Tu ojo izquierdo se desviaba cuando estabas cansada o enojada. Está buscando algo, me decías, y en aquellos días cuando salíamos se revoloteaba y daba vueltas de tal manera que tenías que ponerle el dedo encima para que parara. Estabas precisamente en esto cuando me desperté y te descubrí sentada en el borde de la silla. Todavía tenías puesto tu atuendo de maestra, pero te habías quitado la chaqueta y algunos botones de la blusa estaban abiertos de tal manera que se te veía el ajustador negro que te había comprado y las pecas en el pecho. No sabíamos que eran los últimos días pero deberíamos haberlo sabido.
Acabo de llegar, me dijiste. Miré hacia donde habías parqueado el Civic.
Mejor que vayas y cierres las ventanas.
No me voy a quedar mucho tiempo.
Te van a robar el carro.
Ya casi me voy.
Permaneciste en tu silla y yo sabía que no debía acercárteme. Tenías todo un elaborado sistema que te imaginabas nos mantendría alejados de la cama: te sentabas al otro lado de la habitación, no me dejabas que te hiciera crujir los dedos, y no te quedabas más de quince minutos. Pero nunca funcionó, ¿verdá?
Les traje comida, dijiste. Hice lasaña para mi clase y traje lo que sobró.
Mi habitación es calurosa y pequeña y está inundada de libros. Nunca quisiste estar aquí (es como estar dentro de una media, dijiste) y cada vez que mis compañeros de casa no estaban dormíamos en la sala, sobre la alfombra.
El pelo largo te hacía sudar y por fin te quitaste la mano del ojo. No habías dejado de hablar.
Hoy me trajeron una estudiante nueva. La madre me dijo que tuviera cuidado con ella porque podía ver cosas.
¿Podía ver cosas?
Asientes. Le pregunté a la señora que si el poder ver cosas la había ayudado en la escuela. Dijo: Na, pero de vez en cuando me ha ayudado con la lotería.
Debería reírme pero miro afuera donde una hoja en forma de guante se le ha pegado al parabrisas del Civic. Te paras a mi lado. Cuando te vi por primera vez, en la clase sobre James Joyce y después en el gimnasio, supe que te iba a llamar Flaca. Si hubieras sido dominicana mi familia se hubiera preocupado por ti y te hubiera traído comida a la casa. Montones de plátanos y yuca bañados en hígado o queso frito. Flaca. Aunque tu verdadero nombre era Verónica, Verónica Hardrada.
Mis panas están por regresar, le digo. Creo que debes ir a cerrar las ventanas.
Me voy, dices, y te tapas el ojo de nuevo con la mano.
Se supone que la vaina entre nosotros nunca llegará a ser nada serio. No nos veo casándonos ni na de eso, y asentiste con la cabeza indicando que entendías. Entonces rapamos para con eso pretender que nada hiriente había ocurrido entre nosotros. Era como la quinta vez que nos veíamos y te pusiste un vestido negro transparente y un par de sandalias mexicanas y me dijiste que te podía llamar cuando quisiera pero que tú no me ibas a llamar a mí. Tú decides dónde y cuándo, dijiste. Si fuera por mí, te vería todos los días.
Por lo menos fuiste honesta, que es más de lo que puedo decir sobre mí mismo. Jamás te llamaba entre semana, ni siquiera te extrañaba. Me entretenía con mis panas y mi trabajo en Transactions Press. Pero los viernes y sábados por la noche, cuando no me levantaba a nadie en los clubs, te llamaba. Conversábamos hasta que los silencios se hacían largos, hasta que por fin preguntabas: ¿Quieres verme?
Decía que sí y mientras te esperaba les decía a mis panas que era solo sexo, tú sabe, na ma. Venías con un cambio de ropa y un sartén para hacernos el desayuno, quizá también galleticas de las que les habías hecho a tus estudiantes. Por la mañana, los muchachos te encontraban en la cocina vestida en una de mis camisas. Al principio, no se quejaron, pues se imaginaban que pronto te desaparecerías. Y cuando empezaron a hacer comentarios, ya era tarde, ¿verdá?
Me acuerdo: los muchachos vigilándome. Se figuraban que dos años no son poca cosa, aunque jamás te reclamé en todo ese tiempo. Lo que es una locura es que me sentía perfectamente bien. Como si el verano se hubiera apoderado de mí. Les dije a mis panas que era la mejor decisión que había tomado en mi vida. No te puedes estar acostando con blanquitas toda la vida.
En algunos grupos, esto se sobrentiende, pero en el nuestro no.
En aquella clase de Joyce, en la que jamás abriste la boca, yo sí hablaba, hablaba sin parar, y una vez me miraste y yo a ti y te sonrojaste de tal manera que hasta el profesor se dio cuenta. Eras una blanquita viratala de las afueras de Paterson y se te notaba en la falta de sentido de la moda y en tu considerable experiencia con prietos. Te dije: Te gustamos, y tú, enojada, dijiste: No, no es así.
Pero la verdá es que sí. Eras la blanquita que bailaba bachata, la que se hizo socia de las SLU,* la que había ido a Santo Domingo ya tres veces.
Me acuerdo: ofrecías llevarme a casa en tu Civic.
Me acuerdo: la tercera vez acepté. Nuestras manos se rozaron entre los asientos. Trataste de hablarme en español pero te pedí que no.
Hoy en día todavía nos hablamos. Digo: Quizá deberíamos hanguear con los muchachos, pero tú sacudes la cabeza. Quiero pasar tiempo contigo, dices. Si seguimos bien, quizá la semana que viene.
Es lo más que se puede esperar. Nada dicho, nada hecho que podamos recordar en el futuro. Me miras mientras te pasas un cepillo por el pelo. Cada hebra rota es del largo de mi brazo. No quieres que lo dejemos, pero tampoco quieres que te hiera. No es la mejor situación, pero ¿qué te puedo decir?
Vamos a Montclair, somos prácticamente el único carro en el Parkway. Todo está tranquilo y oscuro y los árboles brillan con la lluvia de ayer. En cierto punto, justo al sur de los pueblos de Orange, el Parkway pasa por un cementerio. Miles de tumbas y cenotafios a ambos lados de la carretera. Imagínate, dices mientras señalas la casita más cercana, si tuvieras que vivir ahí.
Los sueños que tendrías, digo.
Asientes. Las pesadillas.
Parqueamos frente al distribuidor de mapas y vamos a nuestra librería. A pesar de la proximidad a la universidad, somos los únicos clientes, nosotros y un gato de tres patas. Te sientas en el pasillo y comienzas a hurgar entre las cajas. El gato se queda contigo. Yo reviso los libros de historia. Eres la única persona que conozco que aguanta estar tanto tiempo en una librería como yo. Una sabelotodo pero no una sabelotodo cualquiera. Cuando vuelvo a donde estás te has quitado los zapatos y te rascas los callos, el resultado de tanto correr, mientras lees un libro infantil. Te abrazo. Flaca, digo. Tu pelo se enreda en mi barba. No me afeito con suficiente frecuencia para nadie.
Esto podría funcionar, dices. Solo hay que darle un chance.
Ese último verano querías ir a algún lugar, así es que fuimos a Spruce Run; los dos habíamos estado ahí de niños. Te acordabas de los años exactos, de los meses precisos en que estuviste allí, pero yo apenas podía aproximarme a un Fue Cuando Era Niño.
Mira las flores de zanahoria silvestre, dijiste. Te inclinabas por la ventana para respirar el aire nocturno y te puse la mano en la espalda, por si acaso.
Estábamos borrachos los dos y solo tenías ligas y medias debajo de la falda. Agarraste mi mano y te la pusiste entre las piernas.
¿Y qué hacía tu familia aquí?, preguntaste.
Miré hacia el agua nocturna. Hacíamos barbiquiú. Barbiquiú dominicano. Mi papá no sabía lo que estaba haciendo pero insistía. Se inventaba una salsa roja que embarraba en las chuletas y entonces invitaba a una pila de desconocidos a que vinieran a comer con nosotros. Era horrible.
Yo usaba un parche sobre el ojo cuando era niña, dijiste. Quizá nos conocimos aquí y nos enamoramos mientras compartíamos uno de esos barbiquiús horribles.
Lo dudo, dije.
Es solo un decir, Yunior.
Quizá estuvimos juntos hace cinco mil años.
Hace cinco mil años yo estaba en Dinamarca.
Verdá. Y mitad de mí estaba en África.
¿Y qué hacías?
Me imagino que era agricultor. Eso es lo que hace todo el mundo en todas partes.
Quizá estuvimos juntos en otro tiempo.
No se me ocurre cuándo, dije.
Trataste de evitar mirarme. Quizá hace cinco millones de años.
La gente no existía entonces.
Esa noche te quedaste despierta en la cama, escuchando las ambulancias que salían a mil por la calle. El ardor de tu cara podría haber calentado mi cuarto por días. No entendía cómo podías aguantar tu propio fuego, el de tus senos, el de tu cara. Casi no te podía tocar. De la nada dijiste: Te quiero. Para lo que te valga.
Ese fue el verano en el que yo no podía dormir, el verano en que corría por las calles de New Brunswick a las cuatro de la mañana. Fueron las únicas veces que corrí más de cinco millas, cuando no había tráfico y los halógenos lo pintaban todo del color de papel de aluminio, encendiendo cada gota de rocío en los carros. Me acuerdo de que corría por los Memorial Homes, por Joyce Kilmer, y pasaba por Throop, donde había estado Camelot, ese antiguo bar ahora hecho cenizas y abandonado.
No dormía por noches enteras y cuando el Viejo llegaba a casa de UPS, yo estaba apuntando el horario de los trenes que venían de Princeton Junction; los frenazos se oían desde la sala, rechinando al sur de mi corazón. Me imaginaba que ese insomnio significaba algo. Quizá era pérdida o amor u otra palabra que usamos cuando ya es demasiado fokin tarde, pero a mis panas no les gustaba el melodrama. Oían esa vaina y me decían que no. Especialmente el Viejo. Divorciado a los veinte años, con dos hijos en D.C. a quienes ya no veía más, me escuchó y dijo: Oye, hay cuarenta y cuatro maneras de sobrevivir a esto. Y entonces me mostró sus manos remordidas.
Regresamos a Spruce Run una vez más. ¿Te acuerdas? Fue cuando las discusiones ya no tenían fin y siempre terminábamos en la cama desgarrándonos el uno al otro como si eso pudiera cambiar las cosas. En un par de meses tú tendrías otro novio y yo novia nueva también; ella no era mucho más morena que tú, pero lavaba los pantis en la ducha y tenía el pelo como un mar de puñitos. La primera vez que nos viste, volteaste y subiste en una guagua que yo sabía no tenías intención alguna de tomar y cuando mi novia preguntó que quién eras, le dije: Nadie en particular.
En ese segundo viaje a la playa, me paré en la orilla del lago y te observé mientras te metías al agua, mientras te echabas agua sobre tus brazos flacos y sobre el cuello. Los dos teníamos resaca y yo no quería mojarme. El agua cura, me explicaste. El cura habló de eso durante la misa. Guardaste un poco de agua en una botella para tu primo con leucemia y para tu tía que padece del corazón. Tenías puesto un bikini y una camiseta y había una neblina sobre el cerro que se entrenzaba con los árboles. Te metiste hasta que el agua te daba por la cintura y entonces te detuviste. Me mirabas y te miraba, y en ese justo momento ocurrió algo así como amor, ¿no crees?
Esa noche te metiste en mi cama, eras tan flaca, y cuando traté de besarte los pezones, me pusiste la mano en el pecho. Espera, dijiste.
En el piso de abajo de mi apartamento, los muchachos estaban viendo televisión y gritando.
Dejaste que el agua se te escurriera de la boca, estaba fría. Llegaste hasta mi rodilla antes que tuvieras que tomar otra vez de la botella. Escuché tu respiración, lo ligera que era, y el sonido del agua en la botella. Y entonces me cubriste la cara y la entrepierna y la espalda.
Susurraste mi nombre entero y nos quedamos dormidos en un abrazo. Recuerdo que a la mañana siguiente ya no estabas, te habías desaparecido por completo, y nada en mi cama o en la casa podía ofrecer prueba contraria.