Aquellos últimos meses. No había manera de darle la vuelta: Rafa se estaba muriendo. Solo quedábamos mami y yo cuidándolo y ninguno de los dos sabíamos qué coñazo hacer, ni qué coñazo decir. Así que no decíamos na. En todo caso, mi mamá no era muy efusiva, tenía una de esas personalidades tipo Horizonte de Sucesos, la mierda le caía encima y nunca sabías qué pensaba de ello. Lo aguantaba todo, y no reflejaba nada, ni luz ni calor. Y la verdá es que yo no quería hablar aunque ella hubiera estado dispuesta. Las pocas veces que mis panas en la escuela trataron de tocar el tema les dije que no se metieran en lo que no les fokin importaba. Que se quitaran de mi camino.

Tenía diecisiete años y medio, y fumaba tanta yerba que si me pudiera acordar de una sola hora de esos días sería mucho.

Mi mamá, a su manera, también se había desconectado. Se desgastaba, entre mi hermano y la factoría y el mantenimiento de la casa no creo que durmiera. (Yo no levantaba ni un fokin dedo en la casa, baby, privilegios de ser macho.) Pero a pesar de todo, la Señora había encontrado la manera de manguearse un par de horas aquí y allá, para dedicárselas a su nuevo galán, Jehová. Yo tenía mi yerba, y ella tenía lo suyo. Nunca antes le había interesao la iglesia, pero cuando aterrizamos en el Planeta Cáncer se volvió tan loca con Jesucristo que me imagino que se hubiera crucificado ella misma si hubiera tenido una cruz a mano. Ese último año tenía el Ave María requetemontao. Un grupo de amigas venía a casa a rezar dos y tres veces al día. Yo las llamaba las Cuatro Caraecaballos del Apocalipsis. La más joven, y la más caraecaballo, era Gladys. Diagnosticada con cáncer de seno el año anterior, y en pleno tratamiento, el esposo malvado se fugó a Colombia y se casó con una de sus primas. ¡Aleluya! Había otra mujer —nunca me acuerdo de su nombre— que tenía cuarenta y cinco años, pero parecía que tenía noventa y era un gueto-desastre por completo: gorda, con problemas de espalda, problemas de riñones, problemas de rodillas, diabetes y, quizá, neuralgia ciática. ¡Aleluya! La líder era Doña Rosie, la vecina de arriba, una boricua supernice. La persona más alegre del mundo a pesar de ser ciega. ¡Aleluya! Tenías que tener mucho cuidao con ella porque tenía la mala costumbre de sentarse sin verificar que había algo en que caer, y ya dos veces se había desbaratao el culo tratando de sentarse en el sofá. La última vez gritó: Dios mío, ¿qué me has hecho?, y tuve que subir del sótano para ayudar a levantarla. Estas viejas eran las únicas amigas que tenía mi mamá —nuestros parientes se habían desaparecido después del segundo año— y sus visitas eran los únicos momentos del día en que mamá se relajaba y se portaba como antes. Le encantaba hacer esos chistes estúpidos del campo. No le servía café a nadie hasta que estaba segura de que cada tacita tuviera la misma cantidad. Y cuando una de las cuatro empezaba a hacer el ridículo, se lo dejaba saber con un Bueeennnooo bien extendido. El resto del tiempo era más que inescrutable, y en movimiento perpetuo: limpiando, organizando, cocinando, de regreso a la tienda para devolver algo, recogiendo cosas aquí y allá. Las pocas ocasiones en que la vi hacer una pausa se tapaba los ojos con la mano, y era entonces cuando yo sabía que estaba agotada.

Pero de entre todos nosotros Rafa era quien se las traía. Cuando regresó del hospital la segunda vez, se hacía como que nada había pasao. Lo que era una locura, porque la mitad del tiempo no sabía dónde fokin estaba parao por los efectos de la radiación, y la otra mitad del tiempo estaba tan cansao que no tenía la energía ni para tirarse un peo. Había perdido como ochenta libras por culpa de la quimioterapia y parecía un espíritu endemoniao bailando (mi hermano fue el último comemierda en Jersey en dejar de usar el chándal y la gruesa cadena de cordón), tenía la espalda que era un encaje de cicatrices por las inyecciones, pero su bravuconería estaba más o menos igual que antes que se enfermara: cien por ciento demente. Estaba muy orgulloso de ser el loco del barrio y no iba a dejar que una vaina como el cáncer lo alejara de sus obligaciones oficiales. Una semana después que le dieron de alta en el hospital, le partió la cara de un martillazo a un carajito peruano e ilegal y a las dos horas estaba envuelto en un rebulú en el Pathmark porque pensaba que un tipo había estado hablando mal de él. Logró meterle un derechazo medio débil en la boca al tipo antes que pudiéramos separarlos. Qué coñazo, nos gritaba, como si fuéramos nosotros los que cometíamos la locura. Los moretones que se hizo fajándose con nosotros eran discos de sierra color morado, pichones de ciclón.

Ese tíguere estaba figureando, y a millón. Siempre había sido tremendo papi chulo, así que volvió a caer en lo mismo, con las sucias de siempre, y las colaba al sótano sin importarle si mamá estaba en casa o no. Una vez, en plena sesión de rezos, se paseó por el apartamento con una muchacha de Parkwood que tenía el culón más grande del mundo. Más tarde le dije: Rafa, un chin de respeto. Se encogió de hombros. No puedo dejar que piensen que estoy decayendo. Se pasaba la tarde hangueando en Honda Hill y cuando regresaba a casa estaba tan incoherente que parecía que hablaba arameo. Cualquiera que no supiera todo esto pensaría que se estaba curando. Voy a recuperar mi peso, tú verá, es lo que le decía a la gente. Y tenía a mi mamá haciéndole unos batidos de proteína repugnantes.

De hecho, mamá trataba de que no saliera de la casa. Acuérdate de lo que te dijo el médico, hijo. Pero él decía: Ta to, mom, ta to, y entonces salía bailando por la puerta. Jamás logró controlarlo. A mí me gritaba y me maldecía y me pegaba, pero con él parecía que estaba haciendo una audición para una telenovela mexicana. Ay, mi hijito, ay, mi tesoro. Yo estaba enfocao en una blanquita que vivía en Cheesequake pero también trataba de preocuparme por él —Oye, tú, ¿no crees que debes estar convaleciendo o algo por el estilo?— pero apenas me miraba con aquellos ojos muertos.

Enigüey, después de unas semanas de andar así a mil, el hijoeputa se desplomó. Desarrolló una tos explosiva por estar trasnochándose y terminó en el hospital por un par de días, lo cual, después de su última hazaña (ocho meses), de verdá que no era na. Cuando le dieron de alta se le podía ver el cambio. Dejó de trasnocharse y de tomar hasta vomitar. También dejó la vaina esa de estar de chulo a lo Iceberg Slim. Ya no había jevitas llorando en el sofá o mamándole el rabo en el sótano. La única que aguantó fue una ex suya, Tammy Franco, a quien él básicamente maltrató físicamente durante toda su relación. Fue horrible. Fue como un anuncio de servicio público que duró dos años. Se encojonaba tanto con ella que algunas veces la arrastraba por los cabellos por todo el parqueadero. Una vez se le desabotonaron los pantalones y él les dio un tirón que le llegaron hasta los tobillos; se le vio el toto, se le vio to. Esa es la imagen que todavía tengo de ella. Después de estar con mi hermano, se metió con un blanquito con quien se casó más rápido que lo que se dice que sí. Una muchacha bella. ¿Recuerdas esa descarga de José Chinga, «Fly Tetas»? Esa era Tammy. Casada y bella y todavía detrás de mi hermano. Lo extraño era que los días que pasaba por casa no entraba, no asomaba ni la nariz en el apartamento. Parqueaba su Camry frente a la casa y él salía y se sentaba en el asiento del pasajero. Las vacaciones de verano acababan de empezar y yo los observaba desde la ventana de la cocina mientras esperaba que una blanquita me contestara las llamadas. Pensaba que iba a ver cuando él la cogiera por el cuello y le bajara la cabeza hasta su entrepierna, pero jamás ocurrió na de eso. Ni siquiera parecía que estaban conversando. Después de quince o veinte minutos, él se desmontaba y ella arrancaba y se iba, y eso era todo.

¿Qué coño estaban haciendo? ¿Comunicándose telepáticamente?

Se tocó las muelas; a esas alturas, la radiación ya le había tumbao dos.

¿No que está casá con un polaco? ¿No que tiene, dizque, dos hijos?

Me miró. ¿Qué carajo sabes tú?

Na.

Na de na. Entonces cállate la fokin boca.

Ahora hacía lo que debía haber estado haciendo desde el principio: cogiéndolo suave, quedándose en casa, fumándose toda mi yerba (yo me escondía para fumar, pero él enrollaba la suya en la misma sala), viendo televisión, durmiendo. Mami estaba contentísima. Hasta se le veía en la cara. Le dijo al grupo de rezos que Dios santísimo le había hecho una concesión.

Alabanza, dijo Doña Rosie, y sus ojos dieron vueltas como un par de canicas.

Me sentaba con él cuando había juego de los Mets por televisión, pero no decía ni una palabra sobre cómo se sentía, ni tampoco hablaba de lo que pensaba que iba a pasar. Era solo cuando estaba en cama mareao o con náuseas que lo oía quejarse: ¿Qué coñazo está pasando? ¿Qué hago? ¿Qué hago?

Me debí haber dado cuenta que era la calma antes de la tormenta. Dos semanas después que se recuperó de la tos se desapareció por casi un día entero y cuando regresó al apartamento anunció que se había conseguido un trabajito.

¿Un trabajito?, pregunté. ¿Estás fokin loco?

Un hombre tiene que mantenerse ocupao. Sonrió, y se le veían todos los huecos en la dentadura. Necesito ser útil.

El trabajito era, de todos los lugares posibles, en el Yarn Barn, un almacén de hilos. Al principio, mi mamá se lavó las manos. Si te quieres matar, mátate. Pero después la oí tratando de hablar con él en la cocina, apelándole en una voz bajita y monótona hasta que mi hermano por fin le dijo: Ma, ¿por qué no me dejas tranquilo, eh?

Todo era un misterio total. No era que mi hermano tuviera una gran ética de trabajo que necesitara ejercitar. El único trabajo que Rafa había tenido era vendiendo drogas a los blanquitos de Old Bridge, y siempre lo había tomado con mucha calma. Si quería entretenerse, podía haber vuelto a eso, hubiera sido fácil, y se lo dije. Todavía conocíamos a un montón de blanquitos en Cliffwood Beach y Laurence Harbor, toda una clientela que daba asco, pero él no quería. ¿Qué clase de legado sería eso?

¿Legado? No podía creer lo que estaba oyendo. Bro, ¡estás trabajando en el Yarn Barn!

Mejor que vender drogas. Cualquiera puede vender drogas.

¿Y vender hilo? ¿Verdá que eso es solo para gigantes?

Colocó las manos sobre las piernas. Las miró fijo. Tú vive tu vida, Yunior, y yo viviré la mía.

Mi hermano jamás había sido una persona muy racional pero esto ya era el colmo. Lo atribuí a su aburrimiento, a los ocho meses que había estado preso en el hospital. A la medicina que estaba tomando. Quizá solo quería sentirse como una persona normal. La verdá es que estaba bastante entusiasmao con su trabajito. Se vestía para ir a trabajar y se peinaba ese pelo que una vez había sido una maravilla y ahora crecía áspero y tieso por la quimioterapia. Tomaba su tiempo. No soportaba llegar tarde. Cada vez que salía, mi mamá tiraba la puerta a sus espaldas, y si el Grupo Aleluya estaba presente todas se enfocaban en el rosario. Yo estaba arrebatao casi todo el tiempo o cayéndole atrás a aquella niña de Cheesequake, pero buscaba la manera de ir a verlo para estar seguro de que no estaba boca abajo en la sección de angora. Era una escena surrealista. El tíguere más duro del barrio chequeando precios como un pendejo. Las visitas solo eran para confirmar que seguía vivo. Él se hacía el que no me veía; yo me hacía como que no me había visto.

Cuando cobró su primer cheque, tiró el dinero en la mesa y se rió. Una millonada, baby.

Ya veo, dije, estás acabando.

Más tarde, le pedí veinte prestaos. Me miró fijo pero me los dio. Me monté en el carro y salí como un cohete a donde se suponía que Laura y unos amigos me estaban esperando, pero cuando llegué ya ella se había desaparecido.

Ese trabajito no duró mucho. ¿Cómo iba a durar? Después de tres semanas poniendo nerviosas a las señorotas blancas con esa facha de esqueleto que tenía, se le comenzaron a olvidar las cosas, se desorientaba, les daba a los clientes el cambio equivocao y le echaba coñazos a todo el mundo. Un día, por fin, se sentó en medio del pasillo y no se pudo volver a levantar. Estaba tan mal que no podía manejar, así que la gente del trabajo llamó al apartamento y me sacaron de la cama. Me lo encontré en la oficina cabizbajo y, cuando lo ayudé a levantarse, una muchacha española que lo había estado cuidando empezó a llorar como si me lo llevara para la cámara de gas. Tenía una fiebre del carajo: se le sentía el calor por encima del delantal de trabajo azul que tenía puesto.

Dios mío, Rafa, le dije.

No pudo levantar los ojos. Farfulló algo. Nos fuimos.

Se estiró en el asiento de atrás del Monarch mientras yo manejaba. Me estoy muriendo, dijo.

No te estás muriendo. Pero si fueras a colgar los tenis, me dejas el carro, ¿OK?

Este baby no se lo dejo a nadie. Me van a enterrar en él.

¿En esta mierda?

Exactamente. Y con mi televisor y mis guantes de boxeo.

¿Así que ahora eres faraón?

Alzó el pulgar en el aire. Y tu culo de esclavo lo enterraremos en el baúl.

La fiebre duró dos días, pero le tomó como una semana el comenzar a sentirse mejor, y empezar a pasar el tiempo en el sofá en lugar de la cama. Yo estaba convencido de que en cuanto pudiera salir se iba a ir directo al Yarn Barn o a enlistarse en la Marina o algo por el estilo. Mi mamá compartía el mismo temor. Cada vez que tenía la oportunidad le decía que no lo iba a dejar salir. Que no lo iba a permitir. Y le brillaban los ojos detrás de sus gafas oscuras estilo Madres de Plaza de Mayo. Conmigo no juegues. Yo, que soy tu madre, no te lo voy a permitir.

Déjame tranquilo, ma. Déjame tranquilo.

Te podías dar cuenta que estaba a punto de hacer una estupidez. Lo bueno fue que no trató de regresar al Yarn Barn.

Lo malo fue que se casó.

¿Te acuerdas de la jevita española, la que lloraba por él en el Yarn Barn? Bueno, resulta que era dominicana. No dominicana como mi hermano y yo, sino dominicana dominicana. O sea, sin papeles y acabadita de bajarse de la yola, ese tipo de dominicana. Y con un fokin cuerpazo. Antes que Rafa mejorara, empezó a venir a casa, muy atenta y entusiasta, y se sentaba en el sofá con él a ver Telemundo. (No tengo televisor, anunció por lo menos veinte veces.) Vivía en London Terrace, en el edificio número 22, con su hijito, Adrián, metida en un cuartico que le alquilaba a un viejo hindú gujarati, así que no era exactamente un sacrificio venir a estar con su gente, como decía ella misma. A pesar de que estaba tratando de ser muy correcta y mantener las piernas cruzadas, diciéndole señora a mi mamá, Rafa le cayó arriba como un pulpo. Ya para la quinta visita, la bajaba al sótano sin importarle si el Grupo Aleluya estaba presente.

Se llamaba Pura. Pura Adames.

Pura mierda, le decía mi mamá.

Para aclarar, a mí Pura no me caía tan mal. Era un paso adelante en comparación con la pila de cueros que mi hermano generalmente traía a casa. Guapísima como el diablo: alta e indiecita, tenía los pies grandes y una cara increíblemente conmovedora. Pero en contraste con las jevitas del barrio, Pura no sabía qué hacer con esa belleza, estaba sinceramente perdida en su pulcritud. Campesina total, y se le veía en el caminao y en esa manera de hablar tan ordinaria que yo no le entendía la mitad de lo que me decía. Usaba palabras como «deguabinao» y «estribao» con regularidad. Si la dejabas no paraba de hablar, y era demasiao honesta: nos contó su vida en menos de una semana. Nos enteramos de cómo su papá murió cuando era chiquitica; cómo su mamá la casó cuando tenía solo trece años con un cincuentón tacaño por una suma desconocida (de ahí salió su primer hijo, Néstor); y cómo a los pocos años de esa etapa tan terrible tuvo la oportunidad de saltar de Las Matas de Farfán a Newark cuando una tía la trajo para que cuidara a su hijo retardao y a su marido enfermo; y que se había escapao de ahí también, porque ella no había venido a Nueba Yol a ser esclava de nadie, ya no; y se había pasado los siguientes cuatro años arrastrada por el viento de la necesidad, pasando por Newark, Elizabeth, Paterson, Union City, Perth Amboy (donde un cubano loco la preñó con el segundo hijo, Adrián), todo el mundo siempre aprovechándose de su buena voluntad. Ahora estaba aquí en London Terrace, tratando de mantenerse a flote, a ver dónde podía encontrar su próxima oportunidad. Le sonrió de oreja a oreja a mi hermano al decir eso.

Ma, en Santo Domingo no casan a las muchachas por dinero así, ¿verdá?

Por favor, dijo mami. No creas nada de lo que te diga esa puta. Pero a la semana ella y las Caraecaballos lamentaban la frecuencia con la que pasaba eso en el campo, y cómo mami misma había tenido que luchar para que su propia madre, una loca, no la vendiera por un par de chivos.

Mi mamá tenía una regla sencilla en cuanto a las «amiguitas» de mi hermano: como ninguna iba a durar, ella ni se molestaba en aprender sus nombres, y les prestaba la misma atención que a los gatos en República Dominicana. Mami no era mala con ellas. Si la muchacha la saludaba, ella saludaba. Si la muchacha le extendía alguna cortesía, mami le extendía la misma cortesía. Pero la vieja no gastaba más de un vatio de sí misma con ninguna de ellas. Su indiferencia era castigadora, e inquebrantable.

Pero con Pura era otra historia. Desde el principio estaba claro que a mami le caía mal esta muchacha. Lo que le fastidiaba no era solo lo descarada que era, insinuando sin parar lo de su situación migratoria, cómo mejoraría su vida, cómo mejoraría la vida de su hijo, cómo por fin podría visitar a su pobre madre y a su otro hijo en Las Matas, si solo tuviera sus documentos. Mami había lidiado antes con tipas que solo querían casarse por los papeles, pero jamás se había encabronao tanto. Había algo en la cara de Pura, algo inoportuno, y en su personalidad, que volvía loca a mi mamá. Era algo muy personal. O quizá simplemente mi mamá tenía un presentimiento de lo que vendría.

Por la razón que fuera, mi mamá trataba a Pura supermal, si no la estaba regañando por la manera que hablaba, era por la manera que vestía, por la manera que comía (con la boca abierta), o por su caminao, o por ser campesina, o por ser prieta. Mami la trataba como si fuera invisible, le pasaba por el lado como si no estuviera ahí, la empujaba e ignoraba hasta sus preguntas más básicas. Si tenía que referirse a Pura en algo, lo hacía diciendo cosas como: Rafa, ¿Puta quiere algo de comer? Hasta yo mismo le decía: Por Dios, ma, ¿qué coño? Pero lo más increíble era que ¡Pura hacía caso omiso a la hostilidad! No importaba cómo mami la tratara o lo que dijera, Pura seguía tratando de conversar con ella. En lugar de achicar a Pura, la rudeza de mami la hacía más presente. Cuando ella y Rafa estaban solos Pura era calladita, pero cuando mami entraba en escena, la jevita opinaba sobre todo, se metía en todas las conversaciones, diciendo toda clase de pendejadas —que si la capital de Estados Unidos era Nueba Yol, o que había solo tres continentes— y entonces defendía esas estupideces hasta la muerte. Te imaginarías que con mami encima de ella quizá tendría más cuidao y se aguantaría un poco, pero no era así. ¡La muchacha se pasaba de atrevida! Búscame algo de comer, me decía. Ni un porfa ni na. Y si yo no le traía lo que pedía, se servía ella misma flan y refresco. Mamá le quitaba la comida de la mano, pero en cuanto mami le daba la espalda Pura se metía en el refrigerador de nuevo y se servía otra vez. Hasta tuvo el descaro de decirle a mami que debía pintar el apartamento. Se necesita un poco de color aquí. Esta sala está muerta.

No debería reírme pero la verdá es que era entretenido.

¿Y las Caraecaballos? Podrían haber moderao un poco las cosas, ¿no crees? Pero al contrario: ¿pa qué son las amigas si no para instigar? Llevaban el ritmo diario de la campaña anti-Pura. Ella es prieta. Ella es fea. Dejó un hijo en Santo Domingo. Tiene otro aquí. No tiene hombre. No tiene dinero. No tiene papeles. ¿Qué crees que busca por aquí? Amenazaban a mami con la idea de que Pura se iba a embarazar con la esperma ciudadana de mi hermano y que iba a tener que mantenerla a ella y a sus hijos y a su familia en Santo Domingo para siempre. Y mami —la misma que rezaba con un horario musulmán— les juró a las Caraecaballos que si eso pasara ella misma le sacaría el bebé a Pura.

Ten mucho cuidao, le dijo a mi hermano. No quiero un mono en esta casa.

Demasiao tarde, dijo Rafa, mirándome a mí.

Mi hermano podía haber suavizado la vaina un poco también. Le podía haber pedido a Pura que no viniera tanto a casa o le podía haber limitado las visitas para cuando mami estuviera en la factoría, pero ¿cuándo en su vida había hecho algo razonable? Se sentaba en el sofá en el medio de toda esa tensión y la verdá es que parecía que lo disfrutaba.

¿Le gustaba Pura tanto como decía? Difícil saber. Sin duda que era más caballeroso con Pura que con las otras muchachas. Le abría las puertas. Le hablaba con cortesía. Incluso se portaba bien con el hijo bizco. Muchas de sus ex novias se hubieran muerto al ver a ese Rafa. Ese era el Rafa que todas habían estado esperando.

Pero a pesar de su turno como Romeo, jamás se me ocurrió que la relación iba a durar. Vamos, mi hermano nunca duraba con ninguna muchacha, jamás; había botao a mejores mujeronas que Pura con regularidad.

Así es que todos suponíamos que el guión seguiría igual. Y después de más o menos un mes, Pura se desapareció. Mi mamá no lo celebró, pero se le veía que estaba contenta. Después de un par de semanas, mi hermano también desapareció. Se llevó el Monarch y se esfumó. Primero por un día, después dos. Y entonces mami empezó a preocuparse. Les pidió a las Cuatro Caraecaballos que le pidieran ayuda a Dios por todos los medios. Yo también estaba preocupao. Me acordé que cuando le dieron el diagnóstico por primera vez, trató de ir manejando hasta Miami, donde se suponía que tenía un pana esperándolo. Pero al pasar por Philadelphia se le quedó el carro. Estaba tan preocupao que fui a casa de Tammy Franco, pero cuando el marido polaco contestó la puerta perdí el valor. Di la vuelta y salí corriendo.

La tercera noche de su desaparición estábamos en el apartamento, esperando, cuando oímos el Monarch frenar. Mi mamá corrió a la ventana. Agarró la cortina con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Llegó, dijo finalmente.

Rafa entró con Pura de remolque. Era obvio que estaba borracho, y Pura estaba vestida como si hubieran estado bailando en un club.

Bienvenido a casa, mami dijo en voz baja.

Mira, dijo Rafa, y nos enseñó su mano y la de Pura.

Llevaban anillos.

¡Nos casamos!

Es oficial, dijo Pura entre risitas. Sacó el certificado de matrimonio de su cartera.

Mi mamá pasó de irritada a aliviada a absolutamente indescifrable.

¿Está en estado?, preguntó.

Todavía no, dijo Pura.

¿Está en estado? Mi mamá miró fijo a mi hermano.

No, dijo Rafa. Vamos a hacer un brindis.

Mamá contestó: Nadie va a beber en mi casa.

Me voy a dar un trago. Mi hermano caminó hacia la cocina pero mi mamá lo agarró fuerte por el brazo.

Ma, dijo Rafa.

Nadie va a beber en mi casa. Le dio un empujón a Rafa. Si así —y señaló con la mano en la dirección de Pura— es como quieres pasar el resto de tu vida, entonces, Rafael Urbano, no tengo más nada que decirte. Quisiera que tú y tu puta se vayan de mi casa, por favor.

Los ojos de mi hermano se apagaron. Yo no me voy pa ningún lugar.

Quiero que se me vayan de aquí los dos.

Hubo un segundo en el que pensé que mi hermano le iba a dar a mi mamá, de verdá que lo pensé. Pero entonces se le fue todo el desafío. Le echó un brazo por encima a Pura (quien por una vez en su vida parecía entender que algo no iba bien). Hasta luego, ma, dijo. Se montaron de nuevo en el Monarch y se fueron.

Cierra la puerta con llave. Fue todo lo que dijo antes de encerrarse en su cuarto.

Nunca se me hubiera ocurrido que la tensión entre ellos se prolongara de tal manera. Mamá jamás pudo resistirse a mi hermano. Jamás. No importaba qué coñazo hubiera hecho —y mi hermano se metía en mucha mierda—, ella siempre estaba de su parte, cien por ciento, como solo una mamá latina puede serlo con su querido hijo mayor. Si él hubiera llegado a casa un día y dicho: Oye, mami, acabo de exterminar a medio mundo, estoy seguro de que lo hubiera defendido de todos modos: Bueno, hijo, había sobrepoblación. Claro que estaba la vaina cultural, y la vaina del cáncer, pero también había que tomar en cuenta que mami había abortado dos veces antes de embarazarse con Rafa, y para ese entonces le habían dicho mil veces que jamás tendría hijos otra vez; mi hermano mismo por poco se muere al nacer, y durante los primeros dos años de su vida mami tenía un miedo morboso (según mis tías) de que alguien lo iba a secuestrar. Hay que tomar en cuenta también que él siempre fue el niño más bello —totalmente consentido— y por lo tanto se entiende por qué ella era como era con ese loco. Las mamás siempre dicen que morirían por sus hijos pero mi mamá jamás dijo semejante babosada. No había necesidad. Cuando se trataba de mi hermano, lo tenía escrito en la frente con letras de 112 puntos Tupac Gótico.

Así que, lógicamente, yo me imaginé que ella caería en cuestión de días, y entonces habría abrazos y besos (y una patada por el culo a Pura), y que reinaría el amor de nuevo. Pero esta vez mamá no estaba jugando, y ella se lo dijo directamente la próxima vez que Rafa vino a la puerta.

No te quiero aquí. Negó con la cabeza firmemente. Vete a vivir con tu esposa.

¿Que si estaba sorprendido? Había que ver a mi hermano. Parecía que lo habían abofeteao. Entonces fuck you, le dijo, y cuando le pedí que no le hablara así a mamá, me dijo: Y pal carajo tú también.

Rafa, c’mon, le dije, siguiéndolo a la calle. Esto no puede ser en serio, ni siquiera conoces a esa jevita.

No me escuchó. Cuando me le acerqué, me dio un trompón en el pecho.

Espero que te guste cómo huelen los hindús, le grité. Y la mierda de niño.

Ma, dije, ¿qué estabas pensando?

Pregúntale a él qué es lo que estaba pensando.

A los dos días, cuando mami estaba en el trabajo y yo andaba en Old Bridge hangueando con Laura —lo que viene a ser oírla quejarse de su madrastra y decir cuánto la odiaba—, Rafa se coló en la casa y se llevó el resto de sus cosas. También se llevó su cama, el televisor y la cama de mamá. Los vecinos que lo vieron nos dijeron que había un hindú ayudándolo. Yo estaba tan encojonao que quise llamar a la policía, pero mi mamá no me dejó. Si así es como quiere vivir su vida, entonces hay que dejarlo.

Fantástico, ma, pero ¿cómo coño voy yo a ver mis programas de televisión ahora?

Me miró con gravedad. Tenemos otro televisor.

Era verdá. Teníamos un televisor a blanco y negro de diez pulgadas con el volumen trabado permanentemente en el 2.

Mami me pidió que bajara un colchón del apartamento de Doña Rosie. Esto que está pasando es terrible, dijo Doña Rosie. Esto no es nada, dijo mami. Tendrías que haber visto en lo que dormíamos cuando yo era chiquita.

La próxima vez que vi a mi hermano fue en la calle; estaba con Pura y el niño. Estaba vestido con ropa que no le servía y lucía terrible. Le grité: Fokin comemierda, ¡tienes a mami durmiendo en el fokin piso!

No te metas conmigo, Yunior, me advirtió. Te voy a cortar la fokin cabeza.

Cuando quieras, bróder, le dije. Cuando quieras. Ahora que él pesaba solo cincuenta kilos y yo levantaba ochenta kilos en el banco, podía dármelas de aguajero, pero él simplemente se pasó el dedo por el cuello en amenaza.

Déjalo tranquilo, me rogó Pura, tratando de sujetarlo para que no me cayera atrás. Déjanos a todos tranquilos.

Oh, Pura, hola. ¿Y todavía no te han deportao?

Pero ya mi hermano estaba a mil y, a pesar de que pesaba solamente cincuenta kilos, decidí que no valdría la pena. Me largué.

Jamás lo hubiera creído, pero mi mamá no vaciló. Iba al trabajo. Se reunía con el grupo de rezo, y el resto del tiempo se lo pasaba en su cuarto. Esa fue su decisión. Pero no dejó de rezar por él. La oía en el grupo pidiéndole a Dios que lo protegiera, que lo curara, que le diera el don de discernimiento. De vez en cuando me mandaba a ver cómo estaba bajo el pretexto de llevarle medicina. A mí me daba terror, y pensaba que me iba a matar en el momento que tocara la puerta, pero mi mamá insistía. Sobrevivirás, me decía.

Primero el gujarati me dejaba pasar al apartamento y entonces tenía que tocar para poder entrar en el cuarto. Pura mantenía el sitio bien arregladito, se arreglaba para recibir esas visitas, e igual vestía al hijo como Recién Bajado de la Yola. La verdá que Pura jugaba su papel al máximo. Me daba un fuerte abrazo. ¿Cómo estás, hermanito? Pero a Rafa parecía no importarle dos carajos. Estaba acostao en la cama en calzoncillos, sin decirme na, mientras yo me sentaba con Pura en el borde de la cama, muy diligentemente explicándole cómo tomar una u otra pastilla. Pura movía la cabeza parriba y pabajo pero nunca me convencía de que entendía nada de lo que le decía.

Y entonces, calladito, le preguntaba: ¿Ha comido? ¿Se ha puesto malo?

Pura le daba un vistazo rápido a mi hermano. Es muy fuerte.

¿No ha vomitao? ¿No le ha dado fiebre?

Pura sacudía la cabeza.

Entonces OK. Me levantaba para irme. Bye, Rafa.

Bye, caraverga.

Doña Rosie siempre estaba con mi mamá cuando regresaba de esas misiones, parece que para ayudar a mami a no aparentar que estaba desesperada. ¿Cómo lucía?, preguntaba la Doña, ¿dijo algo?

Me llamó caraverga. Me parece buena señal.

Una vez que mami y yo íbamos camino al Pathmark, vimos a mi hermano en la distancia con Pura y el mocoso. Yo me viré para ver si nos iban a saludar, pero mi mamá siguió caminando.

En septiembre la escuela comenzó de nuevo. Y Laura, la blanquita a quien había estado persiguiendo y regalándole yerba, se desapareció entre sus amigos de siempre. Claro que me saludaba cuando me veía en el pasillo, pero de buenas a primeras ya no tenía tiempo para mí. Mis panas pensaban que era comiquísimo. Aparentemente no eres su tipo. Y yo les contestaba: Aparentemente.

Oficialmente era mi último año, pero hasta eso era dudoso. Ya me habían bajado de categoría, de honores a preparatoria —que era como en Cedar Ridge le llamaban al grupo de los que no iban rumbo a la universidad—, y yo lo único que hacía era leer, y cuando no podía leer porque estaba demasiao arrebatao, miraba por la ventana.

Después de un par de semanas de esa vaina, empecé a faltar a la escuela de nuevo, que fue, para comenzar, la razón por la que me habían bajado de honores. Mi mamá iba al trabajo temprano, regresaba tarde, y no podía leer una palabra de inglés, así que no había manera de que me fueran a descubrir. Por lo tanto estaba en casa el día que mi hermano abrió la puerta y entró al apartamento. Saltó cuando me vio sentado en el sofá.

¿Qué coño haces aquí?

Me reí. ¿Qué coño haces tú aquí?

Se veía terrible. Tenía una llaga negra en la esquina de la boca y los ojos se le habían hundido en la cara.

¿En qué andas? Te ves fokin terrible.

Me ignoró y fue directo al cuarto de mami. Me quedé sentao, pero lo oía buscando algo, y entonces se fue.

Esto pasó dos veces más. No fue sino hasta la tercera vez en que le estaba poniendo el cuarto patas arriba que mi cerebrito enmariguanao a lo Cheech & Chong se iluminó y caí en cuenta. ¡Rafa se estaba robando el dinero que mamá tenía guardao en el cuarto! Lo tenía en una cajita de metal, la cual escondía en diferentes lugares, pero que hasta yo mismo me mantenía al tanto de dónde la ponía en caso de cualquier emergencia.

Entré en el cuarto mientras Rafa estaba hurgando en el clóset. Saqué la cajita de una de las gavetas y me la metí debajo del brazo.

Salió del clóset. Me miró, y yo lo miré. Dámela, dijo.

No te voy a dar ni cojones.

Me agarró. En cualquier otro momento de nuestras vidas esto no hubiese sido una contienda —me hubiera partido en cuatro—, pero las reglas habían cambiao. No sabía cuál era más grande: la euforia de por fin ganarle en algo físico por primera vez en la vida, o el miedo de poderlo hacer.

Tumbamos esto y lo otro, pero yo no dejé que se acercara a la cajita y por fin se dio por vencido. Yo estaba listo para otro round pero él estaba temblando.

Está bien, jadeó. Quédate con el dinero. Pero no te preocupes. Tú verás, yo te voy a poner en tu sitio y pronto, Mister Gran Comemierda.

Me estoy cagando de miedo, le dije.

Esa noche se lo conté todo a mami. (Por supuesto, enfaticé que todo había ocurrido después de la escuela.)

Prendió la hornilla de la estufa debajo de las habichuelas que había dejado en remojo esa mañana. Por favor, no pelees con tu hermano. Deja que se lleve lo que le dé la gana.

Pero ¡nos está robando el dinero!

Está bien.

Coño que no, dije. Voy a cambiar la cerradura.

No, no lo hagas. Esta es su casa también.

No me jodas, ma. Estaba a punto de explotar, hasta que me di cuenta de lo que estaba pasando.

¿Ma?

Dime, hijo.

¿Hace cuánto tiempo que esto ha estado pasando?

¿Qué cosa?

Que él se está robando el dinero.

Me dio la espalda, así que puse la cajita de metal en el piso y salí a fumar.

A principios de octubre recibimos una llamada de Pura. No se siente bien. Mamá asintió, así que fui a ver. ¡Que no se sentía bien, vaya eufemismo! Mi hermano estaba fuera de sus cabales. Tenía una fiebre que quemaba y cuando le puse la mano encima me miró sin reconocerme. Pura estaba sentada en la cama con su hijo en brazos y trataba de aparentar estar preocupada. Dame las fokin llaves, le dije, pero ella me sonrió levemente. Las perdimos.

Claro que me estaba mintiendo. Ella sabía que si las llaves del Monarch caían en mis manos, ella jamás vería ese carro otra vez.

Él no podía caminar. Casi no podía abrir la boca. Traté de cargarlo pero no podía, no por diez cuadras, y por primera vez en la historia de nuestro barrio no había nadie en la calle. Para ese entonces ya nada de lo que murmuraba Rafa tenía sentido y yo estaba aterrorizao. De verdá: me empecé a frikiar. Pensé: Se va a morir aquí mismo. Entonces vi un carrito del supermercao. Lo arrastré y lo metí dentro. We good, le dije. We great. Pura nos miraba desde la puerta del edificio. Tengo que cuidar a Adrián, explicó.

Todos los rezos de mi mamá deben haber tenido algún efecto porque ese día se nos concedió un milagro. ¿Adivina quién estaba parqueada frente al apartamento, quién vino corriendo cuando vio a quien llevaba en el carrito, quién nos llevó a Rafa y a mí y a mami y a todas las Caraecaballos hasta el hospital Beth Israel?

Esa misma: Tammy Franco, también conocida como Fly Tetas.

Estuvo hospitalizado por un largo tiempo. Mucho ocurrió antes y después, pero se acabaron las jevitas. Esa parte de su vida había llegado a su fin. De vez en cuando Tammy lo visitaba en el hospital, pero seguía en la misma rutina de siempre; se sentaba, no decía ni pío, ni él tampoco, y después de un rato se iba. ¿Qué coñazo es eso?, le pregunté a mi hermano, pero jamás lo explicó, jamás dijo una palabra.

Pura —quien visitó a mi hermano en el hospital exactamente cero veces— pasó por el apartamento una vez más. Rafa todavía estaba en el Beth Israel, así que yo no tenía obligación alguna de dejarla pasar, pero me pareció una estupidez no ver qué quería. Pura se sentó en el sofá y trató de tomarle las manos a mamá, pero no había manera de que mamá la dejara. Pura había traído a Adrián y el mangansonito inmediatamente empezó a corretear y a tumbar cosas por todo el apartamento, y yo tuve que resistir el impulso de meterle una patada por el culo. Sin perder su cara de pobre-de-mí, Pura explicó que Rafa le había pedido prestao dinero y que ahora ella lo necesitaba, si no iba a perder su apartamento.

Oh, por favor, escupí.

Mi mamá la miró detenidamente. ¿Cuánto dinero fue?

Dos mil dólares.

Dos mil dólares. En 198… Esta tipa estaba loca.

Mi mamá movió la cabeza contemplativamente. ¿Y qué tú crees que él hizo con el dinero?

Yo no sé, Pura musitó. Él nunca me explicó nada a mí.

Y entonces se sonrió con tremenda fokin sonrisa.

La verdá que la jevita era un genio. Mami y yo estábamos hechos mierda, pero ella estaba como si na, y con una confianza sin límites: ahora que todo había terminao, ella ni se molestaba en disimular. La hubiera aplaudido si hubiera tenido la fuerza, pero yo estaba demasiao depre.

Por un momento, mami no dijo nada, y entonces se levantó y fue a su cuarto. Me imaginaba que iba a salir con la porquería de pistola de mi papá, que fue lo único suyo con que mamá se había quedao cuando él se fue. Para protegernos, había dicho en aquel momento, pero era más probable que fuera para pegarle un tiro a mi papá si se le ocurría asomarse por acá alguna vez. Yo miraba al carajito de Pura, feliz mientras tiraba la guía de la televisión. Me preguntaba cómo le iba a gustar ser huérfano. Y entonces apareció mi mamá, con un billete de cien en la mano.

Ma, dije débilmente.

Le dio el billete a Pura pero al principio no lo aflojó. Por un minuto, se miraron cara a cara, y entonces mami lo soltó y la fuerza entre ellas era tan grande que el billete sonó.

Que Dios te bendiga, dijo Pura. Se arregló la blusa y los senos antes de levantarse.

Ninguno de nosotros volvimos a ver a Pura o a su hijo o nuestro carro o nuestro televisor o nuestras camas o los X dólares que Rafa se robó para ella. Se desapareció de London Terrace antes de las navidades y nunca se supo su paradero. Me enteré de todo esto porque el gujarati me lo dijo cuando me encontré con él en el Pathmark. Estaba encabronao porque Pura todavía le debía dos meses de alquiler.

Es la última vez que le alquilo a uno de ustedes.

Amén, le dije.

Así que pensarías que quizá Rafa estaría un chin arrepentío cuando por fin le dieron de alta. Nada podría ser más improbable. No dijo na sobre Pura. No dijo na de na. Creo que por fin entendió de manera real que no se iba a curar. Veía mucha televisión y algunas veces tomaba unas lentas caminatas por el vertedero. Le dio por ponerse un crucifijo, pero se negó a rezar o a darle las gracias a Jesucristo, a pesar de que mi mamá se lo pedía. Las Caraecaballos estaban de regreso en el apartamento y hacían acto de presencia casi todos los días. Mi hermano las miraba y pa joder decía: Me resinga Jesú, lo que causaba que rezaran con más fuerza.

Yo traté de no estorbar. Por fin me había ligado con una jevita que no era ni la mitad de Laura, pero por lo menos le caía bien. Ella me había introducido a los hongos alucinógenos y yo andaba en eso; en vez de ir a la escuela, andaba con ella arrebatao. No le dedicaba ni un segundo a pensar sobre el futuro.

De vez en cuando, si había algún juego de pelota en la televisión y Rafa y yo nos encontrábamos solos, trataba de hablarle, pero jamás me contestaba. Se le había caído todo el pelo y ahora siempre tenía puesta una gorra de los Yankees, aun dentro de la casa.

Entonces, como al mes de haber dejado el hospital, yo regresaba de la bodega con un galón de leche, arrebatao, y pensando en la jevita nueva, cuando sentí de la nada como que mi cara había explotado. Todos los circuitos de mi cerebro de repente se apagaron. No tengo idea de cuánto tiempo estuve inconsciente, pero sueño y medio después me encontré de rodillas, la cara encendida, y en mis manos no la leche, sino un enorme candado Yale.

No fue hasta que llegué a casa y mami me puso una venda en el nudo que tenía en el cachete que me di cuenta de lo que había ocurrido. Alguien me había lanzado ese candado. Alguien quien, cuando todavía jugaba pelota durante la secundaria, tiraba una recta que zumbaba a ciento cincuenta kilómetros por hora.

Horrible, cacareó Rafa. Por poco te sacan el ojo.

Al rato, después que mami se acostó, me miró fijo: ¿No te dije que iba a haber un ajuste de cuentas? ¿No te lo dije?

Y entonces se echó a reír.