los próximos meses sigues el ritmo del trabajo, porque te da esperanza, algo como una bendición, y porque en tu corazón de cuernú mentiroso sabes que algunas veces un comienzo es todo lo que nos toca.