Días de gozo en Galadorna
El gobernante sensato deja tiempo entre audiencias y paseos para la recepción de dagas… por lo general en la espalda real.
Ralderick Soto Venerable, bufón
Cómo gobernar un reino, desde los torreones al estercolero,
publicado aproximadamente en el Año del Pájaro Sangriento
El fuego gruñía y siseaba, y el delgado elfo de negra túnica retrocedió tambaleante, entre gemidos. El choque número trescientos aproximadamente de Ilbryn Starym con los hechizos protectores de fuego que rodeaban el castillo de la dama no había salido demasiado bien. El poder de la mujer seguía siendo demasiado grande, incluso en su ausencia… y ¿dónde, por los Árboles Perpetuos, estaba ella?
Suspiró, contempló con rabia las oscuras y esbeltas torres que se alzaban tan altas sobre su cabeza en el firmamento crepuscular, y…
Estuvo a punto de ser derribado de bruces por un potente y repentino golpe. Giró en redondo para enfrentarse al siniestro guardián que lo había atacado, y descubrió las botas en retirada de uno de los magos ridículos que estaban acampados también fuera de las murallas de la fortaleza de Dasumia.
—¡Barast! ¡Escucha! —El grito excitado del Beldrune flotó hasta el furioso elfo.
Tabarast levantó la vista de una hoguera que no conseguía encender, sacudiéndose los dedos chamuscados, y preguntó con cierta irritación:
—¿Qué sucede ahora?
—Estaba efectuando una visualización mágica de Nethrar —jadeó Beldrune del Dedo Torcido—, como me indicó el sueño, y ¡tengo noticias! La dama Dasumia acaba de hacerse con el trono y ha nombrado al Elegido su senescal. ¡Elminster es el mago de la corte de Galadorna ahora! Ilbryn contempló la espalda del apresurado mago unos instantes, y luego emprendió una grácil carrerilla que lo condujo rápidamente junto a Beldrune. Extendió el brazo, agarró un trémulo hombro cubierto con una elegante seda color burdeos acuchillada y plisada, y le espetó:
—¿Qué?
Obligado a girar de cara a unos llameantes oídos elfos por unos dedos que parecían garras de acero, Beldrune refunfuñó:
—¡Suelta, orejas largas! ¡Tienes dedos que parecen mandíbulas de lobos!
—¿Qué es lo que has dicho? —inquirió Ilbryn sacudiéndolo.
Tabarast empezó a rebuscar en una bolsa que llevaba colgada del cinto, dejó caer una lluvia de pequeños objetos centelleantes, y alzó uno entre dos dedos, farfullando algo.
Una lanza de reluciente nada se materializó en el aire y salió despedida al frente, certera y tan veloz como un rayo. Acertó al elfo justo en las costillas, y destruyó su escudo mágico en una cascada de diminutos y caprichosos chisporroteos al tiempo que lo levantaba del suelo. Ilbryn chocó brutalmente contra un árbol phandar, y algunas costillas se partieron como ramas secas trituradas en la mano de un guardabosque. El desdichado sollozó y dio boqueadas, intentando respirar, mientras el hechizo lo mantenía inmovilizado contra el tronco. De haberse tratado de una lanza auténtica, habría quedado partido en dos… pero tal información no le proporcionaba excesivo consuelo. Contempló casi suplicante a los dos magos humanos por entre rojas brumas de dolor.
Tabarast observó al mago elfo inmovilizado casi con pena y meneó la cabeza.
—El problema con los elfos jóvenes es que poseen toda la arrogancia de los de más edad, pero nada para respaldarla —comentó—. Ahora, Beldrune, habla en voz bien alta para que este jovencito irreflexivo pueda oírte. ¿Qué es lo que has dicho?
Curthas y Halglond permanecían muy tiesos y quietos, igual que sus picas, pues sabían que la ventana del torreón de su señor daba a aquella zona de las almenas… y que a éste le gustaba mirar por ella a menudo en las noches de luna y contemplar tranquilidad, no el centelleo de los guardas removiéndose en sus puestos.
Montaban guardia sobre un extremo del puente en forma de arco que unía las habitaciones más altas de la Torre del Maestro con las almenas que la rodeaban. Era una tarea bastante sencilla. Ningún ladrón ni soldado enfurecido en un radio de tres reinos osaría presentarse sin invitación ante Klandaerlas Glymril, Señor de los Wyverns, a los que mantenía bajo el poder de su magia. Casi nunca los dejaba en libertad, por lo que, cuando por fin abandonaban su torre con veloces aleteos, acostumbraban hacerlo hambrientos, osados y de un humor de mil demonios.
Un centinela corrió el riesgo de lanzar una rápida ojeada a lo largo del muro iluminado por la luz de la luna. La sólida torre que encerraba a los wyverns se encontraba, como de costumbre, a oscuras y en silencio. Como el resto de Glymril Gard, el edificio era fruto de la magia de su señor, quien lo había construido con las piedras caídas de un viejo alcázar, allí, en el extremo de una cordillera desde la que se dominaban seis ciudades y la confluencia de dos ríos.
La luna brillaba aquella noche, y la temperatura era espléndidamente cálida incluso en lo alto de las almenas, siempre barridas por la brisa de Glymril Gard; era fácil sumirse en un ensueño de otras noches iluminadas por la luna, sin armadura ni tareas de vigilancia, y…
Curthas se irguió en toda su estatura y volvió la cabeza. ¿Campanas? ¿Qué podría campanillear allí arriba, en los parapetos, a aquellas horas de la noche?
Una sola ojeada le indicó que las murallas estaban desiertas. Halglond estudiaba con atención los muros y los patios situados a sus pies, por si alguien escalaba las murallas o ascendía por las escaleras de la guardia. No, tal vez un halcón huido de alguien, todavía con las pihuelas puestas, se había posado cerca; pero ¿dónde?
El sonido era débil, tenue, pero al mismo tiempo cercano, no en el suelo allá abajo ni en una de las torres. Por todos los dioses amantes de las tormentas, ¿qué podría ser?
Ahora parecía encontrarse justo bajo la nariz de Halglond, como un remolino. El guarda distinguió un débil y desigual hilillo de bruma que se enrollaba y serpenteaba por el aire. Lo atravesó con su alabarda, y diminutas motas de luz fueron a reunirse durante unos instantes sobre la curvada hoja antes de desvanecerse… como chispas sin una hoguera.
El campanilleante viento se alejó zigzagueante, a lo largo de las almenas. El centinela intercambió miradas con Curthas, y ambos salieron trotando cautelosamente tras él, contemplando cómo aumentaba en tamaño y brillo. A su espalda sonó un apagado chirrido que indicaba que los postigos de la ventana de su amo en el torreón se abrían. Tal vez fuera uno de sus conjuros, o puede que no, pero lo mejor sería que aun así lo persiguieran. También podría tratarse de una prueba a su diligencia.
Aquella cosa los condujo hasta la Torre de la Proa, al final de la cordillera, donde las rocas descendían casi en paredes verticales bajo los muros del castillo, y allí pareció acelerar sus saltos y giros. Curthas y Halglond se le acercaron con precaución, separándose para llegar hasta ella desde puntos distintos, con las alabardas al frente y bien agachados para no ser arrojados al vacío por encima de las almenas por muy fuerte que se tornara el viento.
El tintineo se convirtió en un sonido fuerte y regular, molesto casi al oído, y la neblina que lo emitía se elevó en forma de espiral hasta adoptar una forma vagamente humana más alta que cualquiera de ellos. Ambos guardias la acuchillaron con las picas, y de improviso la forma se desplomó, para convertirse en una lechosa capa refulgente extendida alrededor de sus botas.
Curthas y Halglond volvieron a intercambiar miradas. Nada encontraron sus golpes de pica, y el tintineo había callado; de modo que se encogieron de hombros, dedicaron una última mirada a las curvadas almenas de la torre, y se dieron la vuelta para regresar a sus puestos. Si su señor quería decirles qué había sido, lo haría; si mantenía silencio al respecto, sería mejor que ellos también lo hicieran, y…
Halglond señaló con el dedo y los dos se quedaron boquiabiertos. A mitad de camino del puesto de guardia que habían abandonado, la neblina danzaba sobre las murallas; y ahora lucía una forma definida: la forma de una mujer, descalza y con holgadas vestiduras; una larga melena ondeaba libremente a su espalda mientras corría, dejando tras de sí un débil tintineo. Los guardas comprobaron que podían ver a través de ella.
Echaron a correr en tácito acuerdo. Si cruzaba el puente que debían custodiar…
Ella lo cruzó hasta el otro lado, y se dirigió hacia las perchas de sujeción y las manchas de sangre de la Torre Ensangrentada, donde —cuando su señor tenía prisioneros que ya no necesitaba— dejaban a veces que los wyverns se alimentaran. El lugar estaba a mucha distancia, y la fantasmal dama no parecía tener prisa; los guardas le ganaron terreno con rapidez.
Una figura cubierta con una túnica oscura cruzaba ya el puente: ¡el amo! Halglond lanzó una maldición, y Curthas se sintió tentado de unirse a él, pero el mago no les prestó la menor atención, y giró para unirse a la persecución por las almenas muy por delante de sus dos centinelas. El hechicero sostenía una varita en una mano.
Los guardas vieron cómo ella se volvía, sacudiendo los cabellos bajo la luz de la luna, en medio de las perchas de sujeción, y realizaba mudas señas al Señor de los Wyverns para que se acercara, con la misma timidez de los amantes que aparecen en las baladas de los juglares. Cuando él se acercó, ella retrocedió dando saltitos hasta el borde de las almenas. Los apresurados centinelas vieron cómo él la seguía con desconfianza, la varita alzada y lista. Glymril volvió la mirada hacia ellos una vez, como si decidiera si debía esperar a que llegaran hasta la torre, y Curthas vio claramente el asombro pintado en su rostro.
Así pues no era una creación de su señor, y, por ende, se trataba de algo inesperado. No aminoraron la velocidad de su ya jadeante carrera, pero, aun así, Curthas sintió el extraño presentimiento que precede inmediatamente a la seguridad de que se va a llegar —sin remedio— demasiado tarde.
La mujer se convirtió en una criatura informe y sinuosa, y los aturdidos centinelas oyeron cómo Klandaerlas Glymril profería un largo y ronco alarido cuando algo reluciente lo envolvió en una veloz espiral que se elevaba hacia el cielo.
Al cabo de un instante, el señor de los Wyverns se convirtió en una rugiente columna de fuego que hendió la noche con su repentina furia. Curthas aferró el brazo de Halglond, y ambos se detuvieron en seco, jadeantes, demasiado cerca del lugar donde las almenas se unían a la Torre Ensangrentada. Se escuchó un fuerte retumbo, y algo salió despedido de la pira, dejando un reguero de llamas en los patios interiores: la varita.
Los guardas se miraron temerosos, se lamieron los resecos labios, y empezaron a retroceder asustados. Sólo habían conseguido dar dos pasos cuando las losas bajo sus pies se ondularon como las olas sobre una playa y empezaron a hundirse y caer.
Se precipitaron al vacío en medio del ensordecedor fragor provocado por Glymril Gard al derrumbarse.
Mientras la luna era mudo testigo de cómo la enorme fortaleza se desmoronaba con gran estrépito para convertirse en la ruina que había sido antes de que los hechizos de Glymril la reconstruyeran, una neblina brillante y triunfal danzó sobre la creciente nube de polvo, su tintineo entremezclado con una fría risa resonante.
El mago de la corte contempló al capitán de la guardia con rostro sombrío y suspiró.
—¿Quién fue esta vez? —inquirió.
—Anlavas Jhoavryn, lord Elminster; un comerciante de algún lugar al sur al otro lado del mar. Objetos de cobre, artículos diversos; nada importante, pero sí en gran cantidad. Había ganado muchas monedas aquí durante muchas temporadas. Lo degollaron.
—¿Maethor o uno de los nuevos barones? —preguntó Elminster, con un nuevo suspiro.
—Se… señor, no lo sé, y apenas me atrevo a…
—Dime tus impresiones, fiel Rhoagalow.
El capitán de la guardia miró nerviosamente de un lado a otro; El sonrió malicioso y se inclinó hacia él para acercar el oído a los labios del hombre. «Limmator» musitó el oficial con voz ronca; El asintió y retrocedió. No le sorprendería demasiado que Rhoagalow estuviera en lo cierto; Limmator era el único barón —o hidalgüelo— de Galadorna con un monopolio del soborno, las amenazas y el asesinato por arma blanca mayor aun que el de Maethor el de los Muchos Susurros.
—Ve y cena ahora —indicó al agotado oficial—. Hablaremos más tarde.
Rhoagalow y sus tres soldados se marcharon apresuradamente; El tuvo buen cuidado de no suspirar hasta que la antecámara quedó vacía.
Murmuró algo y movió dos dedos de modo apenas visible, y se escuchó un débil golpe sordo tras una pared, cuando el espía allí agazapado se quedó repentinamente dormido. El dedicó a aquella zona de la pared un sonrisa melancólica y, utilizando la puerta secreta que deseaba mantener secreta durante algún tiempo más, tomó el pasadizo sin luz situado al otro lado para desplazarse hasta una de las habitaciones ocultas, en desuso y polvorientas, de la Casa del Unicornio. Un poco de tiempo en soledad para pensar era un raro tesoro que algunas personas jamás se procuran… y que otras, las realmente desheredadas de esta vida, ni siquiera pueden intentar obtener.
Tres barones habían muerto ya en el curso de un año, uno de ellos con una daga en la garganta a menos de dos pasos de la puerta del salón del trono, y seis —no, siete— lores menores. Galadorna se había convertido en un nido de víboras, que se atacaban unas a otras con los colmillos al descubierto cada vez que se les antojaba, y el mago de la corte no se sentía feliz. Sin amigos, pues todos aquellos con los que trababa amistad no tardaban en aparecer un buen día contemplando el techo con ojos ciegos, no dejaba de escuchar cuchicheos detrás de cada puerta del palacio, y jamás se veían sonrisas sinceras cuando aquellas puertas se abrían. El empezaba a acostumbrarse a la visión de oscuros hilillos de sangre deslizándose por debajo de puertas cerradas; tal vez debería promulgar un decreto para ordenar que se retiraran y quemaran todas las puertas de Nethrar.
Era como para echarse a reír. Se estaba transformando en lo que, como bien sabía, lo llamaban a su espalda: «el Bocazas que Vomita Decretos». Los barones e hidalgüelos intentaban constantemente socavar la autoridad real, o incluso robar abiertamente a la corte, y su señora dueña no era de gran ayuda, pues usaba sus hechizos demasiado raramente para conseguir engendrar un temor que engendrara obediencia.
Se escucharon unos débiles arañazos a su izquierda, y Elminster tiró de un pomo. Se abrió un panel, y dos guardas jóvenes escudriñaron la penumbra.
—¿Nos habéis hecho llamar, lord Elminster?
—¿Encontraste los pergaminos, Delver, y…?
—Quemados, y las cenizas en el foso, señor, como ordenasteis, mezcladas con el polvo que me disteis. Lo usé todo.
Elminster asintió y extendió una mano para tocarle la frente.
—Olvídalo todo, fiel guerrero —dijo—, y escapa así al destino que todos tememos.
El guarda que había tocado se estremeció, los ojos en blanco; luego se dio la vuelta y desapareció precipitadamente en la oscuridad, desabrochándose los pantalones mientras se marchaba. Iba de camino a su dormitorio cuando la repentina y urgente necesidad de usar un excusado se había apoderado de él, y lo había conducido hasta el ala abandonada del palacio.
—¿Ingrath? —preguntó el mago de la corte con tranquilidad.
—Encontré el trabajo de la r…, ejem, su trabajo en la Cámara del Escudo Rojo y mezclé en él el polvo blanco hasta que lo dejé de ver. Luego dije las palabras y me fui.
—Tú y Delver os estáis ganando unas buenas recompensas… —murmuró El, y extendió la mano hacia el hombre.
—Que no sea la necesidad de ir a aliviarme, por favor, señor —repuso el guarda con una risita—. Que sea un vagabundeo intentando recordar mis flirteos de juventud por estos lugares, ¿eh?
—Como desees —dijo Elminster con una sonrisa; en cuanto sus dedos tocaron carne, los ojos de Ingrath parpadearon, y el desmemoriado soldado rodeó al silencioso y quieto mago, encontró el panel, y se alejó a buen paso, olvidada de nuevo su colaboración en retrasar las maldades de Dasumia.
Lo que tal vez lo mantendría con vida uno o quizá dos meses más.
Habría sido más seguro si los dos no hubieran sido amigos ni hubieran sabido nada el uno del otro, pero había dado la casualidad de que los mejores guerreros en los que El podía confiar, tras una sutil pero concienzuda lectura mental, eran amigos íntimos. Algo que no debería sorprenderle, supuso.
El mago de la corte paseó por la tenebrosa habitación; su estado de ánimo era lo bastante sombrío para encajar con ella. La orden de Mystra de que sirviera había sido muy clara, pero «servir a su manera» siempre había sido el punto flaco de Elminster; aunque no le importaba si ese defecto significaba su fin. Había cosas a las que un hombre tenía que aferrarse, si quería seguir siendo un hombre.
O a las que una mujer tenía que ser fiel, para ser ella misma. Y existía una dama en Galadorna que hacía justamente lo que le venía en gana. Últimamente la reina Dasumia siempre parecía estarse riendo de él, y desde luego no se preocupaba en absoluto de los deberes de una reina; casi nunca se la encontraba en el trono y ni siquiera en el palacio real, y dejaba que fuera El quien proclamara decretos en su lugar. Galadorna podía sumirse en la guerra y el latrocinio sin que ella se enterara siquiera… y día a día, a medida que más tratantes de esclavos y comerciantes sin escrúpulos hacían irrupción en el territorio, los señores de Laothkund dirigían con mayor atención sus codiciosas miradas hacia el cada vez más acaudalado reino. Si a algo llevaba la anarquía entre comerciantes era a llenar las arcas de los impuestos.
El volvió a suspirar. Lo importante era asegurarse de que, con todo este oro, la anarquía no se extendiera hasta la corona. La dulce Mystra no lo quisiera. ¿Cómo sería la vida en una tierra gobernada por comerciantes?
Todo el mundo hizo caso omiso del estrépito provocado por una mesa al caer y astillarse bajo el peso de dos hombres que blasfemaban y se asestaban mamporros mutuamente, así como de los tintineos y chasquidos de cristales rotos que siguieron cuando varios bebedores cercanos empezaron a arrojar botellas a los combatientes para cambiar las posibilidades de las apuestas que acababan de hacerse. Alguien gritó en otra habitación; un grito de muerte que finalizó en un horrible borboteo, y que fue recibido con embriagados aplausos. Después de todo ya era tarde, y aquello era La Copa de las Tinieblas.
Nethrar había conocido tabernas peores en su época, pero los días de las bailarinas gólem que se comían sus honorarios para enriquecer a Ilgrist habían pasado, y los tugurios en los que habían hecho algo más que danzar habían desaparecido con ellas. Sin embargo, La Copa seguía allí, y los que se sentían demasiado asustados para afrontar sus placeres solos siempre podían alquilar a un trío de guerreros de aspecto hosco para protegerlos y hacer que parecieran, al menos a sus propios ojos, miembros veteranos de una banda de aventureros embarcada en algún peligroso asunto.
Y también estaban las señoras. Una de ellas, enfundada en seda azul y una falsa coraza cuyas hileras de finas cadenas y sinuosidades de cuero mostraban mucho más de lo que ocultaban, se acababa de acomodar en el borde una mesa no lejos de donde Beldrune y Tabarast acariciaban vasos de granate corazón de fuego puro y se gruñían mutuamente: «¿Bien envejecido? ¡Seis días, como mucho!».
Por encima de sus vasos, los dos magos contemplaron cómo la descarada belleza cubierta de sedas se inclinaba profundamente sobre los dos jóvenes de la mesa que había elegido, proporcionándoles un panorama por el que muchos hombres de más edad y más sobrios habían perdido la cabeza con anterioridad. Ambos hechiceros carraspearon a la vez.
—Hace un poco de calor aquí —observó Tabarast con voz débil, pasándose el dedo por el cuello de la túnica.
—¿También en ese lado de la mesa? —gruñó Beldrune, los ojos clavados en la mujer de azul. Chasqueó un dedo, y, por entre el alboroto de charlas y carcajadas, cantos y el ruido de vasos rotos, los dos magos pudieron escuchar de repente una voz ronroneante, como si les hablara al oído.
—¿Delver? ¿Ingrath? Esos nombres resultan… excitantes. Los nombres de hombres osados, de héroes. Sois héroes osados, ¿verdad?
Los dos jóvenes guerreros rieron nerviosos y farfullaron algo, y la descarada belleza vestida de azul musitó:
—¿Hasta qué punto os sentís osados esta noche vosotros dos? Y… ¿hasta qué punto heroicos?
Los dos hombres volvieron a reír, con cierta cautela, y la belleza murmuró:
—¿Lo bastante heroicos para prestar un servicio a vuestra reina?, ¿un servicio personal?
Vieron cómo introducía la mano en el interior del corpiño y extraía una larga y gruesa cadena de monedas de oro unidas que captó y retuvo sus ávidas miradas cuando ella hizo centellear el anillo real de Galadorna decorado con la figura de un unicornio.
Dos pares de ojos se abrieron desmesuradamente, y se elevaron despacio y más sobrios desde las monedas y las curvas hasta el rostro que las coronaba, donde encontraron una mueca picara seguida por una lengua que se asomaba veloz por entre unos labios entreabiertos.
—Venid —les dijo ella—, si os atrevéis, a un lugar donde podemos… divertirnos más.
Los hechiceros que observaban la escena vieron cómo ambos hombres vacilaban e intercambiaban rápidas miradas. Entonces uno de ellos dijo algo, elevando las cejas de un modo exagerado, y los dos rieron con cierto nerviosismo, vaciaron de un trago sus jarros, y se levantaron. La reina arrolló la cadena de monedas a la muñeca de uno de ellos y lo arrastró juguetona por entre el estruendo y el atestado laberinto de mesas, cortinas de cuentas y arcadas que formaba la columna vertebral de La Copa.
Seda azul y cuero flexible pasaron ondulantes muy cerca de las narices de Beldrune y Tabarast. En cuanto el segundo guerrero hubo pasado majestuoso por su lado —ojos anhelantes, brazos velludos y todo lo demás—, los dos magos se bebieron sus corazones de fuego, se miraron, enrojecieron al mismo tiempo, se pasaron el dedo por el cuello de la túnica, y volvieron a aclararse la garganta.
—Ah… —dijo Tabarast con voz cavernosa—, me parece que es hora de ver el fondo de más de un jarro… ¿no lo crees?
—Justo lo que pensaba —asintió Beldrune—. Tras un barrilito o dos de cerveza primero, la verdad…
Oculto en la oscuridad, detrás de una columna de La Copa de las Tinieblas, un elfo cuyo rostro parecía tallado en frío mármol contempló cómo la reina Dasumia de Galadorna remolcaba a sus dos trofeos fuera del tumulto. Cuando hubieron desaparecido tras una esquina, Ilbryn Starym volvió la cabeza para mirar con desdén a los dos ancianos hechiceros ruborizados, que no advirtieron su presencia. Luego se escabulló en dirección a la salida que sabía que la reina utilizaría, teniendo buen cuidado de permanecer a bastante distancia por detrás y bien oculto.
Rhoagalow le había llevado la noticia de otro asesinato y de un acuchillamiento cuya víctima tal vez sobreviviría, y, como recompensa, Elminster le había entregado un barrilito de Burdym Gran Reserva procedente de las bodegas reales, indicándole que se fuera a algún lugar seguro a bebérselo.
Ahora el mago de la corte de Galadorna se encaminaba con pasos cansinos en dirección a su cama, esperando con ansia poder disfrutar de unas cuantas horas seguidas de contemplación de la oscuridad y de auténtica meditación sobre cómo llevar a cabo el gobierno de un pequeño reino infestado de odios. Con un poco de suene tendría lugar otro intento de asesinato durante las primeras horas de la madrugada. Eso sí que resultaría divertido.
El estado de ánimo de Elminster no estaba para demasiadas bromas en aquellos momentos, pues además le dolía terriblemente la cabeza tras haberse pasado todo el día tratando con comerciantes de lengua viperina. Por si esto fuera poco, no parecía conseguir sacarse una idea de la cabeza; un rumor que corría por Nethrar cortesía de los dos magos chapuceros de la torre Moonshorn, que parecían haberlo seguido hasta allí, según el cual «Dasumia» era el nombre de la temida hechicera llamada Señora de las Sombras; ¿podrían acaso estar relacionadas ella y la reina?
Hmmm. El volvió a suspirar, por tal vez la milésima vez en aquel día, y por la fuerza de la costumbre echó una ojeada al pasillo lateral al que lo había conducido el corredor por el que andaba.
Entonces se detuvo en seco y le dedicó una larga y atenta mirada. Alguien que le era muy familiar cruzaba el pasillo más abajo, usando un corredor paralelo al suyo. Era la reina, vestida con sedas azules y cueros y cadenas como una bailarina de taberna, y conducía a dos jóvenes, guerreros a juzgar por sus atavíos, cuyas manos y labios se movían febrilmente por el cuerpo de la mujer mientras ésta los guiaba fuera de la vista, y en dirección a una parte de la Casa del Unicornio que Elminster aún no había visitado nunca. Un escalofriante temor se removió en su interior al reconocer en aquellos dos ardientes hombres a sus antiguas herramientas contra ella, Delver e Ingrath.
Su dolor de cabeza empezó a martillear mientras se recogía la túnica y echaba a correr, tan silenciosa pero velozmente como le era posible, pasillo abajo hacia el punto por el que había visto desaparecer a Dasumia. Era mejor no usar un hechizo de camuflaje, por si su señora ama había dejado tras de sí un detector de hechizos activo.
La reina no se esforzaba en ocultar su presencia. La risa aguda y tintineante que usaba como falsa adulación resonó con fuerza en el mismo instante en que El llegaba a la esquina y empezaba a avanzar de columna en columna.
A continuación se escuchó una bofetada, la voz de Delver explicando una ocurrencia cuyas frases el mago no pudo captar, y más risas. El abandonó el sigilo por la prisa al ver que el pasillo que habían utilizado finalizaba en una arcada. Llegó justo a tiempo de ver cómo el amoroso trío abandonaba el otro extremo de la vacía y resonante habitación a través de otra arcada.
Una habitación oscura y en desuso condujo a otra, mediante una sucesión de arcadas sin puerta, y El tuvo el cuidado de permanecer fuera de la vista de cualquiera de ellos que pudiera volver la cabeza, en tanto que permanecía totalmente inmóvil cada vez que los ruidos cesaban delante de él. Había conseguido mantenerse a una distancia de una sola estancia cuando alguna jugarreta de las fluctuantes corrientes de aire hizo que las voces de aquellos que seguía sonaran desconcertantemente fuertes.
—Por todos los dioses guerreros, ¿adónde nos llevas, mujer?
—Oh, su majestad, quería decir mi amigo… Esto se parece sospechosamente a un camino para descender a las mazmorras.
Dasumia volvió a reír, con un profundo y sincero placer esta vez.
—Mantén esa mano donde está, audaz guerrero… y no, no seáis corteses caballeros. No vamos ni a pasar cerca de las mazmorras. ¡Tenéis mi real promesa al respecto!
El se deslizó hasta la siguiente arcada como un gato al acecho y miró por el borde, a tiempo de escuchar el tamborileo de una cortina de cuentas, invisible tras la esquina, al abrirse. Una fuerte luz llameó al exterior desde el otro lado; El se arriesgó, cruzó a saltitos la estancia hasta aquella esquina, y volvió a arriesgarse: al otro lado del espacio abierto que había recorrido se veía otra cortina. Podía ocultarse tras ella y observar la zona iluminada, si atravesaba aquel espacio al descubierto en el momento preciso para no ser visto.
¿Ahora? Echó a correr como una exhalación, se detuvo, e intentó que su respiración volviera a ser inaudible, todo en cuestión de segundos; luego usó los siguientes segundos, y los que vinieron después, para contemplar con asombro el lugar al que la reina había conducido a sus presas.
La zona brillantemente iluminada situada detrás de las cortinas no era más que una antecámara; una arcada en la pared opuesta conducía a un lugar iluminado por un resplandor rojo de aspecto malévolo. Flanqueando la arcada había dos guardianes con armadura completa y los visores bajados, que empuñaban sables curvos; guerreros sin pies, cuyos tobillos se deslizaban a pocos centímetros del suelo de piedra sin tocarlo. Monstruosidades con yelmos, los llamaba la gente; armaduras animadas mediante la magia que podían asesinar con la misma pericia que soldados vivos.
El observó cómo avanzaban amenazadores, para detenerse a un gesto de la reina. Dasumia pasó entre ambos, arrastrando a sus guerreros vivos, y El se escabulló tras ellos con audacia, sin dejar de vigilar aquellos sables alzados. Antes de que llegara ante las monstruosidades con yelmo, éstas dieron media vuelta y, enfundando las armas sin hacer ruido, se alejaron flotando tras el trío. El cerró la marcha, avanzando con suma cautela ahora.
La habitación situada más allá era muy grande y oscura, pues su única iluminación provenía de un reluciente tapiz de color granate colocado en el otro extremo, un tapiz que exhibía un emblema negro más grande que muchas cabañas que había visto El: la Negra Mano de Bane.
El pasillo que recorría el centro del templo estaba bordeado de braseros, que se encendían espontáneamente a medida que la reina pasaba entre ellos. Era evidente que Delver e Ingrath empezaban a pensar mejor lo de su real noche de pasión; El los oyó tragar saliva con toda claridad al tiempo que aminoraban el paso y eran arrastrados por Dasumia.
Había bancos de iglesia a ambos lados del pasillo, algunos ocupados por esqueletos desplomados vestidos con túnicas, otros por cuerpos momificados o todavía en estado de putrefacción. Elminster se introdujo en una hilera vacía y se agachó hasta quedar a ras de suelo; sabía lo que iba a suceder.
—¡No! —chilló Ingrath de improviso, soltándose de las manos de la reina y girando en redondo para huir. Gimoteó desesperado un instante antes de que Delver se liberara de la cadena de monedas, iniciara su propia carrera… y lanzara un agudo grito.
Las dos monstruosidades con yelmo habían permanecido flotando tras ellos, las manos enguantadas extendidas y listas para cerrarse sobre sus gargantas; y aquellos dedos de acero los llamaban ahora, en tanto que los yelmos vacíos se inclinaban hacia ellos hasta casi tocarlos.
Entre gemidos de desesperación, los dos guardas se volvieron de nuevo hacia la reina. Dasumia estaba tumbada sobre el altar, incorporada sobre un codo y cubierta con bastante menos ropa de la que llevaba al entrar en el templo. Riendo, les hizo señas para que se acercaran.
Contra su voluntad, los dos guerreros se aproximaron tambaleantes.