Desde la cima de Westminster, la calle principal, se puede ver hacia el este un finísimo borde de mar como una cresta sobre el horizonte. A mi papá le habían enseñado esa vista —la administración se la enseñaba a todo el mundo—, pero al traernos del aeropuerto JFK él no se detuvo para señalarla. Es posible que el mar nos hubiera hecho sentir mejor, especialmente dado lo otro que había que ver. El propio London Terrace era un desastre; la mitad de los edificios todavía necesitaban alambrado eléctrico y con las luces del anochecer parecían buques de ladrillos naufragados. El fango perseguía la gravilla en todas partes y la grama, sembrada demasiao tarde en el otoño, se asomaba entre la nieve en mechones muertos.
Papi explicó que cada edificio tenía su propia lavandería. Mami sacó la boca como un hociquito por encima del cuello de su parka y asintió. Qué maravilla, dijo. Yo, muerto del miedo, miraba la nieve cernirse mientras mi hermano hacía crujir los dedos. Era nuestro primer día en Estados Unidos. El mundo se había congelao.
El apartamento nos parecía inmenso. Rafa y yo teníamos nuestro propio cuarto, y la cocina, con su refrigerador y estufa, era del tamaño de nuestra casa en Sumner Welles. No dejamos de temblar de frío hasta que papi ajustó la temperatura del apartamento a veintisiete grados. Había gotas de agua que parecían abejas por todas las ventanas y tuvimos que limpiar el cristal para poder ver pa afuera. Rafa y yo estábamos muy a la moda en nuestra ropa nueva y queríamos salir, pero papi nos dijo que nos quitáramos las botas y las parkas. Nos sentó frente al televisor, y vimos que sus brazos eran flacos y sorprendentemente velludos hasta la marca de las mangas cortas. Nos acababa de enseñar cómo descargar los inodoros, abrir la llave de los lavamanos y poner la ducha.
Esto no es un chiquero, dijo papi. Quiero que traten todo aquí con respeto. No boten la basura en el piso ni en la calle. No quiero que hagan sus cosas en los matorrales.
Rafa me dio con el codo. En Santo Domingo me meaba dondequiera y la primera vez que papi me vio, orinando en una esquina la misma noche de su regreso triunfal, me gritó: ¿Qué carajo estás haciendo?
Los que viven aquí son gente decente y así es como nosotros también vamos a vivir. Ahora ustedes son americanos. Tenía su botella de Chivas Regal en la rodilla.
Después de dejar pasar unos segundos para demostrar que sí, que había entendido todo lo que había dicho, pregunté: ¿Podemos salir ahora?
¿Por qué no me ayudas a desempacar?, sugirió mami. Tenía las manos quietas; generalmente jugaban con un pedazo de papel, con una manga, o entre sí.
Solo vamos a salir por un ratico, dije. Me levanté y me puse las botas. Si hubiera conocido mejor a mi papá, jamás le hubiera dado la espalda. Pero no lo conocía; él se había pasado los últimos cinco años trabajando en Estados Unidos, y nosotros habíamos pasado los últimos cinco años esperándolo en Santo Domingo. Me agarró por una oreja y me volvió a sentar en el sofá. Se veía que no estaba nada contento.
Saldrás cuando yo diga que puedes salir.
Busqué a Rafa con la vista, pero estaba sentado calladito frente al televisor. En la isla, él y yo cogíamos guaguas solitos de un lado de la capital al otro. Miré de nuevo a mi papá, pero su cara estrecha todavía no me era familiar. No me mires así, dijo.
Mami se puso de pie. Mejor sea que me den una manita.
No me moví. En la televisión los presentadores del noticiero emitían ruiditos monótonos. Repetían la misma palabra una y otra vez. Después, en la escuela, aprendería que la palabra era «Vietnam».
Como no teníamos permiso para salir de la casa —hace mucho frío, papi dijo una vez, pero la única verdadera razón era que a él no le daba la gana—, en esos primeros días nos la pasamos sentados frente al televisor o mirando la nieve a través de la ventana. Mami limpiaba todo como diez veces y nos hacía unos almuerzos superelaborados. Todos nos estábamos muriendo del aburrimiento.
En esos primeros días mami decidió que ver televisión podía ser beneficioso; así aprenderíamos inglés. Veía nuestras mentes adolescentes como un par de bellos girasoles que necesitaban luz y nos plantó lo más cerca posible del televisor para maximizar nuestra exposición. Veíamos las noticias, comedias, los muñequitos, Tarzán, Flash Gordon, Jonny Quest, The Herculoids, Barrio Sésamo; nos pasábamos ocho, nueve horas al día frente al televisor y nuestras mejores lecciones eran cortesía de Barrio Sésamo. Pronunciábamos cada palabra que aprendíamos, la repetíamos una y otra vez, pero cuando mami nos pedía que le enseñáramos, sacudíamos la cabeza y le decíamos: No te preocupes.
No, díganme, nos pedía, pero aun cuando pronunciábamos las palabras bien despacito, haciendo sonidos como grandes burbujas, ella nunca las podía duplicar. Sus labios desbarataban las vocales más simples. Eso suena horrible, le decía.
¿Y desde cuándo tú sabes hablar inglés?, preguntaba.
Durante la cena, ella probaba su inglés con papi, pero él solo picaba con el tenedor el pernil, el cual no era el mejor plato de mi mamá.
No entiendo ni una palabra de lo que me estás diciendo, comentaba. Es mejor que me dejes el inglés a mí.
Entonces ¿cómo voy a aprender?
No tienes por qué aprender, dijo. Además, la mayoría de las mujeres no pueden aprender inglés.
Es un idioma muy difícil de dominar, dijo en español, y lo repitió después en inglés.
Mami no dijo ni una sola palabra más. Por la mañana, en cuanto papi salía por la puerta, prendía el televisor y nos plantaba frente a él. Siempre hacía frío en el apartamento por la mañana y dejar la cama era un verdadero tormento.
Es demasiao temprano, decíamos.
Es igual que ir a la escuela, contestaba.
No, no es igual, decíamos. Estábamos acostumbrados a ir a la escuela al mediodía.
Ustedes se quejan demasiado. Ella se paraba detrás de nosotros y cuando me volteaba la veía mascullando las mismas palabras que estábamos aprendiendo, tratando de entenderlas.
Hasta los ruidos matutinos de papi me eran extraños. Desde la cama oía cuando tropezaba en el baño, como si estuviera borracho o algo parecido. No tenía idea de en qué trabajaba en Reynolds Aluminum, pero en el clóset había muchos uniformes con manchas de aceite de motor.
Me había imaginado un padre diferente, un padre que medía más de dos metros de altura y tenía suficiente dinero para comprar el barrio entero, pero este era un papá de tamaño común, con una cara cualquiera. Cuando se apareció en Santo Domingo, vino a la casa en un taxi abollado y de regalo nos trajo cosas pequeñas —pistolas plásticas y trompos— que no eran para niños de nuestra edad y que rompimos inmediatamente. A pesar de que nos abrazó y nos llevó a comer en el malecón —primera vez en la vida que comíamos filete de carne a la parrilla— no sabía qué pensar de él. Es difícil imaginarse a un padre.
Las primeras semanas que estuvimos en Estados Unidos, casi todo el tiempo que papi estuvo en casa se lo pasó leyendo o viendo televisión. Nos dijo muy poco que no fuera regaño, lo que no nos sorprendió. Habíamos visto a otros papás en acción, por lo tanto entendíamos que las cosas eran así.
Con mi hermano era cuestión de que no gritara y de que no tropezara y tumbara las cosas. Pero conmigo se la cogió con la vaina de los cordones de los zapatos. Papi estaba obsesionado con los cordones de los zapatos. Yo no los sabía amarrar correctamente, y después que inventaba un nudo formidable, papi se arrodillaba y lo deshacía con un simple jaloncito. Por lo menos tienes un futuro como mago, decía Rafa, pero la vaina era en serio. Rafa me enseñó, y yo dije: Bien, y lo hacía sin problemas cuando estaba con él. Pero en cuanto papi se aparecía y me observaba con la mano en la correa, me trababa; yo miraba a papá como si para mí los cordones fueran cables eléctricos vivos que él quería que yo tocara.
Conocí a hombres brutos en la Guardia, papi decía, pero todos podían amarrarse los fokin cordones. Miró a mi mamá. ¿Qué le pasa a este muchacho?
Ese tipo de pregunta no tiene respuesta. Ella bajó la vista, estudió las venas de sus propias manos. Por un segundo los ojos aguaos de mi papá dieron con los míos. No me mires así.
Y en los días que lograba un nudo retardao medio decente, como Rafa les decía, entonces papi me regañaba por el pelo. El pelo de Rafa era lacio y se le podía pasar un peine como en el sueño de cualquier abuelo caribeño, pero al mío todavía le quedaban suficientes rasgos de África para condenarme a múltiples pases de peine y a cortes de pelo extraordinarios. Mi mamá nos pelaba una vez al mes, pero cuando me sentó esta vez papá le dijo que no perdiera el tiempo.
Eso solo se resuelve de una manera, dijo. Ve y vístete.
Rafa me siguió al cuarto y me observó mientras me abotonaba la camisa. No abrió la boca. Me estaba poniendo nervioso. ¿Qué te pasa?, pregunté.
Na.
Entonces deja de mirarme. Cuando llegó el momento de ponerme los zapatos, él me amarró los cordones. En la puerta mi papá los vio y dijo: Vas mejorando.
Yo sabía dónde estaba parqueada la van pero cogí en la dirección opuesta solo para poder echarle un vistazo al barrio. Papi no se dio cuenta de mi defección hasta que le había dado la vuelta a la esquina, y cuando gruñó mi nombre regresé rápido, pero por fin había visto los campos abiertos y a los otros niños jugando en la nieve.
Me senté delante. Él puso un casete de Johnny Ventura y le dio suave hasta la Ruta 9. La nieve estaba amontonada en pilas sucias a ambos lados de la carretera. No creo que haya nada peor que la nieve vieja, dijo. Es linda cuando cae pero en cuanto toca tierra se convierte en mierda nomá.
Cuando cae nieve, ¿hay accidentes igual que cuando llueve?
No cuando estoy yo al timón.
Las plantas a la orilla del Raritan estaban tiesas y de color arena. Cuando cruzamos el río, papi dijo: Trabajo en el próximo pueblo.
Habíamos ido a Perth Amboy en busca de un verdadero talento, un barbero puertorriqueño que se llamaba Rubio que sabía exactamente qué hacer con mi pelo malo. Me embarró la cabeza con dos o tres cremas y me hizo esperar con la cabeza llena de espuma. Después que su esposa me lavó el cráneo, me estudió en el espejo, me haló el pelo, le echó aceite y, al final, suspiró.
Es mejor pelarlo a caco, dijo papi.
Tengo otras cosas que podrían ayudar.
Papi ojeó su reloj. Pélalo a caco.
Vaya, dijo Rubio. Vi las cuchillas del abejón pasar por mi pelo como un arador y vi aparecer mi cuero cabelludo, tierno e indefenso. Uno de los viejos que esperaba su turno resopló y se tapó la cara con el periódico. Tenía náuseas; no quería que me pelaran al rape pero ¿cómo se lo podía explicar a mi papá? No tenía palabras. Al terminar, Rubio me echó talco en el cuello. Ahora te ves guapo, me dijo. Pero él mismo no estaba convencido. Me regaló un chicle, que mi hermano me robó en cuanto llegamos a casa.
¿Y?, preguntó papá.
Está demasiao corto, confesé.
Es mejor así, dijo, y le pagó al barbero.
En cuanto salimos, el frío me cayó en la cabeza como un bloque de tierra fría.
Manejamos de regreso en silencio total. Un buque petrolero entraba al puerto de Raritan y yo trataba de imaginar cuán fácil sería colarme a bordo y desaparecer.
¿Te gustan las negras?, preguntó papá.
Viré a ver a las mujeres que acababan de pasar. Cuando volteé la cara de nuevo, me di cuenta que papá estaba esperando que le contestara, que le interesaba saber, y aunque quería soltar que no me gustaban las muchachas de ningún tipo, en vez le dije: Claro que sí, y él sonrió.
Son bellas, dijo, y prendió un cigarro. Te atenderán mejor que nadie.
En cuanto me vio, Rafa explotó en risas. Pareces un dedo gordo.
Dios mío, dijo mami al darme la vuelta. ¿Por qué le hiciste semejante cosa?
Pero si luce bien, dijo papi.
Se va a enfermar del frío.
Papi puso su mano fría sobre mi cabeza. A él le gusta, dijo.
Papi trabajaba una interminable semana de cincuenta horas y esperaba disfrutar del silencio en sus días libres, pero mi hermano y yo teníamos demasiada energía como para estar callados. No lo pensábamos dos veces para dar brincos en el sofá, como si fuera un trampolín, a las nueve de la mañana, precisamente a la hora que papi estaba tratando de dormir. En nuestro antiguo barrio estábamos acostumbrados a que la gente pusiera merengue a todo volumen las veinticuatro horas del día. Nuestros vecinos de arriba, quienes vivían peleando como fieras, le daban patadas al piso. ¡Cállense, por favor! Entonces papi salía del cuarto, con los calzoncillos sueltos, y decía: ¿Qué les he dicho? ¿Cuántas veces les tengo que decir que se callen? Daba galletazos como si na y nos obligaba a pasar tardes enteras de castigo en el Penitenciario —nuestro cuarto—, donde teníamos que quedarnos en la cama y no nos podíamos levantar. Si entraba y nos agarraba mirando por la ventana, disfrutando la linda nieve, nos halaba las orejas, nos daba otro galletazo y entonces nos obligaba a arrodillarnos en la esquina por horas. Si fallábamos en eso, porque nos poníamos a jugar o a hacer trampa, entonces nos hacía arrodillar sobre un guayo de coco, sobre el lado cortante, y solamente nos dejaba ponernos de pie cuando empezábamos a sangrar y a lloriquear.
Ahora a ver si se quedan callados, decía satisfecho, y nos acostábamos con las rodillas ardiendo por el yodo. Esperábamos a que se fuera al trabajo para poner las manos contra el vidrio frío de las ventanas.
Veíamos a los niños del barrio construyendo hombres de nieve e iglús, tirándose bolas de nieve. Le conté a mi hermano del campo abierto que había visto, vasto en mi memoria, pero él simplemente se encogió de hombros. Había una pareja de hermanos que vivía al frente, en el apartamento número cuatro, y cuando ellos salían a jugar los saludábamos. Ellos nos saludaban también y con gestos nos pedían que saliéramos a jugar con ellos, pero nosotros sacudíamos la cabeza: no podíamos.
El hermano halaba a su hermana hacia donde estaban los otros niños con sus palas y sus largas bufandas incrustadas de nieve. A mí me parecía que a ella le gustaba Rafa y se despedía de él al irse. Pero él no hacía ningún gesto.
Se supone que las americanas sean bellas, me dijo.
¿Has visto alguna?
¿Y ella qué es? Sacó una servilleta y estornudó, soltando un doble cañón de mocos. Todos teníamos dolor de cabeza y catarro y tos; aun con la calefacción al máximo, el invierno estaba acabando con nosotros. Me tenía que poner un gorro de Navidad hasta dentro del apartamento para mantener la cabeza caliente; parecía un duende tropical malhumorado.
Me limpié la nariz. Si esto es Estados Unidos, que me manden de vuelta por correo.
No te preocupes. Mami dice que probablemente vamos a regresar.
¿Y cómo lo sabes?
Ella y papi lo han estado discutiendo. Ella piensa que es mejor si regresamos. Rafa corrió un dedo tristemente por la ventana; no se quería ir; le gustaba la televisión y el inodoro y ya se imaginaba con la muchachita del apartamento número cuatro.
No sé qué pensar de eso, le dije. A mí me parece que papi no se quiere ir.
¿Y qué tú sabe, si eres un mojoncito?
Sé más que tú, le dije. Papi jamás había mencionado regresar a la isla. Esperé a que estuviera de buen humor, después de ver el programa de Abbott y Costello, y le pregunté si pensaba que nos íbamos a regresar pronto.
¿A qué?
A visitar.
Tú no vas pa ninguna parte.
A la tercera semana me preocupaba el que no fuéramos a sobrevivir. Mami había sido nuestra autoridad en la isla, pero aquí había declinado. Nos cocinaba y entonces se sentaba a esperar para fregar los platos. No tenía amigas, ni vecinos que visitar. Deben hablar conmigo, decía, pero nosotros le contestábamos que debía esperar a que papi llegara a casa. Él hablará contigo, le decía, te lo aseguro. El temperamento de Rafa empeoró. Ahora, cuando le halaba el pelo, que siempre había sido un juego entre nosotros, explotaba. Peleábamos y peleábamos y peleábamos y después que mami nos separaba, en vez de hacer las paces como antes, nos sentábamos en lados opuestos del cuarto con mala cara, planificando la desaparición del otro. Te voy a quemar vivo, me prometió. Mejor es que te cuentes las extremidades, le dije, para que así sepan cómo arreglarte para tu entierro. Éramos como un par de reptiles, echando chorros de ácido por los ojos. El aplastante aburrimiento lo hacía todo peor.
Un día vi a los hermanos del apartamento cuatro saliendo a jugar y en vez de saludarlos me puse la parka. Rafa estaba en el sofá cambiando canales entre un show de cocina china y un juego all-star de pequeñas ligas. Le dije: Voy a salir.
Ajá, dijo, pero cuando abrí la puerta exclamó: ¡Hey!
Hacía frío afuera y por poco resbalo y me caigo por las escaleras. Nadie en el barrio era de los que palean nieve. Me cubrí la boca con la bufanda y patiné por la corteza irregular de nieve. Me encontré con los hermanos al lado del edificio.
Grité: ¡Esperen! Quiero jugar con ustedes.
El niño me miró con media sonrisa pero sin entender una sola palabra de lo que les había dicho, apretujando los brazos nerviosamente a los lados. Increíblemente, su pelo no tenía color alguno. Su hermana tenía los ojos verdes y pecas en la cara y usaba una capucha de pelaje rosado. Teníamos guantes de la misma marca, baratos, comprados en Two Guys. Me detuve y nos miramos unos a otros, el blanco de nuestros alientos casi tocándose y achicando la distancia entre nosotros. El mundo era de hielo y el hielo quemaba con la luz del sol. Este era mi primer verdadero encuentro con americanos y me sentía libre y capaz. Hice un gesto con mis guantes y les sonreí. La niña se viró hacia su hermano y se rió. Él le dijo algo y ella salió corriendo a donde estaban los otros niños, su risa como chispas que iba dejando atrás igual que el humo de su aliento.
He querido salir a jugar, dije, pero mi papá no nos deja por el momento. Cree que somos muy chiquitos pero, mira, yo soy mayor que tu hermana y mi hermano parece mayor que tú.
El niño se señaló a sí mismo. Eric, dijo.
Me llamo Yunior, dije.
Su sonrisa jamás se apagó. Se viró y caminó hacia el grupo de muchachos que se acercaba. Sabía que Rafa me estaba mirando desde la ventana y resistí el impulso de dar la vuelta y saludarlo. Los gringuitos me miraron a distancia y entonces se fueron. Esperen, dije, pero entonces llegó un Oldsmobile que se parqueó en el próximo estacionamiento, sus llantas enfangadas y cubiertas de nieve. No los pude seguir. La niña miró pa atrás una vez, y un mechón de pelo se le escapó de la capucha. Cuando se fueron, me quedé en la nieve hasta que los pies se me enfriaron. Tenía demasiao terror de que me dieran una paliza por ir más lejos.
Rafa estaba tirado frente al televisor.
Hijo de la gran puta, le dije, y me senté.
Parece que te congelaste.
No le contesté. Vimos televisión hasta que una bola de nieve dio contra la ventana de la puerta del patio y los dos dimos un salto.
¿Qué pasó?, mami preguntó desde su cuarto.
Dos bolas más le dieron a la ventana. Eché una miradita detrás de la cortina y vi a los hermanos de al lado escondidos detrás de un Dodge enterrado en la nieve.
Nada, señora, dijo Rafa. Es la nieve.
¿Cómo? ¿La nieve está aprendiendo a bailar?
Solo que está cayendo, dijo.
Los dos nos paramos detrás de la cortina y miramos al niño lanzando duro y rápido, como un pitcher.
Todos los días los camiones de basura pasaban por el barrio. El vertedero quedaba a dos millas pero la mecánica del aire de invierno nos traía el ruido y la peste sin diluirlos. Cuando abríamos la ventana podíamos oír y oler los bulldozers regando la basura en gruesas y pútridas capas por el vertedero. Podíamos ver las gaviotas en la cima, miles de ellas, revoloteando.
¿Tú crees que los niños jueguen ahí?, le pregunté a Rafa. Estábamos en la galería, haciéndonos los guapos; papi podía entrar en el parqueo en cualquier momento y vernos.
Claro que sí. ¿Tú no lo harías?
Me pasé la lengua por los labios. Ahí uno se podría encontrar un montón de cosas.
Exactamente, dijo Rafa.
Esa noche soñé que estaba en casa, que jamás nos habíamos ido. Cuando me desperté, tenía dolor de garganta, tenía fiebre. Me lavé la cara en el lavamanos y entonces me senté frente a la ventana, mi hermano dormido, y así vi cómo caían las gotas de hielo y se convertían en una coraza dura sobre los carros, la nieve y el pavimento. Se suponía que al crecer uno perdiera la capacidad de dormir con facilidad en lugares nuevos, pero yo nunca la tuve como para perderla. El edificio empezaba a acomodarse; la magia del clavo acabado de martillar disminuía. Oí a alguien en la sala y cuando fui a ver encontré a mi mamá frente a la puerta del patio.
¿No puedes dormir?, me preguntó. Y vi su cara suave y perfecta en el resplandor de los halógenos.
Sacudí la cabeza.
Siempre hemos sido igualitos, dijo. Y eso no te va a hacer la vida nada fácil.
La abracé por la cintura. Esa mañana desde la puerta del patio vimos llegar tres camiones de mudanza. Voy a rezar para que sean dominicanos, dijo con la cara contra la ventana, pero todos resultaron ser puertorriqueños.
Ella debió haberme llevado a la cama, porque por la mañana me desperté junto a Rafa. Roncaba. Papi dormía en la habitación de al lado, roncando también, y algo me decía que yo tampoco era un durmiente silencioso.
A fin del mes, los bulldozers llenaron el vertedero con una capa de tierra blanda y rubia y desalojaron las gaviotas que zumbaban sobre el proyecto, cagando y barbullando, hasta que empezaron a traer basura de nuevo.
Mi hermano estaba haciendo todo lo posible para ser Hijo Número Uno. En todo lo demás era el mismo, pero ahora obedecía a papá con una escrupulosidad que jamás había demostrado antes. Mi hermano solía ser un animal, pero en la casa de papá se había convertido en niño bueno. Si papi decía que nos quedáramos adentro, Rafa se quedaba adentro. Era como si el viaje a Estados Unidos hubiera acabado con lo más rudo de él. Cuando menos lo esperabas volvía a la vida, pero en esos primeros y terribles meses funcionaba con sigilo. Nadie lo hubiera reconocido. Yo también quería caerle bien a papá pero no me daba la gana de obedecer; a ratos jugaba en la nieve, pero jamás me alejaba mucho del apartamento. Te van a coger, pronosticaba Rafa. Me daba cuenta que mi atrevimiento lo tenía abatido; me miraba desde la ventana mientras yo compactaba la nieve y me tiraba en los ventisqueros. Mantenía cierta distancia de los gringos. Cuando veía a los hermanos del apartamento número cuatro, dejaba de comer mierda y me ponía en alerta en caso de ataques sorpresa. Eric me saludaba y su hermana también; yo no los saludaba. Una vez vino y me enseñó una pelota nueva. Dijo: Roberto Clemente, pero yo seguí construyendo mi fortaleza de nieve. Su hermana se ruborizó y le gritó algo y entonces Eric se fue.
Un día, la hermana salió sola y yo la seguí al campo abierto. Había unos grandes tubos de concreto regados por la nieve. Ella se coló en uno y yo la seguí, arrastrándome de rodillas.
Se sentó con las piernas cruzadas y me sonrió. Sacó las manos de los guantes y las frotó. Estábamos protegidos del viento y seguí su ejemplo. Me pulsó con el dedo.
Yunior, dije.
Elaine, dijo.
Nos quedamos así por un rato, yo con dolor de cabeza por el deseo de comunicarme, pero ella solo soplaba sus manos. Entonces oyó a su hermano llamándola y salió corriendo. Yo salí también. Estaba parada al lado de su hermano. Cuando él me vio, gritó algo y tiró una bola de nieve en mi dirección. Contesté tirando una también.
En menos de un año se habían mudado. Ese fue el caso con todos los blancos. Los únicos que quedamos fuimos nosotros, los prietos.
Mami y papi hablaban de noche. Él se sentaba de su lado de la mesa y ella se inclinaba hacia él. Preguntaba: ¿Tú no piensas dejar que estos niños salgan? Ellos no pueden seguir encerrados aquí.
Pronto empezarán la escuela, dijo mientras fumaba su pipa. Y en cuanto termine el invierno quiero llevarlos a ver el mar. Se puede ver desde por aquí, pero es mejor cuando lo ves de cerca.
¿Y cuánto más durará el invierno?
Casi nada, prometió. Verás. En unos meses ninguno de ustedes se acordará de esto y entonces tampoco tendré que trabajar tanto. Podremos viajar en la primavera y verlo todo.
Espero que así sea, dijo mami.
Mi mamá no era el tipo de mujer que se dejaba intimidar fácilmente, pero en Estados Unidos se dejó someter por papá. Si él le decía que tenía que estar en el trabajo dos días corridos, decía OK y cocinaba suficiente moro para que le durara varios días. Estaba deprimida y triste y extrañaba a su papá, y a sus amigos, y a nuestros vecinos. Todo el mundo le había advertido que Estados Unidos era un lugar difícil y que hasta al Diablo le habían partido el culo, pero nadie le había dicho que se iba a pasar el resto de su vida con sus hijos incomunicada por la nieve. Escribía carta tras carta rogándoles a sus hermanas que vinieran lo antes posible. Para ella el barrio estaba vacío y sin un solo amigo. Le rogó a mi papá que por favor invitara a sus amigos a casa. Quería hablar de cosas sin importancia, quería hablar con alguien que no fuera su hijo o su marido.
Ustedes todavía no están en condiciones para recibir invitados, dijo papi. Mira la casa. Mira a tus hijos. Me da vergüenza verlos tirados así.
No te puedes quejar de este apartamento. Me paso la vida limpiando.
¿Y tus hijos?
Mi mamá me echó un vistazo y después a Rafa. Cubrí un zapato con el otro. Después de eso le pidió a Rafa que se encargara de los cordones de mis zapatos. Cuando veíamos la van de papá llegar al estacionamiento, mami nos llamaba para hacernos una inspección rápida. Pelo, dientes, manos, pies. Si teníamos algo mal, nos escondía en el baño hasta que lo pudiera arreglar. Empezó a hacer unas comidas elaboradas. Hasta se levantaba a cambiar el canal de la televisión para papi sin llamarlo zángano.
OK, dijo por fin. Quizá podemos probar.
No tiene que ser nada especial, dijo mami.
Dos viernes seguidos trajo a cenar a un amigo, y mami se puso su mejor mono de poliéster y nos vistió con pantalones rojos, correas blancas y anchas, y unas camisas Champs de color azul amaranto. Verla a ella tan contenta que casi no podía respirar nos daba esperanzas de que nuestro mundo podría mejorar, pero aquellas cenas fueron bastante incómodas. Los hombres eran solteros y dividían su tiempo entre hablarle a papi y ojearle el culo a mami. Papi disfrutaba las visitas, pero mami estaba de pie todo el tiempo, llevando la comida a la mesa, destapando cervezas y cambiando el canal. Al principio de cada noche, estaba suelta y natural y refunfuñaba tan fácil como sonreía. Pero en cuanto los hombres se desabrochaban la correa de los pantalones, se quitaban los zapatos y se perdían en sus temas, ella se retiraba. Se quedaba con una leve y cautelosa sonrisa que iba dispersándose como una sombra en la pared. En general, a nosotros los niños nos ignoraban, excepto una vez, cuando el primer visitante preguntó: ¿Ustedes dos boxean tan bien como su papá?
Son excelentes peleadores, dijo papi.
Tu papá es superrápido. Excelente con las manos. Miguel se nos acercó. Una vez lo vi acabar con un gringo, le dio hasta que chilló.
Miguel había traído una botella de ron Bermúdez; papá y él se habían emborrachao.
Ya es hora de que se vayan para el cuarto, dijo mami, y me tocó el hombro.
¿Por qué?, pregunté. No hacemos nada más que sentarnos en el cuarto.
Exactamente igual como me siento yo en mi casa, dijo Miguel.
La mirada de mi mamá me cortó por la mitad. Cállate, dijo, y nos empujó hasta el cuarto. Igual que habíamos pronosticado, nos sentamos, y escuchamos. Las dos visitas siguieron el mismo guión: los hombres comieron hasta reventarse, felicitaron a mami por la comida, a papi por sus hijos, y se quedaron más o menos una hora más para quedar bien. Cigarros, dominó, chismes, y entonces el inevitable: Bueno, tengo que coger camino. Hay que trabajar mañana. Tú sabes cómo es.
Claro que sí. Los dominicanos no conocemos otra cosa.
Después, mami fregó los calderos calladita en la cocina, raspando el cuero de puerco quemao, mientras papi salió a la galería en mangas cortas, como si en estos últimos cinco años se hubiera vuelto inmune al frío. Cuando volvió adentro, se duchó y se puso unos overoles. Tengo que ir a trabajar, dijo.
Mami dejó de raspar el caldero con una cuchara. Debes buscarte un trabajo más fijo.
Papi se encogió de hombros. Si crees que los trabajos son tan fáciles de conseguir, entonces búscate uno.
En cuanto salió, mami le arrancó la aguja al disco e interrumpió a Félix del Rosario. La oímos en el clóset poniéndose el abrigo y las botas.
¿Crees que nos va a abandonar?, pregunté.
Rafa frunció el ceño. Quizá, dijo.
Cuando oímos la puerta del apartamento cerrarse, salimos corriendo del cuarto y nos encontramos con la casa vacía.
Tenemos que salir detrás de ella, dije.
Rafa paró al llegar a la puerta. Vamos a darle un minuto, dijo.
¿Qué te pasa?
Vamos a esperar dos minutos, dijo.
Uno, le contesté en voz alta. Miró por la ventana de la puerta del patio. Estábamos a punto de salir cuando ella regresó jadeando, envuelta en un halo de frío.
¿Dónde estabas?, pregunté.
Fui a caminar. Se quitó el abrigo en la puerta. Tenía la cara roja de frío y respiraba hondo, como si hubiera saltado los últimos treinta escalones.
¿Adónde?
A la esquina.
¿Por qué coño te fuiste?
Empezó a llorar, y cuando Rafa fue a ponerle la mano en la cintura, se la quitó bruscamente. Regresamos al cuarto.
Creo que se está volviendo loca, dije.
No, dijo Rafa, es que se siente sola.
La noche antes de la tormenta oímos el viento por la ventana. Cuando me desperté por la mañana me estaba congelando. Mami ajustaba el termostato; el agua gorgoteaba en las tuberías, pero no había manera de que el apartamento se calentara.
Vayan a jugar, dijo mami. Así se distraen.
¿Se dañó?
No sé. Miró el aparato con desconfianza. Quizá esté lento esta mañana.
No había un solo gringo afuera jugando. Nos sentamos frente a la ventana a esperarlos. Por la tarde, mi papá llamó desde el trabajo; se podían oír los montacargas por el teléfono.
¿Rafa?
No, soy yo.
Ve y busca a tu mamá.
Viene tremenda tormenta, le explicó. Podía oír su voz aun desde donde estaba. No hay manera de que pueda volver a casa. La vaina va de mal en peor. Quizá pueda regresar mañana.
¿Qué hago?
No salgan y llena la bañadera de agua.
¿Dónde vas a dormir?, preguntó mamá.
En casa de un amigo.
Viró la cara para que no la viéramos. OK. Cuando colgó se sentó frente al televisor. Se dio cuenta que la iba a fastidiar preguntando por papi; me dijo: Mira tu show.
Radio WADO recomendaba guardar frazadas, agua, linternas y comida. No teníamos ninguna de esas cosas. ¿Qué pasa si nos quedamos enterrados?, pregunté. ¿Nos vamos a morir? ¿Tendrán que venir en bote a salvarnos?
No sé, dijo Rafa. No sé na de nieve. Lo estaba asustando. Fue a la ventana a ver si podía ver algo.
Todo va a salir bien, dijo mami. Mientras tengamos calefacción. Fue y subió la temperatura de nuevo.
Pero ¿qué pasa si nos quedamos enterrados?
No puede caer tanta nieve.
¿Y qué sabes tú?
Treinta centímetros no entierran a nadie, ni siquiera a un dolor de cabeza como tú.
Salí a la galería a ver caer los primeros copos como ceniza bien cernida. Si nos morimos, papi se va a sentir bien jodío, dije.
Mami viró la cara y se rió.
Cayeron diez centímetros en una hora y la nieve seguía.
Mami esperó hasta que ya nos habíamos acostao, pero cuando oí la puerta desperté a Rafa. Está en lo mismo otra vez, dije.
¿Salió?
Sí.
Se puso las botas con detenimiento. Hizo pausa en la puerta y contempló el apartamento vacío. Vamos, dijo.
Ella estaba al final del parqueo, a punto de cruzar Westminster. Se veía el resplandor de la luz de los apartamentos en el suelo congelao y nuestro aliento era blanco en el aire nocturno. La nieve volaba.
Regresen a casa, dijo.
No nos movimos.
¿Por lo menos cerraron la puerta con llave?, preguntó.
Rafa sacudió la cabeza.
No hay ladrón que salga en este frío, dije.
Mami sonrió y por poco resbala en la acera. Todavía no sé cómo caminar muy bien en esta vaina.
Yo sí, dije. Agárrate de mí.
Cruzamos Westminster. Los carros venían lentamente y el viento aullaba y nevaba.
No está tan malo, dije. Esta gente debería ver lo que es un ciclón.
¿Adónde vamos?, preguntó Rafa. Pestañeaba para que no se le pegara la nieve en los ojos.
Derecho, dijo Mami. Así no nos perdemos.
Deberíamos marcar el hielo.
Nos abrazó a los dos. Es mejor si vamos recto.
Llegamos al final de los apartamentos y podíamos ver el vertedero, un montículo impreciso y oscuro contiguo al Raritan. Brotaban fuegos de la basura como si fueran llagas. Los camiones de basura y los bulldozers descansaban calladitos y con reverencia en la base. Todo olía a algo del fondo del río, algo húmedo y jadeante. Después encontramos las canchas de básquet y la piscina sin agua, y Parkwood, el próximo barrio, con todas las casas ocupadas, y repleto de niños.
Hasta vimos el mar desde la cima de Westminster, como la hoja de un cuchillo largo y curvado. Mami lloraba pero nos hicimos los que no nos habíamos dado cuenta. Les tiramos bolas de nieve a los carros que venían resbalándose y, una vez, me quité el gorro para ver cómo se sentían los copos de nieve al caer en mi dura y fría cabeza pelada.