Tú, Yunior, tienes una novia que se llama Alma, que tiene un cuello de caballo tierno y largo y un culazo dominicano que parece existir en una cuarta dimensión más allá de sus jeans. Un culo que podría sacar de órbita a la luna. Un culo que ella siempre despreció hasta que te conoció. No pasa un día en el que no quieres pegar la cara contra ese culo o morder los delicados tendones que se deslizan por su cuello. Te encanta cómo se estremece cuando la muerdes, cómo se resiste con esos brazos que tiene, tan flacos que deberían protagonizar un documental.
Alma estudia en Mason Gross, es una de esas alter-latinas que escuchan Sonic Youth y leen cómics, y sin la cual posiblemente jamás hubieras perdido tu virginidad. Se crió en Hoboken, parte de la comunidad latina cuyo corazón se quemó cuando en los años ochenta los edificios de los viejos proyectos de vivienda se consumieron en llamas. Pasó casi todos sus días de juventud en Losaida, y pensaba que ahí viviría toda su vida, pero entonces tanto NYU como Columbia dijeron nyet, y terminó aún más lejos de la ciudad que antes. Alma está ahora en una fase de pintora, y toda la gente a la que pinta tiene color de moho, se ven como si los hubieran dragado del fondo de un lago. Eres el tema de su última obra, en la que apareces recostado en la puerta de la calle, con los hombros caídos, y lo único reconocible de ti es esa mirada que dice: Tuve una niñez tercermundista terrible y todo lo que le saqué fue esta mala cara. Te ha pintado un antebrazo gigantesco. Te dije que incluiría los músculos. En las últimas semanas, ahora que hace un poquitico de calor, Alma ha abandonado el color negro y ha comenzado a ponerse unos vestiditos de una tela tan fina que parece papel de tisú; un viento ligero la podría desnudar. Te dice que lo hace por ti: Estoy reclamando mi herencia dominicana (y no es mentira, hasta está estudiando español para poder atender mejor a tu mamá), y cuando la ves en la calle, pavoneándose y pavoneándose, sabes exactamente lo que está pensando cada tíguere que le pasa por el lado, porque tú también estás pensando exactamente lo mismo.
Alma es tan flaquita como una caña y tú eres un bloc adicto a los esteroides; a Alma le encanta manejar, a ti los libros; Alma tiene un Saturn, y tú no tienes ni una mancha en tu licencia de conducir; ella tiene las uñas demasiado sucias como para cocinar, y tu espagueti con pollo es el mejor del mundo. Son tan diferentes, ella voltea los ojos cada vez que pones las noticias y dice que no «soporta» la política. Ni siquiera se considera hispana. Se jacta ante sus amigas de que eres un «radical» y un domo de verdad (aunque en el Plátano Index no apareces ni en el último lugar, Alma siendo solo la tercera latina con quien has salido). Alardeas con tus panas de que ella tiene más discos que ninguno de ellos y que cuando singáis ella dice vainas terribles como una blanquita. Es más atrevida en la cama que ninguna de las jevas con las que te has acostado; la primera vez que estuviste con ella te preguntó si querías venirte en sus tetas o en su cara, pero aparentemente te faltó alguna lección en tu adiestramiento varonil y le dijiste: Hummm, en ninguna de las dos. Por lo menos una vez a la semana se arrodilla en el colchón frente a ti y mientras con una mano se hala sus oscuros pezones, con la otra se toca sin dejar que la toques, sus dedos sobando su suavidad y en la cara una desesperada y furiosa expresión de felicidad. También le gusta hablar cuando hace de mala y te susurra: Te encanta mirarme, ¿verdad?, te encanta escucharme venir, y cuando termina suelta un gemido largo y demoledor y solo entonces te permite que la abraces mientras te restriega sus pegajosos dedos en el pecho.
Sí, es algo así como de atracción de polos opuestos, como de sexo estupendo y de no pensar. ¡Es maravilloso! ¡Maravilloso! Hasta que un día de junio Alma descubre que también te estás singando a una bella muchacha de primer año llamada Laxmi, se entera de la rapadera con Laxmi porque ella, Alma, tu novia, abre tu diario y lo lee (por supuesto que lo sospechaba). Te espera en la entrada de la casa y cuando parqueas el Saturn te das cuenta que tiene el diario en la mano, y el corazón se te hunde igual que se desploma un gordo condenao por el hueco de la trampa en la plataforma de la horca. Te tomas tu tiempo para apagar el carro y por poco te ahogas en una tristeza pelágica; tristeza porque te descubrieron, pero también por el hecho incontrovertible de que jamás te perdonará. Miras esas increíbles piernas y también lo que hay entre ellas, ese toto mucho más increíble aún, y que has querido tan inconstantemente en estos últimos ocho meses. Te bajas del carro solo cuando ella se dirige hacia ti echando chispas. Cruzas el césped como si estuvieras bailando, impulsado por los últimos humos de tu escandalosa sinvergüencería. Hey, muñeca, dices recurriendo a evasivas hasta el final. Cuando empieza a gritarte, le preguntas: Darling, pero ¿qué te pasa?, y te dice:
mamagüebo
hijoeputa de mierda
domo arrepentío.
Y declara:
que lo tienes chiquitico
que lo que tienes no es na
y lo peor de todo: que te gusta el toto con curry
(cosa que de verdad es injusta, tratas de explicarle, ya que Laxmi es de Guyana, no de la India, pero Alma no te pone atención).
En lugar de bajar la cabeza y asumir la responsabilidad como un hombre, recoges el diario como si fuera un pañal repleto de mierda, como si fuera un condón enlechao. Les echas un vistazo a los pasajes ofensivos. Entonces la miras y le sonríes una sonrisa que tu propia cara mentirosa recordará hasta el día que te mueras. Baby, dices, baby, esto es parte de mi novela.
Y así es como la pierdes.