Existe una época en la historia sobre el poderoso Mago Anciano del Valle de las Sombras que algunos sabios denominan «los años en que Elminster yacía muerto». Yo no estaba allí y no vi ningún cadáver, de modo que prefiero llamarlos «los Años Silenciosos». Se me ha difamado y ridiculizado, tildándome de ser la peor clase de idiota fantasioso debido a esa actitud pero mis críticos y yo coincidimos en una cosa: lo que fuera que Elminster hizo durante aquellos años, todo lo que sabemos sobre ello es… nada en absoluto.
Antarn el Sabio
Historia de los grandes archimagos de Faerun,
publicado aproximadamente el Año del Báculo
La espada descendió centelleante y mortífera, y el arbusto de roszel emitió un sonoro chasquido mientras el templado acero se abría paso a través de él. Las ramas cubiertas de espinas cayeron con secos crujidos, un pie enfundado en una bota resbaló, y se escuchó un fuerte estrépito, seguido por un tenso silencio, al tiempo que tres aventureros contenían a una la respiración.
—Amandarn… —llamó uno de ellos cuando ya no pudo permanecer en silencio por más tiempo; la femenina voz estaba llena de temor—. ¡Amandarn!
Los muros de las ruinas le devolvieron el eco del nombre; muros que parecían estar vigilantes… y a la espera.
Los tres se abrieron paso por entre los cascotes sueltos, las armas listas, los ojos moviéndose de un lado al otro veloces en busca de la reveladora cinta oscura de una serpiente.
—Amandarn… —La llamada se repitió en un tono más bajo y trémulo, pues podía haber una trampa en cualquier parte, o un animal al acecho, y…
—¡Los dioses maldigan estas piedras y espinos… y también a los chiflados constructores netheritas! —gruñó una voz más exasperada que doliente desde algún punto situado al frente, un punto desde el que surgía algo amortiguada y donde el terreno se sumía en las tinieblas.
—¡Sin mencionar a los aun más chiflados ladrones! —tronó a modo de respuesta la mujer que había llamado con tanta ansiedad; su voz sonaba ahora aliviada.
—Redistribuidores de riqueza, Nuressa, por favor —respondió Amandarn en tono ofendido, y sus manos arañaron la tierra provocando un gran revuelo y entrechocar de piedras—. El término «ladrón» resulta una palabra vulgar y restrictiva.
—¿Lo mismo que la palabra «idiota»? —inquirió con aspereza una tercera voz—. ¿O «héroe»? —Su brusquedad intentaba dar un tono hosco a toneladas de terciopelo líquido.
—Iyriklaunavan —dijo Nuressa con severidad—, ya hemos hablado sobre esto, ¿no es así? Los insultos y los comentarios provocativos hay que guardarlos para cuando estemos descansando junto al fuego, en la seguridad del hogar, no en la tumba de un peligroso hechicero repleta de desconocidos conjuros netheritas y rodeada de espectros guardianes encolerizados.
—Me ha parecido oír algo raro —añadió con una risita una cuarta voz, ronca y profunda—. Si queréis mi opinión, actualmente los espectros resultan mucho más ruidosos cuando se enojan que en tiempos de mi padre.
—Humm —replicó Nuressa, irónica, introduciendo en la oscuridad un brazo largo, bronceado y musculoso para alzar a Amandarn, que seguía luchando por salir. La punta de la gigantesca espada de combate que sujetaba en la otra mano se mantuvo firme y en posición en todo momento—. Según he oído —añadió mientras tiraba del redistribuidor de riqueza y lo hacía volar por el aire como un morral vacío—, los enanos demasiado despabilados también mueren con mucha facilidad.
—¿Dónde oyes esas cosas? —inquirió Iyriklaunavan alegremente, con fingida envidia—. Tengo que ir a tomar unas copas allí.
—Iyrik —refunfuñó ella a modo de advertencia, al tiempo que depositaba al ladrón en el suelo.
—Escuchad —observó Amandarn lleno de excitación, en tanto que agitaba una mano enguantada para pedir silencio—. ¡Me gusta cómo suena! Podríamos llamarnos… ¡El enano demasiado despabilado!
—Podríamos —repuso Nuressa con expresión asesina y, apoyando la espada sobre el suelo, cruzó los antebrazos sobre los gavilanes.
Saltaba a la vista que cualquier cosa que acechara en esta cripta —o mausoleo, o lo que fuera que se abría oscuro y amenazador justo frente a ellos— ya no dormía ni se encontraba desprevenida. Ya no era necesario darse prisa, y la posibilidad de actuar con sigilo había desaparecido por completo. La musculosa guerrera echó una ojeada al sol, para calcular cuánto tiempo de luz les quedaba. La armadura le producía un calor terrible… realmente terrible, por primera vez desde la última cosecha.
Era un día inesperadamente caluroso del mes de Mirtul, del año de la Espada Desaparecida, y los cuatro aventureros que gateaban en el mar de escombros y cascotes de piedra sudaban bajo la compartida y espesa capa de polvo.
El más bajo y corpulento de ellos se echó a reír divertido y anunció con su voz ronca y estridente:
—No puedo eludir mi deber innato de ser el enano… así que eso os deja a vosotros tres la parte del «demasiado despabilado». Incluso siendo tres, no juraría ante los dioses que vuestro ingenio llegue a…
—Ya es suficiente —intervino el elfo situado a su lado, en un tono tan áspero como el de un enano—. De todos modos, no es un nombre que me guste. No quiero un nombre cómico. ¿Cómo podemos enorgullecemos de…?
—Pavonearnos, quieres decir —murmuró el enano.
—¿… una bufonada de la que sin duda estaremos más que hartos al cabo de un mes, como mucho? ¿Por qué no usar algo exótico? Algo… —Agitó la mano como instando a la inspiración a brotar; lo que ésta, muy servicial, así hizo casi al instante—. Algo como la Rosa de Acero.
La propuesta se meditó en silencio unos momentos, lo que Iyriklaunavan casi consideró una victoria, antes de que Folossan volviera a reír divertido y preguntara:
—¿Quieres que forje algunas flores para que las llevemos puestas? ¿Hebillas de cinturón? ¿Braguetas?
Amandarn dejó de frotarse las magulladuras el tiempo necesario para preguntar en tono cáustico:
—¿Es que tienes que hacer broma de todo, Lossum? Me gusta el nombre.
La mujer que se alzaba por encima de todos ellos cubierta con su ennegrecida armadura intervino entonces para decir despacio:
—Pues a mí no sé si me gusta, sir Ladrón. Me llamaban algo parecido cuando era una esclava, merced a los azotes que me acarreaba mi desobediencia. Una «rosa de acero» es un verdugón producido por un látigo con púas de acero.
—¿Lo convierte eso en un mal nombre para un grupo de intrépidos y bravucones aventureros? —inquirió el chistoso enano con un encogimiento de hombros.
Amandarn lanzó un bufido ante aquella descripción.
Nuressa apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea que los otros habían aprendido a respetar.
—A un negrero que provoca rosas de acero se lo considera descuidado con el látigo o incapaz de controlarse. Esa clase de marcas reduce el valor de un esclavo. Los buenos traficantes poseen otros medios para provocar dolor sin dejar marcas, y de este modo nos señalarás como descuidados e incapaces de controlarnos.
—En ese caso, aun me parece más apropiado —manifestó el enano a la columna de piedra más próxima, de la que se apartó de un salto con un ahogado juramento cuando ésta se resquebrajó y un enorme pedazo de piedra se desplomó en dirección a él, para ir a estrellarse en el suelo en medio de un repentino remolino de armas desenvainadas nerviosamente.
Una nube de polvo se alzó en medio del silencio, pero nada más se movió; tras lo que pareció largo rato, Nuressa bajó la espada y masculló:
—Ya hemos perdido demasiado tiempo en otra discusión estúpida sobre qué nombre darnos. Hablemos de ello más tarde. Amandarn, intentabas encontrar un lugar seguro por el que pudiéramos penetrar en esa…
—Tumba que nos aguarda —murmuró Folossan con suavidad, sonriendo avergonzado bajo el repentino peso de tres miradas sombrías y enojadas.
Casi en silencio el ladrón empezó a avanzar, las manos extendidas para mantener el equilibrio, las botas de blanda suela agarrándose a las piedras sueltas. Unos doce pasos más allá se veía una abertura oscura y amplia en el lateral de una enorme aguja rota de piedra que en el pasado había sido el centro de un magnífico palacio, pero que ahora se alzaba como una choza desolada y olvidada entre columnas inclinadas y montones de escombros rodeados de helechos.
Iyriklaunavan dio unos pasos al frente para observar mejor el lento y cuidadoso avance de Amandarn. El delgado y menudo ladrón, que parecía un niño por su tamaño, se detuvo frente a las desmoronadas paredes para observar con cautela al frente, y el elfo de la túnica color castaño musitó:
—Tengo un mal presentimiento sobre este…
—Tú tienes malos presentimientos sobre todo, oh tú, el más ceñudo de los elfos —interpuso Folossan agitando una mano con indiferencia.
Nuressa los hizo callar a ambos con un empujón al tiempo que Amandarn rompía de repente su inmovilidad, para deslizarse al frente y desaparecer de su vista.
Aguardaron. Y siguieron aguardando. Iyriklaunavan carraspeó tan silenciosamente como le fue posible, pero el sonido de su garganta siguió pareciéndole asombrosamente fuerte incluso a él. Una quietud sobrenatural y al acecho parecía flotar sobre las ruinas. Un pájaro atravesó el lejano cielo sin un grito, y el movimiento de sus alas parecía medir un tiempo que se había tornado demasiado largo.
Algo le había sucedido a Amandarn.
¿Una muerte muy silenciosa? No habían oído nada… y, a medida que transcurrían los tensos segundos, siguieron sin escuchar nada.
Nuressa empezó a andar despacio en dirección al agujero por el que había penetrado Amandarn, triturando con sus botas las piedrecillas sueltas en los mismos lugares por los que el ladrón había pasado sin producir más ruido que el de una hoja al caer. Se encogió de hombros y alzó la espada de combate con ambas manos; el sigilo no era lo suyo.
Se encontraba casi bajo la sombra de los muros cuando algo se movió entre las sombras frente a ella. Alzó el arma, lista para descargarla con fuerza, pero el rostro que le sonrió desde la penumbra pertenecía a Amandarn.
—Sabía que estabas molesta conmigo —manifestó el ladrón, contemplando la espada alzada—, pero ya soy bastante menudo, gracias.
»Es realmente una tumba —siguió, señalando con el pulgar la oscuridad a su espalda—, vieja y cubierta de runas, que sin duda dicen algo parecido a: “Zurmapyxapetyl, un mago de Netheril, reposa aquí”, pero leer el antiguo netherita culto, o como quiera que se lo llame, entra más en las habilidades de Iyrik que en las mías.
—¿Algún guardián? —inquirió ella, con la mirada fija en todo momento en las tinieblas que se abrían tras Amadarn.
—Ninguno que yo haya visto, pero una espada incandescente no produce demasiada luz.
—¿Podemos arrojar una antorcha al interior?
—¿Por qué no? —repuso él con tranquilidad—. Todo es de piedra.
Sin decir una palabra Nuressa extendió una mano abierta y enguantada a su espalda, en la que, al cabo de unos minutos de forcejeos, Folossan depositó una antorcha encendida. La guerrera lo miró, hundió la barbilla en mudo agradecimiento, y efectuó el lanzamiento.
Las llamas chisporrotearon en la oscuridad, y la luz de la antorcha pareció a punto de extinguirse cuando ésta tocó el suelo, pero se recuperó y danzó de nuevo con fuerza. Nuressa se adelantó para obstruir la abertura con su cuerpo y de este modo impedir el paso, y preguntó con sencillez:
—¿Trampas?
—Ninguna cerca de la entrada —respondió Amandarn—, y no da la sensación de que vayamos a encontrar ninguna. Sin embargo… no me gustan esas runas. Se puede ocultar cualquier cosa en las runas.
—Muy cierto —convino el enano en voz baja—. ¿Estás satisfecha, Nessa? ¿Te apartaras y nos dejarás entrar o piensas jugar a ser una puerta cerrada hasta el anochecer?
La guerrera le dedicó una mirada asesina, pero luego se hizo a un lado en silencio y le cedió el paso con un majestuoso ademán.
Folossan bajó la cabeza y pasó al interior a toda velocidad, aunque sin atreverse a lanzar un grito triunfal. Pegado a él, entró el normalmente sombrío Iyriklaunavan, que avanzaba apresuradamente con la túnica arremangada para evitar un tropezón; lo que menos deseaba era dar un traspié y caer al interior de una tumba donde podía ocultarse cualquier clase de serpiente o adversario.
Amandarn los siguió a poca distancia. Nuressa observó cómo pasaban junto a ella a toda velocidad y sacudió la cabeza. ¿Acaso pensaban que esto era una especie de excursión?
Fue tras ellos con más cautela, sin dejar de mirar a su alrededor en busca de puertas que pudieran cerrarse y aprisionarlos, trampas que Amandarn pudiera haber pasado por alto, incluso adversarios al acecho, que hubieran pasado inadvertidos hasta el momento…
—¡Por todos los dioses en sus tronos relucientes! —exclamó Folossan, desde algún punto por delante de ellos. Convirtió la exclamación en una lenta y mesurada acumulación de temor, que pareció resonar por toda la oscura tumba durante un instante antes de que algo se lo tragara.
Nuressa se abrió paso fuera de la luz diurna, espada en mano. Sería muy propio de ellos no advertirle sobre cualquier peligro que acechara.
La estancia, de techo muy alto, estaba polvorienta y oscura, y la antorcha se consumía lenta y lúgubremente en su centro. Había un espacio con una especie de dibujo circular sobre las baldosas del suelo, enmarcado por cuatro columnas lisas de piedra negra que se elevaban vertiginosamente desde el pavimento hasta el invisible techo.
Lejos de las mortecinas llamas se veían unos oscuros peldaños coronados por lo que no podía ser más que el féretro de alguien poderoso e importante… o de un auténtico gigante, de tan enorme que era la imponente piedra negra moteada de verde esmeralda y decorada con runas doradas que centelleaban al compás de la palpitante luz de la antorcha. Dos braseros vacíos más altos que la mujer flanqueaban la plataforma, y sobre ésta colgaban los polvorientos bordes de lo que parecía una cortina de malla pero que, bajo la capa de polvo, podía ser cualquier cosa que pudiera actuar a modo de tela, suspendida en la más total inmovilidad del lejano y apenas visible techo.
Pero no era la tumba lo que contemplaban atónitos el rudo mago elfo, el asombrado enano y el infantil ladrón. Era otra cosa situada un poco más cerca, y por encima de sus cabezas. Nuressa le dedicó una mirada penetrante, que luego paseó por todo el sepulcro, en busca de alguna otra entrada o peligro al acecho. Nada de ello se ofreció a la punta de su reluciente espada, por lo que la apoyó en el suelo y se unió a la contemplación general.
Sobre ellos, a unos quince metros del suelo, colgaba lo que parecía ser un espantapájaros pero que en una ocasión debía de haber sido un hombre. Distinguieron dos desgastados tacones de bota, flotando en el vacío, y más arriba un bulto del tamaño de una persona de un polvo gris tan espeso que parecía pelo, unido al techo y a las paredes por perezosos y polvorientos filamentos de telarañas, al parecer tan gruesos como sogas.
—Creo que eso fue un hombre alguna vez —murmuró Iyriklaunavan, expresando lo que todos pensaban.
—Sí, pero ¿qué lo sujeta ahí arriba? —inquirió Folossan—. Seguro que no son las telarañas… aunque yo no distingo nada más.
—Pues entonces es magia —manifestó Nuressa de mala gana, y todos asintieron en lento y solemne acuerdo.
—Alguien que murió en una trampa o un duelo de hechizos —dijo Amandarn en voz baja—, ¿o un guardián, que lleva todos estos años esperando, dormido o no muerto, la aparición de alguien como nosotros?
—No podemos arriesgarnos —le indicó el elfo con sequedad—. Podría ser un mago, y está por encima de nosotros, donde nadie puede ocultarse de él. Retroceded, todos.
La banda de aventureros sin nombre se movió en cuatro direcciones distintas, cada uno tomando su propio camino de retroceso por la estancia, cada vez peor iluminada. Folossan rebuscó en sus voluminosas bolsas en busca de otra antorcha, en tanto que Iyriklaunavan alzó las manos como si recogiera aire entre ellas, murmuró algo, y luego las separó.
Algo se estremeció y brilló entre aquellas manos durante un instante antes de lanzar un fogonazo de una intensidad capaz de abrasar la mirada, y atravesar el oscuro vacío como una espada chisporroteante. El conjuro hendió el aire y todo lo que allí había, para ir a golpear con violencia lo que colgaba de lo alto y provocar una espesa lluvia de polvo asfixiante.
Terrones de pelusa gris se desprendieron como nieve derritiéndose en las ramas altas y repiquetearon por todas partes mientras los cuatro aventureros tosían y retrocedían tambaleantes.
Algo parpadeó a poca distancia, en distintos lugares, y, mientras se esforzaban por eliminar el polvo que los cegaba y poder ver, los cuatro aventureros no pudieron evitar advertir dos cosas por entre el polvo arremolinado: los pies enfundados en botas seguían exactamente donde habían estado, y los parpadeos eran destellos intermitentes que recorrían veloces las cuatro columnas de arriba abajo.
—¡Se mueve! —gritó de improviso Iyriklaunavan—. ¡Se mueve! Voy a…
El resto de la frase se perdió en el repentino retumbo rechinante que estremeció las baldosas bajo sus pies. La luz que recorría las columnas se convirtió de repente en un resplandor que se reflejó en las cuatro armas nerviosamente alzadas, y los revestimientos de piedra de las columnas resbalaron hasta el suelo, dejando a la vista aberturas tan altas como los pilares.
Algo ocupaba aquellas oquedades, vagamente percibido al mortecino resplandor de los rojizos rescoldos de la antorcha. Folossan se lanzó sobre la antorcha y, tosiendo entre las nubes de polvo con cada aspiración, sopló con fuerza sobre ella. Apretó una antorcha nueva sobre la antigua y sopló sobre el punto de contacto.
Entretanto, sus compañeros observaban con suspicacia lo que ocupaba los canales que recorrían longitudinalmente las columnas. Se trataba de algo pálido y refulgente que se retorcía en las aberturas como gusanos sobre un cadáver. Blanco nacarado aquí, de tonos pardos allí, como arroz brillando bajo una salsa transparente pero que se fuera expandiendo hacia el exterior, como doblándose y desperezándose tras un prolongado encierro.
La nueva antorcha llameó, y bajo su brillante luz Nuressa vio suficiente para estar segura.
—¡Lossum, sal de ahí! —chilló—. ¡Todos! ¡Retroceded, fuera de aquí, ahora!
Había distinguido claramente cómo una piel pálida se replegaba hacia atrás para dejar al descubierto un ojo gris verdoso. Y luego vio otro, y un tercero. ¡Eran bosques de pedúnculos!
Y las únicas criaturas que conocía que tenían innumerables ojos sobre pedúnculos eran los observadores, los mortíferos ojos déspotas de las leyendas. También los otros conocían tales relatos y corrían ya hacia ella por entre el polvo que se iba depositando, abandonada toda idea de saquear la tumba y salir de allí con sacos repletos de riquezas.
Mientras la guerrera observaba, los ojos se abrieron y cobraron vida detrás de los aventureros que huían, y empezaron a concentrar su atención.
—¡Rápido! —aulló ella, y aspiró tanto polvo al hacerlo que sus siguientes palabras sonaron como un graznido—. ¡Corred… o moriréis!
Un resplandor circundó de repente un ojo, luego otro… y estalló en haces de luz dorada que atravesaron la cortina de polvo, hendiéndola como si fuera humo, para chamuscar los talones de Folossan en su huida y la pared situada junto a Iyriklaunavan. Amandarn pasó raudo junto a Nuressa, presa del pánico, y la guerrera se aplastó contra el muro para no impedir el paso a sus otros dos compañeros que huían. El elfo y el enano pasaron con estrépito por su lado, entre farfulladas maldiciones, pero ella mantuvo los ojos fijos en los pilares: cuatro columnas de ojos despiertos y alertas que miraban en su dirección ahora, mientras alrededor de muchos de ellos se formaban malignos fulgores.
—Dioses —jadeó la mujer, aterrorizada. Ojalá se quedaran ahí fijos, incapaces de seguir…
Uno de los ojos proyectó un haz de luz roja contra Nuressa, y ésta se agachó al instante, mientras una oleada de chispas estallaba en el filo de su espada de combate. Un repentino calor le abrasó la palma de la mano, y una docena de rayos dorados hendieron el polvo tras ella, que arrojó entonces el arma hacia atrás, por encima de su cabeza, fuera de la estancia, al tiempo que giraba para huir a toda velocidad tras la espada. Nuressa se arrojó al frente en busca de cobijo en el preciso momento en que algo estallaba cerca de su oreja derecha como un retumbo. Se inició entonces una intensa e implacable lluvia de piedras.
Resultaba extraño encontrarse de pie en el aire, en lugar de sobre sólida piedra o sintiendo la leve blandura de la hierba bajo las botas. En una seca y polvorienta oscuridad… Por los dulces besos de Mystra, ¿dónde se encontraba?
Los recuerdos fluían a su alrededor como un río; lo habían cobijado durante tanto tiempo de la locura que ahora no obedecían a su voluntad. Sintió un hormigueo en las extremidades. Un poder muy fuerte lo había golpeado con violencia, momentos antes. Habían lanzado un conjuro contra él; por lo tanto, debía de haber un enemigo cerca.
Sus ojos, tanto tiempo secos y paralizados en una misma posición, se negaban a girar en sus cuencas, por lo que tuvo que girar la cabeza. El cuello resultó estar anquilosado y fijo en su postura, de modo que volvió los hombros, girando todo el cuerpo, mientras las paredes desfilaban despacio junto a él, y el polvo se desprendía de su cuerpo en volutas, ristras y grandes terrones.
Las paredes se movían… Descendía, bajaba por el aire, liberado de… ¿qué?
Algo lo había atrapado allí, no obstante su astuta idea de andar por el aire para evitar trampas y hechizos guardianes. Algo se había valido de la magia para mantenerlo flotando y sujeto como si estuviera esposado, y lo había inmovilizado en la oscuridad.
Sin duda había transcurrido mucho tiempo.
Sin embargo, algo había roto el hechizo trampa y lo había despertado. No estaba solo, y descendía quisiera o no, en dirección a… ¿qué?
Agudizó la mirada y descubrió ojos que lo miraban desde todas partes. Ojos malévolos, dispuestos en columna de pálidos pedúnculos que danzaban y se balanceaban con lenta elegancia mientras observaban su descenso, envueltos en crecientes resplandores.
¿Alguna rara especie de observador? No, algunos de los tallos eran más oscuros, o más robustos, o más gruesos que otros; desde luego, eran pedúnculos de observadores, pero habían salido de observadores distintos, y aquellos resplandores no significaban nada bueno para él.
Se sentía aún curiosamente… indiferente. Como si no fuera real, como si no estuviera allí sino que siguiera flotando en el torrente de recuerdos que lo bautizaban como… Elminster, el Elegido —o, al menos, uno de los Elegidos— de Mystra, la dama de ojos negros, señora de toda la magia. Ah, la calidez y el inmenso poder del fuego plateado que fluía por ella y fuera de ella, brotando de su boca, lo inundó y efectuó su terrible y estimulante recorrido rugiente y abrasador por cada centímetro de su ser, rezumando por la nariz, orejas e incluso las puntas de sus dedos.
Se produjeron nuevos estallidos y llamaradas de luz, y Elminster fue presa de renovados dolores. Su garganta reseca intentó rugir, sus manos arañaron con desesperación el aire, y sus tripas parecieron arder y al mismo tiempo ser livianas y libres.
Bajó la mirada y descubrió un fuego plateado que rugía y chisporroteaba a su alrededor, derramándose incansable de su estómago junto con algo pálido, ensangrentado, y viscoso que sin duda eran sus propias entrañas. Centelleó una nueva llamarada, y un dolor insoportable marcó la pérdida de sus cabellos y la punta de una oreja en el lado derecho de la cabeza.
Presa de cólera y sin detenerse a pensar, Elminster atacó, barriendo el aire con fuego plateado que, en su recorrido hasta los forcejeantes pedúnculos, destruyó y desperdigó un buen número de rayos mágicos enemigos.
Los ojos se disolvieron entre guiños y lágrimas, envueltos en inútiles descargas de centelleantes fogonazos. El no perdió tiempo en contemplar su destrucción, sino que se volvió para apuntar a otro pilar y abrasar su columna de pedúnculos desde la cabeza a los pies.
No sabía qué magia protegía aquellos pedúnculos cortados, pero el fuego de Mystra podía destrozar todas las Artes, y tanto la carne viva como la no muerta. Elminster giró para quemar otra columna de ojos enfurecidos; seguía descendiendo, con las tripas colgando frente a él, y a cada rayo de fuego plateado algo situado más allá de las columnas enviaba una llameante respuesta. Rayos de mortífera magia procedente de los ojos empezaron a atacarlo con energía ahora, si bien eran abatidos por el divino fuego de Mystra. El furioso chisporroteo y el sonoro rugido de tanta magia desatada llenaban la sala como una terrible tormenta invernal que sacudía los miembros largo tiempo inactivos del mago.
Una última columna de ojos se ennegreció y murió, para doblarse y balancearse en dirección al suelo mientras derramaba un lodo oscuro que asemejaba el flujo de fluidos vitales con que el propio Elminster empapaba las losas del suelo. El mago se sujetó las tripas para introducirlas de nuevo en su interior con manos envueltas en fuego plateado; seguía ocupado en ello, mareado y débil a pesar del chorro de poder divino que lo recorría, cuando los tacones de sus botas encontraron por fin algo sólido. Dio un traspié, perdido el equilibrio, se tambaleó, y estuvo a punto de caer antes de que sus pies se posaran con firmeza. El polvo volvió a arremolinarse a su alrededor, y chisporroteó con violencia al chocar con el torrente de fuego plateado. Más allá de las columnas, las runas grabadas en los escalones y en el sarcófago de lo que debía de ser una tumba centellearon y crepitaron con un fuego propio, repitiendo cada uno de los rugidos del fuego de Mystra.
Sin aliento por culpa del dolor, El dedicó todos sus esfuerzos a curar la enorme herida de su vientre, sin hacer caso de los pocos ojos parpadeantes que aún existían, pues supuso que el flujo de fuego plateado detendría y destrozaría su magia antes de que pudiera dañarlo. Su sangre se había derramado como una lluvia oscura sobre las losas durante su descenso, y se sentía vacío y destrozado. El último mago de Athalantar gruñó lleno de muda cólera y determinación.
Tenía que recomponerse y salir de este lugar antes de que el fuego plateado almacenado se desvaneciera y lo abandonara, para ir a enroscarse alrededor de su corazón y recuperarse. Lo que fuera que lo había atrapado antes podía muy bien volver a hacerlo si se demoraba, y el dolor que estaba padeciendo lo había provocado el ataque de un solo pedúnculo. Giró despacio, doblado sobre sí mismo mientras llamas plateadas recorrían sus dedos temblorosos, y mantuvo las tripas en su lugar sin dejar de avanzar vacilante en dirección al punto por el que se filtraba una tenue luz diurna.
Los pedúnculos arrojaron nuevos rayos de voraz magia que chamuscaron las losas del suelo a pocos centímetros de las botas de Elminster; pero éste, tras cerrar lo que quedaba de la enorme herida, arrojó a su espalda una cortina de fuego plateado para protegerse de nuevos ataques.
A su espalda, sin que nadie los viera, los pedúnculos supervivientes se doblaron y apagaron al mismo tiempo. Inmediatamente después, las runas de la tumba adquirieron un resplandor continuo y vivificante, y diminutos resplandores parpadearon en la cortina metálica situada sobre ella, ascendiendo y descendiendo como si fueran arañas curiosas pero excitadas, que refulgían cada vez con mayor intensidad.
Elminster consiguió salir a la luz y permaneció parpadeando bajo el brillo cegador de la luz del día. Casi esperaba ser recibido con flechas y estocadas; pero, en lugar de ello, encontró sólo cuatro rostros asustados que lo miraban por encima de los lejanos restos de un muro.
Intentó llamarlos, pero todo lo que surgió de su garganta fue un gruñido seco y ahogado. Tosió, carraspeó, y volvió a probar, mas sólo consiguió una especie de sollozo.
El elfo situado tras la pared alzó una mano como si fuera a lanzar un hechizo, pero el enano y el humano que lo acompañaban le desviaron la mano de un manotazo. Siguieron una furiosa discusión y un forcejeo.
El clavó la mirada en el cuarto aventurero —una mujer que lo contemplaba con desconfianza por encima del mellado filo de una enorme espada que había sido alcanzada por un rayo o algo parecido no hacía mucho tiempo— y consiguió preguntar:
—¿Qué… año… es éste?
—El año de la Espada Desaparecida, a principios de Mirtul —respondió ella; luego, al ver su expresión de desconcierto, añadió—: Según el calendario del Valle, es el setecientos cincuenta y nueve.
El mago asintió y agitó la mano a modo de agradecimiento, mientras avanzaba trastabillando para ir a recostarse en una columna próxima.
Había estado explorando esta tumba —¿hacía un siglo?— para averiguar cómo se habían enfrentado a la muerte los archimagos más poderosos de Netheril, y alguna insidiosa trampa mágica lo había atrapado con tal astucia que ni siquiera se había dado cuenta de que se sumía en un estado de inmovilidad. Al parecer, había permanecido flotando paralizado cerca del techo durante años. Elminster el Poderoso, el Elegido de Mystra, armathor de Myth Drannor, y príncipe de Athalantar había permanecido suspendido en el aire, a modo de práctico punto de sujeción para que las arañas tejieran sus redes, y se había ido recubriendo de una gruesa capa de polvo y telarañas.
Idiota descuidado. ¿Conseguiría cambiar, se preguntó por un instante el mago de nariz ganchuda, si llegaba a vivir hasta los mil años o más?
Tal vez no. Bueno, al menos sabía que era un idiota. La mayoría de los hechiceros ni siquiera llegaban a darse cuenta. Aspiró con fuerza, se escondió tras una columna al ver que el elfo lo miraba con ferocidad y volvía a alzar las manos, y rebuscó en sus recuerdos. Allí estaban los hechizos… y ése serviría. Tenía todo un mundo que volver a descubrir, y décadas de historia perdida que recuperar.
—Mystra, perdóname —dijo en voz alta, invocando el conjuro.
No obtuvo respuesta, pero el hechizo funcionó tal y como se suponía, arrebatándolo al interior de un breve remolino de brumas azules y burbujas plateadas que lo trasladarían a otra parte.
La figura situada tras la columna desapareció de improviso.
—¡Podría haberlo atrapado! —maldijo Iyriklaunavan—. Unos instantes más, y…
—Podrías haber conseguido que nos mataran aquí mismo en un duelo de hechizos —siseó Amandarn—. ¿No sería mejor que nos fuéramos de aquí? Ese hombre quedó libre del lugar en el que lo encontramos, los ojos brotaron de las columnas… ¿Qué otra cosa se está despertando ahí dentro?
—¿Qué es lo que oigo? —Folossan alzó los ojos al cielo—. ¿Un ladrón que deja atrás un tesoro?
—Di mejor que se aleja de una muerte probable, para poder seguir vivo —replicó el redistribuidor de riqueza con una fría mirada.
El enano alzó la mirada hacia la silenciosa guerrera situada junto a él.
—¿Nessa?
La mujer lanzó un profundo y pesaroso suspiro, antes de indicar en tono firme:
—Saldremos corriendo de aquí, todo lo rápido que nos permitan estas piedras sueltas. Vamos… ya. —Dio media vuelta y empezó a abrirse paso por entre las pilastras y restos de muros derrumbados.
—Nos encontramos a menos de veinte pasos de la magia más potente que he visto en décadas —protestó el mago elfo, señalando con una mano la oscuridad.
Nuressa se volvió, los brazos en jarras, y replicó con acritud:
—Escucha mi predicción: no se trata tan sólo de la magia más potente que hayas visto… También es la más potente que verás jamás, Iyrik, si permaneces por aquí mucho más tiempo. Marchemos antes de que oscurezca… y mientras aún podemos.
Volvió a darse la vuelta. Folossan y Amandarn lanzaron miradas pesarosas a la sala de la que habían huido, pero la siguieron.
El elfo de la túnica castaña dobló la esquina del muro con paso ansioso, como si fuera a regresar a la tumba, pero luego giró para reunirse con sus compañeros. Unos pasos más allá se detuvo y miró a su espalda.
Con un suspiro, reemprendió la marcha, sin llegar a ver lo que salió de la tumba para ir tras sus pasos.
La segunda antorcha se extinguió, y, en la casi total oscuridad que siguió, las runas de los escalones de la tumba llamearon como si de velas de altar se tratara. De algún punto indeterminado surgió un rítmico ruido sordo que parecía provenir de un lejano tambor invisible. Las luces que parpadeaban y jugueteaban en la cortina situada en lo alto del negro sarcófago de piedra empezaron a moverse vertiginosamente, rociando la tumba de piedra con una lluvia de chispas que, al tocar las runas, se trocaban en diminutas llamaradas. Las acompañó una bruma o humo fino, y un tenue eco que bien podría haber sido un cántico regocijado se entremezcló efímeramente con el tamborileo.
Las runas resplandecieron con fuerza, se apagaron, centellearon casi cegadoras… para luego extinguirse bruscamente, dejándolo todo sumido en la oscuridad y el silencio.
Los rescoldos de la antorcha proyectaban apenas luz suficiente para ver —de haber estado alguien allí para verlo— cómo la enorme tapa del sarcófago se elevaba justo por encima de sus bordes. Algo se deslizó al exterior por la abertura, y revoloteó por la estancia.
Era más una brisa que un cuerpo, más una sombra que una presencia. Como un helado remolino repiqueteante se replegó sobre sí misma y flotó, decidida, hacia la llamada de la luz solar. Unos seres vivos que habían estado en la tumba no hacía mucho andaban todavía… aunque eso no duraría demasiado.